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Ser un oso panda o subir en ascensor

Ser un oso panda o subir en ascensor

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María Pinto del Solo

AQUÍ ESTOY, en la planta veintisiete. Un día más, se abre la puerta del maldito ascensor y me quedo parada fuera. Adelanto una pierna, y la dejo a medio camino, lo justo para que no se puedan cerrar las puertas. Los que están dentro me miran, pero yo quieta, aguantando. Me susurro:

—Venga, cobarde, pasa. —Y cuando los miro a la cara, entro, por presión social.

No es que me guste vivir al límite, es que tengo miedo.

Me viene de niña: encerrada sin luz, durante más de dos horas, en el ascensor de mi abuela. Y cuando los bomberos consiguieron sacarme, ella me metió un guantazo, por bajar sin permiso. Desde entonces, siento amor platónico por los bomberos, pánico a los ascensores, y mantengo las distancias con mi abuela.

Cuando fui a la entrevista para este trabajo, yo no sabía que estaba en la planta 27. Lloré un poco al enterarme y mi madre me dijo:

—Malena, pero ¿por qué no subes por las escaleras?

—Mamá, son veintisiete pisos.

—Pues no aceptes el trabajo.

—Qué fácil lo ves todo.

—Pues cómprate un anclaje y unas cuerdas y trepas por la fachada.

Hasta busqué en Internet cuánto cuestan un anclaje y unas cuerdas. Después me acordé de que también tengo vértigo. Qué penoso es ser tan imperfecto.

Luego pensé en rechazar el trabajo, pero algún memo, no recuerdo si mi hermano o mi tío, me dijo:

—La mejor forma de vencer los miedos es enfrentarse a ellos.

Y me dejé guiar por la sabiduría popular. Ahora aquí estoy: dentro del ascensor. Al fin. Murmuro: —Bien hecho, Malena. —Me miran raro.

En el foro «enfemenino», que toca muchos palos y es como el padre de todos los foros, me han recomendado treinta y cinco personas desconocidas pensar en otra cosa mientras bajo; así que mi truco es mirar a la gente y fantasear sobre ellos.

A ver qué tenemos hoy... Dos ingleses con diccionario en mano: no me inspiran. Marta, la nueva secretaria: tiene más curvas en una cacha que yo entera multiplicada por cinco. Qué perfección. Seguro que ni suda.

Se aparta un poco la diva y... ¿qué hay ahí?, ¿qué ven mis ojos?, ¿de dónde ha salido este ejemplar? ¿Resultará que viajan los príncipes azules en ascensor? Habrá quien diga que no, pero yo ya sabía que sí. Y en autobús. Y en metro.

Yo no tengo novio ni nada que se le parezca. Se debe, según mi familia, a que soy una deslenguada y una terca, con tendencia a vivir en las nubes, y en otros mundos paralelos. Además, estas capacidades poco apreciadas por los hombres no son compensadas por mi cuerpo.

Pero él, ¡menudo figurín que tiene!: esto sí que es un hombre, señoras y señores. Qué labios. Qué profundidad de mirada. Me tiraba a sus brazos... si pudiera moverme.

Me hago consciente de mi pose: de cara al espejo, dando la espalda a la puerta, agarrada al pasamanos, con las piernas separadas. Un espectáculo. Solo espero no convertirme en oso panda.

¡Qué recuerdos! Sí, el oso panda... Aquello fue al principio, cuando subía cada mañana por las escaleras. Tardaba un huevo. Y llegaba hecha un asco. Un día mi jefe me dijo:

—Malena, no me haga mucho caso, pero creo que el maquillaje hay que ponérselo a diario, que no dura de un día para otro. Permítame decirle que parece usted un oso panda.

Es verdad, cuando sudo mucho se me corre el rímel y es como si hubiera llorado petróleo.

El pobre lo pasaba fatal, se le atragantaba el café cada vez que me veía. Y otro día:

—Malena, espero que sus pestañas fueran postizas, porque se le están cayendo.

Por ahorrarle disgustos, empecé a usar el ascensor.

Y ahora estoy aquí, con el hombre perfecto, en este bendito recinto de tres por tres.

Giro la cabeza despacio, para verle una vez más. Contra todo pronóstico, me devuelve la mirada. «¿Es a mí, es a mí?», me entran ganas de preguntar. El tipo va, y encima me sonríe. Se me afloja el deltoides. Mi bolso cae. Se agacha y me lo devuelve, rozándome con la mano. Entonces llegamos a la plata baja.

—Adiós —susurra mirándome fijamente. Y a mí me parece que me está diciendo: «Te llevaba esperando toda la vida, canelita fina». Sale y me quedo parada, sin poder hacer nada más que seguirle con la mirada. Se aleja. El ascensor se vacía y me quedo sola por un momento. Enseguida otras personas empiezan a entrar y lo pierdo de vista entre sus siluetas.

¿Volveré a verle? Quizás él ya me haya olvidado, pero yo soñaré con él, y en los sueños no hay traición, así que siempre será mi príncipe azul del ascensor. Las puertas se cierran.

—Mierda.

María Pinto del Solo (Alemania)

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