10 minute read

Moonlight Serenade

Next Article
Marty

Marty

Araceli Cucalón

CONOCÍA A FERNANDO desde hacía varios años, no era una amistad íntima, solo un conocimiento casual que nos acercaba cada cierto tiempo, tiempo en el cual lográbamos intercambiar nuestras disquisiciones vitales a impulsos, sin conseguir comunicarnos, recorriendo aquel camino circular que se bifurcaba y ponía fin a nuestras conversaciones. Tenía un perro viejo que siempre le acompañaba, andando tras él, arrastrando sus pequeñas patillas. La realidad es que no se sabía quién era más viejo o quién arrastraba más los pies. De su vida desconocía lo más elemental, no me interesaba ni me interesó nunca, pero sí que traduciendo su palabreo se notaba que algo oscuro y secreto se escondía dentro de aquel corpachón y que en su cabeza rondaban obsesiones antiguas. No lo había visto desde el último invierno y casi lo había olvidado.

Advertisement

Los últimos días del final del verano pasan despacio, deslizándose de sol a sol encima de la fina arena de la playa, las sombrillas van desapareciendo, los turistas se marchan y todo va volviendo a la calma chicha de los días sin viento que llegan en septiembre, cuando las barcas con sus vivos colores vuelven a partir hacia el horizonte en busca de peces plateados que traerán hasta la orilla. Los hombres, de piel oscurecida por el sol, descargan al anochecer las cajas con pescados palpitantes que brillan bajo las lámparas que se encienden en la avenida del puerto. Los patios de las casas se llenan de conversaciones en sillones de mimbre frente al sol que se esconde detrás del mar. Las noches se refrescan y por las ventanas entra una brisa fresca y salada que deja por fin que los cuerpos duerman y el espíritu descanse después de tantas noches de bochorno.

De mañanada, por el campo de naranjos, los frutos aún verdes rellenan los huecos que dejan las hojas y dan sombra al suelo alfombrado por la hierba que crece alrededor de los troncos mientras el agua de los riegos se encharca formando pequeñas balsas de barro entre los árboles. Encima de una escalera, Luisón clarea los árboles para conseguir que solo queden las mejores naranjas. Muchas mañanas, cuando ya no trabajo en el hotel, voy a ayudarle, por nada, por pasar el rato; él me lo agradece en silencio mientras trabajamos y, cuando llega el mediodía, nos vamos a comer a su casa. Aurora, su mujer, nos prepara un poco de arroz con verduras, a veces le añade un poco de alguna carne barata, que la naranja da para poco y su vida es humilde y sencilla. Para mí es un manjar exquisito después de pasar todo el verano comiendo en el comedor del hotel esas comidas extrañas que tanto les gustan a los extranjeros. El olor a café recién hecho termina la comida y entonces, sin hablar, salimos a sentarnos a la sombra del enorme pino que levanta con sus raíces el suelo del patio. Los gatos se acercan al plato donde Aurora les echa las sobras y en la mesa de metal roñoso coloca tres vasos que llena de ese aguardiente que ella misma elabora. Solo entonces comenzamos a hablar, con el primer sorbo que sabe a sal y hierbas. El mar queda algo lejos de la casa, pero al acabar el verano, cuando todo es silencio en el pueblo, se oyen las marejadas que llegan al figón del puerto, entonces el viento salobre llega hasta los naranjales impregnando de sabor los árboles.

Luisón y Aurora se dejan ver poco por el pueblo, apenas si ella baja de cuando en cuando al mercado, aprovechando para conocer de primera mano todo lo que se cuece entre las calles estrechas del pueblo viejo. Es en esos días cuando la charla es más animada, porque hablar de otros siempre resulta fácil y hoy es uno de esos días.

Sus pequeños ojos negros brillan especialmente al comentar las últimas noticias, de alguna vecina que ha tenido que marchar, de otros que vuelven, de los que se separan y hasta de alguna infidelidad descubierta por casualidad detrás de la iglesia. De los hijos de Fulana, que estudian en alguna capital o la hija de Mengana que se ha quedado embarazada de algún turista que no ha vuelto.

Hoy la charla se alarga hasta el atardecer, los chismes que le han contado tienen un protagonista particular y especial para mí, Fernando. Parece, se rumorea, que la guardia civil tuvo que ir a abrir la puerta de su casa, cuando los vecinos avisaron de los constantes gritos y ruidos extraños que llegaban desde dentro. El perro de Fernando ladraba sin parar desde hacía varios días atado en la valla de madera que rodeaba la casa, dicen que algún vecino misericordioso, al ver el estado agitado del animal, le había puesto un cazuelillo con agua y otro con unos pedazos de pan. Dicen que cuando los civiles abrieron la puerta, lo encontraron desnudo y desorientado, lanzando aullidos con palabras ininteligibles y que al verlos les advirtió que si le molestaban lanzaría sus todopoderosos rayos y los destruiría y que los guardias, por supuesto, sin hacerle caso lo sujetaron hasta que llegó una ambulancia que lo traslado a la planta quinta del hospital de la capital. Dicen que esa planta es donde ingresan a los enfermos agudos de psiquiatría y que, aunque han pasado ya varias semanas, nadie ha vuelto a saber de él. Dicen que al pobre perro lo han llevado a una protectora para que no muera de inanición atado a la valla. Dicen que era de esperar, conociendo a Fernando, sus rarezas y su misantropía (no usan este palabra exactamente), sabiendo que desde joven se comportaba de maneras que en el pueblo consideraban estrambóticas y que cuando murieron sus padres la cosa se agudizo hasta hoy. Dicen...

