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Azul cielo, verde mar

Azul cielo, verde mar

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Aitziber Conesa

—INFORME, contramaestre.

—Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Todo en orden, como siempre.

—Genial. —Sonrió el lobo de mar apostado en popa con su casaca azul—. Un nuevo día en un mundo perfecto.

Elisa estornudó levantando una pequeña nube de polvo. Se cubrió la nariz y la boca con la manga y volvió a estornudar mucho más fuerte. No podía evitar asomarse a las escenas inmutables que guardaba su abuelo: dioramas y pequeños belenes que mostraban calles y casas en momentos de idílica paz. Una rebanada de lo cotidiano cortada y presentada con enorme esmero. Había muchas pastorales, algunos molinos, calles de pueblos de montaña. Algunas estaban planteadas para que un pequeño fuego de celofán cobrara vida de pronto. Unas pocas eran maravillas mecánicas cuyos personajes se entrecruzaban en una danza calculada al milímetro y al microsegundo. Pero, de todas ellas, la favorita de Elisa era el barco en la botella. Una mañana de cielo apacible, un pueblo costero blanco y azul sobre una loma verde, calles y muelles rojos moteados por las redes puestas a secar que recordaban a pequeñas telarañas. Y, en el centro, una goleta de velas crema, completamente armada.

Siempre se había sentido fascinada por esa escena en particular, por el misterio de cómo se puede crear algo así dentro de un recipiente con un cuello tan estrecho. Llevaba diez años imaginando las historias de los pescadores y pescadoras, los rumores que se contarían mientras se remendaban las redes. Los dramas de las almas perdidas en el mar. El puerto al que se dirigiría ahora el barco inamovible que presidía toda aquella escena. Solía reírse al imaginar cómo podrían verla a ella los habitantes del pueblo: un extraño monstruo marino emergiendo siempre por el mismo lugar. Primero el cabello crespo, después la ancha frente y la montura de las gafas, los enormes ojos verdosos como la mar turbulenta y arenosa, y las enormes fosas nasales, amenazantes agujeros por donde creerían que podrían desaparecer en un resoplido.

—¿Cómo se mete un barco en una botella, abuelito? —había preguntado Elisa a los ocho años.

—Con paciencia, un poco de magia y mucha presión —signó él, en aquel entonces.

—¿Presión?

—Claro, mi niña. En esa botella hay un mundo entero. El mundo es muy grande, y la botella muy pequeña. Todo está muy apretado ahí dentro.

—¿Y no estarán incómodos, abuelito?

—No, cariño. Ellos no lo notan. Su mundo es así… Pero todo cambiaría muy rápido si sacaras el corcho —respondía el abuelo con un guiño. Y Elisa le creía.

Él siempre reía cuando la pequeña Elisa miraba con aprensión el corcho que sellaba aquel mundo marino. Con el tiempo, se había dado cuenta de que el abuelo le tomaba el pelo. Pero la sensación de recelo, casi de veneración, nunca había desaparecido del todo.

El capitán se despertó sobresaltado. El sueño se le escapaba, espantado por la adrenalina y la racionalidad de la vigilia. Solo recordaba un enorme ojo, verde como el mar.

Se puso la casaca y se arregló el pelo lo mínimo imprescindible antes de llamar al contramaestre para comenzar el día con el reporte de situación básico.

—Informe, contramaestre —pidió con voz ronca en cuanto el hombrecillo apareció.

—Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Todo en orden, como siempre.

—¿Y la luz? —preguntó, y el contramaestre supo que el capitán había tenido una pesadilla. Nunca preguntaba por la luz a menos que tuviera miedo por algo. Y lo único capaz de desestabilizar al capitán eran sus sueños.

—Más allá del cielo no hay luz, capitán —respondió enderezando la espalda para parecer marcial.

—Genial. —La voz del capitán fue poco más que un suspiro.

Elisa estaba sentada en una mecedora blanca estúpidamente incómoda, con las manos cruzadas sobre el regazo. Tenía casi veinte años; llevaba el tejano más oscuro que había encontrado en su armario y una camiseta berenjena porque todas las negras tenían lemas estúpidos o inapropiados.

