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La extraña pareja
Ilustración mujer: Humberto Nieto L.
Enrique Angulo
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ESTABA ANOCHECIENDO y Robert salió a dar un paseo como acostumbraba hacer cuando el tiempo no era demasiado desapacible. Le gustaban aquellas horas cercanas al crepúsculo y posteriores a él porque ya casi toda la gente estaba en sus casas. Su recorrido era siempre el mismo: atravesaba el parque que había frente a su polígono de viviendas, cruzaba un par de avenidas y llegaba a la orilla del río, por la que caminaba hasta que decidía regresar.
Solía ir distraído y dándole vueltas siempre a las mismas cuestiones, las cuales no le llevaban a ninguna conclusión que le permitiese mirar, no ya con opti- mismo, sino con un poco de tranquilidad un futuro en el que sólo adivinaba monotonía y decadencia física. En esas estaba cuando vio a una mujer subida en el petril de uno de los puentes por los que solía pasar, y le pareció que tenía la intención de tirarse desde él.
—¿Qué va a hacer usted? —le gritó, pues aún estaba a unos cuantos metros de ella.
La mujer, que miraba impertérrita las aguas del turbulento río que corría bajo sus pies, volvió la cabeza desconcertada y se fijó en aquel desconocido.
—No lo haga, es estúpido —volvió a gritar aunque ya sólo le separaban de ella unos veinte metros.
—¿Estúpido? ¿Qué puede saber usted?
—Es cierto, no sé nada, pero quitarse la vida en sus circunstancias es un grave error sin corrección posible.
—¿Y cuáles son mis circunstancias?
—Es usted joven y bien parecida y tiene toda una vida por delante.
—Pues quizá sea ese el problema.
—¿No podría contármelo?
—Oiga, déjeme en paz, continúe su paseo y olvídese de que me ha visto. Si sigue molestándome me iré, pero sepa que mi decisión es firme, que nadie podrá impedir que me suicide, si no es hoy, lo haré mañana, y no me importa la forma, de aquí puedo irme a las vías del tren, o subirme a un rascacielos.
—Pero yo podría advertir a la policía o a su familia si descubriese quién es.
—Eso sí que sería estúpido por su parte. Yo diría que está usted loco, podría decir incluso que me ha acosado.
—¿Sabe? Yo también he pensado muchas veces en suicidarme.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
—No lo sé, no me apetecía vivir, pero tampoco morir. ¿Qué sabemos de la muerte?
—Lo mismo que de la vida: nada.
—Pues quizá fuese por eso. La muerte vendrá sin que la llamemos, no creo que su situación sea tan desesperada como para quitarse la vida. Estoy seguro de que todo se reduce a un conflicto amoroso, usted va a matarse por un cretino que no se merece ni que le deseen los buenos días. Si supiese usted la opinión que tengo ahora de las mujeres que me llevaron por la calle de la amargura. Mire, el amor es una borrachera cuyos efectos tardan mucho en pasarse, y cuando eso ocurre, uno se llama estúpido por haber penado de una manera tan patética por alguien, muchas veces, insustancial o hasta malvado.
—No tiene usted razón, quien se emborracha lo hace por voluntad propia, pero nadie se enamora de quien quiere ni cuando quiere, y no todos de quienes nos enamoramos son insustanciales o malvados.
—Pues sí y no, porque para enamorarse hay que estar predispuesto a ello, yo conozco a gente que jamás se ha enamorado, o eso creo.
—Bueno, me estoy cansando de disquisiciones filosóficas, ¿quiere irse ya?
—¿Cómo puede pedirme que después de saber sus intenciones la deje aquí para que usted se quite la vida?
—Tendré que irme yo.
—La seguiré.
—No voy a consentirlo.
—¿Qué va a hacer, llamar a un guardia?
—Está bien, me voy a arrojar al río.
—Yo iré detrás suya.
—No sea ridículo.
—¿Por qué no? Me he enamorado de usted, y ya no concibo mi vida sin su amor. Ha sido un flechazo. Por cierto, no sé su nombre. Yo me llamo Robert.
—Esto cada vez es más absurdo, me está tomando el pelo, así que voy a tirarme ahora mismo.
—Lo haremos juntos, ya le he dicho que la vida no ha sido nada generosa conmigo, estoy seguro de que he penado mucho más que usted. Sufrí abusos sexuales por parte de mi padre. ¿Lo ha oído? ¿Hay algo más monstruoso que un padre abuse sexualmente de su hijo? Cuando lo supo mi madre creyó que iba a volverse loca.
—Por favor, tengo suficiente con lo mío.
—Mi hermana murió a los seis años al caerse por la ventana de la casa donde vivíamos, para entonces mi padre ya nos había abandonado, lo cual fue un respiro, mi madre nunca quiso denunciarlo, y quizá esa pena y la de la muerte de mi hermana fueron las causas de que muriese relativamente joven.
—Se lo está inventando todo.
—Fracasé como pintor, que era el sueño de mi vida. He amado a dos mujeres con un amor total y las dos me rechazaron.
—Estupendo, veo que tiene muchas razones para aborrecer la vida, quizá más que yo.
—Sí, y lo que más me encoleriza es que desconozco el porqué de todas esas injusticias. ¿Por qué me tuvieron que pasar tantas desgracias que, prácticamente, me convirtieron en un ser triste a perpetuidad? ¿Y por qué a unos parece que les cae la dicha llovida del cielo y a otros parece que nos han puesto aquí sólo para que suframos?
—Mire, en eso estoy de acuerdo con usted, la Fortuna es la más injusta y burlona de las diosas.
—Además, tengo diabetes, hemorroides, asma, hipertensión, síndrome de colon irritable y sufro ataques de ansiedad.
—¡Basta! Me está aburriendo, casi me dan ganas de decirle que se merece todo cuanto le ha pasado y le pasa. Yo me voy a suicidar, ya se lo he dicho. Y no estoy dispuesta a contarle las razones, mi hastío hacia la vida es infinito. Usted haga lo que le venga en gana.
Dicho aquello, la mujer se dejó caer a plomo desde el puente, Robert hizo lo mismo unos segundos después. Ambos desaparecieron al instante en aquella profunda y líquida turbidez.
Pasados unos días, el río arrastraba una hoja de periódico, la cual quedó retenida en una orilla. Un paseante, por curiosidad, la cogió con un palo. Le echó un vistazo. Era una de las páginas de un tabloide. Lo primero que le llamó la atención fue un titular en el que podía leerse:
Enrique Angulo Moya (España)