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El luthier
El luthier
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Pablo Núñez
Manuel pasó la noche en la playa con un tarro vacío, intentando atrapar una estrella fugaz. Su cabeza era un hervidero donde la llama de un deseo incumplido le quemaba las entrañas y había tomado una determinación: buscar ayuda en el universo. De repente vio una luz que se acercaba y su corazón empezó a desbocarse. Con el sigilo de un puma que va tras su presa, se acercó y, de un zarpazo, consiguió meterla en su bote. Al mirarlo detenidamente, vio que lo que había cazado era una luciérnaga, y el entusiasmo del principio se fue diluyendo en una mezcla de angustia y decepción. Cuando la luna comenzó a apagarse, cogió su presa, la guardó en la mochila y se marchó, dejando las huellas de su desilusión esparcidas por la arena. Lo que no sabía es que allá arriba, por petición expresa de su madre, las constelaciones habían hecho horas extras para que Manuel encontrase su estrella fugaz, y que lo que se movía dentro de su tarro no era una luciérnaga.
Aquella mañana el sol tardó en salir, quizá porque los gallos comenzaron a cantar más tarde, pensaron algunos. El amanecer tuvo que dejar los preámbulos rojizos y las sombras de las fachadas encaladas desaparecieron sin previo aviso. La noche había sido larga y en el pueblo los sonidos de la vigilia permanecieron amortiguados más de lo habitual, hasta que un torbellino surgió de cada casa, intentando emparejar los pasos de las costumbres con el de sus horarios.
Manuel, inmune al extraño efecto que se había apoderado del ambiente y a las carreras de sus vecinos, llegó a su casa. Como venía haciendo desde que su padre le enseñó el oficio, abrió su taller y colgó encima de la puerta un letrero de madera en el que se podía leer: «Luthier. Se afinan instrumentos y se crean melodías». Se sentó en su taburete y se puso a trabajar en la reconstrucción del laúd que un ermitaño le había traído hacía unas semanas. Aquel hombre no era lo que aparentaba ser, más bien, parecía un hechicero: sus ojos eran capaces de atravesar los pensamientos ajenos y Manuel lo supo cuando cruzaron sus miradas. Algo familiar se le escapaba, mas él no era adivino y su profesionalidad estaba por delante de cualquier enigma. Le pidió que pusiera todos los sentidos para que el instrumento sonara igual que antes de ser destruido. Sin duda era una misión difícil, pero si alguien tenía la habilidad de llevarla a cabo, era él. No en vano, ya había sacado de sus manos una flauta a la que consiguió amoldar las notas precisas para que un chico librase a un pueblo cercano de una plaga de ratones.
Al sonar las once en el reloj del ayuntamiento, la cadencia de su pulso aceleró el ritmo y se perdió en un mundo imaginario, hasta que unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su ensueño. Abrió y allí estaba el motivo de sus desvelos. María venía con sus
cántaras de leche a despacharle el litro diario que él le pedía con el cuerpo embebido en un amor tan recatado, que apenas le salía un hilillo de voz. Ella le sirvió su leche y le sonrió, y todas las mariposas que vivían dentro de Manuel se pusieron a volar a la vez. Aquel efecto se iba apagando poco a poco; le duraba hasta que María doblaba la esquina para seguir su ruta.
Manuel se sentó de nuevo a reanudar su tarea sin fijarse en que un pequeño haz de luz se revolvía en la alacena.
María era un alma joven que siempre vestía con ropas claras, como la luz que desprendía, hasta que la muerte de su marido la encerró en unos rigurosos trajes negros que le hacían rozaduras en el alma. Aquel hombre había llegado a un acuerdo con sus padres: a cambio de unos cuartos y un papel firmado en el que les dejaba el pajar, las vacas y la lechería en herencia, María fue entregada en matrimonio. Ella, todo dulzura, guardaba en su interior el temperamento de una fiera salvaje cuando se le atacaba, y en la noche de bodas, al sentir muy cerca el aliento amargo del marido, sacó de su liguero un puñal. Se lo puso en la garganta y juró delante del crucifijo que coronaba la cama que si le rozaba alguna vez, las sábanas acabarían teñidas con su sangre. Romualdo se amilanó ante la determinación de aquellas palabras y hasta el día de su muerte durmió en la habitación de invitados. Con la mirada llena de asombro y vergüenza, le pidió que, para guardar las apariencias, se comportaran como una pareja bien avenida. María accedió ante los ruegos de aquel hombre, para evitar las habladurías con que ciertos vecinos envenenaban las vidas ajenas y engañaban el tedio de las suyas.