La gente iba y venía por delante de su mirada vacía. De tanto en tanto alguien se acercaba a preguntarle si estaba bien. «No». Si necesitaba algo. «No». O a darle el pésame. «No». No es que le estuviera costando aceptar que la vida de su abuelo había acabado. No era eso. Se había despedido de él: la única ventaja de las convalecencias largas. Simplemente no sabía qué hacer a continuación. Se miraba las manos, frías e inmóviles, cruzadas en su regazo, y pensaba que eran las de un cadáver también. Por primera vez en mucho tiempo, esas manos no tenían un significado. Estaban mudas.

La habitación, sin embargo, estaba saturada de sonidos. Pasos, crujidos, pequeños quejidos; sorbos y susurros, restos de cantos devocionales y de difuntos, tradiciones de pasados húmedos y cálidos. Cerró los ojos e intentó acallarlos, pero no pudo. Cada vez estaban más presentes y le recordaban lo que no quería recordar. El abuelo se había ido. La vida seguía.

Se levantó con ímpetu, y la mecedora dio un golpe seco a su espalda. Decenas de ojos la miraron con sorpresa unos segundos antes de cambiar al reproche o a la consternación. «Pobre niña», parecían decir algunos. «Estaba tan unida al viejo». «Maleducada», sentenciaban otros: «Ya es mayorcita para montar una escena».

No les prestó atención. La mecedora se balanceaba alocadamente: un corazón en medio de la tormenta. Y Elisa navegaba hacia un lugar seguro, uno donde tuviera algo que hacer.

Cogió el plumero de su colgador detrás de la puerta, y se subió el pañuelo que llevaba al cuello, negro y blanco como una noche estrellada, a la nariz. Observó un momento la colección de escenas del abuelo, levantó la mano armada y comenzó a quitar el polvo. Se esmeró en cada rincón, en cada escena, con cuidado de no lesionar a ningún habitante y mantener cada hebra de césped artificial en el mismo lugar en el que estaba. Se paró al llegar al barco, el pequeño mundo perfecto del abuelo. El plumero se le escurrió mientras luchaba por mantener la compostura. Cogió la botella con ambas manos y lo sacó de su soporte. Le quitó el polvo solo con la mano y lo elevó a la altura de sus ojos. Mirando a través del cristal se giró para que la luz incidiese mejor en él. El agua se irisaba así; uno de los secretos que había compartido con el anciano.

Los pies del contramaestre picaban un contrapunto por cubierta mientras corría hacia el camarote del capitán. Abrió la puerta sin molestarse en llamar. El capitán no se giró; sus ojos sondaban el horizonte.

—Informe de situación, viejo amigo —murmuró con calma.

—La luz, capitán —jadeó el hombrecillo —. Más allá del cielo se mezclan la luz y la sombra.

—¿Y lo demás? —El capitán se abrochó la camisa con decisión.

—Mar en calma, capitán. Cielo azul, nubes blancas. Las redes tendidas ante las casas, la carga segura en bodega. Los barriles apilados en el puerto. Pero las señales…

—Lo sé, amigo. —Puso la mano sobre el hombro de su más fiel compañero—. Por eso debemos mantener la calma. ¡Todo el mundo a cubierta! Tesad las jarcias, revisad la carga. No quiero tripulación dormida ni desocupada. Se avecina la Tormenta.

Elisa cogió el tapón entre sus dedos y estiró con cuidado, dejando que cediera solamente un ápice por cada respiración.

Oyó un pequeño «pop». Y la tormenta entró en la habitación.

Escupió pelo y algas mientras el agua salobre le azotaba el rostro. El viento la empujaba de un lado a otro. Se sentía perdida en una inmensidad negra, azul y verde de la que emergía de cuando en cuando el rostro imperfecto o la mueca helada de una figura, una ventana encendida o unas ramas amenazantes. Y lloraba al mar sal de puro miedo.