Aurora habla y habla, mientras Luisón y yo escuchamos un poco espantados toda la historia y nos miramos como si hiciera tiempo que esperásemos que algo así pasara y, cuando podemos intervenir, recordamos las últimas veces que lo vimos, aquel día paseando por la cala Forada, justo antes de que comenzara la primavera. El segundo vaso de aguardiente se agota y la tarde sigue pasando lentamente.

El cielo y el mar se funden grises, el temporal trae olas agitadas que llegan a la orilla con fuerza y arrastran entre la espuma las conchas que se acumulan entre las piedras. Las tormentas vienen después de unos días de calima, según los más viejos estos vientos vuelven locos a los hombres, pero de ser así todos en el pueblo lo estarían porque todos los años en esta época del año vuelven los mismos vientos.

He quedado con Luisón para pasear por el camino que va hacia las calas porque, a veces en estos días, el mar trae a la costa pequeños tesoros que quedan varados en las zonas menos abiertas de la costa. El camino de arena va paralelo a las caletas, con el tiempo se han ido esculpiendo escaleras y abriendo oquedades en los acantilados, hechas por nadie, solo por el agua y el viento. El paisaje es salvaje, la soledad es feroz, los días aún duran poco, la oscuridad se apodera de las rocas y el agua es brumosa. Son los mejores días del año para pasear, para dejar volar las velas del barco de la imaginación hacia lugares lejanos que se adivinan tras el horizonte.

Luisón y yo tenemos los pies atados a la tierra al lado del mar, aunque eso no nos impide soñar desde que éramos niños con navegar en un barco de vela hasta los confines del este mar. Lo hablamos a menudo como si fuera a ocurrir mañana y hoy no es un día distinto por el camino de arena. A lo lejos se distingue una figura conocida que viene hacia nosotros y detrás un pequeño perro que arrastra las patas. Sonreímos al reconocer a Fernando, lo encontramos a veces en nuestros paseos, es una mole humana, grande, alto, con una larga y espesa barba y vestido con un anorak que parece salido de un cuento de marinos. Al acercarse, el viento se arremolina a su alrededor, es una ilusión óptica que aún lo agranda más volviéndolo casi colosal, el Titán Océano salido del mar.

Como conocemos sus largas conversaciones nos apresuramos a saludar y seguir andando pero él, al acercarse, vuelve sobre sus pasos y se pone a andar a nuestro lado. Nos saluda con un movimiento de cabeza y enseguida comienza a hablar.

—Mal día hace hoy, no esperaba encontrar a nadie por aquí.

—Sí, pero ya sabes que nos gusta pasear por esta zona, es tranquila y con el mal tiempo no suele haber otros paseantes —contesta Luisón.

—No me molesta que vengáis vosotros, os considero amigos, pero sí que me desagrada que vengan otros que molestan a los peces y a las gaviotas.

Las gavias chillan volando cerca de sus nidos en las cercanas rocas, no parece que nadie pueda molestarlas mientras caen al mar en picado desde el cielo, en busca de pequeños peces.

Fernando sigue hablando de esto y aquello, a pesar de sus más que notables desequilibrios mentales; de joven estudió varias carreras y logró un doctorado en historia, algunos del pueblo pensamos que fue entonces cuando los desequilibrios comenzaron a hacer mella en su espíritu, como si el conocimiento le hiciera ver más allá que ninguno y hubiera creado su propio mundo para no tener que enfrentarse a los escollos de la realidad. Sus opiniones extremadas siempre tuvieron ese poso que va desde la filosofía a la locura, agudizándose al acercarse a esa edad donde ya uno no es viejo ni joven.

Hoy está enfadado con la gente del pueblo, no comprenden, no quieren comprender que él procede de una raza superior que llegó hasta esa costa huyendo de otros seres superiores, amenaza con descargar su inmensa furia y Luisón y yo intentamos tranquilizarlo llevando el tema hacia otros lugares menos ignotos, en donde podamos controlar su ira.

Al llegar a la Cala Forada, se despide y se aleja, como un titán agotado de luchar por un puesto en el Olimpo.

Los últimos rayos del sol traspasan la botella de aguardiente, casi vacía, el cristal se vuelve de un verde tornasolado invitándonos a terminar la ambrosía. El horizonte se enrojece, se violenta, como nuestro juicio entre los vapores etílicos y los olores a azahar. Se alienta la noche y a lo lejos un perro ladra.