Manuel siempre vivió entre los consejos de su padre y las enseñanzas de su madre. Él le mostraba todos los secretos del oficio y, mientras aprendía a tejer los orificios por los que las melodías salían, se preguntaba cómo les daba para comer con aquel trabajo, pues en el pueblo solo había un músico, el organista de la iglesia que, una vez al año, poco antes de la misa del gallo, pedía a su padre que afinara el órgano, lo único de valor en una parroquia donde habían más desconchados que santos. Lo descubrió cuando empezó a revisar los libros de contabilidad. Hasta entonces, no supo que por las manos de su padre pasaba todo lo que emitía algún sonido en la Sala Dorada de la Musikverein de Viena, en los conciertos de año nuevo. Tiempo después, averiguó que no solo se dedicaba a afinar los instrumentos, sino que, en alguna ocasión, había señalado cuál era el director que debía escoger la orquesta para que aquellos instrumentos sacaran toda la belleza que tenían dentro. Murió sin hacer ruido, sentado en su taburete mientras limpiaba una flauta travesera. Aquel año, la orquesta comenzó el concierto con una marcha fúnebre en su honor.
Su madre le contaba cada noche una historia inventada y, los fines de semana, lo llevaba al puerto. Se sentaban en un banco de piedra a contemplar las estrellas, y allí le fue dando nociones de astrología mezcladas con algunas leyendas. De ahí le vino a Manuel el amor por el universo y, cada vez que quería resolver algún misterio, se iba a pensar mientras miraba la inmensidad del firmamento. A su madre se la llevó el destino disfrazado de tranvía, justo cuando se lanzó a la calzada para salvar al hijo de su vecina, que se había desenroscado del regazo de aquella mujer para lanzarse por una canica que había visto en el empedrado de la calle.
Durante mucho tiempo, el cielo estuvo negro para Manuel, hasta el día en que conoció a María.
Por el pueblo se había propagado que un nuevo sacerdote había echado con sus lecturas y homilías a los cuatros santurrones que nunca faltaban a misa. Aquella novedad hizo que la parroquia se llenara a la semana siguiente y que, desde entonces, no quedase ningún rincón vacío cada vez que predicaba. A Manuel le picó la curiosidad y un domingo se puso su traje menos gastado y cruzó por primera vez la puerta de la parroquia sin el encargo de afinar el órgano. Aquel día, el padre Carlos se puso a leer los primeros capítulos de «El conde de Montecristo». Cuando llegó al instante en que encerraban a Dantés en el castillo de If, comenzó la homilía hablando de la capacidad única de Dumas para crear una aventura desde sus primeras páginas y santificar una venganza. Tras una pausa, bajó del púlpito y, entre los bancos, siguió diciendo que Dios, sin duda, le dio a ese hombre un don que supo explotar por el bien de sus prójimos, y algunas cosas más que Manuel dejó de escuchar en el momento que vio a María. Cuando terminó la misa, como si un resorte le hubiera empujado hacia una de las pilas, sacó de ella agua bendita ahuecando la palma de la mano y se la ofreció delante de su marido. Ella, con la yema del índice, le rozó y se hizo la señal de la cruz, dejando unas gotitas humedeciendo su frente y llevándose el corazón de Manuel para el resto de sus días.
A pesar de que Romualdo seguía respetando los deseos de su mujer, no consentía que ningún intruso tuviera la más mínima intención de pensar en ella, y el luthier había traspasado con creces la barrera del decoro. Tiró del brazo de María y siguieron su camino, mas él no olvidó aquella afrenta. A la mañana siguiente, Manuel encontró una nota atrapada en la puerta del taller. Romualdo lo retaba a un duelo la noche siguiente junto al faro abandonado, justo cuando sonara la última campanada de las doce.
Aquel faro nunca había dejado de alumbrar, aunque se tenía constancia de que se había cumplido el deseo del último farero: lanzar sus restos al mar. No obstante, la luz seguía dando vueltas, mostrando a los pocos barcos que navegaban por esos lares el brillo de las mareas y la espuma de los temporales.
