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El hombre gris

El hombre gris

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Héctor Núñez

IGOR se había mantenido quieto, muy quieto, debajo de la claustrofóbica cama, detrás de una pila de zapatos sucios y viejos. Ahí permaneció encogido como un feto recién expulsado del vientre de la madre. Los pasos en los pasillos se escuchaban huecos, hondos, terriblemente amenazadores. Aquellos infelices estaban fumando cigarrillos ordinarios, subiendo y bajando, repitiendo juegos inventados como turbulenta parvada. Parecían alucinados dementes chocando contra los muros con andrajosa locura.

Desde que nació hasta ese momento había tenido una vida gris, tan insípida y mediocre como una gota de lluvia perdiéndose entre las grietas de una casa a punto de caerse. Consagró su vida a la rutina del trabajo, entregado a la fórmula social del hogar y al amor proporcionado con estéril imaginación. Después se entregaba al silencio elocuente del sueño mientras su mujer mantenía la vela de compañera insatisfecha. Ambos habían caído en el sueño de la esterilidad. Comían en silencio, ella mirando el mantel, él perdido en el periódico. A veces con paréntesis cortísimos como aquel que te pide una cerilla y sigue su camino humeando pensamientos.

Siempre fue un hombre pequeño sin mayores deseos, sin aspiraciones políticas ni creencias religiosas, su padre le había escogido la carrera y la esposa, le consiguió un trabajo medianamente remunerado, le regaló un automóvil y un par de trajes de opaco pasado. De no ser por los desteñidos recuerdos de aquella tarde se hubiese convertido en un amnésico fantasma. Negado a su propia muerte, a las lamentaciones largas y a los latidos de su propio corazón.

La vida no es un camino recto ni siquiera es sinuoso, tiende a ser una espiral empedrada, llena de psicopompos, a ambos lados, dispuestos a servirte de guía al momento de morir, pero repudian a aquellos de alma gris. Dejan que deambulen perdidos entre las paredes invisibles que se levantan para separar a los vivos de los muertos.

Debajo de la cama la soledad de Igor se desbordó, sintió miedo, en ese momento, odió tener miedo, pues el miedo le caía turbio, lo aplastaba, tanto que no pudo evitar las lágrimas. Nunca estuvo más vulnerable, pero ya no importaba, tenía la resignación del condenado a muerte, de aquel que llega absurdamente tranquilo, sin últimas palabras, sin coraje para gritarle al verdugo, al juez o al jurado o al mismísimo Dios. Eso le pasó a Igor, dejó que la erosión del fracaso por vivir plenamente destruyera su propia alma.

Los vio venir desde la ventana, lejos, luego muy cerca, pero se quedó congelado, inmóvil, con el frío relampagueante y sobrecogedor de la parálisis. Querían un poco de dinero y seguirían su camino. Los delincuentes pertenecían a aquellos seres hechos de materia corruptible, tristes y miserables, pues saben que serán guiados al infierno por sórdidas chotacabras. Cuando apareció la mujer, los espantapájaros jadearon guiños maliciosos, llenos de lascivia y gula. De la nada aparecieron furtivos cuchillos, amenazadores, la mujer quiso gritar, pero por más que abrió la boca, no encontró ningún auxilio para las afiladísimas garras de acerada soberbia.

Se escapaba la noche y para los noctámbulos la fiesta, los vasos en el suelo y las botellas vacías dejaban una resaca de insensible desolación. Igor sintió cómo las cuerdas se ensañaban con sus muñecas, trataba de sobarse, de apaciguar el dolor que lo torturaba, pero al escuchar ruidos volvió a su posición de muerto. Escuchó el crujido de sus huesos, su corazón concentró todo su miedo, haciéndolo latir violentamente, cada golpe le daba la sensación de ahogo que le iba recortando su vida.

Se fueron al amanecer, al límite de la fatiga, confiados en su propia suerte, desaparecieron ocultos por el manto del ignominioso azar. Durante un rato Igor estuvo escondido. Estaba más pálido que de costumbre, completamente solo, patéticamente desnudo. Salió de su escondite y recorrió la casa, llamó a su esposa, pero no obtuvo respuesta, llegó a la sala y se miró amarrado, grotescamente fetal junto al cuerpo de su mujer, no pudo evitar el amargo llanto. La única emoción fuerte que tuvo en la vida no fue suficientemente trascendente, fue una muerte que lo hundió en la nada llevándose todos sus recuerdos, sería una de esas almas que permanecerían atrincheradas, sin ninguna historia, en la capilla mortuoria del olvido.

Héctor Núñez (México)

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