El Callejón de las Once Esquinas #10

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EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS


El Callejón de las Once Esquinas

EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS

Revista de letras agitadas por el cierzo Número 10 - Junio 20192017 Número 3 ­ Septiembre

Revista de letras agitadas por el cierzo

EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530­481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus

Maggie Taylor

«Self portrait as a butterfly

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maggietaylor.com La ilustración se ha reproducido con permiso de la autora.

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autores.

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El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional


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Reflejos CONTENIDOS

Algunos autores afirman que escriben para entender el mundo. ¿Para qué nos sumergimos los lectores en sus historias? Ellos observan, agitan sus desconciertos y crean únicos destinados a personas que Plaza Aragón ....................... 4 universos los interpretarán bajo la esfera de sus propias inquietudes. Una frase, incluso una sola Escritor invitado: palabra, pueden provocar la chispa que iluminará la imaginación… y se desatará la maFélix J. Palma gia. Ante nuestra mirada se reflejarán unas alas que nos permitirán volar sobre desiertos ignorados hasta entonces y que abrirán en nuestra mente puertas que ya no querremos cerrar: al otro lado nos esperan mares Calle Predicadores ............. 15 de palabras, los mejores para navegar. De reflejar mundos propios sabe mucho Maggie Taylor, la magnífica pintora norteaRelatos llegados de mericana autora de la portada de este número: una hechicera que maneja los pinceles Argentina, España, México, como si fueran varitas mágicas para transPerú, Puerto Rico, Venezuela formar lo cotidiano en extraordinario. Poder que comparte con nuestro escritor invitado, Félix J. Palma, maestro titiritero de la palabra y constructor de mundos imposibles de olvidar. Nos sumergiremos tamen el último libro de un navegante Camino de las Torres ....... 169 bién curtido en la exploración de mil mares extraños, Santiago Eximeno. Además, los auEl libro del trimestre es de tores seleccionados en la convocatoria del Callejón #10 te animarán a volar sobre los Santiago Eximeno misterios que reflejan sus relatos. Todo esto es lo que vas a encontrar en el décimo número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la undécima convocatoria ya está en marcha.

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PLAZA ARAGÓN FIRMA INVITADA

FÉLIX J. PALMA Malabarista de historias ¿Pretendes ser escritor y no has leído a Félix J. Palma? Pues deberías empezar ya… Félix nació en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) en 1968. Su actividad profesional ha estado siempre vinculada a la literatura pues, desde muy joven, se propuso vivir de ella. ¿Sueño de adolescente? Tal vez, pero, gracias a su tesón, lo ha conseguido. No solo la crítica lo reconoce como uno de los escritores más brillantes, originales e interesantes del panorama actual en lengua castellana, sino que es uno de los autores más vendidos dentro y fuera de nuestro país, puede presumir de ser uno de los más galardonados y sus obras han sido traducidas a decenas de idiomas. Además compagina su actividad literaria con la de la enseñanza, pues es profesor de escritura creativa y coach literario. Comenzó escribiendo relatos y, durante sus primeros años, ganó más de un centenar de concursos de narrativa breve. Eso le sirvió, además de para empezar a pagar sus facturas, como él cuenta, para que se le abrieran las puertas de un mundo, el fantástico, que aborda en casi toda su producción a través de géneros como el terror, la ciencia ficción, el humor o el relato más realista. Re4


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«Los relatos de Félix J. Palma son de una brillantez insólita, sostenidos por una prosa cálida que late a la par del lector, envolviéndolo, engatusándolo. Todos sus libros de cuentos son un acontecimiento literario».

Hipólito G. Navarro

vistas y antologías de género empezaron a contar con él y comenzó a reunir sus cuentos en obras propias, de lectura imprescindible, por las que también ha obtenido importantes premios. Defensor de la estructura narrativa pura (planteamiento, nudo y desenlace), sus relatos están escritos desde los ángulos inéditos que esconde la vida cotidiana, con dosis, a veces, de absurdo o de ironía, otras. Él mismo reconoce la influencia de sus autores de cabecera: Cortázar, Borges, Poe, Kafka, Chesterton, entre los clásicos; o Hipólito G. Navarro, Millás, Orejudo o Bonilla, entre los actuales. No es extraño que sea considerado un narrador extraordinario. Su estilo se caracteriza por una prosa limpia, cuidada, elaborada para atrapar al lector, redonda en imágenes y metáforas con las que crea ambientes envolventes al servicio del tono adecuado para cada tipo de relato. Entre sus temas se repiten el amor, el desamor, el fracaso, lo insólito, la soledad, la insatisfacción, la esperanza… Su buena fama le permitió publicar varios libros de relatos y algunas novelas, hasta que, como en uno de sus cuentos, de repente, un acontecimiento cambió su vida. Al menos, la literaria: en 2008, su novela El mapa del tiempo, tras obtener el premio Ateneo de Sevilla, batió records de ventas, se publicó en más de veinticinco países y se coló en la lista de best sellers del New York Times. ¿Cómo explicar el éxito clamoroso de una historia de ciencia ficción sobre viajes en el tiempo y de ambiente steampunk? Fácil: es una trama originalísima, escrita con el estilo impecable de Félix J. Palma, con giros sorprendentes que enredan a figuras como Jack el Destripador, H. G. Wells, el Hombre Elefante, Henry James o Bram Stocker, junto a personajes a los que es imposible dejar de seguir a través de intrincadas aventuras. Sus miles de lectores europeos, americanos, asiáticos y australianos le lanzaron un guante que él recogió de inmediato: debía continuar la historia. Así nació la Trilogía Victoriana, que completan El mapa del cielo y El mapa del caos. Lejos de estancarse en el género que le ha consagrado, acaba de demostrar que es capaz de seguir asombrando a sus seguidores. El abrazo del monstruo, recién publicada, revitaliza la novela negra de corte más clásico, mezclándola con elementos propios del horror de escritores como Stephen King, al que rin5


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de homenaje como maestro del género. El resultado es una historia de 730 páginas que dejan sin aliento al lector desde el principio, hipnotizado por una trama que no se puede dejar de leer. Pero no os engañéis. Félix J. Palma no es un autor de best sellers, es un escritor magnífico, con una imaginación portentosa, de narración deslumbrante, que se divierte escribiendo y que no teme a ningún monstruo, ni siquiera al que puede terminar devorando a su propio autor.

«En vez de iluminar el cuarto de golpe, la luz pareció surgir de la lámpara como una especie de melaza dorada que fue pintando el dormitorio a medida que se extendía. En una lenta floración, vio surgir de las sombras la cama, las estanterías, el pequeño escritorio. Como si la habitación hubiera dejado de existir al apagarse la luz y ahora tuviera que recomponerse. Quizás eso era lo que sucedía siempre, pensó, sin que el ojo humano fuera capaz de apreciarlo. Ahora, sin embargo, el miedo que había brotado en su alma le había concedido el privilegio de mirar como tal vez miraban los dioses». Fragmento de El abrazo del monstruo LOS LIBROS DE FÉLIX J. PALMA

CUENTOS El vigilante de la salamandra (Pre-Textos, 1998) Métodos de supervivencia (Algaida, 1999) Las interioridades (Castilia, 2002) Los arácnidos (Algaida, 2004) El menor espectáculo del mundo (Páginas de Espuma, 2010) Del amor y otras confusiones (Flash, 2012) NOVELAS La hormiga que quiso ser astronauta (Quorum, 2001) Las corrientes oceánicas (Algaida, 2006) El mapa del tiempo (Algaida, 2008) El mapa del cielo (Plaza & Janés, 2012) El mapa del caos (Plaza & Janés, 2014) El amor no es nada del otro mundo (Plaza & Janés, 2016). Escrita con María Fortea. El abrazo del monstruo (Destino, 2019) 6


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Es un mundo de juguete que tiene sus propias reglas... ALBERTO NO SUPO cuanto necesitaba abrazar a alguien hasta que aquella anciana desconocida se le abalanzó con la inequívoca intención de envolverlo en sus brazos. ¿Cuánto hacía que él no tenía la oportunidad de realizar aquel gesto de cariño? En la oficina era algo impracticable, con su padre hacía mucho tiempo que resumía sus afectos en el beso casi arzobispal que desovaba cada noche sobre su frente, y desde que Cristina, harta de trabajos esporádicos, había decidido enfangarse en unas oposiciones a la administración pública, sus encuentros se reducían a un torpe intercambio de palabras en el descansillo de una escalera desvencijada, rebozados en penumbra sucia, mientras su madre los espiaba con la puerta entreabierta fingiendo que trasteaba en la cocina. Famélico de contacto humano, Alberto correspondió al abrazo de la anciana sin pensárselo, como en un acto reflejo: la estrechó entre sus bra7


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zos poniendo cuidado en no troncharle la osamenta, que se adivinaba frágil como un entramado de barquillo, y aspiró su aroma a piel gastada, abandonándose a la bonanza que le proporcionaba aquel inesperado trato epidérmico. Metódico y agradecido, la apretó con firmeza mientras se llenaba de ella como un cántaro, sabiendo que aquello no podía prolongarse mucho más, que, en breve, la anciana lo miraría a la cara y comprendería que la penumbra del pasillo le había hecho confundir a algún ser querido con el vendedor de enciclopedias. Sin embargo, cuando al fin deshizo el abrazo para enfrentar su mirada, los labios de la anciana no dibujaron otra cosa que una amplia sonrisa. —José Luis, hijo mío —exclamó con la voz rota por la emoción—. Sabía que vendrías, que no te olvidarías de tu madre el día de su cumpleaños. Alberto parpadeó, sorprendido, mientras creía distinguir en los ojos de la anciana el nubarrón de las cataratas, lo que, sumado al mezquino resplandor que exhalaba la bombilla del pasillo, había creado el equívoco. Iba a sacarla de su error, pero la anciana ya lo empujaba por un pasillo de catacumba que desembocaba en una salita minúscula, abigarrada de muebles de anticuario, la mayoría enterrados bajo una hojarasca de paños de ganchillo. Proliferaban sobre las repisas los adornos zafios y los trastos inútiles, que parecían reproducirse a su aire en aquella penumbra, como animalitos noctívagos. La única nota de color la ponía la tarta de cumpleaños que, erizada de velitas encendidas, había alunizado sobre la mesa camilla. —Siéntate, hijo, y vamos a cortar la tarta, que traerás hambre —ordenó la 8

anciana, tendiéndole un birrete de papel charol semejante al que ella misma procedió a colocarse sobre sus guedejas grises. Inmóvil en el centro de la estancia, Alberto contempló estupefacto a la anciana, sentada expectante a la mesa, con el rostro suavizado por el resplandor de las velitas y la tilde del bonete redimiendo su átona figura, y se dijo que por qué no. Llevaba todo el día peinando el extrarradio con el abrigo abrochado hasta el cuello, cada vez más encorvado bajo el aliento glacial de un invierno que, si había que hacer caso a los videntes ocasionales que producía el reuma, barruntaba nieve por primera vez en doce años. Bajo aquella perspectiva, la mesa camilla, entre cuyas enaguas debía latir un brasero, se le antojaba madriguera, útero materno, trinchera desde donde oír sin miedo el rugido de los obuses. Nada le costaba suplantar al desagradecido de José Luis y ofrecerle a su anciana madre unas migajas de felicidad. Resuelto a ello, dejó el maletín en el suelo, se sentó en la mecedora y, con el gesto diligente de un cirujano curtido, empuñó los cubiertos. Reforzando su fingida desenvoltura con un canturreo bajito, procedió a cortar el pastel, sin dejar de mirar de soslayo a la anciana, quien a su vez lo contemplaba a él con una sonrisa complacida. Tras servir la tarta, ambos atacaron su porción en un silencio de abadía, roto únicamente por los mugidos de deleite con que se turnaban para halagar el virtuosismo del pastelero. Mientras devoraba el dulce, Alberto reparó en los dos retratos que colgaban en una de las paredes. Uno pertenecía a una mujer morena, de tez pálida y ojos lánguidos, probablemente hija de la anciana. El otro correspondía a un indivi-


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duo flaco, de rostro elemental y nariz aguileña que debía de ser José Luis. Tuvo que reconocer que guardaba cierto aire de familia con el individuo al que estaba sustituyendo, aunque el tipo de la fotografía poseía una mirada resuelta con la que él no había tenido la fortuna de nacer. Estaba claro que José Luis pertenecía a ese grupo de personas que encaran la vida como una competición excitante, por lo que no era difícil imaginarlo yendo de aquí para allá con rollos de planos bajo el brazo, o hurgando en los subterráneos de una mujer con un guante de látex, o impartiendo órdenes a un equipo de vendedores de enciclopedias formado por hombres sin más sangre en las venas que la imprescindible para mantenerse con vida. Resultaba triste, de todas formas, que tuviese algo más importante que hacer el día del cumpleaños de su madre que estar allí. Tan triste como que él no tuviese nada más importante que hacer en algún otro lugar. —¿Dónde está mi regalo? —inquirió de repente la anciana. La pregunta alarmó a Alberto. Contempló a su anfitriona, sin saber qué contestarle, hasta que se acordó del regalo que esa misma tarde, mientras deambulaba por un centro comercial, había comprado para Cristina. ¿Por qué no, puestos a jugar, hacerlo bien?, se dijo hurgando en su maletín. Extrajo el regalo, lo desenvolvió y se lo mostró a la anciana. Esta estudió la bola de cristal que anidaba en la palma de Alberto con una mirada escéptica. —Es un bibelot —explicó Alberto. Lo sacudió con un movimiento seco, e inmediatamente, sobre el pintoresco pueblecito que se alojaba en su interior, se desencadenó una nevada. Al ver surgir de la nada aquellos copos de nieve, a

la anciana se le iluminó el rostro. Lo tomó con reverencia de las manos de Alberto y, tras un momento de duda, se atrevió a agitarlo ella misma, conjurando de nuevo la nieve sobre aquel paisaje minúsculo. Luego, dejándolo a un lado, como si quisiera aplazar su disfrute para cuando volviera a encontrarse sola, dedicó a su falso hijo una mirada satisfecha. —Es un mundo de juguete que tiene sus propias reglas —puntualizó Alberto, señalando el bibelot con las cejas—. Ahí dentro todo funciona de otra manera. La anciana asintió con gravedad, pese a que resultaba imposible que hubiese llegado a entender sus palabras. Al instante, Alberto se reprochó el haber correspondido a la afable disposición de su anfitriona formulando un pensamiento tan íntimo e idiota como eran las impresiones que le había producido el bibelot. Pero ya estaba hecho. Se recordó entonces aventurándose en aquella tienda del centro comercial sin más propósito que el de reunir el valor suficiente para volver a encarar el frío de las calles. Una vez dentro, había merodeado entre sus estanterías, contemplando los abalorios sin demasiado interés, mientras un sentimiento de desdicha se iba apoderando de él. ¿Con aquella misma desgana iría royendo el futuro, malgastando los días rondando por bares y almacenes como un desarrapado al que ni siquiera le quedaba el consuelo del vino para disfrazar su inútil existencia? Pero qué podía hacer, si no se sentía con fuerzas para doblegarse ante los elementos ni lograba encontrar un sueño que perseguir, un anhelo a cuya consecución poder entregarse para exhibir al menos un poco de coraje. A veces miraba a su alrededor, hacía balance del día, y encontraba una exigua calderilla vital: el 9


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fogonazo de alegría que le había producido vender alguna enciclopedia, la victoria de haberle robado un beso o una caricia a Cristina, modesta gratificación a su perseverancia en la desapacible penumbra del descansillo. Y se echaba en la cama vencido, aterrado ante la posibilidad de que aquel mundo fuese inamovible, de que para que las cosas cambiasen fuera necesario el concurso de su voluntad. Perdido en tan funestos pensamientos, clavó los ojos en el bibelot que descansaba en un anaquel, en cuyo vientre el fabricante había acomodado una aldea de cuento, formada por cuatro o cinco casitas de madera y algunos abetos. Sin saber por qué, se imaginó viviendo allí dentro, en una de aquellas cabañas, rodeado de vecinos que, al igual que él, también habrían desertado de una realidad hostil y se afanaban en mantener en funcionamiento aquella suerte de simulacro. Finalmente, al verse presionado por las miradas cada vez más recelosas de la dependienta, había comprado el bibelot, aquel mundo dentro del mundo, sometido a la regencia de un dios que lo único que podía hacerles era espolvorearlos de tanto en tanto con una nevada inofensiva. 10

—Tu hermana debe de estar a punto de llamar —advirtió de repente la anciana, arrancando de sus pensamientos a Alberto, quien, tras un momento de confusión, clavó los ojos en el retrato de la mujer que había en la pared, no sin cierto temor—. Antes nunca me llamaba, ¿sabes? Pero desde el día en que se lo reproché, no se le olvida jamás. En ese momento, como si las palabras de la anciana fuesen un conjuro, sonó el teléfono. Alberto dio un respingo, y buscó con la mirada el artilugio que producía aquel sonido desabrido e impertinente. Lo descubrió en una mesita cercana, camuflado entre cachivaches inútiles. Con esfuerzo, la anciana se levantó, se dirigió al aparato y lo descolgó. —Hola, hija —saludó emocionada—. ¿Cómo estás? ¿Hace frío en Bruselas? Conmovido, Alberto observó a la anciana, que se mantenía de pie junto a la mesita, oscilando levemente, como si el peso del auricular la desequilibrara. Mientras la oía conversar, admiró su figura desgastada, aquel compendio de años que tenía ante sí, y no pudo evitar sentir un principio de vértigo al ser consciente de que la anciana había habitado un tiempo distinto al suyo, que ella ya existía cuando él no era nada, tan sólo una remota posibilidad, una hipótesis que se concretó gracias al tesón de un zapatero, que no cejó hasta que la hija de su mejor clienta aceptó acompañarlo al baile de Navidad. Contempló a aquella criatura deteriorada con infinita ternura, maravillado por las vivencias que debía de atesorar en sus ojos, y lamentando que todo aquello fuese un legado sin destinatario que se perdería por el desagüe cuando la muerte decidiera al fin quitar el tapón de su existencia. ¿Qué clase de vida le habría tocado en


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suerte?, se preguntó. A juzgar por el modesto agujero donde rebañaba sus días, debía de haber tenido una de esas existencias de abeja laboriosa, dura y anónima, que siempre parecen discurrir al margen de la verdadera vida, cualquiera que esta sea. Junto a un marido que debía de haber fallecido unos años atrás, y de cuyo carácter Alberto nada podía deducir, la mujer habría criado a sus dos hijos sin escatimar coraje ni sacrificio, y ahora era probable que contemplara el puñado de días que le quedaba por consumir como un interminable tiempo muerto que no sabía en qué emplear. A esas alturas de la vida, pensó Alberto, con los deberes ya hechos, sólo cabía sentarse a reponer fuerzas, a disfrutar del cariño de los suyos, de la satisfacción de saberse artífice en las sombras de sus logros, de haber traído al mundo a alguien en cuyas gestas podamos constatar que el esfuerzo mereció la pena. Aunque resultaba evidente que sus hijos le negaban el placer de verlos construir sus vidas. La hija, al menos, la llamaba desde la remota Bruselas. El tal José Luis, que al parecer permanecía en la ciudad, ni siquiera eso. Apenado, Alberto continuó comiéndose la tarta, sin quitar oído de la conversación, algo preocupado por los derroteros que pudiese tomar. Su inquietud se acentuó cuando, después de unos minutos donde se había limitado a asentir al parloteo que provenía del otro lado de la línea, la anciana dijo: —No te preocupes por mí, hija. No estoy sola. Tu hermano ha venido a verme. Tenso sobre la silla, aguardando acontecimientos, Alberto masticó despacio el bocado de dulce que acababa de llevarse a la boca. Oyó a la mujer replicar algo, con un tono de voz repentina-

mente severo, que hizo que la anciana enmudeciera un instante, como si buscase las palabras adecuadas para responderle. —No empieces otra vez, hija —la oyó decir—. ¿Por qué siempre me dices lo mismo? ¡José Luis no está muerto! ¡No murió en ningún accidente de avión! Está aquí, conmigo, comiéndose la tarta. Alberto dejó de masticar, y fulminó con la mirada el retrato de José Luis. ¿Estaba suplantando a un muerto? Miró de nuevo a la anciana, que continuaba insistiendo en que su hijo estaba vivo. Pero la voz del otro lado no daba su brazo a torcer. —Anda, habla con tu hermana —le ordenó de pronto la anciana tendiéndole el teléfono—. Dile lo muerto que estás. Alberto contempló el auricular como si se tratase de una cobra. Porque no supo cómo negarse sin levantar sospechas en su anfitriona, se incorporó y cruzó, algo mareado, la distancia que lo separaba del teléfono. Empuñó el auricular sin saber qué hacer. —Hola, hermana —dijo, con el corazón batiéndole el pecho—. ¿Qué tal todo? Al otro lado de la línea se hizo un silencio sepulcral. —¿Quién eres, hijo de puta? —oyó preguntar a la mujer cuando se recuperó de la sorpresa. Pese a la dureza del tono, a Alberto le pareció una voz agradable. Observó el retrato que colgaba de la pared, y eso disipó parte de su inquietud, como si el hecho de conocer su aspecto físico le diese algún tipo de extraña ventaja sobre la mujer. Esta, ante su silencio, había comenzado a insultarlo e incluso amenazaba con llamar a la policía si no se 11


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identificaba. —Escuche —dijo Alberto bajando la voz, tras comprobar de soslayo que la anciana había regresado a su butaca y no podía oírle—. Sólo soy un vendedor de enciclopedias. Su madre me ha confundido con su hermano y yo he decidido continuar con la farsa. No voy a hacerle ningún daño, créame, ni voy a robarle nada. Sólo le estoy ofreciendo un poco de compañía, eso es todo. Me comeré la tarta y me marcharé. La mujer guardó silencio durante unos instantes, digiriendo su explicación, y Alberto, consciente de lo disparatada que sonaba la verdad, temió que no lo creyese. Pero, para su sorpresa, cuando la desconocida volvió a hablar fue para disculparse por su actitud y agradecerle lo que estaba haciendo por su madre. —La pobre está muy sola —explicó la mujer en un tono lento, divagatorio, como si reflexionase para sí misma—. Desde la muerte de José Luis no es la misma, ¿sabe? Se niega a creer que haya fallecido. Ha construido un mundo donde todo sigue como antes. Le agradezco que haya contribuido a hacerlo real. Es lo que hacemos todos. Alberto la dejó hablar sin atreverse a interrumpirla, consciente de que la mujer no estaba sino desahogándose. Cuando volvió a quedarse callada insistió en que no tenía por qué agradecerle nada: la tarta era deliciosa y él no tenía nada mejor que hacer esa tarde. La mujer dejó escapar una risita, que a Alberto se le antojó extraordinariamente dulce. Le resultó incongruente escuchar un sonido tan delicado y limpio en aquella habitación desolada, sumida en la más viscosa de las tristezas, y estuvo a punto de pedirle a la mujer que volviera a reír, que volviera a enredarle los tím12

panos con aquella mariposa de luz, pero le pareció una petición temeraria, impropia entre dos desconocidos. Incomodados por el silencio que, una vez aclarado todo, se había instalado entre ellos, ambos se apresuraron a despedirse. Al colgar el teléfono, a Alberto le sorprendió saber que, en la remota Bruselas, una desconocida estaba plagiándole el gesto. Por los comentarios de la anciana había deducido que la mujer no estaba casada ni parecía convivir con nadie, por lo que la imaginó sentada en un sofá, vestida con un pijama sencillo, de esos con trazas masculinas, y el cabello moreno húmedo y reluciente debido a la ducha que se habría regalado como colofón a una cansina jornada laboral en algún edificio administrativo, entre cuyas sobrias paredes se le escurría la vida sin ella saberlo. La ubicó en un apartamento pequeño, decorado sin demasiados alardes imaginativos pero con buen gusto, tal vez con vistas a un parquecillo alfombrado de una hojarasca crujiente, casi musical, sobre la que la mujer solía caminar de regreso a casa bajo la trágica luz del crepúsculo. No sabía cuánto habría de cierto en el retrato que había improvisado. Quizá tan sólo hubiese acertado en lo del sofá, puede que en el pijama. Pero lo que sí podía asegurar era que, ahora, en aquel preciso instante, la mujer estaba pensando en él. Tal vez no volviese a hacerlo nunca más, pero en aquel momento lo estaría imaginando, asignándole un físico movida por ese acto reflejo que nos obliga a ponerle un rostro a los desconocidos que nos llaman por teléfono. Y el hecho de que, pese a que no se conocían ni jamás se habían visto, estuviesen pensando el uno en el otro, perfectamente sincronizados, separados por un océano de kilómetros, le produjo una sensación


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de agradable complicidad. Alberto reparó entonces en que la anciana se había quedado dormida. Demasiadas emociones por hoy, pensó. Se quitó el bonete, lo dejó sobre la mesa y, tras coger su maletín, se despidió de ella con una sonrisa. Cerró la puerta del piso sin hacer ruido y bajó las escaleras. En el portal, antes de salir, se detuvo a estudiar los buzones movido por la necesidad de adjudicarle un nombre a su anfitriona. Buscó el casillero que le correspondía y acarició la plaquita con los dedos, repasando las letras doradas que componían la identidad de la anciana como lo haría un ciego. —Hoy es su cumpleaños —dijo alguien a su espalda. Sorprendido, Alberto se volvió. La vecina del bajo, una mujer de unos sesenta años, lo observaba desde la puerta entreabierta de su piso, con un plato envuelto en papel de aluminio entre las manos. —De doña Elvira, digo. Hoy cumple años. Ahora mismo iba a llevarle unas rosquillas que le he preparado. La pobrecilla está muy sola. ¿La conoce usted? —Un poco —respondió Alberto, incómodo por el escrutinio al que lo estaba sometiendo la mujer, que lo observaba recelosa, meciendo peligrosamente el plato—. Era amigo de José Luis —se vio obligado a añadir, esperando que aquello la tranquilizara. —Era un muchacho estupendo —dijo la mujer, aparentemente contenta de conocer a un amigo del difunto—. Su pérdida fue terrible para Elvira. No sé cómo lo soporta, la verdad. Sobre todo cuando, dos meses después del accidente de José Luis, su hermana, creyéndose culpable de su muerte porque viajaba a Bruselas para verla a ella, se suicidó

tomándose un tubo entero de pastillas. Alberto sintió que le faltaba el aire. La cabeza empezó a darle vueltas y, al borde del desmayo, se despidió de la vecina con un murmuro ininteligible y se precipitó hacia la puerta del inmueble. El aire gélido de la noche le ayudó a recobrarse. Se apoyó en una farola, respirando con dificultad. ¿La mujer también había muerto? ¿Con quién había hablado entonces?, se preguntó, sintiendo cómo un sudor frío le resbalaba por la espalda. ¿Había hablado con un fantasma? De repente, al recordar la voz de la mujer, su risa de cascabel, sintió miedo, un miedo atroz, desmesurado, pero también algo parecido a una profunda grima al comprender que había mantenido contacto con una persona que no existía, con alguien que habitaba otro mundo. Pero aquello no podía ser, se dijo, obligándose a buscar otra explicación antes de que lo dominara el pánico. Era más racional pensar que no había hablado con la mujer del retrato, sino con otra, tal vez con la compañera de piso de la desconocida quien, como él, también se hacía pasar por un muerto. Quizá la anciana, sumida en la soledad y el delirio tras la muerte de su hija, seguía marcando su número de teléfono cada noche para reprocharle que nunca la llamase, y su antigua compañera de piso, apiadándose de ella, había decidido suplantar a su amiga. Aquella posibilidad, mucho más sensata, lo tranquilizó. Más sereno, se abotonó el abrigo, haciéndose la promesa de continuar con su papel. Acudiría allí cada año, se pondría el birrete y cortaría la tarta, y aguardaría la llamada de aquella desconocida para hablar con la hermana que nunca había tenido. Y pudiera ser que, mientras su vida verdadera continuaba 13


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inmóvil, varada en el descansillo de la escalera de Cristina, en su otra vida, la desconocida viniera a verlos, a ocupar la mecedora vacía que quedaba en la habitación, y mientras la oía hablar de Bruselas, él podría cogerle la mano por debajo de las enaguas, sin importarle encontrarla tan fría como debía estarlo la suya, porque qué importaba que ella hubiese muerto ingiriendo un tubo entero de pastillas y él en una catástrofe aérea si ahora estaban allí, todos juntos componiendo un mundo de mentira, un mundo dentro del mundo en el que poder ser felices. Sonrió, mientras del cielo, en ráfagas lentas y suaves, comenzaban a caer copos de nieve, como si alguien, en alguna parte, hubiese sacudido un bibelot.

Bibelot es un relato incluido en El menor espectáculo del mundo

(Páginas de Espuma, 2010). Nuestro agradecimiento a Félix J. Palma por su permiso para su publicación en El Callejón de las Once Esquinas. 14


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CALLE PREDICADORES Ignacio Urtiaga Andrés Galindo Carmen Hinojal Antonio Bolant

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Juana María Igarreta Raúl Ariel Victoriano Salvador Esteve Ángel Saiz Mora Luisa Hurtado Patricia Richmond

34 35 41 43 50 51

Plinio el Bizco

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Esperanza Tirado Héctor D. Olivera Campos M.Carme Marí María Belén Mateos Antonio D. Araújo Esparvero Carolina Saavedra Joaquín Valls Isabel Pedrero

66 67 74 75 77 79 83 85 91

La maleta de la señora Tillmore Mis tres estigmas Agua Prácticas de vuelo de un pájaro enjaulado Señales Estacado Piccéfalo Oídos sordos Círculos El Centinela y el misterio de la Cruz del Coso Crónica apócrifa de un afrancesado Vidas Sabes contar historias Recriminaciones Im puta das Un rezo a la vida El elegido El pequeño Jack Reconciliación Gris, como el cemento 15


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Aitziber Conesa Enrique Angulo Pablo Núñez Isidro Moreno Rafael Domingo Luis J. Goróstegui José A. García Benjamín Recacha María Jesús Briones Oswaldo Castro Osvaldo Villalba Damaris Gassón José Luis Díaz Marcos Araceli Cucalón Ricardo A. Bugarín Carmen Martínez Marín Jac Andino Víctor A. Parra Avellaneda Carlos Enrique Saldívar

16

94 99 102 105 107 111 116 119 127 128 131 138 141 148 154 155 157 160 164

Recuerda que intenté gritar La extraña pareja Mundo invisible El rey leal Musas traicioneras Una urgencia Cuando ya no queden hombres La marmota Olor a cera quemada Los cultivos Golpe maestro Teoría de la evolución Marty Moonlight Serenade El final de los tiempos Coincidencia Crisantemos Metanovela Fin de un hecho consecutivo


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La maleta de la señora Tillmore Ignacio Urtiaga

Ilustración del autor

Bajo ningún concepto...

«Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore, siempre con un tono entre riguroso y resignado, justo antes de bajar cuidadosamente la tapa, ajustar las correas laterales y cerrar con llave. Exactamente igual que hizo esta mañana al cerrar la maleta antes de irse, no sin antes advertir severamente a los dos operarios de la mudanza que «trataran con delicadeza sus cosas» y que «bajo ningún concepto», repitió, «bajo ningún concepto, se acercaran a la maleta, la tocaran y mucho menos hicieran el amago de abrirla, la abrieran o miraran su contenido». Pero, desgraciadamente, este tipo de afirmaciones lanzadas al viento aquí, en pleno corazón del condado de Kildare, y casi en cualquier parte de este mundo, suena a desafío, a pretenciosa pro17


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vocación, a incitación, a órdago al niño desobediente que casi todos llevamos dentro, con lo que, una vez más, se los ha encontrado a la vuelta sin poder evitar el fatídico desenlace. Por eso ahora arrastra pesadamente los cadáveres de los trabajadores por la madera oscura que conforma el suelo del apartamento en dirección a la bañera, donde ha preparado una mezcla de hidróxido de potasio y agua que los hará desaparecer en unos días. Y, como en otras ocasiones, tiene que darse discreta y ágilmente a la fuga. Pero hoy la sempiterna huida, quizá por ser menos esperada o simplemente más precipitada, o igual porque la señora Tillmore estaba más afectada que otras veces —al menos eso me ha parecido notar en su expresión y sus ojos cansados—, o simplemente por puro azar, ha quedado abortada en tan solo un instante. El instante en que sus botines ne-

gros de suela de cuero resbalaron en el tercer escalón e hicieron que cuerpo y maleta, acompañados de un simpar concierto de percusión y crujidos de huesos, descendieran atropelladamente piso y medio en la empinada escalera de caracol de este típico portal irlandés. La suerte, en definitiva, no nos ha acompañado. La maleta ha quedado semiabierta en el descansillo y la pobre señora Tillmore es más que probable que no pueda recuperarse de esa fractura escandalosa que se adivina en su cuello y que ha puesto en su cara una máscara de horror que se va pintando de blanco según van pasando los minutos. Abstraído por el delicado haz de luz que entra desde el exterior me debato entre intentar escapar y esconderme o esperar a que alguien me encuentre. «Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore.

Ignacio Urtiaga (España) 18


Número 10

Mis tres estigmas Andrés

Galindo

Todas las batallas perdidas... ¿HAS VISTO LLORAR a una mujer mientras la penetras, con la luz de la luna filtrándose por la ventana de un cuarto de hotel? ¿Crees que es una escena poética? ¿Crees que he comenzado describiendo a la mujer que llora en un cuarto de hotel sólo por mero artificio retórico? No. Puedes abandonar en el momento que quieras. Puedes cerrar la página e irte ya. Después de todo, estoy de acuerdo contigo. Mirado hacia atrás, puesto en orden, en palabras, efectivamente, parece poético. Pero tendrías que verlo con tus propios ojos para sopesar la magnitud de la poesía: en esos momentos puede llegar a ser tan pequeña, ¿a quién carajos le interesa la poesía cuando se está llorando? Supongo que el tiempo lo sabrá con-

tar con mayor pericia. Para mí, esto fue lo que pasó. *** Treinta y tres años. Poético, ¿no? Patético. Tres intentos de matrimonio, tres decepciones amorosas, un departamento vacío, unos cuantos libros, ningún cuento publicado, un empleo de mierda en un buffet de abogados; ya sabes, lo más mierda del país; todas las batallas perdidas. No era la gran cosa, sólo el mensajero, sólo el maldito mensajero: dinero suficiente para pagar la renta, la comida, los libros de ocasión y un paseíto con Delia de vez en cuando. Lo demás: ropa, calzado, el cine, el café, esas cosas, venían con los amigos, los cumpleaños y las navidades. En resumen: un verdadero don nadie, lo que se dice un patán bueno para nada apenas con aires de es19


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critor de medio pelo. Sin embargo, siempre he creído que las mujeres tienen una enfermiza e insidiosa inclinación hacia los perdedores; claro, hasta que se dan cuenta de que no se ven viviendo toda una vida con tipos así. Perdedores. Quiero decir, aquellos que no tienen y no piensan tener un flamante auto último modelo para lavar los domingos; aquellos que no aspiran a tener una vida estable, porque, demonios, qué en este universo es estable; aquellos que no van a los lugares de moda por temor a convertirse en estatuas de sal; aquellos que suspiran cuando ven pasar a una chica guapa del brazo de un imbécil bien peinado y bien afeitado y suelen decir: «Esta es mi mujer», como suelen decir «este es mi auto» o «este es mi celular»; aquellos que, en fin, no se dejan vencer por lo que otros llaman realidad; aquellos que, en conclusión, tienen «otra» cosa que decir al mundo. El asunto es que ese empleo me daba cierta libertad. Era acomodaticio, digamos. El empleo me exigía desplazarme de acá para allá en la ciudad: lo mío era la calle; uno se regodea viendo pulular a tanta basura. En los ratos en que no había trabajo para mí, solía sentarme en una silla, frente a la anciana secretaria, con la vista clavada en un libro. Ante los curiosos, los estúpidos curiosos, eso era una especie de coartada: nunca falta aquel idiota que te pregunta «¿Ahora qué lees?»; como si realmente les importara lo que lees; es decir, ellos saben que nunca en su vida van a leer el libro que les recomiendes; y sin embargo, a sazón de no sé qué maldición divina, sienten la imperiosa necesidad de formular la pregunta entre las preguntas más estúpida; como si la respuesta realmente entrara por sus oídos y sus corazones se llenaran de felicidad y en sus mentes se 20

encendiera la chispa divina. No importa si lo que tenía para pasar el rato —evadiendo, de paso, charlas insulsas sobre el clima o el tráfico— era un libro de cuentos, de poesía o un tratado de cómo matar orangutanes para sobrevivir ante el salvaje avasallamiento de minorías milenaristas nostálgicas que intentan clausurar la inevitable catástrofe producida por la polarización del mundo en plena era global… invariablemente contestaba: «Una novela», y los felices curiosos, la mar de contentos, sintiendo que al haber cruzado unas cuentas palabras con un empleado de menor categoría, con un ser humano de inferior categoría, habían liquidado su deuda con la humildad. Esa era la vida. Pero como todos los cuentos tienen un pero, el momento en que se desencadena el conflicto que trastoca la vida, este es nuestro «pero»: la secretaria, que ya necesitaba vacaciones permanentes, hubo de ceder el puesto a una veinteañera egresada de no se qué colegio técnico de superación personal. Creo que a esas niñas sus madres las amamantan con la idea de que una vez que logren sentar sus reales detrás de un grasiento escritorio pueden sentirse realizadas en el mundo. Piensan que al ir con sus pequeños trajes sastre baratos, zapatilla de tacón, comprados en el tianguis del domingo y un peinado que quita media hora de la mañana ya están aptas para mirar a medio mundo hacia abajo. La otra mitad está arriba, siempre apurándola para que entregue los reportes a tiempo, que tome los dictados con precisión y que acepte, alguna vez, una copa el viernes después de la oficina (el día en que los hoteles tienen lleno y las esposas juegan a creer que sus esmerados esposos están en junta de trabajo). Ellas, las secretarias, piensan que pue-


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den elegir y no ser elegidas. No voy a negar que Norma era linda; era muy linda, realmente hermosa. Mi última relación me había dejado casi en un estado catatónico. Ni siquiera hoy puedo pensar en la culpa: ¿ella o yo?; como decía mi madre, «son las circunstancias; nadie es completamente bueno o completamente malo». Y aquí viene el gran pero: supongo que fue insistente en su pregunta, más por entablar conversación con «alguien» que por genuino interés; siendo nueva, sería sensato. Después de lo expuesto, a estas alturas no iba a dejar que mi edificio ideológico se derrumbara, por muy absurdo que pareciera; es mi maldito mundo. Ya sabes, «Y, ¿es interesante tu novela?»…, «¿de qué trata?» y así duro y dale hasta que terminé por cerrar las puertas del cielo que es Trópico de Cáncer para abrir, una semana después, el infierno entre las piernas de Norma. Pero eso no es lo importante. Los detalles, no sé si vengan a cuento los detalles. Diré que comenzó invitándome a comer a la fonda de la esquina. Una semana más tarde llegamos a un café del Centro de Ciudad Esperanza. Allí se atrevió a decirme que yo le parecía interesante. Cortésmente le dije que gracias y a la semana siguiente estábamos en el cine. Quién sabe qué tradición absurda dicta que los amantes tienen que acariciarse en la furtiva oscuridad del cine. A la salida me agradeció que me hubiera portado a la altura y dijo que le gustaría salir más seguido conmigo. Recuerdo que en ese entonces el museo de la ciudad ponía una muestra de Andy Warhol; esto tenía algo de conveniente: sabía de sobra que Norma se aburriría en un museo; ingenuamente pensé que una cosa llevaría a la otra: se aburriría de mí. A quién le interesa un

tipo que lee libros, no mira la televisión y va a los museos. Así que quedamos para el sábado; el domingo no, porque es gratis y la gente que se amontona a tu alrededor no te permite disfrutar con ojo analítico cada una de las piezas. Aunque, por supuesto, lo intenté; pero el domingo ella tiene que pasar con la familia y yo tengo que bañar al perro de la abuela a fin de ganarme la comida del día; pobre de mi abuela, piensa que soy bueno; y yo creo que ella es buena. Seguramente a Norma la animó mi hipócrita facha de inocente. Sin preludio ni censura me dijo que quería ser mi novia porque era inocente, simpático, inteligente y (como una oferta) leído. Me dio un beso. Y sonaron las campanas y cantaron los pajarillos. Imagínate: una declaración de amor justo frente a Suicidio del buen Andy. La vida en blanco y negro: un tipo se ve cayendo

Suicidio - Andy Warhol 21


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de un edificio. Piensas que si fuera como las Cien latas Campbells, ese afán por lo repetitivo, no sería tan tétrico el hecho único de la muerte. —Bueno, no es que no me gustes; al contrario, pienso que eres una muchacha muy guapa. —Error: no puedes decir a la niña que no quieres lastimar que es guapa o inteligente o bondadosa o cualquiera de esas verdades que, a la postre, te recriminará con lágrimas deformando su rostro—. Creo que te aburrirías conmigo, no te gustaría mi estilo de vida; si quieres, podemos ser amigos… —Y todos esos pendejos lugares comunes a los que uno no tendría que recurrir pero a los que termina acudiendo porque sientes que la fulana en cuestión merece un poco de tu cariño. ¿Has visto El club de la pelea? Pues sí, siempre hay alguien que tiene que recibir toda la basura que los demás ya no quieren en sus almas. Siempre me he preguntado, ¿en qué momento la felicidad cruza la frontera hacia la infelicidad? ¿En qué momento los días felices de la primavera se convierten en los lluviosos días de mayo? Siempre he querido pararme justo en la frontera del sol y la lluvia. Tengo la necesidad de ser feliz y llorar al mismo tiempo. Para mí eso es un misterio, así que no lo puedo contar; es inefable, como dicen los intelectuales. Creo, realmente creo, que soy muy rencoroso. Pero después del olvido viene el perdón. Esa es la razón por la que veo el mundo, en conjunto, como una gran bola de mierda. Con todo, de las personas con las que he convivido, con las que he compartido el pan y el llanto, procuro guardar lo mejor. Pero no nos adelantemos. Por fin llegamos al punto. Ahora sabemos su 22

nombre: Norma, lo cual lo vuelve más real, más crudo, menos poético. Justo un año antes había conocido a Delia, una mesera en un bar del sur; rumbosa, fuerte frente a la vida, con las caderas marcadas por los buenos y los malos tratos, una mujer que para ser mujer no portaba banderas ni lemas ni escudos. Una mujer que nunca debí abandonar. Pero esa es otra historia. Recuerdo que la primera vez cantamos unas canciones de Sabina y luego atravesamos la ciudad hasta su departamento. No había leído mucho, pero ponía libros de Benedetti junto a los platos, «para alimentar el alma». Son esos momentos los que te atrapan. Una frase apenas dicha por casualidad y de pronto adquiere, al menos para ti, una trascendencia poética que importa poco si es un lugar común o la quintaesencia de la creación. En ese instante sabes que has podido cambiar el mundo. Una vez alguien me observó que tendía a enamorarme con demasiada facilidad. Y yo que creía que me tocaban puras locas. Quizá eso fue. Otra vez alguien preguntó: «¿Qué se siente al lastimar a quien amas?» Todas las veces que me sorprendo pensando en Norma y en Delia estoy tratando de responderme la pregunta. Por extraño que parezca, puedo practicar el arte de la infidelidad (lo que implica ser fiel a las propias convicciones e infiel a los ajenos deseos de encerrarme) pero no la insana costumbre de mentir. Imaginé mil escenas posibles para la despedida. Como siempre, imaginé que ella lo aceptaba y éramos amigos. Imaginé que me quedaba porque realmente podía salvar la relación. Imaginé mundos posibles en que no nos conocimos. Pero no. Estábamos en el hotel, nues-


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tro hotel. La luna entraba ya no como signo de romanticismo sino como insidiosa monotonía que presagiaba el dolor. Nos concedimos un último beso. Era extraño. Ella había respirado con tranquilidad, como aceptando lo inevitable, lo esperado hacía mucho tiempo. Me abrazó y yo me dejé llevar por su fresco sabor de la derrota. Fue excitante. Vi cómo las manos fueron subiendo de las caderas a su rostro. Vi cómo el vestido se fue deslizando de sus hombros a sus caderas. Nos concedimos el último baile. Y estalló. Y estalló. El llanto y el orgasmo. El mundo se colapsó para quebrarse en mil pedazos. *** A la semana ella renunció al trabajo.

Un mes después mis aires de libertad llenaron con esperanzas un hatillo. Cerré la puerta y vine a dar a Veracruz, porque extrañaba el mar. El último día en la ciudad llamé a Delia para despedirme. Me deseó la mejor de las suertes y me hizo prometer que le llevaría mi primer libro, «no importa cuánto tardes, siempre estaré aquí». A estas horas seguro estará cantando una canción de Sabina, bordeando insurgentes, enamorándose de algún desconocido. Ayer conocí a Ariadna. Le dije que era escritor y ella me dijo que vivía en un gris laberinto sin pasión ni pecado ni locura ni incesto.

Andrés Galindo (México) Blog: misimposturas.blogspot.mx 23


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Agua

Carmen

Parece que dentro rumorease el mar... MARCELA llegará hoy, mamá. Quizás debiera posponer este encuentro que no deseo, que temo. Nunca quiso poner los pies sobre esta alfombra, ni contemplar con sus ojos tristes los retratos que yo le hiciera. Tu presencia sigue aquí todavía, en la casa, de la que siempre fuiste reina y señora. Cerciorándote de que todo está en orden: el mantel impecable, con tus rosas de papel en el búcaro; la cocina reluciente. La fruta en el frutero: una manzana, un par de naranjas y bananas. De cera, por supuesto. Todo está así perfecto, inmutable: como usted lo quiere. Sé que lo he hecho bien. Como es su costumbre, vendrá por la noche, acariciará mi frente y sentiré sobre mis 24

Hinojal

labios su boca desmayada. Cuánto tarda Marcela, madre. Presiento que no se atreverá a venir. Ya son las seis, y el tiempo, que amenaza tormenta, parece detenido en la esfera del reloj. Estoy otra vez sediento. Miro su retrato, madrecita. Y, como siempre, pido de usted su aprobación. Bajaré al sótano a saciarme, aunque muy pronto tendré que reponer los botellones, que guardo previsor en el arcón.

