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Gris, como el cemento
Isabel Pedrero
VI DESAPARECER a aquel hombre en la sombra de cartel proyectada en la pared. Me quedé mirándola fijamente. Me costaba enfocar y, para ser sincera, no tenía muy claros los límites de la realidad en ese momento. Levanté la mirada hacia el cartel rojo y amarillo del restaurante chino. Su dragón parpadeaba de forma insistente y me pareció que movía una garra, señalando al lugar donde había desaparecido aquel hombre.
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Intenté levantarme del suelo. Lo conseguí a la tercera. Esa noche me había pasado con el bourbon y había acabado en aquel callejón del barrio chino, vomitando hasta el desayuno del día anterior. Me senté en el suelo, apoyando la cabeza contra la pared, con la esperanza de que el frío de la helada nocturna me terminase de despejar antes de volver a casa. Entonces lo vi. Aquel hombre pasó por mi lado corriendo mientras miraba por encima de su hombro. Se detuvo un segundo frente a la pared, dio un paso hacia la sombra del cartel que se formaba entre parpadeos y desapareció sin más, como si se lo hubiera tragado la tierra.
Me acerqué a la pared, no sin esfuerzo. Me costaba caminar en línea recta y parecía que mis pies se enredaban entre sí. Alargué la mano y toqué la pared. Estaba áspera y sucia. Era una pared, nada más. Volví la vista hacia el cartel y juraría que el dragón me guiñó un ojo. Esta vez, el parpadeo duró un poco más y sentí que perdía el apoyo de la mano.
Caí. No fue una caída fuerte, ni durante mucho tiempo, pero caí al otro lado, a un lugar que no existe. Caí dentro de la pared, en la profundidad de aquella sombra, y mientras caía creí escuchar la risa enlatada de aquel dragón del cartel.
El vértigo de aquella caída revolvió mis entrañas, evaporando los restos del alcohol que quedaba en mi organismo y sentí que lo veía todo con una claridad asombrosa incluso con aquella luz. Pero no servía de nada. Me di la vuelta y comprobé, con horror, que la pared por la que entré había desaparecido. A mi alrededor solo había cemento y sombras a lo largo de un camino gris y estrecho como una grieta. A lo lejos, pude reconocer al hombre que había pasado a mi lado. Le seguí. ¿Qué más podía hacer?
Caminé tras aquel hombre como una polilla sigue a la luz: centrada, con la mirada fija y sin perder de vista a mi objetivo. Sentía que era mi salvación. Al fin y al cabo, era la única persona que había por allí y parecía que sabía hacia dónde se dirigía.
En un momento dado, aquel hombre giró en una esquina que parecía que no existía. Fue como si, al dar un paso a la izquierda, hubiera desaparecido por completo. Corrí desesperada con el pánico palpitándome en los oídos. No podía perder a mi guía.
Al llegar a la altura a la que el hombre había girado, vi otro pequeño dragón dibujado en la pared que parecía sonreírme. No sé qué me llevó a dar un paso directamente hacia aquella pared que parecía demasiado sólida. Quizás el hecho de sentirme atrapada o de dejarme llevar por la locura. Fuera como fuese, cerré los ojos, aguanté la respiración, apreté los dientes preparada para el impacto contra el cemento y di un paso al frente con decisión.
Esa vez no caí. El murmullo creció en mis oídos poco a poco, como si alguien estuviera subiendo el volumen despacio. Abrí los ojos y comprobé que me encontraba en medio de un mercado. El bullicio de los puestos, el olor a especias y la cantinela de los vendedores me trajeron recuerdos a la memoria que nunca había vivido. Eran recuerdos de otros mundos, de otra vida. Recuerdos felices que no necesitaba empapar en bourbon. Eran los recuerdos de otra persona.
—Bienvenida, Maraví. Es fantástico que hayas vuelto —dijo una voz risueña a mi lado.
El ser que me había hablado me miraba con cuatro ojos amables y una enorme sonrisa de tres filas de dientes. Por extraño que parezca, respiré aliviada. Sabía que aquel ser no me haría ningún daño. Es más, tenía la certeza de que en ningún lugar estaría tan a salvo como allí.
Le devolví la sonrisa. A punto estuve de decirle que mi nombre era Charlotte, pero no lo hice. Me sentí cómoda con el nombre que me había dado.
—No me recuerdas, ¿verdad? —Negué con la cabeza—. Es normal, los hombres te llevaron hace eones. Es imposible que recuerdes nada. Ni siquiera tú. Pero no importa, ya lo harás. Vamos.
Me cogió la mano y el tacto áspero de su piel me recordó a las caricias de mi madre, aquella a la que nunca conocí. El olor de un puesto de comida me envolvió como una manta, y sentí que las lágrimas se me anudaban en la garganta. Me solté de la mano de aquel ser y me encaminé hacia allí sin dudarlo.
La troll, cuya piel grisácea parecía hecha del mismo cemento del camino que me había llevado hasta allí, me ofreció un cuenco de aquel guiso con una cálida sonrisa. Sus ojos refulgieron con el fuego antiguo que corría por sus entrañas al mirarme. No necesité probar aquella comida para saber que sería la más deliciosa del mundo.
—Mamá —recordé.
Y sentí ese mismo fuego calentándome el alma y mi piel convirtiéndose en cemento.
Isabel Pedrero (España)