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La isla de los corazones olvidados

La isla de los corazones olvidados

Sergio Allepuz

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Relato ganador del certamen literario «Santoña... la mar», 2017

EL VIEJO MAC GOWAN, el más veterano de todos los conserjes de la Corte Suprema del Reino Unido, soltó un discreto joder en la lengua de Shakespeare. La causa del improperio fue la agradable sorpresa que tuvo el hombre al ver los ocho sellos que decoraban la carta dirigida a su Ilustrísima, Sir Anthony Perkins. Aquellas coloridas estampas eran lo más hermoso de la gris jornada y lo hipnotizaron a base de peces coralinos, tortugas marinas, canoas tripuladas por musculosos indígenas y un antiguo barco de vela de la Royal Navy, con las velas hinchadas y a punto de reventar de tanto viento a favor. Según el matasellos, el sobre procedía de una de las últimas colonias británicas y del que es, probablemente, el lugar habitado más remoto del mundo: las Islas Pitcairn, situadas en mitad del océano Pacífico y formadas por la propia Pitcairn (que es la única de las islas que está oficialmente poblada), Henderson, Ducie y Oeno.

Tras lograr huir de su imaginario viaje al Pacífico, Mac Gowan levantó su huesudo culo del taburete de recepción

y trasladó el sobre, en cuyo remite solo constaba: «Adams de Pitcairn», a la fiel secretaria personal del juez, en la planta cuarta del edificio. Al ver los sellos, ella cayó secuestrada en manos de la misma ensoñación que el bedel, y ya estaba oyendo el rumor del mar y removiendo la espuma de las crestas de las olas con sus dedos regordetes como salchichillas, cuando sonó el teléfono para hacerla regresar a la pesada realidad del papeleo londinense. Mientras estos anodinos acontecimientos tenían lugar, su Señoría, Anthony Perkins, se hallaba a dos manzanas de la Corte, escondido en su elitista cafetería preferida. Allí gozaba de su té matutino de la India, manchado con una nube de leche fresca de vaca galesa, y acompañado por un par de tostadas integrales untadas de mantequilla salada irlandesa. Pero los maravillosos desayunos, como todas las cosas buenas en esta perra vida, tienen un final más o menos abrupto y, en el mismo momento en que la eficiente secretaria colgaba el teléfono, el juez apareció por la puerta con algunas migas de pan todavía pegadas en su corbata, por culpa de la pegajosa mantequilla salada.

Ambos funcionarios, jefazo y secretaria, se saludaron cortésmente, como solo los hijos de la Gran Bretaña saben hacerlo sin caer en el ridículo, y la subordinada le entregó a su superior el sobre. Su Señoría le echó un vistazo y, al igual que los anteriores custodios de la misiva, se detuvo en los dichosos sellos de colorines. Parecían ser hipnóticos. Durante unos segundos, el juez se vio a sí mismo llevando el timón del barco que aparecía en ellos y gritando palabras marineras, tales como mesana o botavara, aunque lo cierto era que él no tenía ni idea de lo que querían decir.

Tras liberarse de la alucinación, Sir Anthony Perkins entró en su despacho de caoba, cerró la pesada puerta con suavidad, se recostó en su gigantesca silla tapizada con la piel de un ciervo que él mismo había matado unos años antes, se encendió una pipa de marfil que indignaría a cualquier ecologista de pro y, tras leer en voz alta el escueto remite de la misiva, abrió el misterioso sobre con un abrecartas de plata que llevaba sus iniciales grabadas en oro sobre el redondo pomo de la empuñadura. Del interior del sobre sacó varios folios plegados, escritos en una más que legible y decente caligrafía, e inició su pausada lectura:

