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El volumen en octavo
El volumen en octavo
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José A. García
EL VOLUMEN EN OCTAVO, con páginas gruesas, duras y amarillentas como las de antaño, impreso con esa tinta tan rara que se utilizara en las primeras imprentas y que parecía herir al papel hasta lo más profundo de su existencia, solía aparecer en la Biblioteca tan fácilmente como le resultaba desaparecer. Las extrañezas que rodeaban al volumen eran tantas que nunca me detenía demasiado a pensar en ellas por una simple cuestión de supervivencia. Sentía que me quedaba poco tiempo y que si quería aprovecharlo al máximo, debía evitar esas nimiedades. ¿Por qué pasar el día pensando en un libro que quizá viera este martes por la tarde aquí, junto a la estantería seis, y que luego, por los siguientes dos meses desaparecería de mi vista? ¿Pensar durante horas si realmente lo había visto allí o si lo había confundido con algo más? El trabajo se acumulaba en la Biblioteca, y el único ojo sano que me quedaba en nada facilitaba las cosas.
Algunos días sentía como si lo creara con mi pensamiento. Es decir, recordaba el volumen en octavo, sus tapas sobadas por miles de manos antes que las mías, las puntas de sus páginas manchadas de hollín, y allí estaba, en el estante superior donde me encontraba mirando. Claro que, la mayoría de las veces, nada similar sucedía y el libro que acababa de descubrir era otro similar apenas en apariencia.
En días cargados de melancolía y reminiscencias, he llegado a creer que el libro posee una conciencia propia; la cual me obligaba a jugar con unas reglas que desconozco, con unas pautas de trabajo que se alejan tanto de las que habitualmente utilizo que me pierdo en medio de la confusión. Sé que los objetos carecen de conciencia de sí mismos, al igual que muchos hombres, de todas formas no puedo evitar pensarlo de ese modo.
Pero tanto si el volumen se creaba solamente cuando alguien, en este caso yo, pensaba en él, como si fuera él quien decidía cuándo y dónde mostrarse, eran criterios imposibles de duplicar para comprobar su fiabilidad. Mientras tanto, el volumen, continuaba sin aparecer.
Las veces que intentara leerlo, por otro lado, pocos fueron mis logros. Apenas sí recuerdo palabras sueltas, fuera de contexto, como si aún no me encontrara preparado para su lectura o, al contrario, si el libro no se decidiera a dejarse leer por mí. Situación por demás extraña, es cierto, pero en nada infrecuente si pensamos en la inmensidad de la Biblioteca. Algunos libros requieren de años de preparación para poder ser leídos y, más importante, comprendidos. Pero, cuando les llega su hora, resultan ser una pequeña diversión que apenas desafía la preparación previa. Ciertas lecturas resultan más ríspidas que otras, pero igualmente enriquecedoras; como si tanto esfuerzo diera, por fin, sus frutos. Pero, con este volumen en octavo, que tanto se burla de mí, su insistencia en evitar el ser leído era tal que me llevaba a dudar de mis capacidades cognoscitivas. Tanto es así que si debiera precisar en qué lenguaje se encuentra escrito sería incapaz de definirlo con cierta certeza.
Creo haber superado la mitad de la vida que tanto preocupaba al Dante hace tiempo, y la única selva oscura que encuentro a mi alrededor son estanterías cargadas de libros tan o más vetustos que mi cuerpo. Libros que crujen al igual que mis articulaciones cuando se los abre, que se quejan con leves suspiros cuando son cambiados de sitio e intentan volver a acomodarse. Libros en cada rincón en que me decido a mirar.
He vuelto a pensar en ese volumen y los recuerdos se agolpan en su habitual desorden, ese al que los artistas llaman creatividad. Definir cuándo fue la primera vez que lo viera es de lo más complicado, supongo que ha de haber sido un tiempo después de obtener el cargo de bibliotecario en la oposición frente al Ministerio. Antes de dicha fecha solamente me había sido posible ingresar a la Biblioteca como lector y, como tal, pocos, casi nulos, son los beneficios. Un volumen tan raro, tan especial como ese, dudo que haya estado a disposición del público general. Por otro lado, debo evitar mezclar mis funciones en el cargo de bibliotecario con el placer de la lectura en mi biblioteca; y distinguir, de ese modo, entre la Biblioteca con mayúscula de la biblioteca con minúscula, entre el trabajo y el hogar, entre los libros que me pertenecen y los que no.
