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El niño sin sombra
El niño sin sombra
Antonio Bolant
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ES LA PRIMERA VEZ que te cuento esto, mamá, y es que a veces necesitamos la ayuda del tiempo para acercarnos a lo inconcebible.
Ya sabes que de niño solía jugar solo; encontraba fascinante desplegar mundos alternativos cuando la realidad se me quedaba pequeña. No me resultaba difícil burlar al aburrimiento, incluso durante las tediosas tardes de aquel inolvidable invierno. ¿Recuerdas cuando las pasaba sentado en el largo pasillo de casa con una pelota entre las piernas extendidas, siempre de cara al extremo opuesto donde las sombras ocultaban el recibidor? Después la empujaba, y la veía rebotar en los rodapiés de las paredes que, con peristálticos empujoncitos, parecían conducirla hasta la oscuridad que tiznaba el final del pasillo. Sobre mí había una ventana que daba al patio de luces. A través de ella se colaba una tenue luz que apenas clareaba la penumbra de la zona donde me sentaba. Yo tendría unos seis años, fíjate si ha llovido, pero lo recuerdo como si fuera ayer, igual que tus alentadoras palabras cuando con orgullo destacabas mi valentía por tener que recogerla cada vez del oscuro recibidor. O eso es lo que pensabas que hacía, porque pasados unos segundos, cuando me quedaba solo, la pelota brotaba de la negrura y regresaba a mis manos dando dóciles botecitos sin necesidad de moverme. Nunca entendiste por qué prefería jugar a aquel extraño juego con la luz del pasillo apagada, aún menos cuando me esforzaba en explicarte que si la encendía, la pelota no regresaba.
En aquella tarde de finales de febrero se desencadenó una tormenta. Tú preparabas alguno de tus artículos y yo, como otras tantas veces, llevaba un buen rato jugando con el pasillo. Una y otra vez empujaba la pelota hacia el negro telón del extremo opuesto y las mismas veces resurgía de las sombras con calculada suavidad, buscándome para que se la lanzara de nuevo. Comprendo que pueda parecer un juego aburrido, mamá, pero te aseguro que en ese umbilical vaivén existía un vínculo que me estimulaba a volverla a lanzar y a disfrutar de la recompensa del regreso. Pero no siempre obtuve esa recompensa; hubo un último lanzamiento tras el que la pelota ya no regresó.
Yo permanecí sentado, desconcertado frente a un muro de oscuridad que de golpe mostró el verdadero sustrato de su naturaleza: la absoluta ausencia de luz. No sabría decirte cuánto rato estuve esperando, porque el tiempo se quedó atrapado tras el repiqueteo de la lluvia en la ventana del patio de luces que parecía acompasar al teclear de tus dedos desde el despacho. La costumbre se había convertido en ley, como para cualquier niño, y en mi orden interno no encajaba la repentina pérdida de comunicación con aquel lugar intangible. Mi creciente enfado me impulsó a preguntarle por qué esta vez no me la devolvía, pero el denso silencio de aquel vacío se hizo tan largo que acabé por marcharme a mi cuarto.
Todavía era pronto para la cena y tú seguías enfrascada en tu máquina de escribir. Decidí entonces buscar los lápices de colores y el cuaderno de dibujos que debían de andar por algún lugar bajo mi cama —la de veces que me pediste que ordenara mi cuarto, ¿eh, mamá?—. Me encantaba pintar, ya sabes, sobre todo cuando estaba triste o disgustado, así que me eché al suelo y comencé a rellenar las imágenes del cuaderno. Mi cabeza aún estaba en el pasillo y mi mano zigzagueaba sobre el papel de forma automática, tan absorto que no reparé en que estaba rellenando los contornos de un paisaje con el primer color que saqué del estuche, el rojo.
Recuerdo estar coloreando una cascada cuando un movimiento en la habitación llamó mi atención. Se trataba de Simbad, mi querido peluche Simbad que se había levantado muy despacio y empezaba a acercarse a mí con un andar torpe y tambaleante. Sí, mamá, Simbad parecía haber adquirido vida. Yo lo observaba con una extraña mezcla de sorpresa y ternura; petrificado, sin saber cómo reaccionar mientras se iba aproximando para acabar ante mí y rodearme delicadamente con sus brazos de trapo. En el interior de aquel abrazo sentí de nuevo la intensa gravedad del fondo del pasillo y todo mi enfado se disipó de inmediato. Él no quería soltarme, ni yo quería que lo hiciera; parecía que su presente se hubiera aferrado a todo mi tiempo durante la eternidad que se acurrucó en ese minuto. Pero bastó un segundo, un solo segundo para que la fuerza del muñeco se desvaneciera y se quedara inerte entre mis brazos.
«¡Mamá!, el bebé ya no podrá jugar más conmigo», te grité contrariado; ¿recuerdas?
«Ten paciencia, cariño: falta muy po-
co para que puedas conocerle», me respondiste con cierta condescendencia desde el despacho. Pero tú no tenías mi don, mamá, tampoco indicio alguno de que tu embarazo había empezado a complicarse.
Sé que no puedes entender lo que te digo, que ya ni siquiera me reconoces, pero quería contártelo de todos modos, necesitaba explicarte por qué nunca me deshice de este ajado peluche y lo mantuve protegido del desarraigo del tiempo. Tómalo, ahora es tuyo; siempre lo ha sido. Hubiera querido dártelo antes, pero habrías dudado de mi cordura y lo último que deseaba era reabrir tu herida. Estoy seguro de que una parte de aquel niño que perdiste se quedó entre su relleno deshabitado, y ahora veo en el titilar de tus abisales ojos que tú también lo presientes...
Él había terminado de hablar, y el silencio ocupó aquella tarde de febrero que ya había sido despojada de las últimas luces. Sentada en su pequeño sillón junto a la ventana, ella volvió a posar su mirada en un infinito que se colaba entre los regueros de lluvia que, como barrotes, se estiraban sobre los cristales. Él le tomó las manos mientras le posaba sus labios en la frente, aliviado por haber compartido de alguna manera aquel suceso guardado durante tanto tiempo. Se incorporó, y antes de marcharse, se quedó unos instantes observando a su madre, feliz de ver con qué fuerza estrechaba a Simbad contra su pecho, conmovido al advertir que el peluche le devolvía el abrazo. Le reconfortó saber que su hermano se encontraba allí, ahora que la enfermedad de la anciana había empezado a complicarse.
Antonio Bolant Rodríguez (España)