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Prácticas de vuelo de un pájaro enjaulado
Antonio Bolant
I
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HACÍA POCO TIEMPO que don César se había mudado a aquel vecindario de la periferia; un lugar tranquilo, seguro, con el encanto que destilan los barrios que el tiempo y el olvido han ido degradando sin llegar a convertirlos en suburbios. La mayoría de sus vecinos habían crecido entre calles ceñidas a sencillos edificios, pequeños espacios que propician las relaciones cotidianas con una afinidad poco habitual en los grandes núcleos urbanos. Don César era educado y afable, de modo que no tardó en granjearse la simpatía de los vecinos, a lo que sin duda contribuyó su desinteresada disposición a dar clases de matemáticas a los chavales, algo que fue considerado como un privilegio dada su conocida reputación como docente. Él, por su parte, había dedicado toda su vida a la enseñanza en un instituto privado y había disfrutado mucho de la relación con los alumnos, por lo que tener la oportunidad de continuar con su pasión en el vasto tiempo libre que le dejó su reciente jubilación le pareció un trueque razonable, más aún cuando se trataba de una comunidad con limitados recursos económicos.
Soltero de vocación, su inexistente vida familiar le permitió manejarse entre la preparación de las clases y la búsqueda de metodologías educativas dirigidas a la mejora cognitiva de los preadolescentes, poseedores de una plasticidad que conocía muy bien. Consiguió muy buenos resultados, y aunque la divulgación de los mismos en prestigiosas publicaciones le otorgó celebridad en el entorno académico, la popularidad le sobrevino gracias al eco social provocado por el altísimo nivel de los estudiantes a su cargo, cuyas capacidades destacarían en las universidades más exigentes. Ello le proporcionó una fama que llegó a incomodar a su carácter reservado, incapaz de acostumbrarse a los efectos secundarios de la repercusión mediática de sus logros.
El trabajo con los alumnos le procuró muchos momentos de satisfacción, pero un revés inesperado, casi al final de su carrera profesional, fue el que marcó por completo su destino. Un simple anónimo publicado en un periódico de tirada local implicándole en un turbio asunto, bastó para desatar el nerviosismo del director: un pipiolo con buenos padrinos que poseía la ambición suficiente para dejarse cegar por un futuro recién pintado y la juventud necesaria para minimizar el hecho de que la institución privada que dirigía debía su reputación a los resultados obtenidos por el veterano profesor. No vaciló en atajar con rapidez la posible extensión de ese borrón sobre el renombre del centro, ni tampoco en utilizar contra don César su avanzada edad. A este le apasionaba un trabajo al que se dedicó con absoluta entrega, por eso se tomó como una canallada por la espalda la propuesta de jubilación acompañada de veladas amenazas para que la aceptara. Trataron de suavizar la situación con la organización de un homenaje de despedida, circunstancia que aprovecharon además para inventarse un problema de salud que explicara, cara a la opinión pública, tan repentina marcha. A don César le resultó muy duro aceptar semejante desplante envuelto en una maniobra de maquillaje tan burda.
La consideración que encontró en su nuevo vecindario le ayudó a sobrellevar la humillación de su expulsión. Intentó animarse pensando que en cierta forma la vida le había compensado con la familia que nunca tuvo. Ahora tenía una muy grande, con muchas personas que le mostraban afecto y, lo más importante, con un buen número de estudiantes de los que ocuparse. Eran tantos que dedicaba las tardes a dar clases organizadas por edades. Prácticamente montó una escuela en el amplio comedor del adosado que alquiló en las afueras del barrio, en jornadas que a menudo se prolongaban cuando algún chaval requería una atención especial. Se sentía feliz de volver a disfrutar del trato cercano con los niños y los padres estaban encantados de contar con él.
