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T\u00FA y yo
Ilustración de Humberto Nieto L.
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Tú y yo
Malu
SIEMPRE SERÁ PARA MÍ la niña de la cara redonda, con los ojos grandes, unas veces violáceos, otras grisáceos y, cada tarde, solo con la calidez del ocaso, verdosos como las aceitunas. Su mirada hacía ver que los tenía entornados pero despiertos, abiertos, aunque volátiles, soñadores, pareciendo siempre que su existencia no era importante, que no estaba aquí, que vivía en otro lugar, pero transmitiendo que estaba dentro de mi propia vida. El ser con la eterna sonrisa serena, la frente despejada, brillante, irradiando paz y luz a partes iguales. Y la melena, su melena; esos mechones cobrizos, siempre enmarañados, desafiando al viento. La belleza atemporal jamás descrita e imaginada por nadie. Esa era mi nueva compañera.
No sé si fue casualidad que nos encontráramos aquella mañana en el río, mientras yo caminaba despistada y caí en la poza de arriba; la más profunda de la garganta, llena a rebosar en aquella época de abundancia de agua y nubes, pero de escasez para casi todo lo demás. Ella estaba allí y sin más, me tendió su mano; sonriendo me dijo que tiempo atrás, no recordaba muy bien cuándo, también tropezó en el mismo sitio. Tal vez fue su quietud la que ayudó a calmar mi nerviosismo, o quizá lo que me impulsó fue su lento caminar para que pudiera enderezar mis pasos y se disipara mi aturdimiento. Sea como fuera, me sentí atraída por su magnetismo y, de la noche a la mañana, comenzamos a ser la pareja inseparable que comparte cada minuto libre de su día a día; el dúo que sin apenas esfuerzo engrana de manera perfecta y sincroniza hasta el pestañeo. Esas mejores amigas que se conocen tan a fondo que, simplemente con mirarse, saben lo que piensa una de la otra, y que no es necesario que se digan nada, porque con un solo gesto ya adivinan lo que vendrá después.
Lo que más me gustaba de María era su actitud; la facilidad para afrontar cada pequeño contratiempo, la soltura con la que resolvía los conflictos, la armonía con la que, por arte de magia, hacía desaparecer cualquier atisbo de duda, hasta la más mínima contrariedad que atravesaba mi mirada frente a una adversidad. Eso y su simpatía, unido a la sinceridad y honestidad, era lo que más le caracterizaba; unido a la delicadeza con la que trataba cualquier tema.
Además, era la amabilidad hecha persona teniendo, también, valentía y coraje como motor de arranque. Llegué a pensar que me había enamorado de ella, pero no, lo nuestro no era eso, era algo más que por el momento no sabía describir, solo sentir.
Hacía ya mucho tiempo desde el día que nos habíamos visto por primera vez, aunque para mí ese tiempo no había sido sino un suspiro que pasa rápidamente. Habían sucedido tantas cosas; eran tales maravillas las que estaba viviendo y aprendiendo de mi alma gemela, que mi mente bullía sin parar, por supuesto, acompasada con la de ella. Todo era perfecto, dos corazones latiendo a la par, dos almas en una, dos existencias respirando al unísono.
Una mañana cualquiera María me propuso volver al lugar donde nos encontramos por primera vez. Me resultó curioso; primero porque era verano y el calor sería un obstáculo para llegar hasta allí y, segundo, porque ese era el único espacio que no habíamos vuelto a visitar por su expreso deseo. Mi alegría y, quizá nerviosismo, me impidieron ver que, ya desde la madrugada, algo en el aire parecía distinto; yo caminaba sonriente, con paso firme y ligero, ella lo hacía de forma lenta y algo más seria. Yo subía cada vez más rápida y ella dejándose ir. ¡Cómo no pude verlo! No lo adiviné hasta que llegamos a la parte de la sierra donde se encuentra la charca; en esta época del año las zonas húmedas ya escasean y, lo que en su día era un gran lago, hoy serían apenas dos palmos de agua con cuarenta centímetros de profundidad en la que solo se puede ver lodo y algo de barro sucio entre rocas y matojos. María no me llevaba de la mano, iba retrasada, cabizbaja, como sin ganas de llegar. Lo único que co-
mentó durante el camino, con un hilo de voz, fue que habíamos pasado una temporada muy bonita juntas y que estaba segura de que yo iba a recordarlo siempre. Apuntó, además, que ya era el momento para que yo hiciera otras amigas, cosa que con mi excitación no escuché o, tal vez, no quise escuchar. Tiempo después entendería el significado tan profundo e intenso de aquellas palabras.
No sé cómo ni de qué manera, mientras yo chapoteaba con la poca agua que quedaba y comentaba acerca del día que nos encontramos, María desapareció; dejé de verla, de sentirla, de oír su respiración. Por más que la llamé y grité su nombre, no contestó. Solo podía escuchar las últimas palabras que me dijo durante el camino, como un eco, resonando en mi cabeza.
Por alguna extraña razón, desde entonces, no me envuelve la tristeza, sino todo lo contrario, ya que tengo a María y sus enseñanzas siempre presentes. Al evocarla mi cara brilla y mi sonrisa se vuelve más amplia. A veces la necesidad me empuja a visitar el lugar donde nos encontramos y dejamos de vernos; es allí, curiosamente, donde me siento llena de energía, de bravura, de valentía y de ilusión Es allí donde entorno los ojos y me revuelvo el pelo, donde inspiro con fuerza y me lleno de ella.
Rescato a María todos los días; unas veces desde la poza y otras, independientemente de dónde esté, solo en mi mente y, sin quererlo, aunque parezca raro, es ella la que, de forma serena, me rescata a mí.
Malu (España)