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Recuerda que intenté gritar

Aitziber Conesa

LLEGO A VALOSCURO a las cuatro de la tarde. Es un pueblo silencioso, de tejados verdes y paredes de piedra gris. Calmo y recio. Más o menos lo que esperaba.

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La puerta de la casa de huéspedes cierra tras de mí con un chasquido y descanso mi escaso equipaje a mi lado. Miro el reloj sobre el mostrador de recepción. Cuatro y media. En este momento cumplo dos meses de viaje. Dos meses visitando los lugares que vieron mis padres en vida, en los que nacieron y vivieron. Aquellos que me ocultaron siempre. La dueña de la casa me recibe, hosca, poco acostumbrada a alquilar sus habitaciones. El precio que me impone por la pensión completa es ridículo, pero acepto igualmente y firmo el libro de recepción. Ella me informa aburrida de las horas de las comidas mientras me tiende mi llave. Al parecer llego tarde para el té, pero harán el favor especial de servírmelo. «Solo por hoy», me aclara.

Las pastas que acompañan al té, concentrado y amargo, son demasiado dul- ces. Sin embargo he descubierto que tengo un extraño antojo por ese contraste. Me siento como un insecto atraído por un azucarero.

Le pido al ama un mapa de la región o un folleto que hable de Iscta. Ella endereza la espalda al instante. El repiqueteo acelerado de sus pasos al alejarse es toda su respuesta. Supongo que tendré que llegar a base de instinto. Decido que saldré a pasear hoy por Valoscuro para planificar mi excursión de mañana.

Caminando por el enlosado antiguo del pueblo me siento como si volviera a mi infancia. Salto de losa irregular a losa irregular, sorteando los hierbajos que las levantan sin ningún pudor. Valoscuro es pequeño, y pronto me encuentro saliendo de la cobija de tejados. Lo que veo es fascinante; un campo hermoso, centelleante, iridiscente, como si acabase de llover. Siento que el propio aire aletea. Casi creo ver cómo cada minúsculo átomo vibra. Oigo cómo zumba.

En un ligero trance, siguiendo el zumbido, encuentro un camino en desuso, casi borrado ya por la maleza. Planto mis pies en él cuando una voz inesperada me hace saltar.

—No quieres ir por ahí. —Es un anciano enjuto. Su cráneo es algo alargado y sus ojos siguen pareciendo grandes e inquisitivos pozos negros, a pesar de las bolsas y pliegues de su piel—. Por ahí ya no hay nada.

—¿Pero lo hubo?

—¿Qué busca alguien de tu edad en Valoscuro? —pregunta con sospecha.

—El pasado —respondo—. Mis padres vivieron en Iscta.

El anciano se acerca con paso rápido.

—No digas ese nombre. Nunca. ¿Me entiendes? No busques más. No hay nada que ver más allá de Valoscuro —me amenaza. Se da la vuelta y se aleja corriendo todo lo que su edad le permite.

Escucho un zumbido a un lado del camino borrado. No puedo evitar girar la cabeza. Entre la vegetación veo parte de un poste de madera en el que aún hay restos de una vieja pintura, oxidada hace mucho. Aparto la maleza para descubrir el letrero casi borrado. «Iscta», puedo entrever bajo un hervidero de avispas. Contengo un escalofrío y retiro mi mano lentamente. Me aterran. La promesa del dolor en cada pequeño cuerpo negro y amarillo. Vuelvo a la tranquilidad de la casa de huéspedes, presa de la agitación, temblando como si quisiera sacudirme el recuerdo de los insectos que he visto. Me recrimino esta debilidad, pero no puedo contenerme. Tendré que armarme de valor para afrontar la exploración. Pero eso será mañana. Las avispas me persiguen. Sus enormes ojos negros me escrutan. Siento la brisa que levantan sus alas cuando hablan entre ellas mediante zumbidos. Se arremolinan alrededor de mi cama, de pronto gigantescas, de pronto tan pequeñas que pueden entrar por los poros de mi piel. Me toquitean con sus delicadas patas. Oigo el ligero chasquido de sus mandíbulas, deseosas de sorber mi carne…

Me despierto sudando. Cada fibra de mi cuerpo duele, se queja de la noche. Me lavo la cara con agua muy fría con la esperanza de borrar los sueños que he tenido. Oigo un ruido y salgo del baño apresuradamente. La habitación está vacía. Veo que alguien ha colado un papel bajo la puerta. Se trata de un viejo periódico que recojo con algo de aprensión. Lo desdoblo con cuidado de no romperlo. Desde la portada, adustos y casi ausentes están mis padres. No deben de tener más de diez años y se cogen de la mano. Incluso en una fotografía granulada puede verse lo fuerte que es ese agarre. Parece que ese vínculo sea lo único real, lo único que los une al mundo.

Misteriosa masacre en la villa de Iscta. Dos niños son los únicos supervivientes.

Eso dice el titular. El artículo es confuso. Lo poco que saco en claro es que Iscta era una pequeña población rural, relativamente aislada y que un día, sin causa aparente, todos sus habitantes aparecieron muertos. Mordidos, despellejados, abiertos de algún modo… no lo sé bien. Todos menos mis padres, a quienes encontraron a medio camino de Valoscuro visiblemente conmocionados. El artículo destaca su mutismo abstraído y que no se soltaron la mano un solo momento.

Si alguien quería disuadirme para que me alejara de Iscta, no podía haberse equivocado más.

