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Antes del fin del mundo
Antes del fin del mundo
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Manuela Vicente
ENTRÓ en el vagón del metro y se puso a rasgar las cuerdas de su guitarra, haciéndome un guiño. Paula, no hables con desconocidos, emergió la voz de mamá que, como todas las madres, siempre hablaba de lo mismo: del miedo. Ese eterno aguafiestas que ocupaba siempre un hueco en nuestros bolsillos. Como la alarma de la policía, la sirena de los bomberos, o el semáforo en rojo en frente de casa. Al cuerno el miedo. El desconocido de hoy no era cualquier desconocido, porque llevábamos días coincidiendo en esa ruta. Él con su guitarra y yo con mis miedos a cuestas. Miedo y aventura no casaban en el mismo sitio. Cuando terminaba su actuación, yo le daba siempre propina. Cada vez más. Al llegar a mi parada ese día él bajó también.
¿Te vienes?, preguntó de pronto. Te invito a un café. Y yo, como una auténtica idiota: ¿Un café? ¿Dónde? No sé, donde sea, cualquier sitio que nos guste a los dos… Hay días en los que una quiere hacer una excentricidad. Días en los que el cielo se junta con la tierra y escuecen las alas plegadas que no han podido volar. Y si el mundo terminase mañana, me dije, ¿qué recordaré? ¿Tal vez la lista de la compra que olvidé encima de la mesa de la cocina? ¿El tibio sabor del beso del tazón de leche al irme a dormir? O lo que es peor… ¿Qué quisiera que recordaran de mí? Abnegada madre y obediente hija, proyecto de mujer responsable, hormiguita entre hormigas. A la mierda esa proyección perfecta que no quise ser. Lo que yo quiero en este momento, justo ahora, antes de que se acabe el mundo, es irme con este guitarrista a escucharle cantar debajo de un puente: bebernos la vida a tragos de rebeldía, rasgar las cuerdas desafinadas de su guitarra y componer una canción que sea solo nuestra.
—¡Vamos! —pido—, pero solo si me inventas una canción.
—¿Estás loca? —Solo un poco.
Y nos vamos. Yo con la voz de mamá murmurando, incansable, junto a mi oído. ¿Qué haces Paula? ¿No ves que Claudia te espera en casa? Tener una hija a tu edad no te exime de sus cuidados. Tienes una responsabilidad. ¿Como la tuya, madre? ¿Como la tuya esperando eternamente el regreso de papá? Pero hoy quiero ser mala, me digo, jugar a ser yo la prófuga, hacerle a Claudia el favor de no tener que cuidarla. Mamá lo hace mil veces mejor.
Y nos vamos. Sus labios sobre los míos, y la guitarra olvidada en un rincón. Y las Claudias. Las niñas pequeñas con sus abuelas y abuelos y los deberes por hacer esperando en casa. Y soy mala. No aviso de que llego tarde. No me da la gana. La peque tiene de su parte a la yaya y a todo el consorcio familiar. Y yo no tengo a nadie, a nadie salvo a este guitarrista del metro que me está invitando a un café. Escucharé sus canciones y lo querré durante días, semanas, meses, hasta que un día me despierte y él ya no sea él, sino que se haya convertido, como gran parte de los de su especie, en un clon del esposo que nunca quise tener. Nena, así no se puede, me vuelvo al metro a cantar, dirá entonces. Y yo: Claro, vete, vámonos, regresemos los dos juntos otra vez. Y antes, antes de que eso suceda, regreso hoy. Sí. Porque yo también siento hambre. He recordado de pronto que siento hambre. Que tengo en el estómago un agujero inmenso y mi peque me espera en la cocina para cenar, así que me despido del guitarrista, justo cuando acaba de regalarme mi esperada canción, pero no tengo propina que le pague el tiempo perdido así que me cuelgo de su cuello y lo beso. Lo beso como si le quisiese de verdad. Como si mañana se acabase el mundo y yo pudiese dejar de escuchar las palabras de mi madre, las mismas que yo repetiré a Claudia, pesadísima, en cuanto ella se haga mayor.
Manuela Vicente Fernández (España) Blog: lascosasqueescribo.wordpress.com