Dejó de sentir la tarima bajo sus pies, y pasó a flotar ingrávida, inerme, llevada arriba por la esperanza y succionada por el vacío: arrastrada del oscuro mundo terrenal, de la muerte y el olvido, hasta el cielo de los que no necesitan arrullos. Del zumbido inmenso e interminable a la paz de quien se entiende con miradas, y de nuevo a la vorágine y al ruido. El agua penetraba en su boca y su nariz sin que ella pudiera evitarlo, y se encontró pataleando en contra del peso de sus ropas que intentaban lastrarla hacia lo profundo. Se abrazó a un madero huérfano de embarcación y miró a su alrededor. La negrura no le dejaba ver un horizonte ni nada que le indicara dónde estaba. El cielo estaba veteado de gris, pero uniformemente oscuro. No había rayos que rompieran su quietud, ni tampoco estrellas que la guiaran. Pero más allá del cielo… Más allá del cielo una luz informe y difusa se cernía sobre ella como una amenaza.

Elisa zozobraba aferrada a una esperanza endeble, aterida y agarrotada. Ya no sentía el rostro, ni olía, veía o escuchaba nada a su alrededor. Todo era estática y desolación.

—Hombre al agua —gritó un hombre a su derecha. Y un chapuzón rompió la monotonía de la tormenta. Sintió que la agarraban como si lo hicieran a través de una nube o dentro de un sueño. Un sueño que volvía a arrastrarla sin que ella pudiera oponerse.

La tarima se materializó bajo ella. Un haz dorado la envolvió.

—Parece que era más bien mujer al agua, contramaestre.

Una tela descendió sobre ella, densa, pesada y reconfortante. Sintió que la abrazaban y la llevaban a otro lugar.

—Me encantaría saber cómo te llamas —le dijeron, muy cerca— pero antes tenemos que asegurarnos de que no mueres de hipotermia.

Elisa abrió los ojos como un recién nacido, viendo sin entender. Ante ella tenía una pequeña estancia construida con madera. Una cama amplia a un lado, revuelta. Enfrente, una mesa llena de papeles y mapas, un compás y un sextante apoyados contra un tintero. Entre los escritos destacaba un dibujo de una joven desnuda que vertía el contenido de dos vasos en un río. Elisa lo cogió para verlo mejor. La joven tenía los ojos del mismo verde que el suyo, el mismo color de mar, del río. Sobre ella brillaban ocho estrellas. Elisa miró al techo, esperando encontrar las mismas ocho luminarias.

A su espalda, el hombre que la había conducido hasta allí rebuscaba entre las ropas colgadas detrás de la puerta. Eligió unas pocas y las lanzó sobre la cama.

—Puede que no sea lo más adecuado, pero al menos te entrarán. Estás empapada. Cámbiate.

Elisa lo miró por primera vez. Era alto, atlético, de cabello castaño y ensortijado; tenía una sonrisa amplia y brillante. Y los ojos eran del color del cielo que pintan los niños pequeños. Igual que el abuelo. Sintió que algo se le rompía dentro. Se giró y clavó la vista en la madera de la tarima. El hombre carraspeó.

—Te esperamos fuera —indicó; el rubor cubría sus mejillas—. Haré que traigan algo caliente para que comas. Y luego nos contarás tu historia.

No había sido una petición. La puerta se cerró con un chasquido y Elisa sollozó, libre por primera vez en meses.

La ropa que le habían dejado era algo extraña. Se sentía ridícula con aquella camisa color crema, holgada y basta y los pantalones de talle alto pegados a su contorno. Pero era ropa seca y notaba cómo ahuyentaba los dientes que roían sus pantorrillas.

Se cuadró delante de la puerta del camarote (porque había decidido que era un camarote), tomó una bocanada de aire y la expulsó mientras estiraba para abrir. El exterior la recibió con una oleada de luz que la hizo parpadear.

Cielo azul, nubes blancas. Mar en calma.