Si el relato resulta confuso se debe a que los años han transcurrido de tal forma que una y otra, la Biblioteca y la biblioteca, por momentos se confunden, se fusionan en una única entidad cuando sé muy bien que tendría que haberlo evitado. Muchas veces confundí la pertenencia de uno u otro libro y este viajó infinidad de veces entre un sitio y el otro. El volumen en octavo, el motivo de este escrito, nunca estuvo a disposición del público, es por ello que he llegado a creer que existe sólo para mí. Las veces que lo tuve entre mis manos en vano busqué y rebusqué los datos de su catalogación, así como algún detalle que me permitiera ubicarlo en el mundo exterior más allá de los muros de papel de la Biblioteca. Ningún sello mancillaba sus páginas, así como tampoco se informaba sobre su editorial ni procedencia. Tengo la certeza de que no lo adquirí por mis propios medios; no fue una de mis compras masivas ni un regalo inesperado, ni lo obtuve en una subasta. Sin embargo, allí estaba, enquistado entre mis lecturas pendientes, enterrándose en mis pensamientos.
Sin ser demasiado creativo en este punto, podría adelantar una justificación para la sensación de que el volumen en octavo esta vez se dejará leer sin problemas: se acerca el otoño. Uno que nada tiene que ver con la antigua estación del mismo nombre, sino con el propio. El declive y la caída de una vida, como si todo lector, todo sabio, fuera incapaz de hablar sin citar lo que otro dijera antes, utilizo las imágenes obtenidas en libros antiguos para explicar mi sentir. Claro que ninguno de los libros que conozco lleva por título La historia del bibliotecario tuerto que sentía que le quedaba poco tiempo de vida; podría escribirlo, es cierto, pero carecería de valor tanto para mí como para cualquier posible lector.
La metáfora, tan usada como gastada, del otoño como el declive de la vida debo haberla leído en tantos libros a lo largo del tiempo que se torna una referencia ineludible para hablar del tema, una huella mental tan poderosa que soy incapaz de sustraerme de ella. Pero despierta una sensación nueva, más terrible que lo que sintiera al momento de perder mi ojo y ser incapaz de superarlo. Ningún otro dolor se le comparaba, hasta que llegó esa sigilosa sensación a instalarse en mi pensar, en mi cotidianeidad. El otoño se acerca, comienza a hacer frío en todo momento, los huesos y la carne se resienten y el cuerpo entero es menos elástico, más débil, se cansa más rápido; porque la edad, como lo sabe cualquier viejo, nunca llega sola.
En el otoño las noches son más oscuras y solitarias porque pocos son los que están allí, pocos aceptan el cambio de clima y que el calor, la tibieza, no sea más que un recuerdo. La soledad nocturna, cuando la edad ataca con los recuerdos de antiguas compañías, de placeres solitarios y de momentos mejores, es tan difícil de aplacar como esos resfriados que, si nos encuentran desprevenidos, tienen la capacidad de postrarnos, a veces de por vida. En el otoño queda poco tiempo para la felicidad, todos huyen mirando hacia atrás con anhelo y hacia adelante con miedo, sin un momento de respiro.
Nadie ansía realmente que el otoño llegue; uno en el que faltarán las hojas marchitas que pisar porque nosotros seremos esas hojas, faltarán las lluvias porque también lo hacen las lágrimas. Se notarán las ausencias que se tornan cada vez más evidentes, como la calvicie incipiente y la falta de gusto en las comidas; la luz se torna tan oblicua que dudamos de nuestros ojos (aunque solo posea uno), de la distancia o la cercanía, del astigmatismo y la miopía. Muchas cosas cambian en el otoño, la mayoría de las cuales daríamos lo que fuera para que continuaran igual, para siempre, aeternum, como la lengua muerta que se utiliza para mencionarlo.
