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Autodiagn\u00F3stico

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AUTODIAGNÓSTICO

Solange Rodríguez Pappe

TRAS LA SEGUNDA operación me dieron la noticia de que no iba a volver a caminar. El desastre es una posibilidad que siempre alcanza para todos y una parte de mí se tranquilizó: ya había cumplido mi cuota de desastres de esta vida, no podía pasarme nada terrible porque me había sucedido todo de golpe y estaba empezando a sobrevivirlo. «Así que esta es la parte que me toca del horror», pensé. Mis hijas no morirían jóvenes, no iba a perder ninguna otra parte de mi cuerpo en un accidente, no habría larga agonía para mi padre, que ya bastante anciano estaba, y era posible que hubiera salvado a la ciudad entera de una calamidad natural, aunque desde que estaba en el hospital llovía y varias casas de las que se asentaban informalmente en las orillas del río se habían desplomado sobre sus habitantes. El televisor se encendía a las seis de la mañana en el canal de noticias y las enfermeras empezaban con el aseo a los pacientes y las dosis de medicinas desde esa hora hasta que la puerta se abría a las ocho para las visitas. Jamás lo apagaban, sólo le quitaban el sonido al anochecer e inclusive en la madrugada dormíamos arrullados por la luz blanquecina de la pantalla. Recuerdo que en ese entonces estaba bastante bien a pesar de que sentía, bajo los vendajes, las rodillas como bolsas llenas de agua y sabía que tenía pies porque los veía, pero estaban insensibles. Lo difícil era lidiar con la tristeza de los demás. Cuando mi esposo se enteró de mi condición estuvo abrazado a mis piernas durante una hora, gimiendo; como me sentía comprometida a consolarlo, acaricié su cabeza hasta que se calmó. «Todo irá bien», repetía delicadamente para que él me escuchara. Aún no había podido sacarme el esmalte de color marrón que me había colocado hacía un mes y las uñas habían crecido dejando un trecho sin pintura. Le pedí a mi esposo que comprara un frasco de cualquier color y lo retocara. Me miró desconcertado, haberle pedido que me las arrancara habría tenido más sentido para él. Esa tarde mientras yo intentaba dormir lo consultó con el médico. «¿No será una manera de negarse a aceptar su estado?». El fisiatra le respondió con una estadística. «Una universidad inglesa comprobó que, tras la depresión que viene luego de enterarse de la invalidez, los discapacitados van estabilizándose en el mismo temperamento que han demostrado a lo largo de la vida». «¿Su esposa es una mujer optimista?», preguntó. Él se quedó pensando, no supo qué contestarle.

Luego del segundo mes empecé a perder la noción del tiempo, los días se iban rápido entre los cambios de sábanas, los baños de esponja con agua fría, las visitas de antiguas amigas que venían a verme, más por saber cómo me las arreglaba que por ser solidarias, y el noticiero, que anunciaba que ese abril iba a estar feroz porque en la costa se habían desbordado ya dos ríos y en las carreteras ningún letrero de precaución detenía los accidentes. El mundo seguía siendo un lugar igual de horrible, a veces creía que estaba mejor en el hospital que fuera, con toda esa gente lastimada. Luego de estrellarme contra el pavimento, el horror continuaba desplazándose por la tierra. A veces moría alguien en mi misma sala. Si empezaba a agonizar las enfermeras lo apartaban todo lo que podían del resto; si fallecía en silencio lo dejaban tranquilo y lo ignoraban todo lo que podían hasta que llegaban los familiares o alguien de la morgue. Una vez, me desperté y estaba del lado de los muertos, me había quedado tan quieta, tan quieta, que algún estudiante de medicina, de esos que abundan en los hospitales públicos y meten mano en todo, dio por sentado que ya estaba muerta y me había colocado en el lado más lejano del salón, entre los cadáveres de verdad; entonces intenté llamar la atención gritando pero no me escuchaban porque habían colocado alto el volumen del televisor para oír las noticias deportivas. Me sacudí y supe con horror que podía mover las piernas un poco, inclusive la que estaba más lastimada. Era como sacudirlas debajo del agua, con los miembros aguantados por un peso adicional. Me asusté tanto que fue casi como si me muriera en serio. Desde ese nuevo ángulo vi la sala tan triste… Los otros pacientes, mis compañeros, miraban el techo con expresión abandonada, jugaban solitario o leían diarios viejos que se prestaban entre ellos, se veían patéticos.