—Hijo, no bebas tanto en las comidas. Es de mal gusto, y parece que no disfrutas con mis guisos. —Sí, mamá. Pero el puré es tan espeso… me es imposible tragarlo. —Este chico es un odre, no me come


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nada, sólo se hincha de agua. ¡Deja la jarra en paz! ¡Déjala te digo, ahí, quieta! —Ya la dejo madre, mírela, ni una sola gota derramada, ni una sola.

Decía que con cada cucharada de puré me había tragado un océano. Y, será que tiene razón, madre. Tengo el estómago tan hinchado, que parece que dentro rumorease el mar. Mamá, tengo miedo, miedo de que explote en el salón, sobre la alfombra. Temo que se desborde y arrase la mesa, y que se escurra bajo la puerta de su dormitorio y se lleve el perchero, empapando el sombrero de fieltro de papá. Pero soy débil y no puedo dominar esta ansia por beber. ¡Toque mi barriga madre!, redonda, como su vientre preñado en toda su plenitud. El grifo de la bañera ya no gotea desde su muerte. Hace mucho que no me baño. De sobras sé que la piel también absorbe la humedad, ni siquiera la tocaré. Marcela no ha venido, y las agujas del reloj de pared se han detenido en las siete. ¿Se da cuenta, mamá? Desde que ya no está conmigo, no vienen los tíos a vernos: ni Pascual, ni Anselmo... ni ninguno de nuestros parientes. El sábado les vi pasar, juntos, como de costumbre. Venían de otro entierro. Comentaban la novedad que relataba la prensa sensacionalista: «Han encontrado, pulcramente facturados en paquetes de kilo, cinco cuerpos desmembrados de mujer». Me siento agradecido por sus halagos: soy un hombre concienzudo y limpio. Siempre es importante que se reconozca una buena labor. Todos contentos, ellos tienen su portada y yo he satisfecho mi necesidad de beber.

Nuestros parientes debían conocer a las finadas. Son tan sensibles, que lloraban a lágrima viva. Tuve que alejarme de ellos, no quería que me empaparan la camisa. Yo sé, mamá, que hubieras distinguido que la mancha no era de agua, ese cerco salino que deja la lágrima es inconfundible. Ya ve, nada les dije, y me volví para casa. Pero calle, escuche… creo que un coche se ha detenido en la calle. ¿Será Marcela? ¿Habrá venido en contra de mi pronóstico? Sí, madre, no me mire así. Estoy angustiado, pero no soy un llorón, ni siquiera lloré su muerte y usted sabe por qué. Perdone un momento, que voy a abrir. No es Marcela, mamá. Hay un coche de policía con la sirena puesta. Y un hombre y una mujer, vestidos con uniforme, que aguardan a que les abra. Ya le dije que Marcela no vendrá. Sí, claro que lo sabía. Desde ayer tarde, madre. Pero no quería preocuparla. No me lo reproche, ella se empeñó. Se empeñó que nos bañáramos. Si me hubiera pedido otra cosa… Pero quiso hacer unos largos, nadar como en los tiempos de la escuela. Yo me negué, la advertí, la empujé, perdió pie… En un segundo flotaba inerte en la piscina. Aún puedo ver sus ojos tristes. Y las uñas de colores intentando agarrarse al borde resbaloso. La siento, viene en mi busca. Como un torrente me envuelve, me asfixia: ¡Protéjame, madre! ¡Le juro que no la maté!, a ella no…. Usted nunca hubiera permitido que matara a mi hermana. ¡Fue el agua! Que me arrastra desbocada, hundiéndome para siempre en la humedad de sus entrañas.

Carmen Hinojal Amores (España) 25


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Prácticas de vuelo de un pájaro enjaulado Antonio Bolant Me gustaría contarle algo...

I HACÍA POCO TIEMPO que don César se había mudado a aquel vecindario de la periferia; un lugar tranquilo, seguro, con el encanto que destilan los barrios que el tiempo y el olvido han ido degradando sin llegar a convertirlos en suburbios. La mayoría de sus vecinos habían crecido entre calles ceñidas a sencillos edificios, pequeños espacios que propician las relaciones cotidianas con una afinidad poco habitual en los grandes núcleos urbanos. Don César era educado y afable, de modo que no tardó en granjearse la simpatía de los ve26

cinos, a lo que sin duda contribuyó su desinteresada disposición a dar clases de matemáticas a los chavales, algo que fue considerado como un privilegio dada su conocida reputación como docente. Él, por su parte, había dedicado toda su vida a la enseñanza en un instituto privado y había disfrutado mucho de la relación con los alumnos, por lo que tener la oportunidad de continuar con su pasión en el vasto tiempo libre que le dejó su reciente jubilación le pareció un trueque razonable, más aún cuando se trataba de una comunidad con limitados recursos económicos. Soltero de vocación, su inexistente vida familiar le permitió manejarse entre la preparación de las clases y la búsqueda de metodologías educativas dirigidas a la mejora cognitiva de los preadolescentes, poseedores de una plasticidad que conocía muy bien. Consiguió muy buenos resultados, y aunque la divulgación de los mismos en prestigiosas publicaciones le otorgó celebridad en el entorno académico, la popularidad le sobrevino gracias al eco social provocado por el altísimo nivel de los estudiantes a su cargo, cuyas capacidades destacarían en las universidades más exigentes. Ello le proporcionó una fama que llegó a incomodar a su carácter reservado, incapaz de acostumbrarse a los efectos secundarios de la repercu-


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sión mediática de sus logros. El trabajo con los alumnos le procuró muchos momentos de satisfacción, pero un revés inesperado, casi al final de su carrera profesional, fue el que marcó por completo su destino. Un simple anónimo publicado en un periódico de tirada local implicándole en un turbio asunto, bastó para desatar el nerviosismo del director: un pipiolo con buenos padrinos que poseía la ambición suficiente para dejarse cegar por un futuro recién pintado y la juventud necesaria para minimizar el hecho de que la institución privada que dirigía debía su reputación a los resultados obtenidos por el veterano profesor. No vaciló en atajar con rapidez la posible extensión de ese borrón sobre el renombre del centro, ni tampoco en utilizar contra don César su avanzada edad. A este le apasionaba un trabajo al que se dedicó con absoluta entrega, por eso se tomó como una canallada por la espalda la propuesta de jubilación acompañada de veladas amenazas para que la aceptara. Trataron de suavizar la situación con la organización de un homenaje de despedida, circunstancia que aprovecharon además para inventarse un problema de salud que explicara, cara a la opinión pública, tan repentina marcha. A don César le resultó muy duro aceptar semejante desplante envuelto en una maniobra de maquillaje tan burda. La consideración que encontró en su nuevo vecindario le ayudó a sobrellevar la humillación de su expulsión. Intentó animarse pensando que en cierta forma la vida le había compensado con la familia que nunca tuvo. Ahora tenía una muy grande, con muchas personas que le mostraban afecto y, lo más importante, con un buen número de estudiantes de los que ocuparse. Eran tantos que de-

dicaba las tardes a dar clases organizadas por edades. Prácticamente montó una escuela en el amplio comedor del adosado que alquiló en las afueras del barrio, en jornadas que a menudo se prolongaban cuando algún chaval requería una atención especial. Se sentía feliz de volver a disfrutar del trato cercano con los niños y los padres estaban encantados de contar con él. Relacionarse con la gente nunca se le dio bien —debido en parte al escaso tiempo de ocio que se concedió en el pasado—, por ello se sorprendió de lo agradable que resultaban las ocasionales conversaciones con los vecinos. En los encuentros a pie de calle, muchos le transmitían su extrañeza por haber elegido un lugar tan poco céntrico para jubilarse. Él siempre respondía que buscaba tranquilidad y cierta distancia tras una ajetreada vida profesional, pero era muy consciente de que les estaba mintiendo. Aún le estremecía recordar la turbadora sensación que le condujo a este rincón de la ciudad, la irrupción de aquel deseo irreprimible brotado en lo más profundo de sus entrañas, raíz de una fuerza firme y extrañamente familiar que le proporcionó la certeza de que era aquí donde debía estar.

II Andrés Expósito había vivido siempre en el barrio, aunque su popularidad se encontraba en el extremo opuesto a la de don César. Se trataba de un tipo ensimismado y carente de vida social. En las contadas ocasiones que salía de casa, deambulaba arrastrando los pies sin rumbo aparente hasta dar con alguna tienda de alimentación que visitaba por pura necesidad o hasta la biblioteca con la esperanza de encontrar una nue27


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va adquisición en la sección de ciencias ocultas, asunto que ocupada todo su interés. Un aspecto envejecido, junto a una acentuada despreocupación por su persona, ofrecían una estampa desaliñada y desapaciblemente mortecina que le hacían aparentar más años que sus 31. Las ojeras evidenciaban una falta de sueño crónica y su mirada ausente, colgada en algún punto del horizonte, quedaba a ras de cuello en un duelo constante con su espalda encorvada. No se le conocía ocupación alguna, por lo que no faltaban las especulaciones acerca del origen de su dinero. Si alguien le hubiera dedicado más atención que la justa para cuchichear o apartarse de su camino, quizá sabría que cobraba una pensión por incapacidad permanente debida a un trastorno depresivo grave que lo inhabilitaba para el desarrollo de cualquier trabajo. Pero los enfermos del alma son los que más padecen las secuelas de la incomprensión, el ostracismo es una de las más graves. Muchos lo tenían entre sus buenos recuerdos de infancia, pero la adolescencia le cambió el carácter transformándole en un adulto huraño y solitario que el fallecimiento de su inseparable madre agravaría. Se fue cerrando en sí mismo, dejando que las relaciones se marchitaran hasta perder contacto con todos aquellos que conocía. El piso donde vivía se convirtió en una guarida tan desordenada que parecía el escenario de un montaje sobre el naufragio de su vida. El mobiliario yacía bajo un mar de libros dispuestos sin orden alguno, como si de una especie de síndrome de Diógenes literario se tratara. Todos esos libros hablaban sobre telequinesis o sobre el control de la materia por medio de la psique. Solo eso leía, nada más le interesaba. Parecía que la fascinación 28

por el ocultismo le hubiera secuestrado la cordura. No solía dormir mucho, pero menos aún desde que ese profesor llegó al barrio. Andrés era el único que se mostró frío y distante con él, cosa que no extrañó a nadie. Sin embargo, no dejaba de seguirle con la mirada cuando andaba cerca, y eso sí desconcertó a sus convecinos. Ninguno podía imaginar que dedicaba la mayor parte de todas las noches a acercarse furtivamente al número 11 de la calle Dexter, el último de unos adosados que se encontraban en lo alto de una suave colina, tras un descampado cercano al barrio. Pasada la medianoche, bajo una completa oscuridad, Andrés la ascendía a través de una estrecha senda entre la hierba y se situaba frente al inmueble, fuera del alcance de la débil luz de las farolas. Allí permanecía durante horas ante una ventana de la planta baja, la que daba a la habitación donde dormía el profesor.

III El viejo no lo reconoció, pero ambos se conocieron tiempo atrás. Andrés


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tendría unos 11 años y su madre se ganaba un sobresueldo limpiando por las tardes en un instituto religioso famoso por uno de sus docentes seglares, el de matemáticas. Madre soltera sin formación, no podía permitirse pagar a una canguro ni amistades dispuestas a quedarse con su hijo, por lo que acostumbraba a llevárselo con ella. El chaval no era mal estudiante, pero no se le daban bien las matemáticas, como a la mayoría. El profesor, que se quedaba en ocasiones hasta tarde para revisar algún trabajo, se mostró dispuesto a ofrecerle su ayuda desinteresada en una de esas breves charlas informales de pasillo que mantuvo con la limpiadora. Ella no daba crédito a su suerte; su hijo iba a contar con el apoyo de un reconocido profesor, y para él solito. Andrés poseía unas aptitudes realmente notables, pero lo que ese pedagogo fomentó en su inteligencia superaba cualquier expectativa: no solo mejoró en matemáticas, sino que logró desarrollar en muy poco tiempo una importante capacidad de autoaprendizaje. Y aprendió mucho. Aprendió el valor de una transacción, que los que de verdad aman a las personas y se sienten pagados por los resultados de su generosidad, no esperan nada a cambio. Aprendió que ese maestro no era una de esas personas. Quizá se debiera al dominio de prácticas ancestrales de meditación o tal vez a algún don natural extraordinario, el caso es que don César guardaba un oscuro talento para la manipulación: era capaz de interceptar las señales eléctricas que recorren el cerebro de las personas —de modo parecido a como un hacker captura el tráfico de datos de una red de ordenadores— y una vez controladas, reconducía los impulsos nervio-

sos con el fin de componer nuevas conexiones neuronales. Aunque suficiente para sus fines, se trataba de una habilidad limitada: solo podía controlar tejidos cerebrales aún en formación pero con cierto grado de desarrollo, idealmente en cerebros preadolescentes. Y lo hacía a su antojo; bien para desarrollar el intelecto, bien para moldear pautas de comportamiento a voluntad, recurso este último reservado a los muchachos que le excitaban. Sin embargo, en Andrés encontró una fortaleza inesperada que impedía moldearlo como quería. Eso le excitó todavía más y le obligó a buscar otra forma de doblegarlo. Necesitaba un golpe de efecto, y lo encontró: entregó al niño la llave del laboratorio de ciencias y le mandó que se colocara junto a una jaula donde dormitaba un pequeño ratón blanco. Una vez allí, envuelto en una extraña sensación de irrealidad, el muchacho sintió un intenso impulso que le indujo a cogerlo y a apretarlo con fuerza hasta que el roedor dejó de moverse. A pesar de que intentó resistirse entre lágrimas, su voluntad nada pudo hacer para impedírselo. Comprendió su sometimiento a la perfección cuando el profesor le explicó qué le induciría a hacer a su madre si a él se le ocurría contarle algo más allá de las matemáticas. Ella estaba feliz con los progresos de su hijo y nunca descubrió el

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coste de las clases; Andrés la quería muchísimo. Cierta tarde que se encontraba en un aula vacía recuperando la compostura, tal como el maestro le ordenó hacer después de cada encuentro, don Anselmo, el profesor de catecismo, que andaba por el instituto para recoger una documentación olvidada, oyó unos sordos sollozos provenientes de un aula a oscuras. Al entrar, lo encontró acurrucado en el suelo, en una esquina al fondo de la habitación. Cuando se acercó y le preguntó qué hacía ahí, el hijo de la limpiadora se limitó a repetir lo que el maestro le había obligado a memorizar si se presentaba una situación como esa: «don César me ha reñido con severidad en la clase de repaso por no haberme aplicado y me ha invitado a reflexionar sobre ello. Me siento muy avergonzado». Con aspecto circunspecto, se limitó a posarle su mano en la cabeza antes de darse la vuelta y marcharse, consciente del peso de ese tipo en la jerarquía del centro. Probablemente fuera la sotana la que provocó que el niño se olvidara de las amenazas del maestro y dejara escapar un desesperado «me gustaría contarle algo». Don Anselmo, de espaldas, lo oyó con claridad, pero no se dio la vuelta. El cura desapareció dejando tras de sí la puerta cerrada.

IV

En las semanas que duró aquella situación, Andrés se sentía como un polluelo desplumado en una minúscula jaula de pesadillas. Solo pensaba en la manera de escapar de aquel encierro, aun con las alas desnudas. Y no dejó de hacerlo, y tanto buscó que encontró algo que no esperaba: un vínculo con 30

aquel perturbado de una forma que no acababa de comprender. Cuando estaban juntos, dentro de su cabeza descubrió impresiones que no eran suyas, breves fogonazos visuales que se sucedían en una especie de película borrosa que presentaba la escena que estaba padeciendo. Primero pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada, pero cuando las figuras se volvieron más claras, observó que en ellas siempre aparecía su propio cuerpo. Se dio cuenta entonces de que mostraban la perspectiva visual del agresor, en tiempo real. Después, las visiones se diluían para transformarse en sensaciones de goce ególatra revestidas de un poder feroz, de una felicidad putrefacta, y las sensaciones dieron paso a un vacío absoluto que le fue imposible comprender, pero cuyo origen sí fue capaz de percibir: la completa ausencia de empatía de ese individuo ante el daño que le estaba causando. Esto le permitió presentir la mente disfuncional de aquel desequilibrado disfrazado de maestro de matemáticas y entender la inutilidad de cualquier intento de despertar su piedad. Empezó entonces a centrarse en sí mismo, a profundizar en todas esas percepciones que le estaban abrumando, a domarlas, a trabajar la capacidad de autocontrol. Aplicó el potencial de autoaprendizaje que en un principio la cara amable del docente consiguió fomentar en él. Perfeccionó su concentración, aprendió a manejar la energía que se desbocaba en su interior y a reconducirla para controlar a voluntad el dolor y el miedo. Pronto se dio cuenta de que al poner en marcha este mecanismo, su fortaleza interna aumentaba al tiempo que la habilidad para controlarla. Y llegó el día en que se vio capaz de dirigirla afuera, hacia quien le estaba pi-


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soteando, cuando toda la humillación acumulada le sugirió que era el momento. Casi de inmediato, César se apartó con brusquedad mientras súbitas arcadas le revolvían las entrañas y le obligaban a llevarse la mano a la boca. Se desentendió del niño y se centró en no alejarse demasiado del baño. Esa tarde le dejó en paz. Andrés comprendió entonces el alcance de lo conseguido: había penetrado en la mente de aquel psicópata y rozado los hilos de su voluntad. La tarde siguiente tampoco pudo tocarle, ni las sucesivas. A pesar de que quería querer, no lo consiguió. Sentía un rechazó insalvable, como si tratara de unir dos polos opuestos. La intensa sensación se repetía cada vez que se le acercaba, y tuvo que dejar de intentarlo. La pesadilla había terminado, o al menos eso creyó Andrés, porque aquel tipo le dejó tan marcado que ya no sería el mismo. Pasado algún tiempo, su madre encontró otro trabajo mejor y no lo volvió a ver. Pero no pudo olvidar, como tampoco pasó por alto el logro de conseguir controlar otra mente, de manipular las intenciones de otra persona. Profundizar en ello fue un refugio que degeneró en una obsesión de por vida.

V

Tuvieron que pasar veinte años de preparación y espera para que finalmente se presentara la situación propicia: el anónimo que envió al periódico obtuvo el resultado planeado y la comadreja salió de su madriguera. Le resultó fácil provocar que la ambición de aquel joven director de instituto tomara esa decisión. Del mismo modo, no le resultó difícil arengar la ira del agraviado profesor: hacía tiempo que descubrió que una mente invadida por las pasiones es

más fácil de manipular. De esa forma, penetró hasta el fondo de la voluntad de aquella alimaña para traerla a su terreno. Ahora, César duerme tras una ventana de la planta baja de un adosado situado a las afueras de un apartado barrio de la ciudad. En la calle, frente a esa ventana, al final de una senda entre la hierba, la hierática figura de Andrés apenas se distingue de las sombras que el mortecino alumbrado público proyecta con dificultad. Permanece inmóvil, y aunque parece observar la ventana, sus ojos están cerrados bajo un ceño ligeramente fruncido. Como cada noche, desde la primera, Andrés deja brotar sus recuerdos para poder destilar la esencia ponzoñosa del sufrimiento estancado, la concentra con paciencia y luego la inocula en lo más profundo de los sueños de César, despacio, asegurándose de que recibe toda la dosis supurada. Y así, noche tras noche, con la vocación de un alquimista, trasvasa el peso amontonado durante años de pesa31


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dillas, sin prisa, disfrutando de la ligereza del alivio. César siempre había dormido plácidamente, por lo que al principio consideró esos extraños sueños como algo pasajero. Sin embargo persistieron; se hicieron intensos, frecuentes, recurrentes. Le mostraban a sí mismo como un ser grotesco, sin forma, incapaz de alzarse del suelo mientras reptaba entre incontables suelas que no dejaban de pisotearlo a pesar de sus gritos mudos. Las hordas de pisadas nunca se detenían. Pasaban sobre él indiferentes, lo desgarraban convirtiendo en jirones su inexistente forma. Gritaba, pero no emitía sonido alguno. Volvía a gritar, lo hacía durante toda la noche, hasta que un último alarido retumbaba entre las paredes del dormitorio y lo despertaba al filo del amanecer, cubierto de sudor y de la sangre de sus propios arañazos.

expresiones de compasión. Nadie alcanzaba a entender el repentino cambio de aquel entrañable hombre en semejante despojo. Tan notable resultaba la degradación del profesor como la vuelta a la vida de Andrés. Se había erguido, andaba con mayor seguridad y ya no arrastraba los pies. La mirada sin ojeras buscaba el saludo de los vecinos y a muchos dejaba con una mezcla de perplejidad y alegría después de cruzar unas palabras. Eran aquellos que le habían conocido de pequeño y que no esperaban volver a reconocer a la persona con la que compartieron una infancia jovial y despreocupada. Ahora duerme bien, sonríe, parece feliz; hasta ha encontrado trabajo. Cuenta que ha logrado quitarse el yugo de pesadillas que lastraba su vida, que por fin se lo ha podido colgar al monstruo al que está arrastrando a un lugar sin regreso. Todos entendieron la expresión «monstruo» como una metáVI fora de la depresión que había padecido En el barrio se extendieron los ru- y parecía haber superado. Andrés nunca mores acerca de la enfermedad que les sacó de su error. aquejaba a don César, un extraño mal que le impedía conciliar el sueño y esVII culpía en su cara la permanente mueca del miedo. Parecía otro. Sus ojos se Las tempranas luces del alba derrahundían tras unas bolsas amoratadas maban tonos cobrizos sobre el número que concedían el único color a una 11 de la calle Dexter. Tras la ventana de blanquecina piel avejentada. La mirada la planta baja, un cuerpo febril se agita estaba lejos, en el inhóspito subsuelo de entre las sábanas empapadas mientras un lugar inexistente y su caminar se en- unas densas pesadillas lo arrastran hacia corvaba como si soportara la pesadez el umbral de la locura. Cuanto más fordel aire en un continuo cara a cara con cejea, la gravedad de su mente más le el suelo. Apenas articulaba palabra en hunde, lejos, muy lejos de la lucidez de sus cada vez más escasas salidas. Era evi- los mortales. Lentamente, los movidente que estaba enfermo, pero cual- mientos de desasosiego se van ralentiquier intento de ayuda lo rechazaba con zando hasta que una última convulsión vehemencia; repetía con desoladora le deja tendido sobre la cama, inmóvil, amargura que lo dejaran en paz. Se fue despierto en mil pedazos con el cortanapartando de la gente, no soportaba las te filo del delirio aún sobre la almoha32


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da. En ese mismo instante, a lomos de una oscura onda expansiva, una delicada partícula de luz visita el sueño de varios niños del barrio y barre los recuerdos que no debieron producirse. Al despertar, no recordarán nada del profesor ni de sus clases, tan solo cómo calcular fracciones. El halo con el que la farola alumbra el último adosado, apenas roza las esquivas zapatillas de Andrés. Su rostro sudoroso se ha suavizado y bajo un ceño relajado, abre despacio los ojos que observan por última vez aquella ventana durante unos minutos. Luego, da media vuelta y se dirige al descampado de regreso a su casa. La tierra exhalaba exhausta el vapor de la noche amanecida y la hierba se enardecía erecta de piropos de escarcha tratando de rozar los colores del crepúsculo. Sobre ella, unos pasos firmes van derritiendo las gotas heladas de rocío mientras desandan colina abajo la senda que nunca volverán a pisar.

Antonio Bolant Rodríguez (España)

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Señales Juana María

Igarreta

Siempre le pongo lo que ella me pide... EL TITANIC, auténtica ciudad flotante, surca veloz las aguas del océano Atlántico. En el camarote 115, Elizabeth Dowdell contempla el dulce dormir de Virginia, la niña que tiene a su cargo y que deberá poner bajo la custodia de sus abuelos en Nueva York. Al tiempo que la arropa delicadamente, sonríe al ver los ojos también entornados de la muñeca que la chiquilla abraza junto a su pecho. Recuerda las palabras firmes de la niña a una compañera de juegos: «Siempre le pongo lo que ella me pide», y observa que la muñeca viste bañador en lugar del camisoncito de noches anteriores, dejando al descubierto su pequeña figura moldeada en celuloide.

Elizabeth se dispone a meterse en la cama, cuando un golpe seco hace temblar el camarote durante unos segundos interminables. Desasosegada, piensa en salir al pasillo para ver qué ocurre, pero antes comprueba que Virginia sigue dormida. Su muñeca, a pesar de mantener la posición horizontal, tiene completamente abiertos sus vidriosos luceros verdes. Mientras, en el camarote de al lado, Milton Long observa sobresaltado su copa de whisky hecha añicos en el suelo, de la que tan sólo los cubitos de hielo han conseguido salir indemnes.

Juana María Igarreta Egúzquiza (España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es 34


Número 10

Estacado

Raúl Ariel

Victoriano ¿Esta noche va a ser?... EL VALLE DESCANSA sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva. Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo todavía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá

empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo parecido al temor a la Muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta. Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memo35


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ria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve. Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio naturalmente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo. Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mirada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba. 36

Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu. Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas: andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A veces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla. Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegándolo y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe desde que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una ca-


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lle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie. Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha castigado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera. —¡María! —grita desde el fondo de la vivienda. —Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa. —Traeme un vaso cuando vengas. —Sí, ya va. Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos. De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repetición de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cercana. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en

el rostro, una mueca que le tuerce los labios. Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de madera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de piernas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera. Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre termina por alcanzarlo. Es un obrero de la construcción y está todo el día trabajando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le retumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apaciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso. Ya queda menos de media botella y, entonces, estira una vez más el brazo para alcanzarla. En ese momento, ella pone la mano sobre la suya intentando evitar que continúe bebiendo. —Francisco, no te conviene que sigas tomando. —¡Callate, sacá la mano! 37


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—Te lo digo por tu bien. —¡Salí, te digo! Y de un tirón se la arrebata y se sirve. Llena el vaso hasta el borde torpemente. El vino se desborda, cae sobre la mesa y le tiñe de morado la mano. Ella retira rápido los dedos y se los lleva a los labios para taparse la boca, como queriendo acallar un grito que se le queda ahogado en el cuello. Poco a poco, el vino hace la tarea. Francisco ya está más que mareado y va entrando lentamente en una nueva borrachera. Un viento de troncos arrugados le atraviesa la garganta y la reseca como una quemazón, lo va enfureciendo de a poco y sin motivo. Bajo los rayos de la luz amarillenta ya no puede ver con claridad y confunde las cosas. Los fantasmas se empiezan a adueñar de su cordura. Se le alborotan los recuerdos como retazos de telas gruesas, trozos de memoria que se ensucian en la ciénaga del tiempo. Le cuesta armar un hilo de pensamiento. Evoca las perlas de la sonrisa que brillan cuando su mujer ríe y de pronto la advierte distante en la 38

soledad del patio. María presagia la tragedia, como las aves. Lo observa. Pero ahora toma más distancia, se ha parado detrás de su asiento y se toma del respaldo. Francisco nota que algo ha pasado que no se explica: el suelo está blando, las cuatro patas sobre las que está sentado se hunden lentamente. Se piensa que está atado, estacado, y que a los dos los va a tragar el piso, a él y a la silla juntos; se sospecha amarrado a la estampida feroz del tiempo y, con los ojos turbios, ve que le nacen llagas en la piel huesuda de la mano, en un envejecimiento acelerado. Las flores y los aromas de ella, de su mujer, se van alejando. Empieza a ver pájaros nocturnos, aves de rapiña que vienen por él, que lo sobrevuelan como una manta negra que le va a caer encima ni bien esté muerto. «¿Esta noche va a ser? ¿Estas son las señales?», se pregunta. Es entonces que vuelve a encenderse el fuego de la bebida y le vuelve a quemar la garganta. La palabra que tiene que decir se estanca entre las ramas del aliento y desiste.


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María, tan joven, añora las noches de amor, la ternura de su hombre. No puede evitar que rueden dos lágrimas pequeñas por sus mejillas al verlo en este estado. Lo observa, muda, percibe el terror en esos ojos abiertos, en ese cuerpo como soldado a la silla, abatido. Aprieta los puños, se muerde con los dientes el labio inferior. Luego gira el cuerpo y comienza a caminar, alejándose de él, buscando la puerta para entrar a la casa, dejando el patio atrás. Francisco se ahoga en un deseo sin palabras. Quiere decir y no puede. Su mente es un bote a la deriva que trae consigo los recuerdos de toda su vida a la orilla del naufragio. No logra soltar una lágrima de sal que alivie el dolor de su desgracia. «Son los gusanos —murmura en voz baja— que vienen a buscar estos huesos viejos para limpiarlos hasta dejarlos blancos de Muerte». Porque siente que esa homicida lo está rondando, que está cerca con los instrumentos del final. Piensa que puede olerla a unos pasos de esta estaca que lo retiene, de esta silla que lo tiene amarrado y se hunde sin remedio en el cemento pastoso del piso. Le pesan los siglos en el cuerpo devastado. «Ya no es posible —reflexiona—, ya no podré nacer de nuevo a la mañana siguiente. Será necesario el abandono y la resignación». El vino libera su angustia contenida. Le crece el miedo como un ave de alas enormes que lo empuja más abajo. La desgracia se acerca, afuera está la Muerte esperando con los ojos abiertos y una esperanza entre las manos. «Porque un día ocurrirá que me levantaré —se dice Francisco casi en un ahogo— y que me daré cuenta. Ya será tarde y no tendré ganas de resistir los golpes asesinos de la arpía que me acecha. A todos les pasa. Un día uno toma

conciencia de que el camino termina ahí nomás. Ni siquiera el viento atroz que me tumbará me va a dar lugar para girar la cabeza, ver a mi mujer y notar el aroma dulce que desprenden sus labios rosados. Habría sido lindo soñar junto a María, ver las curvas de sus pechos, antes de que se acerque ese silencio mortal. Sucederá entonces que esa noche y su mortaja me cubrirán los ojos. Ya no podré ver, mi cuerpo extinto alojará un corazón que no late». Ya es un tímido balbuceo que apenas se oye. En ese momento se escucha un relámpago atronador; todo el cielo y la tierra se iluminan. Las nubes, cargadas de agua, sombras contra la oscuridad del cielo, se empiezan a desplomar. En unos minutos comienza un diluvio vertical que todo lo moja. Repiquetea sobre las chapas de zinc con un ruido ensordecedor, el aguacero y el viento hacen que todo se empape: el vaso, la botella, la mesa. Francisco está calado hasta los huesos; el cabello gris le cae sobre el rostro como babas del diablo, el vino se va convirtiendo en agua, el piso va tragándolo. La silla, esa estaca cruel, se va hundiendo más y más y no se detendrá en su descenso al mismísimo Infierno. Ahora está seguro de que, irremediablemente, el patio lo devora. Quiere gritar y no puede, el cemento le rodea el cuello, denso como un pantano a punto de engullirlo. En el fondo de su casa se puede ver un círculo viscoso, sin brocal ni marca alguna, que se ha masticado las sillas y la mesa y, en este momento, bajo la lluvia torrencial que azota las afueras de esta ciudad, aquí, al pie del cerro El Cuadrado, se puede ver cómo se oculta lentamente, como una boya con ojos desorbitados que se hunde en el mar, la última parte de la cabeza de Francisco, llevándolo a los brazos 39


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de la Muerte sin necesidad de sepultura. María, que está dentro, guarda en su pecho la congoja. Su hombre ha tocado un límite que ella no le permite más, por eso ha decidido dejarlo. No ha visto esta parte final del espectáculo, por lo tanto a nadie que se lo pregunte lo podrá contar, no ha sido testigo de lo que ha pasado en el fondo de la vivienda. La última imagen que se lleva de él no la olvidará nunca: sentado en la silla y borracho. Ella ha abandonado el patio trasero hace veinte minutos, por lo tanto, no ha podido ver el hundimiento del que todos van a hablar y nadie ha visto.

«Habladurías», dirá. Ha estado en la cocina, luego ha ido al dormitorio para colocar su poca ropa en una bolsa y no ha escuchado los últimos susurros incomprensibles de Francisco. Ella cierra la puerta delantera del lado de afuera. La tempestad la va empapando de a poco, le cubre las lágrimas; María deja atrás el jardín que da al frente, mira la fachada encalada de la vivienda y sale a la vereda. La noche escucha, entre el rumor de la lluvia, pasos de mujer que, chapoteando en el barro de la calle, se alejan de la casa.

Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar Estacado es un relato incluido en El sonido de la tristeza,

de Raúl Ariel Victoriano (Editorial Autores de Argentina, 2017). 40


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Piccéfalo

Salvador

Como por una magia macabra... HOY SE HA DESPERTADO con una extraña sensación, una idea obsesiva se ha incrustado en su mente y ya todo lo demás carece de importancia. Busca desesperadamente un lienzo de grandes dimensiones y sobre la tela virgen empieza a esbozar una imagen que, con fuerza, le llama. Se frota los ojos hundidos y enrojecidos por el cansancio, los días se van amontonando y la desidia existencial ya

Esteve

ha hecho mella en su cuerpo. Prácticamente desdentado, el escorbuto navega por sus encías y huesos, parece que en cualquier momento vaya a resquebrajarse en mil pedazos. Con lentitud, fotograma a fotograma, se retuerce e intenta hacer acopio de fuerza tragando con dificultad un mendrugo de pan y bebiendo agua azucarada; necesita energía, el cuadro aún no está terminado. Se acerca con paso vacilante y con el pincel en su 41


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fumina y la textura de la piel del vientre se tersa, aumentando de tamaño día a día. Sus gestos de dolor son ahora estremecedores y un grito desgarrador estalla en la noche. Las ratas huyen aterrorizadas, un miedo ancestral golpea su instinto de supervivencia. Cuando rompe aguas, un cuajarón de pintura, esencia de trementina y aglutinantes cae al suelo junto al terrorífico ser. El cuerpo del engendro palpita como si infinitos pequeños corazones insuflaran sangre por todo su amorfo organismo, solo el colorido dulcifica ínfimamente su aspecto. Sus ojos inquietos supuran odio. Zigzagueando, se pierde en la oscuridad dejando un rastro arcoíris, pronto necesitará alimento. La mujer, huésped En la oscuridad del sótano, junto a de la aberración, es ahora una mezotras obras desahuciadas a la luz, arrin- colanza de colores y tramas inconexas, conadas junto al acumulado polvo de la una imagen abstracta de desolación. indiferencia, el cuadro dormita. Pero el En una pequeña habitación del barictus de la mujer ha cambiado. A su alrededor, una neblina gris se revuelve so- rrio de Montmartre, un joven pintor duerme plácidamente, anhela la fama, bre sí misma, parece cobrar vida. El tiempo, hambriento como termi- exponer en el Louvre. El ser gelatinoso tas, invade los meses. Sus senos parecen trepa por el lecho y se abre paso por sus ahora más abultados, sus labios, más fosas nasales buscando su cerebro, sus prominentes, la trama del lienzo se di- sueños. mano temblorosa empieza a retocar con mimo el pelo de la mujer, ya falta muy poco. Dos semanas más tarde, la tarea que durante largos meses le ha estimulado a respirar ha llegado a su fin. Los colores de la paleta han saltado a la tela como por una magia macabra. La realidad de sus facciones es tal que la pintura llena de vida el lúgubre estudio. Se acerca al óleo y tímidamente acaricia por última vez su rostro, que le devuelve una mirada de tierna tristeza. Un amor imposible, dos realidades opuestas que jamás se encontrarán. Arrastrando los pies, pero con decisión, abre la ventana y se deja caer; sangre y óleo se mezclan sobre el pavimento.

Salvador Esteve (España)

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Oídos sordos Ángel

Saiz Mora Reinaba el silencio... EL PESO DEL FRACASO gravitaba sobre cada centímetro de mi cuerpo. Aquel lunes, en especial, parecía tener las sábanas adheridas con saña a la piel. No hallé motivos para poner un pie en el suelo y luego otro. El rostro malcarado que iba a encontrarme en el espejo tampoco contribuía a despejar mi ánimo. Visto desde fuera podía parecer pereza, pero no era tal, sino falta de motivación. Buscar en Internet y en los diarios, la entrega de currículums, cientos de entrevistas sin resultado, preparar exámenes durante meses había sido tan agotador como estéril. Cerré los ojos con la intención de detener el comienzo de esa jornada, candidata a ser tan frustrante como todas. Al abrirlos de nuevo, la esfera del reloj de la mesilla sacudió de golpe toda mi molicie. Tenía el tiempo justo para acudir a una prue-

ba selectiva con vistas a un posible —e improbable— trabajo. La ducha fue un rápido bautizo. El desayuno consistió en una taza de leche más inyectada que bebida, sin rastro de café, ya estaba bastante alterado. Cogí lo primero que encontré en el armario antes de dejar la casa como lo hubiera hecho un ejército en desbandada. Llegar a tiempo parecía una perspectiva remota. Al pisar la calle hice algo que no podía permitirme: tomar un taxi. Recordaba a los sesudos analistas que decían que la dichosa crisis, que al parecer ya habíamos comenzado a superar, tuvo su origen en que la población vivía por encima de sus posibilidades, frases lapidarias a las que otorgué la misma atención que la de quien escucha la lluvia. Curiosamente, comenzaron a caer unas gotas, luego un torrente. 43


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Como caracoles tras una tormenta, aparecían viejecitas entrañables que copaban los escasos vehículos libres con agilidad inaudita. Los minutos parecían haber emprendido una espantada. Opté por tomar al asalto el siguiente transporte con la luz verde. Corrí en dirección a uno que había visto al final de la avenida, detenido en un semáforo, lo que no evitó que apareciese una señora de edad. Estiré las piernas hasta el límite al tiempo que gesticulaba alocadamente. Con el retumbar de mis zancadas y aspavientos hice que se detuviera, circunstancia que aproveché para abrir la puerta trasera e introducirme en el interior, no sin antes recibir unos cuantos paraguazos inmisericordes por parte de esa anciana llena de energía, a quien no logré convencer de que mi caso era realmente urgente. Sin poder contener la risa el conductor me preguntó la dirección. Revisé el contenido de mi exigua cartera, apenas un par de billetes pequeños. Esto iba a tener consecuencias, tendría que cenar un triste huevo cocido por noche durante una semana al menos. Cada paso que avanzaba el taxímetro era un martillazo sobre el ánimo y un eco atronador en lo más profundo del estómago, cada vez más vacío. Había muchas posibilidades de que la tentativa terminase en nada, pero aunque sólo fuese por amor propio debía continuar adelante y quemar este cartucho. Justo entonces, cuando la humedad en la espalda se volvió hielo, fue cuando me di cuenta. Con las prisas había olvidado algo fundamental para mí, un objeto sin el que estaba casi desnudo, o al menos, muy mermado, pero no quedaba tiempo ni dinero para volver a buscarlo. Continué dentro del servicio público, enfilado hacia el destino, cualquiera que fuese. 44

Abonado el importe de la carrera, galopé sobre una sucesión de charcos, profundos como lagunas, antes de entrar al edificio de la Administración. Un bedel me hizo un completo chequeo visual, mientras valoraba si debía facilitar el paso a un individuo de aspecto dudoso, que había llegado minutos después de que se cerrase la hora límite para admitir a más aspirantes. Los bajos del pantalón goteaban, con la tela veteada de barro; el pelo era un amasijo chorreante. Sin decir una sola palabra y lleno de vergüenza bajé la mirada. Mi semblante debió ser emotivo, pues después de pensar unos segundos el funcionario se encogió de hombros y, con una mezcla de piedad y rutina, permitió que entrase en una sala llena de gente. Pese a contener a una pequeña muchedumbre, allí reinaba el silencio. Los presentes me miraron con expresiones de fastidio en las que se podía leer claramente: «Otro más». No les faltaba razón, todos éramos rivales. Un centenar de personas para esa codiciada plaza de carácter fijo, cuya única prueba eliminatoria constaba de una entrevista personal, sin más detalles. Algunos observaban mi aspecto de forma indisimulada, no sólo la humedad y las salpicaduras de lodo, también algo evidente, pero en lo que no me había percatado con las prisas: la camisa era tan azul como el pantalón, lo que me daba un aspecto de operario de contrata más que de serio aspirante. Entre ellos se veían muchos trajes completos, o al menos americanas. Ellas llevaban vestidos bien escogidos y maquillajes esmerados. Yo era la única nota discordante, un pitufo extraño, que había olvidado algo importante e iba vestido como un adefesio. Me senté apartado de todos, sin dejar de valorar si debería irme. Resultaba


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difícil creer que nadie en su sano juicio pudiera contratar a alguien tan desaliñado. En un gesto mecánico y nervioso rocé el cabello con los dedos. Varios mechones estaban tiesos, algo que me sucedía con el agua de lluvia. Sentí que aquel asiento era confortable. El cansancio, sin duda, había ganado terreno. A falta de nada mejor que hacer decidí permanecer allí. Transcurrido un rato ya nadie me miraba, habían asimilado mi presencia, por estrafalaria que pareciera, como si formase parte del mobiliario. Maldije la falta de suerte y nula pericia para asegurarme el sustento diario. Estaba hastiado de dar tumbos, de no importarle a nadie. Con la autoestima por los suelos vinieron a la memoria las palabras de mi padre, incansable a la hora de repetir que siempre sería un tipo insignificante. Ensimismado en esas acertadas premoniciones, no acertaba a escuchar el contenido de un diálogo iniciado entre algunos de los que me rodeaban. Había transcurrido más de una hora sin que nadie se levantase, ni siquiera para ir al baño.

