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Sabes contar historias
Héctor Daniel Olivera Campos
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LOS GUARDAS contemplaban la escena que se desarrollaba en el patio del penal con una mirada entre curiosa y divertida; por tercer día consecutivo, un nutrido grupo de internos se arremolinaban apostados junto al muro norte del recinto. El primer día en que se produjo la aglomeración, los carceleros se llevaron un buen susto; pensaron que se preparaba un motín y acudieron en tropel profiriendo gritos y blandiendo las defensas, para encontrarse con algo desconcertante y aparentemente inofensivo, algo para lo que no habían sido entrenados. Tras la sorpresa inicial, pasaron a informar del acontecimiento a Mortimer, el jefe de los guardas, quien dictaminó que aquella actividad no era antirreglamentaria, así que no había por qué disolverla, lo cual no significaba que le gustase. Con celo profesional el jefe recomendó a sus chicos que se mantuvieran alerta. Hasta entonces, los presos habían ocupado el patio de una manera predeterminada, separados los unos de los otros por el color de su piel, la procedencia o por adscripciones más sutiles, como era la lealtad a una pandilla u otra. Sin embargo, todo aquel status quo había sido demolido; prisioneros que únicamente se habrían cruzado para apuñalarse se encontraban hombro con hombro formando parte del corrillo que se había formado alrededor del nuevo; aquel hombre joven de facciones varoniles, pero agradables, y andares de navegante: Jack, el marinero.
—¿Qué cuenta ahora? —preguntó Mortimer a Krausnick, uno de los presos de confianza que desempeñaba las labores de chivato.
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—Nos contaba cómo abandonó el ejército de desocupados del general Nelly y se hizo hobo.
—¿Hobo?
—Así se les llama a los vagabundos que recorren el país a bordo de los trenes de mercancías.
—¡Ah! Uno de esos.
—Nos explicaba cómo se salta de la cubierta de un vagón a otro con el convoy en marcha.
El guarda desconfiaba, demasiado mundo y demasiada vida para un muchacho de tan solo dieciocho años:
—No puede ser, todo eso se lo inventa.
—Yo le creo. Lleva un diario.
Un vagabundo con diario, aquello sí que era bueno. ¿Qué diantre iba a consignar? ¿Hoy es martes y he robado una gallina? Con un gesto de su mano, el carcelero despidió al soplón. Krausnick regresó al corro con ademanes impacientes, ansioso, casi malhumorado, con los modos de aquel a quien le interrumpen en mitad de una actividad placentera. Jack seguía adelante con el relato:
Cuando un vagabundo se ha colocado debajo y el tren se pone en marcha, el personal ferroviario ya no tiene ninguna posibilidad de echarlo antes de que el tren se detenga. El vagabundo que yace bajo el chasis del vagón cómodamente, rodeado por las cuatro ruedas, ha podido tomarle el pelo al personal, o al menos, así lo cree, hasta que un día viaja en una línea mala. Una línea mala es aquella en que no hace mucho los vagabundos mataron a golpes a uno o más empleados. Que Dios se apiade del que es atrapado en una de estas líneas, porque lo pescarán cuando el tren vaya a sesenta millas por hora. Es entonces cuando el guardafrenos coge un eje y una cuerda y va hasta la plataforma del vagón de delante de aquel donde se halla el polizón. Ata el eje a la cuerda y la lanza. El eje golpea las traviesas que hay entre las vías, rebota contra el suelo del vagón y vuelve a golpear las traviesas. El guardafrenos afloja y estira la cuerda, ahora hacia una banda de la vía, ahora hacia la otra, la deja ir, la vuelve a recoger, de manera que su arma tenga ocasión de golpear por todas partes. Cada golpe del eje danzante es capaz de ocasionar la muerte y, a una velocidad de sesenta millas por hora, resuena como un auténtico latigazo mortal. Al día siguiente, alguien encuentra los restos de un indigente y una línea de un diario local informa sobre un desconocido, que presumiblemente bebido, se había quedado dormido sobre la vía del tren.
Repiqueteó la campana y todos supieron que se había acabado la hora del patio. Distribuidos por galerías, los hombres comenzaron a formar las filas. Desde la cola correspondiente a la quinta galería, el sueco Johansson se dirigió a Jack, en un tono que tenía más de orden que de súplica:
—Chico, mañana debes contarnos otra historia.
Al regresar a su celda, Jack experimentó nuevamente la desazón de sentirse como un animal enjaulado. La primera sensación que le asaltó fue una bofetada de pestilencia, el fuerte hedor a excrementos que emanaba del oxidado cubo de hierro. Todo era repugnante en aquel maldito lugar; el catre duro, la áspera manta por la que correteaban las chinches, las paredes sucias repletas de garabatos obscenos y frases desesperadas... Y por si todo aquello no fuera lo bastante desolador, el cielo que se veía a través de la ventana enrejada era tan insolentemente azul como el que podía contemplar cualquier hombre libre a través de la ventana de su confortable hogar; un detalle que parecía querer subrayar, en un doloroso contrapunto, la condena que penaba.
Burton llegó a la celda un minuto después que Jack, le saludó con un gruñido —una cicatriz en el labio superior le impedía vocalizar correctamente, así que procuraba ahorrar palabras—, se tumbó en la cama, se dio media vuelta y se tiró un pedo. Jack se hubiera reído de los modales de su compañero si no fuera porque todo aquello le deprimía. Aún no podía creerse que estuviera preso. Apenas una semana atrás, todo era muy diferente, era un hombre libre que contemplaba absorto las cataratas del Niágara, cuando un policía deseoso de ganarse una recompensa le arrestó por vagabundeo. Jack podría haber huido, pero no lo hizo, comprendió que aquel pobre hombre, aquel mequetrefe embutido en su ridículo uniforme, quería cobrar su prima. Al fin y al cabo, su difunto padre y él mismo habían mantenido, durante un tiempo a la familia de la misma forma, haciendo de ayudantes de policía. Pero, por encima de todo, no se sentía culpable de nada. Antes de que se diera completa cuenta de lo que le estaba pasando, se encontraba atado con otros dieciséis vagabundos, era conducido ante el Juzgado de Guardia, y condenado en el tiempo récord de quince segundos a un mes de prisión por el delito de vagabundear. ¡Un mes! Estaba completamente aturdido. Ese mismo día ingresaba en el penal, le requisaban la ropa y los efectos personales, le rasuraban el cráneo al cero, y le vestían con un uniforme a rayas. Jack se asomó a la ventana y renegó, todavía le faltaban veinte días para salir de allí.
En la prisión del condado de Erie, los vagabundos compartían las mismas celdas que los presos peligrosos y los asesinos, y eran sometidos por igual, al mismo orden interno. Trece hombres de confianza —uno de ellos, Krausnick—, como delegados del personal de vigilancia del penal, dominaban y extorsionaban al resto de los quinientos internos. Con brutales métodos mafiosos controlaban el tabaco, los paquetes provenientes del exterior, el tráfico clandestino de información y el orden interno de la cárcel. Sólo gracias a la protección de Burton, quien había simpatizado con su joven compañero de celda, y a que los presos se habían embelesado con sus historias, Jack había conseguido librarse, por el momento, de encajar las palizas y las violaciones a que todo novato era sometido. A Jack, el marinero, curtido en mil peleas en sus veladas de borrachera en las tabernas del puerto de San Francisco y en las refriegas con otros ladrones en la época en que asaltaba los bancos de ostras, en donde las navajas y los revólveres no eran elementos extraños cuando de lo que se trataba era de robarle el botín a la competencia; no habría de faltarle el valor para enfrentarse a quienes pretendiesen ultrajarlo. Sin embargo, no se sentía tan fuerte como otras veces, se hallaba recluido y sin escapatoria, acechado por un sistema de violencia organizada que podía caerle encima y destruirle al más mínimo error que cometiese. Había alcanzado el punto más bajo de toda su vida y, por primera vez, sentía miedo.
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Burton comenzó a roncar. A Jack le parecía increíble la capacidad de su compañero de celda para conciliar el sueño, tan distinto a él, que se había pasado las últimas noches alternando el insomnio con las pesadillas. Si al final iban a por él, ¿qué debía hacer?, ¿qué era lo más inteligente? Burton guardaba un arma blanca en el fondo del cubo en el que defecaban, decía que allí no la buscarían jamás los guardas. ¿Él también debería hacerse con una? ¿Qué otra alternativa quedaba en un sitio como aquel que no fuera someterse a la ley suprema del hampa: pisar a los demás antes de que le pisen a uno? Jack, el orgulloso, ¿se sometería a la sociedad que imperaba en el penal, se volvería maleable y acomodaticio y ejercería una violencia —en contra de todos sus principios— sobre aquellos que fueran más débiles que él?; ¿escogería ser victimario para no ser víctima?; ¿el miedo corrompería su moral? Una cosa estaba clara, les caía bien, y mientras pudiera entretener a aquellos lobos contándoles historias, saldría de aquel penal sin que ni una mota de todas las toneladas de inmundicia que allí se almacenaban le salpicase.