Estando del lado de los difuntos, pensé que la muerte era una voluntad: así como hay gente que dice que hay que echarle ganas a la vida. Eso decían mucho los familiares de un cuadripléjico apostado frente a mí en la sala común; yo entendía que también se podía echarle ganas a la muerte y entonces me tumbé quedando de muerta perfecta salvo por la respiración. Al rato apareció una enfermera que empezó a cambiarme la bata de flores por una un poco más sobria cuando me soltó de golpe y empezó a dar gritos; se había dado cuenta de que estaba viva pero yo, empecinada en mi nuevo estado, no abría los ojos. En torno a mí se reunió, al poco rato, un numeroso grupo de doctores, practicantes y enfermeras: «¿Cuál es el diagnóstico?», preguntó uno de ellos. «Muerte por embolia», contestó la mujer que se había dado cuenta de que estaba viva. «Es bastante usual en las personas que se mueven poco». «¿Y por qué no reacciona?», preguntó otro. «Práctica», dijo alguien más y todos soltaron risas nerviosas. «A veces la muerte es una voluntad», sentenció una voz femenina. Entonces yo abrí los ojos deslumbrada porque creía exactamente lo mismo que ella había dicho, pero en sus caras de susto no pude distinguir de quién se trataba.

Esa tarde, intentando inyectarme ánimos para que continuara de este lado, supongo, cambiaron los noticieros por programas de concurso, pero estábamos tan acostumbrados a que el televisor fuera un habitante más que nadie le prestó mucha atención. De madrugada hice el intento de flexionar las piernas por primera vez y tuve éxito: las estiré y volví a recogerlas docenas de veces pensando cómo iba a darle la noticia al médico y a mi familia. Ya sabe uno lo malgeniada que se pone la gente cuando se ha hecho una idea de la vida y se la cambian. «¿Por qué no les dices que puedes moverte?», me preguntó el cuadripléjico, que me contemplaba con ojos luminosos. «¿Y tú por qué no les dices que puedes hablar?». «No sé», replicó —tenía una voz bella: clara y poderosa que se apreciaba mejor en la oscuridad. «Nunca se han tomado demasiadas molestias conmigo y ahora verlos atareados y furibundos es divertido, ¿qué te pasó esta mañana?, les metiste miedo a todos. Creo que te van a mandar del lado de los enfermos mentales». «Le echaba ganas a la muerte —le contesté—, lo contrario de lo que dice ese pariente tuyo que todo el tiempo recomienda echarle ganas a la vida». «Ese es mi hermano mayor, que una vez tomó un curso de motivación con el pensamiento ganador de Dale Carnegie». «¿Fue ese el que se voló la cabeza cuando supo que tenía cáncer?». «Sí, pero mi hermano no puede enterarse de eso, le rompería el corazón». Hubo un silencio tan largo que pensé que se había dormido. «¿Y cómo es echarle ganas a la muerte?». «No sé, es como cerrar los ojos y flotar en el agua. ¿Has flotado en el agua?». «Una vez, pero el agua te lleva adonde quiere y me pareció peligroso», me dijo y volvió a hacer un silencio tan largo que esta vez me quedé dormida.