Relacionarse con la gente nunca se le dio bien —debido en parte al escaso tiempo de ocio que se concedió en el pasado—, por ello se sorprendió de lo agradable que resultaban las ocasionales conversaciones con los vecinos. En los encuentros a pie de calle, muchos le transmitían su extrañeza por haber elegido un lugar tan poco céntrico para jubilarse. Él siempre respondía que buscaba tranquilidad y cierta distancia tras una ajetreada vida profesional, pero era muy consciente de que les estaba mintiendo. Aún le estremecía recordar la turbadora sensación que le condujo a este rincón de la ciudad, la irrupción de aquel deseo irreprimible brotado en lo más profundo de sus entrañas, raíz de una fuerza firme y extrañamente familiar que le proporcionó la certeza de que era aquí donde debía estar.
II
Andrés Expósito había vivido siempre en el barrio, aunque su popularidad se encontraba en el extremo opuesto a la de don César. Se trataba de un tipo ensimismado y carente de vida social. En las contadas ocasiones que salía de casa, deambulaba arrastrando los pies sin rumbo aparente hasta dar con alguna tienda de alimentación que visitaba por pura necesidad o hasta la biblioteca con la esperanza de encontrar una nueva adquisición en la sección de ciencias ocultas, asunto que ocupada todo su interés. Un aspecto envejecido, junto a una acentuada despreocupación por su persona, ofrecían una estampa desaliñada y desapaciblemente mortecina que le hacían aparentar más años que sus 31. Las ojeras evidenciaban una falta de sueño crónica y su mirada ausente, colgada en algún punto del horizonte, quedaba a ras de cuello en un duelo constante con su espalda encorvada. No se le conocía ocupación alguna, por lo que no faltaban las especulaciones acerca del origen de su dinero. Si alguien le hubiera dedicado más atención que la justa para cuchichear o apartarse de su camino, quizá sabría que cobraba una pensión por incapacidad permanente debida a un trastorno depresivo grave que lo inhabilitaba para el desarrollo de cualquier trabajo. Pero los enfermos del alma son los que más padecen las secuelas de la incomprensión, el ostracismo es una de las más graves.
Muchos lo tenían entre sus buenos recuerdos de infancia, pero la adolescencia le cambió el carácter transformándole en un adulto huraño y solitario que el fallecimiento de su inseparable madre agravaría. Se fue cerrando en sí mismo, dejando que las relaciones se marchitaran hasta perder contacto con todos aquellos que conocía. El piso donde vivía se convirtió en una guarida tan desordenada que parecía el escenario de un montaje sobre el naufragio de su vida. El mobiliario yacía bajo un mar de libros dispuestos sin orden alguno, como si de una especie de síndrome de Diógenes literario se tratara. Todos esos libros hablaban sobre telequinesis o sobre el control de la materia por medio de la psique. Solo eso leía, nada más le interesaba. Parecía que la fascinación por el ocultismo le hubiera secuestrado la cordura.
No solía dormir mucho, pero menos aún desde que ese profesor llegó al barrio. Andrés era el único que se mostró frío y distante con él, cosa que no extrañó a nadie. Sin embargo, no dejaba de seguirle con la mirada cuando andaba cerca, y eso sí desconcertó a sus convecinos. Ninguno podía imaginar que dedicaba la mayor parte de todas las noches a acercarse furtivamente al número 11 de la calle Dexter, el último de unos adosados que se encontraban en lo alto de una suave colina, tras un descampado cercano al barrio. Pasada la medianoche, bajo una completa oscuridad, Andrés la ascendía a través de una estrecha senda entre la hierba y se situaba frente al inmueble, fuera del alcance de la débil luz de las farolas. Allí permanecía durante horas ante una ventana de la planta baja, la que daba a la habitación donde dormía el profesor.
III
El viejo no lo reconoció, pero ambos se conocieron tiempo atrás. Andrés tendría unos 11 años y su madre se ganaba un sobresueldo limpiando por las tardes en un instituto religioso famoso por uno de sus docentes seglares, el de matemáticas. Madre soltera sin formación, no podía permitirse pagar a una canguro ni amistades dispuestas a quedarse con su hijo, por lo que acostumbraba a llevárselo con ella. El chaval no era mal estudiante, pero no se le daban bien las matemáticas, como a la mayoría. El profesor, que se quedaba en ocasiones hasta tarde para revisar algún trabajo, se mostró dispuesto a ofrecerle su ayuda desinteresada en una de esas breves charlas informales de pasillo que mantuvo con la limpiadora. Ella no daba crédito a su suerte; su hijo iba a contar con el apoyo de un reconocido profesor, y para él solito.
