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Crónica apócrifa de un afrancesado

Plinio el Bizco

Los espiritistas (Continuación)

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UN CUERPO DE EJÉRCITO francés engendrado por las monarquías europeas tras las guerras napoleónicas, al que bautizaron como el de los «Cien mil hijos de San Luis», alcanzó Zaragoza en 1823. Estas tropas elegidas para restaurar el antiguo régimen en la península se adentraron por el valle del Ebro igual que siglos antes lo hiciera Carlomagno. A su paso, las libertades conseguidas con el Pronunciamiento de Riego involucionaron de nuevo hasta el absolutismo. Cuando llegó la fuerza de ocupación a los extramuros de la ciudad, anochecía y los mandos ordenaron finalizar la marcha para montar las tiendas en el «Campo del Toro». La tropa más veterana que participó en la conquista de aquellos parajes en la década anterior lo recordaba como el lugar donde se libró una cruenta batalla, muchos durmieron atropelladamente, vivaqueando entre sueños alucinados, visitados por las ánimas de los caídos que surgían de las trincheras abandonadas. Al amanecer, los soldados más bisoños quedaron sobrecogidos al avistar todo el olivar talado sobre el fondo de una ciudad difusa, plegada sobre sus torres sobresalientes entre un caserío abatido como un trofeo de caza, comprendiendo que aquellos «baturros» lo habían sacrificado todo al dios de la guerra.

Después de un desayuno de campaña, parte de las tropas formaron para desfilar y se pusieron en marcha bordeando el perímetro amurallado, o más bien, los jirones de ladrillo que aún se sostenían en el tapial. Entraron en el municipio por la Puerta del Carmen, que es lo más parecido a un arco del triunfo castizo picado por las viruelas de la guerra. El duque de Angulema, sobrino inútil de Luis XVIII, encabezaba el desfile, seguido por los fusileros a los que aclamaban las mismas gentes que quince años antes, durante los famosos «Sitios» les hicieran quebrantar por su mera supervivencia todas las leyes humanitarias. Eran cosas de la política y el púlpito. «Los conquistadores imperiales», «los libertinos desalmados», se habían convertido en «los ángeles custodios» del rey que iban a liberar, tan felón como deseado, el Borbón Fernando VII que los aguardaba mordiéndose las uñas en Cádiz, según se decía, prisionero de los doceañistas y los fracmasones. Un cicerone local, sobre las ancas de un burro escuálido, los guio por la calle del Juego de la Pelota evitándoles que presenciaran la triste imagen de las ruinas de Santa Engracia, un antiguo monasterio que volaron los zapadores antes de su retirada del Primer Sitio y que todavía se erguía a duras penas como una oquedad fantasma sostenida milagrosamente por los nervios amputados de las bóvedas, apareciendo directamente, la cabeza de la formación, por el amplio boulevard conocido como el «Salón de Santa Engracia». Construido por Suchet durante su escaso gobierno en la ciudad para emular a la Rue Rivoli de París, en compensación seguramente a modo de futuro ensanche, de toda la destrucción causada a la urbe milenaria que un día fue conocida como «la Harta», por la cantidad de joyas arquitectónicas que guardaba. Al llegar a la plaza de la Constitución, el regimiento siguió desfilando entre túmulos derruidos como los de «San Francisco», el convento que empleó Palafox como cuartel general en el Primer Sitio y el «Hospital de Nuestra Señora de Gracia», destruido el cuatro de agosto en un atroz bombardeo que duró días y dejó deambulando por las calles a la mayor parte de su población demente. Los destacamentos viraban ordenados por la calle de San Gil avanzando recelosos de que no se estrellara contra sus cabezas alguna maceta, los más veteranos recordaban el día que una columna guiada por un comandante inexperto confundió esa calle internándose por la de Cinejia, siendo masacrados sin piedad desde los balcones. Se dirigieron al Pilar, donde les esperaban las autoridades locales para confraternizar con una misa solemne. El alcalde, Vicente del Campo, aguardaba junto a su séquito ante lo que quedaba de la Diputación del Reino, convertida, finalizando el Segundo Sitio, en una sombra emborronada hecha carboncillo tras su terrible incendio. Tras presentarse los protocolarios respetos, el duque hizo sacar de un cofre que traían en un carro de intendencia, como gesto de concordia, los pendones y estandartes apresados a los valerosos defensores el día de la rendición.

