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Crisantemos
Jac Andino
«SIEMPRE ES LA MUJER quien debe meter al hombre en la cama», esta frase resuena en mi mente como el sonido retumbante de un tambor. Siento las vibraciones provenientes de los incesantes golpes en la puerta. Espero paciente, acompañada por una calma austera, hasta que logren traspasar el umbral que nos separa. Las voces gritan molestas en un idioma que he aprendido a ignorar porque no es mi lengua materna, la que intentaron quitar con la prohibición y la amenaza.
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Están cerca. Distingo los murmullos cada vez más agudos; sin embargo, ninguno de los que quieren entrar en la habitación estuvo tan cercano al hombre que yace acostado en el tatami con los ojos entrecerrados y la boca abierta. Él ya no respira y no sé si esas personas se habrán dado cuenta de lo que hice, pero sus pensares me interesan muy poco. La habitación huele a flores de crisantemos, a ese símbolo icónico de estas islas llamadas Japón. El peculiar olor logra alejar los arrepentimientos y la cobardía. Más allá de estas paredes, se escucha al barullo de la ciudad aclamar un llanto de dolor, una congoja por perder a un ser amado y no recuperarlo jamás, como me llegué a sentir el día que los japoneses entraron en mi país. Yo era una niña ingenua, desconocedora del poder que puede tener un hombre sobre otro. Ahora este pueblo me da lástima y debería de compartir esta derrota con ellos. Recordar que se han convertido en víctimas de su propia jugada. Mas no debo tener compasión, como no la tuvieron al separarme de mi familia. No es el momento para echarme hacia atrás con esta ráfaga de pensamientos absurdos. Mis compueblanos celebran la libertad anhelada, ya no seremos oprimidos por la superioridad de nuestros vecinos. Mis lágrimas quieren ganar fuerzas, las detengo. No puedo permitirme llorar en este momento de júbilo.
Oigo el fuerte crujir de la puerta. Están por entrar. Dejo que la sábana en satín adorne mi anatomía desnuda. Las vestiduras de la yukata reposan en el tatami mientras las de hanbok están dobladas junto a mí. Los colores brillantes, rojo y azul, de la tela que me cubre resaltan la palidez de mi piel; salpicada por hilos de carmesíes. Estas líneas rojizas se pintan en la habitación como una melancolía llevada en el pecho. Quiero dejar correr la felicidad por el cuerpo. La añoranza por recuperar lo que conocía me embate el espíritu con muchas preguntas: ¿Estarán vivos mis padres, abuelos y hermanos? ¿Vivirán juntos en el hanok? ¿Seguirá igual lo que dejé atrás? ¿Podré regresar alguna vez? Me miro el rostro en el espejo pequeño de encima del buró y noto que ha perdido la simpatía que me caracterizaba.
Dirijo la mirada a la cara fría del hombre que nos separó o, mejor digo, de los hombres que nos separaron. Aunque es uno el muerto, su cara refleja cada uno de los varones que pasaron como sombras por el camino de mis años. «Siempre es la mujer quien debe meter al hombre en la cama», me tapo los oídos. ¿Por qué tiene que regresar esa voz horrenda de la señora Yamazaki? ¿Quién fue ella para decirme lo que debía de hacer? ¿Quién fui para dejarme aplastar por el enemigo? Trato de oír, en mi propia voz, la musicalidad de mi verdadero nombre, pero lo siento tan lejano. Ha pasado demasiado tiempo desde que dejé de llamarme de esa manera que no sé con exactitud si estoy pronunciando correctamente. Solo puedo pensar en la entonación de mi nombre actual, lo cual odio bastante.
Lanzo la daga de doble filo al cuerpo inerte que se ha comenzado a endurecer, pues fueron ellos quienes me trajeron a esta tierra desconocida. Me arrebataron de mi familia, apenas siendo una niña cruzando la adolescencia, con promesas de una vida más productiva. Una vez aquí, en Tokio, me llevaron a la casa de la señora Yamazaki para trabajar con ella. Pasé a formar parte de las Nougeisha, un grupo selecto de chicas de sangre no japonesa. Me ofrecían a los soldados japoneses para saciar su deseo sexual y en ocasiones era humillada, con burlas, golpes y risas, por ser de un territorio colonizado. El trato era cruel y el dolor insoportable. Traté infructuosamente de escapar, mas la barrera del idioma lo impedía. Pude sobrellevar esta carga aferrándome a los recuerdos y a la querencia de un día ser libre.
El señor Kurosawa, el que está en el suelo, un excomandante militar del Imperio de Japón, se interesó por mí al visitar la casa de la señora Yamazaki. Cuando nos conocimos, su mirada, llena de calidez, fue diferente a las anteriores, sin lujuria ni desprecio. Sus caricias no eran como las otras, había una extraña sensación de ternura, pese a que trataba con una mujer extranjera. Pagaba exuberantes sumas de dinero para tenerme la noche entera hasta que logró obtener el permiso de la dueña y me llevó a su casa en Kioto. Estando junto a él pude sentirme a gusto en este sitio, pero mi cuerpo se quemaba en un deseo infernal porque extrañaba. En cada roce con la piel del señor Kurosawa recordaba cómo fui injustamente separada. No he podido dejar de ser una mujer de la península coreana.
«¿Vas a estar conmigo hasta el final?», me preguntó ayer mientras escuchaba la radio. «Es inminente», dijo y puso el ramo de crisantemos blancos en nuestro lecho. Sin pronunciar más, comenzó a desvestirme. No hubo besos ni caricias prolongadas. ¿Cómo es posible que él quisiera estar conmigo cuando el Imperio caía? Una repulsión caminó a través de mi cuerpo y sucedió el día en que anunciaron el rendimiento del Imperio. El señor Kurosawa fue a orar en una esquina de la habitación. Yo tomé con sigilo la daga de doble filo que guardaba en el buró. Me acerqué por la espalda y velozmente le corté la garganta. El cuerpo del hombre se retorció con violencia. Trató de pronunciar alguna palabra. Le aguanté la cabeza para no mirarlo. No quiero llevarme sus ojos conmigo.
Escucho el sonido del desprendimiento de la madera. Han entrado en la habitación. Son cinco hombres vestidos con uniforme militar y dos mujeres de la servidumbre, ayudantes del señor Kurosawa. Ven el cuerpo rodeado de sangre y a mí arrodillada en la cama. Miran confundidos la escena. «¿Qué has hecho?», preguntan horrorizados. Uno de los hombres me toma del brazo. Sonrío y no pongo resistencia. Al levantarme, de mi entrepierna caen pétalos de crisantemos. «¡Maldita Nougeisha!», dice y coloca con furia su pistola en mi cabeza. El susurro de una melodía cantada por mi madre me retumba en el oído y me transporto a su regazo para descansar tranquilamente. Entonces, menciono en mi lengua materna, «siempre es la mujer quien debe meter al hombre en la cama».
Jac Andino (Puerto Rico) Blog: arterialcultural.wordpress.com