Andrés poseía unas aptitudes realmente notables, pero lo que ese pedagogo fomentó en su inteligencia superaba cualquier expectativa: no solo mejoró en matemáticas, sino que logró desarrollar en muy poco tiempo una importante capacidad de autoaprendizaje. Y aprendió mucho. Aprendió el valor de una transacción, que los que de verdad aman a las personas y se sienten pagados por los resultados de su generosidad, no esperan nada a cambio. Aprendió que ese maestro no era una de esas personas.
Quizá se debiera al dominio de prácticas ancestrales de meditación o tal vez a algún don natural extraordinario, el caso es que don César guardaba un oscuro talento para la manipulación: era capaz de interceptar las señales eléctricas que recorren el cerebro de las personas —de modo parecido a como un hacker captura el tráfico de datos de una red de ordenadores— y una vez controladas, reconducía los impulsos nerviosos con el fin de componer nuevas conexiones neuronales. Aunque suficiente para sus fines, se trataba de una habilidad limitada: solo podía controlar tejidos cerebrales aún en formación pero con cierto grado de desarrollo, idealmente en cerebros preadolescentes. Y lo hacía a su antojo; bien para desarrollar el intelecto, bien para moldear pautas de comportamiento a voluntad, recurso este último reservado a los muchachos que le excitaban. Sin embargo, en Andrés encontró una fortaleza inesperada que impedía moldearlo como quería. Eso le excitó todavía más y le obligó a buscar otra forma de doblegarlo. Necesitaba un golpe de efecto, y lo encontró: entregó al niño la llave del laboratorio de ciencias y le mandó que se colocara junto a una jaula donde dormitaba un pequeño ratón blanco. Una vez allí, envuelto en una extraña sensación de irrealidad, el muchacho sintió un intenso impulso que le indujo a cogerlo y a apretarlo con fuerza hasta que el roedor dejó de moverse. A pesar de que intentó resistirse entre lágrimas, su voluntad nada pudo hacer para impedírselo. Comprendió su sometimiento a la perfección cuando el profesor le explicó qué le induciría a hacer a su madre si a él se le ocurría contarle algo más allá de las matemáticas. Ella estaba feliz con los progresos de su hijo y nunca descubrió el coste de las clases; Andrés la quería muchísimo.
Cierta tarde que se encontraba en un aula vacía recuperando la compostura, tal como el maestro le ordenó hacer después de cada encuentro, don Anselmo, el profesor de catecismo, que andaba por el instituto para recoger una documentación olvidada, oyó unos sordos sollozos provenientes de un aula a oscuras. Al entrar, lo encontró acurrucado en el suelo, en una esquina al fondo de la habitación. Cuando se acercó y le preguntó qué hacía ahí, el hijo de la limpiadora se limitó a repetir lo que el maestro le había obligado a memorizar si se presentaba una situación como esa: «don César me ha reñido con severidad en la clase de repaso por no haberme aplicado y me ha invitado a reflexionar sobre ello. Me siento muy avergonzado». Con aspecto circunspecto, se limitó a posarle su mano en la cabeza antes de darse la vuelta y marcharse, consciente del peso de ese tipo en la jerarquía del centro.
Probablemente fuera la sotana la que provocó que el niño se olvidara de las amenazas del maestro y dejara escapar un desesperado «me gustaría contarle algo». Don Anselmo, de espaldas, lo oyó con claridad, pero no se dio la vuelta. El cura desapareció dejando tras de sí la puerta cerrada.
