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El Centinela y el misterio de la Cruz del Coso
Ilustración de Harry Clarke
Patricia Richmond
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I
SE ENCONTRABA SOLO en la biblioteca. Las palabras del códice que estaba examinando desaparecieron y, en su lugar, una imagen fue tomando forma. Unas alas negras revolotearon ante él, envolviéndole en una sombra densa. Algo empezó a brillar en medio de la oscuridad. Dos pequeños ojos de un rojo intenso intentaron invadir su mente, desafiándola con una mirada penetrante en la que podía leerse la sonrisa del triunfo.
El monje sacó del bolsillo del hábito una bolsa de terciopelo y extrajo de ella un amuleto de vidrio opaco. Lo interpuso entre su rostro y la visión, que se convulsionó y desapareció lentamente.
Las letras volvieron al libro y un intenso olor a azahar impregnó toda la estancia. Michel de Miravall, el Centinela, salió de su trance y se preparó.
II
Su padre la había avisado de que acababan de llegar los libros y, en cuanto terminó la clase de disección, corrió a la imprenta del hospital. Ser hija del mejor médico de Zaragoza le daba la libertad de recorrer a sus anchas las dependencias del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, aunque no todos aprobaban que una mujer recibiera clases de anatomía y atendiera a los enfermos, como un estudiante más de medicina.
Tres enormes cajas de madera esperaban en un rincón que alguien examinara su contenido. Su padre había comprado todos los documentos del taller abandonado de la cercana calle Cuchillería.
Se decía que había albergado la primera imprenta de la ciudad, pero tras la desaparición misteriosa del maestro que la regentaba, el establecimiento había languidecido y pasado de mano en mano hasta echar el cierre definitivo.
Nadie se había atrevido a montar otro negocio en el local, a pesar de su situación inmejorable. La desaparición del primer dueño y el fracaso de los impresores que le sucedieron habían extendido la leyenda de que el taller estaba maldito. Pero acababa de ser comprado por un comerciante de vinos que había aceptado vender al doctor los libros abandonados en su interior por casi nada.
El médico mandó que los llevaran a la imprenta del hospital, con la esperanza de encontrar algún manual antiguo que mereciera ser reeditado.
Entró en la sala. Los tipógrafos estaban ocupados en terminar la composición del ejemplar de la Gaceta de Zaragoza que sería distribuido por la tarde y que se confeccionaba allí mismo. Nadie reparó en ella y, tranquilamente, fue abriendo los cajones y hojeando su contenido.
Un manuscrito llamó su atención. Lo cogió y se lo llevó a la botica, que a esa hora estaba desierta. Lo abrió sobre la larga mesa de los preparados y admiró su hermosa caligrafía. Conocía perfectamente la obra, el Manipulus Curatorum de Guido de Monterotherio, el primer libro impreso en la ciudad hacía trescientos años.
Sonrió al recordar cómo se burlaba de las monsergas de sus hermanos mayores, que lo recitaban sin descanso para aprender las instrucciones sobre la administración de los sacramentos. Aunque no compartía su devoción por la fe católica, que tanto marginaba a las mujeres, respetaba y admiraba la entrega con la que ellos se dedicaban a la labor sacerdotal.
A ellos siempre les había intrigado por qué una misma página de sus ejemplares, dos volúmenes de la primera edición conseguidos por su padre en dos subastas diferentes, no era como las demás. Todas las hojas tenían exactamente 35 líneas, pero el folio 76 sólo constaba de 25, como si los renglones finales hubieran sido borrados.
Acababa de hallar la respuesta. En el manuscrito había un párrafo más. Era una oración en latín para, según decía el texto, despertar a los muertos. Rio a carcajadas; no le extrañó que la hubieran eliminado de los libros.
Se dirigió con el volumen al centro de la estancia y declamó la oración solemnemente:
Veni, Creator Spiritus, Mentes tuórum vísita, Imple supérna grátia, Quae Tu creásti péctora. Emitte Spíritum tuum et creabúntur. Et renovábis fáciem terrae.
