8 minute read
Mis tres estigmas
Andrés Galindo
¿HAS VISTO LLORAR a una mujer mientras la penetras, con la luz de la luna filtrándose por la ventana de un cuarto de hotel?
Advertisement
¿Crees que es una escena poética? ¿Crees que he comenzado describiendo a la mujer que llora en un cuarto de hotel sólo por mero artificio retórico? No. Puedes abandonar en el momento que quieras. Puedes cerrar la página e irte ya.
Después de todo, estoy de acuerdo contigo. Mirado hacia atrás, puesto en orden, en palabras, efectivamente, parece poético. Pero tendrías que verlo con tus propios ojos para sopesar la magnitud de la poesía: en esos momentos puede llegar a ser tan pequeña, ¿a quién carajos le interesa la poesía cuando se está llorando?
Supongo que el tiempo lo sabrá contar con mayor pericia. Para mí, esto fue lo que pasó.
***
Treinta y tres años. Poético, ¿no? Patético. Tres intentos de matrimonio, tres decepciones amorosas, un departamento vacío, unos cuantos libros, ningún cuento publicado, un empleo de mierda en un buffet de abogados; ya sabes, lo más mierda del país; todas las batallas perdidas.
No era la gran cosa, sólo el mensajero, sólo el maldito mensajero: dinero suficiente para pagar la renta, la comida, los libros de ocasión y un paseíto con Delia de vez en cuando. Lo demás: ropa, calzado, el cine, el café, esas cosas, venían con los amigos, los cumpleaños y las navidades. En resumen: un verdadero don nadie, lo que se dice un patán bueno para nada apenas con aires de escritor de medio pelo.
Sin embargo, siempre he creído que las mujeres tienen una enfermiza e insidiosa inclinación hacia los perdedores; claro, hasta que se dan cuenta de que no se ven viviendo toda una vida con tipos así. Perdedores. Quiero decir, aquellos que no tienen y no piensan tener un flamante auto último modelo para lavar los domingos; aquellos que no aspiran a tener una vida estable, porque, demonios, qué en este universo es estable; aquellos que no van a los lugares de moda por temor a convertirse en estatuas de sal; aquellos que suspiran cuando ven pasar a una chica guapa del brazo de un imbécil bien peinado y bien afeitado y suelen decir: «Esta es mi mujer», como suelen decir «este es mi auto» o «este es mi celular»; aquellos que, en fin, no se dejan vencer por lo que otros llaman realidad; aquellos que, en conclusión, tienen «otra» cosa que decir al mundo.
El asunto es que ese empleo me daba cierta libertad. Era acomodaticio, digamos. El empleo me exigía desplazarme de acá para allá en la ciudad: lo mío era la calle; uno se regodea viendo pulular a tanta basura. En los ratos en que no había trabajo para mí, solía sentarme en una silla, frente a la anciana secretaria, con la vista clavada en un libro. Ante los curiosos, los estúpidos curiosos, eso era una especie de coartada: nunca falta aquel idiota que te pregunta «¿Ahora qué lees?»; como si realmente les importara lo que lees; es decir, ellos saben que nunca en su vida van a leer el libro que les recomiendes; y sin embargo, a sazón de no sé qué maldición divina, sienten la imperiosa necesidad de formular la pregunta entre las preguntas más estúpida; como si la respuesta realmente entrara por sus oídos y sus corazones se llenaran de felicidad y en sus mentes se encendiera la chispa divina. No importa si lo que tenía para pasar el rato —evadiendo, de paso, charlas insulsas sobre el clima o el tráfico— era un libro de cuentos, de poesía o un tratado de cómo matar orangutanes para sobrevivir ante el salvaje avasallamiento de minorías milenaristas nostálgicas que intentan clausurar la inevitable catástrofe producida por la polarización del mundo en plena era global… invariablemente contestaba: «Una novela», y los felices curiosos, la mar de contentos, sintiendo que al haber cruzado unas cuentas palabras con un empleado de menor categoría, con un ser humano de inferior categoría, habían liquidado su deuda con la humildad.
