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Teoría de la evolución
Damaris Gassón
VEÍA AL ANCIANO AHÍ, día tras día, sentado en la butaca. Siempre con un libro en las manos, como si buscara algo o a alguien que no se dejaba aprehender. Invariablemente llegaba el momento en que levantaba la mirada y volteaba la cabeza para contemplar el mar que se abría a su espalda, como si resultara ser su guardián y carcelero. No importaba el clima, o si el mar estaba enfurecido o en calma; el anciano, sus libros y su butaca estaban presentes en ese rincón de la playa de manera inalterable. Solo las sombras de la butaca al atardecer marcaban el final del día.
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En el pueblo se tejían muchas historias sobre el viejo Jeremías; estas versaban sobre sus viajes marítimos, sus descubrimientos en el buceo, su mítica cabaña llena de inexplicables y misteriosos tesoros y su abuelo desaparecido. Todos, mitos típicos que se forjan alrededor de las personas solitarias y un tanto excéntricas que por nada del mundo están dispuestas a revelar su intimidad; personas en las que se adivinan misterios ardiendo como velas en sus ojos. Acudía al pueblo por víveres y alcohol, y aunque su comportamiento era educado y hasta amable, no daba pie a que nadie hurgara en su pasado ni en lo que pensaba.
Me fui ganando su confianza de a poco. Empecé por hacerle los mandados, pues se le dificultaba cada vez más caminar. Me veía entrar en su cabaña y le adivinaba las ganas de hablar, algo le pesaba y le desgastaba a un tiempo. Cuando sentía que al fin me diría lo que lo mortificaba, desviaba la mirada hacia la ventana, en dirección al mar, y callaba. Era admirable la lucha interna que mantenía ese anciano, su voluntad y dignidad, reforzadas con un tabaco y un trago de aguardiente.
No aguantó más y me lo contó; de sus expediciones a tierras extrañas, de su descubrimiento acerca de que la adoración al Dios Primigenio Cthulhu seguía viva, que necesitaba vigilar el mar para que los Profundos no encontraran un portal de entrada a través de esta bahía. Me habló sobre todo de un descubrimiento en el que nadie había reparado antes:
—¿Sabía usted, joven, que los científicos dijeron que la primera célula no fue viva, sino inorgánica, y que estaba compuesta por sulfuro de hierro? Agregaron que no se formó en la superficie de la Tierra, sino en el fondo del océano y en total oscuridad. La vida, mi estimado amigo, es un efecto químico de corrientes que confluyen bajo la superficie terrestre, lo que en principio puede ocurrir en prácticamente cualquier planeta húmedo y rocoso. Cuando de la superficie rocosa en el fondo del mar emerge un fluido hidrotérmico rico en componentes como hidrógeno, cianuro, sulfuro y monóxido de carbono, este hace reacción dentro de las minúsculas cavidades metálicas de sulfuro como una chispa. En resumidas cuentas, la vida surge del océano profundo, y de cualquiera, no solo del terrestre. Los Profundos, esa raza híbrida entre peces y humanos que sirven a Cthulhu, al igual que nosotros, surgieron del océano, pero se quedaron allí. Es muy probable que hayan surgido también en otros planetas (más que posible). Darwin tenía razón, las especies evolucionan, lo que no conocemos son «todas» las especies que evolucionaron al ritmo nuestro.
Quedé en silencio ante esta ráfaga de insensateces. Yo no era un joven culto, mas sí curioso y autodidacta, conocía lo básico acerca de las teorías científicas, lo que sí me era desconocido era lo referente a ese supuesto dios y sus adoradores. Jeremías se encargó de ilustrarme al respecto, amplia y concienzudamente y le creí. Le creí al punto de empezar a oler un pútrido tufo a pescado cada vez que me acercaba a su cabaña o a su butaca a la orilla de la playa. Empecé a sentirme perseguido y vigilado y empezaba a entender el porqué mi mentor se pasaba largas horas en esa butaca, a orillas del mar. Era a un tiempo vigilante y vigilado, y me sumergía a mí en su paranoia, muy a mi pesar.
Ahora, la gente del pueblo habla de mí también, y empecé a descubrir inquietantes cambios en algunos de mis vecinos. Ojos más abultados, facciones toscas, un tono entre grisáceo y verdoso de piel y un abultamiento de la lengua que les impide hablar con claridad. Le planteé todas estas inquietudes a Jeremías y me tranquilizó con el plan que había concebido:
—Mi abuelo, antes que yo, era consciente del peligro que corre la raza humana e intentó el experimento. Con esta fórmula que ves aquí, logró retroceder en el proceso evolutivo hasta convertirse en un pez con patas. ¡Yo mismo lo vi! De esa forma entró en la playa, y al entrar en contacto con el agua de mar, evolucionó hasta tomar la forma de uno de los Profundos. —Yo no salía de mi asombro ante estas declaraciones—. Por eso, joven, es que yo monto guardia en la orilla día a día, en la misma butaca que le perteneciera, pero mi angustia consiste en que no sé si tuvo éxito, y como usted mismo puede atestiguar, el avance de los Profundos se hace más agresivo, así que… He de seguir sus pasos, y usted me ayudará en ello.
Acordamos el día y la hora. Tomó la poción justo delante de mis narices y empezó a avanzar hacia la playa; a medida que caminaba se encorvaba y se volvía más peludo. Su cráneo se hacía más chato y alargado y sobresalían sus arcos superciliares. Pasó con suma velocidad de la forma antropoide a la homínida, y con mayor velocidad aún a la forma sauria, hasta que desapareció en el agua semejando un híbrido entre pez y reptil. Solo el silencio me acompañaba, y ante el estupor y la sorpresa, no me quedó más que contemplar la butaca, con uno de los libros de Jeremías a mano, para así iniciar mi vigilancia. Dios quiera que sean Jeremías y su abuelo los que me encuentren aquí.
Damaris Gassón Pacheco (Venezuela)