Escuchó un crujido a su espalda. Creyó que soñaba al ver que un cuervo disecado había extendido sus alas y se había desprendido de la peana que lo sujetaba en lo alto de un armario. El pajarraco se lanzó al vacío, voló en círculos sobre ella y acabó posándose sobre su hombro. Después de susurrarle algo al oído, levantó de nuevo el vuelo para escapar por una ventana abierta.
III
A la mañana siguiente, en cuanto amaneció, el cochero del canónigo Pignatelli llamó a la puerta de la Cartuja de Aula Dei. Preguntó por el hermano Miguel y le esperó subido en el pescante del carruaje.
El monje le saludó y subió al coche. Le sorprendió la prisa con la que le llevó a la ciudad. Cruzó el Ebro por el Puente de Piedra, traspasó la muralla por la Puerta del Ángel y paró junto a la catedral de La Seo.
Allí, Pignatelli, que le estaba aguardando, le hizo entrar en el interior del templo, completamente vacío a esa hora. Avanzaron hasta el fondo y accedieron a las dependencias del Archivo, donde dos sacerdotes les esperaban nerviosos.
—No tema, no he revelado su secreto —le aseguró el canónigo—. Necesito su ayuda.
A Michel de Miravall le inquietó que aquello se convirtiera en una costumbre. Unos meses antes, su colaboración también había sido requerida para esclarecer los espantosos crímenes acaecidos en las inmediaciones de la Torre Nueva. Después de aquello, creía haberse ganado la paz que anhelaba en su escondite de la cartuja, donde se hacía pasar por uno más de los monjes.
Le mostraron una sala anexa completamente ocupada por una enorme vitrina que se extendía por la pared del fondo y las laterales. La formaban dos filas de pequeños armarios superpuestos, cada uno con una puerta cerrada con llave.
—Es el Armario de Privilegios —le explicó uno de los curas. Contiene los documentos más valiosos del archivo de la catedral.
Una de las puertas de la fila superior estaba abierta. Le explicaron que alguien había entrado por la noche y se había llevado lo que guardaba, después de forzar la cerradura.
—¿Qué contenía? —preguntó Miravall.
—No lo sabemos —le respondió Pignatelli. En el índice del archivo no está registrado lo que custodiaba. Sólo aparece la anotación de la fecha de depósito hace trescientos años, en 1475 y la advertencia de que no debe ser abierto jamás. De hecho, la llave de la puerta nunca ha estado guardada con las otras en el cajón del archivero.
—¿Han abierto algún otro armario?
—No. El ladrón fue directamente al número 15.
—¿Por qué no han llamado al alguacil?
—Este asunto requiere la máxima discreción ya que no sabemos aún cómo puede afectar a la Iglesia. Por eso le necesito.
—¿Cómo entró y salió el ladrón? —preguntó el monje.
—Ese es otro misterio. El sacristán cerró anoche las puertas después de comprobar, como siempre, que no quedaba nadie en la nave ni en ninguna de las capillas. Es difícil que alguien pudiera esconderse sin que él le viera. Esta mañana las puertas seguían cerradas y ha descubierto que una reja clausuraba la entrada de esta habitación.
Salió al pasillo e hizo una seña a uno de los sacerdotes. Este cerró la puerta del armario número 15 y volvió a abrirla. Una reja cayó con un gran estruendo desde el techo, bloqueando por completo la entrada.
Michel de Miravall la sacudió pero no consiguió moverla. Pignatelli accionó un resorte disimulado en la pared exterior y la reja subió, quedando totalmente oculta en el interior del muro superior.
—Es la primera vez que la vemos y nos ha costado un buen rato encontrar el mecanismo que la eleva. Aunque haya otro modo de hacerla ascender desde dentro, no hemos encontrado otro para hacerla bajar desde fuera. Por lo tanto, el ladrón tuvo que quedarse encerrado en la sala.
Uno de los curas se santiguó y gimió que era cosa del demonio.
—Necesito quedarme solo para registrar toda la iglesia —exigió el monje.
—Pídame lo que necesite —le dijo el canónigo—. Lo que sea.
Pignatelli ordenó a los sacerdotes que cancelaran las misas y que la catedral permaneciese cerrada durante todo el día. Tras ello, los tres abandonaron la estancia y dejaron solo al cartujo.
