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Oídos sordos
Ángel Saiz Mora
EL PESO DEL FRACASO gravitaba sobre cada centímetro de mi cuerpo. Aquel lunes, en especial, parecía tener las sábanas adheridas con saña a la piel. No hallé motivos para poner un pie en el suelo y luego otro. El rostro malcarado que iba a encontrarme en el espejo tampoco contribuía a despejar mi ánimo.
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Visto desde fuera podía parecer pereza, pero no era tal, sino falta de motivación. Buscar en Internet y en los diarios, la entrega de currículums, cientos de entrevistas sin resultado, preparar exámenes durante meses había sido tan agotador como estéril. Cerré los ojos con la intención de detener el comienzo de esa jornada, candidata a ser tan frustrante como todas. Al abrirlos de nuevo, la esfera del reloj de la mesilla sacudió de golpe toda mi molicie. Tenía el tiempo justo para acudir a una prueba selectiva con vistas a un posible —e improbable— trabajo.
La ducha fue un rápido bautizo. El desayuno consistió en una taza de leche más inyectada que bebida, sin rastro de café, ya estaba bastante alterado. Cogí lo primero que encontré en el armario antes de dejar la casa como lo hubiera hecho un ejército en desbandada. Llegar a tiempo parecía una perspectiva remota.
Al pisar la calle hice algo que no podía permitirme: tomar un taxi. Recordaba a los sesudos analistas que decían que la dichosa crisis, que al parecer ya habíamos comenzado a superar, tuvo su origen en que la población vivía por encima de sus posibilidades, frases lapidarias a las que otorgué la misma atención que la de quien escucha la lluvia. Curiosamente, comenzaron a caer unas gotas, luego un torrente.
Como caracoles tras una tormenta, aparecían viejecitas entrañables que copaban los escasos vehículos libres con agilidad inaudita. Los minutos parecían haber emprendido una espantada. Opté por tomar al asalto el siguiente transporte con la luz verde. Corrí en dirección a uno que había visto al final de la avenida, detenido en un semáforo, lo que no evitó que apareciese una señora de edad. Estiré las piernas hasta el límite al tiempo que gesticulaba alocadamente. Con el retumbar de mis zancadas y aspavientos hice que se detuviera, circunstancia que aproveché para abrir la puerta trasera e introducirme en el interior, no sin antes recibir unos cuantos paraguazos inmisericordes por parte de esa anciana llena de energía, a quien no logré convencer de que mi caso era realmente urgente. Sin poder contener la risa el conductor me preguntó la dirección.
Revisé el contenido de mi exigua cartera, apenas un par de billetes pequeños. Esto iba a tener consecuencias, tendría que cenar un triste huevo cocido por noche durante una semana al menos. Cada paso que avanzaba el taxímetro era un martillazo sobre el ánimo y un eco atronador en lo más profundo del estómago, cada vez más vacío. Había muchas posibilidades de que la tentativa terminase en nada, pero aunque sólo fuese por amor propio debía continuar adelante y quemar este cartucho. Justo entonces, cuando la humedad en la espalda se volvió hielo, fue cuando me di cuenta. Con las prisas había olvidado algo fundamental para mí, un objeto sin el que estaba casi desnudo, o al menos, muy mermado, pero no quedaba tiempo ni dinero para volver a buscarlo. Continué dentro del servicio público, enfilado hacia el destino, cualquiera que fuese.
Abonado el importe de la carrera, galopé sobre una sucesión de charcos, profundos como lagunas, antes de entrar al edificio de la Administración. Un bedel me hizo un completo chequeo visual, mientras valoraba si debía facilitar el paso a un individuo de aspecto dudoso, que había llegado minutos después de que se cerrase la hora límite para admitir a más aspirantes. Los bajos del pantalón goteaban, con la tela veteada de barro; el pelo era un amasijo chorreante. Sin decir una sola palabra y lleno de vergüenza bajé la mirada. Mi semblante debió ser emotivo, pues después de pensar unos segundos el funcionario se encogió de hombros y, con una mezcla de piedad y rutina, permitió que entrase en una sala llena de gente. Pese a contener a una pequeña muchedumbre, allí reinaba el silencio. Los presentes me miraron con expresiones de fastidio en las que se podía leer claramente: «Otro más». No les faltaba razón, todos éramos rivales. Un centenar de personas para esa codiciada plaza de carácter fijo, cuya única prueba eliminatoria constaba de una entrevista personal, sin más detalles.