Me desperté con el rostro de mi esposo mirándome severamente. «Por lo que hiciste ayer me han recomendado que te lleve a casa pero he logrado que te quedes en el hospital un poco más». Estaba furioso, ni parecía el hombre que había llorado agarrado a mi cintura hacía unas semanas. «Las cosas van a cambiar mucho porque aún no he hablado con las niñas y habrá que contratar a alguien para que se encargue de los asuntos que tú hacías antes. Todas estas cosas toman tiempo y ya sabes tú cómo a mí me escasea el tiempo». «Qué raro —repliqué con frialdad—, yo estaba segurísima de que ya habías encontrado a alguien que se estaba encargando de mis asuntos íntimos desde hace rato». Enrojeció y bajó la vista. Íbamos a empezar a discutir como de costumbre cuando uno de los pasantes que hacía ronda anunció que el cuadripléjico con el que había charlado anoche estaba muerto. Parecía que era el mismo médico que había anunciado mi defunción un día antes así que nadie le hizo caso. Anotó la causa del fallecimiento, embolia, y se lo llevó en una camilla con los otros cadáveres que esperaban al fondo de la sala común. «Sólo le está echando ganas a la muerte», dije en voz baja pero mi esposo logró escucharme. «¡Sigues insistiendo con esa tontería! —gruñó apretando los dientes—, van a terminar poniéndote del lado de los locos y yo no voy a poder impedirlo». «No te tomes tantas molestias —repliqué bajando la voz—, creo que puedo caminar, bueno, no aún, pero puedo mover las piernas». Lo intenté, pero por alguna razón frente a él mis piernas volvieron a sentirse como pedazos de carne enfundados en plástico. Mi esposo me miró largamente con una expresión de horror y desconcierto. «Haré los trámites para que te muevan de sala. Contigo nunca se ha podido cuando se te mete una cosa en la cabeza», me dijo y se marchó con el pecho hundido. Al rato aparecieron los familiares del cuadripléjico de la bella voz y empezaron a llorar, sobre todo el hermano que le había aconsejado que le echara ganas a la vida. Me rompía el corazón verlo lamentarse tanto, estuve a punto de decirle que no estaba muerto, que sólo practicaba, pero temía dañarle los planes a mi compañero de sala.

Esa noche, en las noticias de medianoche anunciaron más accidentes de tránsito en las carreteras e incluso pusieron imágenes de cadáveres de verdad, amarillentos y desencajados, muy diferentes al cuadripléjico y a mí. Ya en la madrugada me senté con cuidado sobre la cama y baje las piernas hasta sentir en la planta de mis pies las baldosas heladas y sucias. Mis pies reconocían las formas con cierta memoria lejana, como de otro tiempo. Estaban aterrorizados. Pese a tener el miedo en los pies, me incorporé y con ayuda del borde de la cama, avancé un par de pasos inseguros cuando la voz luminosa y cálida del cuadripléjico me llamó desde el fondo de la sala: «¿A dónde vas?». En cámara lenta me aproximé hasta él valiéndome de los bordes de las camas de los otros pacientes, sintiendo cómo mis pies se deslumbraban con la experiencia. «No sé —dije con honestidad—, afuera me parece terrible, ¿escuchaste lo del accidente de tránsito en las vías de entrada a la ciudad?». «Sí, algo escuché pero si te que- das van a enviarte al pabellón de los locos para que no sigas convenciendo a los enfermos de que le echen ganas a la muerte». «Es verdad —contesté con pena—, pero yo no puedo, nunca he sido tan disciplinada, me sale mejor echarle ganas a la vida». «A mí me ha salido muy bien todo este día y mañana me va a salir mejor». «¿No te ha conmovido escuchar llorar a tu hermano esta tarde?, a mí me ha dado mucha lástima». «Es un imbécil obsesionado con el positivismo, merece que le digan que Dale Carnegie se pegó un tiro», replicó molestísimo y se quedó callado; él, en cambio, era un fanático de los silencios, con razón le salía tan bien la muerte, yo a mi pesar, no podía dejar de hablar. «Bueno —le dije—, creo que iré a casa a ver a mis niñas o quizá no, quizá me quede en otro lugar, mis pies están como asustados, no sé a dónde me quieran llevar». Iba a darle un beso de despedida pero él había vuelto a sus prácticas de muerte otra vez. Atravesé con lentitud el pabellón tenuemente iluminado y cuando sentí que mis pies querían llevarme de vuelta a la cama luché con todas mis fuerzas para no dejarme conducir hasta allá, era como dar patadas en el agua, resultaba agotador y requería de todo el cuerpo. Al final gané yo y puede seguir, mucho más tranquila, hasta la puerta donde la enfermera de guardia dormía. Antes de salir de la sala, apagué el televisor.

Autodiagnóstico es un relato incluido en La bondad de los extraños (Antropófago/ Cadáver Exquisito Ediciones, 2014).

Nuestro agradecimiento a Solange Rodríguez Pappe por su permiso para su publicación en El Callejón de las Once Esquinas.

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