Aurora sigue hablando, a pesar de los años sigue siendo una mujer atractiva, morena, mediterránea, como diría el poeta, hecha de brea y sal. Luisón lo sabe, por eso sigue adorándola como el primer día. Lo envidio, también estuve enamorado de ella, pero lo eligió a él y me conformé aunque secretamente mi adoración sigue estando viva.

Me invitan a cenar, me quedo con gusto, la conversación no se ha terminado y la noche aún es cálida para estar fuera en el patio.

—Los padres de Fernando llegaron al pueblo cuando él era un muchacho —prosigue Aurora— cuando todos lo éramos, no sabíamos de dónde llegaban, ellos dijeron que eran libaneses y ninguno lo pusimos en duda, pero no quedo claro nunca su procedencia. Se asentaron aquí con el muchacho y consiguieron hacerse un hueco entre los del pueblo, al poco tiempo eran unos más. Ciertamente su aspecto era refinado y cortés, educaron a Fernando en la ciudad, en buenos colegios. Alguna vez estuve en su casa, cuando aún vivían; era un lugar con muebles exquisitos y en las paredes colgaban lienzos hermosos. Recuerdo que en el jardín tenían una fuente con la estatua de una mujer desnuda con un cisne a su lado, que vertía el agua con un cántaro apoyado en su hombro.

Todo aquello que cuenta Aurora yo lo desconocía, dejé el pueblo cuando me fui a hacer la mili y después me quedé durante muchos años en la ciudad donde la había hecho, en donde me casé. Cuando mi esposa falleció, aún era joven, decidí volver al pueblo para llevar una vida más tranquila.

—Si bien es cierto —prosigue Aurora— que alguna vez me pareció que aquella mujer de la fuente tenía la misma cara que la madre de Fernando, Leda se llamaba. Cuando el chaval volvió de la universidad, ya era un hombre, aquella mujer se retiró y no volvió a salir de casa. Ahora recuerdo que Martina, la chica del Perne, le hacía las labores de la casa e iba a comprar al mercado.

Es cierto, la hija del Perne, aquel que desapareció en el mar cuando la gran tormenta del 75 —apostilla Luisón las palabras de su mujer—. Los padres de Fernando murieron casi a la vez, ¿verdad?

—Sí, fue cosa de meses y yo creo que aquello acentuó su enfermedad mental.

La luz de la luna es una serenata entre los naranjos. Los sonidos de la noche nos envuelven y nuestras palabras se arrastran en nuestras bocas como un canto; miro a Aurora, sus ojos siguen teniendo el brillo prodigioso de la juventud. La luz de la luna es una serenata triste de una quimera de amor.

Volvemos de la Cala Forada con los bolsillos llenos de pequeñas conchas y hermosas piedras taladradas por el agua, que después Luisón y Aurora ponen como adorno en su pequeño jardín. Sentado en una roca de la Cala Blanca está Fernando.

Se le dibuja una sonrisa, una línea bajo los pelajos de la barba, el perro echado entre sus grandes pies se lame las patas. Nos acercamos entre las piedras, se levanta con ímpetu.

—Tengo buenas noticias, estoy en el momento más importante de mi vida.

Nos miramos de soslayo, con extrañeza.

—Sí, por fin ha llegado la hora, ya han convocado la oposición y estoy seguro de que seré el primero. Llevo toda mi existencia preparándome para este momento y sois vosotros, amigos, a los únicos que puedo contárselo. Mi madre me lo dijo en su lecho de muerte: espera, hijo, que algún día llegará el momento, no tardando mucho y podrás volver a tu lugar, con aquellos que te esperan desde hace muchos siglos en el mar, en la tierra, en el aire.

—Nos alegramos por ti, Fernando —dice Luisón—, eres una gran persona y te mereces un buen puesto, sea donde sea. Y ¿de qué es la oposición?

—¡Ah! Señores, no es una oposición cualquiera, está solo reservada para aquellos que logramos conquistar el saber humano, la existencia divina del universo y fuimos desterrados a una existencia mortal que nos dejó varados en el tiempo. Pero esta vez lo lograré. Y después enviaré al Averno a los malvados que me han retenido en este mundo, que me han relegado a esta existencia mísera y vacía. Seré de nuevo Dios como en el principio de los tiempos.

El espanto se dibuja en nuestras caras, porque calla, se sienta y es como si ya no estuviéramos allí, como si al decirnos aquello sus pensamientos y su esencia hubieran vuelto a la oscuridad. Al alejarnos volvemos la mirada, una vez más el viento se arremolina alrededor de Fernando, el Titán Océano salido del mar.

La madrugada dibuja en el oriente fulgores rojos por encima de las pequeñas colinas, el perfume del rocío se mezcla con el aroma a sal. Todo es quietud a la espera del sol.

Los vasos están vacíos, la botella también. Nuestros espíritus hace horas que entraron en el mundo sutil de la embriaguez, nos hemos abandonado en estas sillas dejando que la noche pasara. Aurora y Luisón, abrazados, se retiran y yo, con mi tristeza, me marcho por los estrechos caminos hasta esa casa vacía en donde habitan mis sueños.

Araceli Cucalón (España)

This article is from: