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Im puta das
María Belén Mateos
PRUDEN cada noche rezaba el rosario. Había heredado de su abuela unas cuentas de nácar engarzadas por una tradición que le dolía en cada vuelta de un padrenuestro y un avemaría.
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Era incapaz de separar esa sarta de costumbres con la vida que ahora llevaba.
Se desvestía de pudor cada atardecer, se cubría las vergüenzas, que diría su madre, con una minifalda desprovista de puntillas y un liguero rojo despojado de honor y bendición.
Se echaba a la calle cuando la luz de las farolas alumbraba de nítida provocación un amanecer que no existía, cuando un cliente, ebrio de ginebra, se le acercaba pidiendo unos favores que no afloraban en su evangelio.
Su concha era una perla para ser desvirgada una y otra vez, para perder el valor en lo absurdo de su montura, para vibrar en una vocal que le dolía en cada uno de sus hilos de silencio.
—Puta, eres puta —era su mantra cada noche, era su círculo muerto de dignidad.
Su padre se marchó en el segundo trimestre de gestación. Se fue para trabajar en el campo cuando las primeras lluvias brotaron, dijo que las colmaría de atenciones, frutos y manjares, que el sudor de su frente secaría la sed de sus bocas.
Pero esa devoción terminó tres meses después, justo en el momento en el que el llanto de Prudencia despertó a la vida. Él se enredó con otra lengua, en otro nombre de mujer, plantando su raíz en otro cuerpo y quedándose para amamantarlo. Las monjas se hicieron cargo de las dos. Habitaron en el convento durante toda la infancia de Pruden.
Cada mañana se ataviaban con los cantos a maitines y laudes, se arropaban entre la casta harina de un bizcocho, entre el desayuno de silencio y el testamento de la cena, entre el recreo y la celda asignada. Respiraron la humedad de la tierra, la exudación de sus cuerpos,
la clausura de su sexo, la consagración a la muerte en vida.
Un otoño sin tiempo concibieron su huida sin orar al alba. Lo demás ya no importa. Hoy la primavera viste de flores la lápida de su madre y ella reflexiona sobre su vida, rezando para que su padre padezca, de manera perpetua, cada una de las agujas que clava en las sábanas que adornan el dosel corrompido de cualquier cama.
María Belén Mateos Galán (España)