En Pitcairn, a día 16 de septiembre del año 2016

Estimado, honorable y todas las parafernalias de cortesía y distinción que le correspondan a alguien de su alcurnia, tan lejana de la mía; aunque con ello no quiero decir que me avergüence ni un ápice de mi propia sangre, tan buena y tan roja como la de cualquier otro habitante de nuestro planeta Tierra. Mi nombre de pila no importa demasiado. Mi apellido sí, por lo que pueda aportar de credibilidad a esta historia que, al contrario que mi sangre, sí logra avergonzarme. Soy, como habrá adivinado por el remite, un Adams: descendiente directo de John Adams, uno de los protagonistas del famoso motín de 1789 en el que unos marineros tomaron posesión de la fragata Bounty para regresar a Tahití en busca de las bellas nativas que allí habían cortejado durante una escala de cinco meses de duración (para la recolección de árboles del pan, destinados a alimentar a los esclavos de su majestad en el Caribe). Usted conocerá esa historia, si no por su florida cultura universitaria, lo hará al menos por las películas que se han hecho al respecto. Para mí, por cierto, la mejor fue la de Roger Donaldson, porque eligieron a un actor menos feo que en todas las anteriores para representar el papel de mi famoso, aunque no muy agraciado (todo hay que decirlo…), antepasado.

Como bien sabrá su Ilustrísima, hombre culto hasta el infinito o, tal vez, un poquito más, los hombres de la Bounty, tras secuestrar a algunas nativas y nativos de Tahití, huyeron de la justicia a bordo de la fragata robada, buscando un lugar donde poder empezar una nueva vida. Los amotinados y sus secuestrados llegaron a la despoblada isla de Pitcairn y allí se establecieron, tras quemar la embarcación en la costa para evitar cualquier intento de deserción entre ellos. De ese modo, la alegre expedición permaneció en Pitcairn en bella armonía (salvo por el pequeño detalle de andar matándose los unos a los otros a fin de conseguir los favores de las escasas mujeres que se habían traído con ellos y el servicio de los, también escasos, esclavos masculinos), sin ser descubiertos por humano alguno hasta pasados más de treinta años. Dado el largo tiempo transcurrido desde el motín y puesto que de los insubordinados originales de la Bounty solo quedaba vivo mi antepasado (pues los demás habitantes de la isla eran todos indígenas secuestrados y descendientes de la primera expedición), el gobierno de su majestad tuvo el detalle de perdonarles el cuello a todos ellos, permitiéndoles que siguieran viviendo en Pitcairn. Eso sí, como ciudadanos de la Corona británica o, lo que es lo mismo, pagando los correspondientes impuestos a su majestad; ya que no es cosa propia de la realeza (ni de la inglesa, ni de la de ningún otro planeta), olvidarse de los cobros que le son debidos, sean merecidos o no, que eso ya viene siendo otro cantar que no viene al caso ahora mismo… Y aquí, en Pitcairn, seguimos los descendientes de todo aquel desaguisado.

Pero la economía en un lugar tan aislado y despoblado (somos cuarenta y cinco almas, sin contar pájaros, ratas y cangrejos) no es muy boyante. Nuestros ingresos se basan en la venta de suvenires tallados en madera a los escasos turistas que bajan por unas horas de sus cruceros para ver los restos carbonizados de la Bounty o la tumba de John Adams. Sé que la pobreza no puede justificar ningún crimen y también sé que mi alma se condenó al infierno el mismo día en que acepté el trato que voy a relatarle. Por eso, mi única intención al hacerlo es que usted, con toda la autoridad de su altísimo cargo, ponga fin a todo ello y salve a los doscientos quince desgraciados que están a punto de morir si nadie lo remedia. Por mi parte, aunque tengo remordimientos de conciencia, prefiero no ir a la cárcel, pues no se me da nada bien lo de hacer amigos en nuevos ambientes; sobre todo, si esos ambientes están plagados de villanos y asesinos. Además, tras vivir toda mi vida en una isla casi deshabitada y rodeada por un océano casi infinito, estoy demasiado acostumbrado a los espacios abiertos. Así pues, aun a riesgo de parecerle a usted un cobarde o, lo que es peor, un hombre sin honor, pondré pies en polvorosa con destino desconocido justo un segundo después de echar esta carta en el buzón, emulando así la huida de la justicia inglesa perpetrada por mi padre: el primero de los Adams de Pitcairn.