Esa era la vida. Pero como todos los cuentos tienen un pero, el momento en que se desencadena el conflicto que trastoca la vida, este es nuestro «pero»: la secretaria, que ya necesitaba vacaciones permanentes, hubo de ceder el puesto a una veinteañera egresada de no se qué colegio técnico de superación personal. Creo que a esas niñas sus madres las amamantan con la idea de que una vez que logren sentar sus reales detrás de un grasiento escritorio pueden sentirse realizadas en el mundo. Piensan que al ir con sus pequeños trajes sastre baratos, zapatilla de tacón, comprados en el tianguis del domingo y un peinado que quita media hora de la mañana ya están aptas para mirar a medio mundo hacia abajo. La otra mitad está arriba, siempre apurándola para que entregue los reportes a tiempo, que tome los dictados con precisión y que acepte, alguna vez, una copa el viernes después de la oficina (el día en que los hoteles tienen lleno y las esposas juegan a creer que sus esmerados esposos están en junta de trabajo). Ellas, las secretarias, piensan que pueden elegir y no ser elegidas. No voy a negar que Norma era linda; era muy linda, realmente hermosa. Mi última relación me había dejado casi en un estado catatónico. Ni siquiera hoy puedo pensar en la culpa: ¿ella o yo?; como decía mi madre, «son las circunstancias; nadie es completamente bueno o completamente malo». Y aquí viene el gran pero: supongo que fue insistente en su pregunta, más por entablar conversación con «alguien» que por genuino interés; siendo nueva, sería sensato. Después de lo expuesto, a estas alturas no iba a dejar que mi edificio ideológico se derrumbara, por muy absurdo que pareciera; es mi maldito mundo. Ya sabes, «Y, ¿es interesante tu novela?»…, «¿de qué trata?» y así duro y dale hasta que terminé por cerrar las puertas del cielo que es Trópico de Cáncer para abrir, una semana después, el infierno entre las piernas de Norma. Pero eso no es lo importante.
Los detalles, no sé si vengan a cuento los detalles. Diré que comenzó invitándome a comer a la fonda de la esquina. Una semana más tarde llegamos a un café del Centro de Ciudad Esperanza. Allí se atrevió a decirme que yo le parecía interesante. Cortésmente le dije que gracias y a la semana siguiente estábamos en el cine. Quién sabe qué tradición absurda dicta que los amantes tienen que acariciarse en la furtiva oscuridad del cine. A la salida me agradeció que me hubiera portado a la altura y dijo que le gustaría salir más seguido conmigo. Recuerdo que en ese entonces el museo de la ciudad ponía una muestra de Andy Warhol; esto tenía algo de conveniente: sabía de sobra que Norma se aburriría en un museo; ingenuamente pensé que una cosa llevaría a la otra: se aburriría de mí. A quién le interesa un tipo que lee libros, no mira la televisión y va a los museos.
Así que quedamos para el sábado; el domingo no, porque es gratis y la gente que se amontona a tu alrededor no te permite disfrutar con ojo analítico cada una de las piezas. Aunque, por supuesto, lo intenté; pero el domingo ella tiene que pasar con la familia y yo tengo que bañar al perro de la abuela a fin de ganarme la comida del día; pobre de mi abuela, piensa que soy bueno; y yo creo que ella es buena. Seguramente a Norma la animó mi hipócrita facha de inocente. Sin preludio ni censura me dijo que quería ser mi novia porque era inocente, simpático, inteligente y (como una oferta) leído. Me dio un beso. Y sonaron las campanas y cantaron los pajarillos. Imagínate: una declaración de amor justo frente a Suicidio del buen Andy. La vida en blanco y negro: un tipo se ve cayendo de un edificio. Piensas que si fuera como las Cien latas Campbells, ese afán por lo repetitivo, no sería tan tétrico el hecho único de la muerte.
