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Reconciliación
Joaquín Valls
ES MEDIODÍA en Nassau, capital de Bahamas. Rosendo Gómez, dueño de un pequeño negocio turístico, acaba de recibir en su domicilio dos sobres certificados procedentes de Madrid. Cuando ve quién consta en ambos como remitente, se los queda mirando con extrañeza. Los sopesa y termina abriendo el más ligero, que contiene una sola cuartilla manuscrita fechada el 19 de febrero, hace casi un mes. Va a la cocina a prepararse un té. Con la taza en la mano y frunciendo el ceño, se sienta en la butaca del salón y comienza a leer.
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Querido hijo:
Supongo que te sorprenderá volver a tener noticias mías después de tantísimo tiempo. Ya te anticipo que no se trata de ningún sablazo, así que por ese lado puedes estar tranquilo. Te consta que yo para mis cosas he sido siempre una persona reservada, pero hace un par de semanas me sucedió algo que ha cambiado radicalmente el rumbo de mi vida, y siento la imperiosa necesidad de contárselo a alguien. Puesto que amigos no tengo (en eso nada ha cambiado), se me ha ocurrido que, pese a todo el daño que le causé a tu madre —que en paz descanse— y de paso y sin proponérmelo también a ti, si me lo permites podría llamarte por teléfono para explicártelo, y en qué medida considero que puede ser importante para nuestra relación futura. Incluso me haría ilusión a partir de ahora, si a ambos os parece bien, acudir a visitaros de tanto en tanto. Tiempo libre es lo que me sobra.
Durante todos estos años y practicando el autoengaño, he querido pensar que no me alejé de vosotros para eludir mis obligaciones como marido y como padre, sino todo lo contrario: por un acto de responsabilidad, para que mi difícil carácter (por llamarlo de alguna manera) no terminara contaminando el vuestro.
En fin, quedo a la espera de tus noticias, por el medio que consideres más conveniente.
Un gran abrazo.
Rosendo deja la cuartilla sobre la mesa y, picado por la curiosidad, abre el segundo sobre, de cuyo interior extrae dos folios escritos a cara y cara y fechados el día siguiente, 20 de febrero.
Querido hijo: No he tardado ni veinticuatro horas en echarme atrás de mi intención primera, que te exponía en mi carta de ayer. No sé si será que temo a tu rechazo, o a lo mejor y simplemente, a reencontrarme contigo aunque sea a través del teléfono. El caso es que prefiero relatarte por escrito esos hechos de que te hablaba, para mí tan relevantes, mientras tú y tu esposa podéis meditar con calma y sin sentiros presionados vuestra respuesta a mi propuesta de desplazarme a visitaros.
Todo comenzó un martes por la mañana. Después de ducharme, me miré desnudo ante el espejo. Muchos querrían a los setenta y cinco, pensé con satisfacción, mantener el rostro sin una sola arruga. Luego caí en la cuenta de que mi padre, y también mi abuelo, habían tenido el mismo tipo de cutis, más graso que seco (por cierto, que tú lo tienes igual). Me dije también que mi forma física, aunque no pudiese prescindir del bastón por culpa del reuma, no era menos envidiable, incluso pese a haber encogido varios centímetros en relativamente poco tiempo. Al pensar en eso que ahora es una simple anécdota, recordé que en su día fue por un margen de tan solo dos milímetros, que me admitieron en las oposiciones para ingresar en la policía local. Rememoré sobre todo la última prueba, consistente en una entrevista, y cómo expuse entonces, con entusiasmo y sin vacilar, los motivos altruistas que me habían impulsado a presentarme.
Lo de la dedicación al servicio público me viene ya de familia. Mi abuelo Rosendo, ya lo sabes, había sido barrendero, y mi padre (tu abuelo Rosendo) cartero. Mi vocación había surgido desde niño, tal y como expliqué con orgullo a los miembros del Tribunal de oposiciones, puntualizando, en mi ingenuidad, que yo no quería ser un policía cualquiera, sino que me consideraba llamado a resolver los casos más complejos. Es como si todavía viera la sonrisa irónica que se dibujó en la cara de todos ellos. En mi primer destino, como era habitual con los novatos, me pusieron a regular el tráfico. Y al cabo de unos meses, por lo bien que se me daba escribir a máquina, me destinaron a un grupo de atestados, en el que permanecí… ¡durante tres largas décadas!