Los cronistas de la ciudad, Faustino Casamayor y Agustín Alcaide, se quedaron allí para contar con detalle todos estos sucesos. Benjamín García, vago redomado con tendencia a la chapuza, colaborador de la Gaceta, juzgó que ya había visto bastante para una reseña en el diario cuando vio pasar a los últimos granaderos alejarse por el Coso. Tenía un encargo pendiente, entrevistar a una mujer que hubiese destacado por su valor en los Sitios; el director del diario «un carlista amante de la patria», como él mismo se definía a menudo, se lo había encargado con la pretensión de que no quedara en el olvido el arrojo de esta población heroica ahora tan fácilmente rendida ante el brillo de los uniformes. La elección para Benjamín no fue fácil, él que era como vulgarmente se decía un «afrancesado», puesto que fue secretario del Conde Aranda en Francia y después se enroló en la expedición a Egipto con las águilas napoleónicas en busca de quién sabe qué gloria. Pensó en Agustina, la heroína más laureada, pero esta ya no vivía en Zaragoza. La condesa de Bureta, también destacada por su fervor y humanidad, había muerto, como María Lostal. María Agustín la más joven heroína estaba desaparecida. Manuela Sancho era otra de las amazonas más bravas e insignes, pero, a ciencia cierta, le intimidaba demasiado su bigote, así que eligió a Casta Álvarez, que había sido condecorada con la medalla al mérito por el propio Palafox e incluso Fernando VII le concedió una pensión de cuatro reales diarios por su valentía el día que se dignó visitar las ruinas gloriosas de aquella ciudad que lo había dado todo para que pudiera aposentar sus descansadas posaderas sobre el trono. Casta Álvarez, según había averiguado, parece ser que después de la guerra se marchó a vivir a Cabañas de Ebro, un pueblecito de la ribera donde se casó con un hombre maduro que la dejó viuda a los pocos días y desde entonces la evitaban por bruja.

La diligencia para esa localidad se tomaba en la calle de San Blas, pero antes pensó en pasar por la Posada de las Almas, donde se alojaba, para coger un tentempié y alguna lectura que le amenizara las dos horas de trayecto que le esperaban. Al pasar por el Coso, frente al arco de San Roque, vio cómo le saludaba un tendero que estaba en la puerta de su tienda de comestibles; era Esteban, uno de los hermanos Vidal; Juan, el más joven, murió en la guerra. Se conocían desde hacía tiempo, así que Benjamín entró a saludarle, este le ofreció un porrón de cariñena y le contó algo que hasta entonces nunca le había dicho. Sabía que Juan, su hermano, murió en el Segundo Sitio de un balazo en la frente; lo que Benjamín no sabía era que el disparo vino de la retaguardia. Esteban, el tendero, se lo confesó cuando este le dijo que iba a entrevistarse con Casta Álvarez, una de las heroínas.

—Igualico que mi hermano el día de su muerte, que quedó con Pilarín y ya no volvió.

—¿Con quién? —preguntó Benjamín.

—«Pilarín Escarlata» la llaman porque pasó tarde la escarlatina y su piel se le quedó roja como si fuera un cangrejo —respondió el tendero. Después le contó lo que sabía, ante la cara de desconcierto de Benjamín.

—Mi hermano Juan llevaba un diario «no oficial» de los Sitios, lo comenzó cuando empezó la insurrección contra las autoridades. Allí contaba cómo la población se alzó contra el gobernador Guillelmi porque se negó a entregarles armas para declarar la guerra al francés y cómo lo encerraron a este en el castillo de la Aljafería. Después describía el horror y la persecución que sufrieron los que no deseaban que la paz fuera perturbada y de cómo se ejecutaba sumariamente en las plazas públicas a cualquier sospechoso de ser afrancesado o mero simpatizante.

—Yo mismo estuve a punto de ser ahorcado, pero esa es otra historia —le interrumpió Benjamín.

Esteban Vidal asintió y continuó hablando:

—También contó la llegada de Palafox a Zaragoza huido de los franceses y de cómo se escondió en La Alfranca, la finca de sus primos, los marqueses de Ayerbe. En las páginas sucesivas hablaba del «Tío Jorge» al frente de sus escopeteros, encabezando la marcha hasta Pastriz para cogerle por la casaca de brigadier a Palafox y convertirlo nada menos que en Capitán General. Por lo que investigó, este vecino del Arrabal fue un misterio; se decía labrador, pero nunca se pudo constatar que así fuese. En ningún registro de propiedades rústicas apareció su nombre, pudiendo ser un simple aparcero sin nada que perder en aquella guerra. Lo único cierto es que era todo voluntad, mi hermano lo describió caminando con un brío marcial al tiempo que lanzaba terribles ventosidades con las que marcaba el paso alzando coordinadas sus grandes manazas de ogro enfurecido. Fue el personaje que más influyó en el general después del padre Boggiero, que siempre contó con la ventaja de poder aconsejar a Palafox por haber sido su preceptor en el colegio. Seguramente, de no haber sido por la funesta influencia de estos personajes y de otros como ellos, la ciudad no habría sido diezmada y destruida como lo fue. En el diario, mi hermano cuestionaba la valentía del supuesto héroe que no dejaba de ser un oficial del estado mayor, de esos que no han disparado en su vida un fusil ni saben reconocer en el relieve dónde se debe dar batalla.

—Eso del cuestionado coraje de Palafox no es la primera vez que lo oigo —afirmó Benjamín, interesado por lo que le estaba contando.