Cuando mayor era mi desolación surgió una imagen celestial. La joven repartía tarjetas numeradas entre los presentes. Alguien le preguntó algo, ella señaló sus labios con una sonrisa de impotencia; era muda, posiblemente también sorda, un factor añadido que terminó de convertirla en el ser más fascinante de mundo, una luz inesperada en medio de tanta penumbra. Al entregarme la ficha hizo un gesto simpático, puede que el mismo que a los demás, pero yo quise creer en un trato especial, que de alguna forma teníamos algo en común. Al marcharse comenzó el proceso. Tras ser requerido, el portador del número uno desapareció detrás de la puerta por la que había salido quien tanto me deslumbró. Media hora después regresó lleno de abatimiento, sin mirar a nadie, marcado por la derrota. Se marchó sin hacer comentarios ni compartir experiencia. El segundo candidato entró con resquemor. Su imagen al volver era desoladora, un saco de boxeo al que hubiesen sacudido a conciencia, pero por dentro, 45


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con la espalda arqueada y dominado por los tics. La tercera persona salió envuelta en lágrimas. Éramos parte de una cadena que perdía eslabones gradualmente sin que nadie pudiese evitarlo. La inquietud había venido para instalarse, complementada a cada momento con dosis de desánimo. Era imposible saber qué ocurría allí dentro. Nadie decía nada y, aunque así hubiera sido, yo tampoco estaba en condición de escuchar. Lo único seguro eran las metamorfosis dentro de ese cuarto, sucursal del infierno, extractor de alegría. El anuncio decía que iba a valorarse el don de gentes, la habilidad para trabajar de cara al público, sin especificar que fuese necesaria una formación especial, tampoco las tareas a desempeñar. Algunos se marcharon antes de tiempo, infectados de una ansiedad colectiva. Las bocas se abrían y cerraban con miedo, sin que yo distinguiese lo que salía de ellas. No hacía más que echar en falta el objeto olvidado en casa, con él me hubiera enterado de lo que sólo captaba parcialmente. Los osados que entraban por orden acortaron los treinta minutos de la primera víctima para aguantar apenas cinco y volver con la tez cadavérica. Me quedé solo. Era mi turno. Nunca fui demasiado valiente, pero en ese momento, por encima del miedo, flotaba el coraje de quien no tiene nada que perder, también algo de curiosidad. Cinco miembros del tribunal aguardaban tras una mesa alargada. Me observaron fijamente durante varios minutos, bajo un espeso silencio. Lejos de acobardarme, pese a las rodillas temblonas, les devolví la mirada uno por uno. Aunque era difícil imaginar en qué clase de jue46

go estaba metido, no iba a permitir que hiciesen conmigo lo mismo que con el resto. Noté otra presencia detrás. Al margen de aquel grupo severo, la trabajadora que había repartido los dígitos de orden tampoco me quitaba ojo, pero su expresión era mucho más agradable. Esbocé una sonrisa cómplice, ella respondió con algo de rubor en las mejillas, no me cupo duda. El examinador del extremo izquierdo se bajó del asiento, no sin dificultad. Su estatura estaba muy por debajo de la media, un enano, sí. Señaló con aprensión lo que estaba a su altura al acercarse a mí: las perneras con el fango adherido, ya seco. Después empezó a vociferar, o eso creí, con los ojos muy abiertos, al tiempo que se ponía rojo. Admito que me sorprendió, pero no lo suficiente como para sentir temor. El hombre terminó por sentarse. Le hubiera imitado, pero no había más sillas libres en esa sala donde todo giraba en torno al aspirante, sometido a un juicio grotesco. El siguiente juez se colocó frente a mí. Su ceño endurecido casi crujió al fruncirse. Cada uno de esos brazos, totalmente musculados, tenía un diámetro cercano al de mi cintura. La mesa, que al anterior le ocultaba el cuerpo, era incapaz de hacer lo mismo con este, que en contraste mediría dos metros de alto por dos de ancho, un armario viviente. Como novedad, además de hablar y gritar, no paraba de hacer muecas cargadas de amenazas. No hacía falta escucharlas para tener la seguridad de que sus palabras eran tajantes y gruesas. Me señalaba de forma intimidatoria y luego se pasaba el dedo por el cuello, de lado a lado. La otra mano permanecía cerrada en puño, los dientes prietos. Aquello


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era kafkiano. Valoré la posibilidad de que se tratase de una broma, del tipo de cámara oculta. Ya me veía en un programa televisivo durante el horario de máxima audiencia, objeto de mofa de millones de espectadores. Fuera como fuese, decidí no moverme de allí hasta el final. El gigante se sentó. El siguiente personaje tenía una cresta en el centro de la cabeza y los lados rapados, aros y alfileres repartidos por el rostro, incluida la lengua, que se encargó de mostrarme en un gesto que trataba de ser ofensivo. Después hizo amago de sacar una navaja automática invisible y de ponerla pegada a mi vientre. Terminó su actuación con el índice y el pulgar de la mano izquierda extendidos, igual que si fuesen un revólver, con el que me apuntó de forma figurada el entrecejo y, teatralmente también, vació su cargador para después soplarse el dedo, que le había servido de cañón. Estuve a punto de aplaudir, pero me contuve. En su rareza, resultaba simpático aquel joven, una pieza más de ese surrealismo inexplicable, aunque creí más prudente no confraternizar con estos personajes que, bajo el formato de una loca prueba selectiva me sometían a unas humillaciones que, sin embargo, apenas llegaban a afectarme demasiado. Sólo yo conocía la causa. Evité mirar hacia atrás. Quise pensar que ella estaba fuera de aquella parafernalia, aunque formase parte de la misma. Necesitaba agarrarme a esta hipótesis. Una mujer de mediana edad dejó su puesto en la mesa y describió varias vueltas alrededor de mi figura, mientras me escudriñaba con detenimiento. No sé qué pensaría de la vestimenta azul de pies a cabeza, nada bueno, seguro. Pri-

mero se puso una mano en la boca. Finalmente dejó salir una erupción de carcajadas que debieron de ser muy sonoras, a juzgar por cómo hinchaba y contraía la caja torácica. Su actitud era muy contagiosa y reí con ella. Llegué a curvar la columna, dominado por un ataque de jocosidad que me sirvió de desahogo. Pronto me di cuenta de que la mujer había vuelto a su lugar, formal y pensativa, lo que hizo que mi hilaridad

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también se cortase en seco. Pensaba que aquello podría haber concluido, que nadie más iba a probar mi paciencia y entereza de la manera más absurda, pero me equivocaba. De una puerta lateral surgió una persona a quien había conocido recientemente. Tuve que frotarme varias veces los ojos para que confirmasen lo que mi cerebro detectaba: la anciana a la que había disputado el taxi, con el mismo paraguas, hecho de pliegues rematados en encaje. Temí no estar preparado para ese reto definitivo. Sus encías desdentadas subían y bajaban con ira extrema. Me dedicó un repertorio amplio de improperios, que yo imaginaba pronunciados con una voz muy aguda, como la de un roedor enojado. Recibí varios impactos sobre los brazos, en los mismos puntos donde se habían comenzado a formar moratones tras nuestro encuentro anterior. De forma instintiva puse las manos sobre mis partes pudendas, no fuera a recibir un golpe también ahí. Todavía albergaba esperanzas de tener descendencia, una perspectiva remota dado mi escaso éxito con el género femenino, pero teóricamente posible. Al hacerlo, noté un bulto en el bolsillo derecho. Cuando la anciana se retiró por donde vino sentí un alivio enorme, unido a la satisfacción de detectar que el objeto que creía olvidado en casa siempre estuvo conmigo. Me lo coloqué sin pensarlo. Acto seguido los examinadores se pusieron en pie, también el de altura reducida, aunque quedó camuflado detrás de aquel mostrador. Me dedicaron un aplauso muy sonoro y acompañado de ovaciones que, ahora sí, pude escuchar claramente. La señora del paraguas me revolvía el pelo —aún más— con sus manos huesudas en señal de reconoci48

miento. La mujer inquisitiva de mediana edad estrechó mi mano con gran respeto. Dijo ser la presidenta de ese tribunal, formado en realidad por actores de reparto de teatro, contratados al efecto y adiestrados en el papel de provocar a los candidatos. Me felicitó y dijo que el puesto era mío si aceptaba, que nunca antes nadie había soportado con tal estoicidad tantas tretas, era el empleado ideal para dar la cara tras una ventanilla de reclamaciones altamente conflictivas, donde recibiría a diario, según advirtió, a todo tipo de personas hostiles. No paraban de repetir que estaban impresionados, que se habían empleado a fondo para probarme, que habían utilizado todo tipo de insultos, que hasta mentaron a mi madre de forma continuada. Dijeron que yo parecía sordo a sus punzadas verbales. El hombre armario puso un modelo de contrato encima de la mesa, explicó que trabajaría de lunes a viernes por las mañanas, 37 horas semanales, con derecho a un mes de vacaciones, días libres y nómina generosa, con plus de peligrosidad incluido. En contraste con ese cuerpo consistente, su voz, que aprecié en todos los matices, era extremadamente suave. Estampé una firma al momento. Los apretones de manos y abrazos parecían interminables. Discretamente, la joven de los dígitos me dedicó un guiño después de darme un sobre, cuyo contenido examiné de camino a casa. En él había un papel lleno de números (definitivamente, eran lo suyo), en concreto nueve, que sólo podían corresponder a un móvil particular. Algún maledicente se preguntará cómo yo, que a lo largo de este relato he dejado caer que soy duro de oído, podría comunicarme por teléfono


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con una sordomuda que me había robado el corazón, pero para eso están los mensajes de whatsapp, benditos sean los avances técnicos, pero entre todos, nada mejor que lo que llevaba en la oreja, mi apreciado audífono, el más meritorio de los inventos. Me detuve para acariciar su carcasa, consciente de que sin él no soy capaz de percibir ni un bombardeo, satisfecho por haberlo encontrado en el momento justo. Nunca pensé que de una carencia que siempre me trajo problemas obtendría algún día tantas ventajas. De haberlo llevado puesto no hubiera podido resistir las estridencias ofensivas de ese examen tan poco ortodoxo. Además de hallar al amor de mi vida obtuve un trabajo indefinido, un lujo en nuestros días. No sólo eso, también aprendí que, cuando otros gritan, es mejor no escuchar nada y decir menos. Nunca llevo el aparatito a la oficina, así he conseguido convertirme en un em-

pleado ejemplar, al que no puede afectar lo que le dicen los reclamantes, por mucho que sus lenguas expulsen toda la bilis posible contra un sencillo empleado a quien, injustamente, hacen responsable de sus problemas, aunque también soy capaz de comprenderles y ellos lo notan. A todos pongo buena cara, espero a que se desahoguen (cosa que les hace mucho bien), para luego entregarles un impreso, junto con instrucciones para que se dirijan a la siguiente ventanilla, lo normal en cualquier tramitación. En casa sí que utilizo el UHF-3000, así se llama esta maravilla, a cuyos diseñadores debo gran parte de mi felicidad. Los niños, afortunadamente, no han heredado nuestros problemas auditivos. Nada me gusta más que ayudarles con los deberes.

Ángel Saiz Mora (España) 49


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Círculos

Luisa

Hurtado LA MUJER DE PELO OSCURO y largo iba deprisa por la calle, no quería llegar tarde a su cita, a aquella tras la que esperaba que su vida diese un vuelco y le permitiese olvidar su miserable pasado; entonces, tropezó con él, con el hombre de los ojos azules, el mismo que aún tenía en su piel el recuerdo de la mujer delgada, aquella mujer a la que amaba, con la que esperaba algún día poder compartir su vida pero que aún estaba atada a su marido, un hombre atractivo y de mediana edad, al que ella había dejado de querer, un hombre que acababa de descubrir el desfalco co-

metido por su socio, ese que había sido su mejor amigo, al que había aconsejado una y otra vez que saliese del armario y que tirase por tierra el matrimonio de conveniencia que representaba, el mismo al que le estaban sometiendo a chantaje y que ahora esperaba en un café del centro, con un abultado sobre en el bolsillo interior del traje, el hombre que iba a encontrarse con una desconocida de pelo oscuro y largo, encuentro tras el cual él esperaba recuperar su vida y ella, como ya se ha dicho, olvidar su miserable pasado.

Luisa Hurtado González (España) microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es 50


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El Centinela y el misterio de la Cruz del Coso

Patricia

IlustraciĂłn de Harry Clarke

Richmond 51


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Dedicado al clan de los Scaglioni

I

SE ENCONTRABA SOLO en la biblioteca. Las palabras del códice que estaba examinando desaparecieron y, en su lugar, una imagen fue tomando forma. Unas alas negras revolotearon ante él, envolviéndole en una sombra densa. Algo empezó a brillar en medio de la oscuridad. Dos pequeños ojos de un rojo intenso intentaron invadir su mente, desafiándola con una mirada penetrante en la que podía leerse la sonrisa del triunfo. El monje sacó del bolsillo del hábito una bolsa de terciopelo y extrajo de ella un amuleto de vidrio opaco. Lo interpuso entre su rostro y la visión, que se convulsionó y desapareció lentamente. Las letras volvieron al libro y un intenso olor a azahar impregnó toda la estancia. Michel de Miravall, el Centinela, salió de su trance y se preparó.

II Su padre la había avisado de que acababan de llegar los libros y, en cuanto terminó la clase de disección, corrió a la imprenta del hospital. Ser hija del mejor médico de Zaragoza le daba la libertad de recorrer a sus anchas las dependencias del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, aunque no todos aprobaban que una mujer recibiera clases de anatomía y atendiera a los enfermos, como un estudiante más de medicina. Tres enormes cajas de madera esperaban en un rincón que alguien examinara su contenido. Su padre había comprado todos los documentos del taller abandonado de la cercana calle Cu52

chillería. Se decía que había albergado la primera imprenta de la ciudad, pero tras la desaparición misteriosa del maestro que la regentaba, el establecimiento había languidecido y pasado de mano en mano hasta echar el cierre definitivo. Nadie se había atrevido a montar otro negocio en el local, a pesar de su situación inmejorable. La desaparición del primer dueño y el fracaso de los impresores que le sucedieron habían extendido la leyenda de que el taller estaba maldito. Pero acababa de ser comprado por un comerciante de vinos que había aceptado vender al doctor los libros abandonados en su interior por casi nada. El médico mandó que los llevaran a la imprenta del hospital, con la esperanza de encontrar algún manual antiguo que mereciera ser reeditado. Entró en la sala. Los tipógrafos estaban ocupados en terminar la composición del ejemplar de la Gaceta de Zaragoza que sería distribuido por la tarde y que se confeccionaba allí mismo. Nadie reparó en ella y, tranquilamente, fue abriendo los cajones y hojeando su contenido. Un manuscrito llamó su atención. Lo cogió y se lo llevó a la botica, que a esa hora estaba desierta. Lo abrió sobre la larga mesa de los preparados y admiró su hermosa caligrafía. Conocía perfectamente la obra, el Manipulus Curatorum de Guido de Monterotherio, el primer libro impreso en la ciudad hacía trescientos años. Sonrió al recordar cómo se burlaba de las monsergas de sus hermanos mayores, que lo recitaban sin descanso pa-


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ra aprender las instrucciones sobre la administración de los sacramentos. Aunque no compartía su devoción por la fe católica, que tanto marginaba a las mujeres, respetaba y admiraba la entrega con la que ellos se dedicaban a la labor sacerdotal. A ellos siempre les había intrigado por qué una misma página de sus ejemplares, dos volúmenes de la primera edición conseguidos por su padre en dos subastas diferentes, no era como las demás. Todas las hojas tenían exactamente 35 líneas, pero el folio 76 sólo constaba de 25, como si los renglones finales hubieran sido borrados. Acababa de hallar la respuesta. En el manuscrito había un párrafo más. Era una oración en latín para, según decía el texto, despertar a los muertos. Rio a carcajadas; no le extrañó que la hubieran eliminado de los libros. Se dirigió con el volumen al centro de la estancia y declamó la oración solemnemente: Veni, Creator Spiritus, Mentes tuórum vísita, Imple supérna grátia, Quae Tu creásti péctora. Emitte Spíritum tuum et creabúntur. Et renovábis fáciem terrae.

Escuchó un crujido a su espalda. Creyó que soñaba al ver que un cuervo disecado había extendido sus alas y se había desprendido de la peana que lo sujetaba en lo alto de un armario. El pajarraco se lanzó al vacío, voló en círculos sobre ella y acabó posándose sobre su hombro. Después de susurrarle algo al oído, levantó de nuevo el vuelo para escapar por una ventana abierta.

III

A la mañana siguiente, en cuanto amaneció, el cochero del canónigo Pignatelli llamó a la puerta de la Cartuja de Aula Dei. Preguntó por el hermano Miguel y le esperó subido en el pescante del carruaje. El monje le saludó y subió al coche. Le sorprendió la prisa con la que le llevó a la ciudad. Cruzó el Ebro por el Puente de Piedra, traspasó la muralla por la Puerta del Ángel y paró junto a la catedral de La Seo. Allí, Pignatelli, que le estaba aguardando, le hizo entrar en el interior del templo, completamente vacío a esa hora. Avanzaron hasta el fondo y accedieron a las dependencias del Archivo, donde dos sacerdotes les esperaban nerviosos. —No tema, no he revelado su secreto —le aseguró el canónigo—. Necesito su ayuda. A Michel de Miravall le inquietó que aquello se convirtiera en una costumbre. Unos meses antes, su colaboración también había sido requerida para esclarecer los espantosos crímenes acaecidos en las inmediaciones de la Torre Nueva. Después de aquello, creía haberse gana53


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do la paz que anhelaba en su escondite de la cartuja, donde se hacía pasar por uno más de los monjes. Le mostraron una sala anexa completamente ocupada por una enorme vitrina que se extendía por la pared del fondo y las laterales. La formaban dos filas de pequeños armarios superpuestos, cada uno con una puerta cerrada con llave. —Es el Armario de Privilegios —le explicó uno de los curas. Contiene los documentos más valiosos del archivo de la catedral. Una de las puertas de la fila superior estaba abierta. Le explicaron que alguien había entrado por la noche y se había llevado lo que guardaba, después de forzar la cerradura. —¿Qué contenía? —preguntó Miravall. —No lo sabemos —le respondió Pignatelli. En el índice del archivo no está registrado lo que custodiaba. Sólo aparece la anotación de la fecha de depósito hace trescientos años, en 1475 y la ad54

vertencia de que no debe ser abierto jamás. De hecho, la llave de la puerta nunca ha estado guardada con las otras en el cajón del archivero. —¿Han abierto algún otro armario? —No. El ladrón fue directamente al número 15. —¿Por qué no han llamado al alguacil? —Este asunto requiere la máxima discreción ya que no sabemos aún cómo puede afectar a la Iglesia. Por eso le necesito. —¿Cómo entró y salió el ladrón? —preguntó el monje. —Ese es otro misterio. El sacristán cerró anoche las puertas después de comprobar, como siempre, que no quedaba nadie en la nave ni en ninguna de las capillas. Es difícil que alguien pudiera esconderse sin que él le viera. Esta mañana las puertas seguían cerradas y ha descubierto que una reja clausuraba la entrada de esta habitación. Salió al pasillo e hizo una seña a uno de los sacerdotes. Este cerró la puerta


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del armario número 15 y volvió a abrirla. Una reja cayó con un gran estruendo desde el techo, bloqueando por completo la entrada. Michel de Miravall la sacudió pero no consiguió moverla. Pignatelli accionó un resorte disimulado en la pared exterior y la reja subió, quedando totalmente oculta en el interior del muro superior. —Es la primera vez que la vemos y nos ha costado un buen rato encontrar el mecanismo que la eleva. Aunque haya otro modo de hacerla ascender desde dentro, no hemos encontrado otro para hacerla bajar desde fuera. Por lo tanto, el ladrón tuvo que quedarse encerrado en la sala. Uno de los curas se santiguó y gimió que era cosa del demonio. —Necesito quedarme solo para registrar toda la iglesia —exigió el monje. —Pídame lo que necesite —le dijo el canónigo—. Lo que sea. Pignatelli ordenó a los sacerdotes que cancelaran las misas y que la catedral permaneciese cerrada durante todo el

día. Tras ello, los tres abandonaron la estancia y dejaron solo al cartujo.

IV Michel de Miravall salió de la habitación pisando con fuerza las losas del suelo, como si quisiera que se escuchara su salida, y se escondió detrás de una vitrina de la cercana sala del Archivo desde la que podía vigilar el Armario de Privilegios. Esperó. Tras unos minutos vio cómo una de las puertas de los armarios inferiores se abría lentamente. Una figura menuda, encapuchada y con una pesada bolsa en bandolera sobre una capa que le tapaba completamente, salió y miró cautelosa. Caminando despacio, para no hacer ruido, entró en el Archivo. Pasó delante de la vitrina sin distinguir al monje y avanzó hasta la puerta. En cuanto puso la mano sobre el pomo, Miravall le dio el alto, pero el encapuchado no se detuvo. Abrió y corrió hacia la nave. Le siguió y, a pesar de la penumbra en que se encontraba la cate-

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dral, pudo percibir que había entrado en el coro, situado en el centro de la iglesia. Cuando llegó, había desaparecido. Dio la vuelta al gran atril rectangular en el que descansaban los libros de cantos y descubrió que el ladrón había deslizado uno de los paneles inferiores en los que se apoyaba. Miró y descubrió un pasadizo que bajaba en pendiente. Tenía que haberse colado por esa abertura. Se internó en el corredor, escasamente iluminado por la luz que entraba por el hueco. Se guió por el sonido de los pasos del que huía, pero, pasados unos minutos, dejó de oírlos. Ya no veía nada, lo que le obligó a caminar palpando las paredes del estrecho pasaje para orientarse. De repente, algo se abalanzó sobre él. Cayó sobre la tierra suelta y, alargando un brazo por instinto, agarró la pierna de su atacante antes de que huyera. Este le propinó una patada y se soltó, aunque resbaló y cayó también. Miravall aprovechó para incorporarse, pero el fugitivo, más rápido, se levantó de un salto y echó a correr en la oscuridad. El monje pisó algo que había perdido en su huida y lo recogió. Le siguió hasta que llegó a una pared que cerraba el túnel. ¿Dónde estaba el ladrón? Un leve resplandor captó su atención. Una losa mal encajada tapaba un agujero a ras de suelo. Le dio una patada y, con gran esfuerzo, pasó al otro lado. La luz del exterior se filtraba a través de los orificios de pequeñas celosías abiertas en el techo, obra árabe, sin duda. Vio cómo el hombre torcía por un corredor lateral y corrió tras él. Le alcanzó justo cuando llegaba a una puerta. Mientras la abría le agarró de la capucha que le ocultaba la cabeza, lo 56

que provocó que una melena castaña se desparramara en cascada sobre sus hombros. Se quedó petrificado, incapaz de correr tras la figura que, riendo a carcajadas, subía las escaleras que tenía ante sí. Al llegar a lo más alto, se volvió para lanzarle un beso. Era una mujer. Miró lo que había recogido del suelo, un pañuelo de batista con el nombre «Josefina» finamente bordado. Subió las escaleras y salió al zaguán de una casa de la calle Cuchillería; en el exterior le recibió el graznido de un cuervo.

V De vuelta en la cartuja, Michel de Miravall se encontró con Paco, el pintor que decoraba con frescos las paredes de la iglesia. —¿Sabe lo de los cuervos? —le preguntó el joven mientras le tendía la Gaceta de Zaragoza del día anterior. En la primera plana un dibujo mostraba el templete de la Cruz del Coso, construido en recuerdo de los cristianos martirizados por los romanos, completamente cubierto de pájaros negros. —¿Es eso cierto? —inquirió preocupado. Paco le explicó que desde la tarde anterior los pajarracos habían invadido el monumento. Las gradas, la barandilla de hierro que rodeaba el templo, la cubierta que descansaba sobre las columnas, la cúpula, incluso la bella cruz de piedra perfilada en oro de su interior, todo estaba tomado por los cuervos. Decían que los capitaneaba uno que se había posado sobre la veleta de la cúpula y que desafiaba con sus ojos rojos a todos los que intentaban espantarlos.


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—Ven a buscarme esta noche. Me llevarás hasta ahí —le pidió el monje. Se despidieron. Miravall pasó el resto del día en su celda, preparándose para su misión. Al anochecer, vestido con traje negro y tocado con un sombrero de ala ancha, saltó la tapia del monasterio. Paco le esperaba en su carreta. Subió e hicieron todo el camino en silencio. Traspasaron la Puerta del Ángel y, al llegar frente al hospital, le obligó a parar. —Vete a casa, Paco. No me sigas ni me esperes. Avanzó por el Coso hacia el templete. El cuervo posado sobre la veleta dio la alarma al verle y despertó a los demás, que comenzaron a entonar una siniestra serenata de graznidos. Una figura encapuchada llegó por el otro lado de la calle. Los cuervos se apartaron para dejarle espacio y subió las gradas. Frente a la cruz extrajo lo que transportaba en una bolsa. Michel la reconoció. Era la ladrona de La Seo y lo que acababa de sacar era lo que había estado oculto durante trescientos años en el Armario de Privilegios, en perfecto estado de conservación: la cabeza cercenada de un hombre. Ella la besó en los labios y la cabeza abrió los ojos, que brillaron con un fulgor rojo. Su expresión era terrible y comenzó a gritar en un idioma incomprensible. Los cuervos volaron fuera del monumento mientras la mujer colocaba la cabeza sobre la parte superior de la cruz. Bajó y fue al encuentro de Miravall. —El maestro ha vuelto —le dijo son-

riendo. Los gritos del siniestro engendro se convirtieron en una letanía recitada en una lengua que ningún hombre vivo había escuchado nunca. Las gradas temblaron y se agrietaron. Por las rendijas recién abiertas escaparon unas cenizas de color azul. Tras girar sobre la cabeza, se amontonaron frente a la cruz y fueron tomando, poco a poco, la forma de un hombre descabezado. Michel de Miravall comenzó a pronunciar en voz apenas audible órdenes e invocaciones a la vez que se iba acercando al monumento. Subió las escaleras y lanzó un grito que espantó a los cuervos. Los ojos del monje adquirieron el mismo tono rojo que los del decapitado. Ambos contendientes, cabeza y hombre, se fundieron en una misma mirada, quedando absortos en un trance que los 57


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absorbió fuera del mundo real. Se encontraron en otra dimensión, sin más testigos que los muros de piedra de un salón iluminado por antorchas. Miravall siguió gritando invocaciones a su rival, una sombra con forma humana que lanzó una gran carcajada antes de echarse a correr en dirección a una puerta abierta. Escapó, pero el monje le persiguió a través de pasillos oscuros y escaleras hasta alcanzar la azotea del viejo edificio que los había engullido. Allí, su adversario arrancó el mástil de una bandera cuyo emblema conocía bien el falso cartujo. Llevaba décadas persiguiendo al demonio abominable al que representaba, un ser escurridizo e inalcanzable, responsable de una organización que a base de extorsiones y crímenes estaba acaparando un poder oscuro sin precedentes. Investigando desde la sombra había estado a punto de desenmascarar la verdadera identidad del que se escondía en la cúspide, pero cometió un error. No tenía que haber confiado en aquella mujer… Un ejército de espectros se extendió por todo el mundo con la orden de darle caza. El Vaticano, protector de la familia Miravall, cazadores de espectros desde hacía generaciones, trazó un plan y escondieron a Michel en un pequeño convento de Zaragoza en el que creyeron que no llamaría la atención. Convertido en hermano Miguel, ejercía de centinela, atento a cualquier signo de la presencia del imperio del mal que amenazaba con derribar la autoridad moral de la Iglesia. El hombre fantasmal empuñó el mástil y atacó al monje. Este fue parando los golpes con sus manos, pero la fuerza de su oponente le fue obligando a retroceder hasta el borde del tejado. Una última embestida lo empujó al vacío, pero pudo agarrarse a un canalón del que 58

quedó suspendido. El espectro se acercó sonriendo y levantó su arma para dar el último golpe. Sin embargo, fue él el que cayó hacia adelante y se precipitó al abismo tras ser alcanzado por la embestida del ancla de un barco. Miravall miró hacia arriba. Jamás había visto nada semejante: una gran cesta de mimbre colgada de un enorme globo multicolor flotaba en el aire, que había quedado impregnado de un olor que le resultaba familiar. Unas manos enguantadas izaron la cadena de la que se suspendía el ancla y lanzaron una escala de cuerda por la que él no dudó en trepar. Una vez dentro de la cesta descubrió, asombrado, que quien gobernaba esa nave imposible era la ladrona. Sus carcajadas fueron lo último que oyó antes de perder el conocimiento, adormecido por el intenso perfume de las flores de azahar que tapizaban el fondo de la barquilla.

VI Michel de Miravall despertó. Estaba tendido en la carreta de Paco. —¿Qué hago aquí? —preguntó. El pintor le contó que se había quedado escondido y que había visto todo lo sucedido. La cúpula del templo se había derrumbado tras un horrible alarido del busto espectral, tras lo que él se lanzó bajo los escombros para sacarlo de ahí. —Como comprobé que no estaba usted malherido y que respiraba bien, le dejé para buscar la cabeza. La cogí de los pelos y corrí con ella. Atravesé la muralla por la Puerta Cinegia, seguí corriendo, salí a la calle Cuchillería, pasé por la otra puerta y escuché al ángel que la custodia gritándome que no me detuviera. Seguí y llegué al Puente de Piedra,


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donde las estatuas de los leones me rugieron que siguiera corriendo. Antes de llegar a las últimas arcadas me asomé y la tiré al río. —¿Que has tirado al Ebro la cabeza? —Sí, al pozo de San Lázaro. Al tocar el agua, el río se abrió y se la tragó. No saldrá nunca, se lo aseguro. Yo mismo vi hace años cómo se tragaba un carro de bueyes y nunca se volvió a saber de él, ni de los animales ni del desgraciado que lo conducía. ¿He hecho bien, hermano Miguel? —Sí, Paco, has hecho muy bien. ¿No te hizo nada mientras la llevabas? —No —mintió, pegando contra su cuerpo el brazo izquierdo para que no viera la marca del mordisco—. ¿Quién era? —Mateo Flandro, el primer impresor de Zaragoza. Nadie supo de dónde había venido, pero causó la admiración de las autoridades eclesiásticas con la edición del Manipulus Curatorum, una guía para la formación de los párrocos. Hasta que descubrieron que había insertado en el libro una oración para obrar la resurrección de los muertos y formar un ejército de servidores del diablo. Le apresaron en secreto y le condenaron a morir en la hoguera, pero su cabeza resistió a las llamas; por eso la escondie-

ron. A la vez, ocultaron sus cenizas bajo los cimientos de la Cruz del Coso para que las de los mártires cristianos allí depositadas las vigilaran. Paco se santiguó. —¿Cómo es posible que suceda algo así? —se preguntó el pintor. —El sueño de la razón produce monstruos. Que no se te olvide nunca, Francisco de Goya. ¿Qué ha sido de la chica? —Vino su padre y se llevó a rastras a doña Josefa, que había salido de su trance y daba órdenes a todos los presentes. —¿La conoces? —¡Claro! Toda Zaragoza conoce a doña Josefa Amar y Borbón. Es una mujer rebelde que hace su voluntad, entrando y saliendo de su casa como si fuera un varón. Su padre haría bien en casarla pronto con un hombre que la sujete, pero pobre del que se atreva a intentarlo. Michel de Miravall se recostó en la carreta que le devolvía a su escondite. Estaba muy cansado, demasiado. Esta vez podía haber sido la última si no hubiera sido por ella. ¿Quién era realmente? Sacó un pañuelo bordado de su bolsillo y aspiró el olor a azahar. Sonrió y se quedó dormido.

NOTA DE LA AUTORA Todas las ilustraciones corresponden a los lugares descritos en el relato. La Puerta del Ángel y la Cruz del Coso, así como el edificio original del hospital Nuestra Señora de Gracia (ubicado en el solar que ocupa actualmente el Banco de España), fueron destruidos por el ejército francés durante la Guerra de la Independencia. Patricia Richmond (España) 59


El Callejón de las Once Esquinas

Crónica apócrifa de un afrancesado

Los espiritistas (Continuación)

Plinio

el Bizco

Se quedaron allí para contar con detalle todos estos sucesos... UN CUERPO DE EJÉRCITO francés engendrado por las monarquías europeas tras las guerras napoleónicas, al que bautizaron como el de los «Cien mil hijos de San Luis», alcanzó Zaragoza en 1823. Estas tropas elegidas para restaurar el antiguo régimen en la península se adentraron por el valle del Ebro igual que siglos antes lo hiciera Carlomagno. A su paso, las libertades conseguidas con el Pronunciamiento de Riego involucionaron de nuevo hasta el absolutismo. Cuando llegó la fuerza de ocupación a los extramuros de la ciudad, anochecía y los mandos ordenaron finalizar la marcha para montar las tiendas en el «Campo del Toro». La tropa más veterana que participó en la conquista de aquellos parajes en la década anterior lo recordaba como el lugar donde se libró una cruenta batalla, 60

muchos durmieron atropelladamente, vivaqueando entre sueños alucinados, visitados por las ánimas de los caídos que surgían de las trincheras abandonadas. Al amanecer, los soldados más bisoños quedaron sobrecogidos al avistar todo el olivar talado sobre el fondo de una ciudad difusa, plegada sobre sus torres sobresalientes entre un caserío abatido como un trofeo de caza, comprendiendo que aquellos «baturros» lo habían sacrificado todo al dios de la guerra. Después de un desayuno de campaña, parte de las tropas formaron para desfilar y se pusieron en marcha bordeando el perímetro amurallado, o más bien, los jirones de ladrillo que aún se sostenían en el tapial. Entraron en el municipio por la Puerta del Carmen, que es lo más parecido a un arco del triunfo


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castizo picado por las viruelas de la guerra. El duque de Angulema, sobrino inútil de Luis XVIII, encabezaba el desfile, seguido por los fusileros a los que aclamaban las mismas gentes que quince años antes, durante los famosos «Sitios» les hicieran quebrantar por su mera supervivencia todas las leyes humanitarias. Eran cosas de la política y el púlpito. «Los conquistadores imperiales», «los libertinos desalmados», se habían convertido en «los ángeles custodios» del rey que iban a liberar, tan felón como deseado, el Borbón Fernando VII que los aguardaba mordiéndose las uñas en Cádiz, según se decía, prisionero de los doceañistas y los fracmasones. Un cicerone local, sobre las ancas de un burro escuálido, los guio por la calle del Juego de la Pelota evitándoles que presenciaran la triste imagen de las ruinas de Santa Engracia, un antiguo monasterio que volaron los zapadores antes de su retirada del Primer Sitio y que todavía se erguía a duras penas como una oquedad fantasma sostenida milagrosamente por los nervios amputados de las bóvedas, apareciendo directamente, la cabeza de la formación, por el amplio boulevard conocido como el «Salón de Santa Engracia». Cons-

truido por Suchet durante su escaso gobierno en la ciudad para emular a la Rue Rivoli de París, en compensación seguramente a modo de futuro ensanche, de toda la destrucción causada a la urbe milenaria que un día fue conocida como «la Harta», por la cantidad de joyas arquitectónicas que guardaba. Al llegar a la plaza de la Constitución, el regimiento siguió desfilando entre túmulos derruidos como los de «San Francisco», el convento que empleó Palafox como cuartel general en el Primer Sitio y el «Hospital de Nuestra Señora de Gracia», destruido el cuatro de agosto en un atroz bombardeo que duró días y dejó deambulando por las calles a la mayor parte de su población demente. Los destacamentos viraban ordenados por la calle de San Gil avanzando recelosos de que no se estrellara contra sus cabezas alguna maceta, los más veteranos recordaban el día que una columna guiada por un comandante inexperto confundió esa calle internándose por la de Cinejia, siendo masacrados sin piedad desde los balcones. Se dirigieron al Pilar, donde les esperaban las autoridades locales para confraternizar con una misa solemne. El alcalde, Vicente del Campo, aguardaba junto a su séquito ante lo 61


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que quedaba de la Diputación del Reino, convertida, finalizando el Segundo Sitio, en una sombra emborronada hecha carboncillo tras su terrible incendio. Tras presentarse los protocolarios respetos, el duque hizo sacar de un cofre que traían en un carro de intendencia, como gesto de concordia, los pendones y estandartes apresados a los valerosos defensores el día de la rendición. Los cronistas de la ciudad, Faustino Casamayor y Agustín Alcaide, se quedaron allí para contar con detalle todos estos sucesos. Benjamín García, vago redomado con tendencia a la chapuza, colaborador de la Gaceta, juzgó que ya había visto bastante para una reseña en el diario cuando vio pasar a los últimos granaderos alejarse por el Coso. Tenía un encargo pendiente, entrevistar a una mujer que hubiese destacado por su valor en los Sitios; el director del diario «un carlista amante de la patria», como él mismo se definía a menudo, se lo había encargado con la pretensión de que no quedara en el olvido el arrojo de esta población heroica ahora tan fácilmente rendida ante el brillo de los uniformes. La elección para Benjamín no fue fácil, él que era como vulgarmente se decía un «afrancesado», puesto que fue secretario del Conde Aranda en Francia y después se enroló en la expedición a Egipto con las águilas napoleónicas en busca de quién sabe qué gloria. Pensó en Agustina, la heroína más laureada, pero esta ya no vivía en Zaragoza. La condesa de Bureta, también destacada por su fervor y humanidad, había muerto, como María Lostal. María Agustín la más joven heroína estaba desaparecida. Manuela Sancho era otra de las amazonas más bravas e insignes, pero, a ciencia cierta, le intimidaba 62

demasiado su bigote, así que eligió a Casta Álvarez, que había sido condecorada con la medalla al mérito por el propio Palafox e incluso Fernando VII le concedió una pensión de cuatro reales diarios por su valentía el día que se dignó visitar las ruinas gloriosas de aquella ciudad que lo había dado todo para que pudiera aposentar sus descansadas posaderas sobre el trono. Casta Álvarez, según había averiguado, parece ser que después de la guerra se marchó a vivir a Cabañas de Ebro, un pueblecito de la ribera donde se casó con un hombre maduro que la dejó viuda a los pocos días y desde entonces la evitaban por bruja. La diligencia para esa localidad se tomaba en la calle de San Blas, pero antes pensó en pasar por la Posada de las Almas, donde se alojaba, para coger un tentempié y alguna lectura que le amenizara las dos horas de trayecto que le esperaban. Al pasar por el Coso, frente al arco de San Roque, vio cómo le saludaba un tendero que estaba en la puerta de su tienda de comestibles; era Esteban, uno de los hermanos Vidal; Juan, el más joven, murió en la guerra. Se conocían desde hacía tiempo, así que Benjamín entró a saludarle, este le ofreció un porrón de cariñena y le contó algo que hasta entonces nunca le había dicho. Sabía que Juan, su hermano, murió en el Segundo Sitio de un balazo en la frente; lo que Benjamín no sabía era que el disparo vino de la retaguardia. Esteban, el tendero, se lo confesó cuando este le dijo que iba a entrevistarse con Casta Álvarez, una de las heroínas. —Igualico que mi hermano el día de su muerte, que quedó con Pilarín y ya no volvió. —¿Con quién? —preguntó Benjamín. —«Pilarín Escarlata» la llaman por-


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que pasó tarde la escarlatina y su piel se le quedó roja como si fuera un cangrejo —respondió el tendero. Después le contó lo que sabía, ante la cara de desconcierto de Benjamín. —Mi hermano Juan llevaba un diario «no oficial» de los Sitios, lo comenzó cuando empezó la insurrección contra las autoridades. Allí contaba cómo la población se alzó contra el gobernador Guillelmi porque se negó a entregarles armas para declarar la guerra al francés y cómo lo encerraron a este en el castillo de la Aljafería. Después describía el horror y la persecución que sufrieron los que no deseaban que la paz fuera perturbada y de cómo se ejecutaba sumariamente en las plazas públicas a cualquier sospechoso de ser afrancesado o mero simpatizante. —Yo mismo estuve a punto de ser ahorcado, pero esa es otra historia —le interrumpió Benjamín. Esteban Vidal asintió y continuó hablando: —También contó la llegada de Palafox a Zaragoza huido de los franceses y de cómo se escondió en La Alfranca, la

finca de sus primos, los marqueses de Ayerbe. En las páginas sucesivas hablaba del «Tío Jorge» al frente de sus escopeteros, encabezando la marcha hasta Pastriz para cogerle por la casaca de brigadier a Palafox y convertirlo nada menos que en Capitán General. Por lo que investigó, este vecino del Arrabal fue un misterio; se decía labrador, pero nunca se pudo constatar que así fuese. En ningún registro de propiedades rústicas apareció su nombre, pudiendo ser un simple aparcero sin nada que perder en aquella guerra. Lo único cierto es que era todo voluntad, mi hermano lo describió caminando con un brío marcial al tiempo que lanzaba terribles ventosidades con las que marcaba el paso alzando coordinadas sus grandes manazas de ogro enfurecido. Fue el personaje que más influyó en el general después del padre Boggiero, que siempre contó con la ventaja de poder aconsejar a Palafox por haber sido su preceptor en el colegio. Seguramente, de no haber sido por la funesta influencia de estos personajes y de otros como ellos, la ciudad no habría sido diezmada y destruida co-

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mo lo fue. En el diario, mi hermano cuestionaba la valentía del supuesto héroe que no dejaba de ser un oficial del estado mayor, de esos que no han disparado en su vida un fusil ni saben reconocer en el relieve dónde se debe dar batalla. —Eso del cuestionado coraje de Palafox no es la primera vez que lo oigo —afirmó Benjamín, interesado por lo que le estaba contando. —Son hechos contados de puntillas en las crónicas —continuó el tendero—. Cada vez que la ciudad estaba a punto de caer, Palafox la abandonaba supuestamente en busca de refuerzos; el caso es que siempre regresaba al cabo de unos días cuando había pasado ya el peligro. Esto sólo lo pudo hacer en el Primer Sitio, en el que el cerco a la ciudad no fue completo; durante el Segundo nadie pudo salir ni entrar y además enfermó de tifus por lo que lo pasó convaleciente en la cama. Benjamín comprendió lo que este diario pudo incomodar a sus paisanos. En estas tierras de Aragón había dos temas tabú históricos: uno, la cuestionada «gallardía» de Alfonso el Batallador y su desapego a doña Urraca y el otro, el «heroísmo» de Palafox, el generalísimo. —Así es como fue recopilando datos y anécdotas sobre la guerra y los supuestos héroes que nos condujeron al desastre —siguió contándole Esteban—. Hablaba del padre Sas, ese sacerdote integrista, presbítero de San Pablo que sembró el desconcierto en un enemigo que veía una sotana reencarnarse en uno de los jinetes del Apocalipsis. Los frailes, con el rostro oculto por sus capuchas, y las mujeres con grandes moños y mantones floridos también producían cierto estupor en las unidades de combate, sobre todo a los valones y polacos, 64

que eran fervientes católicos y no podían creer que estuvieran luchando contra monjes, curas y guerrilleras. Por esto se le ocurrió a mi hermano entrevistar a alguno de estos personajes obstinados en seguir combatiendo. Así es como un día quedó con Pilarín Escarlata, anónima heroína, nacida en Barrioverde, que se distinguió en la famosa jornada del cuatro de agosto, el día en que Verdier pudo conquistar la plaza. Benjamín lo recordó, lo había conocido en Egipto siendo uno de los generales favoritos de Napoleón; después de su fracaso en Zaragoza cayó para el «sire» en desgracia. —El cuatro de agosto, después de un bombardeo de tres días seguidos con obuses de todos los calibres, las tropas francesas asaltaron la ciudad convertida aparentemente en un inmenso sepulcro y se dividieron en tres batallones. Uno por el Carmen y la calle Azoque, donde destacaron Sas, Casta Álvarez y la Condesa de Bureta, al poder sorprenderles por su retaguardia cuando comenzaron a dispersarse entregados al pillaje. Otro por Santa Engracia; después de asaltar las tapias de la Torre del Pino y alcanzar las Piedras del Coso, fueron a tomar la calle de San Gil para llegar al corazón de la ciudad, pero el oficial que los guiaba tomó la calle de Cinejia y desembocaron en el «Tubo», un dédalo de callejas donde fueron masacrados desde las esquinas y balcones. El otro batallón asaltó el monasterio de Santa Engracia y se hizo fuerte en el jardín botánico para, después de vencer la resistencia del palacio de Fuentes, internarse por el Coso Bajo hasta que en la Puerta de Valencia los rodearon y diezmaron. La que dirigió esta acción fue la tal Pilarín que subió un cañón de 24 libras desde la Puerta del Sol por la


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cuesta de la Trinidad y, tras dejar atrás la universidad, los atacaron haciéndoles retroceder, dispersándose las compañías por las calles de los alrededores, como San Lorenzo y Estudios… Otros tantos huyeron por Palomar y la calle del Hospitalico de Huérfanos perseguidos por Pilarín y sus huestes, donde muchos desaparecieron porque se arrojaron a un gran pozo que había entre estas dos calles, presos de la desesperación al verse cercados por una «mañica» tan feroz al frente de semejante turba asesina. Esta hazaña nunca se le reconoció a Pilarín Escarlata, como todos la llamaban, porque el día que se presentó Palafox para conocer los hechos esta le reprochó en público que hubiese huido como siempre que la cosa se ponía fea. Por esto, la acción se la apuntaron al capitán que custodiaba la Puerta del Sol y era el responsable de la batería. Mi hermano conoció los hechos porque los presenció, pero quiso hablar con ella y que esta le diera su versión. Después de entrevistarla, la campana de la Torre Nueva tocó de nuevo alarma de asalto y fue

cuando una bala proveniente de las ruinas del seminario alcanzó su frente. »Pasados los días y cuando el dolor quiso mitigarse —continuó Esteban—, una vez que pude enterrar a mi hermano de la mejor forma que me permitieron las circunstancias, fui a su casa a recoger sus pertenencias, encontrándome con todo patas arriba y por supuesto ni rastro del diario. Las autoridades me dijeron que se habían librado combates despiadados en aquel barrio, luchando casa por casa en muchas manzanas, pero no les creí, no había butrones abiertos en los muros entre viviendas, ni pequeños agujeros en las paredes de las habitaciones, como en los lugares que se combatía de esta manera… Benjamín, al que cada vez le daba más pereza tener que ponerse de viaje para entrevistarse con Casta Álvarez, tuvo una idea sin saber muy bien si podría ser calificada de brillante. Buscaría a la tal Pilarín Escarlata… Continuará...

Plinio el Bizco (España) 65


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Vidas

Esperanza

Tirado

A ambas... ADMIRANDO EL TORREÓN desde el exterior se sintió llena de sol. Los girasoles se giraban para ella al brillante azul del día. Esa era la señal. Todo saldría bien. Pero en el primer balcón sintió la primera patada. Ansias de salir. Antes de tiempo. Tenía prisa. No estamos preparadas aún. Tranquila, despacio, no corras, tendrás todo el tiempo del mundo. Respiró, cargándose de la energía que desprendía el invernadero. El sol, de nuevo, la templaba. A ambas. Su pequeña volvía a latir calmada. Sonrió. Y su sonrisa se amplió con la de su interior. Por un capricho del destino, de Dios, o de algún poder superior al que no supo ponerle nombre entonces, las curvas de su vida la llevaron por caminos confusos. Casi a descarrilar. El cuento de hadas se convirtió en pesadilla. En un laberinto interminable de preguntas sin respuesta. De lágrimas. De noches sin sueño. De salidas en falso. De rodeos buscando la senda correcta. Y es que su supuesto príncipe azul, un hombre de mirada recta y limpia, se volvió gris, asustándose ante las curvas crecientes y perfectas de su cuerpo. Y, convertido en cobarde dragón alado, huyó separando sus caminos. Entonces sintió que llevaba una carga que no podría soportar. Sola. Lejos de todos los que conocía y la conocían. No llegarían a saber del regalo que venía. Porque esa vida que traía era un regalo. Ahora lo sabía. La historia volvería a ser perfecta. Tras secarse todas las lágrimas y volver el sueño y la calma a sus noches en blanco. La vida la esperaba entre las curvas de ese pequeño cuerpo que pugnaba por salir entre girasoles de luz. Los gorjeos en clave de sol de pájaros volando quietos entre coloridas cristaleras aplaudieron la llegada de la nueva realidad. Sus vidas recorrían una complicada curva que, por fin, se completaba. Esperanza Tirado Jiménez (España) 66


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Sabes contar historias Héctor Daniel

Olivera Campos

Prisión del condado de Erie, Buffalo, estado de Nueva York, 1894.

Come, se aparea y escucha relatos...

