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La maleta de la señora Tillmore
Ignacio Urtiaga
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«Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore, siempre con un tono entre riguroso y resignado, justo antes de bajar cuidadosamente la tapa, ajustar las correas laterales y cerrar con llave.
Exactamente igual que hizo esta mañana al cerrar la maleta antes de irse, no sin antes advertir severamente a los dos operarios de la mudanza que «trataran con delicadeza sus cosas» y que «bajo ningún concepto», repitió, «bajo ningún concepto, se acercaran a la maleta, la tocaran y mucho menos hicieran el amago de abrirla, la abrieran o miraran su contenido».
Pero, desgraciadamente, este tipo de afirmaciones lanzadas al viento aquí, en pleno corazón del condado de Kildare, y casi en cualquier parte de este mundo, suena a desafío, a pretenciosa provocación, a incitación, a órdago al niño desobediente que casi todos llevamos dentro, con lo que, una vez más, se los ha encontrado a la vuelta sin poder evitar el fatídico desenlace.
Por eso ahora arrastra pesadamente los cadáveres de los trabajadores por la madera oscura que conforma el suelo del apartamento en dirección a la bañera, donde ha preparado una mezcla de hidróxido de potasio y agua que los hará desaparecer en unos días. Y, como en otras ocasiones, tiene que darse discreta y ágilmente a la fuga. Pero hoy la sempiterna huida, quizá por ser menos esperada o simplemente más precipitada, o igual porque la señora Tillmore estaba más afectada que otras veces —al menos eso me ha parecido notar en su expresión y sus ojos cansados—, o simplemente por puro azar, ha quedado abortada en tan solo un instante. El instante en que sus botines negros de suela de cuero resbalaron en el tercer escalón e hicieron que cuerpo y maleta, acompañados de un simpar concierto de percusión y crujidos de huesos, descendieran atropelladamente piso y medio en la empinada escalera de caracol de este típico portal irlandés.
La suerte, en definitiva, no nos ha acompañado. La maleta ha quedado semiabierta en el descansillo y la pobre señora Tillmore es más que probable que no pueda recuperarse de esa fractura escandalosa que se adivina en su cuello y que ha puesto en su cara una máscara de horror que se va pintando de blanco según van pasando los minutos. Abstraído por el delicado haz de luz que entra desde el exterior me debato entre intentar escapar y esconderme o esperar a que alguien me encuentre.
«Todavía no están preparados», decía la señora Tillmore.
Ignacio Urtiaga (España)