IV
Michel de Miravall salió de la habitación pisando con fuerza las losas del suelo, como si quisiera que se escuchara su salida, y se escondió detrás de una vitrina de la cercana sala del Archivo desde la que podía vigilar el Armario de Privilegios.
Esperó. Tras unos minutos vio cómo una de las puertas de los armarios inferiores se abría lentamente. Una figura menuda, encapuchada y con una pesada bolsa en bandolera sobre una capa que le tapaba completamente, salió y miró cautelosa. Caminando despacio, para no hacer ruido, entró en el Archivo. Pasó delante de la vitrina sin distinguir al monje y avanzó hasta la puerta.
En cuanto puso la mano sobre el pomo, Miravall le dio el alto, pero el encapuchado no se detuvo. Abrió y corrió hacia la nave. Le siguió y, a pesar de la penumbra en que se encontraba la cate- dral, pudo percibir que había entrado en el coro, situado en el centro de la iglesia.
Cuando llegó, había desaparecido. Dio la vuelta al gran atril rectangular en el que descansaban los libros de cantos y descubrió que el ladrón había deslizado uno de los paneles inferiores en los que se apoyaba. Miró y descubrió un pasadizo que bajaba en pendiente. Tenía que haberse colado por esa abertura.
Se internó en el corredor, escasamente iluminado por la luz que entraba por el hueco. Se guió por el sonido de los pasos del que huía, pero, pasados unos minutos, dejó de oírlos. Ya no veía nada, lo que le obligó a caminar palpando las paredes del estrecho pasaje para orientarse.
De repente, algo se abalanzó sobre él. Cayó sobre la tierra suelta y, alargando un brazo por instinto, agarró la pierna de su atacante antes de que huyera. Este le propinó una patada y se soltó, aunque resbaló y cayó también. Miravall aprovechó para incorporarse, pero el fugitivo, más rápido, se levantó de un salto y echó a correr en la oscuridad. El monje pisó algo que había perdido en su huida y lo recogió.
Le siguió hasta que llegó a una pared que cerraba el túnel. ¿Dónde estaba el ladrón? Un leve resplandor captó su atención. Una losa mal encajada tapaba un agujero a ras de suelo. Le dio una patada y, con gran esfuerzo, pasó al otro lado.
La luz del exterior se filtraba a través de los orificios de pequeñas celosías abiertas en el techo, obra árabe, sin duda. Vio cómo el hombre torcía por un corredor lateral y corrió tras él. Le alcanzó justo cuando llegaba a una puerta. Mientras la abría le agarró de la capucha que le ocultaba la cabeza, lo que provocó que una melena castaña se desparramara en cascada sobre sus hombros.
Se quedó petrificado, incapaz de correr tras la figura que, riendo a carcajadas, subía las escaleras que tenía ante sí. Al llegar a lo más alto, se volvió para lanzarle un beso. Era una mujer. Miró lo que había recogido del suelo, un pañuelo de batista con el nombre «Josefina» finamente bordado.
Subió las escaleras y salió al zaguán de una casa de la calle Cuchillería; en el exterior le recibió el graznido de un cuervo.
V
De vuelta en la cartuja, Michel de Miravall se encontró con Paco, el pintor que decoraba con frescos las paredes de la iglesia.
—¿Sabe lo de los cuervos? —le preguntó el joven mientras le tendía la Gaceta de Zaragoza del día anterior.
En la primera plana un dibujo mostraba el templete de la Cruz del Coso, construido en recuerdo de los cristianos martirizados por los romanos, completamente cubierto de pájaros negros.
—¿Es eso cierto? —inquirió preocupado.
Paco le explicó que desde la tarde anterior los pajarracos habían invadido el monumento. Las gradas, la barandilla de hierro que rodeaba el templo, la cubierta que descansaba sobre las columnas, la cúpula, incluso la bella cruz de piedra perfilada en oro de su interior, todo estaba tomado por los cuervos.
Decían que los capitaneaba uno que se había posado sobre la veleta de la cúpula y que desafiaba con sus ojos rojos a todos los que intentaban espantarlos.
—Ven a buscarme esta noche. Me llevarás hasta ahí —le pidió el monje.
