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Cuando ya no queden hombres

José A. García

EN SUS MEMORIAS no guardaban recuerdo de por qué, ni por quién, hacían aquello. Tanto tiempo transcurriera desde el inicio de la obra que no quedaba nadie de los que vivieran el día en que la primera roca fue colocada para saberlo. El conocimiento de aquel nimio detalle se perdía en la historia, pero la necesidad de continuar, el impulso, persistía, el movimiento ardía en las venas, en las manos que empuñaban las herramientas que construían y el látigo que instruía. Murieron los padres, pasaron los hijos, vivieron los nietos y, con la cuarta generación, tras muchos avances y dificultades imposibles de evitar, las rocas se acabaron. La primera etapa de la obra estaba terminada, el basamento del futuro descansaba con total firmeza, sobre el apisonado suelo.

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Más hombres llegaron para comenzar la segunda etapa, y la tercera, la cuarta y la quinta, en clara sucesión, en disminuida proporción pero segura.

Cuanto más crecía la obra, de más lejos provenían las rocas, y los hombres con su sangre y sus lenguas nuevas, que se entendían sin dificultad, sin intérpretes.

Un dios nació, encumbró su poder y cayó en el olvido mientras los hombres continuaban construyendo. Una ciudad creció en torno a la obra, un gran foso y canales de riego. El hombre demostraba su valor no en la antigua y desusada guerra, sino prestando su mano a la tarea que consumía el espíritu de la raza, del pueblo, de la tierra. Cualquier otra actividad perdió sentido, valor y presencia ante el tamaño de una tarea que, a pesar de no hallarse cercana a su fin, se había convertido en el centro de la experiencia humana. El mundo era un yermo desolado que sólo cobraba vida en torno a la obra. Una obra monumental que sobreviviría al hombre, y sólo cesaría cuando el mundo muriera. Pero permanecería allí, como fiel testigo de lo que alguna vez había sido. Para eso se construía, aunque nadie lo dijera en voz alta. Otras familias, con sus padres, hijos y nietos, llegaron hasta el basamento y contemplaron cómo se incrustaba con violencia entre las nubes. Cada vez más alta, más esbelta, más bella, la obra continuaba creciendo. Los hombres continuaban llegando con sus cargas de rocas y argamasa, con conocimientos que en nada superaban al de sus antepasados, y sus lenguas, con palabras que, negándose a desaparecer, se incorporaban al idioma de la obra.

Se forjaron nuevas artes para dejar constancia de la historia de los hombres, desde su surgir entre el fango y el fuego, hasta la culminación de la magna obra. Porque la fe envolvía el alma de los hombres, alejando el oprobio de su pasado y preparándolos para la gloria que verían llegar una vez que la última roca colocada estuviera.

Mientras tanto, la obra continuaba creciendo. Podía verse el mar a lo lejos desde su altura, en cualquiera de las direcciones del mundo.

El mar que envolvía la tierra era visible y no dejaría ya de serlo al tiempo que un nuevo tramo de la obra comenzaba a crecer con lentitud. Las rocas llegaban cada vez de más lejos y esporádicamente, además de que la altura dificultaba su acarreo. Así y todo, cada generación del pueblo de los hombres aportaba su roca al crecimiento ilimitado de la obra, porque los fundamentos eran firmes y los milenarios cálculos perfectos. Nada saldría mal de todo aquello.

En el futuro, cercano o lejano, un hombre lograría escalar todos los tramos que conducirán al altísimo templo de la cúspide, recitando la historia que veía suceder pintada junto a sus ojos. Colocaría la última roca del mundo en su sitio preferencial, pulida y bella como todas sus hermanas, dispuestas a continuar para la posteridad, firmes en sus sitios sintiendo la lluvia y el ocasional paso de algún descuidado hombre que osara subir hasta su altura imposible para saludar los quince mil años de esfuerzos del hombre para construir el camino al cielo más alto, el sitio indicado para el descenso de los verdaderos dioses, el zigurat más bello, el único legado de un pueblo, una civilización que se había agotado.

El último hombre saludará los confines del mundo, encenderá el fuego consagrado a la divinidad, y se sentará a esperar que antes de que las brasas, que son su vida, su memoria y su saber, se consuman, alguno de entre toda la caterva de dioses, aunque fuera el más inocuo de ellos, se digne a posar los ojos, una vez más, sobre un miembro de la detestable y renegada progenie de los hombres.

Pero, para que ese día arribe, debe, primero, completarse la obra, y aún hoy, las rocas fluyen hacia el pueblo que crece a la sombra de la gigantesca montaña construida por el orgullo del hombre.

José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar

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