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Los ojos de la gitana

Los ojos de la gitana

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Luciano Doti

JUAN SE ENCONTRABA con sus padres en una mesa sobre la vereda de ese restaurante cercano al hotel. Habían llegado a La Pampa con la intención de finiquitar la venta de los campos heredados de sus abuelos. Comían comentando alguna cosa sobre el viaje y la venta de esos campos. Recordaban otros viajes anteriores, cuando todavía tenían la casa en Santa Rosa, la que habían vendido hacía ya varios años para comprar un departamento en la costa. Desde entonces, iban siempre a la costa, y La Pampa había quedado olvidada.

Juan era un muchacho grande. De hecho, hacía tiempo que no viajaba con sus padres, pero en ese momento la ocasión lo ameritaba. No podía dejarlos solos con ese asunto. Ellos ya eran viejos y resultaba conveniente que él estuviera allí.

De repente, como de la nada, en medio de la bucólica noche pampeana, apareció una gitana.

—Dejame que te lea la mano —le dijo a Juan. Juan, presa de un estado de sorpresa, no atinó a negarse.

—Acá me dice que nunca te ha faltado de comer y de beber, pero que te falta la tranquilidad, y que mucho de lo que ganas se te va de las manos.

Parecía una predicción bastante estandarizada. Posiblemente a todos les diría lo mismo.

—¿No tienes algo para colaborar conmigo?

No, ahora no tenemos —intervino el padre de Juan, bastante malhumorado. Ya no estaba acostumbrado a salir, y no toleraba esas interrupciones mientras estaba cenando con su familia en un restaurante.

Juan, más acostumbrado a esos buscavidas, le dijo lo mismo, aunque en un tono más tolerante. La gitana aceptó irse sin recompensa, pero al retirarse volvió la vista hacia atrás. En sus ojos había algo perturbador.

La cena siguió de manera normal. Cuando pidieron la cuenta y la mesera la llevó y les preguntó cómo había estado todo, ellos respondieron satisfactoriamente. Se podría decir que la noche terminaba perfecta y en paz, si no fuera porque al padre se le ocurrió ir a ver los campos.

—¡A esta hora! ¡De noche! —dijeron Juan y su madre.

—Sí, ¿qué tiene? Tengo ganas de ver cómo está eso. Además, hay luna llena y el cielo está estrellado.

No era bueno contradecir a su padre. No es que no se pudiera, es que solía ser un hombre bastante malhumorado y de esa manera lograba imponer su criterio. O sea, mejor darle la razón para no tener que aguantarlo.

Ya en el campo, se podía apreciar parte de las varias hectáreas que poseían. Juan reconoció que en algo tenía razón su padre: la noche era clara y los faros del auto colaboraban en la iluminación. Precisamente esos faros llamaron la atención de unos moradores cercanos, los cuales se aproximaron a la familia para interiorizarse sobre los motivos de su visita. Se trataba de un muchacho más o menos de la misma edad de Juan y un viejo que resultó ser su padre.

Tras las presentaciones, el viejo les hizo saber que el abuelo de Juan le había cedido dos hectáreas de campo a él a cambio de encargarse de que nadie usurpara el campo.

—Como verán, cumplí con mi palabra —dijo el viejo, algo solemne.

—Sí, bueno, ya veremos eso —dijo el padre de Juan, sin confirmar que respetaría lo cedido por su progenitor—. ¿Él le firmó algún papel?

Esta pregunta pareció molestar a los moradores. Se miraron entre ellos durante un segundo y no lograron disimular cierto fastidio. Luego habló el viejo.

—No, no hizo falta. Yo vine con mi carpa y me instalé en el mismo lugar en el que estoy ahora con mi familia. El rancho lo fui construyendo de a poco.

Carpa. La palabra «carpa» quedó dando vueltas en la mente de Juan. Los observó bien. ¡Claro! ¡Ahora se daba cuenta! ¡Eran gitanos! El viejo gitano siguió hablando. —Si quieren pueden venir a mi rancho, así ven mejor cómo está el campo y de paso arreglamos bien nuestro asunto.