LOS GUARDAS contemplaban la escena que se desarrollaba en el patio del penal con una mirada entre curiosa y divertida; por tercer día consecutivo, un nutrido grupo de internos se arremolinaban apostados junto al muro norte del recinto. El primer día en que se produjo la aglomeración, los carceleros se llevaron un buen susto; pensaron que se preparaba un motín y acudieron en tropel profiriendo gritos y blandiendo las defensas, para encontrarse con algo desconcertante y aparentemente inofensivo, algo para lo que no habían sido entrenados. Tras la sorpresa inicial, pasaron a informar del acontecimiento a Mortimer, el jefe de los guardas, quien dictaminó que aquella actividad no era

antirreglamentaria, así que no había por qué disolverla, lo cual no significaba que le gustase. Con celo profesional el jefe recomendó a sus chicos que se mantuvieran alerta. Hasta entonces, los presos habían ocupado el patio de una manera predeterminada, separados los unos de los otros por el color de su piel, la procedencia o por adscripciones más sutiles, como era la lealtad a una pandilla u otra. Sin embargo, todo aquel status quo había sido demolido; prisioneros que únicamente se habrían cruzado para apuñalarse se encontraban hombro con hombro formando parte del corrillo que se había formado alrededor del nuevo; aquel hombre joven de facciones varoniles, pero agradables, y 67


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andares de navegante: Jack, el marinero. —¿Qué cuenta ahora? —preguntó Mortimer a Krausnick, uno de los presos de confianza que desempeñaba las labores de chivato. —Nos contaba cómo abandonó el ejército de desocupados del general Nelly y se hizo hobo. —¿Hobo? —Así se les llama a los vagabundos que recorren el país a bordo de los trenes de mercancías. —¡Ah! Uno de esos. —Nos explicaba cómo se salta de la cubierta de un vagón a otro con el convoy en marcha. El guarda desconfiaba, demasiado mundo y demasiada vida para un muchacho de tan solo dieciocho años: —No puede ser, todo eso se lo inventa. —Yo le creo. Lleva un diario. Un vagabundo con diario, aquello sí que era bueno. ¿Qué diantre iba a consignar? ¿Hoy es martes y he robado una gallina? Con un gesto de su mano, el carcelero despidió al soplón. Krausnick regresó al corro con ademanes impacientes, ansioso, casi malhu68

morado, con los modos de aquel a quien le interrumpen en mitad de una actividad placentera. Jack seguía adelante con el relato: Cuando un vagabundo se ha colocado debajo y el tren se pone en marcha, el personal ferroviario ya no tiene ninguna posibilidad de echarlo antes de que el tren se detenga. El vagabundo que yace bajo el chasis del vagón cómodamente, rodeado por las cuatro ruedas, ha podido tomarle el pelo al personal, o al menos, así lo cree, hasta que un día viaja en una línea mala. Una línea mala es aquella en que no hace mucho los vagabundos mataron a golpes a uno o más empleados. Que Dios se apiade del que es atrapado en una de estas líneas, porque lo pescarán cuando el tren vaya a sesenta millas por hora. Es entonces cuando el guardafrenos coge un eje y una cuerda y va hasta la plataforma del vagón de delante de aquel donde se halla el polizón. Ata el eje a la cuerda y la lanza. El eje golpea las traviesas que hay entre las vías, rebota contra el suelo del vagón y vuelve a golpear las traviesas. El guardafrenos afloja y estira la cuerda, ahora hacia una banda de la vía, ahora hacia la otra, la deja ir,


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la vuelve a recoger, de manera que su arma tenga ocasión de golpear por todas partes. Cada golpe del eje danzante es capaz de ocasionar la muerte y, a una velocidad de sesenta millas por hora, resuena como un auténtico latigazo mortal. Al día siguiente, alguien encuentra los restos de un indigente y una línea de un diario local informa sobre un desconocido, que presumiblemente bebido, se había quedado dormido sobre la vía del tren.

Repiqueteó la campana y todos supieron que se había acabado la hora del patio. Distribuidos por galerías, los hombres comenzaron a formar las filas. Desde la cola correspondiente a la quinta galería, el sueco Johansson se dirigió a Jack, en un tono que tenía más de orden que de súplica: —Chico, mañana debes contarnos otra historia. Al regresar a su celda, Jack experimentó nuevamente la desazón de sentirse como un animal enjaulado. La primera sensación que le asaltó fue una bofetada de pestilencia, el fuerte hedor a excrementos que emanaba del oxidado cubo de hierro. Todo era repugnante en aquel maldito lugar; el catre duro, la áspera manta por la que correteaban las chinches, las paredes sucias repletas de garabatos obscenos y frases desesperadas... Y por si todo aquello no fuera lo bastante desolador, el cielo que se veía a través de la ventana enrejada era tan insolentemente azul como el que podía contemplar cualquier hombre libre a través de la ventana de su confortable hogar; un detalle que parecía querer subrayar, en un doloroso contrapunto, la condena que penaba. Burton llegó a la celda un minuto después que Jack, le saludó con un gruñido —una cicatriz en el labio supe-

rior le impedía vocalizar correctamente, así que procuraba ahorrar palabras—, se tumbó en la cama, se dio media vuelta y se tiró un pedo. Jack se hubiera reído de los modales de su compañero si no fuera porque todo aquello le deprimía. Aún no podía creerse que estuviera preso. Apenas una semana atrás, todo era muy diferente, era un hombre libre que contemplaba absorto las cataratas del Niágara, cuando un policía deseoso de ganarse una recompensa le arrestó por vagabundeo. Jack podría haber huido, pero no lo hizo, comprendió que aquel pobre hombre, aquel mequetrefe embutido en su ridículo uniforme, quería cobrar su prima. Al fin y al cabo, su difunto padre y él mismo habían mantenido, durante un tiempo a la familia de la misma forma, haciendo de ayudantes de policía. Pero, por encima de todo, no se sentía culpable de nada. Antes de que se diera completa cuenta de lo que le estaba pasando, se encontraba atado con otros dieciséis vagabundos, era conducido ante el Juzgado de Guardia, y condenado en el tiempo récord de quince segundos a un mes de prisión por el delito de vagabundear. ¡Un mes! Estaba completamente aturdido. Ese mismo día ingresaba en el penal, le requisaban la ropa y los efectos personales, le rasuraban el cráneo al cero, y le vestían con un uniforme a rayas. Jack se asomó a la ventana y renegó, todavía le faltaban veinte días para salir de allí. En la prisión del condado de Erie, los vagabundos compartían las mismas celdas que los presos peligrosos y los asesinos, y eran sometidos por igual, al mismo orden interno. Trece hombres de confianza —uno de ellos, Krausnick—, como delegados del personal de vigilancia del penal, dominaban y extorsionaban al resto de los quinientos in69


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ternos. Con brutales métodos mafiosos controlaban el tabaco, los paquetes provenientes del exterior, el tráfico clandestino de información y el orden interno de la cárcel. Sólo gracias a la protección de Burton, quien había simpatizado con su joven compañero de celda, y a que los presos se habían embelesado con sus historias, Jack había conseguido librarse, por el momento, de encajar las palizas y las violaciones a que todo novato era sometido. A Jack, el marinero, curtido en mil peleas en sus veladas de borrachera en las tabernas del puerto de San Francisco y en las refriegas con otros ladrones en la época en que asaltaba los bancos de ostras, en donde las navajas y los revólveres no eran elementos extraños cuando de lo que se trataba era de robarle el botín a la competencia; no habría de faltarle el valor para enfrentarse a quienes pretendiesen ultrajarlo. Sin embargo, no se sentía tan fuerte como otras veces, se hallaba recluido y sin escapatoria, acechado por un sistema de violencia organizada que podía caerle encima y destruirle al más mínimo error que cometiese. Había alcanzado el punto más bajo de toda su vida y, por primera vez, sentía miedo. Burton comenzó a roncar. A Jack le parecía increíble la capacidad de su compañero de celda para conciliar el sueño, tan distinto a él, que se había pasado las últimas noches alternando el insomnio con las pesadillas. Si al final iban a por él, ¿qué debía hacer?, ¿qué era lo más inteligente? Burton guardaba un arma blanca en el fondo del cubo en el que defecaban, decía que allí no la buscarían jamás los guardas. ¿Él también debería hacerse con una? ¿Qué otra alternativa quedaba en un sitio como aquel que no fuera someterse a la ley suprema del hampa: pisar a los 70

demás antes de que le pisen a uno? Jack, el orgulloso, ¿se sometería a la sociedad que imperaba en el penal, se volvería maleable y acomodaticio y ejercería una violencia —en contra de todos sus principios— sobre aquellos que fueran más débiles que él?; ¿escogería ser victimario para no ser víctima?; ¿el miedo corrompería su moral? Una cosa estaba clara, les caía bien, y mientras pudiera entretener a aquellos lobos contándoles historias, saldría de aquel penal sin que ni una mota de todas las toneladas de inmundicia que allí se almacenaban le salpicase. Tres años más tarde, estando en Alaska, a donde había acudido como buscador de oro, Jack, desengañado, arruinado y enfermo de escorbuto, influenciado por las lecturas de Darwin y Spencer, se preguntó acerca de cuál sería la ventaja evolutiva que nos proporcionaba el escuchar y contar historias de ficción. Hacía tiempo que había llegado


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a la conclusión de que el hombre era un animal que come, se aparea y escucha relatos; en ese orden de prioridades. Daba igual que se tratase de obras de teatro, novelas, poemas épicos, cuentos infantiles, los sermones del párroco o las historias orales del hechicero a los demás miembros de la tribu desgranadas alrededor del primer fuego; desde que existe el lenguaje, los humanos habían experimentado una misteriosa necesidad de nutrirse de fábulas. ¿En qué nos habían ayudado las historias de ficción? ¿Habían servido para exiliarnos de nosotros mismos y evadirnos de nuestras angustias? ¿Para vivir otras vidas y aprender de ellas? ¿Para identificarnos con los mitos y asignarle a la vida un sentido? ¿Nos habían ayudado a ordenar el caos que nos rodeaba? ¿Habían contribuido a cohesionar al grupo? Quizás, todo se relacionaba con la actividad de soñar. En tanto que animales que sueñan, reelaborábamos nuestra realidad en nuestros propios sueños; mientras dormíamos nos contábamos historias a nosotros mismos. ¿Qué utilidad tenía la imaginación? La selección natural, que había favorecido que el camaleón cambiara de color para camuflarse de sus depredadores, nos había legado a nosotros el profundo peso de la autoconciencia y la enigmática llama del espíritu humano sedienta de combustibles sutiles. Sin embargo, aún faltaban tres años para que se produjeran aquellas reflexiones en la gélida y remota Alaska. En la celda número once de la primera galería del penal del condado de Erie se imponía la ruda y directa lucha por la supervivencia, no había hueco para filosofías. Jack, el marinero, sólo pensaba en acabar sus treinta días de condena sin que le apuñalasen. En aquellos mo-

mentos el joven se acordó de Las mil y una noches y se vio a sí mismo como una versión viril y peculiar del personaje de Scherezade. Sin embargo, al contrario que aquella heroína, a él se le habían terminado las historias que contar. ¿Qué le quedaba por explicar de su vida? Ya les había narrado sus andanzas como ladrón en los bancos de ostras de la bahía de San Francisco; aquella ocasión en que casi muere ahogado al caer al mar en una borrachera y fue rescatado por unos marineros griegos; de cómo le levantó al legendario Frank, el francés —rey de los ladrones de ostras—, a su novia, Mamie, de dieciséis años y, cómo después de vencerle en un duelo, sus colegas saqueadores le nombraron príncipe de los bancos de ostras. También habían escuchado cómo se enroló de marinero en la Sophia Sutherland, una goleta de tres palos; cómo se hizo respetar a puñetazos por los viejos lobos de mar escandinavos que formaban la tripulación; el orgullo que sintió cuando le dejaron al mando del timón y cómo pilotó la nave en medio de un tifón; y las dos semanas que pasó en el puerto de Yokohama. A sus interlocutores les costó una inmensidad comprender que una geisha no era exactamente una puta. Por último, les había referido sus viajes por todo el país y Canadá, como vagabundo. ¿Qué quedaba por desvelar? Jack estaba inquieto, no veía más alternativa que empezar a inventarse historias, pues había agotado el filón de su propia vida. Sabía que en ese empeño lo más importante consistía en no contradecirse, en recubrir con pasión el relato y en cuidar los detalles, que eran los que otorgaban credibilidad a la narración. Por fortuna, había leído mucha literatura para su edad; toda la que contenía la biblioteca pública de Oakland. En su 71


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infancia leía a todas horas; en la cama, en la mesa, camino de la escuela y en el patio del colegio cuando los demás niños jugaban. Pero, sobre todo, acudían en su ayuda las experiencias acumuladas en sus vivencias como trotamundos. Para poder conseguir un plato de comida, una noche bajo techo o una muda de calcetines limpios, Jack se había visto obligado a explicar historias que pasasen por auténticas con las que despertar la compasión de los extraños. El joven descubrió que cuando alguien, impelido por la fuerza inexorable que únicamente produce el hambre, se encuentra ante la puerta de una cocina, descubre el talento para parecer convincente y sincero. Durante sus vagabundeos se había aprovechado de la buena fe de las personas inventándose lacrimógenas historias que encogían los corazones. A su madre la había matado centenares de veces, o la había vuelto ciega en no menos ocasiones, por no hablar del resto de las desgracias que había derramado sobre sus demás parientes, muchos de ellos inventados. Había perfeccionado y pulido su técnica, se había convertido en un artista de la mentira. Junto al muro norte del patio, nuevamente se había formado el silencioso remolino; Jack hablaba: Nunca conocí a mi verdadero padre, William Henry Chaney, filósofo espiritista, astrólogo y predicador ambulante; se hacía llamar «profesor». Mi madre, Flora Wellman, procedía de una familia burguesa de comerciantes de Ohio. Como hija mayor, creció muy protegida, con mucha literatura y clases de piano. Un día, mi madre discutió con mis abuelos y huyó de la casa paterna. Durante un tiempo se estuvo ganando la vida más o menos digna72

mente impartiendo clases de piano, hasta que conoció al «profesor» Chaney, veinte años mayor que ella, y, por primera vez, se enamoró. Vivieron dos años juntos en una pequeña pensión de San Francisco. Cuando mi madre se quedó embarazada de mí, mi padre le exigió que abortarse; al negarse mi madre, la abandonó. Mi madre, desesperada, decidió acabar con su vida, se tomó una sobredosis de opio y al ver que no se moría, se descerrajó un tiro en la sien; los vecinos al oír el disparo acudieron y pudieron salvarla, a ella y a mí, que anidaba todavía en su vientre.

—¡Que me aspen! ¿Eso es cierto? —preguntó Fredy, el estafador. —Se lo puedes preguntar a mi madre, que todavía vive. El San Francisco Chronicle publicó la noticia. Fredy volvió a guardar silencio, de hecho, todos lo hacían. Arreciaba el frío, y como los pantalones del uniforme carecían de bolsillos, los presos del corrillo calentaban sus manos colocándolas entre las axilas. El silencio se adensaba. Como se suele decir, pasó un ángel. Comenzaron a caer con timidez, danzando en el aire, diminutos copos de nieve. Un sentimiento general de melancolía parecía embargar a los presos. Quizás pensasen que lo improbable, casi lo imposible, a veces sucede, como la milagrosa salvación de Jack. ¿Por qué la esperanza no habría de visitarlos? ¿Por qué no podrían volver a ser hombres libres y vivir con dignidad? ¿Quién sabe lo que está escrito? Contagiado por aquella sensación colectiva que nadie se atrevía a nombrar, Jack contempló a su público: Fredy, el estafador; Krausnick, el matón; Johansson, el asesino; Francis, cuyo único delito era ser homosexual, y Burton, su huraño compañero de celda y atracador a mano armada, conforman-


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do el primer círculo, destacando entre los otros reos que aguzaban el oído tratando de seguir sus aventuras. Allí estaban representados el fango y la inmundicia de la sociedad, la basura que se esconde debajo de esa alfombra que es el presidio, lo peor de cada barrio, los perdedores, los miserables, una humanidad que parecía emerger de una pesadilla. Y, sin embargo, mientras escuchaban historias eran iguales que cualquier otro hombre que pacientemente atiende a un narrador. Les habían tratado como a bestias, les habían reducido a la condición de tales, pero en ese indescriptible momento parecían recuperar la dignidad perdida. Jack se emocionó, a su memoria acudieron los versos de Emma Lazarus grabados en bronce en el pedestal de la estatua de la libertad:

y asomarse por ella —remachó Francis, una persona que durante todo el tiempo que llevaba en el penal tan sólo había cosechado violaciones y ataques por su condición de afeminado y que, ahora, participaba en algo parecido a la camaradería en torno a los cuentos de Jack. Sonó tan divertida y espontánea la afirmación hecha por Francis, que todos estallaron en una carcajada, siendo Francis el que con más fuerza carcajeaba porque, consciente o no de ello, por primera vez se reían con él y no de él. Desde el otro extremo del patio, los guardas asistieron a la algarabía con desconfianza y preocupación, varios de ellos echaron mano a la porra. Todavía riéndose, Krausnick dijo: —Chico, sabes contar historias. Aquella noche Jack London soñó que sería escritor.

¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas! Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades. ¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!

—¡Maldito bastardo! —rompió el silencio Krausnick, cariñosamente—. Y pensar que te tenemos aquí, contándonos historias. —¡Guapo! Escucharte es como abrir una ventana en los muros de la prisión

Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 73


El Callejón de las Once Esquinas

Recriminaciones M. Carme

Marí

Solían tocar el cielo con los pies... La situación de la pareja ya era difícil antes. Él le pedía el divorcio pero ella se negaba porque a su entender el matrimonio era algo indisoluble, una andadura que una vez iniciada no se podía abandonar, y además quería dar a su pequeño una familia completa, no dos mitades. Después del accidente la convivencia se ha vuelto insostenible. En el patio de la casa parece que el tiempo se ha detenido. Allí sigue roto el columpio más alto, sin poder desentrañar nadie el motivo, y huérfano de risas el más chico. Madre e hijo solían tocar el cielo con los pies casi a diario, mientras el padre los miraba desde la ventana. En cambio ahora... Ahora de la pareja solo quedan dos almas en pena. La madre se recrimina constantemente: «¿Por qué tenía que probar el asiento para mayores justo ese día?», y se repite una y otra vez que debería haber sido ella la que saltara por los aires el día fatídico, la que acabara postrada en una cama por los años venideros. El padre se recrimina constantemente: «¿Por qué tenía que probar el asiento para mayores justo ese día?», y aprieta en su mano, hasta hacerse heridas lacerantes, la tuerca que le falta al columpio.

M.Carme Marí (España) Blog: PetitesHistories.wordpress.com 74


Número 10

Im puta das

María Belén

Mateos

Era su mantra cada noche... PRUDEN cada noche rezaba el rosario. Había heredado de su abuela unas cuentas de nácar engarzadas por una tradición que le dolía en cada vuelta de un padrenuestro y un avemaría. Era incapaz de separar esa sarta de costumbres con la vida que ahora llevaba. Se desvestía de pudor cada atardecer, se cubría las vergüenzas, que diría su madre, con una minifalda desprovista de puntillas y un liguero rojo despojado de honor y bendición. 75


El Callejón de las Once Esquinas

Se echaba a la calle cuando la luz de las farolas alumbraba de nítida provocación un amanecer que no existía, cuando un cliente, ebrio de ginebra, se le acercaba pidiendo unos favores que no afloraban en su evangelio. Su concha era una perla para ser desvirgada una y otra vez, para perder el valor en lo absurdo de su montura, para vibrar en una vocal que le dolía en cada uno de sus hilos de silencio. —Puta, eres puta —era su mantra cada noche, era su círculo muerto de dignidad. Su padre se marchó en el segundo trimestre de gestación. Se fue para trabajar en el campo cuando las primeras lluvias brotaron, dijo que las colmaría de atenciones, frutos y manjares, que el sudor de su frente secaría la sed de sus bocas. Pero esa devoción terminó tres meses después, justo en el momento en el que el llanto de Prudencia despertó a la vida. Él se enredó con otra lengua, en otro nombre de mujer, plantando su raíz en otro cuerpo y quedándose para amamantarlo. Las monjas se hicieron cargo de las dos. Habitaron en el convento durante toda la infancia de Pruden. Cada mañana se ataviaban con los cantos a maitines y laudes, se arropaban entre la casta harina de un bizcocho, entre el desayuno de silencio y el testamento de la cena, entre el recreo y la celda asignada. Respiraron la humedad de la tierra, la exudación de sus cuerpos,

la clausura de su sexo, la consagración a la muerte en vida. Un otoño sin tiempo concibieron su huida sin orar al alba. Lo demás ya no importa. Hoy la primavera viste de flores la lápida de su madre y ella reflexiona sobre su vida, rezando para que su padre padezca, de manera perpetua, cada una de las agujas que clava en las sábanas que adornan el dosel corrompido de cualquier cama.

María Belén Mateos Galán (España)

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Un rezo a la vida Antonio Diego

Araújo Gutiérrez

Un bostezo de ventanas con los ojos secos... DAMIÁN QUIJANO nació la mañana del once de enero de 1930, poco antes de que cantara el gallo, en la aldea de Villaolvido. Siendo aún bebé, no tardó mucho tiempo en tener nueve años. A esa edad su estatura bastaba para llevar el cayado y conducir al monte el rebaño de ovejas que su madre, una mujer hecha de la misma madera que el travesaño que repisaba la chimenea del hogar, heredó de su difunto abuelo. El abuelo era labriego incansable, ganadero ocasional y un asiduo feligrés de la parroquia pagana, una tasca recogida cuyo pórtico presidía la explanada de la

plaza principal. A la iglesia, sin embargo, apenas acudía: la cita anual para bajar de procesión a la Virgen, y poco más. Mientras pastaba el rebaño, desde un pequeño risco en las afueras, Damián ponía nombres a los tejados de la aldea, a sus barros resecos de tonos desiguales y chimeneas blancas: el tejado de los molineros, el tejado de los pajaritos... daba igual que el sol impusiera su ley sobre las casas de la loma y el sembrado, o que la luna ocultara el color pardo de los caminos y el rubio de las cosechas: él ponía los nombres sobre los tejados. 77


El Callejón de las Once Esquinas

Un día grisáceo de otro invierno, el cielo descargó una lluvia seca, de nubes en los huesos, que caló profundamente en la tierra y en su ropa. Fue a la casa a cambiarse, se puso un traje de adulto y marchó a la gran urbe. Aquella lluvia limpió las calles de la aldea, arrastró sus historias de corrillos en camino a algún hacer, la hojarasca seca y los cantos rodados que no encontraron piedra a que aferrarse. Se llevó también las huellas de esparto, las voces que asomaban por el ventanuco de las puertas. La lluvia, pertinaz en su caída, perfilaba la nueva orografía del paisaje, más desnudo cada vez, como un belén cuyas piezas van desapareciendo, gastadas por el uso. Llegó el momento en que, por aquellas callejuelas húmedas, también resbalaban los inviernos. Algunos años después de que cesara

el diluvio, Damián regresó. Las casas estaban calladas como cajas de piedra; un bostezo de ventanas con los ojos secos contemplaba el movimiento de las moscas; la puerta de la iglesia seguía abierta de par en par, para que fueran a misa los difuntos del pequeño cementerio que aún alberga a su vera; los álamos dormían en los flancos del cauce seco, silbando cantos húmedos de alegres lavanderas, y las ruinas del molino, con su estampa arañada, se perdían detrás de los matorrales altos crecidos en el paso. Al caer de la tarde se acercó por la tasca, la parroquia pagana que preside la explanada de la plaza del silencio. Creyó escuchar, quizás lo imaginó, voces de labriegos, de pastores encerrando el día entre chatos de vino y pronósticos del tiempo, como susurros de aire, como si rezaran a la vida.

Relato finalista I Certamen de relatos sobre la despoblación organizado por ViSiONA (Diputación de Huesca) y el Club de escritura Fuentetaja) (2019)

Antonio Diego Araújo Gutiérrez (España) Blog: relatosintrascendentes.blogspot.com 78


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El elegido

Será en este siglo cuando el Elegido venga...

Esparvero

La profecía del Bosque

Proyecto «Grandes insectos del bosque de Irati», CSIC. #Recolector #113. Cuaderno de trabajo del día 23 jun. 2033.

Resultados: avistamientos, 108; capturas, 12; nuevas adquisiciones, 0. El trabajo se acaba. Los últimos días han transcurrido sin novedades. Ayer, casi al anochecer, cuando volvía a la base a recargar mis baterías, en el límite del bosque se produjeron un avistamiento y una captura. El ejemplar no estaba entre los tipos clasificables. No era, pues, un insecto y lo liberé sin daños. Volví hacia el punto de carga todavía con luz. #Recolector #113. Cierre de cuaderno. Bosque de Irati, 23 jun. 2033. 79


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Estaba preparando el informe para la compañía. Debía demostrar que mi trabajo para el cliente era bueno y que mi autoformación avanzaba, pero, tras releerlo, decidí no entregarlo. Este iba a ser el informe: Día 2033/06/23. Informe para el Área de Programación. He registrado en el log del cliente una captura errónea y liberada. La realidad ha sido más complicada. Sobrepasa mis atribuciones de decisión con mi actual programación y solicito que se realicen los cambios necesarios en la estructura de la base de conocimiento.

Regresaba al punto de carga escaso de energía. Los días eran muy largos y aquel lo había sido especialmente. Había avistado un espécimen nuevo al final del día. Más grande que una mantis, parecía una libélula por su doble par de alas. Me acerqué a comprobarlo, pero un lagarto se abalanzó y capturó al insecto. Con pena, iba a abandonarlo al implacable juego de la vida, comer y ser comido, cuando algo increíble ocurrió: —¡Suéltame, bicho asqueroso! ¡Socorro, auxilio! Ni lo pensé. Capturé al lagarto y, a la fuerza, le abrí la boca. Una especie de personita diminuta se removía apresada por sus dientes y la desenganché con cuidado. Algo de líquido verde parecía su sangre. Las alitas estaban rotas. Lancé el lagarto a unas matas lejanas y corrió a esconderse. —Gracias, amigo, seas lo que seas, pero estoy malherida, no puedo volar y ese u otro animal vendrán a acabar lo empezado. ¿Qué clasificación debía dar a ese ser? Era orgánico y emitía calor, pero no era un humano ni un robot. Revisé 80

mi base de datos y encontré una coincidencia: un hada, un ente sin existencia real, creado por la fantasía humana. Se decía que eran poseedores de una facultad extraordinaria, la magia, que me ha interesado mucho siempre. —¿Eres un hada? —le pregunté—. ¿De las que tienen magia? —Sí, pero poca y por poco tiempo. Me quedan unas horas y la magia no sirve para una misma. Y seguimos hablando, yo más triste que ella al sentir cómo se iba apagando en mi mano. Me miró de repente con unos ojitos muy vivos y me preguntó si la podía ayudar y guardar algo en secreto. Le conté que no puedo mentir, pero puedo negarme a contestar. A mis programadores, no, pero nunca me obligarían pues estropearían mi formación y ya no serían mis amigos. Y la ayudaría, desde luego. La ayuda consistía en llevarla al corazón del bosque, donde su abuela, un hada curadora, la arreglaría en muy po-


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co tiempo. El secreto consistía en que la existencia del pueblo de las hadas y su entrada no debían ser conocidas más que por gente muy amiga. Prefería morir si no era así. Nos pusimos en camino. Me contó que la llamaban «Silenciosa» porque no paraba de hablar ni dormida. Yo le dije que ahorrase fuerzas, pero ni así. Me preguntó mi nombre. Le respondí que no tenía, pero sí un número de serie y otro de mi versión de programa de I.A. Se enfadó. «¡Un ser inteligente ha de tener nombre! Te llamaré Hojalata». Bueno, soy de titanio pero me gusta. Tenía ganas de tener uno mío. Le pregunté que si era por El mago de Oz y se puso muy contenta de que lo tuviera en mi memoria. Ella también lo había leído. La volví a recostar en mi mano y le recordé que, según me había contado, su abuela podía curar mucho, pero no revivir nada muerto. Me miró con ojitos llenos de lágrimas y me obligó a que la acercase al oído, quería decirme algo muy bajito. —Me estás ayudando y eres mi amigo. Te voy a dar además este otro nombre. Es mucho más bonito y no lo contarás a nadie, pues un mago malo te podría hacer daño con él. Para que sea justo te voy a revelar yo también mi nombre secreto, que no lo sabe ni mi novio. Es Altair, una estrella. No hay más confianza entre amigos que saber sus nombres verdaderos. —Qué hermoso, Altair es la más brillante y bonita de la constelación del Águila. Pronto saldrá por el horizonte. —Pues tú también eres listo —replicó muy contenta—, pero recuerda, nunca más lo dirás ni en voz baja, mi vida depende de ello. Y por fin se durmió, agotada, un buen rato. Se despertó y me indicó el

camino por una zona plana pero con muchos árboles. Sentí que habíamos dado una vuelta y pasábamos por el mismo sitio, lo que confirmó mi GPS interno. —Sí —confirmó— y lo haremos otra vez y otra. Es una entrada muy disimulada, estarás de acuerdo. En efecto, a la tercera vez los árboles se hicieron más altos y el extremo del bosque se extendió muy lejos de los límites; era más ancho el corazón que el bosque entero. Vinieron muchas hadas, dejé a mi amiga en un musgo suave, y trajeron a la abuela, tan viejecita que necesitaba dos ayudantes para poder volar lejos. Me miró un segundo, me sonrió y comenzó con la nieta. En menos tiempo del que cuesta leer esto, su sangre dejó de manar, y pronto sus alitas transparentes vibraron y pudo volar de nuevo y hablar sin parar. —Bueno, nieta, ¿sabes quién es este personaje que te ha traído? —Sí, mi amigo Hojalata. Nos hemos conocido hoy y me parece tan de fiar que le he permitido traerme a casa. —Más de fiar de lo que tú crees. ¿Sabes que ha empleado el resto de su energía en traerte y que ya no podrá volver? En poco tiempo se le acabará y se parará. Será como morirse. Aquí nadie lo encontrará ni lo podrá recargar. —¡Oh, mi amigo! ¿Por qué no me has advertido el precio que ibas a pagar? —Bueno, lo mío no es definitivo, lo tuyo sí que lo era. Ni lo he dudado. —Nieta, ¿no recuerdas?: «Será en este siglo, cuando el Elegido venga...» . —Sí, la canción que cantábamos de niñas. —Para que no la olvidaseis. Es la profecía del bosque. Cada siglo el bosque elige un mago para recoger y usar la magia y cuando acaba su mandato elige al 81


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siguiente Mago del Bosque. El anterior murió antes de hacerlo, pero dejó la profecía para informarnos. Y creo que el nuevo por fin está ya aquí —dijo mirándome. —No puede ser, yo soy un robot, solo sé de magia lo que he leído y lo que he visto hoy. —¿Me mentirías si te hago una pregunta? —No, yo no puedo mentir. —¿Te ha dado mi nieta tu nombre, el de verdad, el que no se dice? —Pues sí y me ha gustado mucho. —Nieta, recita la profecía y dime en qué falla. —Todo parece concordar de una for-

ma extraña, pero repite dos veces que «será en este siglo», y el siglo de la profecía acabó en diciembre. —Me gusta que frecuentes a los humanos, pues siempre se aprende algo. Y has aceptado el calendario humano. Para ellos hoy es el día de San Juan, y la noche es la de las brujas. En el bosque hoy es el fin del año y lo celebraremos a lo grande. El siglo termina también hoy. »Mira a tu amigo, parece brillar de tanta energía que le ha dado el bosque. Ni se ha enterado de que sus baterías están cargadas y le durarán un siglo. »Y qué orgullo, mi nieta es amiga del Mago del Bosque.

Será en este siglo cuando el Elegido venga. Ni muerto ni vivo pero su alma es buena. Su mente sencilla ningún mal alberga. En ella no cabe mentira ni pena. Un hada del Bosque su nombre le entrega. Será en este siglo cuando el Elegido llega.

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Esparvero (España)


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El pequeño Jack

Carolina

Solo mía... RECUERDO SU OLOR, agrio, caliente, como de pan ácimo. Recuerdo su tacto, blando, mullido, como de madeja de lana. No recuerdo sus ojos, ni su boca, ni su cara; solo su tripa, donde me quedaba dormido todas las noches. Ella entraba en la habitación y yo la esperaba despierto, no podía dormir hasta que la sentía cerca y la escuchaba decirme al oído: «Ven aquí, pajarito mío, estás congelado». Yo la observaba desde la cama siempre helada: desnudarse y echar un poco de agua en la palangana, lavarse y secarse después con una toalla de color carbón. Pero el agua no se llevaba su olor y a mí me gustaba porque era el suyo, la mezcla de todos los olores que habían pasado por su cuerpo ese día.

Saavedra

Así fue todas y cada una de las noches de mis primeros diez años de vida. Al menos, de los que tengo constancia. Vivíamos en Whitechapel, uno de los barrios más pobres de Londres; eso lo supe después, cuando salí de allí y conocí otros lugares. Durante mi infancia, mi calle, mi casa y todo lo que me rodeaba me parecía único. Habitábamos la planta baja de un edificio de tres alturas semiderruido. La casera, una mujer gruesa, vieja y constantemente enfadada, nos cobraba más de lo que valía por dos habitaciones llenas de humedades. El alquiler era elevado, pero hacía la vista gorda ante el trabajo de mamá, incluso a veces le recomendaba alguno de los hombres que pasaban por el Ten Bells, pub del que era dueña. 83


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Por la mañana, ella aprovechaba para dormir y yo, cuando me despertaba, intentaba no hacer ruido, me levantaba y me vestía en silencio. Era el momento más feliz del día, cuando era mía. Solo mía. Se marchaba a trabajar cuando empezaba a caer el sol. Mientras fui pequeño me cuidó la vecina de arriba a cambio de algún penique; después, cuando cumplí los siete, me quedaba solo y la esperaba en nuestra habitación, todas las noches. A veces traía los hombres a casa y, si yo me encontraba allí, me mandaba a la calle. Permanecía por los alrededores sin alejarme demasiado, para poder observar por la ventana. La veía desnudarse, pero no como cuando llegaba a nuestro cuarto y la esperaba despierto, no, cuando estaba con ellos se desnudaba entre risas, su cuerpo no se dejaba ver del todo, oculto bajo las manos siempre sucias de un hombre cualquiera. Acababan tumbados en un jergón al lado de la lumbre, desnudos, uno encima del otro. La única prohibición que imponía era la de cruzar la puerta del cuarto donde dormíamos. «Allí no se entra», les decía con firmeza. En aquellos días no sabía por qué mi madre hacía eso, pero me repugnaba verlo. Odiaba a aquellos hombres renegridos. Un día, mientras jugaba en la calle con los muchachos, la vi entrar con un hombre medio cuerpo más alto que ella. La llevaba agarrada por la cintura y ella se dejaba llevar, «ya ha fumado una de esas pipas que la dejan como atontada», pensé. Continué jugando, esa vez no fui a espiar a través de los cristales.

Al cabo del tiempo pude ver al individuo abandonar nuestra casa y corrí contento de saber que mi madre no saldría más esa noche. Entré en la casa y la llamé a gritos, atravesé la puerta de la habitación donde los hombres no podían acceder y allí estaba, sobre la cama, cubierta de sangre. Me asaltó el frío y me metí entre las sabanas, quedé agazapado en su tripa abierta, apoderándome del último calor de su cuerpo. Allí me encontró la vecina a la noche siguiente, cuando acudió a nuestra casa extrañada por no haber visto a mi madre salir a trabajar. Han pasado diez años, cinco meses y cuatro días. Las noches de invierno vuelvo por East End y me tomo una pinta en el viejo Ten Bells. Siguen parando las mismas prostitutas de siempre, con otras caras, otros nombres y diez años más jóvenes que las de entonces. Me gusta verlas dando vueltas por el local lleno de humo cuando el frío es insoportable en la calle. Miran, se insinúan buscando clientes. Cuando el invierno es más crudo abordo a alguna de ellas al irse de retirada, «ya es la hora de dormir», me dicen a veces, pero las persuado a cambio de algunas monedas. Vamos a su casa, donde se lavan delante de mí, en una vieja palangana. Vuelvo a recordar su olor, entre caliente y agrio. Recuerdo su tacto, blando y mullido y escucho sus gritos, mientras las abro en canal. Entonces el calor me invade y el invierno se apaga, y yo paso la noche acurrucado entre las sábanas.

Carolina Saavedra Cupeiro (España) 84


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Reconciliación

Joaquín

Valls

Te preguntarás a qué viene tanto preámbulo... ES MEDIODÍA en Nassau, capital de Bahamas. Rosendo Gómez, dueño de un pequeño negocio turístico, acaba de recibir en su domicilio dos sobres certificados procedentes de Madrid. Cuando ve quién consta en ambos como remitente, se los queda mirando con extrañeza. Los sopesa y termina abriendo el más ligero, que contiene una sola cuartilla manuscrita fechada el 19 de febrero, hace casi un mes. Va a la cocina a prepararse un té. Con la taza en la mano y frunciendo el ceño, se sienta en la butaca del salón y comienza a leer. Querido hijo: Supongo que te sorprenderá volver a tener noticias mías después de tantísimo tiempo. Ya te anticipo que no se trata de ningún sablazo, así que por ese lado puedes estar tranquilo. Te consta que yo para mis cosas he sido siempre una persona reservada, pero hace un par de semanas me sucedió algo que ha cambiado radicalmente el rumbo de mi vida, y siento la imperiosa necesidad de contárselo a alguien. Puesto que amigos no tengo (en eso nada ha cambiado), se me ha ocurrido que, pese a todo el daño que le causé a tu madre —que en paz descanse— y de paso y sin proponérmelo también a ti, si me lo permites podría llamarte por teléfono para explicártelo, y en qué medida considero que puede ser importante para nuestra relación futura. Incluso me haría ilusión a partir de ahora, si a ambos os parece bien, acudir a visitaros de tanto en tanto. Tiempo libre es lo que me sobra. Durante todos estos años y practicando el autoengaño, he querido pensar que no me alejé de vosotros para eludir mis obligaciones como marido y como padre, sino todo lo contrario: por un acto de responsabilidad, para que mi difícil carácter (por llamarlo de alguna manera) no terminara contaminando el vuestro. En fin, quedo a la espera de tus noticias, por el medio que consideres más conveniente. Un gran abrazo. 85


El Callejón de las Once Esquinas

Rosendo deja la cuartilla sobre la mesa y, picado por la curiosidad, abre el segundo sobre, de cuyo interior extrae dos folios escritos a cara y cara y fechados el día siguiente, 20 de febrero. Querido hijo: No he tardado ni veinticuatro horas en echarme atrás de mi intención primera, que te exponía en mi carta de ayer. No sé si será que temo a tu rechazo, o a lo mejor y simplemente, a reencontrarme contigo aunque sea a través del teléfono. El caso es que prefiero relatarte por escrito esos hechos de que te hablaba, para mí tan relevantes, mientras tú y tu esposa podéis meditar con calma y sin sentiros presionados vuestra respuesta a mi propuesta de desplazarme a visitaros. Todo comenzó un martes por la mañana. Después de ducharme, me miré desnudo ante el espejo. Muchos querrían a los setenta y cinco, pensé con satisfacción, mantener el rostro sin una sola arruga. Luego caí en la cuenta de que mi padre, y también mi abuelo, habían tenido el mismo tipo de cutis, más graso que seco (por cierto, que tú lo tienes igual). Me dije también que mi forma física, aunque no pudiese prescindir del bastón por culpa del reuma, no era menos envidiable, incluso pese a haber encogido varios centímetros en relativamente poco tiempo. Al pensar en eso que ahora es una simple anécdota, recordé que en su día fue por un margen de tan solo dos milímetros, que me admitieron en las oposiciones para ingresar en la policía local. Rememoré sobre todo la última prueba, consistente en una entrevista, y cómo expuse entonces, con entusiasmo y sin vacilar, los motivos altruistas que me habían impulsado a presentarme. Lo de la dedicación al servicio público me viene ya de familia. Mi abuelo Rosendo, ya lo sabes, había sido barrendero, y 86

mi padre (tu abuelo Rosendo) cartero. Mi vocación había surgido desde niño, tal y como expliqué con orgullo a los miembros del Tribunal de oposiciones, puntualizando, en mi ingenuidad, que yo no quería ser un policía cualquiera, sino que me consideraba llamado a resolver los casos más complejos. Es como si todavía viera la sonrisa irónica que se dibujó en la cara de todos ellos. En mi primer destino, como era habitual con los novatos, me pusieron a regular el tráfico. Y al cabo de unos meses, por lo bien que se me daba escribir a máquina, me destinaron a un grupo de atestados, en el que permanecí… ¡durante tres largas décadas! Tú, Rosendo, naciste en esa etapa. En mis últimos años de servicio y hasta la jubilación, alterné la vigilancia de zonas de estacionamiento con la de colegios en el horario de entrada y salida de alumnos. No constaba por tanto en mi currículo ni un solo homicidio o atraco a mano armada resuelto, ni otro ascenso que el de agente raso a cabo. Eso me dolía no puedes imaginar cuánto. Desde luego, bastante más que los ataques reumáticos. Te preguntarás a qué viene tanto preámbulo. Creo que ayuda a enmarcar la historia que dio comienzo el martes de que te hablo. Ese día, después de asearme, terminé de preparar la maleta y me dirigí hacia la estación de tren, como hago todos los años por las mismas fechas desde hace diez. Puesto que mi pensión es modesta, disfruto de una subvención de los servicios sociales por un importe de la mitad del precio total. Tras un viaje de trescientos kilómetros llegué a la ciudad desde la cual habría de tomar un microbús que me llevaría hasta Castejón del Cuervo, mi pequeño paraíso situado en una comarca con un paisaje asombroso. Aunque se trata de una zona muy seca, sobre todo en verano, el pueblo se erige junto a una de las la-


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gunas más extensas de la península, un lugar ideal para observar una gran variedad de aves que invernan en ella. Durante dos semanas, allí haría acopio de suficientes reservas de aire puro como para poder sobrevivir el resto del año en mi piso de alquiler en la capital. El vehículo, que esperaba ya en una plazoleta próxima a la estación, exhibía en un lateral el rótulo «Autocares Huerta». Desde el lejano día en que utilicé por vez primera ese servicio, sospecho que el uso del plural está de más: al conductor y propietario, ya octogenario, nunca le he visto al volante de otro autocar que no sea esa antigualla de color crema. Para expedir los billetes, una mujer tan vieja como él se presenta con cinco minutos de antelación a la hora de salida, bajándose un instante antes de que arranquemos. Sin rebasar los sesenta por hora e invadiendo peligrosamente el carril izquierdo de la carretera, aquel día cubrimos el trayecto en una hora exacta. Mientras el microbús, en el que no había otros ocupantes, acometía los últimos kilómetros con la larga palanca del cambio de marchas retemblando, me dije, sintiendo cierto pesar, que aquella modesta empresa de transporte, como la propia fonda en que me alojaría, subsistían gracias a las ayudas públicas, y me pregunté cuánto tiempo más podrían resistir. Al bajarme saludé al conductor y me despedí de él hasta el 17 de febrero, fecha en que tenía previsto regresar. El hombre ni siquiera pareció reparar en mi presencia. Ahora que lo pienso, incluso debe de estar sordo como una tapia ya que no me respondió y ni siquiera giró la cabeza, sino que permaneció mirando al frente a través del sucio parabrisas. Nada más verme desde el interior, la señorita Flora, recepcionista y a su vez directora del establecimiento, salió a la

puerta a recibirme. Simpática de natural, me dio la bienvenida indicándome que en una media hora, si me iba bien, tendría la comida servida en mi mesa (siempre la misma, está situada en un rincón de la sala, ante un ventanal desde el que se divisa el campanario de la iglesia del pueblo). Me informó asimismo de que si no se les presentaba alguien sin previo aviso, hasta el viernes tendría todo el edificio para mí solo. Imagino que empleé mi característico tono cascarrabias al responderle que, si a ellos no les importaba tener que trabajar en exclusiva para mí, a mí tampoco. Apostillé, más en serio que en broma, que como ella bien sabía yo soy lo más parecido a un lobo solitario. Para mi sorpresa, replicó con su encantadora sonrisa que es muy cierto eso que sostiene la sabiduría popular de «Perro ladrador, poco mordedor». Sin que tuviera que preguntarle, dijo luego que para los próximos días anunciaban un brusco descenso de las temperaturas y lluvias dispersas, por lo que debía abrigarme si pretendía dedicarme a mis caminatas y mis expediciones en busca de bichos (ella los llama así, sin distinguir especies). Me indicó finalmente que encontraría la mochila, las botas, el chaleco, los prismáticos y las cajas que contenían el resto del equipo, dentro del armario de su habitación. Confieso que el trato que me dispensa, ya habitual en ella, me conmueve porque denota un inmerecido afecto. Pasando por alto sus atenciones y quizás con las mejillas sonrojadas, le mostré orgulloso mi nueva cámara. Salí a estrenarla la misma tarde a la laguna, ya pertrechado con el instrumental. Esa buena gente tiene la bondad de guardármelo de un año para otro a fin de que no me vea obligado a viajar con él a cuestas. En cuanto a la nueva cámara, que lleva acoplado un potente teleobjetivo, comparada 87


El Callejón de las Once Esquinas

con la anterior ofrece una infinidad de posibilidades, aunque está claro que todavía me llevará un tiempo adaptarme a ella. Mis «capturas» de esa tarde se limitaron a un tejón, un sapo de espuelas y una culebra de collar, además de media docena de aves cuyos nombres te ahorraré porque no te sonarían de nada. No pienses de mí, Rosendo, que soy inmodesto, pero créeme si te digo que conozco aquellos parajes como la palma de mi mano. Y pese a ello, a veces no doy con ningún ejemplar interesante para incluir en mi colección fotográfica. A los dos días de haber llegado, o sea el jueves, me sucedió eso precisamente. Pero en cambio, de regreso a la fonda me apresuré a localizar a Dorita, la vieja camarera, y le dije, dándome pisto, que había avistado un avetoro común, aunque por una décima de segundo no había logrado encuadrarlo. «¿Y no se ha tropezado también con el célebre monstruo de la laguna, que esta temporada todavía nadie ha conseguido fotografiar?», me respondió dedicándome una sonrisa burlona, antes darse media vuelta y dirigirse hacia la cocina. Sus palabras me dejaron paralizado. Me sentí humillado al pensar que aquella mujer sospechaba algo sobre algunos de mis hallazgos, y que tal vez se dedicaba a ir pregonándolo por ahí. El avetoro es un tipo de garza de comportamiento muy huidizo, que raramente se deja ver y que produce una especie de mugido. En todo el tiempo que llevo visitando la laguna aún no he logrado ver ninguna; es una enorme espina que sigo teniendo ahí clavada. En cualquier caso, me avergonzó que aquella buena mujer hubiera descubierto mi inocente trola.

Desde los últimos párrafos Rosendo ha comenzado a sentir un creciente interés por el contenido de la carta. Se 88

pregunta si estará quizás metida en los genes la pasión por la naturaleza. Aunque su padre lo ignore, él y su esposa llevan años dedicados a preservar especies autóctonas y conocen centenares de animales que a buen seguro su padre jamás ha visto, ni siquiera en documentales de la televisión. En ello anda cavilando cuando llega Amelia con varias bolsas de la compra. Desde la puerta de la cocina le dice que va a darse una ducha antes de preparar la comida. Él levanta un instante la cabeza, murmura un saludo y prosigue con la lectura. Tal y como había anunciado la señorita Flora, el viernes por la tarde empezaron a llegar más huéspedes (algunos menos, según pude observar, que la temporada precedente). Tengo asumido que a medida que me voy haciendo viejo mi mala leche va en aumento, y no soy capaz de discernir si soy yo quien huye de la gente o por el contrario es esta quien evita mi presencia. Pero lo cierto es que, en lugar de intentar trabar relación con los recién llegados, prefiero perderme por los alrededores. El domingo madrugué con la idea de emprender una ruta por una sierra que llevaba ya cuatro temporadas sin visitar. Es ahora un lugar perfecto para hacer excursiones al cruzarla diversas rutas de sen-


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derismo entre pinares y trincheras. Antes de salir, había preparado a conciencia la mochila en cuyo interior, según mi costumbre, llevaba unos bocadillos, agua, un botiquín de primeros auxilios, una navaja, una brújula, una gorra, un silbato, una linterna, un espejo y un chubasquero amarillo (el color no es un capricho, ya que resulta muy visible y contrasta, en caso de emergencia, con el verde y con los ocres). El teléfono móvil, en cambio, se quedó sobre la mesilla de noche pues había olvidado cargarlo. A petición de la señorita Flora, un amable vecino del pueblo me acercó con su todoterreno hasta el pie de la sierra. Quedamos en que pasaría a recogerme a las cuatro de la tarde. Después de varias horas caminando, me vi envuelto en una espesa niebla. Al poco rato, en un cruce de caminos encontré un coche estacionado. Posé mi mano en la chapa sobre el motor (como se ve hacer a menudo a los detectives en las películas), y comprobé que estaba fría. Seguí ascendiendo. Al cabo de un rato podía contemplar a mis pies un espectacular mar de nubes. Entonces vi descender por el sendero una pareja de mediana edad. Cuando al llegar a mi altura se detuvieron, observé que la mujer tenía el rostro desencajado y los ojos enrojecidos. El hombre me contó que al igual que otras veces habían salido al amanecer a caminar, y que en un momento dado habían advertido que su hija, de nueve años de edad, no se encontraba con ellos. La habían estado buscando durante largo rato deshaciendo el trayecto recorrido, pero sin ningún resultado. Y como en aquella zona no había cobertura telefónica, todavía no habían podido dar aviso a los servicios de emergencia. Al confirmarme que su coche era aquel que estaba junto al camino, les sugerí que mantuvieran la calma e intentaran llegar

hasta él, y una vez en la carretera ya podrían hacer la llamada incluso desde alguna casa particular. Procurando mostrar determinación, les dije que yo entretanto emprendería la búsqueda por mi cuenta. Les pregunté si podían indicarme más o menos en qué zona habían estado. La mujer, abatida, ni siquiera me prestaba atención. Su marido, que parecía algo más sereno, únicamente acertó a decirme que, como el día se había levantado con niebla, suponía que se habían desorientado y no se atrevía a señalar en una dirección concreta. Agregó, con un hilo de voz, que la niña se llamaba Silvia y que ya desde muy pequeña sentía pánico a la oscuridad. Tras despedirme de ambos, me desvié de inmediato de la ruta prevista y decidí tomar un camino de herradura que discurría por una extensa hondonada. Caminaba tan rápido como podía. Media hora después me detenía, exhausto. En un claro y sentado sobre una gran roca, bebí agua y comí uno de los bocadillos a toda prisa. Luego volví a adentrarme en el bosque. Cada cincuenta pasos exactos, gritaba el nombre de la niña y hacía sonar el silbato. Cuando faltaban unos minutos para las cinco de la tarde y las sombras empezaban a adueñarse de la sierra, escuché el zumbido del motor del helicóptero, que no llegué a ver. Luego volvería a sobrevolarme a gran altura en varias ocasiones más, la última poco antes del crepúsculo. La noche se aproximaba, y por un momento me planteé interrumpir la búsqueda. Pero luego pensé que como estábamos en febrero y con el cielo despejado, para quien tuviera que pasarla a la intemperie aquella iba a ser una noche muy fría. Todavía más para una criatura sola en la montaña sin ropa adecuada ni alimento y, casi con toda probabilidad, paralizada por el pánico. 89


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Eran las dos de la madrugada y yo seguía recorriendo la zona intentando describir círculos progresivamente más amplios. Contaba con la ayuda de la luz de la luna en cuarto creciente, y la de mi potente linterna. De tanto en tanto podía escuchar a los cárabos que, posados sobre las ramas altas de los árboles, marcaban su territorio. En eso que, al llegar al borde de un barranco de paredes escarpadas, y temiendo que la niña hubiera podido despeñarse por él, enfoqué el haz de luz hacia el fondo. Allí, sobre la enorme copa de un pino, yacía ella boca arriba. Con el corazón palpitando a toda velocidad, iluminé su cara. Vi que mantenía los ojos muy abiertos y que no pestañeaba, lo cual me hizo temer lo peor. Pero cuando volví a llamarla por su nombre, de pronto reaccionó: mientras movía un poco ambas piernas, se echó a llorar. Aunque no creo en los milagros, aquello lo parecía: las ramas del árbol habían amortiguado su caída. Desde arriba le lancé el chubasquero para que se cubriera con él. Emocionado por mi hallazgo cuando mi confianza y también mis fuerzas comenzaban a flaquear, no pude contener las lágrimas. Permanecí a su lado hasta el amanecer, sin dejar de hablarle (a ratos se quedaba dormida), hasta que un equipo de rescate logró dar con nosotros. Ya de nuevo en la fonda, ¿sabes lo primero que pensé? (no te rías de mí, te lo ruego). Pues que una vez resuelto mi primer caso «importante», ahora ya me podía jubilar de verdad, o incluso morir si ese era mi destino inmediato. No era la fama lo que me importaba, ni que mis antiguos compañeros tuviesen noticia de aquel suceso a través de la prensa. La deuda que tenía contraída y que, con el paso de los años, se había ido haciendo más y más gravosa, era en buena parte conmigo

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mismo. También con tu madre, es cierto. Pero sobre todo contigo, que tuviste que crecer como si padre no tuvieras. De ahí que, tras mucho dudar, me haya decidido a contártelo por si ello pudiera servir para que te sientas, por fin, orgulloso de mí. Y ya de paso, recapacites y decidas perdonarme. Un gran abrazo.

Rosendo ha terminado de leer la carta cuando Amelia se le aproxima por detrás, se sienta sobre sus rodillas y le pregunta, intrigada: —¿Algo importante? —Mi padre. Después de tantos años ha reaparecido, y de qué manera. —A veces pienso, Rosendo, que pese a las cosas que me has ido contando sobre él, me gustaría conocerlo. Las personas cambiamos y nadie es perfecto. —Quizás no sea una mala idea. Ya lo dice el refrán: «Nunca es tarde si la dicha es buena». Joaquín Valls Arnau (España)


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Gris, como el cemento

Isabel

Pedrero Me acerqué a la pared... VI DESAPARECER a aquel hombre en la sombra de cartel proyectada en la pared. Me quedé mirándola fijamente. Me costaba enfocar y, para ser sincera, no tenía muy claros los límites de la realidad en ese momento. Levanté la mirada hacia el cartel rojo y amarillo del restaurante chino. Su dragón parpadeaba de forma insistente y me pareció que movía una garra, señalando al lugar donde había desaparecido aquel hombre. Intenté levantarme del suelo. Lo conseguí a la tercera. Esa noche me había

pasado con el bourbon y había acabado en aquel callejón del barrio chino, vomitando hasta el desayuno del día anterior. Me senté en el suelo, apoyando la cabeza contra la pared, con la esperanza de que el frío de la helada nocturna me terminase de despejar antes de volver a casa. Entonces lo vi. Aquel hombre pasó por mi lado corriendo mientras miraba por encima de su hombro. Se detuvo un segundo frente a la pared, dio un paso hacia la sombra del cartel que se formaba entre parpadeos y desapareció sin más, como si se lo hubiera traga91


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do la tierra. Me acerqué a la pared, no sin esfuerzo. Me costaba caminar en línea recta y parecía que mis pies se enredaban entre sí. Alargué la mano y toqué la pared. Estaba áspera y sucia. Era una pared, nada más. Volví la vista hacia el cartel y juraría que el dragón me guiñó un ojo. Esta vez, el parpadeo duró un poco más y sentí que perdía el apoyo de la mano. Caí. No fue una caída fuerte, ni durante mucho tiempo, pero caí al otro lado, a un lugar que no existe. Caí dentro de la pared, en la profundidad de aquella sombra, y mientras caía creí escuchar la risa enlatada de aquel dragón del cartel. El vértigo de aquella caída revolvió mis entrañas, evaporando los restos del alcohol que quedaba en mi organismo y sentí que lo veía todo con una claridad asombrosa incluso con aquella luz. Pero no servía de nada. Me di la vuelta y comprobé, con horror, que la pared por la que entré había desaparecido. A mi alrededor solo había cemento y sombras a lo largo de un camino gris y estrecho como una grieta. A lo lejos, pude reconocer al hombre que había pasado a mi lado. Le seguí. ¿Qué más podía hacer? Caminé tras aquel hombre como una polilla sigue a la luz: centrada, con la mirada fija y sin perder de vista a mi objetivo. Sentía que era mi salvación. Al fin y al cabo, era la única persona que había por allí y parecía que sabía hacia dónde se dirigía. En un momento dado, aquel hombre giró en una esquina que parecía que no existía. Fue como si, al dar un paso a la izquierda, hubiera desaparecido por completo. Corrí desesperada con el pánico palpitándome en los oídos. No podía perder a mi guía. 92

Al llegar a la altura a la que el hombre había girado, vi otro pequeño dragón dibujado en la pared que parecía sonreírme. No sé qué me llevó a dar un paso directamente hacia aquella pared que parecía demasiado sólida. Quizás el hecho de sentirme atrapada o de dejarme llevar por la locura. Fuera como fuese, cerré los ojos, aguanté la respiración, apreté los dientes preparada para el impacto contra el cemento y di un paso al frente con decisión. Esa vez no caí. El murmullo creció en mis oídos poco a poco, como si alguien estuviera subiendo el volumen despacio. Abrí los ojos y comprobé que me encontraba en medio de un mercado. El bullicio de los puestos, el olor a especias y la cantinela de los vendedores me trajeron recuerdos a la memoria que nunca había vivido. Eran recuerdos de otros mundos, de otra vida. Recuerdos felices que no necesitaba empapar en bourbon. Eran los recuerdos de otra persona. —Bienvenida, Maraví. Es fantástico que hayas vuelto —dijo una voz risueña a mi lado. El ser que me había hablado me miraba con cuatro ojos amables y una enorme sonrisa de tres filas de dientes. Por extraño que parezca, respiré aliviada. Sabía que aquel ser no me haría ningún daño. Es más, tenía la certeza de que en ningún lugar estaría tan a salvo como allí. Le devolví la sonrisa. A punto estuve de decirle que mi nombre era Charlotte, pero no lo hice. Me sentí cómoda con el nombre que me había dado. —No me recuerdas, ¿verdad? —Negué con la cabeza—. Es normal, los hombres te llevaron hace eones. Es imposible que recuerdes nada. Ni siquiera tú. Pero no importa, ya lo harás.


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Vamos. Me cogió la mano y el tacto áspero de su piel me recordó a las caricias de mi madre, aquella a la que nunca conocí. El olor de un puesto de comida me envolvió como una manta, y sentí que las lágrimas se me anudaban en la garganta. Me solté de la mano de aquel ser y me encaminé hacia allí sin dudarlo. La troll, cuya piel grisácea parecía hecha del mismo cemento del camino que me había llevado hasta allí, me ofreció un cuenco de aquel guiso con una cálida sonrisa. Sus ojos refulgieron con el fuego antiguo que corría por sus entrañas al mirarme. No necesité probar aquella comida para saber que sería la más deliciosa del mundo. —Mamá —recordé. Y sentí ese mismo fuego calentándome el alma y mi piel convirtiéndose en cemento.

Isabel Pedrero (España)

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Recuerda que intenté gritar Aitziber

Conesa

Por ahí ya no hay nada... LLEGO A VALOSCURO a las cuatro de la tarde. Es un pueblo silencioso, de tejados verdes y paredes de piedra gris. Calmo y recio. Más o menos lo que esperaba. La puerta de la casa de huéspedes cierra tras de mí con un chasquido y descanso mi escaso equipaje a mi lado. Miro el reloj sobre el mostrador de recepción. Cuatro y media. En este momento cumplo dos meses de viaje. Dos meses visitando los lugares que vieron mis padres en vida, en los que nacieron y vivieron. Aquellos que me ocultaron 94

siempre. La dueña de la casa me recibe, hosca, poco acostumbrada a alquilar sus habitaciones. El precio que me impone por la pensión completa es ridículo, pero acepto igualmente y firmo el libro de recepción. Ella me informa aburrida de las horas de las comidas mientras me tiende mi llave. Al parecer llego tarde para el té, pero harán el favor especial de servírmelo. «Solo por hoy», me aclara. Las pastas que acompañan al té, concentrado y amargo, son demasiado dul-


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ces. Sin embargo he descubierto que tengo un extraño antojo por ese contraste. Me siento como un insecto atraído por un azucarero. Le pido al ama un mapa de la región o un folleto que hable de Iscta. Ella endereza la espalda al instante. El repiqueteo acelerado de sus pasos al alejarse es toda su respuesta. Supongo que tendré que llegar a base de instinto. Decido que saldré a pasear hoy por Valoscuro para planificar mi excursión de mañana. Caminando por el enlosado antiguo del pueblo me siento como si volviera a mi infancia. Salto de losa irregular a losa irregular, sorteando los hierbajos que las levantan sin ningún pudor. Valoscuro es pequeño, y pronto me encuentro saliendo de la cobija de tejados. Lo que veo es fascinante; un campo hermoso, centelleante, iridiscente, como si acabase de llover. Siento que el propio aire aletea. Casi creo ver cómo cada minúsculo átomo vibra. Oigo cómo zumba. En un ligero trance, siguiendo el zumbido, encuentro un camino en desuso, casi borrado ya por la maleza. Planto mis pies en él cuando una voz inesperada me hace saltar. —No quieres ir por ahí. —Es un anciano enjuto. Su cráneo es algo alargado y sus ojos siguen pareciendo grandes e inquisitivos pozos negros, a pesar de las bolsas y pliegues de su piel—. Por ahí ya no hay nada. —¿Pero lo hubo? —¿Qué busca alguien de tu edad en Valoscuro? —pregunta con sospecha. —El pasado —respondo—. Mis padres vivieron en Iscta. El anciano se acerca con paso rápido. —No digas ese nombre. Nunca. ¿Me entiendes? No busques más. No hay nada que ver más allá de Valoscuro —me

amenaza. Se da la vuelta y se aleja corriendo todo lo que su edad le permite. Escucho un zumbido a un lado del camino borrado. No puedo evitar girar la cabeza. Entre la vegetación veo parte de un poste de madera en el que aún hay restos de una vieja pintura, oxidada hace mucho. Aparto la maleza para descubrir el letrero casi borrado. «Iscta», puedo entrever bajo un hervidero de avispas. Contengo un escalofrío y retiro mi mano lentamente. Me aterran. La promesa del dolor en cada pequeño cuerpo negro y amarillo. Vuelvo a la tranquilidad de la casa de huéspedes, presa de la agitación, temblando como si quisiera sacudirme el recuerdo de los insectos que he visto. Me recrimino esta debilidad, pero no puedo contenerme. Tendré que armarme de valor para afrontar la exploración. Pero eso será mañana. Las avispas me persiguen. Sus enormes ojos negros me escrutan. Siento la brisa que levantan sus alas cuando hablan entre ellas mediante zumbidos. Se arremolinan alrededor de mi cama, de pronto gigantescas, de pronto tan pequeñas que pueden entrar por los poros de mi piel. Me toquitean con sus delicadas patas. Oigo el ligero chasquido de sus mandíbulas, deseosas de sorber mi carne… Me despierto sudando. Cada fibra de mi cuerpo duele, se queja de la noche. Me lavo la cara con agua muy fría con la esperanza de borrar los sueños que he tenido. Oigo un ruido y salgo del baño apresuradamente. La habitación está vacía. Veo que alguien ha colado un papel bajo la puerta. Se trata de un viejo periódico que recojo con algo de aprensión. Lo desdoblo con cuidado de no romperlo. Desde la portada, adustos y casi ausentes están mis padres. No de95


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ben de tener más de diez años y se cogen de la mano. Incluso en una fotografía granulada puede verse lo fuerte que es ese agarre. Parece que ese vínculo sea lo único real, lo único que los une al mundo. Misteriosa masacre en la villa de Iscta. Dos niños son los únicos supervivientes.

Eso dice el titular. El artículo es confuso. Lo poco que saco en claro es que Iscta era una pequeña población rural, relativamente aislada y que un día, sin causa aparente, todos sus habitantes aparecieron muertos. Mordidos, despellejados, abiertos de algún modo… no lo sé bien. Todos menos mis padres, a quienes encontraron a medio camino de Valoscuro visiblemente conmocionados. El artículo destaca su mutismo abstraído y que no se soltaron la mano un solo momento. Si alguien quería disuadirme para que me alejara de Iscta, no podía haberse equivocado más. El desayuno se sirve puntualmente. El café es amargo y las tostadas y bollitos demasiado dulces. Con cuidado envuelvo algunas provisiones en una servilleta y me las meto en el bolsillo. He llenado la cantimplora en el baño de mi habitación. Me despido de la dueña de la casa, avisándola de que probablemente no venga a comer. Al salir oigo un chasquido, como el de las mandíbulas de las avispas gigantes de mi sueño, y sé que ha sido ella, reprobándome. Siento una oleada de alivio irracional cuando la puerta se cierra a mi espalda. Cruzo Valoscuro con paso firme. Los lugareños se giran para mirarme, todos ellos de enormes ojos negros que me persiguen hasta el camino a Iscta. Tomo aire y lo contengo al pasar al lado del arbusto que oculta la señal que vi ayer. El avispero debe estar muy cerca. 96

Todo irá bien, me digo. Todo irá bien si mantienes la calma.

Voy perdiendo mi aprensión a cada paso que doy por ese fantasma de camino. El lugar es salvaje, exuberante y cargado de tonos de verde. Tiene ese romanticismo especial que envuelve a los lugares abandonados reclamados por la naturaleza. Huele a misterios, pero también a calma y estabilidad. Se respira la paz de la aceptación de lo inexorable. En resumen, es hermoso. Pierdo la noción del tiempo en el camino. Tanto podría haber caminado diez minutos como diez horas. Pero no me importa. Llego a las ruinas de Iscta con el cuerpo fresco, descansado, recargado. Siento una extraña comodidad andando entre los muros derribados, viendo tejados hundidos y paredes sujetas por hiedras e higueras. Mi pie tropieza con algo frágil, que cede con un chasquido. Bajo la vista y descubro trozos amarillentos que creo serán cerámica. Recojo uno con curiosi-


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dad y me doy cuenta de que es un trozo de hueso, de un cráneo. Entonces me fijo en el suelo. Aquí y allá, entre las raíces y el suelo fértil se ven más huesos. Huesos largos. Curvas costillas. Densas vértebras. Veo un cráneo casi intacto entre las sombras de un rincón. No puedo evitar acercarme y cogerlo. Miro en sus cuencas, esperando que me revele sus secretos. Siento un cosquilleo. Al tiempo, un escarabajo, casi azul de tan negro, emerge de una de las cuencas moviendo las pinzas de sus mandíbulas. Lanzo la calavera lejos en un espasmo, como si una corriente eléctrica hubiera movido mi brazo. En ese momento entiendo que esa calavera era diferente. Que era más clara que los demás huesos que he visto, más nueva. Y sé que la muerte de su propietario está ligada al escarabajo. Los oigo antes de verlos. El rasgueo de miles de patas seguido del brillo de miles de caparazones. Surgen de entre la maleza y bajo la capa de hojas secas. Son una organizada desbandada; un caótico ejército que ruge hambriento. Observo con pavor cómo cubren a un gorrión. Puedo sentir su agonía, rápida y sangrienta cuando lo devoran.

Me giro y corro sin mirar atrás. Los oigo moverse, acercarse. No puedo parar. Corro por mi vida. Noto que el color del cielo cambia. Oscurece, pero en lugar de bañar el mundo de bronce y ocre, el sol proyecta plata y zafiro. Miro atrás. La luz pasa por las alas azules de un escarabajo enorme. Es hermoso y terrible; pavoroso y fascinante. Es un dios, y yo soy un mero insecto. Pero un insecto que confía en huir y ocultarse. Corro más rápido, más lejos, intentando que mis pies golpeen el suelo al ritmo de mi corazón. Tropiezo y me derrumbo. No quiero parar, pero tampoco puedo seguir. Siento la humedad en mi rostro. Sé que son lágrimas aunque no haya pretendido llorar. Mi vida acabará en Iscta, pasto de los escarabajos. Pero eso ya no me atormenta. He luchado. He corrido tanto que he alcanzado la paz. No pasa nada. No siento su peso, sus patas recorriéndome, el chasquido de sus alas. No hay nada. Me levanto. He atravesado Iscta de parte a parte. El pueblo derruido queda detrás, silencioso, muerto. El dios escarabajo se ha ido. Tampoco hay rastro de sus pe-

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queños hijos. Delante sólo hay bosque. Bosque y un pequeño banco de piedra colonizado por líquenes rojos y musgo. Me siento en él y descanso. Abro los ojos al oír un zumbido. Me he puesto en tensión. Suspiro cuando veo que es una libélula. Las libélulas son hermosas, delicadas, etéreas. Las libélulas no me dan miedo. Disfruto mirando su cuerpo verde y azul a la luz del atardecer. Pronto se le une una amiga, y ambas bailan para mí. Dejo pasar el tiempo mientras se congregan más y más hadas-libélula. El espectáculo es incomparable. Siento un pinchazo en el dorso de mi mano. Es un pequeño mordisco. Una de ellas despega llevándose un trocito sanguinolento de piel. Antes de que pueda moverme, todas se posan sobre mí y me muerden una y otra vez. Quiero levantarme, pero no puedo. Muerden y beben el líquido de mis ojos. Quiero gritar. Pero si abro la boca entrarán dentro, me ahogarán. No me atrevo. La tortura es atroz. Muero antes de que mi cuerpo deje de funcionar. Un chillido congelado en mi garganta. Cuando encuentres mi sonriente calavera a las afueras de Iscta, recuerda que quise advertirte. Recuerda que intenté gritar.

Aitziber Conesa Madinabeitia (España) Administradora de la página literaria: danzadeletras.com

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La extraña pareja

Enrique

Angulo ¿Qué sabemos de la muerte?...

Ilustración mujer: Humberto Nieto L. ESTABA ANOCHECIENDO y Robert salió a dar un paseo como acostumbraba hacer cuando el tiempo no era demasiado desapacible. Le gustaban aquellas horas cercanas al crepúsculo y posteriores a él porque ya casi toda la gente estaba en sus casas. Su recorrido era siempre el mismo: atravesaba el par-

que que había frente a su polígono de viviendas, cruzaba un par de avenidas y llegaba a la orilla del río, por la que caminaba hasta que decidía regresar. Solía ir distraído y dándole vueltas siempre a las mismas cuestiones, las cuales no le llevaban a ninguna conclusión que le permitiese mirar, no ya con opti99


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mismo, sino con un poco de tranquilidad un futuro en el que sólo adivinaba monotonía y decadencia física. En esas estaba cuando vio a una mujer subida en el petril de uno de los puentes por los que solía pasar, y le pareció que tenía la intención de tirarse desde él. —¿Qué va a hacer usted? —le gritó, pues aún estaba a unos cuantos metros de ella. La mujer, que miraba impertérrita las aguas del turbulento río que corría bajo sus pies, volvió la cabeza desconcertada y se fijó en aquel desconocido. —No lo haga, es estúpido —volvió a gritar aunque ya sólo le separaban de ella unos veinte metros. —¿Estúpido? ¿Qué puede saber usted? —Es cierto, no sé nada, pero quitarse la vida en sus circunstancias es un grave error sin corrección posible. —¿Y cuáles son mis circunstancias? —Es usted joven y bien parecida y tiene toda una vida por delante. —Pues quizá sea ese el problema. —¿No podría contármelo? —Oiga, déjeme en paz, continúe su paseo y olvídese de que me ha visto. Si sigue molestándome me iré, pero sepa que mi decisión es firme, que nadie podrá impedir que me suicide, si no es hoy, lo haré mañana, y no me importa la forma, de aquí puedo irme a las vías del tren, o subirme a un rascacielos. —Pero yo podría advertir a la policía o a su familia si descubriese quién es. —Eso sí que sería estúpido por su parte. Yo diría que está usted loco, podría decir incluso que me ha acosado. —¿Sabe? Yo también he pensado muchas veces en suicidarme. —¿Y por qué no lo ha hecho? —No lo sé, no me apetecía vivir, pero tampoco morir. ¿Qué sabemos de la 100

muerte? —Lo mismo que de la vida: nada. —Pues quizá fuese por eso. La muerte vendrá sin que la llamemos, no creo que su situación sea tan desesperada como para quitarse la vida. Estoy seguro de que todo se reduce a un conflicto amoroso, usted va a matarse por un cretino que no se merece ni que le deseen los buenos días. Si supiese usted la opinión que tengo ahora de las mujeres que me llevaron por la calle de la amargura. Mire, el amor es una borrachera cuyos efectos tardan mucho en pasarse, y cuando eso ocurre, uno se llama estúpido por haber penado de una manera tan patética por alguien, muchas veces, insustancial o hasta malvado. —No tiene usted razón, quien se emborracha lo hace por voluntad propia, pero nadie se enamora de quien quiere ni cuando quiere, y no todos de quienes nos enamoramos son insustanciales o malvados. —Pues sí y no, porque para enamorarse hay que estar predispuesto a ello, yo conozco a gente que jamás se ha enamorado, o eso creo. —Bueno, me estoy cansando de disquisiciones filosóficas, ¿quiere irse ya? —¿Cómo puede pedirme que después de saber sus intenciones la deje aquí para que usted se quite la vida? —Tendré que irme yo. —La seguiré. —No voy a consentirlo. —¿Qué va a hacer, llamar a un guardia? —Está bien, me voy a arrojar al río. —Yo iré detrás suya. —No sea ridículo. —¿Por qué no? Me he enamorado de usted, y ya no concibo mi vida sin su amor. Ha sido un flechazo. Por cierto, no sé su nombre. Yo me llamo Robert.


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—Esto cada vez es más absurdo, me está tomando el pelo, así que voy a tirarme ahora mismo. —Lo haremos juntos, ya le he dicho que la vida no ha sido nada generosa conmigo, estoy seguro de que he penado mucho más que usted. Sufrí abusos sexuales por parte de mi padre. ¿Lo ha oído? ¿Hay algo más monstruoso que un padre abuse sexualmente de su hijo? Cuando lo supo mi madre creyó que iba a volverse loca. —Por favor, tengo suficiente con lo mío. —Mi hermana murió a los seis años al caerse por la ventana de la casa donde vivíamos, para entonces mi padre ya nos había abandonado, lo cual fue un respiro, mi madre nunca quiso denunciarlo, y quizá esa pena y la de la muerte de mi hermana fueron las causas de que muriese relativamente joven. —Se lo está inventando todo. —Fracasé como pintor, que era el sueño de mi vida. He amado a dos mujeres con un amor total y las dos me rechazaron. —Estupendo, veo que tiene muchas razones para aborrecer la vida, quizá más que yo. —Sí, y lo que más me encoleriza es que desconozco el porqué de todas esas injusticias. ¿Por qué me tuvieron que pasar tantas desgracias que, práctica-

mente, me convirtieron en un ser triste a perpetuidad? ¿Y por qué a unos parece que les cae la dicha llovida del cielo y a otros parece que nos han puesto aquí sólo para que suframos? —Mire, en eso estoy de acuerdo con usted, la Fortuna es la más injusta y burlona de las diosas. —Además, tengo diabetes, hemorroides, asma, hipertensión, síndrome de colon irritable y sufro ataques de ansiedad. —¡Basta! Me está aburriendo, casi me dan ganas de decirle que se merece todo cuanto le ha pasado y le pasa. Yo me voy a suicidar, ya se lo he dicho. Y no estoy dispuesta a contarle las razones, mi hastío hacia la vida es infinito. Usted haga lo que le venga en gana. Dicho aquello, la mujer se dejó caer a plomo desde el puente, Robert hizo lo mismo unos segundos después. Ambos desaparecieron al instante en aquella profunda y líquida turbidez. Pasados unos días, el río arrastraba una hoja de periódico, la cual quedó retenida en una orilla. Un paseante, por curiosidad, la cogió con un palo. Le echó un vistazo. Era una de las páginas de un tabloide. Lo primero que le llamó la atención fue un titular en el que podía leerse: Pareja de amantes se suicida

arrojándose al Támesis. Se desconocen los motivos de su trágica decisión.

Enrique Angulo Moya (España)

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Mundo invisible

Pablo

A nosotros nunca nos asustaron... NADIE EN EL PUEBLO recuerda a Paco, el vampiro, con un aspecto distinto al que tiene en la actualidad. Entre otras cosas, es historiador y médico. Nos cuenta las vivencias de nuestros antepasados, pues fue contemporáneo en vida de algunos, y no muerto, como ahora, en la de otros. También es el bibliotecario municipal; en sus horas libres escribe la historia de Nítida, nuestro pueblo, desde que lo conoce, hará unos novecientos años. La biblioteca también es su casa. La oscuridad y el silencio le dan el sosiego que necesita su cuerpo. Solo come una vez al día y le dejamos un tarro de sangre antes de que cierre. Hoy me ha tocado a mí. Decidimos seguir el orden alfabético de nues102

Núñez

tros apellidos para ver quién le lleva la cena cada día. Gracias a Paco, que es un gourmet excelente, sabemos cuál es nuestro grupo sanguíneo y nos deja una analítica completa junto al tarro vacío. Así hemos descubierto ciertos problemas de salud que él mismo ha corregido a tiempo. Además de Paco, los espíritus de la comarca también se han convertido en nuestros vecinos. Viven en el castillo que corona uno de los montes que nos cobija, a poco más de cinco minutos a pie. Nos han prestado su ayuda cada vez que se la hemos pedido. La primera vez fue cuando en época de cosecha sufrimos una sequía y estuvimos a punto de sacar a san Genaro en procesión para


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ver si atraía la lluvia. Al enterarse, el mismo espíritu del santo vino a decirnos que no era necesario. Nos invitó a contar nuestro problema a sus compañeros del castillo, seguro de que encontrarían una solución. He leído en algunos libros que la gente le tiene terror a los espectros. A nosotros nunca nos asustaron, supongo que porque se le tiene miedo a lo que no se ve, y ellos son nítidamente visibles. Tras escucharnos, nos pidieron un calendario en el que vinieran señalados los días en los que queríamos sol o lluvia. Una vez que lo estudiaron, crearon un microclima a la carta y, desde entonces, no hemos vuelto a mirar el cielo con preocupación. Las visitas del recaudador de impuestos se convirtieron en otro problema. Pasaba a estafarnos los días pares del mes. Nosotros le dábamos mil excusas y nos amenazaba con volver con fuerzas del orden y multas por el retraso de los cobros. No somos gente avara, pero nos negábamos a pagar porque nunca recibíamos nada a cambio, tan solo promesas incumplidas una y otra vez. Curiosamente, no sabíamos si por superstición o desidia, los días impares no se le veía el pelo. Luego nos enteramos de que esos los destinaba a pasar por Bruma, el pueblo de al lado. Volvimos a pedir ayuda a nuestros fantasmas ante el nuevo contratiempo. Convocaron en una reunión a todos los seres del más allá, incluidos Paco y Manuel. Manuel es un hombre lobo, pastor de ovejas, que se ha convertido en vegetariano para no quedarse sin trabajo. Tras exponerles el problema, unieron sus fuerzas y nos dijeron que todo se arreglaría haciendo invisible el pueblo aquellos días en los que pasaba el funcionario. Samuel y Rosa fueron víctimas indi-

rectas de esta solución. Uno vivía en Nítida y la otra en Bruma. Desde el primer día que cruzaron sus miradas, quedaron enredados en un amor incondicional y no pasaba una noche sin que sus cuerpos se entrelazaran en mil aventuras. Sus encuentros quedaron acotados y comenzaron a sentirse perdidos en sus propias vidas. Para evitar tal contrariedad, nos reunimos con el padre Cristóbal, que además de párroco, tiene el poder de manejar el tiempo. Sus campanadas rigen los movimientos de la luna y el sol, que obedecen al sonido del campanario, anunciando el amanecer o el ocaso del día. Le pedimos que retrasara el toque de medianoche hasta que los amantes escaparan al designio de los días pares. Romántico empedernido, accedió encantado y ahora espera a verlos cogidos de la mano antes de anunciar el final del día. Hace unos días nos visitó un hombre con unos aparatos que no habíamos visto nunca. Se presentó como estudioso de manifestaciones paranormales. Secretario del recaudador, se había enterado de nuestras desapariciones, y venía a investigar cómo y por qué se producía tal prodigio, asegurando que no era ningún espía y tan solo le movía el afán por conocer una parte de magia que se dejaba entrever en una vida llena de tedio. Sin tener ninguna respuesta a sus preguntas, pues nunca pensábamos en cómo ocurren las cosas, sino en la suerte de llevar a buen puerto nuestros deseos, lo acompañamos al castillo para satisfacer su curiosidad. Le presentamos a los inquilinos. Fue bien recibido, ya que vio a todos y para ellos aquello era la prueba de que aquel joven tenía un alma noble. «La explicación es muy sencilla», dijo Paco, al que habían elegido como portavoz. «Verá, usted nos ha podido ver y, si 103


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se fija en el calendario, es día par». Nuestro visitante no había caído en este detalle, que lo dejó más que sorprendido. Tras unos minutos de silencio, para que confirmase la fecha en uno de sus artilugios, siguió explicándole que las personas con buenos principios y finales todo lo ven. Lo único que habían hecho ellos era acelerar los acontecimientos que, más temprano que tarde, acabarían por venir. Nuestro pueblo siempre sería visible. El que desaparecía poco a poco, invadido por todas las inquinas que el hombre deja florecer como el odio, la envidia o la codicia, era el resto del mundo, incapaz de soportar el maltrato al que es expuesto.

Felipe, que así se llama el visitante de los aparatos extraños, se quedó para siempre, y tú, que puedes leer cada palabra de esta historia escrita por mí, mas siguiendo lo que tu mente me iba dictando, eres uno de los nuestros. Coge tu maleta y sigue el camino hasta Nítida. Te esperamos. No tiene pérdida porque, sin duda, nos verás.

Pablo Núñez (España)

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El rey leal

Isidro

Moreno

Urdió en solitario un plan de actuación... YA HACE MUCHO TIEMPO, en un pequeño y lejano país, vivió un rey honrado y amante incondicional de su pueblo. Sus gentes lo respetaban y en su fuero interno lo amaban, pues eran conocedores de su bondad y lealtad; sin embargo, una parte de aquella gente de ese pequeño feudo, no deseaban tener rey ni ser súbditos de nadie y en su afán

de distinción y modernidad, imitaban conductas e ideas de países vecinos en los que, a menudo, se promovían revueltas populares contra sus gobernantes y monarcas. El leal rey conocía el sentimiento antimonárquico de su pueblo y para evitar futuras discordias y su enquistado problema, urdió en solitario un plan de actuación. 105


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Se anunció con trompetas, platillos y tambores que el rey daría una gran fiesta para todos en su castillo y con banquete incluido. Llegado el día del evento, gentes de todos los rincones del reino acudieron al convite y gran fiesta del monarca en el castillo real. En el centro del atrio y sobre un escenario entarimado, se erguía una estructura que soportaba un gran pendón con emblemas del pequeño reino. Apareció el rey en escena y tras pedir silencio, mientras se despojaba de su corona y del manto de armiño, dirigió un corto pero emotivo discurso a su amado pueblo. A continuación, entre aplausos, silbidos y gran expectación, se dirigió a la estructura vertical, se arrodilló tras ella, inclinó su cabeza hacia adelante, tiró del extremo de una soga y una pesa-

da cuchilla de hierro oculta tras el pendón cayó para cortar el cuello y seccionar el cuerpo del monarca. Colorín colorado que este cuento no acabó con ese inaudito espectáculo. Se sabe que se comieron las perdices, que la felicidad la siguieron buscando el resto de sus días y que luego llegaron nuevos tiempos, otros monarcas, varias guerras, otras gentes, nuevas modas, revoluciones populares, rodaron cabezas y cuentan que un tal Monsieur Joseph Guillotin, quizás en recuerdo de un antiguo y leal rey, propuso la decapitación ennoblecida con aquel artefacto al que cedería su apellido por los siglos de los siglos, amenizando las más calenturientas mentes y dejando claro que la sangre es roja para todos, pues la azul solo existe en otros cuentos de origen chino y que en otra ocasión les narraré.

Isidro Moreno Carrascosa (España) isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com

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Musas traicioneras Rafael

Domingo JAMÁS PENSÓ que un acto tan poco violento como el de escribir unas líneas en un papel le fuera a suponer un riesgo más allá de hacer, de nuevo, el ridículo. No podía imaginar, allí sentado en su salón, con un portátil y un vaso a su mano izquierda, que lo que surgiría de su mente cansada de hombre sesentón desataría tal cúmulo de inquietudes en su mente y algo más. La idea le brotó de una manera imprevista. Fue hacia las 19 horas, cuando, en Sin saber cómo buena lógica, lo único que hubiera debido ni muy bien por qué... pasar por su mente tenía que haber sido cuál debería ser su frugal cena que, culminada con unas fresas con yogur desnatado y una pizca de azúcar moreno, le condujera, como cada noche desde hacía ya unos años, a ese relax postrero en el que dejarse abrazar, al calor del sofá familiar, preludio de un sueño, en parte inducido por la medicación diaria y ya perpetua, reparador, tranquilo y corto... muy corto. Pero no, sin saber cómo ni muy bien por qué, su mente recibió como un destello, y no se sabe bien qué neurona de su cerebro empezó a enviar estímulos creativos que le impelían a sentarse sin dudarlo ante su ordenador. Sin darle mucha importancia, en un principio, nuestro escritor trató de obviar ese impulso, puesto que en alguna ocasión anterior ya había sentido similares sensaciones y, al final, lo había rechazado sin mayor 107


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problema. Nuestro protagonista siempre quiso ser periodista, tal vez influido por lecturas juveniles, en las que se veía reflejado. Pero hacía un tiempo que había asumido que sus habilidades literarias no daban mucho más de sí que para algún que otro relato corto, sin pretensiones. Sin embargo, en esta ocasión, algo diferente le hacía conceder una atención mental mucho más intensa al deseo de ponerse a escribir. A pesar de que, como hemos dicho, ya no era una persona demasiado confiada en sus propias virtudes literarias, se convenció, ¡vaya usted a saber por qué recóndita razón!, de que podía, tal vez solo esta vez, plasmar en blanco y negro, un relato que pudiera tener alguna opción de poder ser leído con cierto interés por el resto de los mortales. Y se puso a ello. Primero, intentó pensar sobre qué tema sería más interesante desarrollar la trama. Tal vez algo trágico… ¡No!, mejor un argumento dramático pero, a la vez, con tintes de comedia… que fuera ameno al lector a la vez que le mantuviera en tensión. Tras mucho cavilar, cerca de dos horas y varios vasos después, rayando la medianoche y con sus correspondientes viajes al excusado, algo en su interior empezó a flaquear. El original impulso parecía que decrecía: —¡No voy a ser capaz de hacerlo! ¡Todo lo que se me ocurre lo encuentro simple, muy manido! Trató de recordar los argumentos de los relatos de sus conocidos y colegas, todos ellos mucho más versados en el arte de la literatura, buscando, o mejor deseando no hallar en ellos, esa historia mágica, deslumbrante, que deseaba que estuviera allí, esperando ser rescatada por su pluma, en este caso por su tecla108

do de portátil, para maravillar a los lectores. Tenso y nervioso, se acercó a la ventana de ese décimo piso con vistas al paseo marítimo. Eran unas vistas de la noche costera muy relajantes. Allá, a lo lejos, se podía ver el alumbrado parpadeante del puerto deportivo. Un poco más cerca, las luminarias del paseo marítimo, ahora vacío, en el que sus innumerables paseos a diario le confortaban tanto cuando la dichosa migraña le atormentaba. Al poco, sintió que la calma nocturna y la suave brisa marina le volvían a relajar, y decidió intentar de nuevo conectar con esas musas esquivas que se hacían tanto de rogar. En esos esfuerzos estaba cuando, de nuevo de manera imprevista (ciertamente, así había sido su humilde andadura creativa siempre... ya no le sorprendía...), una inspiración se abrió paso en su mente, como una aparición reluciente y cegadora, de la misma manera que la luz del faro que intuía hacia Levante alumbra en los momentos de temporal a los barcos que se aproximan a la bocana: —¡Ya lo tengo!, voy a relatar este proceso de creación literaria en directo, en tercera persona, como si estuviera en la habitación, sentado en ese sillón de orejeras verde tan cómodo, viendo al personaje... con sus..., quiero decir, mis miedos y temores. Como si fuera otra persona, pero siendo yo mismo... ¡Es un estilo de relato atrayente!... Solamente tengo que darle un toque de sinceridad suficiente para que quien lo lea se vea involucrado en el sentimiento de «esa persona» que quiere escribir pero, muy a su pesar, no es capaz de encontrar la idea final de su relato… Ni corto ni perezoso, rebobinó sus últimas horas y se dispuso, desde el mo-


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mento inicial en que le surgió la pulsión relatora, a escribir en esa hoja en blanco que tenía en su pantalla, dando comienzo a algo increíble, que le cambiaría la vida. Sus dedos se deslizaron por las teclas, hilando frases: Jamás pensó que un acto tan poco violento como el de escribir unas líneas en un papel le fuera a suponer un riesgo más allá de hacer, de nuevo, el ridículo. No podía imaginar, allí sentado en su salón, con un portátil y un vaso a su mano izquierda, que lo que surgiría de su mente cansada de hombre sesentón desataría tal cúmulo de inquietudes...

dedos no fueran capaces de teclear otras frases más que las mismas que, en algún momento, en algún lugar, ¡él estaba seguro de haber pensado y escrito ya! Debía de existir una razón para este despropósito. Intentó calmarse. Otro vaso. Dedicó varios minutos a pensar, a intentar recordar, a escudriñar entre sus papeles. Pero nada, las dichosas frases recurrentes no se mostraban dispuestas a revelar su origen. Tras estos intentos infructuosos, decidió que, al fin y al cabo, tampoco era tanto problema tener la convicción de que todo ese relato ya lo había escrito en alguna otra ocasión anterior... ¡qué más daba! Lo importante era conseguir desarrollar la trama hasta un desenlace adecuado. Nadie sabría cómo habían sido imaginadas las palabras. Así, continuó:

Al llegar a este punto de su relato, algo en su interior le hizo detenerse… —Un momento... ¿cómo…? Esto no es posible... estas palabras ya las he utilizado antes... no sé bien cuándo ni dónTenso y nervioso, se acercó a la ventade… Su confusión fue en aumento a medi- na de ese décimo piso con vistas al paseo marítimo... da que avanzaba en el relato: Y se puso a ello. Primero, intentó pensar sobre qué tema sería más interesante desarrollar la trama. Tal vez algo trágico… ¡No!, mejor un argumento dramático pero, a la vez, con tintes de comedia… que fuera ameno al lector a la vez que le mantuviera en tensión.

Notó que entraba en un estado de aturdimiento brutal. Ya serían cerca de las tres de la madrugada. La suave brisa marina había dado paso a una sensación de frío húmedo. Recordó que habían pronosticado borrasca con rachas de viento importantes en la costa. Tuvo que acudir al mueble bar para reponer ese líquido incoloro que lo mantenía alejado de los dolores de cabeza. No era capaz de entender la razón de que sus 109


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Era una noche un tanto calurosa, así que, aunque sufría desde hace un tiempo (tal vez fuera desde aquella tarde en Nueva York...) de ataques de vértigo esporádicos, abrió del todo la cristalera y dejó que el viento con aromas de mar invadiera su alma de escritor impulsivo y con cierta dificultad para distinguir los sueños de la realidad, y aquella ventana con el pasillo que llevaba al excusado…

En su fuero interno notó que las palabras resaltadas en este último párrafo —él juraría no haber activado la tecla correspondiente del teclado— eran diferentes... ¡No recordaba haberlas escrito nunca! Y al tiempo que la gravedad ejercía su trágica influencia, una cierta alegría le inundó la mente, acompañando a los movimientos desmadejados de su cuerpo, mientras que los ecos de la sirena de un barco entrando en el muelle de atraque del puerto rompían el silencio de la noche… ¡Era estupendo!... ¡había logrado su ilusión de escribir un relato! ¡Por fin…! ¡Lo había logrado! Y ese era el final perfecto.

Rafael Domingo Sánchez (España)

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Una urgencia

Luis J.

Goróstegui Nosotros, los humanos... EMMA ABRE LOS OJOS. Amanece. No necesita saber qué hora es; son las 7:15h, siempre se despierta a las 7:15h, su reloj interno es una máquina de precisión. A través de las rendijas de la persiana se descuelgan algunos rayos de sol. Todo está en silencio. Emma escucha cómo se posa una paloma en el alféizar de su ventana y cómo vuelve a

alzar el vuelo unos segundos después, y sonríe. Hoy ha dormido bien, incluso ha soñado. Emma se levanta, va al baño y hace sus necesidades. Lleva unos días algo estreñida. Diez minutos después se ducha. Al terminar, vuelve a su habitación, abre la ventana y el sol le hace guiñar los ojos. «Sí, hoy hará buen día», se dice a sí misma. Hoy no tiene que ir 111


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al trabajo, es sábado, así que decide salir a correr; es bueno mantener el cuerpo en forma, y se viste con ropa deportiva: un chándal azul y una camiseta blanca; hoy estrenará las zapatillas que se compró el otro día. El pelo se lo recoge en una coleta. Va a la cocina, y, mientras se prepara el desayuno, un yogurt y algo de fruta por eso del estreñimiento, enciende la radio y escucha las noticias: Buenos días, son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Noticias: La Dirección General de Tráfico anuncia que, durante este último año, los accidentes de circulación mortales, en automóviles convencionales, han ascendido a 1.018, un 7% superior al registrado en el año anterior; sin embargo, en los vehículos autónomos, aquellos que pueden ser conducidos sin intervención humana, la cifra vuelve a ser, un año más, cero accidentes, al igual que en los pasados dos años, y eso a pesar de que su parque móvil ha aumentado un 159%. Por ello el gobierno ha anunciado que, de continuar así el próximo año, se tiene previsto poner en marcha un nuevo plan RENOVE, con la pretensión de que, en un plazo máximo de diez años, todo el parque móvil nacional esté únicamente formado por vehículos de conducción robotizada o mixta.

