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Metanovela
Víctor Andrés Parra Avellaneda
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ME DEDICO A ADMINISTRAR una página de creación literaria llamada Con las Prosas al Aire. Ahí cada semana anuncio un concurso sobre el cual ha de inventarse una historia sobre un tema propuesto. Los participantes se rompen los sesos para plasmar sus ideas en forma de narrativa y entre ellos se machacan con críticas constructivas y observaciones respecto al estilo.
Cada semana es lo mismo. El tema cambia y los textos vienen. A leerlos todos, los textos se leen y se mutan con cada nueva lectura analítica. No son los mismos desde su primigenia versión de borrador hasta su última configuración más o menos definitiva. Este es un caldo de ideas, que algunos de sus autores saben bien aprovechar, catando la calidad de los textos, atendiendo a las impertinencias redactadas y, solucionado todo ello, egresan la ficción a la competencia de publicación en alguna revista literaria.
Realmente, no hay tales escritores. No existen. En realidad, no hay tal grupo de creación de letras colectivas. Si lo buscan en internet no encontrarán nada. Todo es parte de una gran preparación que desde hace cinco años he llevado minuciosamente a cabo con tal de lograr escribir una novela experimental.
Todo surgió con la apreciación de dos obras de Bach y Beethoven. Del primero fueron las Variaciones Goldberg, El arte de la fuga y La ofrenda musical, donde Bach utiliza en cada uno de estos títulos un tema sencillo del cual desprende un universo de variaciones y transformaciones musicales. El caso de Beethoven recae en las 33 variaciones sobre un tema de Diabelli.
Quería yo hacer algo similar, una serie de ricas variaciones sobre un tema simple. Variaciones que con cada invención se vayan convirtiendo en una enorme fuga de hasta diez o cuarenta voces. Miles de voces hablando a la vez, que sea indistinguible cerciorase de lo que se escucha. Que la música se convierta en ruido, y el ruido, de ser tanto, termine por ser un silencio paradójico. Así, cuando todo en el mundo termine, y solo quede el silencio, tal vez podremos apreciar el difícil arte del silencio. El primer tema, el que inicia la gigante fuga coral, soy yo.
La novela se inicia describiendo la dinámica de la página de creación literaria, luego surgen los comentarios y después, los textos. Mi reto es ser un escritor distinto. En cada nuevo capítulo escribo sobre el mismo tema como si fuera una persona diferente. Luego, en el siguiente capítulo, vuelvo a ser otra persona para encarar al escritor y corregir su texto. Así, la novela expone un diálogo y alternancia de personajes que toman dominio de la narrativa. Parece que la obra la escribieron miles de personas. No importa en qué página se abra el tomo, uno no se pierde en nada, porque, para empezar, uno ya se encuentra perdido.
Cada vez que hago esto, es decir, escribir esta novela, adquiero destreza en nuevos estilos, desde los más prosaicos hasta los más mediocres. El reto de esta obra es explotar todas las posibilidades de escritura. Ser todas las personas que pude haber sido; y en su defecto, ser todos los tipos de escritores que pude ser o incluso podría llegar a ser.
Mis personajes son cada escritor, y de estos personajes surgen otros personajes, los frutos de estas ficciones.
A veces, cuando escribo la novela, dejo esta sección visible y me enfoco en la escritura de una novela paralela, o una novela escondida. Es decir, una novela donde escribo los comentarios tras bambalinas de cada uno de los personajes escritores que ideé. Me imagino cómo son sus círculos sociales, familias, amores o desamores; también me imagino que escriben sobre una historia donde los personajes son escritores y donde yo puedo ser uno de ellos.
La novela me resulta a veces peligrosa, puesto que me hace dudar de que existo. No se la he mostrado a nadie. No he divulgado mi trabajo. Nadie sabe qué es lo que hago. Cuando voy caminando por la calle, llego a la oficina y me saludan, mi satisfacción más grande es no decir las siguientes palabras:
—No sé si te conté que escribo, ¿gustas leer uno de mis textos?
Jamás le he mostrado mi trabajo a nadie. Solo escribo en mi casa, cuando nadie me ve. La gente se fastidia con la lectura. Apenas si leen encabezados sensacionalistas de noticiarios irresponsables, mensajes mal redactados, apartados del periódico y uno que otro meme. Lo mismo pasa con la música. Mientras más sencillo sea lo que se lee o escucha, más posibilidades hay de que sea conocido por un ajeno. Debo confesar que mi obra está condenada al olvido. Conozco muchas personas cercanas que al ver una o dos páginas repletas de texto huyen sin más.
Me he prometido no mostrar mi obra a ninguna persona. Ni siquiera a mis padres, hermano, amigos.
Recuerdo haber leído una anécdota de Beethoven cuando compuso su sonata para piano número 29, la temida Hammerklavier, de extensa duración y que termina precisamente con una monstruosa fuga de quince minutos que parece indescifrable pero que esconde la evolución de un enorme río sonoro que parece infinito y agónico; un auténtico laberinto donde una vez adentro, el escucha está siempre preso, indefenso.
El compositor dijo «ya sé componer».
Con mi obra aspiro a decir algo similar: —Ya sé escribir. Y luego de eso, no escribir nada jamás.
Crear personajes complejos como escritores que participan en mi página ficticia me ayuda a pulir mis textos.
Estos personajes, que yo ideo y pienso, al tener un tren de pensamiento distinto al de los otros escritores, me permiten comprender cómo escribir bien. A veces, escribo un capítulo entero donde yo dialogo con uno de esos escritores hipotéticos y este me manda correcciones. Hago esto con cada uno. La novela lleva más de cinco años escribiéndose y comprende ya todo el mueble donde debería ir mi biblioteca. Más de cinco mil páginas de un continuum de letras, diálogos y figuras retóricas, de personajes que no son los mismos desde el inicio hasta el final. Ni yo mismo soy el mismo. Leer otra vez la novela me haría mal. Por eso nunca vuelvo a una página.
Esto es escribir y no mirar atrás. La historia no tiene final, o al menos eso creo.
El otro día, en la novela, conversaba con uno de los escritores de Prosas al Aire, y me decía que tal vez podría explorar un final para mi novela. Lo que hice fue proponer el siguiente reto: «Escribir un final para una novela donde los personajes son ustedes».
Creo que, sin querer, aquí se ha formado un algoritmo intuitivo capaz de evolucionar por su cuenta. Cada personaje de mi obra es un algoritmo, una entidad abstracta que interacciona con las múltiples variables del entorno ficticio; aprende y relaciona todo con tal de volverse más complejo. A su vez, las creaciones de mis creaciones son otros algoritmos o «algoritmos hijos».
En total fueron creados ochenta finales diferentes. Y en cada final se encontraba una subtrama, donde los personajes pensaban en varios fines de los cuales uno era el que seleccionaban para el reto semanal. En realidad, si somos francos, deberíamos considerar los finales no contemplados, los desechados.
Si acaso les diéramos la oportunidad de consolidarse, seguramente de ochenta pasarían a ser quinientos finales posibles. Quinientos desenlaces.
Mi trabajo es en efecto extraño. Me dedico a escribir una enorme novela sin final. Irónicamente, al buscar un final, surgen cientos de bifurcaciones y de ellas surgen otras y otras. Me pierdo en cada rama de este gigantesco árbol ontológico. Tengo miedo de perder el hilo de la historia y terminar escribiendo otra cosa distinta.
Tal vez ese sea uno de los tantos finales, no encontrar final y verme varado en medio de la nada. Como todos los que están leyendo esto.
Víctor Andrés Parra Avellaneda (México) Facebook: Las escrituras del plásmido ocioso