—Bueno, no es que no me gustes; al contrario, pienso que eres una muchacha muy guapa. —Error: no puedes decir a la niña que no quieres lastimar que es guapa o inteligente o bondadosa o cualquiera de esas verdades que, a la postre, te recriminará con lágrimas deformando su rostro—. Creo que te aburrirías conmigo, no te gustaría mi estilo de vida; si quieres, podemos ser amigos… —Y todos esos pendejos lugares comunes a los que uno no tendría que recurrir pero a los que termina acudiendo porque sientes que la fulana en cuestión merece un poco de tu cariño. ¿Has visto El club de la pelea? Pues sí, siempre hay alguien que tiene que recibir toda la basura que los demás ya no quieren en sus almas. Siempre me he preguntado, ¿en qué momento la felicidad cruza la frontera hacia la infelicidad? ¿En qué momento los días felices de la primavera se convierten en los lluviosos días de mayo? Siempre he querido pararme justo en la frontera del sol y la lluvia. Tengo la necesidad de ser feliz y llorar al mismo tiempo. Para mí eso es un misterio, así que no lo puedo contar; es inefable, como dicen los intelectuales. Creo, realmente creo, que soy muy rencoroso. Pero después del olvido viene el perdón. Esa es la razón por la que veo el mundo, en conjunto, como una gran bola de mierda. Con todo, de las personas con las que he convivido, con las que he compartido el pan y el llanto, procuro guardar lo mejor.
Pero no nos adelantemos. Por fin llegamos al punto. Ahora sabemos su nombre: Norma, lo cual lo vuelve más real, más crudo, menos poético.
Justo un año antes había conocido a Delia, una mesera en un bar del sur; rumbosa, fuerte frente a la vida, con las caderas marcadas por los buenos y los malos tratos, una mujer que para ser mujer no portaba banderas ni lemas ni escudos. Una mujer que nunca debí abandonar. Pero esa es otra historia. Recuerdo que la primera vez cantamos unas canciones de Sabina y luego atravesamos la ciudad hasta su departamento. No había leído mucho, pero ponía libros de Benedetti junto a los platos, «para alimentar el alma».
Son esos momentos los que te atrapan. Una frase apenas dicha por casualidad y de pronto adquiere, al menos para ti, una trascendencia poética que importa poco si es un lugar común o la quintaesencia de la creación. En ese instante sabes que has podido cambiar el mundo.
Una vez alguien me observó que tendía a enamorarme con demasiada facilidad. Y yo que creía que me tocaban puras locas. Quizá eso fue. Otra vez alguien preguntó: «¿Qué se siente al lastimar a quien amas?» Todas las veces que me sorprendo pensando en Norma y en Delia estoy tratando de responderme la pregunta.
Por extraño que parezca, puedo practicar el arte de la infidelidad (lo que implica ser fiel a las propias convicciones e infiel a los ajenos deseos de encerrarme) pero no la insana costumbre de mentir. Imaginé mil escenas posibles para la despedida. Como siempre, imaginé que ella lo aceptaba y éramos amigos. Imaginé que me quedaba porque realmente podía salvar la relación. Imaginé mundos posibles en que no nos conocimos.
Pero no. Estábamos en el hotel, nuestro hotel. La luna entraba ya no como signo de romanticismo sino como insidiosa monotonía que presagiaba el dolor. Nos concedimos un último beso. Era extraño. Ella había respirado con tranquilidad, como aceptando lo inevitable, lo esperado hacía mucho tiempo. Me abrazó y yo me dejé llevar por su fresco sabor de la derrota. Fue excitante. Vi cómo las manos fueron subiendo de las caderas a su rostro. Vi cómo el vestido se fue deslizando de sus hombros a sus caderas. Nos concedimos el último baile. Y estalló.
Y estalló. El llanto y el orgasmo. El mundo se colapsó para quebrarse en mil pedazos.
***
A la semana ella renunció al trabajo.
Un mes después mis aires de libertad llenaron con esperanzas un hatillo. Cerré la puerta y vine a dar a Veracruz, porque extrañaba el mar. El último día en la ciudad llamé a Delia para despedirme. Me deseó la mejor de las suertes y me hizo prometer que le llevaría mi primer libro, «no importa cuánto tardes, siempre estaré aquí». A estas horas seguro estará cantando una canción de Sabina, bordeando insurgentes, enamorándose de algún desconocido.
Ayer conocí a Ariadna. Le dije que era escritor y ella me dijo que vivía en un gris laberinto sin pasión ni pecado ni locura ni incesto.
Andrés Galindo (México) Blog: misimposturas.blogspot.mx