A la hora fijada, los duelistas se encontraron frente a frente, Romualdo, con un sable en la mano derecha, Manuel, con un laúd. Antes de que Romualdo pudiera dar la primera estocada, creyendo que el arma de su contrincante era un trabuco camuflado, Manuel se puso a rasgar las cuerdas del instrumento. Aquella mezcla de notas discordantes se enredó en el cuello de Romualdo, que cayó de rodillas, hasta que un si bemol final acompañó su último aliento. Por primera vez, Manuel había usado el laúd que le regaló su padre y que sólo contenía dos melodías, tras tocar la que atraía a la muerte.
Enrabietado por haberle quitado la vida a un hombre, destrozó el instrumento contra el faro y corrió hasta la playa, a rezar una plegaria por aquel desgraciado que no supo por qué ni cómo había muerto.
Los oficiales del pueblo, al encontrar el cuerpo de Romualdo sin aparentes signos de violencia, lo llevaron al forense que, tras un somero estudio, determinó que el deceso lo había provocado un fallo cardiaco.
Desde ese día María fue obligada por la familia a guardar un luto riguroso, mientras se frotaban las manos pensando en el pajar, las vacas y la lechería. Y así fue como María sustituyó a Romualdo y comenzó a despachar la leche por el pueblo, y un luthier que jamás la probaba, pues le descomponía el vientre, encargaba un litro diario.
Manuel reconoció el laúd que le trajo aquel extraño. En un primer momento pensó que, quizá, fuera un detective disfrazado que quería mostrarle la certeza de que la muerte de Romualdo había sido premeditada. Una vez reconstruido, tendría la prueba incriminatoria y al culpable. Si su destino era pasar el resto de sus días en una mazmorra, él no pondría impedimento. Con el esmero que siempre ponía en su trabajo, fue dando vida de nuevo a aquel laúd, introduciendo entre sus cuerdas las dos úni- cas melodías para las que fue diseñado, y lo dejó colgado en la pared, a la espera de aquel hombre y de los acontecimientos que vinieran con él.
El ermitaño No tuvo que esperar mucho tiempo para que vinieran a recoger su encargo. Nada más entrar aquel hombre, sin mediar palabra, Manuel descolgó el instrumento y se lo entregó. El ermitaño, entonces, pidió una escofina y se puso a perfilar los bordes de madera de aquel laúd, hasta que de la boca del mismo fue saliendo la sombra de un pentagrama. Luego, dejó una nota entre las cuerdas, se lo devolvió y, tras quitarse el gorro que le tapaba el rostro, fue despareciendo poco a poco.
«Hijo mío, he podido ver el sufrimiento que te ha provocado el matar a un hombre. Piensa que eras tú, o él, e hiciste lo correcto. Ya no tendrás que preocuparte más por esa melodía, me la he llevado conmigo a mi faro, donde mi espíritu se retiró cuando me llegó la hora. Es un buen sitio. Desde allí puedo verte y, de noche, alumbro a tu madre para que sea la estrella que más brilla. Ahora, coge el laúd y haz lo que tienes que hacer».
Cuando leyó la nota, Manuel al fin supo por qué le era tan familiar la mirada de aquel hombre. Abrió la puerta y vio que el faro estaba encendido, apuntando al cielo, hacia una estrella que brillaba más que las demás. Agarró el laúd y, con pasos decididos, se dirigió a la casa de María. Se apoyó en un árbol y comenzó a tocar aquella melodía que tan solo podía interpretarse una vez en la vida, y que era efectiva si la persona que la escuchaba sentía lo mismo que él.
María abrió y lo llamó por su nombre y le hizo un gesto para que entrase. Lo dejó en el salón mientras trasteaba en su vestidor y, al instante, volvió con todos sus trajes negros hechos un ovillo, se acercó a la chimenea, y los fue quemando uno a uno. Después, lo cogió de la mano, lo llevó a su habitación, y cerró la puerta.
En ese momento, en la casa de Manuel, una luciérnaga empujó el tarro donde estaba encerrada y lo rompió. Una vez libre, se quitó su disfraz y comenzó a volar de regreso a su trozo de cielo, dejando una estela a su paso, como si fuera una estrella fugaz.
Pablo Núñez (España)