—Son hechos contados de puntillas en las crónicas —continuó el tendero—. Cada vez que la ciudad estaba a punto de caer, Palafox la abandonaba supuestamente en busca de refuerzos; el caso es que siempre regresaba al cabo de unos días cuando había pasado ya el peligro. Esto sólo lo pudo hacer en el Primer Sitio, en el que el cerco a la ciudad no fue completo; durante el Segundo nadie pudo salir ni entrar y además enfermó de tifus por lo que lo pasó convaleciente en la cama.

Benjamín comprendió lo que este diario pudo incomodar a sus paisanos. En estas tierras de Aragón había dos temas tabú históricos: uno, la cuestionada «gallardía» de Alfonso el Batallador y su desapego a doña Urraca y el otro, el «heroísmo» de Palafox, el generalísimo.

—Así es como fue recopilando datos y anécdotas sobre la guerra y los supuestos héroes que nos condujeron al desastre —siguió contándole Esteban—. Hablaba del padre Sas, ese sacerdote integrista, presbítero de San Pablo que sembró el desconcierto en un enemigo que veía una sotana reencarnarse en uno de los jinetes del Apocalipsis. Los frailes, con el rostro oculto por sus capuchas, y las mujeres con grandes moños y mantones floridos también producían cierto estupor en las unidades de combate, sobre todo a los valones y polacos, que eran fervientes católicos y no podían creer que estuvieran luchando contra monjes, curas y guerrilleras. Por esto se le ocurrió a mi hermano entrevistar a alguno de estos personajes obstinados en seguir combatiendo. Así es como un día quedó con Pilarín Escarlata, anónima heroína, nacida en Barrioverde, que se distinguió en la famosa jornada del cuatro de agosto, el día en que Verdier pudo conquistar la plaza.

Benjamín lo recordó, lo había conocido en Egipto siendo uno de los generales favoritos de Napoleón; después de su fracaso en Zaragoza cayó para el «sire» en desgracia.

—El cuatro de agosto, después de un bombardeo de tres días seguidos con obuses de todos los calibres, las tropas francesas asaltaron la ciudad convertida aparentemente en un inmenso sepulcro y se dividieron en tres batallones. Uno por el Carmen y la calle Azoque, donde destacaron Sas, Casta Álvarez y la Condesa de Bureta, al poder sorprenderles por su retaguardia cuando comenzaron a dispersarse entregados al pillaje. Otro por Santa Engracia; después de asaltar las tapias de la Torre del Pino y alcanzar las Piedras del Coso, fueron a tomar la calle de San Gil para llegar al corazón de la ciudad, pero el oficial que los guiaba tomó la calle de Cinejia y desembocaron en el «Tubo», un dédalo de callejas donde fueron masacrados desde las esquinas y balcones. El otro batallón asaltó el monasterio de Santa Engracia y se hizo fuerte en el jardín botánico para, después de vencer la resistencia del palacio de Fuentes, internarse por el Coso Bajo hasta que en la Puerta de Valencia los rodearon y diezmaron. La que dirigió esta acción fue la tal Pilarín que subió un cañón de 24 libras desde la Puerta del Sol por la cuesta de la Trinidad y, tras dejar atrás la universidad, los atacaron haciéndoles retroceder, dispersándose las compañías por las calles de los alrededores, como San Lorenzo y Estudios… Otros tantos huyeron por Palomar y la calle del Hospitalico de Huérfanos perseguidos por Pilarín y sus huestes, donde muchos desaparecieron porque se arrojaron a un gran pozo que había entre estas dos calles, presos de la desesperación al verse cercados por una «mañica» tan feroz al frente de semejante turba asesina. Esta hazaña nunca se le reconoció a Pilarín Escarlata, como todos la llamaban, porque el día que se presentó Palafox para conocer los hechos esta le reprochó en público que hubiese huido como siempre que la cosa se ponía fea. Por esto, la acción se la apuntaron al capitán que custodiaba la Puerta del Sol y era el responsable de la batería. Mi hermano conoció los hechos porque los presenció, pero quiso hablar con ella y que esta le diera su versión. Después de entrevistarla, la campana de la Torre Nueva tocó de nuevo alarma de asalto y fue cuando una bala proveniente de las ruinas del seminario alcanzó su frente.

»Pasados los días y cuando el dolor quiso mitigarse —continuó Esteban—, una vez que pude enterrar a mi hermano de la mejor forma que me permitieron las circunstancias, fui a su casa a recoger sus pertenencias, encontrándome con todo patas arriba y por supuesto ni rastro del diario. Las autoridades me dijeron que se habían librado combates despiadados en aquel barrio, luchando casa por casa en muchas manzanas, pero no les creí, no había butrones abiertos en los muros entre viviendas, ni pequeños agujeros en las paredes de las habitaciones, como en los lugares que se combatía de esta manera…

Benjamín, al que cada vez le daba más pereza tener que ponerse de viaje para entrevistarse con Casta Álvarez, tuvo una idea sin saber muy bien si podría ser calificada de brillante. Buscaría a la tal Pilarín Escarlata…

Continuará...

Plinio el Bizco (España)

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