IV
En las semanas que duró aquella situación, Andrés se sentía como un polluelo desplumado en una minúscula jaula de pesadillas. Solo pensaba en la manera de escapar de aquel encierro, aun con las alas desnudas. Y no dejó de hacerlo, y tanto buscó que encontró algo que no esperaba: un vínculo con aquel perturbado de una forma que no acababa de comprender. Cuando estaban juntos, dentro de su cabeza descubrió impresiones que no eran suyas, breves fogonazos visuales que se sucedían en una especie de película borrosa que presentaba la escena que estaba padeciendo. Primero pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada, pero cuando las figuras se volvieron más claras, observó que en ellas siempre aparecía su propio cuerpo. Se dio cuenta entonces de que mostraban la perspectiva visual del agresor, en tiempo real. Después, las visiones se diluían para transformarse en sensaciones de goce ególatra revestidas de un poder feroz, de una felicidad putrefacta, y las sensaciones dieron paso a un vacío absoluto que le fue imposible comprender, pero cuyo origen sí fue capaz de percibir: la completa ausencia de empatía de ese individuo ante el daño que le estaba causando. Esto le permitió presentir la mente disfuncional de aquel desequilibrado disfrazado de maestro de matemáticas y entender la inutilidad de cualquier intento de despertar su piedad.
Empezó entonces a centrarse en sí mismo, a profundizar en todas esas percepciones que le estaban abrumando, a domarlas, a trabajar la capacidad de autocontrol. Aplicó el potencial de autoaprendizaje que en un principio la cara amable del docente consiguió fomentar en él. Perfeccionó su concentración, aprendió a manejar la energía que se desbocaba en su interior y a reconducirla para controlar a voluntad el dolor y el miedo. Pronto se dio cuenta de que al poner en marcha este mecanismo, su fortaleza interna aumentaba al tiempo que la habilidad para controlarla.
Y llegó el día en que se vio capaz de dirigirla afuera, hacia quien le estaba pi- soteando, cuando toda la humillación acumulada le sugirió que era el momento. Casi de inmediato, César se apartó con brusquedad mientras súbitas arcadas le revolvían las entrañas y le obligaban a llevarse la mano a la boca. Se desentendió del niño y se centró en no alejarse demasiado del baño. Esa tarde le dejó en paz. Andrés comprendió entonces el alcance de lo conseguido: había penetrado en la mente de aquel psicópata y rozado los hilos de su voluntad.
La tarde siguiente tampoco pudo tocarle, ni las sucesivas. A pesar de que quería querer, no lo consiguió. Sentía un rechazó insalvable, como si tratara de unir dos polos opuestos. La intensa sensación se repetía cada vez que se le acercaba, y tuvo que dejar de intentarlo. La pesadilla había terminado, o al menos eso creyó Andrés, porque aquel tipo le dejó tan marcado que ya no sería el mismo. Pasado algún tiempo, su madre encontró otro trabajo mejor y no lo volvió a ver. Pero no pudo olvidar, como tampoco pasó por alto el logro de conseguir controlar otra mente, de manipular las intenciones de otra persona. Profundizar en ello fue un refugio que degeneró en una obsesión de por vida.
V
Tuvieron que pasar veinte años de preparación y espera para que finalmente se presentara la situación propicia: el anónimo que envió al periódico obtuvo el resultado planeado y la comadreja salió de su madriguera. Le resultó fácil provocar que la ambición de aquel joven director de instituto tomara esa decisión. Del mismo modo, no le resultó difícil arengar la ira del agraviado profesor: hacía tiempo que descubrió que una mente invadida por las pasiones es más fácil de manipular. De esa forma, penetró hasta el fondo de la voluntad de aquella alimaña para traerla a su terreno.
Ahora, César duerme tras una ventana de la planta baja de un adosado situado a las afueras de un apartado barrio de la ciudad. En la calle, frente a esa ventana, al final de una senda entre la hierba, la hierática figura de Andrés apenas se distingue de las sombras que el mortecino alumbrado público proyecta con dificultad. Permanece inmóvil, y aunque parece observar la ventana, sus ojos están cerrados bajo un ceño ligeramente fruncido. Como cada noche, desde la primera, Andrés deja brotar sus recuerdos para poder destilar la esencia ponzoñosa del sufrimiento estancado, la concentra con paciencia y luego la inocula en lo más profundo de los sueños de César, despacio, asegurándose de que recibe toda la dosis supurada. Y así, noche tras noche, con la vocación de un alquimista, trasvasa el peso amontonado durante años de pesa- dillas, sin prisa, disfrutando de la ligereza del alivio.
