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Lejos de Silicon Valley
Lejos de Silicon Valley
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Ángel Saiz Mora
ME HE PROPUESTO EL RETO de contar en pocas líneas la forma en que se conocieron una de las parejas mejor avenidas de la Tierra en los albores del siglo XXI, año 2017.
Mi padre descansaba sobre el banco de un parque, sin otra cosa mejor que hacer esa tarde de mediados de primavera. Otro joven, a su lado, mantenía una conversación por whatsapp, un sistema generalizado en aquella época, mientras sonreía con aire de suficiencia. De improviso, una muchacha escultural se sentó en sus piernas y le cubrió de besos apasionados —al otro, no a mi padre—. Ambos se marcharon, subyugados por sus manos inquietas. Mi futuro progenitor vio cómo se alejaban hasta perderles de vista. Luego reparó en que encima del asiento había quedado olvidado el teléfono. Permaneció allí un buen rato, por si su dueño volvía a por él, cosa que no sucedió, afanado sin duda en otros menesteres.
El aparato no dejaba de vibrar y recibir mensajes. Con curiosidad, pero también ante la perspectiva de que se tratase de una emergencia, lo tomó en sus manos; por suerte, carecía de clave de acceso. Una tal Aurora imploraba una respuesta insistentemente. Tal vez no hizo lo correcto, pero el varón de quien desciendo repasó la conversación completa y ajena. Aquel sujeto dejó escrito que la quería, aunque ella expresaba sus dudas. Esto llenó de indignación a mi padre, que había sido testigo de forma involuntaria de circunstancias desconocidas por la interlocutora. Compadecido, también audaz, retomó la charla. Tras confesar que era otra persona, quedaron cerca de una conocida plaza. Allí, destapadas las cartas, se produjo entre ellos un influjo mantenido hasta nuestros días, al que debo mi existencia.
Quizá desde ese mismo momento ya decidieron compartir sus vidas, con gratitud infinita al destino en forma de talismán electrónico que posibilitó el encuentro. Quien no conoce estos detalles se sorprende al entrar al salón de casa y ver en una amplia vitrina, sobre un lecho de terciopelo, el fetiche en cuestión, táctil y obsoleto, una pieza de museo. Lo sacan de allí el día de los enamorados y el de su aniversario, para rendirle homenaje. No es menos curioso que en su boda convencieran al sacerdote con una buena propina para variar la conocida fórmula: “Lo que Dios y este móvil han unido que no lo separe el hombre”.
Tras estos antecedentes, no es extraño que mis padres sueñen con la idea de que algún día me convertiré en un brillante ingeniero de telecomunicaciones, que aportará mejoras increíbles a estos dispositivos que tienen algo de mágicos y casi forman parte de nuestro organismo. No conciben otro futuro para mí. Lo que ellos desconocen todavía —se lo tendré que decir en algún momento, aun a sabiendas de que con la decepción probablemente me deshereden—, es que, a contracorriente de estos tiempos dominados por la tecnología, sólo quiero ser escritor.
Ángel Saiz Mora (España)