Algunos observaban mi aspecto de forma indisimulada, no sólo la humedad y las salpicaduras de lodo, también algo evidente, pero en lo que no me había percatado con las prisas: la camisa era tan azul como el pantalón, lo que me daba un aspecto de operario de contrata más que de serio aspirante. Entre ellos se veían muchos trajes completos, o al menos americanas. Ellas llevaban vestidos bien escogidos y maquillajes esmerados. Yo era la única nota discordante, un pitufo extraño, que había olvidado algo importante e iba vestido como un adefesio.
Me senté apartado de todos, sin dejar de valorar si debería irme. Resultaba difícil creer que nadie en su sano juicio pudiera contratar a alguien tan desaliñado. En un gesto mecánico y nervioso rocé el cabello con los dedos. Varios mechones estaban tiesos, algo que me sucedía con el agua de lluvia. Sentí que aquel asiento era confortable. El cansancio, sin duda, había ganado terreno.
A falta de nada mejor que hacer decidí permanecer allí. Transcurrido un rato ya nadie me miraba, habían asimilado mi presencia, por estrafalaria que pareciera, como si formase parte del mobiliario. Maldije la falta de suerte y nula pericia para asegurarme el sustento diario. Estaba hastiado de dar tumbos, de no importarle a nadie.
Con la autoestima por los suelos vinieron a la memoria las palabras de mi padre, incansable a la hora de repetir que siempre sería un tipo insignificante. Ensimismado en esas acertadas premoniciones, no acertaba a escuchar el contenido de un diálogo iniciado entre algunos de los que me rodeaban. Había transcurrido más de una hora sin que nadie se levantase, ni siquiera para ir al baño.
Cuando mayor era mi desolación surgió una imagen celestial. La joven repartía tarjetas numeradas entre los presentes. Alguien le preguntó algo, ella señaló sus labios con una sonrisa de impotencia; era muda, posiblemente también sorda, un factor añadido que terminó de convertirla en el ser más fascinante de mundo, una luz inesperada en medio de tanta penumbra. Al entregarme la ficha hizo un gesto simpático, puede que el mismo que a los demás, pero yo quise creer en un trato especial, que de alguna forma teníamos algo en común. Al marcharse comenzó el proceso.
Tras ser requerido, el portador del número uno desapareció detrás de la puerta por la que había salido quien tanto me deslumbró. Media hora después regresó lleno de abatimiento, sin mirar a nadie, marcado por la derrota. Se marchó sin hacer comentarios ni compartir experiencia.
El segundo candidato entró con resquemor. Su imagen al volver era desoladora, un saco de boxeo al que hubiesen sacudido a conciencia, pero por dentro, con la espalda arqueada y dominado por los tics.
La tercera persona salió envuelta en lágrimas. Éramos parte de una cadena que perdía eslabones gradualmente sin que nadie pudiese evitarlo. La inquietud había venido para instalarse, complementada a cada momento con dosis de desánimo. Era imposible saber qué ocurría allí dentro. Nadie decía nada y, aunque así hubiera sido, yo tampoco estaba en condición de escuchar. Lo único seguro eran las metamorfosis dentro de ese cuarto, sucursal del infierno, extractor de alegría. El anuncio decía que iba a valorarse el don de gentes, la habilidad para trabajar de cara al público, sin especificar que fuese necesaria una formación especial, tampoco las tareas a desempeñar.
Algunos se marcharon antes de tiempo, infectados de una ansiedad colectiva. Las bocas se abrían y cerraban con miedo, sin que yo distinguiese lo que salía de ellas. No hacía más que echar en falta el objeto olvidado en casa, con él me hubiera enterado de lo que sólo captaba parcialmente. Los osados que entraban por orden acortaron los treinta minutos de la primera víctima para aguantar apenas cinco y volver con la tez cadavérica. Me quedé solo. Era mi turno. Nunca fui demasiado valiente, pero en ese momento, por encima del miedo, flotaba el coraje de quien no tiene nada que perder, también algo de curiosidad. Cinco miembros del tribunal aguardaban tras una mesa alargada. Me observaron fijamente durante varios minutos, bajo un espeso silencio. Lejos de acobardarme, pese a las rodillas temblonas, les devolví la mirada uno por uno. Aunque era difícil imaginar en qué clase de juego estaba metido, no iba a permitir que hiciesen conmigo lo mismo que con el resto.
Noté otra presencia detrás. Al margen de aquel grupo severo, la trabajadora que había repartido los dígitos de orden tampoco me quitaba ojo, pero su expresión era mucho más agradable. Esbocé una sonrisa cómplice, ella respondió con algo de rubor en las mejillas, no me cupo duda.
El examinador del extremo izquierdo se bajó del asiento, no sin dificultad. Su estatura estaba muy por debajo de la media, un enano, sí. Señaló con aprensión lo que estaba a su altura al acercarse a mí: las perneras con el fango adherido, ya seco. Después empezó a vociferar, o eso creí, con los ojos muy abiertos, al tiempo que se ponía rojo. Admito que me sorprendió, pero no lo suficiente como para sentir temor. El hombre terminó por sentarse. Le hubiera imitado, pero no había más sillas libres en esa sala donde todo giraba en torno al aspirante, sometido a un juicio grotesco.
El siguiente juez se colocó frente a mí. Su ceño endurecido casi crujió al fruncirse. Cada uno de esos brazos, totalmente musculados, tenía un diámetro cercano al de mi cintura. La mesa, que al anterior le ocultaba el cuerpo, era incapaz de hacer lo mismo con este, que en contraste mediría dos metros de alto por dos de ancho, un armario viviente. Como novedad, además de hablar y gritar, no paraba de hacer muecas cargadas de amenazas. No hacía falta escucharlas para tener la seguridad de que sus palabras eran tajantes y gruesas. Me señalaba de forma intimidatoria y luego se pasaba el dedo por el cuello, de lado a lado. La otra mano permanecía cerrada en puño, los dientes prietos. Aquello era kafkiano.
Valoré la posibilidad de que se tratase de una broma, del tipo de cámara oculta. Ya me veía en un programa televisivo durante el horario de máxima audiencia, objeto de mofa de millones de espectadores. Fuera como fuese, decidí no moverme de allí hasta el final. El gigante se sentó.
El siguiente personaje tenía una cresta en el centro de la cabeza y los lados rapados, aros y alfileres repartidos por el rostro, incluida la lengua, que se encargó de mostrarme en un gesto que trataba de ser ofensivo. Después hizo amago de sacar una navaja automática invisible y de ponerla pegada a mi vientre. Terminó su actuación con el índice y el pulgar de la mano izquierda extendidos, igual que si fuesen un revólver, con el que me apuntó de forma figurada el entrecejo y, teatralmente también, vació su cargador para después soplarse el dedo, que le había servido de cañón.
Estuve a punto de aplaudir, pero me contuve. En su rareza, resultaba simpático aquel joven, una pieza más de ese surrealismo inexplicable, aunque creí más prudente no confraternizar con estos personajes que, bajo el formato de una loca prueba selectiva me sometían a unas humillaciones que, sin embargo, apenas llegaban a afectarme demasiado. Sólo yo conocía la causa.
Evité mirar hacia atrás. Quise pensar que ella estaba fuera de aquella parafernalia, aunque formase parte de la misma. Necesitaba agarrarme a esta hipótesis.
Una mujer de mediana edad dejó su puesto en la mesa y describió varias vueltas alrededor de mi figura, mientras me escudriñaba con detenimiento. No sé qué pensaría de la vestimenta azul de pies a cabeza, nada bueno, seguro. Primero se puso una mano en la boca. Finalmente dejó salir una erupción de carcajadas que debieron de ser muy sonoras, a juzgar por cómo hinchaba y contraía la caja torácica. Su actitud era muy contagiosa y reí con ella. Llegué a curvar la columna, dominado por un ataque de jocosidad que me sirvió de desahogo. Pronto me di cuenta de que la mujer había vuelto a su lugar, formal y pensativa, lo que hizo que mi hilaridad también se cortase en seco. Pensaba que aquello podría haber concluido, que nadie más iba a probar mi paciencia y entereza de la manera más absurda, pero me equivocaba. De una puerta lateral surgió una persona a quien había conocido recientemente. Tuve que frotarme varias veces los ojos para que confirmasen lo que mi cerebro detectaba: la anciana a la que había disputado el taxi, con el mismo paraguas, hecho de pliegues rematados en encaje. Temí no estar preparado para ese reto definitivo. Sus encías desdentadas subían y bajaban con ira extrema. Me dedicó un repertorio amplio de improperios, que yo imaginaba pronunciados con una voz muy aguda, como la de un roedor enojado. Recibí varios impactos sobre los brazos, en los mismos puntos donde se habían comenzado a formar moratones tras nuestro encuentro anterior. De forma instintiva puse las manos sobre mis partes pudendas, no fuera a recibir un golpe también ahí. Todavía albergaba esperanzas de tener descendencia, una perspectiva remota dado mi escaso éxito con el género femenino, pero teóricamente posible. Al hacerlo, noté un bulto en el bolsillo derecho. Cuando la anciana se retiró por donde vino sentí un alivio enorme, unido a la satisfacción de detectar que el objeto que creía olvidado en casa siempre estuvo conmigo. Me lo coloqué sin pensarlo. Acto seguido los examinadores se pusieron en pie, también el de altura reducida, aunque quedó camuflado detrás de aquel mostrador. Me dedicaron un aplauso muy sonoro y acompañado de ovaciones que, ahora sí, pude escuchar claramente. La señora del paraguas me revolvía el pelo —aún más— con sus manos huesudas en señal de reconocimiento.