Tres años más tarde, estando en Alaska, a donde había acudido como buscador de oro, Jack, desengañado, arruinado y enfermo de escorbuto, influenciado por las lecturas de Darwin y Spencer, se preguntó acerca de cuál sería la ventaja evolutiva que nos proporcionaba el escuchar y contar historias de ficción. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que el hombre era un animal que come, se aparea y escucha relatos; en ese orden de prioridades. Daba igual que se tratase de obras de teatro, novelas, poemas épicos, cuentos infantiles, los sermones del párroco o las historias orales del hechicero a los demás miembros de la tribu desgranadas alrededor del primer fuego; desde que existe el lenguaje, los humanos habían experimentado una misteriosa necesidad de nutrirse de fábulas. ¿En qué nos habían ayudado las historias de ficción? ¿Habían servido para exiliarnos de nosotros mismos y evadirnos de nuestras angustias? ¿Para vivir otras vidas y aprender de ellas? ¿Para identificarnos con los mitos y asignarle a la vida un sentido? ¿Nos habían ayudado a ordenar el caos que nos rodeaba? ¿Habían contribuido a cohesionar al grupo? Quizás, todo se relacionaba con la actividad de soñar. En tanto que animales que sueñan, reelaborábamos nuestra realidad en nuestros propios sueños; mientras dormíamos nos contábamos historias a nosotros mismos. ¿Qué utilidad tenía la imaginación? La selección natural, que había favorecido que el camaleón cambiara de color para camuflarse de sus depredadores, nos había legado a nosotros el profundo peso de la autoconciencia y la enigmática llama del espíritu humano sedienta de combustibles sutiles.
Sin embargo, aún faltaban tres años para que se produjeran aquellas reflexiones en la gélida y remota Alaska. En la celda número once de la primera galería del penal del condado de Erie se imponía la ruda y directa lucha por la supervivencia, no había hueco para filosofías. Jack, el marinero, sólo pensaba en acabar sus treinta días de condena sin que le apuñalasen. En aquellos momentos el joven se acordó de Las mil y una noches y se vio a sí mismo como una versión viril y peculiar del personaje de Scherezade. Sin embargo, al contrario que aquella heroína, a él se le habían terminado las historias que contar. ¿Qué le quedaba por explicar de su vida? Ya les había narrado sus andanzas como ladrón en los bancos de ostras de la bahía de San Francisco; aquella ocasión en que casi muere ahogado al caer al mar en una borrachera y fue rescatado por unos marineros griegos; de cómo le levantó al legendario Frank, el francés —rey de los ladrones de ostras—, a su novia, Mamie, de dieciséis años y, cómo después de vencerle en un duelo, sus colegas saqueadores le nombraron príncipe de los bancos de ostras. También habían escuchado cómo se enroló de marinero en la Sophia Sutherland, una goleta de tres palos; cómo se hizo respetar a puñetazos por los viejos lobos de mar escandinavos que formaban la tripulación; el orgullo que sintió cuando le dejaron al mando del timón y cómo pilotó la nave en medio de un tifón; y las dos semanas que pasó en el puerto de Yokohama. A sus interlocutores les costó una inmensidad comprender que una geisha no era exactamente una puta. Por último, les había referido sus viajes por todo el país y Canadá, como vagabundo. ¿Qué quedaba por desvelar? Jack estaba inquieto, no veía más alternativa que empezar a inventarse historias, pues había agotado el filón de su propia vida. Sabía que en ese empeño lo más importante consistía en no contradecirse, en recubrir con pasión el relato y en cuidar los detalles, que eran los que otorgaban credibilidad a la narración. Por fortuna, había leído mucha literatura para su edad; toda la que contenía la biblioteca pública de Oakland. En su infancia leía a todas horas; en la cama, en la mesa, camino de la escuela y en el patio del colegio cuando los demás niños jugaban. Pero, sobre todo, acudían en su ayuda las experiencias acumuladas en sus vivencias como trotamundos. Para poder conseguir un plato de comida, una noche bajo techo o una muda de calcetines limpios, Jack se había visto obligado a explicar historias que pasasen por auténticas con las que despertar la compasión de los extraños. El joven descubrió que cuando alguien, impelido por la fuerza inexorable que únicamente produce el hambre, se encuentra ante la puerta de una cocina, descubre el talento para parecer convincente y sincero. Durante sus vagabundeos se había aprovechado de la buena fe de las personas inventándose lacrimógenas historias que encogían los corazones. A su madre la había matado centenares de veces, o la había vuelto ciega en no menos ocasiones, por no hablar del resto de las desgracias que había derramado sobre sus demás parientes, muchos de ellos inventados. Había perfeccionado y pulido su técnica, se había convertido en un artista de la mentira.