César siempre había dormido plácidamente, por lo que al principio consideró esos extraños sueños como algo pasajero. Sin embargo persistieron; se hicieron intensos, frecuentes, recurrentes. Le mostraban a sí mismo como un ser grotesco, sin forma, incapaz de alzarse del suelo mientras reptaba entre incontables suelas que no dejaban de pisotearlo a pesar de sus gritos mudos. Las hordas de pisadas nunca se detenían. Pasaban sobre él indiferentes, lo desgarraban convirtiendo en jirones su inexistente forma. Gritaba, pero no emitía sonido alguno. Volvía a gritar, lo hacía durante toda la noche, hasta que un último alarido retumbaba entre las paredes del dormitorio y lo despertaba al filo del amanecer, cubierto de sudor y de la sangre de sus propios arañazos.
VI
En el barrio se extendieron los rumores acerca de la enfermedad que aquejaba a don César, un extraño mal que le impedía conciliar el sueño y esculpía en su cara la permanente mueca del miedo. Parecía otro. Sus ojos se hundían tras unas bolsas amoratadas que concedían el único color a una blanquecina piel avejentada. La mirada estaba lejos, en el inhóspito subsuelo de un lugar inexistente y su caminar se encorvaba como si soportara la pesadez del aire en un continuo cara a cara con el suelo. Apenas articulaba palabra en sus cada vez más escasas salidas. Era evidente que estaba enfermo, pero cualquier intento de ayuda lo rechazaba con vehemencia; repetía con desoladora amargura que lo dejaran en paz. Se fue apartando de la gente, no soportaba las expresiones de compasión. Nadie alcanzaba a entender el repentino cambio de aquel entrañable hombre en semejante despojo.
Tan notable resultaba la degradación del profesor como la vuelta a la vida de Andrés. Se había erguido, andaba con mayor seguridad y ya no arrastraba los pies. La mirada sin ojeras buscaba el saludo de los vecinos y a muchos dejaba con una mezcla de perplejidad y alegría después de cruzar unas palabras. Eran aquellos que le habían conocido de pequeño y que no esperaban volver a reconocer a la persona con la que compartieron una infancia jovial y despreocupada. Ahora duerme bien, sonríe, parece feliz; hasta ha encontrado trabajo. Cuenta que ha logrado quitarse el yugo de pesadillas que lastraba su vida, que por fin se lo ha podido colgar al monstruo al que está arrastrando a un lugar sin regreso. Todos entendieron la expresión «monstruo» como una metáfora de la depresión que había padecido y parecía haber superado. Andrés nunca les sacó de su error.
VII
Las tempranas luces del alba derramaban tonos cobrizos sobre el número 11 de la calle Dexter. Tras la ventana de la planta baja, un cuerpo febril se agita entre las sábanas empapadas mientras unas densas pesadillas lo arrastran hacia el umbral de la locura. Cuanto más forcejea, la gravedad de su mente más le hunde, lejos, muy lejos de la lucidez de los mortales. Lentamente, los movimientos de desasosiego se van ralentizando hasta que una última convulsión le deja tendido sobre la cama, inmóvil, despierto en mil pedazos con el cortante filo del delirio aún sobre la almohada. En ese mismo instante, a lomos de una oscura onda expansiva, una delicada partícula de luz visita el sueño de varios niños del barrio y barre los recuerdos que no debieron producirse. Al despertar, no recordarán nada del profesor ni de sus clases, tan solo cómo calcular fracciones.
El halo con el que la farola alumbra el último adosado, apenas roza las esquivas zapatillas de Andrés. Su rostro sudoroso se ha suavizado y bajo un ceño relajado, abre despacio los ojos que observan por última vez aquella ventana durante unos minutos. Luego, da media vuelta y se dirige al descampado de regreso a su casa.
La tierra exhalaba exhausta el vapor de la noche amanecida y la hierba se enardecía erecta de piropos de escarcha tratando de rozar los colores del crepúsculo. Sobre ella, unos pasos firmes van derritiendo las gotas heladas de rocío mientras desandan colina abajo la senda que nunca volverán a pisar.
Antonio Bolant Rodríguez (España)