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Olor a cera quemada
María Jesús Briones
UN OLOR a cera virgen quemada conduce a Jeremy hasta el santuario.
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Vidrios-catedral y luces parpadeantes iluminan la imagen, envuelta en capa de diosa y pies desnudos para el beso.
Jeremy, de cerebro de nuez y genitales de fruto seco, se deslumbra con el reflejo de la penumbra.
Hunde las rodillas en el terciopelo granate. Algunos hilos se fijan en sus pantalones blanco impoluto. Parecen salpicaduras de sangre en el mono del matarife.
Acaricia un monedero de piel de vaca, con la destreza de un granjero ordeñando a su res. El dinero extraído lo ofrece a la divinidad con el orgullo de estar comprando la gracia y el derecho a sus favores.
La esfinge se despoja de su túnica, deja a la vista un cuerpo de un velado deseo y envuelve al hombre.
Las vibraciones del órgano repercuten sobre Jeremy, excelsas cual notas de Bach.
Su lengua pegajosa y aletargada despierta como un animal tras una hibernación duradera.
Busca los labios del ídolo para chuparlos, lamer y degustar el barniz encarnado. Un soplo de aliento lo devuelve a sus plantas.
Cinco dedos lacados en plata, como cinco anzuelos a la espera del pez. Jeremy se revuelve y agita, muerde y rasga su paladar. Brotan gotas de color vino.
Embriagado en su propio cáliz, explota su bragueta. Un cirio eleva su llama por encima de las demás luminarias. Aspira un perfume denso de lilas y violetas. Se marea. Sueños desquiciantes obnubilan su mente. Las imágenes de la vidriera cobran movimiento. Parece una procesión de penitentes hacia un averno repleto de seres agónicos. Gemidos y silencios.
Jeremy es arrastrado por una mano invisible a ese desfile, culminado por la piel sacralizada de la diosa, quien retira su cara y el beso queda como un soplo en el aire. Se apagan las velas.
En la oscuridad un gemido y un cuerpo yerto, junto a un bolso de lentejuelas negras rebosante de billetes.
María Jesús Briones Arreba (España)