El desayuno se sirve puntualmente. El café es amargo y las tostadas y bollitos demasiado dulces. Con cuidado envuelvo algunas provisiones en una servilleta y me las meto en el bolsillo. He llenado la cantimplora en el baño de mi habitación. Me despido de la dueña de la casa, avisándola de que probablemente no venga a comer. Al salir oigo un chasquido, como el de las mandíbulas de las avispas gigantes de mi sueño, y sé que ha sido ella, reprobándome. Siento una oleada de alivio irracional cuando la puerta se cierra a mi espalda.

Cruzo Valoscuro con paso firme. Los lugareños se giran para mirarme, todos ellos de enormes ojos negros que me persiguen hasta el camino a Iscta. Tomo aire y lo contengo al pasar al lado del arbusto que oculta la señal que vi ayer. El avispero debe estar muy cerca.

Todo irá bien, me digo. Todo irá bien si mantienes la calma.

Voy perdiendo mi aprensión a cada paso que doy por ese fantasma de camino. El lugar es salvaje, exuberante y cargado de tonos de verde. Tiene ese romanticismo especial que envuelve a los lugares abandonados reclamados por la naturaleza. Huele a misterios, pero también a calma y estabilidad. Se respira la paz de la aceptación de lo inexorable. En resumen, es hermoso.

Pierdo la noción del tiempo en el camino. Tanto podría haber caminado diez minutos como diez horas. Pero no me importa. Llego a las ruinas de Iscta con el cuerpo fresco, descansado, recargado. Siento una extraña comodidad andando entre los muros derribados, viendo tejados hundidos y paredes sujetas por hiedras e higueras.

Mi pie tropieza con algo frágil, que cede con un chasquido. Bajo la vista y descubro trozos amarillentos que creo serán cerámica. Recojo uno con curiosi-

dad y me doy cuenta de que es un trozo de hueso, de un cráneo. Entonces me fijo en el suelo. Aquí y allá, entre las raíces y el suelo fértil se ven más huesos. Huesos largos. Curvas costillas. Densas vértebras. Veo un cráneo casi intacto entre las sombras de un rincón. No puedo evitar acercarme y cogerlo. Miro en sus cuencas, esperando que me revele sus secretos.

Siento un cosquilleo. Al tiempo, un escarabajo, casi azul de tan negro, emerge de una de las cuencas moviendo las pinzas de sus mandíbulas. Lanzo la calavera lejos en un espasmo, como si una corriente eléctrica hubiera movido mi brazo. En ese momento entiendo que esa calavera era diferente. Que era más clara que los demás huesos que he visto, más nueva. Y sé que la muerte de su propietario está ligada al escarabajo.

Los oigo antes de verlos. El rasgueo de miles de patas seguido del brillo de miles de caparazones. Surgen de entre la maleza y bajo la capa de hojas secas. Son una organizada desbandada; un caótico ejército que ruge hambriento. Observo con pavor cómo cubren a un gorrión. Puedo sentir su agonía, rápida y sangrienta cuando lo devoran.

Me giro y corro sin mirar atrás. Los oigo moverse, acercarse. No puedo parar. Corro por mi vida.

Noto que el color del cielo cambia. Oscurece, pero en lugar de bañar el mundo de bronce y ocre, el sol proyecta plata y zafiro. Miro atrás. La luz pasa por las alas azules de un escarabajo enorme. Es hermoso y terrible; pavoroso y fascinante. Es un dios, y yo soy un mero insecto. Pero un insecto que confía en huir y ocultarse. Corro más rápido, más lejos, intentando que mis pies golpeen el suelo al ritmo de mi corazón.

Tropiezo y me derrumbo. No quiero parar, pero tampoco puedo seguir. Siento la humedad en mi rostro. Sé que son lágrimas aunque no haya pretendido llorar. Mi vida acabará en Iscta, pasto de los escarabajos. Pero eso ya no me atormenta. He luchado. He corrido tanto que he alcanzado la paz.

No pasa nada. No siento su peso, sus patas recorriéndome, el chasquido de sus alas. No hay nada. Me levanto.

He atravesado Iscta de parte a parte. El pueblo derruido queda detrás, silencioso, muerto. El dios escarabajo se ha ido. Tampoco hay rastro de sus pe- queños hijos. Delante sólo hay bosque. Bosque y un pequeño banco de piedra colonizado por líquenes rojos y musgo. Me siento en él y descanso.

Abro los ojos al oír un zumbido. Me he puesto en tensión. Suspiro cuando veo que es una libélula. Las libélulas son hermosas, delicadas, etéreas. Las libélulas no me dan miedo.

Disfruto mirando su cuerpo verde y azul a la luz del atardecer. Pronto se le une una amiga, y ambas bailan para mí. Dejo pasar el tiempo mientras se congregan más y más hadas-libélula. El espectáculo es incomparable.

Siento un pinchazo en el dorso de mi mano. Es un pequeño mordisco. Una de ellas despega llevándose un trocito sanguinolento de piel. Antes de que pueda moverme, todas se posan sobre mí y me muerden una y otra vez. Quiero levantarme, pero no puedo. Muerden y beben el líquido de mis ojos. Quiero gritar. Pero si abro la boca entrarán dentro, me ahogarán. No me atrevo. La tortura es atroz. Muero antes de que mi cuerpo deje de funcionar. Un chillido congelado en mi garganta.

Cuando encuentres mi sonriente calavera a las afueras de Iscta, recuerda que quise advertirte. Recuerda que intenté gritar.

Aitziber Conesa Madinabeitia (España) Administradora de la página literaria: danzadeletras.com

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