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Verde primigenio
Verde primigenio
Patricia Richmond
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SE PARÓ JUNTO A MÍ y me invitó a subir a su coche. Le conocía de vista, aunque no sabía quién era. El aspecto del campus a esas horas era siniestro, hacía mucho frío y mi facultad estaba en el rincón más apartado de la universidad, por lo que acepté que me llevara hasta la parada del tranvía, en la entrada del recinto. Me senté a su lado y me sorprendió un olor extraño.
Aunque miré disimuladamente, no vi nada que explicara el tufillo. Llegamos a la parada, me dijo que le daba apuro dejarme allí sola y me propuso llevarme a casa. Me dio repelús, sobre todo por el aroma rancio que me estaba mareando, pero se lo agradecí.
Durante algunos minutos estuvimos charlando sobre lo que habíamos estado haciendo en la universidad hasta tan tarde: él, corrigiendo exámenes de paleografía; yo, trabajando en mi tesis sobre mecánica de fluidos. Después, ya no pude aguantar más y le pregunté por el hedor. Eres tú, me respondió.
Le miré estupefacta y me olí la ropa. No, no era yo, aunque él asegurara que la peste había entrado al coche conmigo. Entonces la descubrimos: una masa de un verde fosforescente dormitaba sobre el asiento trasero.
Paró el coche. Recordé que me había recogido junto al Centro de Ingeniería Biotecnológica, el CIB, sobre el que circulaban rumores acerca de experimentos que habían sido prohibidos por las autoridades académicas.
Estaba claro que no era un animal porque no tenía cabeza ni extremidades, pero no había duda de que era un ser vivo del tamaño de un gato. De algún modo, respiraba y emitía unos suspiros quedos como si estuviera durmiendo.
El profesor sacó un bolígrafo del bolsillo y empujó con él a la cosa, que se asustó, pegó un brinco y se escondió bajo mi asiento. La pestilencia se hizo tan intensa que nos obligó a salir.
Tenemos que volver a la universidad, le dije. Aquella criatura sólo podía haber salido del CIB y debíamos devolverla a su lugar. Estuvo de acuerdo, abrimos las cuatro puertas del vehículo para que se ventilara antes de volver a entrar y miramos debajo del asiento. ¡Había desaparecido! Tras reponernos de la impresión, registramos el coche. El olorcillo pútrido la delató; estaba en el maletero, acurrucada y temblando. ¿Cómo había llegado hasta ahí sin que la hubiéramos visto salir? ¿Habría traspasado el respaldo del asiento trasero?
Saqué de mi mochila el contador Geiger que siempre llevo conmigo y se lo acerqué. La saeta del aparato chocó contra el extremo derecho del visor. El nivel de radiactividad era increíble para un cuerpo vivo. Si podía demostrar que eso, fuese lo que fuese, era capaz de atravesar materiales sólidos, revolucionaría las bases de la física, además de proporcionarme un sobresaliente cum laude en mi tesis y un puesto en el centro de investigación que yo quisiera.
Habíamos estado demasiado cerca. Comprobé el contador sobre nosotros y la aguja también se disparó. El profesor palideció. Intenté tranquilizarle y le supliqué que regresáramos pitando a la universidad.
En cuanto atravesamos la entrada del campus, apagó las luces para no llamar la atención. Aparcó junto al CIB y me miró temblando. Le pedí que saliera y que vigilara a la criatura mientras yo entraba a buscar algo donde poder transportarla sin contaminarnos más de lo que ya estábamos.
Me detuve ante el portón de cristal del edificio y grité al ver mi reflejo. ¿Qué me estaba pasando? Me envolvía un resplandor verde manzana. Puse la mano sobre la puerta y la atravesé con ella. Alucinada, avancé y todo mi cuerpo pasó al otro lado sin encontrar ningún impedimento.
No tenía tiempo para encontrar respuestas a preguntas que no me atrevía a plantear, así que avance por el hall y escuché. No se oía nada, pero mi instinto me decía que debía mantenerme alerta; algo no andaba bien. Bajé al sótano, donde sabía que estaba la zona de laboratorios y me dirigí a uno de los cubículos, que estaba iluminado por un resplandor verduzco.
Atravesé la puerta y contemplé horrorizada un enorme socavón que se había tragado más de la mitad de la estancia. La luz que iluminaba la habitación provenía de su interior; me asomé y deseé no haber entrado en aquel edificio, no haber subido a aquel coche y no haberme quedado trabajando hasta tan tarde. Sabía que jamás iba a poder olvidar lo que estaba viendo, pero no podía dejar de contemplarlo.
Una masa fosforescente de aspecto similar a la que teníamos en el coche, pero mucho más grande, parecía estar deglutiendo algo que, por los restos de ropa y pelos, deduje que había sido humano. A pesar de su monstruosidad, admiré la perfección de aquella criatura que no necesitaba extremidades ni órganos externos para desenvolverse. Y tenía alma, o algo así. Sentí que me observaba con curiosidad y que intentaba calmar mi pánico. ¿Cómo se había metido en mi cabeza? Lo irónico de la situación me hizo sonreír. Estaba segura de haber encontrado un ejemplar extraterrestre, inteligente y altamente evolucionado, algo por lo que mataría cualquier científico, pero no iba a poder contárselo a nadie. Cerré los ojos al escuchar su llamada y me despedí internamente de la vida.
Una fuerza suave me arrastró hasta él. Su tacto era escurridizo, como el de la gelatina, y resbalé sobre su cuerpo. No sentí miedo, al contrario, me inundó un sentimiento de paz que no había experimentado nunca. Duró sólo unos minutos, tiempo suficiente para conectar con el monstruo y meterme dentro de su mente. Vi abandono, soledad, ira, venganza. Era humano, después de todo.
Descubrí también curiosidad y diversión. Me contagié y me entregué a su juego. Traspasé con él la dimensión física y entramos en un plano sensorial que no soy capaz de describir con palabras. ¿Ternura? Sí, tal vez esa sea la sensación más aproximada de lo que intercambiaron nuestros espíritus. Finalmente, me devolvió con delicadeza a lo que quedaba del laboratorio y despareció por un túnel que se adentraba en las entrañas del subsuelo.
Sobre mí habían quedado algunos restos de su piel de gelatina. Recordé que el CIB poseía una sofisticada unidad de análisis genéticos. La había visitado una vez y recordaba dónde estaba. Corrí hasta ahí y preparé unas muestras con la sustancia pegajosa que me envolvía. Los resultados me dejaron sin habla: ADN 100% primigenio, humano. Eso significaba que el monstruo no era una criatura evolucionada por encima de nuestro escalón, sino que era un ejemplar del primer ser llamado «humano», pura entelequia de investigación, y del que jamás se había encontrado ninguna evidencia física. Sólo se infería que tenía que haber existido y que de él había nacido la humanidad.
El miedo empezó a marearme al acordarme del profesor, que me esperaba afuera con un espécimen similar. Antes de salir, localicé un armario de productos químicos y me lancé sobre un bote de polvos de azul de Prusia. Había leído que eran capaces de frenar los efectos de la radiación, así que me tragué la mitad de golpe. Cogí una caja de las que se usan para guardar isótopos radiactivos, metí dentro el tarro del antídoto y volví a traspasar la puerta del edificio.
Regresé con el profesor. ¡No! ¡No podía ser! Me vio y me sonrió. Pero… ¿qué estaba haciendo? Su cara era la expresión de la felicidad absoluta y a mí se me cayó la caja al suelo.
Abrí la puerta del coche y le grité que saliera. Él no se inmutó y siguió sonriendo. Tenía aquella cosa en su regazo y la acariciaba con verdadero placer.
Me dijo que era muy cariñosa y dócil y que se la iba a quedar. ¡Hasta le había puesto nombre! ¡Patata!
Siempre había querido tener una mascota y las obligaciones le habían impedido ocuparse de un animal. Patata era diferente: no comía, no había que sacarla a pasear… era ideal para él, que vivía solo.
Tampoco le importaba el tufo. La mayoría de sus alumnos olían peor y acabaría por acostumbrarse. Me miró con unos ojillos que me derritieron y cedí. Le dije que podía quedársela, pero que debía tomarse el azul de Prusia para evitar que la radiactividad hiciera más daño a su cuerpo.
Se tragó los polvos, metió a Patata en la caja de isótopos, donde cabía justa, y nos fuimos de allí. Era muy tarde cuando me dejó en casa. Intercambiamos los teléfonos y nos despedimos.
Con el tiempo, el profesor ideó un sistema de comunicación con su mascota; las variaciones del tono de su fosforescencia le permitían interpretar sus emociones y necesidades y ambos mejoraron su aspecto. Ella adquirió un color verde esmeralda precioso y él, un tono pálido azulado, por efecto del azul de Prusia que seguimos tomando con regularidad, que le daba un aire de misterio muy interesante. El olor desapareció en cuanto Patata se sintió dueña de su nueva existencia, lejos del temor a ser descubierta y desintegrada. Saber cómo huele el miedo nos hizo comprender que sería mejor guardar el secreto sobre nuestra habilidad para traspasar las paredes, que los tres habíamos desarrollado. No queríamos convertirnos en fenómenos de feria y acabar como apestados, víctimas del desprecio y la incomprensión que provoca siempre lo desconocido.
Han pasado nueve meses. El profesor y Patata han cuidado de mí desde entonces, pendientes y alertas en todo momento, pero esta noche ha sucedido todo tan rápido que no han podido hacer nada para impedir que me trasladaran.
Había salido a estirar las piernas y me he sentido mal justo cuando pasaba un coche patrulla. Sin hacer caso de los gritos del profesor, que ya corría hacia mí, los agentes me han llevado volando al hospital, incrédulos.
No tengas miedo. No dejaré que te hagan daño. Ya casi estás aquí… ya noto el tacto de tu piel de gelatina y siento tu olor. ¡No, no chillen! ¡Le están asustando! ¡No! ¡No se lo lleven! ¡Es mi hijo! ¡Mi hijo!
Patricia Richmond (España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com