Se despidieron. Miravall pasó el resto del día en su celda, preparándose para su misión.
Al anochecer, vestido con traje negro y tocado con un sombrero de ala ancha, saltó la tapia del monasterio.
Paco le esperaba en su carreta. Subió e hicieron todo el camino en silencio. Traspasaron la Puerta del Ángel y, al llegar frente al hospital, le obligó a parar.
—Vete a casa, Paco. No me sigas ni me esperes.
Avanzó por el Coso hacia el templete. El cuervo posado sobre la veleta dio la alarma al verle y despertó a los demás, que comenzaron a entonar una siniestra serenata de graznidos.
Una figura encapuchada llegó por el otro lado de la calle. Los cuervos se apartaron para dejarle espacio y subió las gradas. Frente a la cruz extrajo lo que transportaba en una bolsa. Michel la reconoció. Era la ladrona de La Seo y lo que acababa de sacar era lo que había estado oculto durante trescientos años en el Armario de Privilegios, en perfecto estado de conservación: la cabeza cercenada de un hombre.
Ella la besó en los labios y la cabeza abrió los ojos, que brillaron con un fulgor rojo. Su expresión era terrible y comenzó a gritar en un idioma incomprensible.
Los cuervos volaron fuera del monumento mientras la mujer colocaba la cabeza sobre la parte superior de la cruz. Bajó y fue al encuentro de Miravall.
—El maestro ha vuelto —le dijo sonriendo.
Los gritos del siniestro engendro se convirtieron en una letanía recitada en una lengua que ningún hombre vivo había escuchado nunca. Las gradas temblaron y se agrietaron. Por las rendijas recién abiertas escaparon unas cenizas de color azul. Tras girar sobre la cabeza, se amontonaron frente a la cruz y fueron tomando, poco a poco, la forma de un hombre descabezado.
Michel de Miravall comenzó a pronunciar en voz apenas audible órdenes e invocaciones a la vez que se iba acercando al monumento. Subió las escaleras y lanzó un grito que espantó a los cuervos. Los ojos del monje adquirieron el mismo tono rojo que los del decapitado. Ambos contendientes, cabeza y hombre, se fundieron en una misma mirada, quedando absortos en un trance que los absorbió fuera del mundo real.
Se encontraron en otra dimensión, sin más testigos que los muros de piedra de un salón iluminado por antorchas. Miravall siguió gritando invocaciones a su rival, una sombra con forma humana que lanzó una gran carcajada antes de echarse a correr en dirección a una puerta abierta. Escapó, pero el monje le persiguió a través de pasillos oscuros y escaleras hasta alcanzar la azotea del viejo edificio que los había engullido. Allí, su adversario arrancó el mástil de una bandera cuyo emblema conocía bien el falso cartujo. Llevaba décadas persiguiendo al demonio abominable al que representaba, un ser escurridizo e inalcanzable, responsable de una organización que a base de extorsiones y crímenes estaba acaparando un poder oscuro sin precedentes. Investigando desde la sombra había estado a punto de desenmascarar la verdadera identidad del que se escondía en la cúspide, pero cometió un error. No tenía que haber confiado en aquella mujer… Un ejército de espectros se extendió por todo el mundo con la orden de darle caza. El Vaticano, protector de la familia Miravall, cazadores de espectros desde hacía generaciones, trazó un plan y escondieron a Michel en un pequeño convento de Zaragoza en el que creyeron que no llamaría la atención. Convertido en hermano Miguel, ejercía de centinela, atento a cualquier signo de la presencia del imperio del mal que amenazaba con derribar la autoridad moral de la Iglesia.
El hombre fantasmal empuñó el mástil y atacó al monje. Este fue parando los golpes con sus manos, pero la fuerza de su oponente le fue obligando a retroceder hasta el borde del tejado. Una última embestida lo empujó al vacío, pero pudo agarrarse a un canalón del que quedó suspendido. El espectro se acercó sonriendo y levantó su arma para dar el último golpe. Sin embargo, fue él el que cayó hacia adelante y se precipitó al abismo tras ser alcanzado por la embestida del ancla de un barco.
Miravall miró hacia arriba. Jamás había visto nada semejante: una gran cesta de mimbre colgada de un enorme globo multicolor flotaba en el aire, que había quedado impregnado de un olor que le resultaba familiar. Unas manos enguantadas izaron la cadena de la que se suspendía el ancla y lanzaron una escala de cuerda por la que él no dudó en trepar. Una vez dentro de la cesta descubrió, asombrado, que quien gobernaba esa nave imposible era la ladrona. Sus carcajadas fueron lo último que oyó antes de perder el conocimiento, adormecido por el intenso perfume de las flores de azahar que tapizaban el fondo de la barquilla.
VI
Michel de Miravall despertó. Estaba tendido en la carreta de Paco.
—¿Qué hago aquí? —preguntó.
El pintor le contó que se había quedado escondido y que había visto todo lo sucedido. La cúpula del templo se había derrumbado tras un horrible alarido del busto espectral, tras lo que él se lanzó bajo los escombros para sacarlo de ahí.
—Como comprobé que no estaba usted malherido y que respiraba bien, le dejé para buscar la cabeza. La cogí de los pelos y corrí con ella. Atravesé la muralla por la Puerta Cinegia, seguí corriendo, salí a la calle Cuchillería, pasé por la otra puerta y escuché al ángel que la custodia gritándome que no me detuviera. Seguí y llegué al Puente de Piedra, donde las estatuas de los leones me rugieron que siguiera corriendo. Antes de llegar a las últimas arcadas me asomé y la tiré al río.
—¿Que has tirado al Ebro la cabeza?
—Sí, al pozo de San Lázaro. Al tocar el agua, el río se abrió y se la tragó. No saldrá nunca, se lo aseguro. Yo mismo vi hace años cómo se tragaba un carro de bueyes y nunca se volvió a saber de él, ni de los animales ni del desgraciado que lo conducía. ¿He hecho bien, hermano Miguel?
—Sí, Paco, has hecho muy bien. ¿No te hizo nada mientras la llevabas?
—No —mintió, pegando contra su cuerpo el brazo izquierdo para que no viera la marca del mordisco—. ¿Quién era?
—Mateo Flandro, el primer impresor de Zaragoza. Nadie supo de dónde había venido, pero causó la admiración de las autoridades eclesiásticas con la edición del Manipulus Curatorum, una guía para la formación de los párrocos. Hasta que descubrieron que había insertado en el libro una oración para obrar la resurrección de los muertos y formar un ejército de servidores del diablo. Le apresaron en secreto y le condenaron a morir en la hoguera, pero su cabeza resistió a las llamas; por eso la escondieron. A la vez, ocultaron sus cenizas bajo los cimientos de la Cruz del Coso para que las de los mártires cristianos allí depositadas las vigilaran.
Paco se santiguó.
—¿Cómo es posible que suceda algo así? —se preguntó el pintor.
—El sueño de la razón produce monstruos. Que no se te olvide nunca, Francisco de Goya. ¿Qué ha sido de la chica?
—Vino su padre y se llevó a rastras a doña Josefa, que había salido de su trance y daba órdenes a todos los presentes.
—¿La conoces?
—¡Claro! Toda Zaragoza conoce a doña Josefa Amar y Borbón. Es una mujer rebelde que hace su voluntad, entrando y saliendo de su casa como si fuera un varón. Su padre haría bien en casarla pronto con un hombre que la sujete, pero pobre del que se atreva a intentarlo.
Michel de Miravall se recostó en la carreta que le devolvía a su escondite. Estaba muy cansado, demasiado. Esta vez podía haber sido la última si no hubiera sido por ella. ¿Quién era realmente? Sacó un pañuelo bordado de su bolsillo y aspiró el olor a azahar. Sonrió y se quedó dormido.
NOTA DE LA AUTORA
Todas las ilustraciones corresponden a los lugares descritos en el relato. La Puerta del Ángel y la Cruz del Coso, así como el edificio original del hospital Nuestra Señora de Gracia (ubicado en el solar que ocupa actualmente el Banco de España), fueron destruidos por el ejército francés durante la Guerra de la Independencia.
Patricia Richmond (España)