Un grupo de hombres tostados por el sol y curtidos por el salitre la miraban. Algunos, los menos, sonreían. La mayor parte estaban en guardia.

Un hombre mayor y algo rechoncho se acercó con un cuenco humeante en las manos. Algo caliente para comer, recordó.

—Gracias —dijo con una ligera reverencia mientras cogía el recipiente. Su voz sonó rasgada pero arrulladora como el mar.

—No tienes por qué darlas.

—Capitán —dijo el hombre mayor haciendo una pequeña inclinación. «Qué personaje tan servil», se sorprendió Elisa.

—Nos dirás tu nombre, jovencita —dijo el hombre moreno que le había dado la ropa antes: el capitán de aquel navío. Elisa asintió, pero se llevó el cuenco a los labios. A través del vapor observó a la tripulación, y al capitán. Sentía aprensión, pero también un cierto confort. Todo a su alrededor era nuevo y familiar a la vez. Se sentía como una niña a la que de pronto le dejan unirse a los mayores en la mesa de navidad. Los ojos azules del capitán la miraban expectantes.

—Elisa —dijo al fin—. Mi nombre es Elisa.

—Y bien, Elisa, ¿cómo has acabado en medio del mar?

«Buena pregunta», pensó. ¿Cómo había llegado allí? Solo había quitado el tapón de una botella.

—Por la presión —murmuró sin darse cuenta de que pensaba en voz alta.

La tripulación se revolvió un poco; mentes confusas en momentos de incerteza. El capitán, sin embargo, se envaró al oírla.

—Bien, creo que será mejor que pase-

mos al camarote para que veas los mapas costeros y nos puedas decir de dónde salió el barco en el que viajabas —declamó con fuerza. Sonaba forzado y Elisa sintió que se trataba de un discurso más para la tripulación que para ella—. Seguro que hay alguien que te busca, y tal vez una recompensa por la ayuda.

—Claro, bueno, yo —balbuceó. Tragó saliva y continuó con más decisión—: Seguro que los mapas me ayudan.

La mano del capitán se apoyó en el centro de su espalda y la guió con fuerza. El hombre tenía prisa. La puerta se cerró con un golpe. Él la miró en silencio mientras los sonidos normales del trabajo en un barco se expandían por cubierta.

Solo cuando parecía que nadie podía estar escuchando el capitán se atrevió a hablar.

—¿Por qué creo que sabes mucho más de lo que nos dices? —Yo no sé nada —se defendió Elisa. —¿Y lo de la presión? ¿Cómo sabías eso?

—Es algo que decía mi abuelo. Sobre… —Elisa se interrumpió. ¿Cómo le iba a explicar a aquel curtido lobo de mar tonterías sobre maquetas y botellas? No quería que la tomase por una chalada.

—¿Sobre qué?

—No, sobre nada. Eran cuentos de ancianos, nada más.

El capitán golpeteó el pie con impaciencia. Estaba claro que no la creía. La miró con sospecha, y sus cejas formaron una línea casi continua sobre sus ojos. Después se humedeció los labios.

—¿Sabes en medio de qué te hemos encontrado? —preguntó, acusador.

—¿La tormenta?

—¡Exacto!

—No… no entiendo. Era una tormenta. Las hay a menudo, en todas partes. Es algo... natural. El capitán abrió mucho los ojos. —¿De qué mundo vienes? —murmuró, aprensivo—. No hay nada más antinatural que lo que acaba de pasar. Lo natural es que el cielo esté azul, las nubes sean blancas y esponjosas. Lo normal es que el mar esté en calma, las redes estén tendidas a las puertas de las casas, la carga de la bodega esté bien asegurada y haya una pequeña pirámide de barriles al final del puerto. ¿Entiendes?

El tono del hombre había ido subiendo de volumen y él se había ido acercando a Elisa poco a poco. Como resultado, las últimas palabras casi las había gritado en la cara de la chica. De pronto pareció darse cuenta de qué estaba haciendo y se retiró unos pasos.

—Perdona —se disculpó, azorado.