Tú, Rosendo, naciste en esa etapa. En mis últimos años de servicio y hasta la jubilación, alterné la vigilancia de zonas de estacionamiento con la de colegios en el horario de entrada y salida de alumnos. No constaba por tanto en mi currículo ni un solo homicidio o atraco a mano armada resuelto, ni otro ascenso que el de agente raso a cabo. Eso me dolía no puedes imaginar cuánto. Desde luego, bastante más que los ataques reumáticos.
Te preguntarás a qué viene tanto preámbulo. Creo que ayuda a enmarcar la historia que dio comienzo el martes de que te hablo. Ese día, después de asearme, terminé de preparar la maleta y me dirigí hacia la estación de tren, como hago todos los años por las mismas fechas desde hace diez. Puesto que mi pensión es modesta, disfruto de una subvención de los servicios sociales por un importe de la mitad del precio total. Tras un viaje de trescientos kilómetros llegué a la ciudad desde la cual habría de tomar un microbús que me llevaría hasta Castejón del Cuervo, mi pequeño paraíso situado en una comarca con un paisaje asombroso. Aunque se trata de una zona muy seca, sobre todo en verano, el pueblo se erige junto a una de las lagunas más extensas de la península, un lugar ideal para observar una gran variedad de aves que invernan en ella. Durante dos semanas, allí haría acopio de suficientes reservas de aire puro como para poder sobrevivir el resto del año en mi piso de alquiler en la capital. El vehículo, que esperaba ya en una plazoleta próxima a la estación, exhibía en un lateral el rótulo «Autocares Huerta». Desde el lejano día en que utilicé por vez primera ese servicio, sospecho que el uso del plural está de más: al conductor y propietario, ya octogenario, nunca le he visto al volante de otro autocar que no sea esa antigualla de color crema. Para expedir los billetes, una mujer tan vieja como él se presenta con cinco minutos de antelación a la hora de salida, bajándose un instante antes de que arranquemos.
Sin rebasar los sesenta por hora e invadiendo peligrosamente el carril izquierdo de la carretera, aquel día cubrimos el trayecto en una hora exacta. Mientras el microbús, en el que no había otros ocupantes, acometía los últimos kilómetros con la larga palanca del cambio de marchas retemblando, me dije, sintiendo cierto pesar, que aquella modesta empresa de transporte, como la propia fonda en que me alojaría, subsistían gracias a las ayudas públicas, y me pregunté cuánto tiempo más podrían resistir.
Al bajarme saludé al conductor y me despedí de él hasta el 17 de febrero, fecha en que tenía previsto regresar. El hombre ni siquiera pareció reparar en mi presencia. Ahora que lo pienso, incluso debe de estar sordo como una tapia ya que no me respondió y ni siquiera giró la cabeza, sino que permaneció mirando al frente a través del sucio parabrisas.
Nada más verme desde el interior, la señorita Flora, recepcionista y a su vez directora del establecimiento, salió a la puerta a recibirme. Simpática de natural, me dio la bienvenida indicándome que en una media hora, si me iba bien, tendría la comida servida en mi mesa (siempre la misma, está situada en un rincón de la sala, ante un ventanal desde el que se divisa el campanario de la iglesia del pueblo). Me informó asimismo de que si no se les presentaba alguien sin previo aviso, hasta el viernes tendría todo el edificio para mí solo.
Imagino que empleé mi característico tono cascarrabias al responderle que, si a ellos no les importaba tener que trabajar en exclusiva para mí, a mí tampoco. Apostillé, más en serio que en broma, que como ella bien sabía yo soy lo más parecido a un lobo solitario. Para mi sorpresa, replicó con su encantadora sonrisa que es muy cierto eso que sostiene la sabiduría popular de «Perro ladrador, poco mordedor». Sin que tuviera que preguntarle, dijo luego que para los próximos días anunciaban un brusco descenso de las temperaturas y lluvias dispersas, por lo que debía abrigarme si pretendía dedicarme a mis caminatas y mis expediciones en busca de bichos (ella los llama así, sin distinguir especies). Me indicó finalmente que encontraría la mochila, las botas, el chaleco, los prismáticos y las cajas que contenían el resto del equipo, dentro del armario de su habitación. Confieso que el trato que me dispensa, ya habitual en ella, me conmueve porque denota un inmerecido afecto.
Pasando por alto sus atenciones y quizás con las mejillas sonrojadas, le mostré orgulloso mi nueva cámara. Salí a estrenarla la misma tarde a la laguna, ya pertrechado con el instrumental. Esa buena gente tiene la bondad de guardármelo de un año para otro a fin de que no me vea obligado a viajar con él a cuestas. En cuanto a la nueva cámara, que lleva acoplado un potente teleobjetivo, comparada con la anterior ofrece una infinidad de posibilidades, aunque está claro que todavía me llevará un tiempo adaptarme a ella. Mis «capturas» de esa tarde se limitaron a un tejón, un sapo de espuelas y una culebra de collar, además de media docena de aves cuyos nombres te ahorraré porque no te sonarían de nada.