Me desvío del tema, porque sé que intentar justificar la lectura de un libro negado es similar a detenerse frente a las puertas de la ley esperando poder ver qué ocurre del otro lado sin atrevernos a franquear el portal. Nuevamente una cita eruditamente literaria, innecesaria como el resto del relato. Es que postular el deseo de leer el mentado volumen en octavo por puro placer estético resulta demasiado poco, como si estuviera infringiendo algún mandato, los usos y costumbres de alguna clase de sociedad de la que formo parte sin saberlo. Y es que la edad nos hace sabios en algunas pocas cosas, mientras continuamos siendo igual de ignorantes en la mayoría de ellas como lo hemos sido siempre.
Solamente busco una posibilidad más de enfrentarme a ese volumen en octavo que cada día ocupa más espacio en mi pensamiento. Luego podré morir en paz. Sí, hablar de la muerte nunca fue un problema para mí; acostumbrado a que la mayoría de mis conocidos (los autores de mis libros) ya lo estuvieran, algunos de ellos desde hace milenios. Pero otros conocidos (los cercanos) comienzan también a estarlo. Es por esas miles de pequeñas muertes que vamos acostumbrándonos a lo que vendrá. A lo que sin duda acontecerá. Aun cuando dediquemos infinitos esfuerzos en pretender evitarlo ansiando que alguien alguna vez tenga éxito y comparta el secreto de la inmortalidad.
El progreso en la búsqueda es prácticamente nulo. Luego de semanas de esfuerzos respirando el polvillo que los años acumulan sobre los libros jamás consultados, de estornudar infinidad de veces hasta sentir que mi interior se revolvía tan salvajemente como el exterior de mi cuerpo, la tarea apenas ha dado comienzo. Claro que para que alguien ajeno a mi propia persona entienda a lo que me refiero, debería de tener una idea de la inmensidad de la colección que posee la Biblioteca.
Evitaré caer en la vulgaridad de los números y las cantidades, o caer en rememorar la historia de una institución tan antigua como la Biblioteca, sólo diré que se poseen catálogos completos de editoriales extintas. Bibliotecarios anteriores tenían por costumbre adquirir depósitos llenos de libros ignorando qué encontrarían allí, con el solo afán de aumentar el acervo bibliográfico bajo su cuidado. Autores consagrados, olvidados e ignorados tienen su espacio en la Biblioteca, aunque no siempre se encuentran en ese orden.
Aunque también han ocurrido grandes pérdidas (las que, por suerte, no han acontecido en mi período como Bibliotecario). Entre ellas la fatídica tormenta que produjo la caída del vetusto techo de dos salas de consultas y de cómo el agua maloliente arruinó millares de libros. También se conocen historias de robos y hurtos cuasi-cinematográficos y rocambolescos. A pesar de ello, la Biblioteca nunca ha dejado de prosperar.
Podría continuar describiendo cómo se fue organizando el caos de papel y polvillo, pero es algo que sólo interesaría a alguien como yo mismo. Puedo, en cambio, rescatar los momentos sublimes, como el encontrarme con nueve estantes dedicados a diferentes ediciones del Quijote, provenientes de varios países, y en varios idiomas. La multiplicidad de ediciones respondía a la razón de la existencia de la Biblioteca, por supuesto, preservar y poner a disposición de los lectores todos los materiales. Suena a campaña publicitaria, y quizás en parte lo sea, pero dudo que la Biblioteca tenga otra razón de ser.
Sin embargo, y como cabría esperar, del objeto de mi búsqueda no es posible encontrar ni la menor señal. Pero no debo desesperarme por ello, aún restan salas completas, depósitos y subsuelos atestados de libros, que revisar, limpiar, acomodar, catalogar, pasar al olvido o cualquier otra posibilidad. Además, lo intuyo, cuando más desesperación muestre en mis acciones, más se ocultará aquel volumen en octavo que ansío encontrar. Y, al contrario, cuanto con más desinterés guíe mis acciones, más sencillo será hallarlo. Debo sumar a mis listas de pendientes aprender a fingir desinterés.
Desconozco si mantendré la intención inicial de leerlo cuando finalmente encuentre el volumen ansiado luego de tantos esfuerzos emprendidos, o si, en cambio, preferiré perderlo una vez más.
José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar