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Musas traicioneras

Rafael Domingo

JAMÁS PENSÓ que un acto tan poco violento como el de escribir unas líneas en un papel le fuera a suponer un riesgo más allá de hacer, de nuevo, el ridículo.

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No podía imaginar, allí sentado en su salón, con un portátil y un vaso a su mano izquierda, que lo que surgiría de su mente cansada de hombre sesentón desataría tal cúmulo de inquietudes en su mente y algo más.

La idea le brotó de una manera imprevista. Fue hacia las 19 horas, cuando, en buena lógica, lo único que hubiera debido pasar por su mente tenía que haber sido cuál debería ser su frugal cena que, culminadacon unas fresas con yogur desnatado y una pizca de azúcar moreno, le condujera, como cada noche desde hacía ya unos años, a ese relax postrero en el que dejarse abrazar, al calor del sofá familiar, preludio de un sueño, en parte inducido por la medicación diaria y ya perpetua, reparador, tranquilo y corto... muy corto.

Pero no, sin saber cómo ni muy bien por qué, su mente recibió como un destello, y no se sabe bien qué neurona de su cerebro empezó a enviar estímulos creativos que le impelían a sentarse sin dudarlo ante su ordenador. Sin darle mucha importancia, en un principio, nuestro escritor trató de obviar ese impulso, puesto que en alguna ocasión anterior ya había sentido similares sensaciones y, al final, lo había rechazado sin mayor problema.

Nuestro protagonista siempre quiso ser periodista, tal vez influido por lecturas juveniles, en las que se veía reflejado. Pero hacía un tiempo que había asumido que sus habilidades literarias no daban mucho más de sí que para algún que otro relato corto, sin pretensiones.

Sin embargo, en esta ocasión, algo diferente le hacía conceder una atención mental mucho más intensa al deseo de ponerse a escribir. A pesar de que, como hemos dicho, ya no era una persona demasiado confiada en sus propias virtudes literarias, se convenció, ¡vaya usted a saber por qué recóndita razón!, de que podía, tal vez solo esta vez, plasmar en blanco y negro, un relato que pudiera tener alguna opción de poder ser leído con cierto interés por el resto de los mortales.

Y se puso a ello. Primero, intentó pensar sobre qué tema sería más interesante desarrollar la trama. Tal vez algo trágico… ¡No!, mejor un argumento dramático pero, a la vez, con tintes de comedia… que fuera ameno al lector a la vez que le mantuviera en tensión. Tras mucho cavilar, cerca de dos horas y varios vasos después, rayando la medianoche y con sus correspondientes viajes al excusado, algo en su interior empezó a flaquear. El original impulso parecía que decrecía:

—¡No voy a ser capaz de hacerlo! ¡Todo lo que se me ocurre lo encuentro simple, muy manido! Trató de recordar los argumentos de los relatos de sus conocidos y colegas, todos ellos mucho más versados en el arte de la literatura, buscando, o mejor deseando no hallar en ellos, esa historia mágica, deslumbrante, que deseaba que estuviera allí, esperando ser rescatada por su pluma, en este caso por su teclado de portátil, para maravillar a los lectores.

Tenso y nervioso, se acercó a la ventana de ese décimo piso con vistas al paseo marítimo. Eran unas vistas de la noche costera muy relajantes. Allá, a lo lejos, se podía ver el alumbrado parpadeante del puerto deportivo. Un poco más cerca, las luminarias del paseo marítimo, ahora vacío, en el que sus innumerables paseos a diario le confortaban tanto cuando la dichosa migraña le atormentaba. Al poco, sintió que la calma nocturna y la suave brisa marina le volvían a relajar, y decidió intentar de nuevo conectar con esas musas esquivas que se hacían tanto de rogar.