«Era verdad, entonces», pensó Elisa mientras se dejaba caer sobre el camastro del capitán. Se quedó mirando la línea del horizonte que podía intuir a través del ojo de buey.

Sintió un bamboleo y el peso de otra persona sentándose a su lado la hizo inclinarse hacia él sin apenas darse cuenta. —Te voy a ser sincero —comenzó el capitán— porque creo que es la única manera de que tú seas sincera conmigo. Hay una profecía —continuó después de una pequeña pausa— que habla de la Tormenta. Se trata de una mala profecía. La tormenta es algo aciago. Un evento que romperá la paz del mar. Sin embargo, la profecía también dice que traerá algo bueno. Una oportunidad. Una esperanza. —El hombre se levantó y se situó frente a Elisa, atrayendo su mirada—. Cuando te subimos al barco… Por un momento pensé que la profecía hablaba de ti. Que te llamarías Esperanza y que nos guiarías de algún modo. Yo… Bueno. He sido un estúpido.

Elisa volvió a mirar al horizonte, más allá del azul del cielo y del verde del mar. Entrecerró los ojos.

—¿Es siempre así?

—¿Estúpido? Procuro no serlo, señorita. —La joven negó con la cabeza, divertida a su pesar. Se levantó y se acercó al ojo de buey. El capitán se situó al lado de Elisa y miró en la misma dirección que ella—. ¿A qué te refieres?

—Al cielo. A la luz, mejor dicho.

—No. Claro que no. Rara vez es así. Lo normal es que tras el cielo haya oscuridad. Pero a veces hay luz. Y cuando la hay todo toma un aire como encantado.

—Y el mar tiene tono irisado, si se observa del modo correcto. El capitán miró a Elisa con sorpresa.

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo enseñó mi abuelo. Él me contó todo lo que se podía saber sobre este barco y su botella.

El capitán se apoyó en su escritorio. —Botella —dijo para sí—. Según tú, esto es una botella.

Se llevó la mano al rostro. Elisa supo que sonaba como una desequilibrada. Sus pies estaban firmemente plantados en una madera que, según ella misma, no existía; en un camarote que nadie se habría tomado nunca la molestia de construir. Llevaba la ropa que sin duda había sido cosida para una miniatura de marinero, pero se sentía igual que siempre.

—Sé que es una locura… —concedió. —Locura o no, igual es cierto. —La joven miró al capitán con extrañeza. Él continuó—: Este mundo es muy pequeño. Salimos del puerto y entramos en el puerto cada día. Y cada día hay los mismos barriles a un lado, en el muelle. Las mismas gaviotas sobrevolando la dársena. Las mismas redes secando delante de las mismas puertas abiertas. Igual… —se humedeció los labios, preparándolos para pronunciar el pensamiento que le asaltaba— igual no es solamente monotonía.

—¿Le aburre su vida, capitán?

—No. Me gusta mi vida. Me gusta este mundo, hermoso y perfecto. Es solo que…

—¿..que no tiene historias? —completó la chica.

—Algo así. Debe ser fascinante, un mundo grande, lleno de azar, de elecciones y libertad. Si eso fuera posible, y hubiera más mundos allí afuera.

—Lo es. ¿Tiene un catalejo?

—Por supuesto. ¿Qué clase del marino crees que soy?

«De la clase que comanda barcos de juguete pegados a un recipiente de cristal».

—Déjemelo —dijo Elisa con una sonrisa impostada—. ¿Desde dónde mira el mar, cuando hay luz?

—Desde arriba. —El capitán señaló la puerta con un ademán invitador y galante—. Señorita.

Elisa se agarró con fuerza a la barandilla del carajo del barco. Nunca se había fijado en la canastilla, puede que porque estaba casi del todo oculta por el velamen del palo mayor. Cerró los ojos para tranquilizarse y mantener a raya su vértigo. El capitán le tendió el catalejo y Elisa se lo agradeció con una sonrisa trémula. Se llevó la lente al ojo y buscó con cuidado a babor y a estribor, por debajo del nivel del agua, más allá del verdor irisado. La primera vez lo pasó por alto, porque buscaba una escritura pequeña y apretada. Las letras blancas formaban curvas suaves y amplias cerca del casco. Casi demasiado cerca. Le hizo un gesto al capitán para que se acercara, le pasó el catalejo y le señaló.

