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El hombre muerto

El hombre muerto

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Isabel Pedrero

JACQUELINE SE DESPERTÓ con la mandíbula dolorida. Aunque nada solía quitarle el sueño, no podía evitar apretar los dientes mientras dormía. Sentía el corazón palpitarle en las sienes y notaba la sensación de tener la cabeza llena de sentimientos que no eran suyos. Sin abrir los ojos, apartó con la mano a los fantasmas que la rodeaban. No le hacía falta verlos para saber que estaban allí, acechándola desde los rincones más oscuros.

—¿No me vais a dar ni un solo día de descanso? —gruñó a las sombras.

No hubo respuesta y tampoco se apartaron. Seguían ahí, rodeándola, acercándose tanto que habría podido notar su aliento en la cara si aún respirasen.

Se levantó despacio intentando no mirar directamente a ninguna de ellas. Hacía tiempo que evitaba mirarles. Tenía la esperanza de que, si no les hacía caso, en algún momento se aburrirían y la dejarían en paz. Pero no se daban por vencidos. Seguían allí un día tras otro, ocupando su espacio vital.

Todo empezó con el Hombre Muerto. La primera vez que le vio, el corazón de Jacqueline latió tan deprisa que pensó que le daría un ataque. Sabía que estaba muerto, ella misma le había matado. Pero allí estaba, con el mismo aspecto de siempre y su eterno cigarrillo consumiéndose entre los dedos. Era él, de eso no había ninguna duda, pero parecía diferente. Estaba mucho más viejo y cansado, como si los años hubieran seguido pasando por él. Era un muerto que parecía seguir viviendo, por muy absurdo que sonase aquello en su cabeza.

Cada día, a la misma hora, Jacqueline pasaba por delante del hombre muerto. Él permanecía inmóvil, mirando con los ojos vacíos a ningún lugar en concreto. Un día tras otro, en el mismo lugar, a la misma hora, inmóvil. Hasta que un día el hombre muerto enfocó su mirada perdida directamente hacia ella y sonrió. No hizo nada más pero fue suficiente para que ella supiera, con total seguridad, que algo había cambiado. No podía decir que hubiera sido una sonrisa fría o espeluznante, ni siquiera parecía una sonrisa de alguien muerto. Era una sonrisa real y auténtica, de esas que raras veces puedes ver entre la gente viva, de esas que hacen que el día mejore. Al día siguiente, el Hombre Muerto ya no estaba. Ni al siguiente, ni ningún otro. El hombre muerto desapareció el día después de sonreír a Jacqueline. Entonces llegaron los demás. No eran como él, no caminaban ni se quedaban mirando fijamente con su cigarro entre los dedos. No eran nada corpóreo a lo que pudiera poner cara. No eran más que sombras en la oscuridad que lo llenaban todo. Oprimían su espacio y le quitaban el aire, incluso parecía que consumieran la luz a su alrededor.

Jacqueline se dirigió a la cocina dando tumbos por el pasillo. Las sombras hacían que las paredes se ondulasen y el suelo pareciera líquido. Nunca se acostumbraría a esa sensación, como tampoco se acostumbraría nunca al vértigo que sentía cuando, por descuido, cruzaba a través de una de ellas. Ese día, tuvo la sensación de que las sombras eran más densas y ocupaban más espacio. Desde una parte muy antigua de su cerebro supo que algo había cambiado.

Se quedó paralizada al llegar a la puerta de la cocina. El Hombre Muerto estaba allí, sentado a la mesa como si fuera lo más normal del mundo. Miró directamente hacia ella y sonrió de nuevo extendiendo una mano, invitándola a sentarse, con su cigarrillo humeando entre sus dedos. Parecía todo tan natural que Jacqueline tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para recordar que ese hombre no debería estar allí.