—Sí, está bien —aceptó el padre de Juan—. Vamos a dejar cerrado el auto.

Juan y sus padres se dirigieron al auto, y ya estando a una distancia que les daba cierta privacidad respecto a los gitanos, comentaron sobre la situación.

—Si no tienen ningún papel no es necesario reconocerles nada. Nosotros vendemos y después que decida el comprador —dijo el padre.

Volvieron junto a los gitanos y se encaminaron los cinco hacia el rancho.

Ya en el hogar de esa familia de moradores, se sorprendieron al ver a la hija del viejo.

—Les presento a mi hija Carmela —dijo, y los tres notaron que se trataba de la gitana del restaurante. Hubo un momento de tensión, que se cortó cuando las cuatro personas involucradas acordaron tácitamente no mencionar nada del incidente. Después de todo, no había sido para tanto. Luego el viejo insistió con la cesión de la parcela que ocupaba, y el padre de Juan mantuvo su posición de dejar la definición de ese asunto para otro día. Entonces, Juan y sus padres decidieron marcharse, considerando que no quedaba más que hablar. Los gitanos los despidieron en el rancho, sin acompañarlos hasta el auto que había quedado algo alejado.

Sin los reflectores del auto y con la alta vegetación que rodeaba el camino, la noche parecía menos clara. Más adelante, alcanzaron a ver lo que podría ser una mujer con un vestido blanco. A medida que se acercaban, confirmaron lo que suponían que era; pero estando ya a escasos metros, el padre propuso evitar pasar cerca de ella.

—¿Y por dónde vamos? —preguntó

Juan.

—Vamos a internarnos entre los arbustos.

—¿Por ahí? Estás loco. ¿Por qué?

—Porque la conozco —a medida que pronunciaba esta frase, el rostro del padre parecía descomponerse.

—¿De dónde? ¿Quién es?

—No importa. Háganme caso.

—Decinos por qué; si no, no vamos. Dejá de dar órdenes y explicá qué pasa —intervino la madre.

—La conozco de cuando era chico, es una de mis tías.

—¡Ah, sí! ¡Estás loco! Tus tías están todas muertas —continuó la madre.

—Deberían estarlo, pero parece que una no.

—Bueno, vamos a hacer lo que él dice, porque si no, no lo aguanta nadie. ¡Mirá que meternos entre los yuyos! —acotó la madre.

—¿Y no será una prima lejana, con los mismos genes y más joven? —propuso Juan.

—No, es ella. Es idéntica —dijo el padre.

Atravesaron un enjambre de ramas y llegaron a otro claro: allí estaba otra vez.

—Nos siguió —dijo Juan.

—O cambia de lugar cuando y como quiere —dijo el padre.

«Porque los muertos viajan rápido». Juan recordó esa frase de El huésped de Drácula, en honor a la condesa Dolingen de Gratz. Le parecía insólito estar en esa situación junto a sus padres. Al mismo tiempo, siempre había sentido inclinación por las historias de terror. Además de Drácula, los cuentos de Edgar Allan Poe eran sus favoritos, con esas damas regresando desde El Más Allá.

Juan decidió acercarse a ella, intentar tocarla o hablarle. Corrió con ímpetu y sin dar chance a su padre de desaprobar tamaña acción. La mujer, supuesta tíaabuela suya, se evaporó. Él retrocedió. Sobre el suelo quedó el elegante vestido blanco vacío.

—Salgamos de acá —dijo el padre, y por primera vez en mucho tiempo a Juan le gustó obedecerle.

Se dirigieron al auto tan rápido como les fue posible. Junto al vehículo estaban los gitanos.

—Después de que se fueron, pensamos que tal vez tendrían dificultad para salir en medio de la noche. Así que, vinimos a ver. Y no nos equivocamos; parece que se perdieron —dijo el hijo. El viejo asintió y la hija miraba raro.

—Sí, nos desviamos un poco del camino —respondió el padre de Juan, y los tres abordaron el auto.

Antes de partir, Juan les echó un último vistazo. En los ojos de la gitana seguía habiendo algo perturbador.

Luciano Doti (Argentina) Blog: lucianodoti.blogspot.com

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