Se escucha una cortina musical.

El telescopio Hawkins ha detectado un nuevo exoplaneta, denominado Hawkins592b, tras la nebulosa Dumbbell. Se trata del planeta con el potencial análogo de la Tierra más cercano de los detectados hasta el momento. Los expertos aseguran que el hallazgo marcará la agenda de la astronomía y la astrobiología de los próximos años.

Se escucha la misma cortina musical de nuevo. 112

El tiempo: hoy alcanzaremos los 26°C y una humedad relativa del aire del 54%. Hará calor. Más noticias a las 9, las 8 en Canarias. Yahora les dejamos con la mejor música…

Pero a Emma no le interesa y apaga la radio. Se termina la fruta, se sujeta un pequeño bolsillo —en él lleva las llaves, algo de dinero y su documentación— atado con una correa elástica en el brazo izquierdo, se pone una gorra y sale a la calle. Su casa está sobre una pequeña colina, cerca de un parque, y hacia allí comienza a correr despacio, para entrar en calor. A esa hora el barrio está casi desierto, salvo algunas pocas personas que, como ella, han decidido salir a hacer deporte. Mientras corre, Emma observa entretenida a un perro que persigue la pelota que le ha tirado su dueño y a algunas mariposas que revolotean entre las flores, pero no se fija en los escalones que bajan la colina… Quince minutos después un aerotaxi llega a la puerta del hospital y de él sale, por su propio pie, Emma, que entra en Urgencias con el brazo derecho en cabestrillo. Entrega su tarjeta de la Seguridad Social a la administrativa que le toma sus datos personales y una enfermera le hace sentarse sobre una cama en uno de los boxes. —¿Qué le pasó? —le pregunta el doctor. —Tuve una mala caída por unas escaleras, me distraje viendo revolotear unas mariposas y no vi los escalones; no me dolía y al principio pensé que no era nada, sólo unos rasguños sin importancia en la mano, pero al cabo de un rato no podía levantar el brazo más que hasta aquí —le responde Emma intentando le-


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vantarlo. El doctor la examina y, efectivamente, tiene la mano algo magullada, pero también el hombro algo inflamado, así que le hace un escaneado integral para asegurarse. —Sí, fracturas cerradas múltiples con luxación, pero ambas limpias: en la clavícula y el húmero; y no afectan a ningún sistema esencial, tranquila, tiene fácil solución —le explica el doctor mientras observa la proyección holográfica de la joven—. Bien, necesitaré hacerle un análisis de sangre para conocer los parámetros de su sistema inmunitario, pero será rápido. Cinco minutos después, el médico se va al almacén, elige el modelo más adecuado y regresa a la consulta; con una llave Shunsen le desacopla el brazo derecho, con un ensamblador clónico ajusta los niveles genéticos del recambio a los de su brazo fracturado, para así evitar posibles rechazos, y procede al trasplante. Todo el proceso no le lleva más de veinte minutos.

—Bien, ya está. ¿Lo mueve bien? —le pregunta el médico al finalizar. Y mientras el doctor redacta el informe de alta, Emma hace una serie de movimientos precisos con su brazo, y, tras comprobar que todo está conforme a su protocolo estándar de funcionamiento, le responde afirmativamente y le da las gracias. Tras firmar ambos el informe, Emma sale del hospital con una copia del mismo. Emma ha firmado con su nombre: Emma R. Emma se siente con fuerzas y decide regresar a casa andando, no vive lejos, y por el camino, va releyendo el informe. «¡Menuda letra la del doctor, no hay quien la entienda!», piensa Emma; y es que lo único que se entiende bien es su firma. El doctor ha firmado también con su nombre: Beltrán R. Estando ya casi en casa, Emma entra en un bar; tiene algo de hambre pero no le apetece subir a casa, así que pide un sándwich y un zumo de naranja. El bar tiene encendida la holotelevisión; están poniendo noticias: …que la oposición ha calificado de «maniobra fraudulenta y electoralista» y como «burdo maquillaje estadístico», en medio de un enorme interés por parte de los medios de comunicación allí presentes

—está diciendo el presentador.

La proyección holográfica cambia y aparece el jefe de la oposición rodeado de un mar de micrófonos y cámaras: La decisión que tomó unilateralmente hoy hace un año el Gobierno, de inscribir en la Seguridad Social a todos los robots clase Human que tienen un puesto de tra113


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bajo, sólo puede ser calificada como un burdo maquillaje estadístico con el objetivo de encubrir el incremento cada vez mayor del número de desempleados; se trata, evidentemente, de una maniobra fraudulenta y netamente electoralista que no podemos ni debemos permitir.

—¡Ya estamos otra vez con lo mismo! —exclama uno de los que están en la barra. —¡Sssssh, déjanos oírle! —exclama un hombre de avanzada edad. Es evidente —continúa hablando el político— el inmenso avance que ha tenido la robótica en los últimos decenios, y la clase Human, con su apariencia plenamente humana y su inteligencia artificial que supera en muchos aspectos a la humana, es el más claro exponente, pero eso no nos debe hacer olvidar que las leyes deben estar dirigidas a garantizar, en primer lugar, el bienestar de nosotros, los humanos. Hay quien opina que los clase Human deben ser considerados humanos a todos los efectos, con todos sus derechos reconocidos, inclusive el laboral, y yo me pregunto, les pregunto a todos ustedes, ¿estamos dispuestos a seguir sufriendo los estragos de una crisis económica sin precedentes mientras vemos cómo máquinas con apariencia humana ocupan los puestos de trabajo que deberían ser el sustento nuestro y de nuestros hijos?, ¿realmente vamos a permitir que esas máquinas nos quiten el pan de nuestros hijos?...

—¿Cuánto es? —le pregunta Emma al camarero. —Treinta euros —le contesta este. Y Emma le paga, «¡cómo está de caro todo, treinta euros!», piensa, pero no se sorprende; al fin y al cabo la carestía de la vida es otra consecuencia más de la si114

tuación actual, y se fija en que el camarero, un joven de cabello negro y ojos marrones, de unos veinte años, lleva una tarjeta con su nombre enganchada en la camisa. El joven se llama Alfredo R., con R de Robot. Si no llega a ser por esa tarjeta, Emma no se hubiera percatado de que el camarero también es un robot como ella. Emma es una clase Human de última generación y fue construida hace unos diez años y desde que tiene uso de razón ha escuchado lo mismo: que hay una crisis económica, que el paro entre los humanos alcanza límites insostenibles, que las empresas sólo deberían contratar mano de obra humana y no robots… siempre lo mismo. Y Emma opina que algo no cuadra, porque la crisis no la han causado los robots como ella, de eso está segura, y también de que el motivo debe ser otro, pues cuando ella nació la crisis ya llevaba tiempo existiendo, y, a pesar de que por aquel entonces había muy pocos robots clase Human que ocuparan puestos de trabajo de humanos, el número de desempleados ya era muy elevado. Entonces, ¿por qué la crisis?, se pregunta Emma. Y Emma tiene una teoría: la cosa no es de ahora, viene de lejos, de no haber sabido prever adecuadamente las consecuencias de los actos imprudentes e insensatos de la humanidad; de no haber sabido enderezar el rumbo torcido cuando aún se estaba a tiempo; porque si se hubiera actuado correctamente antes, ahora habría trabajo para todos, humanos y robots, y no se habría llegado a la situación límite actual; porque lo que sucede es que la humanidad lo ha sobreexplotado y el planeta no da más de sí. ¿La solución?, para eso también tiene


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Emma una posible respuesta, aunque no depende de ella, claro; al fin y al cabo sólo es una robot: la solución es colonizar otros mundos, ir a vivir a otros planetas, así disminuiría la sobreexplotación de la Tierra y se saldría de la crisis. Pero, claro, ella sólo es una robot con apariencia humana, sí; con necesidades físicas como los humanos, sí; incluso con capacidad para soñar, sí; pero también sólo una robot sin pasiones ni depresiones como los humanos, sí; sin envidias ni deseos insanos, sí. Sólo una robot, nada más, pero también nada menos.

Y Emma sale a la calle y mira al cielo y respira hondo: sí, la humanidad tiene que salir de la Tierra, irse a otros planetas, expandirse por la galaxia, pero, más que una mera necesidad, ya es toda una urgencia. —Quizá el exoplaneta Hawkins-592b sea una buena opción, si se dan prisa…, sí, si se dan prisa en irse quizá aún estén a tiempo de salvarse… Y si no se van ellos, quizá debamos irnos nosotros —se dice a sí misma, entrando en el portal de su casa.

Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 115


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Cuando ya no queden hombres José A.

García Para eso se construía...

Ilustración de Hugh Ferriss 116

EN SUS MEMORIAS no guardaban recuerdo de por qué, ni por quién, hacían aquello. Tanto tiempo transcurriera desde el inicio de la obra que no quedaba nadie de los que vivieran el día en que la primera roca fue colocada para saberlo. El conocimiento de aquel nimio detalle se perdía en la historia, pero la necesidad de continuar, el impulso, persistía, el movimiento ardía en las venas, en las manos que empuñaban las herramientas que construían y el látigo que instruía. Murieron los padres, pasaron los hijos, vivieron los nietos y, con la cuarta generación, tras muchos avances y dificultades imposibles de evitar, las rocas se acabaron. La primera etapa de la obra estaba terminada, el basamento del futuro descansaba con total firmeza, sobre el apisonado suelo. Más hombres llegaron para comenzar la segunda etapa, y la tercera, la cuarta y la quinta, en clara sucesión, en disminuida proporción pero segura. Cuanto más crecía la obra, de más lejos provenían las rocas, y los hombres con su sangre y sus lenguas nuevas, que se


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entendían sin dificultad, sin intérpretes. Un dios nació, encumbró su poder y cayó en el olvido mientras los hombres continuaban construyendo. Una ciudad creció en torno a la obra, un gran foso y canales de riego. El hombre demostraba su valor no en la antigua y desusada guerra, sino prestando su mano a la tarea que consumía el espíritu de la raza, del pueblo, de la tierra. Cualquier otra actividad perdió sentido, valor y presencia ante el tamaño de una tarea que, a pesar de no hallarse cercana a su fin, se había convertido en el centro de la experiencia humana. El mundo era un yermo desolado que sólo cobraba vida en torno a la obra. Una obra monumental que sobreviviría al hombre, y sólo cesaría cuando el mundo muriera. Pero permanecería allí, como fiel testigo de lo que alguna vez había sido. Para eso se construía, aunque nadie lo dijera en voz alta. Otras familias, con sus padres, hijos

y nietos, llegaron hasta el basamento y contemplaron cómo se incrustaba con violencia entre las nubes. Cada vez más alta, más esbelta, más bella, la obra continuaba creciendo. Los hombres continuaban llegando con sus cargas de rocas y argamasa, con conocimientos que en nada superaban al de sus antepasados, y sus lenguas, con palabras que, negándose a desaparecer, se incorporaban al idioma de la obra. Se forjaron nuevas artes para dejar constancia de la historia de los hombres, desde su surgir entre el fango y el fuego, hasta la culminación de la magna obra. Porque la fe envolvía el alma de los hombres, alejando el oprobio de su pasado y preparándolos para la gloria que verían llegar una vez que la última roca colocada estuviera. Mientras tanto, la obra continuaba creciendo. Podía verse el mar a lo lejos desde su altura, en cualquiera de las direcciones del mundo. 117


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El mar que envolvía la tierra era visible y no dejaría ya de serlo al tiempo que un nuevo tramo de la obra comenzaba a crecer con lentitud. Las rocas llegaban cada vez de más lejos y esporádicamente, además de que la altura dificultaba su acarreo. Así y todo, cada generación del pueblo de los hombres aportaba su roca al crecimiento ilimitado de la obra, porque los fundamentos eran firmes y los milenarios cálculos perfectos. Nada saldría mal de todo aquello. En el futuro, cercano o lejano, un hombre lograría escalar todos los tramos que conducirán al altísimo templo de la cúspide, recitando la historia que veía suceder pintada junto a sus ojos. Colocaría la última roca del mundo en su sitio preferencial, pulida y bella co-

mo todas sus hermanas, dispuestas a continuar para la posteridad, firmes en sus sitios sintiendo la lluvia y el ocasional paso de algún descuidado hombre que osara subir hasta su altura imposible para saludar los quince mil años de esfuerzos del hombre para construir el camino al cielo más alto, el sitio indicado para el descenso de los verdaderos dioses, el zigurat más bello, el único legado de un pueblo, una civilización que se había agotado. El último hombre saludará los confines del mundo, encenderá el fuego consagrado a la divinidad, y se sentará a esperar que antes de que las brasas, que son su vida, su memoria y su saber, se consuman, alguno de entre toda la caterva de dioses, aunque fuera el más inocuo de ellos, se digne a posar los ojos, una vez más, sobre un miembro de la detestable y renegada progenie de los hombres. Pero, para que ese día arribe, debe, primero, completarse la obra, y aún hoy, las rocas fluyen hacia el pueblo que crece a la sombra de la gigantesca montaña construida por el orgullo del hombre.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar

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La marmota Benjamín

Recacha Conocía a los humanos... LA PRADERA ESTABA PRECIOSA, forrada de pasto de un verde brillante salpicado por montones de flores de colores intensos. La primavera se exhibía en todo su esplendor e invitaba a lanzarse a disfrutar de lo que ofrecía. El invierno había sido especialmente duro. En aquellas montañas siempre lo era, pero desde que cayeran las primeras nieves, con el otoño recién empezado, el cielo, tan luminoso durante el verano, había mudado durante meses que se habían hecho eternos a gris amenazante. Afortunadamente, la nieve se había retirado ya a las cumbres, dejando al descubierto el sueño de toda marmota. El animal observaba desde lo alto de la roca bajo la cual se ocultaba uno de los innumerables pasadizos que conducían a su refugio. Allí se había resguardado del invierno, soñando con verdes praderas. Se desperezó una vez más, volvió a mirar a un lado y a otro y, sobre todo, al cielo, temerosa de la presencia de alguna de aquellas odiosas águilas que hacían la vida imposible a las de su especie. Todo estaba tranquilo, y la hierba parecía tan jugosa… La tentación era tan grande que, por un instante, olvidó toda precaución y se lanzó al festín. Inició el descenso de la roca y, cuando ya estaba dejándose acariciar las patas delanteras por el roce de los tallos frescos, un estruendo terri-

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ble le hizo perder el equilibrio. Cayó de espaldas al suelo, pero en menos de un segundo consiguió darse la vuelta y entró como una flecha en su madriguera, chillando desesperada. Hasta pasado un buen rato no se atrevió a volver a asomar el hocico. Pronto percibió un olor extraño y vio una columna de humo negro que ascendía desde el valle. Por supuesto, ella no sabía qué era el humo; nunca antes había presenciado un incendio. Un avión se había estrellado en La Larri y sus restos ardían junto con la hierba de alrededor. Las marmotas no tenían ni idea de que aquellas montañas estaban siendo escenario de una guerra entre humanos. En aquel mes de mayo de 1938 los pobladores de Bielsa y su entorno se defendían de la agresión del fascismo, pero los animales eran ajenos al drama. La marmota, que ya había superado dos inviernos, conocía a los humanos. Estaba acostumbrada a verlos transitar junto a vacas, cabras y ovejas, acompañados por aquellos mamíferos peludos, ruidosos, siempre con la lengua fuera, que tanto importunaban. Pero hasta aquel día nunca se había encontrado con uno tan cerca. Cuando apartó la mirada de la columna de humo para fijarse otra vez en la pradera que se extendía frente a su hogar, volvió a asustarse e instintivamente retrocedió. A unos pocos metros yacía un hombre envuelto en telas y cuerdas. Las marmotas son, sobre todo, prudentes, pero a aquella le podía la curiosidad más que el miedo que aún sentía. Así que un par de minutos después su pequeña cabeza volvía a emerger del interior de la madriguera. El humano estaba inconsciente. Las 120

telas y cuerdas que lo medio envolvían y que se extendían a su alrededor correspondían al paracaídas que le había salvado la vida. Había intentado por todos los medios llegar al aeródromo que la 43 División Republicana estaba acondicionando en el embalse de Pineta, pero los daños causados por la metralla habían acabado derribando el avión, cuando ya estaba tan cerca. El piloto era un tipo intrépido. De haber llevado a buen puerto su gesta, sin duda habría sido considerado un héroe. No era fácil robar un avión en las narices de los malditos fascistas italianos que apoyaban a Franco. Pero él lo había hecho. Lástima que acabara alcanzándolo una ráfaga de las defensas antiaéreas cuando ya creía haber escapado. Había sentido los impactos en el fuselaje, así que lo primero que pensó fue que aquello significaba el fin. Pero no. El avión, uno de aquellos Savoia cuya silueta en el cielo era sinónimo de terror, continuó volando normalmente. Cuando creyó estar a salvo, el piloto sacó la gran bandera republicana que escondía bajo la chaqueta y la colgó del exterior de la ventanilla. Él, un simple miliciano que había aprendido a volar gracias a un manual de aviación, se había infiltrado en el aeródromo de Logroño para robar uno de los diabólicos aparatos de muerte italianos. Todo el mundo hablaría de su hazaña. Haciendo gala de un atrevimiento impropio para su especie, la marmota salió de su refugio y se acercó al humano. Parecía inofensivo. Se acercó un poco más y agudizó su olfato. Y mientras estiraba el cuello, a una distancia muy corta del cuerpo, para captar nuevos aromas, el hombre abrió los ojos y, casi inmediatamente, exclamó: —¡Mi avión!


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La marmota volvió a resbalar, presa del terror, antes de escapar como una flecha hacia el interior de la madriguera. El hombre permaneció tumbado unos segundos más, contemplando las nubes que se desplazaban por el cielo cambiando de forma a gran velocidad. Se fijó en una que tenía un parecido extraordinario con un avión, un Savoia como el que él había expropiado a los facciosos… Llegó entonces a su nariz el olor del humo, se incorporó, giró la cabeza y recordó que había tenido que saltar en paracaídas cuando los motores del aparato dejaron de funcionar. La metralla había acertado en el depósito de combustible, pero él no fue consciente hasta que el avión empezó a carraspear de forma alarmante, hasta enmudecer definitivamente. Sabía que se había quedado muy cerca de su objetivo. Nadie más que él conocía su alocado plan. Se imaginaba aterrizando en Pineta, con la bandera republicana ondeando en el costado del avión y los hombres de L’Esquinazau vitoreándolo desde tierra. Cuando descubrieran que el piloto era el hijo pequeño del Martín, al que creían desaparecido, todo el pueblo lo llevaría en volandas. Pero aquello no pasaría. «Su» avión ardía en La Larri y él tendría que bajar a pie desde La Estiva, resignado a continuar siendo nada más que el zagal del Martín y la Juana. Ya le parecía estar escuchando a su padre reprendiéndole por sus aires de grandeza. «Y mientras tú jugabas a los héroes, tu madre llorando a sus dos hijos». Nunca olvidaría la tarde en que Jesús entró en casa para comunicar a sus padres, incapaz de levantar la vista de la mesa, que Alberto había caído preso.

Todos sabían que aquello era una sentencia de muerte. —Ay, este hijo nuestro… Quién le mandaría hacerse el valiente… Rosa se refugió en un llanto callado mientras su marido acompañaba a Jesús a la puerta, agradeciéndole con un abrazo triste el haber acudido personalmente a darles la mala nueva. Pedro había presenciado la escena junto a sus padres. Sólo hacía unos meses de aquello. Recordaba como si fuera ayer la pena y la rabia que lo inundaron. Aún las sentía. De hecho, fue esa rabia la que lo empujó a hacer algo. No podía quedarse de brazos cruzados, sintiéndose un inútil. Seguramente ya era tarde para salvar a su hermano, pero los malditos fascistas pagarían por ello. Le parecía que sólo habían transcurrido unas horas, pero al mismo tiempo, si pensaba en todo lo vivido desde entonces, las horas se transformaban en siglos. Decidió emprender el resignado camino hacia Bielsa. Era probable que mucho antes de llegar al valle se topara con alguien. Sin duda, los milicianos ya estarían dirigiéndose hacia el origen de la columna de humo. Intentó ponerse en pie, y entonces un dolor agudo en el tobillo derecho lo hizo caer de espaldas. La marmota había asomado de nuevo la cabeza. El humano parecía estar pasándolo mal. Se retorcía de dolor mientras gruñía indescifrables sonidos. En cualquier caso, el rechoncho roedor estaba bastante seguro de que no suponía una amenaza, pues ni siquiera era capaz de aguantarse en pie. Estaba tan hambrienta que no esperó más. Salió de su refugio y empezó a devorar aquella hierba que sabía a gloria sin apartar los ojos del inesperado visitante. 121


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Pedro maldecía su mala suerte. Ni héroe, ni nada. Ni siquiera iba a poder conservar el orgullo. Incapaz de desplazarse, lo encontrarían allí tirado… si es que llegaban a hacerlo antes de que el frío y el hambre acabaran con él. Volvió a incorporarse hasta quedar sentado, se quitó la mochila del paracaídas y buscó una roca cercana en la que apoyar la espalda. Fue entonces cuando descubrió al peludo animal que lo observaba desde unos pocos metros de distancia mientras se alimentaba con aparente despreocupación. La sorpresa de tan inesperado encuentro le hizo olvidar por un momento que probablemente tenía roto un tobillo. —Vaya, tú debes ser esa ardilla gigante de la que hablan los pastores. Pedro no había visto nunca antes una marmota. De hecho, nadie en el Pirineo lo había hecho desde hacía milenios, aunque de vez en cuando algún pastor aseguraba haberse cruzado con un extraño bicho mezcla de ardilla y perro peludo. Humano y roedor se observaban con curiosidad mutua. A Pedro le pareció un animal muy simpático. Era gracioso contemplar cómo devoraba los tallos verdes con tanta fruición. Le sorprendió que tolerara su presencia con naturalidad, aunque cuando empezó a arrastrarse en dirección a la roca más cercana, la marmota se escondió en su madriguera. —No te asustes, que no te voy a ha122

cer nada —le susurró, pero el animal ya no estaba allí. El joven redirigió entonces sus pensamientos al tobillo fracturado. Tenía que hacer algo, así que hizo de tripas corazón y decidió vendárselo con pedazos de la tela del paracaídas. La operación le llevó un buen rato, pues sólo quitarse la bota le hizo ver las estrellas. Tenía el tobillo tan hinchado que parecía un balón de fútbol. Había que vendarlo muy fuerte, pero el simple contacto del tejido con la piel lo hacía rabiar de dolor. Cuando terminó estaba sudando. Se recostó sobre la roca y abrió la otra mochila, la que llevaba colgada del pecho, donde guardaba una cantimplora, un pedazo de pan y un poco de queso. Se dio cuenta entonces de que la marmota había reaparecido y lo observaba con la misma atención que unos minutos antes. Arrancó un trozo de pan y se lo enseñó con el brazo extendido. —¿Quieres?


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El animal no reaccionó. Parecía satisfecho masticando hierba. —Vale. Ya me lo como yo. Una hogaza de pan y un poco de queso curado de oveja. No hay mejor manjar. Lástima que me vaya a durar tan poco. Como tarden mucho en encontrarme, tendré que ponerme a comer hierba, como tú…, si es que sobrevivo al frío de la noche. Miró a los restos del paracaídas y se preguntó si le servirían de abrigo cuando la temperatura bajara por debajo de los cero grados. Volvió a fijarse en la marmota. —Y dime, amiga, ¿cómo has llegado tú hasta aquí? Lo miraba con tanta atención que parecía que de un momento a otro iba a responder, pero no, se limitaba a masticar hierba. —Ya veo que prefieres escuchar. Pedro dio un mordisco al queso, masticó despacio y suspiró antes de continuar hablando. —Pues bien, supongo que no tengo nada mejor que hacer que contarte mi historia… Yo he llegado del cielo —dijo con tono entre irónico y resignado, al tiempo que levantaba la cabeza y señalaba con un dedo hacia arriba. El roedor no dejaba de mirarlo, diríase que esperando a escuchar el resto—. Cuando supe que habían detenido a mi hermano, me uní a las milicias republicanas. Mis padres no lo aprobaban; la maldita guerra ya les había arrebatado a un hijo, mucho más valiente y fuerte que yo, y estaban seguros de que si yo seguía sus pasos tampoco me volverían a ver. Pero no me podía quedar de brazos cruzados. Otros paisanos se habían alistado a los dieciocho, incluso más jóvenes, y yo no quería que nadie pensase que era un cobarde. No lo era, desde luego que no…

Un pinchazo en el tobillo le arrancó una mueca de dolor, que intentó sobrellevar con un trago de agua y otro bocado de queso. —Al tercer día me capturaron. Creí que era el fin. Toda mi determinación nacía de la rabia y el ansia de venganza, sentimientos que se llevan muy mal con la prudencia. Aprendí muy pronto que en la guerra la prudencia es tan importante como la valentía. Podría haber sido demasiado tarde, pero, después de todo, la misma rabia que me había hecho descuidar la atención, fue la que me salvó. Pedro hizo una pausa para observar con mayor detenimiento a su vecina. Le gustaba. —¿Y sólo comes hierba? Decidió comprobarlo lanzándole un trozo de pan. La marmota retrocedió. Ella no iba a descuidar jamás la precaución, pero enseguida volvió a acercarse, levantando el hocico para estudiar el olor que desprendía aquel objeto lanzado por el humano. Por el momento prefirió seguir con la hierba. —Está bien. Ya se lo comerá algún cuervo. Esos no le hacen ascos a nada. El muchacho habría jurado que la marmota asintió con aquella cabeza sin cuello tan graciosa. —Tuve suerte de que el franquista que me capturó era el último del destacamento. Sus compañeros se habían adelantado y no se enteraron de lo que pasó. Yo no pensé en nada de eso, pero fue lo que me dio la oportunidad de escapar. Cuando sentí su aliento en la nuca, y aun sabiendo que me estaba apuntando con un fusil, no dudé en girarme con el puñal a punto. Se lo hundí en el cuello sin darle tiempo a apretar el gatillo. El pobre desgraciado era tan pardillo como yo. Estoy seguro de que 123


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nunca se había enfrentado a nadie cuerpo a cuerpo, y a él no lo empujaba la sed de venganza… Se detuvo de nuevo, con la mirada perdida, rememorando el instante. Se llevó un pedazo de pan a la boca y después de masticarlo bebió otro trago. La marmota continuaba en el mismo sitio. —Te debes estar preguntando por qué los humanos somos tan absurdos. Por qué nos matamos entre nosotros. Por qué inventamos máquinas de muerte… No lo sé. Yo también me lo he preguntado. Cuando vi la mirada de terror de aquel muchacho desgraciado, lo hice. No fue difícil matarlo, y eso me fascinó tanto como me horrorizó. Con los que maté después no volví a sentir remordimientos, porque lo merecían. El sol empezaba a ocultarse tras el Monte Perdido. Pedro se fijó en la belleza de aquel entorno maravilloso que, sin embargo, quizás acabara convirtiéndose en su tumba. Sintió un escalofrío, en parte por el pensamiento funesto y en parte por el rápido descenso de la temperatura. En un par de horas desearía estar forrado con el mullido pelaje de la marmota. —A ti el frío no te preocupa lo más mínimo, ¿verdad? ¿Se vive bien bajo tierra? El animal había dejado de comer, pero seguía allí. El humano quiso creer que agradecía su compañía. —Después de matar a aquel chico hice algo que, ahora que lo pienso fríamente, no sé cómo fui capaz. Decidí que me iba a infiltrar en las filas enemigas, así que me puse su uniforme y me interné en territorio fascista. Tuve la loca ocurrencia de que si nadie había prestado atención al compañero retrasado, no me sería difícil pasar desapercibido. Era un plan absurdo, pero lo fue 124

aún más que saliera bien. No te voy a aburrir con detalles. Además, empiezo a notar el frío y voy a tener que pensar en cómo fabricarme un buen abrigo. Seguro que tú tienes cosas que hacer. La marmota hizo una mueca simpática, pero no parecía tener prisa alguna. —Lo que he dejado bien claro es que no soy ningún cobarde. Cada vez que me encontré con algún faccioso demasiado celoso de sus funciones, que preguntaba más de la cuenta, no dudé en liquidarlo. Aprendí a ser cauteloso y a planear con detalle los siguientes pasos. Y eso me llevó a la base aérea de Logroño. Tomé la determinación de robar uno de aquellos diabólicos aviones que estaban masacrando a la población civil, pero para ello tenía que aprender a manejarlo. »¿Sabes, amiga? Soy maño, así que cuando se me mete una cosa entre ceja y ceja, no paro hasta conseguirla. Estaba claro que no iba a aprender a volar en cuatro días, de modo que me hice con un manual de aviación y entablé amistad con uno de los pilotos malnacidos que envía el sapo italiano ese… Sí, el maldito Mussolini. Lo acompañé en un par de vuelos de entrenamiento, suficientes para saber que estaba preparado… Cuando se lo cuente a mi padre no va a haber forma de que me crea. Pedro maldijo una vez más la ráfaga de metralla que había alcanzado al depósito de combustible. Ahora sí que notaba el frío. Empezó a trastear con el paracaídas, buscando la forma de que le sirviera de abrigo. La marmota por fin parecía impacientarse, pero se resistía a marcharse. —Ay, amiga, qué triste sería acabar así… Después de todo lo que he hecho, y nadie lo va a saber… Ya acabo. Te decía que la tercera vez que subí con el


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piloto italiano al Savoia, sería la última que lo haría él. Parece que ha pasado una eternidad, pero la verdad es que fue esta mañana. No dudé en rebanarle el pescuezo. Estábamos a mil pies de altura y sabía que me iba a costar lo mío lanzarlo al vacío, pero ya te he dicho que soy maño, nada más y nada menos que belsetán. El resto de la historia ya la conoces. Por fin la marmota entró en la madriguera. Antes de desaparecer definitivamente, Pedro juraría haberla escuchado decirle adiós. —Adiós, maja. Que duermas bien. Él también notaba la pesadez de los párpados, y a pesar del frío y del pinchazo continuo en el tobillo, sentía que el sueño lo estaba venciendo. Se acurrucó, cubierto por el paracaídas y, antes de que la luna asomara por la Munia, se quedó dormido.

*** —Amigo, despierte. ¿Está usted bien? Pedro abrió los ojos, asustado. No sabía dónde estaba. Aquella voz le resultaba vagamente familiar, pero en la penumbra del alba, cuando el cielo aparecía todavía inundado de estrellas, sólo distinguía una figura oscura. —No se asuste, que no le voy a hacer nada. No será usted el piloto del avión que se estrelló ayer en La Larri... Lo han estado buscando por todas partes, pero no ha habido manera de encontrarlo. Dígame, ¿es usted? Pedro consiguió enfocar la visión y sus retinas le devolvieron la imagen de un hombre al que sin duda conocía. Era Emilio, el pastor de Bielsa, quien tantas veces había compartido tertulia con su padre en el salón de casa y en la tasca. Se

le saltaron las lágrimas al reconocerlo y al ser consciente de que estaba a salvo. —¡Pero si eres Pedro, el zagal del Martín! ¡Jodó! ¡Esto sí que es un milagro del cielo! El muchacho sintió una alegría inmensa y quiso incorporarse para abrazar a aquel hombre, pero al apoyar el pie derecho el latigazo de dolor lo devolvió al suelo. —Vaya, ya veo que no estás bien. Yo no voy a poder cargar contigo —le dijo, señalándose la pierna de la que cojeaba desde hacía muchos años—. Pero no te preocupes, que mando a este —señaló a su fiel perro pastor— a buscar ayuda y antes de que nos demos cuenta habrán venido a por nosotros. Mientras tanto vamos desayunando y me cuentas qué haces aquí envuelto en un paracaídas. Pedro aceptó el pedazo de longaniza que le ofrecía Emilio y se dispuso a relatar su historia, como hizo unas horas antes a aquella marmota tan curiosa… —Muchas gracias, Emilio. Pero, dígame, ¿ha visto usted por aquí cerca una de esas ardillas gigantes de las que hablan algunos pastores? Ayer compartí un buen rato con ella. Estaba ahí mismo, comiendo hierba tranquilamente, sin asustarse de mi presencia. —¿Una ardilla gigante dices? Ay, majo, me parece que esta noche ha sido más larga de lo que crees. Hace siglos que esos bichejos no se ven por el Pirineo. Se llaman marmotas. Yo he leído sobre ellas y he visto dibujos en algún libro, pero las que viven más cerca están en los Alpes… —Pero si estaba ahí mismo. Incluso le expliqué mi historia… Emilio lo miró entonces con esa expresión que se reserva a los niños cuando dan por cierto algo que todo el mundo sabe que es sólo producto de su 125


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imaginación desbordante, y Pedro fue consciente de lo ridícula que sonaba su explicación. Así que aceptó sin demasiado convencimiento que la «charla» con el animal la había soñado.

*** El sol de finales de mayo ya calentaba las praderas de la alta montaña cuando aquel grupo de humanos y el molesto mamífero ruidoso, siempre con la lengua fuera, que los acompañaba iniciaron el camino de descenso hacia el valle. La precavida marmota vio por fin libre el camino para salir de la madriguera. Se paró justo a la entrada, se incorporó sobre las patas traseras y levantó el hocico para olfatear el entorno. Giró la cabeza a un lado y a otro y miró hacia arriba, en busca de la temible silueta del águila real. El terreno estaba despejado, así que se puso a cuatro patas y se lanzó a por el trozo de pan que la tarde anterior le había lanzado el humano. Lo olfateó, lo tomó con las patas delanteras y le dio un par de mordiscos rápidos. Estaba muy bueno.

Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com

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Olor a cera quemada María Jesús Briones Como cinco anzuelos a la espera del pez...

UN OLOR a cera virgen quemada conduce a Jeremy hasta el santuario. Vidrios-catedral y luces parpadeantes iluminan la imagen, envuelta en capa de diosa y pies desnudos para el beso. Jeremy, de cerebro de nuez y genitales de fruto seco, se deslumbra con el reflejo de la penumbra. Hunde las rodillas en el terciopelo granate. Algunos hilos se fijan en sus pantalones blanco impoluto. Parecen salpicaduras de sangre en el mono del matarife. Acaricia un monedero de piel de vaca, con la destreza de un granjero ordeñando a su res. El dinero extraído lo ofrece a la divinidad con el orgullo de estar comprando la gracia y el derecho a sus favores. La esfinge se despoja de su túnica, deja a la vista un cuerpo de un velado deseo y envuelve al hombre. Las vibraciones del órgano repercuten sobre Jeremy, excelsas cual notas de Bach. Su lengua pegajosa y aletargada despierta como un animal tras una hibernación duradera. Busca los labios del ídolo para chuparlos, lamer y degustar el barniz encarnado. Un soplo de aliento lo devuelve a sus plantas. Cinco dedos lacados en plata, como cinco anzuelos a la espera del pez. Jeremy se revuelve y agita, muerde y rasga su paladar. Brotan gotas de color vino. Embriagado en su propio cáliz, explota su bragueta. Un cirio eleva su llama por encima de las demás luminarias. Aspira un perfume denso de lilas y violetas. Se marea. Sueños desquiciantes obnubilan su mente. Las imágenes de la vidriera cobran movimiento. Parece una procesión de penitentes hacia un averno repleto de seres agónicos. Gemidos y silencios. Jeremy es arrastrado por una mano invisible a ese desfile, culminado por la piel sacralizada de la diosa, quien retira su cara y el beso queda como un soplo en el aire. Se apagan las velas. En la oscuridad un gemido y un cuerpo yerto, junto a un bolso de lentejuelas negras rebosante de billetes. María Jesús Briones Arreba (España) 127


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Los cultivos

Oswaldo

Castro Era marcadamente diferente al resto...

SIEMPRE HE CREÍDO que diariamente se aprende algo nuevo. Ha sido la conducta que gobernó mi vida como médico y, tras medio siglo de ejercer la profesión, sostengo que aún sé muy poco. Desde las aulas universitarias me enseñaron que no hay enfermedades sino enfermos y este principio me motivó a experimentar tratamientos atrevidos, innovaciones quirúrgicas y formas elegantes de practicar la eutanasia. Sería inadecuado e indecente afirmar que nunca he perdido un paciente. El médico es un ser de carne y hueso con sentimientos, frustraciones y capacidades limitadas. No siempre le gana a la muerte. 128

Me jubilé hace un año y conservo la lucidez y cordura de mis años mozos. El retiro oficial no me cogió de sorpresa y luego de un par de meses reflexivos, y por momentos deprimentes, decidí dar un giro a mi futuro. Conocedor de la mente y fisiología humanas, me fue muy sencillo reordenar mis prioridades para no encajar en la tropa de desempleados neuróticos e hipocondríacos. Lo primero que decidí fue dedicarme a la jardinería. Lo hice porque las plantas son seres vivos, llenos de sorpresas y expectativas. Fue así como edifiqué un pequeño invernadero en el jardín de mi casa. Diseñé un domo transparente con humedad y temperatura controladas, su-


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ministro permanente de agua ozonizada, luz ambiental modulada y sistema de control de plagas semiautomático. En pocas palabras, recreé el hábitat ideal para sembrar componentes biológicos y no vegetales como fue mi intención original. Inicié este pasatiempo con los cabellos, porque siguen creciendo después de la muerte terrenal. Empecé sembrando mechones biológicamente viables. Lo hice en musgo crecido a más de cuatro mil metros de altura y los regaba con fórmulas que mezclaban líquido amniótico, células madre, factor antinecrótico y sueros potenciados con probióticos y enzimas. Para ello examinaba al microscopio las muestras y me aseguraba de que el folículo piloso y estructuras vasculares estuvieran indemnes. La proliferación de los mismos en las macetas fue la observación inicial. Las matas de cabello cosechadas mostraban colores firmes, resistencia al quiebre y volumen envidiable. El primer paso había sido dado y el siguiente era trasplantarlo en la tierra orgánica enriquecida. Mi objetivo, además de la satisfacción personal, era obtener niveles de producción que permitieran establecer flujos de rendimiento económico en la industria cosmética. Puedo afirmar que los resultados obtenidos en la madre tierra superaron mis cálculos. Sin embargo, hubo uno que llamó mi atención. Era marcadamente diferente al resto. La característica sobresaliente de este espécimen radicaba en que los cabellos habían crecido sobre una superficie epitelial, tal como lo comprobé en los cortes histológicos. Visto con ojos científicos y mente amplia, había replicado el nacimiento de un cuero cabelludo; no tenía dudas. La pregunta que me asaltó por varios días era cómo

había obtenido ese cultivo. Sin ánimo de misiones detectivescas me limité a creer que la muestra de cabello vino con algunas células extras, probablemente dérmicas. Pasó un mes y decidí desenterrar esa curiosidad. Con sumo cuidado fui despejando la tierra circundante y extraje una especie de raíz de treinta centímetros que desplegaba raicillas secundarias hacia los costados. No podía dar crédito a lo que la tierra me brindaba. Había creado una estructura vertebral primitiva sin cráneo. Tenía a la vista el cuero cabelludo desollado desde la base de implantación, que se prolongaba hacia abajo siguiendo el eje axial geotrópico. Faltaba el sustento óseo para enraizarse. Lavé bien el cultivo y lo trasplanté en un pedazo de tierra más amplio. Mi proveedor de cabellos, un antiguo maquillador de cadáveres, se entusiasmó con mi nuevo pedido. Debía tomar discretamente y sin despertar sospecha en el rostro del muerto, una muestra más profunda de cabello que comprendiera cuero cabelludo y un fino filamento de hueso de la zona occipital derecha. Evidentemente sus honorarios aumentaron y cuando recibió la paga no abrió la boca y se marchó sin preguntar. Así trabajábamos desde el inicio de mi proyecto y contaba con su lealtad a toda prueba. Una semana más tarde se presentó con cuatro bolsitas en las que nadaban en solución fisiológica los pedidos hechos. Realizé la primera etapa del protocolo y a los treinta días las cuatro muestras estaban siendo trasplantadas verticalmente en la tierra destinada. Luego de seis semanas se insinuaban las frentes y cejas y una quincena más tarde las cabecitas estaban casi formadas. Una de ellas tenía ojos azules, otra marrones 129


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y las restantes no definían el color pero sí los labios sensuales. Un mes más de espera y estarían listos para la cosecha preliminar. Mientras tanto las cabecitas se miraban extrañadas y hacían pucheros cuando les apagaba el televisor colocado frente a ellas. La hora de dormir se respetaba escrupulosamente. Nunca noté en ellas algún atisbo de hambre o dolor. El riego nutricional era diario y gozaba con la alegría reflejada en sus caritas. El momento esperado llegó. Cubrí con antifaces los ojos de tres cabecitas y desenterré la de los ojos azules. Mientras lo hacía sentía que me miraba tiernamente y me pareció escuchar unas palabras de agradecimiento. Incluso me llamó «papá». Cuando tuve la cosecha sobre la sábana que servía de lecho, noté, con el dolor de mi corazón,

que no existían brazos, piernas, tórax ni abdomen. Era un amasijo de pelos enredados que dejaba ver, al separarlo, la inexistencia de un cuerpo. Le acaricié la cabecita y procedí a darle el primer baño de su existencia. Lo coloqué sobre el hoyo preparado para recibirlo y lo cubrí con tierra, dejándola tal como al principio. Tanta emoción vivida la durmió rápidamente. Me dirigí hacia las otras tres cabecitas y les quité los antifaces. Observaron a su hermano durmiendo y me miraron con amor y reverencia. Las acaricié, peiné, perfumé y les canté una canción de cuna para dormirlas. Con gran pesar me dirigí hacia el pañol de herramientas para extraer el machete y terminar con esta estupidez de viejo ocioso.

Oswaldo Castro Alfaro (Perú)

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Golpe maestro Osvaldo

Villalba

Don't judge each day by the harvest you reap but by the seeds that you plant.

Robert Louis Stevenson

I VOLVÍ A ABRIR todos los cajones del placard para comprobar que no quedaba nada. Revisé los estantes, la mesa de luz, el cristalero, todo había quedado perfectamente vacío. En el living se amontonaban las cajas rotuladas: PARA TIRAR, PARA LAURA —mi hermana me había pedido especialmente algunas

cosas—, PARA MÍ. Imaginé la cara de Ruth, mi mujer, cuando me viera aparecer con las cajas que me correspondían y no pude menos que sonreír. Dos semanas atrás, antes del infarto, mi viejo disponía de toda la casa a su antojo, y no había querido dejarla cuando mamá murió hace seis años. Decía que esta casa era su inspiración cuando se sentaba a escribir. Y era bastante bueno. Dos li131


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bros de cuentos editados, un par de premios y varias colaboraciones literarias en distintas publicaciones. Me reconforta pensar que, por lo menos, hasta el último momento, pudo cumplir el deseo de permanecer en su casa. Ahora me tocaba a mí la horrible tarea de vaciarla. Pero en esto… me encontré solo. Nadie se ofreció a ayudarme. Por un lado, mejor, porque así tampoco vieron mis lágrimas al encontrarme con algunas cosas mías que el viejo tenía guardadas: dibujos que le hice cuando era un niño, las entradas de mi primer partido en el torneo de fútbol infantil jugando para Estrella de Maldonado, mi primer carné de socio de River Plate… Había dejado para el final su escritorio. Por supuesto la notebook me la llevaría y los libros de la biblioteca también, aunque Ruth ponga el grito en el cielo. Otra vez sonreí. Comencé a vaciar los cajones del escritorio y allí en el último, debajo de todo, apareció una carpeta que tenía el título de GOLPE MAESTRO. Comencé a hojearla. Era un cuento y era su estilo. Pero yo, que había leído toda su obra, no lo conocía. ¿Sería su cuento póstumo? El papel parecía bastante ajado. En la última página, con el FIN, estaba la fecha, 10/11/1990. ¡Tenía más de 25 años y sin embargo era inédito! Me apuré a terminar de embalar lo que quedaba. ¡No veía la hora de estar en mi casa y comenzar a leerlo! Cuando llegué a nuestro departamento, después de pasar por la casa de Laura a dejarle todo lo que había separado para ella, subí todas las cajas y las apilé en el cuarto que uso como oficina. Al verme llegar con los bártulos, el disgusto de Ruth, tal como había imaginado, era evidente. —¿Dónde vas a poner todo eso? —me 132

dijo, señalando la pila con un mohín de desaprobación—. ¡Acá no puede quedar! ¡Ocupa todo el paso! —Tranquila —respondí con la voz más sosegada que conseguí—. Mañana bajo todas las cajas a la baulera, y después, de a poco le iré encontrando lugar a cada cosa. Y a las cosas que no tengan lugar, les daré salida. Esto la tranquilizó un poco y pudimos tener la cena en paz. Como era sábado, los niños pudieron quedarse levantados un poco más, viendo televisión. En cuanto pude, me escabullí para la oficina y busqué la carpeta. Preparé un whisky con hielo y me acomodé en el sillón. Accioné el dispositivo que levanta las piernas y recuesta levemente el respaldo y me dispuse a descubrir el Golpe Maestro.