No pienses de mí, Rosendo, que soy inmodesto, pero créeme si te digo que conozco aquellos parajes como la palma de mi mano. Y pese a ello, a veces no doy con ningún ejemplar interesante para incluir en mi colección fotográfica. A los dos días de haber llegado, o sea el jueves, me sucedió eso precisamente. Pero en cambio, de regreso a la fonda me apresuré a localizar a Dorita, la vieja camarera, y le dije, dándome pisto, que había avistado un avetoro común, aunque por una décima de segundo no había logrado encuadrarlo. «¿Y no se ha tropezado también con el célebre monstruo de la laguna, que esta temporada todavía nadie ha conseguido fotografiar?», me respondió dedicándome una sonrisa burlona, antes darse media vuelta y dirigirse hacia la cocina.
Sus palabras me dejaron paralizado. Me sentí humillado al pensar que aquella mujer sospechaba algo sobre algunos de mis hallazgos, y que tal vez se dedicaba a ir pregonándolo por ahí. El avetoro es un tipo de garza de comportamiento muy huidizo, que raramente se deja ver y que produce una especie de mugido. En todo el tiempo que llevo visitando la laguna aún no he logrado ver ninguna; es una enorme espina que sigo teniendo ahí clavada. En cualquier caso, me avergonzó que aquella buena mujer hubiera descubierto mi inocente trola.
Desde los últimos párrafos Rosendo ha comenzado a sentir un creciente interés por el contenido de la carta. Se pregunta si estará quizás metida en los genes la pasión por la naturaleza. Aunque su padre lo ignore, él y su esposa llevan años dedicados a preservar especies autóctonas y conocen centenares de animales que a buen seguro su padre jamás ha visto, ni siquiera en documentales de la televisión. En ello anda cavilando cuando llega Amelia con varias bolsas de la compra. Desde la puerta de la cocina le dice que va a darse una ducha antes de preparar la comida. Él levanta un instante la cabeza, murmura un saludo y prosigue con la lectura.
Tal y como había anunciado la señorita Flora, el viernes por la tarde empezaron a llegar más huéspedes (algunos menos, según pude observar, que la temporada precedente). Tengo asumido que a medida que me voy haciendo viejo mi mala leche va en aumento, y no soy capaz de discernir si soy yo quien huye de la gente o por el contrario es esta quien evita mi presencia. Pero lo cierto es que, en lugar de intentar trabar relación con los recién llegados, prefiero perderme por los alrededores.
El domingo madrugué con la idea de emprender una ruta por una sierra que llevaba ya cuatro temporadas sin visitar. Es ahora un lugar perfecto para hacer excursiones al cruzarla diversas rutas de senderismo entre pinares y trincheras. Antes de salir, había preparado a conciencia la mochila en cuyo interior, según mi costumbre, llevaba unos bocadillos, agua, un botiquín de primeros auxilios, una navaja, una brújula, una gorra, un silbato, una linterna, un espejo y un chubasquero amarillo (el color no es un capricho, ya que resulta muy visible y contrasta, en caso de emergencia, con el verde y con los ocres). El teléfono móvil, en cambio, se quedó sobre la mesilla de noche pues había olvidado cargarlo.
A petición de la señorita Flora, un amable vecino del pueblo me acercó con su todoterreno hasta el pie de la sierra. Quedamos en que pasaría a recogerme a las cuatro de la tarde. Después de varias horas caminando, me vi envuelto en una espesa niebla. Al poco rato, en un cruce de caminos encontré un coche estacionado. Posé mi mano en la chapa sobre el motor (como se ve hacer a menudo a los detectives en las películas), y comprobé que estaba fría. Seguí ascendiendo. Al cabo de un rato podía contemplar a mis pies un espectacular mar de nubes. Entonces vi descender por el sendero una pareja de mediana edad. Cuando al llegar a mi altura se detuvieron, observé que la mujer tenía el rostro desencajado y los ojos enrojecidos. El hombre me contó que al igual que otras veces habían salido al amanecer a caminar, y que en un momento dado habían advertido que su hija, de nueve años de edad, no se encontraba con ellos. La habían estado buscando durante largo rato deshaciendo el trayecto recorrido, pero sin ningún resultado. Y como en aquella zona no había cobertura telefónica, todavía no habían podido dar aviso a los servicios de emergencia.
Al confirmarme que su coche era aquel que estaba junto al camino, les sugerí que mantuvieran la calma e intentaran llegar
hasta él, y una vez en la carretera ya podrían hacer la llamada incluso desde alguna casa particular. Procurando mostrar determinación, les dije que yo entretanto emprendería la búsqueda por mi cuenta. Les pregunté si podían indicarme más o menos en qué zona habían estado. La mujer, abatida, ni siquiera me prestaba atención. Su marido, que parecía algo más sereno, únicamente acertó a decirme que, como el día se había levantado con niebla, suponía que se habían desorientado y no se atrevía a señalar en una dirección concreta. Agregó, con un hilo de voz, que la niña se llamaba Silvia y que ya desde muy pequeña sentía pánico a la oscuridad.
Tras despedirme de ambos, me desvié de inmediato de la ruta prevista y decidí tomar un camino de herradura que discurría por una extensa hondonada. Caminaba tan rápido como podía. Media hora después me detenía, exhausto. En un claro y sentado sobre una gran roca, bebí agua y comí uno de los bocadillos a toda prisa. Luego volví a adentrarme en el bosque. Cada cincuenta pasos exactos, gritaba el nombre de la niña y hacía sonar el silbato.
Cuando faltaban unos minutos para las cinco de la tarde y las sombras empezaban a adueñarse de la sierra, escuché el zumbido del motor del helicóptero, que no llegué a ver. Luego volvería a sobrevolarme a gran altura en varias ocasiones más, la última poco antes del crepúsculo. La noche se aproximaba, y por un momento me planteé interrumpir la búsqueda. Pero luego pensé que como estábamos en febrero y con el cielo despejado, para quien tuviera que pasarla a la intemperie aquella iba a ser una noche muy fría. Todavía más para una criatura sola en la montaña sin ropa adecuada ni alimento y, casi con toda probabilidad, paralizada por el pánico.
Eran las dos de la madrugada y yo seguía recorriendo la zona intentando describir círculos progresivamente más amplios. Contaba con la ayuda de la luz de la luna en cuarto creciente, y la de mi potente linterna. De tanto en tanto podía escuchar a los cárabos que, posados sobre las ramas altas de los árboles, marcaban su territorio. En eso que, al llegar al borde de un barranco de paredes escarpadas, y temiendo que la niña hubiera podido despeñarse por él, enfoqué el haz de luz hacia el fondo. Allí, sobre la enorme copa de un pino, yacía ella boca arriba. Con el corazón palpitando a toda velocidad, iluminé su cara. Vi que mantenía los ojos muy abiertos y que no pestañeaba, lo cual me hizo temer lo peor. Pero cuando volví a llamarla por su nombre, de pronto reaccionó: mientras movía un poco ambas piernas, se echó a llorar. Aunque no creo en los milagros, aquello lo parecía: las ramas del árbol habían amortiguado su caída. Desde arriba le lancé el chubasquero para que se cubriera con él. Emocionado por mi hallazgo cuando mi confianza y también mis fuerzas comenzaban a flaquear, no pude contener las lágrimas. Permanecí a su lado hasta el amanecer, sin dejar de hablarle (a ratos se quedaba dormida), hasta que un equipo de rescate logró dar con nosotros.
Ya de nuevo en la fonda, ¿sabes lo primero que pensé? (no te rías de mí, te lo ruego). Pues que una vez resuelto mi primer caso «importante», ahora ya me podía jubilar de verdad, o incluso morir si ese era mi destino inmediato. No era la fama lo que me importaba, ni que mis antiguos compañeros tuviesen noticia de aquel suceso a través de la prensa. La deuda que tenía contraída y que, con el paso de los años, se había ido haciendo más y más gravosa, era en buena parte conmigo mismo. También con tu madre, es cierto. Pero sobre todo contigo, que tuviste que crecer como si padre no tuvieras. De ahí que, tras mucho dudar, me haya decidido a contártelo por si ello pudiera servir para que te sientas, por fin, orgulloso de mí. Y ya de paso, recapacites y decidas perdonarme. Un gran abrazo.
Rosendo ha terminado de leer la carta cuando Amelia se le aproxima por detrás, se sienta sobre sus rodillas y le pregunta, intrigada: —¿Algo importante? —Mi padre. Después de tantos años ha reaparecido, y de qué manera.
—A veces pienso, Rosendo, que pese a las cosas que me has ido contando sobre él, me gustaría conocerlo. Las personas cambiamos y nadie es perfecto.
—Quizás no sea una mala idea. Ya lo dice el refrán: «Nunca es tarde si la dicha es buena».
Joaquín Valls Arnau (España)