En esos esfuerzos estaba cuando, de nuevo de manera imprevista (ciertamente, así había sido su humilde andadura creativa siempre... ya no le sorprendía...), una inspiración se abrió paso en su mente, como una aparición reluciente y cegadora, de la misma manera que la luz del faro que intuía hacia Levante alumbra en los momentos de temporal a los barcos que se aproximan a la bocana:

—¡Ya lo tengo!, voy a relatar este proceso de creación literaria en directo, en tercera persona, como si estuviera en la habitación, sentado en ese sillón de orejeras verde tan cómodo, viendo al personaje... con sus..., quiero decir, mis miedos y temores. Como si fuera otra persona, pero siendo yo mismo... ¡Es un estilo de relato atrayente!... Solamente tengo que darle un toque de sinceridad suficiente para que quien lo lea se vea involucrado en el sentimiento de «esa persona» que quiere escribir pero, muy a su pesar, no es capaz de encontrar la idea final de su relato…

Ni corto ni perezoso, rebobinó sus últimas horas y se dispuso, desde el momento inicial en que le surgió la pulsión relatora, a escribir en esa hoja en blanco que tenía en su pantalla, dando comienzo a algo increíble, que le cambiaría la vida. Sus dedos se deslizaron por las teclas, hilando frases:

Jamás pensó que un acto tan poco violento como el de escribir unas líneas en un papel le fuera a suponer un riesgo más allá de hacer, de nuevo, el ridículo.

No podía imaginar, allí sentado en su salón, con un portátil y un vaso a su mano izquierda, que lo que surgiría de su mente cansada de hombre sesentón desataría tal cúmulo de inquietudes...

Al llegar a este punto de su relato, algo en su interior le hizo detenerse…

—Un momento... ¿cómo…? Esto no es posible... estas palabras ya las he utilizado antes... no sé bien cuándo ni dónde…

Su confusión fue en aumento a medida que avanzaba en el relato:

Y se puso a ello. Primero, intentó pensar sobre qué tema sería más interesante desarrollar la trama. Tal vez algo trágico… ¡No!, mejor un argumento dramático pero, a la vez, con tintes de comedia… que fuera ameno al lector a la vez que le mantuviera en tensión.

Notó que entraba en un estado de aturdimiento brutal. Ya serían cerca de las tres de la madrugada. La suave brisa marina había dado paso a una sensación de frío húmedo. Recordó que habían pronosticado borrasca con rachas de viento importantes en la costa. Tuvo que acudir al mueble bar para reponer ese líquido incoloro que lo mantenía alejado de los dolores de cabeza. No era capaz de entender la razón de que sus dedos no fueran capaces de teclear otras frases más que las mismas que, en algún momento, en algún lugar, ¡él estaba seguro de haber pensado y escrito ya! Debía de existir una razón para este despropósito.

Intentó calmarse. Otro vaso. Dedicó varios minutos a pensar, a intentar recordar, a escudriñar entre sus papeles. Pero nada, las dichosas frases recurrentes no se mostraban dispuestas a revelar su origen.

Tras estos intentos infructuosos, decidió que, al fin y al cabo, tampoco era tanto problema tener la convicción de que todo ese relato ya lo había escrito en alguna otra ocasión anterior... ¡qué más daba! Lo importante era conseguir desarrollar la trama hasta un desenlace adecuado. Nadie sabría cómo habían sido imaginadas las palabras. Así, continuó:

Tenso y nervioso, se acercó a la ventana de ese décimo piso con vistas al paseo marítimo...

Era una noche un tanto calurosa, así que, aunque sufría desde hace un tiempo (tal vez fuera desde aquella tarde en Nueva York...) de ataques de vértigo esporádicos, abrió del todo la cristalera y dejó que el viento con aromas de mar invadiera su alma de escritor impulsivo y con cierta dificultad para distinguir los sueños de la realidad, y aquella ventana con el pasillo que llevaba al excusado…

En su fuero interno notó que las palabras resaltadas en este último párrafo —él juraría no haber activado la tecla correspondiente del teclado— eran diferentes... ¡No recordaba haberlas escrito nunca! Y al tiempo que la gravedad ejercía su trágica influencia, una cierta alegría le inundó la mente, acompañando a los movimientos desmadejados de su cuerpo, mientras que los ecos de la sirena de un barco entrando en el muelle de atraque del puerto rompían el silencio de la noche…

¡Era estupendo!... ¡había logrado su ilusión de escribir un relato! ¡Por fin…! ¡Lo había logrado! Y ese era el final perfecto.

Rafael Domingo Sánchez (España)

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