II Golpe Maestro Por Hormiga Negra Esta historia es absolutamente cierta. Como dicen en las películas: «Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger la identidad de los mismos». Como puede comprobarse, también mi nombre es un seudónimo, aunque debo reconocer que, dadas mis condiciones físicas, me sienta bastante bien. Los otros personajes del relato son: mi amigo del alma, al que llamaré Abel (por el tango Cafetín de Buenos Aires, «el flaco Abel que se nos fue pero aún me guía») y los hermanos, Pietro y Roco, como los Macana (¿se acuerdan de Los Autos Locos), dos atorrantes que nunca trabajaron y que conocíamos desde chicos, allá en el barrio de Barracas. Al momento de esta historia, se dedicaban al j uego clandestino —quiniela (una lotería


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reducida a dos dígitos), apuestas en carreras de caballos, clandestinas también— y, cuando se daba la oportunidad, a desplumar a algún gil en una mesa de póker. Al personaje «invitado» del relato lo llamaremos Chamaco, un mejicano relacionado con contrabandistas que, por recomendación de un funcionario policial —infaltable en las actividades mencionadas—, había contactado con los Macana.

III La introducción del cuento no me dejaba lugar a dudas sobre su autoría. Era muy de él «dialogar» con sus lectores en el relato. Como si estuviera contando la historia delante de un auditorio. Me intrigaba saber a dónde iría a parar todo esto. IV El flaco Abel trabajaba en el Banco de la Provincia, la sede central de Capital Federal, en la calle San Martín. Había entrado de cadete a los veinte años, y fue pasando por distintos puestos hasta que, por cumplidor y diligente, fue nombrado encargado en el sector de Cajas de Seguridad. Allí estuvo hasta su muerte, seis años atrás. Era un solitario. Nunca se había casado porque decía que las mujeres son encantadoras mientras no te tengan atrapado. Yo creo que nunca superó que la galleguita, la más linda del barrio, lo dejara plantado por un compañero de facultad, cuando apenas tenían veinte años. Desde entonces le escapaba a cualquier compromiso serio. Pasaron los años, nos fuimos del barrio. Me casé, nacieron mis hijos, pero seguimos siendo amigos. El flaco decía siempre que sólo el cigarrillo le era más fiel que yo. Lo que no decía es que yo no lo iba a matar, en cambio el cigarrillo…

De esa época sólo teníamos contacto con los hermanos Macana, porque una vez por mes, el segundo jueves, organizaban en su antro, dos piezas alquiladas en un conventillo de San Telmo, una partida de póker y casi siempre nos contaba entre sus participantes. Nos causaba mucha gracia la contraseña que Pietro había implementado para abrir la puerta de la pieza los días que había juego: El visitante debía decir «Maverick», como aquel legendario personaje de la serie norteamericana que interpretaba James Gardner, un excelente jugador de póker. Abel jugaba fuerte, total, decía, no tengo a quien dejarle la plata. Roco, lanzaba una risotada cavernosa y le respondía que entonces ese era el mejor lugar donde dejarla. Yo, como responsable padre de familia, tenía ya dispuesto mensualmente lo que iba a perder en la mesa y no me pasaba de esa cifra. De más está decir que eran contadas la veces que ganábamos, pero lo tomábamos como una noche de «volver al pasado» y nos reíamos mucho. Creo que Los Macana eran condescendientes con nosotros y no nos «desplumaban» como a otros participantes. Por otro lado les servíamos de relleno. La historia que voy a contar comenzó en una de esas partidas, hace unos quince años atrás, en el mes de julio. Cuando lle133


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gamos esa noche, estaba sentado a la mesa un tipo morocho de grandes bigotes, que nos fue presentado como Chamaco, un mejicano que estaba de paso por Buenos Aires. A la habitual botella de whisky que, junto con los habanos de Los Macana y los cigarrillos de Abel, le daban al lugar el clásico ambiente de garito, se había agregado una botella de tequila, aportada por el visitante. Esa noche los ganadores fuimos el Chamaco y yo. Entre el tequila y las buenas cartas, el mejicano estaba eufórico. Cuando finalmente se fue, despidiéndose con un «hasta el sábado», Roco nos hizo una seña para que nos quedáramos un rato. Sirvió una ronda más de whisky, el tequila se había acabado, y nos contó: —El Chamaco vino recomendado por el Principal Ramos, de la comisaría 28°. Necesitaba gente para un operativo rápido y limpito y el Principal lo mandó a hablar con nosotros. Él es el contacto entre un grupo de desarmaderos de autos de Florencio Varela y una banda que recibe autos robados en el Paraguay «cargados» con precursores químicos. —¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo esto? —dije un poco alarmado—. ¡Yo me voy! —e hice ademán de pararme. —¡Pará, pará! —me dijo el flaco Abel, sujetándome de un brazo y haciéndome sentar otra vez —dejalo que termine. —El tipo se peleó con uno de los capos de Varela que no le quiere reconocer su porcentaje en el negocio. Y este fin de semana el Chamaco deberá entrar por el Tigre, desde Uruguay trayendo un pago importante. Pero, claro… ¡Nunca se está libre de que los intercepte Prefectura! —y mirándome a mí continuó—. Y vos, Hormiga, con esos bigotes tupidos, y lo morocho que sos, harías un prefecto perfecto, disculpando el juego de palabras. Sólo tenemos que conseguir los uniformes, cosa 134

sencilla. —¡Vos estás loco! ¡Nos van a matar a todos! —le dije, mirando al flaco Abel, buscando su aprobación. —¡Pará, pará! —dijo otra vez Abel. Y dirigiéndose a Roco—. ¿Cuánto hay? —Para ustedes… un cuarto de verdes. —¿Doscientos cincuenta mil dólares? —Los ojos de Abel se iluminaron como faroles—. A ver, contame cómo sería todo el operativo. Tomó la palabra Pietro: —El Chamaco viene de Colonia en una embarcación pequeña con los tipos que traen la plata. Lo dejan en la casa de la isla que le conseguimos. El desembarco está previsto para después de las 22 horas, más o menos. Una vez que los paraguayos se hayan ido, el Chamaco va a esconder la plata en la arboleda que rodea la casa y preparará valijas llenas de papeles que es lo que subirá al bote que lo vendrá a buscar de parte de los desarmaderos como a las dos de la madrugada del domingo. Esa es la embarcación que vamos a interceptar con nuestra lancha, como si fuéramos de prefectura, y esas serán las valijas que vamos a «confiscar». En la oscuridad, con el reflector, la luz azul giratoria y la sirena que tenemos, no se va a notar. —¿Ustedes tienen una lancha? —pregunté incrédulo, y sin esperar la obvia respuesta agregué—, ¿y si los tipos se resisten? Deben tener armas… Los Macana se miraron y sonrieron. Evidentemente su forma de ver las cosas estaba en una frecuencia diferente a la mía. —Los vamos a convencer de que lo mejor será que se tiren al agua y escapen en la oscuridad. El Chamaco va a dar el ejemplo. —No me convencen, no cuenten conmigo —dije y busqué mi saco para irme. —Pensalo —dijo Roco y dio por finali-


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zada la reunión. Salimos, la noche estaba muy fría, caminamos en silencio por las solitarias calles de San Telmo hasta la 9 de Julio. Cuando llegamos a la parada del colectivo, Abel me dijo: —No me parece tan malo. Al fin y al cabo le estamos robando a un ladrón, ¿no? Y… un poco de riesgo hay, pero ¿cuándo en nuestra vida nos vamos a encontrar con tanta plata? Como dijo Roco… pensalo. Cuando vino mi colectivo nos despedimos con un abrazo. Esa noche y la del viernes, me costó mucho dormirme. El sábado me desperté temprano con una determinación. Iba a sentir un poco de la adrenalina que generan mis personajes de cuentos. Llamé a Abel y le conté. Se puso feliz. Me dijo que Roco lo había citado a las diez de la noche en la estación de Tigre.

V No podía creer lo que estaba leyendo. ¿Sería ficción aparentando realidad o mi viejo había participado en algo así? El flaco Abel, ¿sería su amigo Roberto, que murió cuando yo tenía unos veinte años? En casa ya todos dormían pero yo no podía parar de leer. VI A las nueve de la noche nos encontramos en Retiro y tomamos el tren a Tigre. Ambos estábamos nerviosos pero con una excitación inusual. Cuando llegamos, los Macana ya nos estaban esperando. Nos fuimos a cenar a un bodegón cerca del muelle donde salen las lanchas que van a las islas. Roco pidió una botella de vino reserva y cuando el mozo se alejó, después de servir las copas, comenzó a repasar los

movimientos. Había conseguido los uniformes. Eran antiguos pero de noche no se notarían. Tenía todo calculado al milímetro y su seguridad me dio un poco de tranquilidad. Cuando terminamos de cenar, eran cerca de las doce de la noche. Hora de ponernos en marcha. Pietro pagó y nos fuimos para el muelle. Todo el procedimiento estaba tan perfectamente sincronizado que repentinamente vino a mi mente la Ley de Murphy: «Si algo puede salir mal, saldrá mal». Sonreí pero no dije una palabra. Sin embargo, mi pensamiento fue premonitorio. Cuando llegamos a la lancha, que ya estaba «disfrazada» con reflector y luz azul, y Pietro quiso ponerla en marcha… el motor no respondió. Tosió varias veces y por fin quedó mudo. Nos miramos sin saber qué hacer. Era evidente que no había un plan B. Roco buscó herramientas y empezó a desarmar el motor. El flaco Abel y yo nos sentamos en el muelle y esperamos. A las tres de la madrugada, sin poder solucionar el desperfecto, Pietro nos dijo: —Bueno, muchachos, procedimiento abortado. Los Macana se quedaron en Tigre. Abel y yo volvimos a casa sin cambiar una palabra. El tren ya no funcionaba así que fuimos a la parada del colectivo 60. Lo tomamos vacío y nos dormimos en la vuelta. Cuando llegamos a la parada donde tenía que bajarme, me despedí con un ¡chau! Ya en casa dormí hasta el mediodía del domingo. Dos semanas después ya casi no pensaba en la aventura de ese sábado y si lo hacía era para agradecer que hubiera terminado así. ¿Qué mecanismo de mi mente me había llevado a acometer semejante locura? Una mañana me encontraba en mi escritorio tratando de resolver la forma en que el personaje del cuento que estaba escribiendo, una chica abusada en su 135


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infancia, se tomaría la venganza contra de mi asombro. Me dijo que ya había su abusador, cuando recibí el llamado del flaco Abel. —¿Podés venir ahora al banco? ¡Es urgente! —¿Ahora? Estoy trabajando. ¿Qué pasa? —No te puedo contar por teléfono. Pero es importante. —Bueno, está bien. Ahora voy. El subte iba llenísimo a esa hora. Cuando llegué, el flaco Abel me hizo pasar a su oficina, me señaló con un gesto la silla frente a su escritorio, y una vez sentado, en voz muy baja, innecesaria porque no había nadie más, comenzó a hablar. —Esta mañana, apenas abrió el banco, estuvieron los Macana. —¿Los Macana? ¿Yqué querían? —Vinieron a traernos nuestra parte. —¿Qué? ¿Cuál parte? ¿De qué estás hablando? —Tranquilo, esperá que te cuento. Esa noche durmieron en la lancha y a la mañana consiguieron un mecánico que la hizo arrancar. Fueron a la isla. Encontraron la casilla toda revuelta. Parece que alguien había vuelto buscando la plata. Fueron al bosquecito y se fijaron debajo del árbol caído, que parece que era el lugar convenido con el Chamaco, para esconder el dinero, y… ¡allí estaba todo! Se lo llevaron y estuvieron esperando la llamada del Chamaco pero nunca llegó. Pietro, con la brutalidad que lo caracteriza, dijo que seguramente se lo habían «olvidado» dentro de un auto viejo antes de meterlo en la prensa. La cuestión es que nos trajeron nuestra parte, la que nos habían prometido. Ellos guardarían la parte del Chamaco, por si volvía a buscarla. ¡Nos tocaron ciento veinticinco mil dólares a cada uno! ¡Y sin hacer nada! ¿No es un golpe maestro? El flaco estaba exultante. Yo no salía 136

abierto dos cajas de seguridad, una a nombre mío y otra para él. Por eso necesitaba que le firmara las tarjetas de registro de firmas y me daba los dos juegos de llaves de la caja. Por supuesto me llevó a ver la caja y su contenido. —Contalos si querés —me dijo—, yo lo revisé todo. —¡Salí! ¿Qué voy a contar? Si ya lo hiciste vos está todo bien. Nos abrazamos, y me fui sin poder creer lo que había pasado. No obstante, tenía las llaves en el bolsillo. Y esa era una realidad. El domingo de la semana que nos tocaba la partida de pócker salí a comprar el diario —sólo compraba el diario los domingos, porque traía una gran cantidad de suplementos— y una noticia en la portada me llamó la atención: «Explosión e incendio en una casa de inquilinato en San Telmo. Dos víctimas fatales». Lo primero que pensé tiene que ver con la utilización del lenguaje. ¿Por qué los periodistas usan «fatal» como sinónimo de «mortal»? La muerte es una fatalidad, pero no siempre los acontecimientos fatales, son mortales. Discurría en estas elucubraciones mientras buscaba la nota principal, cuando, al comenzar a leer los detalles, se me paró el corazón. El lugar era la casa de los Macana, y ellos eran las víctimas. Culpaban a una garrafa en mal estado que había explotado. Yo estaba seguro que no había sido un accidente. Cuando llegué a casa llamé al flaco Abel, que aún no se había enterado. Se quedó consternado y pensaba igual que yo. Nuestra duda, ahora, era saber si alguien más que el Chamaco sabía de nuestra conexión con ellos. Los meses siguientes fueron de mucha tensión. Nos hablábamos a diario, y compartíamos nuestras experiencias. Cuando salíamos caminábamos mirando atrás y a los costa-


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dos permanentemente. Pasaron los meses y no tuvimos ningún acontecimiento que nos trajera preocupación y, poco a poco, nos fuimos tranquilizando. El flaco Abel hizo algunos viajes con su parte, pero en general gastó bastante poco. En mi caso, nunca toqué un billete de lo que había en la caja. Cuando el cáncer de pulmón le puso plazo a la vida del flaco, antes de retirarse del banco por invalidez, puso también su caja a mi nombre, ya que él no tenía a quien dejárselo y me recomendó que, en ambas cajas incluyera a mi hijo, que ya era mayor de edad, como cotitular, para que alguien más pudiera acceder a ellas si yo no podía. —No hace falta que tu hijo venga —me dijo—. Sólo decile que te firme estos formularios y me los traes al banco. Así le contás cuando quieras y no ahora. Le llevé los formularios firmados y me dio las llaves de su caja. Poco tiempo después, se fue. Lloré en su sepelio por primera vez en muchos años. Ni mi mujer ni mis hijos se enteraron de esta historia, ni de los dólares de las cajas de seguridad. Ni siquiera que los recibos de titularidad y las llaves de las cajas están escondidos en el jarrón chino que tengo en el cristalero. ¿Me llevaré el secreto a la tumba? 10/11/1990 FIN

o en las mías, tal vez… O quizás sólo eran juegos entre ficción y realidad de la mente de mi padre. No me aguanté y comencé a abrir las cajas que estaban apiladas a mi lado. En la tercera caja… estaba el jarrón. Mi corazón latía aceleradamente. Lo tomé, saqué los papeles en los que lo había embalado, metí la mano por la boca… ¡Y allí estaban las llaves!

VIII - Epílogo Laura y Ruth, tendidas al sol sobre las reposeras, saborean los tragos que acaba de traer el mozo del bar de la playa. Los niños juegan con la arena al borde del mar. Hace una semana que disfrutamos de las instalaciones, all inclusive, de The Royal Playa del Carmen Hotel, al sur de Cancún. Al lado de la notebook, el hielo se derrite lentamente en mi vaso de whisky, mientras, desde algún lugar, quizás sonriendo, «Hormiga Negra» nos mira complacido mientras usufructuamos su Golpe Maestro.

VII ¡El jarrón chino! ¡Había uno cuando embalé las cosas! ¿Se referiría a ese? Recordaba vagamente que el viejo me había hecho firmar una vez unos papeles de un banco que, según me explicó, necesitaba para abrir una caja de ahorro. ¿Qué hice con el jarrón? Espero Osvaldo Villalba (Argentina) que no haya ido a parar a las cajas «PA- Blog: osvaldoevillalba.blogspot.com.ar RA TIRAR». Si estaba en las de Laura 137


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Teoría de la evolución Damaris Gassón La vida surge del océano profundo, y de cualquiera, no solo del terrestre...

VEÍA AL ANCIANO AHÍ, día tras día, sentado en la butaca. Siempre con un libro en las manos, como si buscara algo o a alguien que no se dejaba aprehender. Invariablemente llegaba el momento en que levantaba la mirada y volteaba la cabeza para contemplar el mar que se abría a su espalda, como si resultara ser su guardián y carcelero. No importaba el clima, o si el mar estaba enfurecido o en calma; el anciano, sus libros y su butaca estaban presentes en 138

ese rincón de la playa de manera inalterable. Solo las sombras de la butaca al atardecer marcaban el final del día. En el pueblo se tejían muchas historias sobre el viejo Jeremías; estas versaban sobre sus viajes marítimos, sus descubrimientos en el buceo, su mítica cabaña llena de inexplicables y misteriosos tesoros y su abuelo desaparecido. Todos, mitos típicos que se forjan alrededor de las personas solitarias y un tanto excéntricas que por nada del mun-


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do están dispuestas a revelar su intimidad; personas en las que se adivinan misterios ardiendo como velas en sus ojos. Acudía al pueblo por víveres y alcohol, y aunque su comportamiento era educado y hasta amable, no daba pie a que nadie hurgara en su pasado ni en lo que pensaba. Me fui ganando su confianza de a poco. Empecé por hacerle los mandados, pues se le dificultaba cada vez más caminar. Me veía entrar en su cabaña y le adivinaba las ganas de hablar, algo le pesaba y le desgastaba a un tiempo. Cuando sentía que al fin me diría lo que lo mortificaba, desviaba la mirada hacia la ventana, en dirección al mar, y callaba. Era admirable la lucha interna que mantenía ese anciano, su voluntad y dignidad, reforzadas con un tabaco y un trago de aguardiente. No aguantó más y me lo contó; de sus expediciones a tierras extrañas, de su

descubrimiento acerca de que la adoración al Dios Primigenio Cthulhu seguía viva, que necesitaba vigilar el mar para que los Profundos no encontraran un portal de entrada a través de esta bahía. Me habló sobre todo de un descubrimiento en el que nadie había reparado antes: —¿Sabía usted, joven, que los científicos dijeron que la primera célula no fue viva, sino inorgánica, y que estaba compuesta por sulfuro de hierro? Agregaron

que no se formó en la superficie de la Tierra, sino en el fondo del océano y en total oscuridad. La vida, mi estimado amigo, es un efecto químico de corrientes que confluyen bajo la superficie terrestre, lo que en principio puede ocurrir en prácticamente cualquier planeta húmedo y rocoso. Cuando de la superficie rocosa en el fondo del mar emerge un fluido hidrotérmico rico en componentes como hidrógeno, cianuro, sulfuro y monóxido de carbono, este hace

reacción dentro de las minúsculas cavidades metálicas de sulfuro como una chispa. En resumidas cuentas, la vida surge del océano profundo, y de cualquiera, no solo del terrestre. Los Profundos, esa raza híbrida entre peces y humanos que sirven a Cthulhu, al igual que nosotros, surgieron del océano, pero se quedaron allí. Es muy probable que hayan surgido también en otros planetas (más que posible). Darwin tenía razón, las especies evolucionan, lo que no conocemos son «todas» las especies que evolucionaron al ritmo nuestro. Quedé en silencio ante esta ráfaga de insensateces. Yo no era un joven culto, mas sí curioso y autodidacta, conocía lo básico acerca de las teorías científicas, lo que sí me era desconocido era lo referente a ese supuesto dios y sus adoradores. Jeremías se encargó de ilustrarme al 139


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respecto, amplia y concienzudamente y le creí. Le creí al punto de empezar a oler un pútrido tufo a pescado cada vez que me acercaba a su cabaña o a su butaca a la orilla de la playa. Empecé a sentirme perseguido y vigilado y empezaba a entender el porqué mi mentor se pasaba largas horas en esa butaca, a orillas del mar. Era a un tiempo vigilante y vigilado, y me sumergía a mí en su paranoia, muy a mi pesar. Ahora, la gente del pueblo habla de mí también, y empecé a descubrir inquietantes cambios en algunos de mis vecinos. Ojos más abultados, facciones toscas, un tono entre grisáceo y verdoso de piel y un abultamiento de la lengua que les impide hablar con claridad. Le planteé todas estas inquietudes a Jeremías y me tranquilizó con el plan que había concebido: —Mi abuelo, antes que yo, era consciente del peligro que corre la raza humana e intentó el experimento. Con esta fórmula que ves aquí, logró retroceder en el proceso evolutivo hasta convertirse en un pez con patas. ¡Yo mismo lo vi! De esa forma entró en la playa, y al entrar en contacto con el agua de mar, evolucionó hasta tomar la forma de uno de los Profundos. —Yo no salía de mi asombro ante estas declaraciones—. Por eso, joven, es que yo monto guardia en la orilla día a día, en la misma butaca que le perteneciera, pero mi angustia consiste en que no sé si tuvo éxito, y como usted mismo puede atestiguar, el avance de los Profundos se ha-

ce más agresivo, así que… He de seguir sus pasos, y usted me ayudará en ello. Acordamos el día y la hora. Tomó la poción justo delante de mis narices y empezó a avanzar hacia la playa; a medida que caminaba se encorvaba y se volvía más peludo. Su cráneo se hacía más chato y alargado y sobresalían sus arcos superciliares. Pasó con suma velocidad de la forma antropoide a la homínida, y con mayor velocidad aún a la forma sauria, hasta que desapareció en el agua semejando un híbrido entre pez y reptil. Solo el silencio me acompañaba, y ante el estupor y la sorpresa, no me quedó más que contemplar la butaca, con uno de los libros de Jeremías a mano, para así iniciar mi vigilancia. Dios quiera que sean Jeremías y su abuelo los que me encuentren aquí.

Damaris Gassón Pacheco (Venezuela)

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Marty

José Luis

Díaz Marcos Pues el presente —él lo intuía— no comienza ni finaliza en sí mismo, sino que es punto de intersección entre lo sucedido y lo por suceder, llama entre la madera y la ceniza. Cuaderno de Nueva York José Hierro El silencio repentino y la reubicación Parque Arqueológico de Atapuerca, apresurada de informadores anticiparon Burgos, España. la entrada sobre la tarima de un hombre El aforo de la sala escogida en el Cen- de aspecto severo. Tras sentarse a la lartro de Recepción de Visitantes, moder- ga mesa allí dispuesta, comprobar el no y rectilíneo edificio de dos alturas, buen funcionamiento del sistema de para celebrar la rueda de prensa, había megafonía e identificarse, el paleoansido cubierto con creces: más de un cen- tropólogo Ricardo Gracia entró en matenar de periodistas venidos de todo el teria: —Antes de comunicarles la razón por mundo ansiaban su comienzo. A pesar de la escueta y misteriosa convocatoria la que les hemos reunido, asegurarles que los había traído hasta allí, sus res- que todo cuanto voy a contar ha sido pectivos medios, seducidos por el inago- verificado de manera inequívoca. No table tesoro arqueológico de Atapuerca, existe, por tanto, posibilidad alguna de no habían dudado ni un instante en ad- error. «¿Y por qué esta advertencia?», se preguntarán. Porque, seguramente, comitirla. 141


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mo nos ha ocurrido a nosotros mismos, no van a creer casi ninguno, por no decir ninguno, de sus pormenores. Un eco de sorda expectación recorrió la sala. —Si bien ya habrán supuesto, y habrán supuesto bien, que tratándose de Atapuerca «solo» podemos anunciar un nuevo hallazgo arqueológico, esta acertada sospecha es, no obstante, inexacta: no hemos hecho un descubrimiento, sino dos. De manera casi paralela, y a cual de ellos más extraordinario. »Todo empieza en la llamada Sima de los Huesos, pozo de unos trece metros de profundidad excavado a su vez en el interior de Cueva Mayor-Cueva del Silo, complejo cárstico situado a doce kilómetros al este de la ciudad de Burgos. Sus sedimentos datan del Pleistoceno Medio, hace unos cuatrocientos mil años, y conservan una extraordinaria riqueza de restos humanos. Tanto es así, que desde 1984, año en que comenzó su excavación sistemática, se han encontrado más de seis mil quinientos fósiles humanos de la especie Homo heidelbergensis. »Aquí ha aparecido el esqueleto de un varón de unos treinta y cinco años de edad, íntegro y en magnífico estado de conservación. Pero la rareza del asunto no viene referida solo al hecho de su hallazgo, que también, sino a su mera presencia en el lugar, a sus características anatómicas y al objeto que lo acompaña. »El sujeto, ya bautizado como «Marty», pertenece, atención, a la especie Homo sapiens1, la de ustedes y mía, la del hombre moderno, y su existencia en la Sima de los Huesos es, sencillamente, incongruente. ¿Por qué? Porque los Homo sapiens son, somos, una especie posterior a la del Homo heidelber142

gensis2. Literalmente, ¡Marty aún no existía en el Pleistoceno Medio! Un murmullo, ahora de escepticismo, llenó el aire. —En cuanto a sus características anatómicas, decirles que la mandíbula inferior de Marty presenta un molar y un incisivo artificiales. Y cuando digo «artificiales», quiero decir fabricados industrialmente e implantados, además, con una cirugía tan avanzada, al menos, como la actual. El estupor, ya libre de disimulos, invadió a los presentes. El profesor Gracia esperó unos momentos, comprensivo, antes de seguir. —Y el tercer elemento al que hacía referencia, el objeto, es otra prótesis: un complejísimo pie… biónico… aún no diseñado.

—¡¿De qué habla?! ¡¿Un sapiens muerto antes de nacer, intervenido, deduzco, en una clínica dental y con un inexistente pie biónico?! —estalló un periodista. —Ya les advertí que no lo creerían… —¡¿Insinúa que ese… ese tal Marty viajó en el tiempo desde nuestro futuro hasta aquel pasado remoto?! —¡Claro! —secundó un tercero, burlón—. ¡De ahí su nombre: por Marty McFly, el personaje de Michael J. Fox en Regreso al futuro! Superado el límite de la credibilidad, el auditorio estalló en una sonora carcajada. Ricardo Gracia suspiró, estoico: —Por absurdo que pueda parecerles, lo insinúo y lo afirmo. Ese viaje en el tiempo será, es y ha sido real: desde un espacio y un tiempo futuros aún desconocidos, hasta aquí, hasta la Sierra de Atapuerca en algún momento, como les decía, de los últimos cuatrocientos mil años.


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El semblante serio y la rotundidad del profesor evaporaron de inmediato el ambiente jocoso. —Y antes de que lo pregunten, ya les confirmo que sí: Marty utilizó una máquina para desplazarse a lo largo del continuo espacio-tiempo. Ese es, precisamente, el segundo «tesoro» descubierto, por así decirlo. La estupefacción abrió los ojos presentes como platos. —Fuera aguardan dos autobuses. Si son tan amables de seguirme, les llevaremos hasta el lugar en el que se detuvo ese… DeLorean3 . El paleoantropólogo bajó de la tarima, siguió por el pasillo central y abandonó el salón con la misma parsimonia con la que había llegado. Tras un instante de asombrada incertidumbre, el grupo de reporteros cargó sus numerosas pantallas y teleobjetivos antes de agolparse en la puerta.

Sierra de Atapuerca, Burgos, España. Los dos autocares se detuvieron ante la caseta de atención al público, modesto inmueble bajo una enorme cubierta rectangular sustentada por andamios. Tras este acceso, y al otro lado de una verja protectora, se extendía la Trinchera del Ferrocarril, arqueada brecha de más de quinientos metros de longitud y otros veinte de profundidad abierta quince kilómetros al este de la capital burgalesa, entre los municipios de Ibeas de Juarros y Atapuerca. El origen de la Trinchera se remontaba al final del siglo XIX, cuando el emprendedor británico Richard Preece Williams creó la «Sierra Company Limited», empresa ferroviaria destinada a transportar el carbón y el hierro extraídos en la Sierra de la Demanda hasta las

siderurgias vascas. Mister Preece modificó el trazado inicial de la vía (Burgos-Bilbao) derivándolo hacia las cumbres que finalmente acabaría dinamitando: las de Atapuerca. Disipado el polvo de las explosiones, salieron a la luz los tres yacimientos arqueológicos que, a partir de entonces, jalonarían la extensión de la formidable hendidura. Superada la caseta, y cubiertos con gorros (cautela contra la contaminación orgánica del lugar) y cascos de obra, el numeroso grupo precedido por el profesor Gracia se adentró en el cañón que describía la Trinchera del Ferrocarril. Alguien, sobrecogido por la altura de las paredes y su naturaleza prehistórica, mencionó la descomunal entrada a Parque Jurásico. —Señoras y señores, nuestro destino se encuentra al final de la Trinchera, frente al tercero de sus tres yacimientos: Gran Dolina —informó Gracia mientras avanzaban—. Previamente, ya lo tenemos a la vista, pasaremos ante la Sima del Elefante y, unos metros más allá, ante Galería. Sendas cubiertas también sostenidas por andamios, gemelas de la ya superada, cubrían el cielo de la pared derecha. —Para que se hagan una idea de su importancia, sepan que, de modo general, la antigüedad de los yacimientos supera el millón de años, y en ellos se han encontrado restos pertenecientes a tres especies humanas: Homo antecessor, Homo heidelbergensis y Homo sapiens. »Obviamente, podría decirles muchas más cosas. Pero considerando el motivo que nos acerca a la Trinchera, podemos dejar esos comentarios, si no les importa, para mejor ocasión. Al fin y al cabo, no todos los días se tiene la 143


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posibilidad de vivir un momento histórico. El profesor había acelerado el paso y la nube de periodistas se esforzaba para seguirlo. Rebasada ya la Sima de los Elefantes, y también sobre el lado derecho del enorme corredor, apareció una tercera cubierta rectangular apenas cincuenta metros después de la correspondiente a Galería: era Gran Dolina. Abajo, frente a ellos, apareció un reducido e insospechado grupo: dos mujeres y un hombre seguían, absortos, los

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datos ofrecidos por las pantallas de un seudomilitar puesto de observación. Otros dos verificaban la cobertura de sus respectivos manos libres antes de aislarse con sendos monos anticontagio. Los periodistas esgrimieron, de manera casi instintiva, la débil defensa de sus objetivos. —¿Quiénes son? —¿Qué ocurre? —Han venido a abrir… el DeLorean —informó Gracia, irónico. Muchos buscaron en el entorno. —¿Dónde está?


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—No creo que ninguno de estos aparatos… —¡Señoras y señores —comenzó el profesor, histriónico—, ante ustedes, y ante el mundo, la máquina del tiempo utilizada por el primer crononauta en la historia de la humanidad! ¡Aquí, en Atapuerca! —Su dedo acusador apuntó a la parte alta del yacimiento. De la pared vertical, primigenio pastel de sedimentos rocosos, sobresalía una abollada y sucia semiesfera de indeterminado color claro. Su diámetro rondaba, aproximadamente, los dos metros, y en su superficie se entreveía el perfil de una posible escotilla. Ningún nombre o signo manifiesto que delatara su lugar y tiempo de origen. Decenas de exclamaciones, más o menos censurables, anticiparon la inmortalización mediática del extraordinario vehículo. —Como pueden observar, se encuentra alojada en el penúltimo estrato de Gran Dolina, el TD10 4, estrato que se corresponde con el período geológico de la Sima de los Huesos, hoyo este, todo sea dicho, del que estamos, aproximadamente, a un escaso kilómetro de distancia. Eso significa que Marty no llegó muy lejos en su exploración del mundo prehistórico. Y si consideramos, además, que los heidelbergensis utilizaban la Sima como depósito funerario, es bastante probable que Marty no llegara nada lejos. —¡Eh, empiezan a subir! —advirtió alguien. Así era: pertrechados con diversos ingenios, los dos hombres embutidos en sendos trajes anticontaminación ascendían el primer tramo de peldaños que llevaban hasta la esfera. El profesor Gracia corrió a situarse tras los técnicos que atendían los equi-

pos electrónicos. La nube de corresponsales hizo lo propio. Además de una retahíla continua de magnitudes aparentemente incomprensibles, las pantallas ofrecían, desde diferentes ángulos, otros tantos puntos de vista de la misma escena. Algunos intentaron situar la ubicación de las cámaras. Los dos hombres se detuvieron en el último trecho de escaleras: midieron el entorno, y la propia nave, con varios dispositivos. «No se registra actividad radiológica. Procedemos a la apertura», se oyó, al cabo, en el concurrido asentamiento. El gentío enmudeció. Arriba, sobre el andamio, empezaron a manipular la superficie curva en un punto estratégico. Minutos después, desechado por inútil el método seguido, ambos optaron por la contundencia: mientras uno empuñaba una extraña lanza conectada a una bombona de oxígeno por uno de sus extremos, el otro prendía el extremo libre de aquella y la convertía, literalmente, en eso, en una lanza térmica. Ningún metal, ya fuese de caja fuerte o de máquina del tiempo, estaban seguros, sería capaz de soportar, como mínimo, tres mil quinientos grados centígrados sin derretirse. Y así fue: «Misión cumplida». La escueta frase, nítidas sílabas tras el sordo chisporroteo de la fusión, estrechó el agolpamiento de periodistas sobre los monitores. La punta de un destornillador, parecía, se introdujo en el perfil cóncavo labrado en la superficie de la nave. Acto seguido, esta, forzada por los dos cerrajeros, se abrió hacia fuera: dentro, encastrado en la sección curva, un asiento anatómico con arneses. Los hombres se asomaron a la ne145


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grura de la burbuja, a su aire enrarecido por una clausura milenaria. «¡Dios santo!». —¡¿Qué ocurre?! —exclamó, ansioso, Gracia al manos libres, al oído de los técnicos. «¡Hay… hay… huesos!». «¡Sí, es un esqueleto!». —¡¡No toquen nada!! Abriéndose paso a codazos, el profesor corrió hacia el andamio y empezó a subir los escalones de dos en dos. Sin encomendarse a nadie, un primer reportero, cámara al hombro, fue tras él. Y un segundo. Y un tercero. Y… Sin reparar siquiera en su falta de traje aislante ni en la posible presencia de primitivos y, tal vez, nocivos agentes patógenos, aquel se asomó, asfixiado por la empinada subida, al interior de la esfera. El tropel se detuvo (por suerte para el equilibrio de la estructura que lo soportaba) tras él, expectante. Gracia se volvió exhibiendo… …un cráneo. —¡¡Marty no viajaba solo!! —¡P, pero…! La calavera parecía, cuando menos, atípica. Poseía un rostro plano con arcos supraciliares, mejillas marcadas, gran abertura nasal, mandíbulas salientes… —¡¿No lo ven?! ¡No es ningún acompañante! ¡¡Es un Homo heidelbergensis!! Quizá Marty dejó la esfera abierta, el espécimen entró a curiosear, quedó atrapado y ya no supo salir. Y como el vehículo es hermético, no solo ha quedado su esqueleto, evidentemente sin fosilizar, sino también el resto de su masa orgánica. Reducida, eso sí, a un poso marchito y viejísimo por la acción de las bacterias y el paso del tiempo, pero masa orgánica al fin y al cabo. 146

—Disculpe, señor… —pidió una mujer de rasgos orientales—. Eso quiere decir, si no me equivoco, que es posible extraer ADN. —Sí, claro. A pesar, como digo, del transcurso de los milenios. De hecho, hemos logrado secuenciar el genoma completo de un oso que vivió en esta misma sierra hace cuatrocientos mil años. La mujer sonrió, entusiasmada: —O sea: técnicamente sería posible clonarlos a ambos y crear un parque jurásico, como el de la película, lleno de hombres y osos prehistóricos. Soslayando los matices éticos y morales, la idea, fascinante en sí misma, enmudeció al paleoantropólogo.

San Isidro, Alicante, España. El hombre miraba el televisor sin dar crédito a sus sentidos: «…en plena Sierra de Atapuerca. Al parecer, y por increíble que pueda resultar, el extraordinario artilugio habría llegado aquí hace miles de años. Sí, han escuchado bien: hace miles de años. Por otra parte,…». De súbito, la puerta exterior de la vivienda se abrió: «¡Ya estamos en casa!», anunció una voz femenina. «¡Sí, ya estamos en casa!», coreó otra, infantil. Los pasos de ambos, mujer y niño, precedieron su entrada en el salón. —¡Hola, papá! —saludó el pequeño, alegre. Cojeaba. —¡Hola, campeón! ¿Qué tal en el cole? —¡Guay: he sacado otra matrícula en mates! ¿Y tú, qué ves? —No estoy seguro de saberlo… —La noticia de Atapuerca, supongo —terció la mujer—. No se habla de otra cosa.


Número 10

—No puede ser cierto. Seguro que el numerito forma parte de alguna campaña publicitaria. O de una broma como aquella de Orson Welles, el director de cine, en los años treinta, cuando retransmitió una supuesta invasión alienígena por la radio5. —Eso creía yo también, pero parece que la cosa va en serio: hay declaraciones de las autoridades confirmando el triple descubrimiento. —¡Mi nave! —interrumpió el niño señalando el televisor—. ¡¡Es mi nave, mamá!! —¿Qué nave? —¡Mi nave del tiempo! ¡La dibujé la semana pasada en Plástica! —Será parecida, cariño. —¡No! ¡Es esa! ¡La mía! —Bueno, bueno… Sólo hay una forma de averiguarlo —intervino el hombre, conciliador—. Enséñanos tu dibujo.

—¡Voy a buscarlo! —decidió aquel saliendo a toda prisa, renqueante. —¡No corras! El niño regresó poco después, con su bloc. —¡Aquí está! La hoja mostraba una esfera blanca cuyo cuadrante superior derecho había sido señalado a modo de parabrisas. Tras este, un sonriente piloto. En el lado opuesto, una compuerta con picaporte. Líneas cinéticas horizontales expresaban el avance e ineludible choque del artefacto contra un gigantesco cronómetro. —¡¿Lo veis?! ¡Es mi nave! ¡Cuando sea mayor, inventaré una para viajar en el tiempo hasta la prehistoria y ver los dinosaurios en persona! Ambos adultos se miraron, sorprendidos por la... …¿coincidencia? 1 Su origen se retrotrae cuarenta mil años. 2Entre

ambas especies se sitúan los neardentales. 3 DeLorean (DMC-12). Automóvil deportivo fabricado por DeLorean Motor Company (DMC) entre 1981 y 1982. Se caracteriza por sus puertas de ala de gaviota y su carrocería metálica de acero inoxidable. Es mundialmente conocido por su aparición en la trilogía cinematográfica Back to the Future. 4 Trinchera Dolina (nivel) 10. 5 El 30 de octubre de 1938, Welles retransmitió la adaptación radiofónica de la novela La Guerra de los Mundos, de H.G. Wells. El realismo de la narración provocó que muchos oyentes, especialmente en Nueva Jersey y Nueva York, huyeran presa del pánico. Cabe preguntarse hacia dónde.

José Luis Díaz Marcos (España) Web: www.la-estanteria-2.webnode.es 147


El Callejón de las Once Esquinas

Moonlight Serenade Araceli

Cucalón Dicen... CONOCÍA A FERNANDO desde hacía varios años, no era una amistad íntima, solo un conocimiento casual que nos acercaba cada cierto tiempo, tiempo en el cual lográbamos intercambiar nuestras disquisiciones vitales a impulsos, sin conseguir comunicarnos, recorriendo aquel camino circular que se bifurcaba y ponía fin a nuestras conversaciones. Tenía un perro viejo que siempre le acompañaba, andando tras él, arrastrando sus pequeñas patillas. La realidad es que no se sabía quién era más viejo o quién arrastraba más los pies. De su vida desconocía lo más elemental, no me interesaba ni me interesó nunca, pero sí que traduciendo su palabreo se notaba que algo oscuro y secreto se escondía dentro de aquel corpachón y que en su cabeza rondaban obsesiones antiguas. No lo había visto desde el último invierno y casi lo había olvidado. Los últimos días del final del verano pasan despacio, deslizándose de sol a sol encima de la fina arena de la playa, las sombrillas van desapareciendo, los turistas se marchan y todo va volviendo a la calma chicha de los días sin viento que llegan en septiembre, cuando las barcas 148

con sus vivos colores vuelven a partir hacia el horizonte en busca de peces plateados que traerán hasta la orilla. Los hombres, de piel oscurecida por el sol, descargan al anochecer las cajas con pescados palpitantes que brillan bajo las lámparas que se encienden en la avenida del puerto. Los patios de las casas se llenan de conversaciones en sillones de mimbre frente al sol que se esconde


Número 10

detrás del mar. Las noches se refrescan y por las ventanas entra una brisa fresca y salada que deja por fin que los cuerpos duerman y el espíritu descanse después de tantas noches de bochorno. De mañanada, por el campo de naranjos, los frutos aún verdes rellenan los huecos que dejan las hojas y dan sombra al suelo alfombrado por la hierba que crece alrededor de los troncos mientras el agua de los riegos se encharca formando pequeñas balsas de barro entre los árboles. Encima de una escalera, Luisón clarea los árboles para conseguir que solo queden las mejores naranjas. Muchas mañanas, cuando ya no trabajo en el hotel, voy a ayudarle, por nada, por pasar el rato; él me lo agradece en silencio mientras trabajamos y, cuando llega el mediodía, nos vamos a comer a su casa. Aurora, su mujer, nos prepara un poco de arroz con verduras, a veces le añade un poco de alguna carne barata, que la naranja da para poco y su vida es humilde y sencilla. Para mí es un manjar exquisito después de pasar todo el verano comiendo en el comedor del hotel esas comidas extrañas que tanto les gustan a los extranjeros. El olor a café recién hecho termina la comida y entonces, sin hablar, salimos a sentarnos a la sombra del enorme pino que levanta con sus raíces el suelo del patio. Los gatos se acercan al plato donde Aurora les echa las sobras y en la mesa de metal roñoso coloca tres vasos que llena de ese aguardiente que ella misma elabora. Solo entonces comenzamos a hablar, con el primer sorbo que sabe a sal y hierbas. El mar queda algo lejos de la casa, pero al acabar el verano, cuando todo es silencio en el pueblo, se oyen las marejadas que llegan al figón del puerto, entonces el viento salobre llega hasta los

naranjales impregnando de sabor los árboles. Luisón y Aurora se dejan ver poco por el pueblo, apenas si ella baja de cuando en cuando al mercado, aprovechando para conocer de primera mano todo lo que se cuece entre las calles estrechas del pueblo viejo. Es en esos días cuando la charla es más animada, porque hablar de otros siempre resulta fácil y hoy es uno de esos días. Sus pequeños ojos negros brillan especialmente al comentar las últimas noticias, de alguna vecina que ha tenido que marchar, de otros que vuelven, de los que se separan y hasta de alguna infidelidad descubierta por casualidad detrás de la iglesia. De los hijos de Fulana, que estudian en alguna capital o la hija de Mengana que se ha quedado embarazada de algún turista que no ha vuelto. Hoy la charla se alarga hasta el atardecer, los chismes que le han contado tienen un protagonista particular y especial para mí, Fernando. Parece, se rumorea, que la guardia civil tuvo que ir a abrir la puerta de su casa, cuando los vecinos avisaron de los constantes gritos y ruidos extraños que llegaban desde dentro. El perro de Fernando ladraba sin parar desde hacía varios días atado en la valla de madera que rodeaba la casa, dicen que algún vecino misericordioso, al ver el estado agitado del animal, le había puesto un cazuelillo con agua y otro con unos pedazos de pan. Dicen que cuando los civiles abrieron la puerta, lo encontraron desnudo y desorientado, lanzando aullidos con palabras ininteligibles y que al verlos les advirtió que si le molestaban lanzaría sus todopoderosos rayos y los destruiría y que los guardias, por supuesto, sin hacerle caso lo sujetaron hasta que llegó una ambulan149


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cia que lo traslado a la planta quinta del hospital de la capital. Dicen que esa planta es donde ingresan a los enfermos agudos de psiquiatría y que, aunque han pasado ya varias semanas, nadie ha vuelto a saber de él. Dicen que al pobre perro lo han llevado a una protectora para que no muera de inanición atado a la valla. Dicen que era de esperar, conociendo a Fernando, sus rarezas y su misantropía (no usan este palabra exactamente), sabiendo que desde joven se comportaba de maneras que en el pueblo consideraban estrambóticas y que cuando murieron sus padres la cosa se agudizo hasta hoy. Dicen... Aurora habla y habla, mientras Luisón y yo escuchamos un poco espantados toda la historia y nos miramos como si hiciera tiempo que esperásemos que algo así pasara y, cuando podemos intervenir, recordamos las últimas veces que lo vimos, aquel día paseando por la cala Forada, justo antes de que comenzara la primavera. El segundo vaso de aguardiente se agota y la tarde sigue pasando lentamente. El cielo y el mar se funden grises, el temporal trae olas agitadas que llegan a la orilla con fuerza y arrastran entre la espuma las conchas que se acumulan entre las piedras. Las tormentas vienen después de unos días de calima, según los más viejos estos vientos vuelven locos a los hombres, pero de ser así todos en el pueblo lo estarían porque todos los años en esta época del año vuelven los mismos vientos. He quedado con Luisón para pasear por el camino que va hacia las calas porque, a veces en estos días, el mar trae a la costa pequeños tesoros que quedan varados en las zonas menos abiertas de la costa. El camino de arena va paralelo 150

a las caletas, con el tiempo se han ido esculpiendo escaleras y abriendo oquedades en los acantilados, hechas por nadie, solo por el agua y el viento. El paisaje es salvaje, la soledad es feroz, los días aún duran poco, la oscuridad se apodera de las rocas y el agua es brumosa. Son los mejores días del año para pasear, para dejar volar las velas del barco de la imaginación hacia lugares lejanos que se adivinan tras el horizonte. Luisón y yo tenemos los pies atados a la tierra al lado del mar, aunque eso no nos impide soñar desde que éramos niños con navegar en un barco de vela hasta los confines del este mar. Lo hablamos a menudo como si fuera a ocurrir mañana y hoy no es un día distinto por el camino de arena. A lo lejos se distingue una figura conocida que viene hacia nosotros y detrás un pequeño perro que arrastra las patas. Sonreímos al reconocer a Fernando, lo encontramos a veces en nuestros paseos, es una mole humana, grande, alto, con una larga y espesa barba y vestido con un anorak que parece salido de un cuento de marinos. Al acercarse, el viento se arremolina a su alrededor, es una ilusión óptica que aún lo agranda más volviéndolo casi colosal, el Titán Océano salido del mar. Como conocemos sus largas conversaciones nos apresuramos a saludar y seguir andando pero él, al acercarse, vuelve sobre sus pasos y se pone a andar a nuestro lado. Nos saluda con un movimiento de cabeza y enseguida comienza a hablar. —Mal día hace hoy, no esperaba encontrar a nadie por aquí. —Sí, pero ya sabes que nos gusta pasear por esta zona, es tranquila y con el mal tiempo no suele haber otros paseantes —contesta Luisón. —No me molesta que vengáis voso-


Número 10

tros, os considero amigos, pero sí que me desagrada que vengan otros que molestan a los peces y a las gaviotas. Las gavias chillan volando cerca de sus nidos en las cercanas rocas, no parece que nadie pueda molestarlas mientras caen al mar en picado desde el cielo, en busca de pequeños peces. Fernando sigue hablando de esto y aquello, a pesar de sus más que notables desequilibrios mentales; de joven estudió varias carreras y logró un doctorado en historia, algunos del pueblo pensamos que fue entonces cuando los desequilibrios comenzaron a hacer mella en su espíritu, como si el conocimiento le hiciera ver más allá que ninguno y hubiera creado su propio mundo para no tener que enfrentarse a los escollos de la realidad. Sus opiniones extremadas siempre tuvieron ese poso que va desde la filosofía a la locura, agudizándose al acercarse a esa edad donde ya uno no es viejo ni joven. Hoy está enfadado con la gente del pueblo, no comprenden, no quieren comprender que él procede de una raza

superior que llegó hasta esa costa huyendo de otros seres superiores, amenaza con descargar su inmensa furia y Luisón y yo intentamos tranquilizarlo llevando el tema hacia otros lugares menos ignotos, en donde podamos controlar su ira. Al llegar a la Cala Forada, se despide y se aleja, como un titán agotado de luchar por un puesto en el Olimpo. Los últimos rayos del sol traspasan la botella de aguardiente, casi vacía, el cristal se vuelve de un verde tornasolado invitándonos a terminar la ambrosía. El horizonte se enrojece, se violenta, como nuestro juicio entre los vapores etílicos y los olores a azahar. Se alienta la noche y a lo lejos un perro ladra. Aurora sigue hablando, a pesar de los años sigue siendo una mujer atractiva, morena, mediterránea, como diría el poeta, hecha de brea y sal. Luisón lo sabe, por eso sigue adorándola como el primer día. Lo envidio, también estuve enamorado de ella, pero lo eligió a él y me conformé aunque secretamente mi

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El Callejón de las Once Esquinas

adoración sigue estando viva. Me invitan a cenar, me quedo con gusto, la conversación no se ha terminado y la noche aún es cálida para estar fuera en el patio. —Los padres de Fernando llegaron al pueblo cuando él era un muchacho —prosigue Aurora— cuando todos lo éramos, no sabíamos de dónde llegaban, ellos dijeron que eran libaneses y ninguno lo pusimos en duda, pero no quedo claro nunca su procedencia. Se asentaron aquí con el muchacho y consiguieron hacerse un hueco entre los del pueblo, al poco tiempo eran unos más. Ciertamente su aspecto era refinado y cortés, educaron a Fernando en la ciudad, en buenos colegios. Alguna vez estuve en su casa, cuando aún vivían; era un lugar con muebles exquisitos y en las paredes colgaban lienzos hermosos. Recuerdo que en el jardín tenían una fuente con la estatua de una mujer desnuda con un cisne a su lado, que vertía el agua con un cántaro apoyado en su hombro. Todo aquello que cuenta Aurora yo lo desconocía, dejé el pueblo cuando me fui a hacer la mili y después me quedé durante muchos años en la ciudad donde la había hecho, en donde me casé. Cuando mi esposa falleció, aún era joven, decidí volver al pueblo para llevar una vida más tranquila. —Si bien es cierto —prosigue Aurora— que alguna vez me pareció que aquella mujer de la fuente tenía la misma cara que la madre de Fernando, Leda se llamaba. Cuando el chaval volvió de la universidad, ya era un hombre, aquella mujer se retiró y no volvió a salir de casa. Ahora recuerdo que Martina, la chica del Perne, le hacía las labores de la casa e iba a comprar al mercado. 152

Es cierto, la hija del Perne, aquel que desapareció en el mar cuando la gran tormenta del 75 —apostilla Luisón las palabras de su mujer—. Los padres de Fernando murieron casi a la vez, ¿verdad? —Sí, fue cosa de meses y yo creo que aquello acentuó su enfermedad mental. La luz de la luna es una serenata entre los naranjos. Los sonidos de la noche nos envuelven y nuestras palabras se arrastran en nuestras bocas como un canto; miro a Aurora, sus ojos siguen teniendo el brillo prodigioso de la juventud. La luz de la luna es una serenata triste de una quimera de amor. Volvemos de la Cala Forada con los bolsillos llenos de pequeñas conchas y hermosas piedras taladradas por el agua, que después Luisón y Aurora ponen como adorno en su pequeño jardín. Sentado en una roca de la Cala Blanca está Fernando. Se le dibuja una sonrisa, una línea bajo los pelajos de la barba, el perro echado entre sus grandes pies se lame las patas. Nos acercamos entre las piedras, se levanta con ímpetu. —Tengo buenas noticias, estoy en el momento más importante de mi vida. Nos miramos de soslayo, con extrañeza. —Sí, por fin ha llegado la hora, ya han convocado la oposición y estoy seguro de que seré el primero. Llevo toda mi existencia preparándome para este momento y sois vosotros, amigos, a los únicos que puedo contárselo. Mi madre me lo dijo en su lecho de muerte: espera, hijo, que algún día llegará el momento, no tardando mucho y podrás volver a tu lugar, con aquellos que te esperan desde hace muchos siglos en el mar, en la tierra, en el aire.