El Juez Perkins cambió entonces de postura, sonrió el atrevimiento del tal Adams, carraspeó, levantó ligeramente su nalga derecha, dejando salir una flatulencia (discreta en lo sonoro, aunque espectacular en lo pestilente) y continuó con la lectura como si tal cosa:

Hace quince años vino a Pitcairn un tipo con acento ruso. Preguntó por mí a los vendedores de suvenires del puerto, quienes lo acompañaron hasta mi casa y, tras recibirlo personalmente en el salón, me ofreció un negocio que no pude rechazar. El desconocido del este me contó que su empresa, especializada en dar servicio a clientela millonaria, podía atender cualquier capricho, fuera este legal o no; ya que, según recalcó, con el suficiente dinero de por medio, legalidad e ilegalidad eran exactamente la misma cosa. En concreto, el tipo quería mi colaboración en un nuevo servicio que tenía pensado incluir en su peculiar catálogo. Se trataba de hacer desaparecer a las personas a quienes los clientes se hubieran cansado de amar. «Corazones Olvidados, se llamará el producto», me aclaró él con una sarcástica sonrisa en los labios.

Tras hacer una pausa dramática ante mi cara de sorpresa, el tipo me explicó que unas doce personas desaparecen todos los años en cruceros, sin dejar ningún rastro, y que él sabía cómo aprovechar aquel nicho de negocio. Aquellos desaparecidos, tras una breve y rutinaria investigación policial, eran invariablemente dados por muertos como supuestas víctimas de accidentales caídas en alta mar o incluso como presuntos suicidas a quienes sus propias depresiones habrían empujado por la borda.

El potencial cliente, continuó explicando el ruso, en un bello gesto hacia su Corazón Olvidado, le podría dedicar a este un postrer regalo: un maravilloso crucero por el Pacífico. De ese modo, ambos disfrutarían de unos inolvidables últimos días juntos. Eso sí, cuando el barco navegase cerca de las Islas Pitcairn, el Corazón Olvidado sería drogado durante la cena y, ya de madrugada, transportado en una lancha hasta la deshabitada isla Henderson, donde sería encerrado en alguna de las cuevas que esta isla tiene en las laderas de sus acantilados. Previamente, por supuesto, dichas cuevas habrían sido reformadas con unos preciosos barrotes de acero, para mantener enjaulado al pobre desgraciado como a un animal hasta el día de su muerte.

Como verá, su Vuecencia, el plan era monstruoso, igual que la respuesta a mi siguiente pregunta sobre por qué se dejaba a los Corazones Olvidados con vida, siendo, como eran, la prueba de un grave delito de secuestro. El ruso me dijo que sus estudios de mercado sobre la psicología de los clientes dictaminaban que estos no deseaban causar daño físico a quienes una vez amaron, sino que solo querían deshacerse de ellos para seguir adelante con sus vidas sin tener que cargar sobre sus conciencias con algo tan duro como un asesinato por encargo. Le dije, sarcástico, que no sabía qué entendía él por no causar daño físico, pero que la isla Henderson era un peñasco remoto que no aparecía en casi ningún mapa y cuyos únicos moradores habían sido marineros llegados desde naufragios. Como, por ejemplo, los supervivientes del ballenero estadounidense Essex, que arribaron en botes a esa misma costa tras el hundimiento de su barco debido a los ataques a cabezazos de un cachalote justiciero que defendía a su familia y que más tarde inspiraría la historia de Moby Dick al mismísimo Henry Melville. Pues bien, dichos marineros se hicieron tristemente famosos por las lamentables historias de canibalismo del que tuvieron que hacer gala para lograr sobrevivir hasta ser rescatados muchos meses después. Añadí que, aunque los aquellos marineros del siglo XIX eran tipos tan duros como el mismísimo mar, una gran cantidad de náufragos (del Essex y de otros muchos barcos) habían perecido de hambre y de sed en Henderson, habiéndose encontrado sus blancos esqueletos en el interior de aquellas mismas cuevas que él pretendía utilizar como celdas. «Aquí es donde entras tú», me respondió él. Y continuó: «Nuestros clientes quieren vivos a sus Corazones Olvidados y nosotros siempre cumplimos nuestros contratos. Necesitamos un carcelero en Henderson. Alguien que se asegure de que no les falte alimento y medicinas a los prisioneros y que les saque de vez en cuando una foto en la que aparezcan con un periódico reciente, a modo de prueba de vida para cuando los clientes la soliciten; aunque, según nuestros estudios previos, parece ser que a partir del segundo año la gente deja automáticamente de preguntar por sus desaparecidos y ya les da lo mismo si están vivos o muertos».