La mujer inquisitiva de mediana edad estrechó mi mano con gran respeto. Dijo ser la presidenta de ese tribunal, formado en realidad por actores de reparto de teatro, contratados al efecto y adiestrados en el papel de provocar a los candidatos. Me felicitó y dijo que el puesto era mío si aceptaba, que nunca antes nadie había soportado con tal estoicidad tantas tretas, era el empleado ideal para dar la cara tras una ventanilla de reclamaciones altamente conflictivas, donde recibiría a diario, según advirtió, a todo tipo de personas hostiles.
No paraban de repetir que estaban impresionados, que se habían empleado a fondo para probarme, que habían utilizado todo tipo de insultos, que hasta mentaron a mi madre de forma continuada. Dijeron que yo parecía sordo a sus punzadas verbales. El hombre armario puso un modelo de contrato encima de la mesa, explicó que trabajaría de lunes a viernes por las mañanas, 37 horas semanales, con derecho a un mes de vacaciones, días libres y nómina generosa, con plus de peligrosidad incluido. En contraste con ese cuerpo consistente, su voz, que aprecié en todos los matices, era extremadamente suave. Estampé una firma al momento. Los apretones de manos y abrazos parecían interminables.
Discretamente, la joven de los dígitos me dedicó un guiño después de darme un sobre, cuyo contenido examiné de camino a casa. En él había un papel lleno de números (definitivamente, eran lo suyo), en concreto nueve, que sólo podían corresponder a un móvil particular. Algún maledicente se preguntará cómo yo, que a lo largo de este relato he dejado caer que soy duro de oído, podría comunicarme por teléfono con una sordomuda que me había robado el corazón, pero para eso están los mensajes de whatsapp, benditos sean los avances técnicos, pero entre todos, nada mejor que lo que llevaba en la oreja, mi apreciado audífono, el más meritorio de los inventos. Me detuve para acariciar su carcasa, consciente de que sin él no soy capaz de percibir ni un bombardeo, satisfecho por haberlo encontrado en el momento justo. Nunca pensé que de una carencia que siempre me trajo problemas obtendría algún día tantas ventajas. De haberlo llevado puesto no hubiera podido resistir las estridencias ofensivas de ese examen tan poco ortodoxo.
Además de hallar al amor de mi vida obtuve un trabajo indefinido, un lujo en nuestros días. No sólo eso, también aprendí que, cuando otros gritan, es mejor no escuchar nada y decir menos. Nunca llevo el aparatito a la oficina, así he conseguido convertirme en un empleado ejemplar, al que no puede afectar lo que le dicen los reclamantes, por mucho que sus lenguas expulsen toda la bilis posible contra un sencillo empleado a quien, injustamente, hacen responsable de sus problemas, aunque también soy capaz de comprenderles y ellos lo notan. A todos pongo buena cara, espero a que se desahoguen (cosa que les hace mucho bien), para luego entregarles un impreso, junto con instrucciones para que se dirijan a la siguiente ventanilla, lo normal en cualquier tramitación.
En casa sí que utilizo el UHF-3000, así se llama esta maravilla, a cuyos diseñadores debo gran parte de mi felicidad. Los niños, afortunadamente, no han heredado nuestros problemas auditivos. Nada me gusta más que ayudarles con los deberes.
Ángel Saiz Mora (España)