Número 10

—Nos alegramos por ti, Fernando —dice Luisón—, eres una gran persona y te mereces un buen puesto, sea donde sea. Y ¿de qué es la oposición? —¡Ah! Señores, no es una oposición cualquiera, está solo reservada para aquellos que logramos conquistar el saber humano, la existencia divina del universo y fuimos desterrados a una existencia mortal que nos dejó varados en el tiempo. Pero esta vez lo lograré. Y después enviaré al Averno a los malvados que me han retenido en este mundo, que me han relegado a esta existencia mísera y vacía. Seré de nuevo Dios como en el principio de los tiempos. El espanto se dibuja en nuestras caras, porque calla, se sienta y es como si ya no estuviéramos allí, como si al decirnos aquello sus pensamientos y su

esencia hubieran vuelto a la oscuridad. Al alejarnos volvemos la mirada, una vez más el viento se arremolina alrededor de Fernando, el Titán Océano salido del mar. La madrugada dibuja en el oriente fulgores rojos por encima de las pequeñas colinas, el perfume del rocío se mezcla con el aroma a sal. Todo es quietud a la espera del sol. Los vasos están vacíos, la botella también. Nuestros espíritus hace horas que entraron en el mundo sutil de la embriaguez, nos hemos abandonado en estas sillas dejando que la noche pasara. Aurora y Luisón, abrazados, se retiran y yo, con mi tristeza, me marcho por los estrechos caminos hasta esa casa vacía en donde habitan mis sueños.

Araceli Cucalón (España) 153


El Callejón de las Once Esquinas

El final de los tiempos Ricardo Alberto

Bugarín

EL ARCO DE MEDIO PUNTO se puso cabeza abajo y lo comenzaron a imitar todos los compañeros laterales. Todos se plegaron a ese juego y en un abrir y cerrar de ojos pusieron la catedral patas para arriba. Al comienzo no nos dimos cuenta pero cuando el tembladeral se hizo más sostenido, salimos a los avemarías para la calle. Del susto, unos se atragantaban con los salmos, otros hacían gorgoritos con los cánticos, algunos gritaban a latinazos, los menos hacíamos fuertes aspersiones para no ahogarnos con el llanto. Es el aburrimiento, es el aburrimiento, gritaba el sacristán intentando calmar a la feligresía. Yo no me creo que los arcos estén aburridos, decía una señora a mi lado, esto debe ser que ha llegado el final de los tiempos, agregaba mientras se iba tragando el rosario todo lleno de misterios. Ricardo Alberto Bugarín (Argentina) 154


Número 10

Coincidencia

Carmen

Martínez Marín

Las coincidencias nunca vienen solas... CLARA ES UNA MUJER sencilla, sin pretensiones ni ambiciones lejanas. Vive en una ciudad donde el sol nunca falta a su cita diaria, sólo en los escasos días de lluvia que trae el suave invierno. Esta mañana de primavera le han soplado el título de un libro que le ha parecido interesante. A pesar de tener las estanterías de su biblioteca llenas desde hace ya algún tiempo, y sabiendo que materialmente no tiene espacio para más libros, no se resiste a seguir comprando. Piensa siempre «para mis hijos». Por la tarde se ha dirigido a la librería de costumbre para hacerse con él. El librero la conoce. —Hola, buenas tardes. Le dice el título y la editorial. Del nombre del autor sólo sabe un apellido. Andrés teclea en el ordenador el nombre de la novela y dice: fulanito… Clara le confirma: sí, ese es. —No lo tenemos. ¿Te lo pido?

—Sí. Hola, ¿qué tal? —saluda a la otra dependienta que, sin conocerla mucho, sólo de ir por allí de vez en cuando, es muy amable y atenta con ella. Cuando Clara se dispone a darle el número de teléfono para que le avisen al recibir el ejemplar, el librero un tanto sorprendido, le dice aseverando: —Yo sé quién te ha recomendado este libro. —¿Sí? ¿Quién? —pregunta un tanto extrañada. Ha sido perenganito… El otro día vino por aquí y me dijo: «Quiero este libro y ya puedes pedir unos cuantos ejemplares, que lo voy a recomendar a un grupo de amigos». Y mira tú por dónde, ahora llegas y me lo pides. ¿Tú lo conoces? —No —contesta Clara aún más extrañada si cabe. Cuando Andrés empieza a tomar nota del teléfono, se para y le dice: —No, espera, ayer pedí unos cuantos 155


El Callejón de las Once Esquinas

volúmenes. Mañana me llamas que te reservo uno. Los encargué a mi nombre. Yo te lo aparto. Clara se ha quedado extrañada, no sabe qué decir. Tan sorprendida está que le dice: —No, si yo tampoco lo conozco personalmente. Sé que está retirado del magisterio y que vive para sus aficiones, la familia y los nietos. Me parece una persona muy interesante, sabe de casi todo. Y no es de los que presume. Tengo la sensación de que es una persona feliz. Ahora pasea de vuelta a casa con una sonrisa que agranda su cara. Se siente ágil, alegre y satisfecha. Hace tiempo que abrió una ventana a la que no dejan de entrar cada día aires nuevos, suaves, de los que confirman que hay personas que sin conocerlas te pueden ayudar, sin saberlo. A Clara la vida le va bien, está sana y tiene una familia. Ella dice de sí misma, ser una mujer afortunada. Clara, «de origen ilustre», del latín clarus. Nada que ver con cómo es. Esta mujer es clara como el agua que brota en un río en su nacimiento, fresca, transparente, alegre, bella, habladora; le gusta decir las cosas de frente, mirando a los ojos, para ver siempre el color de las palabras. Me la encontré aquel día cuando yo salía de la misma librería que ella. Me gustó que me contara «su coincidencia». Clara y yo nos conocemos desde la universidad. Estaba enamorada de ella. Esto me ha hecho recordar que otra fue la coincidencia que nos separó entonces. Esta quedará sólo en mi memoria, en esa memoria que ahora voy perdiendo por los caminos de la vida que transito, la que me queda por vivir. Tengo que ir

Fotografías de la autora 156

más a menudo por la librería. Quizás otro día me encuentre con Clara y me saque de la oscuridad que me acompaña en soledad, una soledad no buscada, como aquella de los tiempos lejanos. Sigo caminando, cuando me llama poderosamente la atención un escaparate, me acerco y miro. Enseguida veo reflejada sobre la luna una figura femenina. Cuando me doy la vuelta, oigo: —Juan, nos tomamos un café y charlamos un rato. ¿Te parece? —Sí. No sabes cómo me apetece, Clara. Las coincidencias nunca vienen solas, el tiempo hace a veces de testigo en lo que, pudiendo haber sido, no fue. Por los grandes ventanales de la vieja cafetería se ve a un hombre y a una mujer que hablan animadamente. En sus gestos se observa la fortuna del reencuentro.

Carmen Martínez Marín (España) Blog: aymaricarmen.blogspot.com


Número 10

Crisantemos

Jac

Andino Están cerca... «SIEMPRE ES LA MUJER quien debe meter al hombre en la cama», esta frase resuena en mi mente como el sonido retumbante de un tambor. Siento las vibraciones provenientes de los incesantes golpes en la puerta. Espero paciente, acompañada por una calma austera, hasta que logren traspasar el umbral que nos separa. Las voces gritan molestas en un idioma que he aprendido a ignorar porque no es mi lengua materna, la que intentaron quitar con la prohibición y la amenaza. Están cerca. Distingo los murmullos cada vez más agudos; sin embargo, ninguno de los que quieren entrar en la habitación estuvo tan cercano al hombre que yace acostado en el tatami con los ojos entrecerrados y la boca abierta. Él ya no respira y no sé si esas personas se habrán dado cuenta de lo que hice, pero

sus pensares me interesan muy poco. La habitación huele a flores de crisantemos, a ese símbolo icónico de estas islas llamadas Japón. El peculiar olor logra alejar los arrepentimientos y la cobardía. Más allá de estas paredes, se escucha al barullo de la ciudad aclamar un llanto de dolor, una congoja por perder a un ser amado y no recuperarlo jamás, como me llegué a sentir el día que los japoneses entraron en mi país. Yo era una niña ingenua, desconocedora del poder que puede tener un hombre sobre otro. Ahora este pueblo me da lástima y debería de compartir esta derrota con ellos. Recordar que se han convertido en víctimas de su propia jugada. Mas no debo tener compasión, como no la tuvieron al separarme de mi familia. No es el momento para echarme hacia atrás con esta ráfaga de pensamientos absur157


El Callejón de las Once Esquinas

dos. Mis compueblanos celebran la libertad anhelada, ya no seremos oprimidos por la superioridad de nuestros vecinos. Mis lágrimas quieren ganar fuerzas, las detengo. No puedo permitirme llorar en este momento de júbilo. Oigo el fuerte crujir de la puerta. Están por entrar. Dejo que la sábana en satín adorne mi anatomía desnuda. Las vestiduras de la yukata reposan en el tatami mientras las de hanbok están dobladas junto a mí. Los colores brillantes, rojo y azul, de la tela que me cubre resaltan la palidez de mi piel; salpicada por hilos de carmesíes. Estas líneas rojizas se pintan en la habitación como una melancolía llevada en el pecho. Quiero dejar correr la felicidad por el cuerpo. La añoranza por recuperar lo que conocía me embate el espíritu con muchas preguntas: ¿Estarán vivos mis padres, abuelos y hermanos? ¿Vivirán juntos en el hanok? ¿Seguirá igual lo que dejé atrás? ¿Podré regresar alguna vez? Me miro el rostro en el espejo pequeño de encima del buró y noto que ha perdido la simpatía que me caracterizaba. Dirijo la mirada a la cara fría del hombre que nos separó o, mejor digo, de los hombres que nos separaron. Aunque es uno el muerto, su cara refleja cada uno de los varones que pasaron como sombras por el camino de mis años. «Siempre es la mujer quien debe meter al hombre en la cama», me tapo los oídos. ¿Por qué tiene que regresar esa voz horrenda de la señora Yamazaki? ¿Quién fue ella para decirme lo que debía de hacer? ¿Quién fui para dejarme aplastar por el enemigo? Trato de oír, en mi propia voz, la musicalidad de mi verdadero nombre, pero lo siento tan lejano. Ha pasado demasiado tiempo desde que dejé de llamarme de esa manera que no sé con exactitud si estoy 158

pronunciando correctamente. Solo puedo pensar en la entonación de mi nombre actual, lo cual odio bastante. Lanzo la daga de doble filo al cuerpo inerte que se ha comenzado a endurecer, pues fueron ellos quienes me trajeron a esta tierra desconocida. Me arrebataron de mi familia, apenas siendo una niña cruzando la adolescencia, con promesas de una vida más productiva. Una vez aquí, en Tokio, me llevaron a la casa de la señora Yamazaki para trabajar con ella. Pasé a formar parte de las Nougeisha, un grupo selecto de chicas de sangre no japonesa. Me ofrecían a los soldados japoneses para saciar su deseo sexual y en ocasiones era humillada, con burlas, golpes y risas, por ser de un territorio colonizado. El trato era cruel y el dolor insoportable. Traté infructuosamente de escapar, mas la barrera del idioma lo impedía. Pude sobrellevar esta carga aferrándome a los recuerdos y a la querencia de un día ser libre. El señor Kurosawa, el que está en el suelo, un excomandante militar del Imperio de Japón, se interesó por mí al visitar la casa de la señora Yamazaki. Cuando nos conocimos, su mirada, llena de calidez, fue diferente a las anteriores, sin lujuria ni desprecio. Sus caricias no eran como las otras, había una extraña sensación de ternura, pese a que trataba con una mujer extranjera. Pagaba exuberantes sumas de dinero para tenerme la noche entera hasta que logró obtener el permiso de la dueña y me llevó a su casa en Kioto. Estando junto a él pude sentirme a gusto en este sitio, pero mi cuerpo se quemaba en un deseo infernal porque extrañaba. En cada roce con la piel del señor Kurosawa recordaba cómo fui injustamente separada. No he podido dejar de ser una mujer de la península coreana.


Número 10

«¿Vas a estar conmigo hasta el final?», me preguntó ayer mientras escuchaba la radio. «Es inminente», dijo y puso el ramo de crisantemos blancos en nuestro lecho. Sin pronunciar más, comenzó a desvestirme. No hubo besos ni caricias prolongadas. ¿Cómo es posible que él quisiera estar conmigo cuando el Imperio caía? Una repulsión caminó a través de mi cuerpo y sucedió el día en que anunciaron el rendimiento del Imperio. El señor Kurosawa fue a orar en una esquina de la habitación. Yo tomé con sigilo la daga de doble filo que guardaba en el buró. Me acerqué por la espalda y velozmente le corté la garganta. El cuerpo del hombre se retorció con violencia. Trató de pronunciar alguna palabra. Le aguanté la cabeza para no mirarlo. No quiero llevarme sus ojos conmigo. Escucho el sonido del desprendimiento de la madera. Han entrado en la habitación. Son cinco hombres vestidos con uniforme militar y dos mujeres de la servidumbre, ayudantes del señor Kurosawa. Ven el cuerpo rodeado de sangre y a mí arrodillada en la cama. Miran confundidos la escena. «¿Qué has hecho?», preguntan horrorizados. Uno de los hombres me toma del brazo. Sonrío y no pongo resistencia. Al levantarme, de mi entrepierna caen pétalos de crisantemos. «¡Maldita Nougeisha!», dice y coloca con furia su pistola en mi cabeza. El susurro de una melodía cantada por mi madre me retumba en el oído y me transporto a su regazo para descansar tranquilamente. Entonces, menciono en mi lengua materna, «siempre es la mujer quien debe meter al hombre en la cama».

Jac Andino (Puerto Rico) Blog: arterialcultural.wordpress.com 159


El Callejón de las Once Esquinas

Metanovela

Víctor Andrés

Parra Avellaneda A Samantha Díaz ME DEDICO A ADMINISTRAR una página de creación literaria llamada Con las Prosas al Aire. Ahí cada semana anuncio un concurso sobre el cual ha de inventarse una historia sobre un tema propuesto. Los participantes se rompen los sesos para plasmar sus ideas en forma de narrativa y entre ellos se machacan con críticas constructivas y observaciones respecto al estilo. Cada semana es lo mismo. El tema cambia y los textos vienen. A leerlos todos, los textos se leen y se mutan con cada nueva lectura analítica. No son los mismos desde su primigenia versión de 160

borrador hasta su última configuración más o menos definitiva. Este es un caldo de ideas, que algunos de sus autores saben bien aprovechar, catando la calidad de los textos, atendiendo a las impertinencias redactadas y, solucionado todo ello, egresan la ficción a la competencia de publicación en alguna revista literaria. Realmente, no hay tales escritores. No existen. En realidad, no hay tal grupo de creación de letras colectivas. Si lo buscan en internet no encontrarán nada. Todo es parte de una gran preparación que desde hace cinco años he


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llevado minuciosamente a cabo con tal de lograr escribir una novela experimental. Todo surgió con la apreciación de dos obras de Bach y Beethoven. Del primero fueron las Variaciones Goldberg, El arte de la fuga y La ofrenda musical, donde Bach utiliza en cada uno de estos títulos un tema sencillo del cual desprende un universo de variaciones y transformaciones musicales. El caso de Beethoven recae en las 33 variaciones sobre un tema de Diabelli. Quería yo hacer algo similar, una serie de ricas variaciones sobre un tema simple. Variaciones que con cada invención se vayan convirtiendo en una enorme fuga de hasta diez o cuarenta voces. Miles de voces hablando a la vez, que sea indistinguible cerciorase de lo que se escucha. Que la música se convierta en ruido, y el ruido, de ser tanto, termine por ser un silencio paradójico. Así, cuando todo en el mundo termine, y solo quede el silencio, tal vez podremos apreciar el difícil arte del silencio. El primer tema, el que inicia la gigante fuga coral, soy yo. La novela se inicia describiendo la dinámica de la página de creación literaria, luego surgen los comentarios y después, los textos. Mi reto es ser un escritor distinto. En cada nuevo capítulo escribo sobre el mismo tema como si fuera una persona diferente. Luego, en el siguiente capítulo, vuelvo a ser otra persona para encarar al escritor y corregir su texto. Así, la novela expone un diálogo y alternancia de personajes que toman dominio de la narrativa. Parece que la obra la escribieron miles de personas. No importa en qué página se abra el tomo, uno no se pierde en nada, porque, para empezar, uno ya se encuentra perdido.

Cada vez que hago esto, es decir, escribir esta novela, adquiero destreza en nuevos estilos, desde los más prosaicos hasta los más mediocres. El reto de esta obra es explotar todas las posibilidades de escritura. Ser todas las personas que pude haber sido; y en su defecto, ser todos los tipos de escritores que pude ser o incluso podría llegar a ser. Mis personajes son cada escritor, y de estos personajes surgen otros personajes, los frutos de estas ficciones. A veces, cuando escribo la novela, dejo esta sección visible y me enfoco en la escritura de una novela paralela, o una novela escondida. Es decir, una novela donde escribo los comentarios tras bambalinas de cada uno de los personajes escritores que ideé. Me imagino cómo son sus círculos sociales, familias, amores o desamores; también me imagino que escriben sobre una historia donde los personajes son escritores y donde yo puedo ser uno de ellos. La novela me resulta a veces peligrosa, puesto que me hace dudar de que existo. No se la he mostrado a nadie. No he divulgado mi trabajo. Nadie sabe qué es lo que hago. Cuando voy caminando por la calle, llego a la oficina y me saludan, mi satisfacción más grande es no decir las siguientes palabras: —No sé si te conté que escribo, ¿gustas leer uno de mis textos? Jamás le he mostrado mi trabajo a nadie. Solo escribo en mi casa, cuando nadie me ve. La gente se fastidia con la lectura. Apenas si leen encabezados sensacionalistas de noticiarios irresponsables, mensajes mal redactados, apartados del periódico y uno que otro meme. Lo mismo pasa con la música. Mientras más sencillo sea lo que se lee o escucha, más posibilidades hay de que sea conocido por un ajeno. Debo confesar que 161


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mi obra está condenada al olvido. Conozco muchas personas cercanas que al ver una o dos páginas repletas de texto huyen sin más. Me he prometido no mostrar mi obra a ninguna persona. Ni siquiera a mis padres, hermano, amigos. Recuerdo haber leído una anécdota de Beethoven cuando compuso su sonata para piano número 29, la temida Hammerklavier, de extensa duración y que termina precisamente con una monstruosa fuga de quince minutos que parece indescifrable pero que esconde la evolución de un enorme río sonoro que parece infinito y agónico; un auténtico laberinto donde una vez adentro, el escucha está siempre preso, indefenso. El compositor dijo «ya sé componer». Con mi obra aspiro a decir algo similar: —Ya sé escribir. Y luego de eso, no escribir nada jamás. 162

Crear personajes complejos como escritores que participan en mi página ficticia me ayuda a pulir mis textos. Estos personajes, que yo ideo y pienso, al tener un tren de pensamiento distinto al de los otros escritores, me permiten comprender cómo escribir bien. A veces, escribo un capítulo entero donde yo dialogo con uno de esos escritores hipotéticos y este me manda correcciones. Hago esto con cada uno. La novela lleva más de cinco años escribiéndose y comprende ya todo el mueble donde debería ir mi biblioteca. Más de cinco mil páginas de un continuum de letras, diálogos y figuras retóricas, de personajes que no son los mismos desde el inicio hasta el final. Ni yo mismo soy el mismo. Leer otra vez la novela me haría mal. Por eso nunca vuelvo a una página. Esto es escribir y no mirar atrás. La historia no tiene final, o al menos eso creo.


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El otro día, en la novela, conversaba con uno de los escritores de Prosas al Aire, y me decía que tal vez podría explorar un final para mi novela. Lo que hice fue proponer el siguiente reto: «Escribir un final para una novela donde los personajes son ustedes». Creo que, sin querer, aquí se ha formado un algoritmo intuitivo capaz de evolucionar por su cuenta. Cada personaje de mi obra es un algoritmo, una entidad abstracta que interacciona con las múltiples variables del entorno ficticio; aprende y relaciona todo con tal de volverse más complejo. A su vez, las creaciones de mis creaciones son otros algoritmos o «algoritmos hijos». En total fueron creados ochenta finales diferentes. Y en cada final se encontraba una subtrama, donde los personajes pensaban en varios fines de los cuales uno era el que seleccionaban

para el reto semanal. En realidad, si somos francos, deberíamos considerar los finales no contemplados, los desechados. Si acaso les diéramos la oportunidad de consolidarse, seguramente de ochenta pasarían a ser quinientos finales posibles. Quinientos desenlaces. Mi trabajo es en efecto extraño. Me dedico a escribir una enorme novela sin final. Irónicamente, al buscar un final, surgen cientos de bifurcaciones y de ellas surgen otras y otras. Me pierdo en cada rama de este gigantesco árbol ontológico. Tengo miedo de perder el hilo de la historia y terminar escribiendo otra cosa distinta. Tal vez ese sea uno de los tantos finales, no encontrar final y verme varado en medio de la nada. Como todos los que están leyendo esto.

Víctor Andrés Parra Avellaneda (México) Facebook: Las escrituras del plásmido ocioso

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Fin de un hecho consecutivo Carlos Enrique

Saldívar

No existe ser que pueda ocupar mi lugar en este sector del cosmos... OJALÁ ESTO TERMINARA de una vez, mas no finalizará pronto, a menos que yo lo decida. En tanto continúe, mi cabeza retumbará en campanadas de infelicidad eviterna. Ha sido así desde el principio del tiempo, cuando Él tomó conciencia de lo que era y me dio el trabajo. Casi se podría decir que yo nací con Aquel, quien me llevó dentro de su esencia como una semilla inocente e implícita en su infinita grandiosidad, algo que le agradecí en aquel 164

momento y me reconfortó durante esa época dorada. Yo lo quería, empero, ahora lo repudio por someterme a tan cruel destino, el cual me tiene tenso, aturdido, agotado, trastornado. No sé cuánto tiempo ha transcurrido, a veces les pregunto a las almas en espera cuánto tiempo ha pasado desde que estoy aquí, en este limbo. ¡Tonto, estúpido de mí! No puedo gozar de los frutos de mi labor, ni siquiera aquí mismo: en mi habitación sin paredes, sin


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piso ni techo. El aburrimiento me destroza, es lo mismo cada día, desde hace millones de años. Hace unos milenios el trabajo se ha incrementado; no tengo tiempo ni para sonreír, ni para pensar, ni un segundo de descanso, porque todo vuelve a empezar, vuelve a iniciarse este hecho, esta triste e inútil cosa que tanta desgracia ha traído al mundo, aunque también ha logrado un balance. Algo que una vez amé, pero que ya no quiero, algo que ahora odio. Perdón, Grandioso, he decidido poner las cosas en regla muy pronto. Una vez me dijiste que nunca debía moverme de mi sitio, ya que si lo hiciera, mucho se extinguiría: yo mismo y la armonía de este radiante sistema solar, y lo que hay más allá de todo aquello; en fin, mucho. Sin embargo, no temo, este empleo es durísimo y me siento tan cansado, estoy muy viejo, esta silla dura, de metal, en la que descanso no puede sostener ya mis agarrotados huesos. No tengo, como alguna vez, tiempo de comer. Hace siglos que no pruebo bocado, mi trabajo es continuo, no existe descanso. Mis enormes ojeras se están pudriendo, un insoportable olor escapa de mi piel y de mis ropas, carcomidos por los hongos del tiempo. Tengo sueño, pero no puedo dormir, no puedo interrumpir mi labor, Él se enojaría, aunque sabe que no puede reemplazarme, ¡eso es lo más trágico! Soy único y especial, solo yo, en todo este universo, puede hacer esto, mas no puedo realizarlo por siempre, hace tiempo debí jubilarme, hace tiempo todo debió terminar, mas no existe ser que pueda ocupar mi lugar en este sector del cosmos, un espacio de tristeza milenaria, de lágrimas antiquísimas. Aquí estoy atrapado, debilitado, anciano, repleto de millones de años de existencia.

Aquí estoy desde que la vida se inició y aquí estaría para siempre si no hubiese pensado en detenerme, cosa que en breve conseguiré. Sé que hay otros con mi don, con mi talento, pero se encuentran en otras dimensiones, otros sistemas solares, otras galaxias, viviendo en estrellas lejanas; deben sentirse como yo: presos de un destino terrible que no les permite dedicarse a lo que aman. Por ahora, yo me aboco a este planeta. El amor que sentí alguna vez se ve hoy tan lejano, el odio surge en mi mente agónica, un repudio fuerte ante lo insostenible, ante el abuso y la explotación hacia mí por parte de quien me dirige. El amor… yo amé una vez la música, escuchaba algunas veces sonidos provenientes del mundo, allí había jóvenes hermosos que tocaban instrumentos de ensueño, entre bosques frondosos, entre animales mansos. Estos muchachos también emitían bellos sonidos con sus bocas. Eran bondadosos, se amaban y luego cantaban; yo intentaba imitarlos, me gustaba oírlos y componer mis propias melodías para hacer más tolerable esta tarea cotidiana, para que mi asiduidad no acabara por derretir mis sesos. No obstante, a medida que el tiempo avanza, mi trabajo se ha doblado, triplicado, cuadriplicado, y continúa aumentando de forma acelerada. Cada vez transcurre un microsegundo tan solo entre cliente y cliente (o quizá víctimas). No hay tiempo ni para pestañear, no hay tiempo de soñar o suspirar, ni de cantar. No existe tiempo para mí, solo es hora de verter lágrimas mientras escucho un nuevo llanto, un deslumbre esencial. A veces tenía visiones que reflejaban la luz de la naturaleza, pude ver la luna, el sol, conocer el amor de nuevo al poder vislumbrar entre reflejos de realidad a 165


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dos de mis clientes años después: un precioso hombre, una graciosa mujer. Soy un ser asexuado, no hay muchas especies como yo, pero una vez, hace mil años, me visitó otro ser asexuado, vestido de negro, que se rio de mí. Su labor es más fácil; él tampoco descansa, aunque está loco, y eso lo hace feliz. Yo tengo la maldición de estar cuerdo y por eso sufro, mis naranjas ropas carecen de brillo y perdieron las refulgencias voluminosas que tuvieron una vez. Me siento muy infeliz, soy desdichado, alguna vez desearía que todo terminara, pero no me atrevo, tengo miedo a la armonía que me controla, a mi jefe. Él también me teme, sabe que si renuncio todo acabará, por eso no debo flaquear y he de seguir, debe ser así, es mi destino, contra eso nada se puede hacer, ¿o acaso estoy confundido? Me siento apenado, no tengo nada que ocultar; me describo: cabellos canos que llegan al piso, huesos lánguidos atrapados por la tuberculosis. A veces se me cae la baba y algunas cosas innombrables se meten en mi carne, pero continúo, continúo siempre. Continúo. Tantas veces, durante milenios, me he sentido hastiado, fatigado, entristecido y ya no puedo seguir, nunca más podré hacerlo, ya ni puedo ponerme de pie, sigo sentado en la tortuosa silla de oro, metal del que nunca gocé. Desearía al menos un segundo de placer por parte de mi labor, mas no sirve de nada. Al principio de la vida, no pedí una paga. El contrato no me favoreció y, aunque al inicio hubo satisfacción, cuando apareció el primero, la primera, los siguientes, ese cálido sentimiento se fue difuminando en abismos de cruenta realidad, porque mis clientes no eran todos buenos. Hoy, muchos son despiadados 166

y hacen cosas horribles por mi culpa. A veces escucho lamentos, ya no más música, sonidos de hembras que no debieron padecer aquello, gritos de mancebos gráciles que no se merecían eso. Escucho risas diabólicas y veo imágenes horribles. Empero, cierro los ojos y continúo. Continúo. Sigo, sigo, sigo en mi interminable labor, por los siglos de los siglos. ¿Hasta cuándo será así? Ni Él lo sabe y Él lo sabe casi todo, no obstante, desconoce esto. Sabe que algún día terminará, mas no durará mucho el receso, volverá a empezar y seguirá hasta una nueva eternidad, ya que es cierto que hay eternidades nuevas y las eternidades terminan en cierto momento para ceder paso a las eternidades jóvenes, aunque estas no son más que hijas de la terrible eternidad en donde yo estoy enclaustrado en este momento. Como dije, a veces me sentía contento con algunos frutos de mi labor. Hace 2046 años me sentí feliz cuando se presentó el hijo del Grandioso, y muchas veces aparecieron ángeles bonitos que hacían que mi labor fuera tolerable, incluso cuando surgían como clientes míos. Hubo seres curiosos, los llamados supra, mutantes, psíquicos o semidioses. Me sentía totalmente fascinado y quería trabajar más, me empeñaba en hacer las cosas bien, sin embargo, de dichos seres ya no queda ni el más mínimo retazo. Así como hicieron su puesta en escena estas criaturas también hubo entidades feas que amenazaron el mundo y cometieron actos indescriptibles por mi culpa, pues sin mi ayuda nunca lo hubieran hecho. A mi jefe no le importó mucho, me di cuenta, casi nada le interesa, solo que le rindan tributo, que lo vanaglorien. En cambio, a mí nada de


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reconocimientos, de homenajes, no soy mencionado en los libros. Eso no es justo. Hay quienes han de imaginar que yo existo y, de entre estos, algunos me detestan, no me quieren, me odian, me echan la culpa de sus males y quizá yo sí sea responsable, aunque nunca ha sido mi intención hacer sufrir a nadie. Ellos contratan a aquel ser asexuado, mi rival, mi competencia, que los engatusa con la paz eterna y se los lleva en caballos de oscuridad hacia mundos insospechados y tenebrosos. Mi jefe también es culpable, pero no se lamenta, no se conduele. Es indiferente a todo. Me han traicionado, me han embaucado, no tiene sentido. Nada de lo que he hecho a través de los milenios tiene sentido. Lloro, tantos hijos, tantas mujeres, tantos hombres, y no poder comunicarme con ellos para expresarles mis emociones. Tantas crueldades, tantas destrucciones. Sí, es la mejor decisión que he tomado. Será lo mejor. Él no se enterará, pasa su tiempo despreocupado con las ninfas y los arcángeles, ya ni se ha puesto a controlar mi trabajo como antes lo hacía. Tiene todo el tiempo del mundo, su trabajo a través de los años se ha reducido, Él así lo dispuso. ¿Por qué yo no puedo hacer lo mismo? No soy más débil que Él, me he dado cuenta. Mi trabajo ha aumentado, no me detengo, un cliente, luego otro, otro y otro… Mientras suelto estos pensamientos, que ojalá puedan ser captados en el espacio sublime por algún poeta en sus meditaciones, estoy trabajando. En tanto cuento la gran pena de mi corazón, estoy laborando, cumpliendo esta gran labor que no aguanto y... Sigo y sigo. Y sigo, sigo, sigo.

Sigo, sigo, sigo, sigo. Uno, otro, otro, otro, otro y otro. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez… ...once, doce, trece, catorce, quince, ¡hasta cuándo! No podré soportarlo más, estoy viejo, demasiado viejo. Quiero descansar, dormir, quiero... ¡morir! Sí, eso, morir. Creo que pronto vendrá, escucho la risa de aquel ser sin sexo, vestido de negro, que vuela como un espectro. Me hará la visita definitiva, esa será mi salvación. Ya llegará. Por el momento... Me detendré. Aún no. Muy pronto le pondré fin a este perturbador hecho consecutivo que me hace sentirme tan infeliz, nadie nunca se ha preocupado por mí, solo yo puedo hacer algo por mí mismo. A este mundo, a esta Tierra fastuosa, enorme, convulsionada por momentos, puedo decirle que lo siento, pero es lo mejor, quisiera justificar de esta manera el cese de mis actos, quisiera presentar una afinada carta de renuncia pero no hay tiempo. Lo hago hablando a todo pulmón: RENUNCIO a esta trágica labor, aún no, todavía no, en unos segundos, detendré mi trabajo, ya no me moveré, en unos segundos, en solo unos segundos. El ser oscuro se acerca, es mi salvador, no estoy loco ja, ja, ja, ja, ja, ja, no estoy loco como él. Me siento dichoso, depende de mí nada más y ya tomé mi decisión; no hay nadie que pueda detenerme, perdón, quise decir no hay nadie que pueda hacerme seguir, porque en cuanto cese mis actividades se acabará todo, llegara el fin total, en unos segundos, en breve, en poquísimos segundos. La inercia de mi trabajo tan continuo, tan seguido, un cliente tras otro, tan recargado, me impide detenerme, pero en 167


El Callejón de las Once Esquinas

cualquier momento pararé. Llegan más clientes, qué locura, no puedo ni pestañear, no puedo cesar, más clientes. Ni siquiera Él, distraído en su poder infinito, logrará evitarlo. En este momento soy como Aquel y cuando me detenga, seré más grande. Desdichado será cuando lo descubra, desdichados todos. El egoísmo es tan lindo y placentero… feliz de mí. Un segundo, otro segundo, otro segundo, cada segundo diez seres humanos en el mundo, cada segundo multitud de animales, plantas, bacterias, hongos, gérmenes, amebas; a cada milésima de segundo en el mundo hay un cliente, un nuevo cliente, un nuevo cliente y otro, otro más. Haré mi cuenta regresiva por cada cliente: 10, 9, 8, 7... 6... Muy pronto, en unos segundos cesaré. 5... Nadie podrá nunca hacerme continuar. 4... Me detendré, no lo soporto, mis sesos se salen por mi nariz, debo parar. 3... Mi estómago se hincha, mis intestinos intentan escaparse por mi ombligo. 2... Vomito… mis ojos se quieren salir, debo detenerme, lo haré en un segundo. 1... Ahora… ya... a punto de detenerme... estoy parando... paro... me he detenido.

Mi nombre es Balsmun Vita, el dios de la vida. Presidía los nacimientos, pero ahora me estoy sumergiendo en un sueño que durará mil, cien mil, un millón, o de seguro más años. Qué dulce es no vivir…

Ilustración de Humberto Nieto L.

Carlos Enrique Saldívar Rosas (Perú) Blog: fanzineelhorla.blogspot.pe 168


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CAMINO DE LAS TORRES DE LA CARNE Santiago Eximeno Todo el mundo sabe que el tiempo es muerte, muerte que se esconde en los relojes.

Federico Fellini

Cita que abre el relato No te olvides de darle cuerda.

Impresiones Privadas (2019)

Ha llegado a nuestras manos De la carne, el nuevo libro de Santiago Eximeno, un escritor volcado en la literatura de terror y ciencia ficción, que lo mismo escribe novelas, cuentos, microrrelatos, ficción interactiva, poesía, cómic o crea juegos de mesa. De la carne es una recopilación de catorce relatos, algunos inéditos y otros publicados en revistas durante los últimos años, y que ha editado el sello Impresiones Privadas, responsable de la revista Tantrum. Lo primero que llama la atención es el volumen en sí mismo, pues se trata de una edición de una calidad exquisita de la que, nos dicen, solo existen cien ejemplares en papel. El acabado texturizado de la cubierta incita a tocarla, a sentir la rugosidad, acaso los pliegues, de esa figura creada por el ilustrador Ahmed Mostafa que amenaza con succionarnos antes de comenzar la lectura. Un presentimiento inquietante empieza a atemorizarnos… y no hemos abierto el libro todavía. La oscuridad roja y azul de la ilustración que nos recibe en su interior acrecienta la impresión de que vamos a ser arrastrados hacia un universo turbador, como el náufrago que debe enfrentar169


El Callejón de las Once Esquinas

Adriana, la madre de nuestra hija, me dijo una vez que Mar había llorado dentro del útero. Por ello consideré natural verla siempre cubierta de lágrimas… Mar, Santiago Eximeno

se a sus miedos para sobrevivir. Porque todas las historias reunidas en este volumen exploran el miedo a través de los sentimientos de unos personajes que, por rebeldía o sumisión, se enfrentan al orden que rige el oscuro mundo que los domina. El autor se mantiene imparcial ante la trama y ese es uno de los grandes aciertos de Santiago, al urdir, como los maestros de la mejor tradición del horror, una trampa que se clava alrededor de la carne del lector, para que decida él quién es el auténtico monstruo de la historia. ¿La familia egoísta que no se compadece de la madre enferma o la mujer que carga con su deseo de vivir? ¿Una clasista sociedad deshumanizada o quienes aceptan la sumisión por humillante que sea? ¿Los triunfadores que habitan la superficie o los perdedores degradados al subsuelo? ¿Los que contemplan el sueño de un dios dormido o quienes se atreven a despertarlo? Simbiontes, autómatas, criaturas inconcebibles, desfilan por las páginas de De la carne junto a exilados de este mundo, perdedores olvidados, desahuciados hasta de la esperanza de una noche con estrellas. El miedo nos asalta en relatos distópicos y desesperanzadores, como Last exit for the Lost, que recuerda al Marte melancólico de Bradbury, o en ¡Estamos embarazados!, canto a un mundo orwelliano en el que la ilusión de libertad se somete al control de las emociones; también en soterradas críticas sociales bajo la resignada aceptación de convencionalismos grotescos, como en Mesa o en Noverim te, sobre la aceptación feliz de la fatalidad. ¿Todo está perdido? No, nos queda el miedo al amor, al dolor que provoca la ausencia, y que protagoniza el hermoso cuento steampunk No te olvides de darle cuerda, en el que el Eximeno poeta sorprende con una historia sobre el poder del amor para contrarrestar la deshumanización de un mundo insensible y materialista. Y mucho más en relatos que te invitamos a que descubras por ti mismo de la mano de un escritor genuino, que bebe de los grandes maestros de la literatura del horror y de lo extraño. ¿Cómo no rememorar a Hodgson, a Philip K. Dick, a Shirley Jackson, a Pilar Pedraza, y a tantos otros al leer De la carne? Santi, sigue dándonos cuerda. Ya esperamos tu próximo libro. 170


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Participa en nuestra próxima convocatoria

Fecha publicación Septiembre 2019

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CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas


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Fin de un hecho consecutivo

8min
pages 164-168

Metanovela

5min
pages 160-163

Crisantemos

4min
pages 157-159

Coincidencia

3min
pages 155-156

El final de los tiempos

1min
page 154

Moonlight Serenade

10min
pages 148-153

Marty

9min
pages 141-147

Teoría de la evolución

4min
pages 138-140

Golpe maestro

13min
pages 131-137

Los cultivos

4min
pages 128-130

Olor a cera quemada

1min
page 127

La marmota

13min
pages 119-126

Cuando ya no queden hombres

3min
pages 116-118

Una urgencia

7min
pages 111-115

Musas traicioneras

5min
pages 107-110

El rey leal

1min
pages 105-106

Mundo invisible

4min
pages 102-104

La extraña pareja

4min
pages 99-101

Recuerda que intenté gritar

7min
pages 94-98

Gris, como el cemento

3min
pages 91-93

Reconciliación

12min
pages 85-90

El pequeño Jack

3min
pages 83-84

El elegido

5min
pages 79-82

Un rezo a la vida

2min
pages 77-78

Im puta das

1min
pages 75-76

Recriminaciones

1min
page 74

Sabes contar historias

12min
pages 67-73

Vidas

1min
page 66

Crónica apócrifa de un afrancesado

10min
pages 60-65

El Centinela y el misterio de la Cruz del Coso

13min
pages 51-59

Círculos

1min
page 50

Oídos sordos

11min
pages 43-49

Piccéfalo

2min
pages 41-42

Estacado

10min
pages 35-40

Señales

1min
page 34

Prácticas de vuelo de un pájaro enjaulado

13min
pages 26-33

Agua

3min
pages 24-25

Mis tres estigmas

8min
pages 19-23

La maleta de la señora Tillmore

1min
pages 17-18

Bibelot

13min
pages 7-14
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