Para mi vergüenza, accedí al trato y, de este penoso modo, vendí mi alma al diablo por medio millón de libras esterlinas al año.

Al parecer, el tipo ya había adquirido derechos sobre la isla mucho antes de hablar conmigo. También había hecho el papeleo necesario para convertirla en una reserva natural de aves. Según esa tapadera, un reducido equipo de naturalistas vivía allí de manera continuada desde entonces, pero la realidad era muy distinta...

Tan pronto como comenzamos a tener «inquilinos» en Henderson (solo un par de semanas después de nuestra entrevista en el salón de mi casa), un barco de aprovisionamiento comenzó a dejar periódicamente en la playa un cargamento de raciones militares de alimento, agua potable y medicinas básicas. Cuando esto ocurría, me avisaban por teléfono. Entonces yo esperaba la ocasión adecuada y desaparecía de Pitcairn con rumbo a Henderson, a bordo de mi

barco de pesca. Tras desembarcar, transportaba la mercancía desde la playa hasta una de las cuevas que hacía las veces de almacén. Después atendía a los prisioneros repartiendo raciones de comida abundantes, a fin de no tener que regresar a menudo a ese infierno. Mientras estaba con ellos, trataba de no mirarles a la cara. Tampoco respondía a sus quejas o preguntas, salvo que se tratase de algún problema médico que precisara atención por mi parte. Los hombres ocupaban unas celdas y las mujeres otras distintas. Ellos eran padres que habían sido mandados allí por hijos con mucha prisa por heredar, o maridos que se habían convertido en demasiado aburridos o achacosos para sus esposas. Pero lo cierto es que casi todos los Corazones Olvidados eran mujeres; y es que, según parece, ellas están más dispuestas a cuidar de sus decrépitos progenitores y/o esposos que viceversa. Imagino que casi todas habían sido sustituidas en sus hogares por otras amantes más jóvenes que aliviaban las crisis de mediana edad de los maridos a base de arrumacos de pago. También había hijos e hijas olvidados y olvidadas, aunque en mucha menor cuantía. El que más huella me dejó de todos ellos fue un muchacho con síndrome de Down. Se llamaba Henry y era pura bondad. ¿Qué razón podía haber llevado a alguien a abandonar a Henry de ese modo? ¿Una injusta decepción parental, tal vez? ¿La lucha fraterna por alguna herencia, quizá? Quién sabe… El caso es que él siempre trataba de darme conversación y me preguntaba que cuándo iban sus padres a levantarle por fin el castigo y a llevarlo a casa con ellos de nuevo. Cuando le hacía las fotos, él sujetaba el periódico y posaba con una enorme sonrisa, ¡el muy cándido! Al cabo de dos años exactos ya no me pidieron más fotos de Henry. La mañana que lo encontré muerto (creo que de pena) en el suelo de la celda, fue la mañana que decidí que no podía aguantar más aquella situación.

En cuanto a la higiene de los prisioneros, esta era soportable. Los Corazones Olvidados hacían sus necesidades, sin intimidad y a la vista de todos los demás, en una letrina sin puertas que había en el fondo de cada una de las celdas, con desagüe directo al mar. Existía un pequeño depósito en cada una de las cuevas, con un grifo y suficiente agua para asearse una cuarentena de personas durante varios días. Cuando quedaba poca agua en los depósitos, yo mismo los rellenaba pasando una manguera entre los barrotes, sin tener que pisar el interior de las celdas. No entré nunca en ellas, ni siquiera para sacar los cadáveres de los Corazones Olvidados a medida que dejaban de latir. Esa era otra de mis funciones. Para hacerlo obligaba a los prisioneros a ponerse en el extremo más lejano de la reducida estancia. Dos de ellos, elegidos por mí, cogían al muerto y lo sacaban por la puerta que yo mismo les abría, apuntándolos con una pistola todo el tiempo. Después los hacía volver a entrar a su calabozo de inmediato y debo decir que, a pesar de los varios años que anduve implicado en este sucio tema, solo una vez me vi obligado a disparar. Ese día me llevé dos cadáveres de la cueva en lugar de uno. Los cuerpos sin vida los enterraba yo mismo en la isla, en tumbas sin nombre y sin señalizar; salvo la de Henry, con quien quise hacer una excepción y clavé, en la cabecera de su fosa, una tabla con su nombre y su fecha de defunción.

