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Piccéfalo
Salvador Esteve
HOY SE HA DESPERTADO con una extraña sensación, una idea obsesiva se ha incrustado en su mente y ya todo lo demás carece de importancia. Busca desesperadamente un lienzo de grandes dimensiones y sobre la tela virgen empieza a esbozar una imagen que, con fuerza, le llama.
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Se frota los ojos hundidos y enrojecidos por el cansancio, los días se van amontonando y la desidia existencial ya ha hecho mella en su cuerpo. Prácticamente desdentado, el escorbuto navega por sus encías y huesos, parece que en cualquier momento vaya a resquebrajarse en mil pedazos. Con lentitud, fotograma a fotograma, se retuerce e intenta hacer acopio de fuerza tragando con dificultad un mendrugo de pan y bebiendo agua azucarada; necesita energía, el cuadro aún no está terminado. Se acerca con paso vacilante y con el pincel en su mano temblorosa empieza a retocar con mimo el pelo de la mujer, ya falta muy poco.
Dos semanas más tarde, la tarea que durante largos meses le ha estimulado a respirar ha llegado a su fin. Los colores de la paleta han saltado a la tela como por una magia macabra. La realidad de sus facciones es tal que la pintura llena de vida el lúgubre estudio. Se acerca al óleo y tímidamente acaricia por última vez su rostro, que le devuelve una mirada de tierna tristeza. Un amor imposible, dos realidades opuestas que jamás se encontrarán. Arrastrando los pies, pero con decisión, abre la ventana y se deja caer; sangre y óleo se mezclan sobre el pavimento.
En la oscuridad del sótano, junto a otras obras desahuciadas a la luz, arrinconadas junto al acumulado polvo de la indiferencia, el cuadro dormita. Pero el rictus de la mujer ha cambiado. A su alrededor, una neblina gris se revuelve sobre sí misma, parece cobrar vida.
El tiempo, hambriento como termitas, invade los meses. Sus senos parecen ahora más abultados, sus labios, más prominentes, la trama del lienzo se difumina y la textura de la piel del vientre se tersa, aumentando de tamaño día a día.
Sus gestos de dolor son ahora estremecedores y un grito desgarrador estalla en la noche. Las ratas huyen aterrorizadas, un miedo ancestral golpea su instinto de supervivencia. Cuando rompe aguas, un cuajarón de pintura, esencia de trementina y aglutinantes cae al suelo junto al terrorífico ser. El cuerpo del engendro palpita como si infinitos pequeños corazones insuflaran sangre por todo su amorfo organismo, solo el colorido dulcifica ínfimamente su aspecto. Sus ojos inquietos supuran odio. Zigzagueando, se pierde en la oscuridad dejando un rastro arcoíris, pronto necesitará alimento. La mujer, huésped de la aberración, es ahora una mezcolanza de colores y tramas inconexas, una imagen abstracta de desolación.
En una pequeña habitación del barrio de Montmartre, un joven pintor duerme plácidamente, anhela la fama, exponer en el Louvre. El ser gelatinoso trepa por el lecho y se abre paso por sus fosas nasales buscando su cerebro, sus sueños.
Salvador Esteve (España)