Entró despacio y notó el vacío, algo que faltaba, pero no supo exactamente lo que era. Desechó ese sentimiento concentrándose en el Hombre Muerto que, de nuevo, le hacía el gesto con la mano para que se sentara. Se dejó caer en la silla del otro lado de la mesa con gesto cansado, como lo podría haber hecho un día cualquiera.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó.

Su voz tampoco había cambiado. De nuevo tuvo que obligarse a recordar que todo eso no era normal.

Escuchar su voz le recordó el día que le había matado. Estaba sentado como ahora, en la cocina, con el cigarrillo consumiéndose en una esquina de la mesa. Aunque no sucedió en aquella cocina, sino en la casa del hombre. Se vio a sí misma, desde otro plano, entrando en la cocina y cortándole el cuello desde atrás. Recordó no haber sentido nada. No hubo miedo ni euforia, ni siquiera sintió alivio. No hubo nada. Después, se quedó sentada enfrente del hombre mirando fijamente el humo del cigarrillo mientras el charco de sangre crecía sobre la mesa. Sonrió sin darse cuenta. Fue precioso, sin duda.

—¿Sabes por qué estoy aquí? —insistió, sacándola de la ensoñación.

En realidad, no sabía por qué estaba allí pero tenía la impresión de que aquella parte primitiva de su cerebro ya conocía la respuesta. El hombre asintió mientras se acercaba el cigarrillo a los labios.

—Las sombras ya no están —contestó errática.

Jacqueline lo entendió en ese preciso instante. Podía respirar, había luz y notaba la sensación de vacío y soledad que llevaba tiempo echando de menos.

El Hombre Muerto asintió una vez más. Jacqueline se quedó mirando las figuras que hacía el humo del cigarrillo mientras intentaba recordar el motivo por el que había matado al hombre, pero parecía que ese pensamiento se evaporaba. Tampoco podía recordar cuánto tiempo hacía de aquello. Era como si aquel humo dispersara sus recuerdos. Por un instante se sintió perdida. Sopesó la situación y decidió que sería bueno dejarse llevar y perderse, para variar. Quizás así acabase con todo aquello.

—Has venido a matarme —concluyó Jacqueline, sin que ella misma estuviera muy segura de si era o no una pregunta. Se sentía ida, como en una ensoñación. Trató de averiguar si seguía durmiendo y todo eso no era más que una pesadilla, pero no pudo saberlo.

El Hombre Muerto asintió de nuevo. Ella se sintió aliviada.

—Pero no mereces ser salvada —informó, vocalizando perfectamente cada palabra, lo que hizo que la frase cogiera más peso.

—No quiero que me salves. Fue el orgullo de Jacqueline lo que respondió y, automáticamente, sintió que había sido un error. Ya no se podía echar atrás. Levantó la barbilla, orgullosa, obligándose a no preguntar por qué no merecía la salvación. Sabía que la respuesta tendría algo que ver con haberle matado. El Hombre Muerto sonrió de nuevo.

—Matarme fue lo único por lo que habrías merecido que te salvara —respondió como si hubiera leído sus pensamientos.

—¿Qué va a ser de mí? Antes de terminar de preguntarlo, Jacqueline ya conocía la respuesta. Las sombras se agitaron al otro lado de la puerta, haciendo ese ruido silencioso que sólo ella percibía. Entonces, lo comprendió. Eran almas condenadas, aquellas que no merecieron ser salvadas, como su propia alma.

—¿Por qué has sido tú quien ha venido a buscarme?

—Porque esa es la maldición que recae sobre mis hombros. Esa es mi condena —respondió tranquilo.

Se quedó en silencio durante un largo rato, intentando meditar sobre aquello o, al menos, intentando asimilarlo. Pero su mente únicamente bailaba con las filigranas del humo de su cigarrillo. Se sintió vacía, sin sentimientos, igual que el día que le mató.

—¿Cuándo me llevarás? —preguntó Jacqueline.

El Hombre Muerto sonrió de nuevo. —Ahora —respondió mientras apagaba su cigarrillo.

Isabel Pedrero (España)

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