Resumiendo, si, como me imagino, ha leído usted la carta hasta este punto, las únicas personas que hoy conocemos el secreto de la Isla de los Corazones Olvidados, aparte del ruso y sus gorilas, somos usted, señor juez, y yo. El ruso y los suyos no se detendrán jamás, puesto que este no es más que uno de los muchos negocios sucios que llevan entre manos, y yo no tengo capacidad ni vocación para detenerles. Sin embargo, usted tiene ambas cosas, porque es la Ley en persona. Vuecencia, o cómo demonios deba llamarle… es el único que puede salvar a los Corazones Olvidados. Le ruego que saque pronto a esos pobres diablos de allí, ya que sin mis cuidados dudo que nadie se encargue de aprovisionarlos y atenderlos hasta que sea demasiado tarde. Los dejé con comida y agua para unos treinta días y la carta puede haber tardado alrededor de quince o veinte jornadas en llegar hasta sus manos; por lo que calculo que, mientras usted lee estas líneas, a los Corazones Olvidados les quedan provisiones para unas dos semanas a lo sumo. A partir de ese momento empezarán a morir u optarán por el canibalismo, como hicieron los supervivientes del ballenero Essex. En definitiva, desde ahora mismo, mis doscientos quince Corazones Olvidados dependen enteramente de usted; así que, Señoría, espero su colaboración en el delicado asunto que nos ocupa y me despido para pasar a ser, desde ahora mismo, uno más de los muchos fugitivos de la ley británica.

Atentamente, se despide para siempre,Adams de Pitcairn

El juez Anthony Perkins había comprendido el alcance de la carta a la perfección y creía en la veracidad del texto sin duda alguna. ¿Cómo no iba a creer si él mismo había visto al misterioso tipo ruso del que hablaba ese necio de Adams de Pitcairn? Concretamente, el juez tuvo el placer de verlo y de hablar con él un par de años atrás. Fue poco antes de aquel crucero que hizo con su esposa por el Pacífico. El mismo fatídico viaje en el que la buena de Margaret desapareció sin dejar ni rastro. Suicidio, dijeron. Una lástima. Una verdadera lástima. Lo cierto es que la pobre mujer llevaba algún tiempo sintiéndose bastante triste, incluso deprimida.

Su Señoría sonrió. No podía creer en su buena suerte, pues, de todos los tipos a los que aquel desgraciado podría haber mandado la carta de confesión, le tenía que haber tocado precisamente a él, a Anthony Perkins. El juez sacó entonces una llavecita del bolsillo de su pantalón, abrió con ella el cajón de su mesa de caoba y, tras retirar con destreza el disimulado doble fondo del mismo, sacó unas cuantas fotografías de Margaret. En la de arriba de todo del montoncito la pobre lucía los ojos tristes e incrédulos y el pelo muy desaliñado. La cueva que se apreciaba en la imagen parecía lóbrega e insalubre, pero ella era fuerte y siempre había presumido de tener una salud a prueba de bombas. Margaret sostenía un periódico deportivo en la mano derecha. En la portada y a todo color se podían distinguir una foto de José Mourinho, el entrenador de fútbol, con cara de muy pocos amigos y un marcador de la liga inglesa al fondo: Manchester United 0 – Liverpool 1.

Anthony Perkins, tras recrearse en esa foto durante un rato, introdujo la carta de Adams y el montón de fotografías de Margaret en su maletín. Quería llevárselo todo a casa esa misma tarde. El invierno había hecho su entrada triunfal en Londres y hacía mucho frío. Por la noche, él y su jovencísima nueva amante encenderían un buen fuego en el hogar para calentarse. No había ninguna duda de que era un excelente momento para quemar recuerdos juntos. A fin de cuentas, ya hacía dos años de la desaparición de la buena de Margaret e iba siendo hora de superar del todo esa trágica y horrible pérdida.

Sergio Allepuz Giral (España) Blog: sergiallepuz.webnode.es

Ilustraciones de Adams de Pitcairn y Margaret: Humberto Nieto L. (Ecuador)

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