—Allí.

—Es una… ¿escritura? ¿En el fondo del mar? No… en el límite del mundo.

—En el casco de la botella. ¿Puedes leerlo?

—Creo… Félix, dice. Félix y… ¿Elisa? La chica asintió. El capitán bajó el catalejo y la miró.

—¿Cómo volverás a tu mundo?

—Buena pregunta. —Una sonrisa apareció en la cara de Elisa, como un sol naciente—. Supongo que como entré.

—¿Cabalgando una tormenta?

—Más bien buscando el tapón.

La tripulación había plantado una tabla sobre la eslora de babor. Después se habían retirado a la bodega, temerosos de participar en lo que consideraban un sacrificio. Temerosos de su propio alivio por devolver al mar a una sirena maligna que parecía haber capturado el alma de su capitán. Elisa se subió con agilidad a la tabla.

—¿Estás segura de esto?

—Por completo. —Elisa se giró para mirar en los ojos azules del capitán, más allá del recuerdo de lo que acababa de perder—. Sé que funcionará, aunque no sepa por qué.

—¿Es un adiós, entonces? No volveremos a vernos.

—Solo si funciona. Si no… bueno, este es un mundo pequeño con un gran barco en el centro.

Se quedaron frente a frente, sin atreverse a decir más. El viento cambió de pronto, la lona de las velas rasgó el silencio que se había levantado entre ellos.

—Me gustaría, creo —dijo el capitán—, volver a verte. En cualquier mundo. Elisa sonrió.

—Haré lo que pueda por cumplir ese deseo, capitán —dijo, y saltó al agua.

El capitán la vio bracear, alejándose del barco hacia el confín del mundo. La corriente parecía mecerla con cariño.

Elisa parpadeó con fuerza. Tenía en la mano el tapón de corcho que antes sellaba la botella del abuelo. Sonrió con tristeza y se acercó a la botella para volver a taparla. Se acuclilló ante la repisa, para verla como cuando era una niña. Observó el polvo revuelto brillando a la luz, y se fijó en los pequeños detalles del barco, los que sabía que estarían ahí. El torneado de la balaustrada del puente. El ojo de buey del camarote del capitán. La cestilla en lo alto del palo mayor. Dejó el tapón a un lado y cogió la botella. Salió de la habitación como un trueno, resuelta y directa. La mecedora seguía cabeceando en un rincón.

Entró con prisas en la cocina, sorteando a los familiares y conocidos que comentaban demasiado fuerte las bondades del buen Félix Gonsalves. Posó la botella en la encimera, la contempló una última vez y la golpeó con fuerza contra el mármol.

Cogió con cuidado lo que quedaba del barco, entre el afilado vidrio. No más nubes blancas. No más redes tendidas. No más casas, ni más barriles en el muelle. Sólo un barco naufragado, herido de muerte por el vientre.

«He aquí una nueva escena», pensó, «un nuevo comienzo después de un final».

—¿Estás bien? —sonó una voz masculina a su espalda.

—Sí —respondió Elisa mientras se giraba. Se encontró frente a dos ojos azules, iguales a los del abuelo. La sonrisa del chico era amplia, su porte atlético, su cabello castaño y ensortijado—. Se me ha escapado la botella —se excusó—. Hola, capitán —añadió, signando.

—Hola —respondió el chico, signando y hablando al tiempo—. Me llamo Félix.

—Yo soy Elisa. Encantada de conocerte. —El placer es mío, señorita —dijo simulando tocarse un sombrero ficticio—. ¿Me explicas eso de capitán? —añadió en lengua de signos.

Aitziber Conesa Madinabeitia (España) Administradora de la página literaria: danzadeletras.com

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