Junto al muro norte del patio, nuevamente se había formado el silencioso remolino; Jack hablaba:
Nunca conocí a mi verdadero padre, William Henry Chaney, filósofo espiritista, astrólogo y predicador ambulante; se hacía llamar «profesor». Mi madre, Flora Wellman, procedía de una familia burguesa de comerciantes de Ohio. Como hija mayor, creció muy protegida, con mucha literatura y clases de piano. Un día, mi madre discutió con mis abuelos y huyó de la casa paterna. Durante un tiempo se estuvo ganando la vida más o menos dignamente impartiendo clases de piano, hasta que conoció al «profesor» Chaney, veinte años mayor que ella, y, por primera vez, se enamoró. Vivieron dos años juntos en una pequeña pensión de San Francisco. Cuando mi madre se quedó embarazada de mí, mi padre le exigió que abortarse; al negarse mi madre, la abandonó. Mi madre, desesperada, decidió acabar con su vida, se tomó una sobredosis de opio y al ver que no se moría, se descerrajó un tiro en la sien; los vecinos al oír el disparo acudieron y pudieron salvarla, a ella y a mí, que anidaba todavía en su vientre.
—¡Que me aspen! ¿Eso es cierto? —preguntó Fredy, el estafador.
—Se lo puedes preguntar a mi madre, que todavía vive. El San Francisco Chronicle publicó la noticia.
Fredy volvió a guardar silencio, de hecho, todos lo hacían. Arreciaba el frío, y como los pantalones del uniforme carecían de bolsillos, los presos del corrillo calentaban sus manos colocándolas entre las axilas. El silencio se adensaba. Como se suele decir, pasó un ángel. Comenzaron a caer con timidez, danzando en el aire, diminutos copos de nieve. Un sentimiento general de melancolía parecía embargar a los presos. Quizás pensasen que lo improbable, casi lo imposible, a veces sucede, como la milagrosa salvación de Jack. ¿Por qué la esperanza no habría de visitarlos? ¿Por qué no podrían volver a ser hombres libres y vivir con dignidad? ¿Quién sabe lo que está escrito? Contagiado por aquella sensación colectiva que nadie se atrevía a nombrar, Jack contempló a su público: Fredy, el estafador; Krausnick, el matón; Johansson, el asesino; Francis, cuyo único delito era ser homosexual, y Burton, su huraño compañero de celda y atracador a mano armada, conformando el primer círculo, destacando entre los otros reos que aguzaban el oído tratando de seguir sus aventuras. Allí estaban representados el fango y la inmundicia de la sociedad, la basura que se esconde debajo de esa alfombra que es el presidio, lo peor de cada barrio, los perdedores, los miserables, una humanidad que parecía emerger de una pesadilla. Y, sin embargo, mientras escuchaban historias eran iguales que cualquier otro hombre que pacientemente atiende a un narrador. Les habían tratado como a bestias, les habían reducido a la condición de tales, pero en ese indescriptible momento parecían recuperar la dignidad perdida.
Jack se emocionó, a su memoria acudieron los versos de Emma Lazarus grabados en bronce en el pedestal de la estatua de la libertad:
—¡Maldito bastardo! —rompió el silencio Krausnick, cariñosamente—. Y pensar que te tenemos aquí, contándonos historias.
—¡Guapo! Escucharte es como abrir una ventana en los muros de la prisión y asomarse por ella —remachó Francis, una persona que durante todo el tiempo que llevaba en el penal tan sólo había cosechado violaciones y ataques por su condición de afeminado y que, ahora, participaba en algo parecido a la camaradería en torno a los cuentos de Jack. Sonó tan divertida y espontánea la afirmación hecha por Francis, que todos estallaron en una carcajada, siendo Francis el que con más fuerza carcajeaba porque, consciente o no de ello, por primera vez se reían con él y no de él. Desde el otro extremo del patio, los guardas asistieron a la algarabía con desconfianza y preocupación, varios de ellos echaron mano a la porra.
Todavía riéndose, Krausnick dijo:
—Chico, sabes contar historias.
Aquella noche Jack London soñó que sería escritor.
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Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es