EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS Número 3
Septiembre 2017
EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS Revista de letras agitadas por el cierzo
Número 3 Septiembre 2017
EDITA El Callejón de las Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530481X COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, PhotoPin, Wikimedia).
PORTADA "Introversión" AUTOR Matt Dixon Web: www.mattdixon.co.uk
La ilustración se ha reproducido con permiso del autor.
CONTACTO 11esquinas@gmail.com Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores.
“El Callejón de las Once Esquinas” se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución NoComercialSinDerivadas 4.0 Internacional
Número 3
CONTENIDOS
Plaza Aragón....................
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Firma invitada: Alberto Chimal
Calle Predicadores.............
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Relatos
Calle Asalto........................ 123 Asaltada: Karol Conti
Camino de las Torres......... 125 Autoedición: Isabel Sevilla Moreno
Imaginación...
¿Existiríamos sin ella? La imaginación ha sido el faro que ha iluminado el progreso de la humanidad. Aferrarnos a ella nos permite abrir la mente a nuevos horizontes, soñar y vencer a los monstruos que se alimentan de las telarañas de la rutina. La fantasía se ha adueñado de las esquinas de nuestro callejón para inspirar historias mágicas, personajes siniestros, distopías, relatos de amor verdadero, revoluciones grandes o pequeñas, nos ha devuelto la voz escondida en los recuerdos y nos ha hecho correr por callejuelas olvidadas. De la mano de Matt Dixon, autor de nuestra portada, y de Alberto Chimal, maestro de la literatura de imaginación, nos dejaremos llevar por la atracción de lo inesperado, que se esconde bajo las capas de lo cotidiano. Además, Karol Conti, de la libroteca El Gato de Cheshire, experta en soñar con los ojos abiertos, se ha dejado asaltar y ha escrito para nosotros, e Isabel Sevilla, observadora incansable, te atrapará con sus momentos inolvidables, recogidos en su primer proyecto de autoedición. Todo esto es lo que vas a encontrar en el tercer número de El Callejón de las Once Esquinas: lee, comparte y escribe… la cuarta convocatoria ya está en marcha.
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El Callejón de las Once Esquinas
PLAZA ARAGÓN FIRMA INVITADA
ALBERTO CHIMAL Alberto Chimal nació en Toluca (México) en 1970. Sus estudios univer-
sitarios comprenden desde una Ingeniería en Sistemas Computacionales por el Instituto Tecnológico de Monterrey a una Maestría en Literatura Comparada por la UNAM. Cuentista, novelista, dramaturgo, minificcionista, poeta, ensayista, traductor, antólogo, profesor de literatura y de escritura creativa, su nombre es referencia obligada al hablar de la literatura de imaginación, término propuesto por él mismo. Entendida, según sus palabras, como la insolencia del alma, la imaginación centra toda su producción literaria. Su obra ha sido definida como una búsqueda de lo asombroso, como un recurso 4
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Bitácora personal Las Historias www.lashistorias.com.mx Canal de YouTube Alberto y Raquel www.youtube.com/channel/UC76hE NQ_Ukro3arnJGfcVHQ Twitter @albertochimal Facebook albertochimalmx
de salvación y lucha contra el poder y el destino. Ha obtenido numerosos premios; entre ellos, el Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en 2002 por su libro Estos son los días, el Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 por la antología Manda fuego y su novela La torre y el jardín fue finalista en 2013 del Premio Internacional Rómulo Gallegos. Sus obras han sido traducidas al inglés, francés, italiano, alemán, húngaro, farsi, hebreo, mixe, zapoteco, mixteco y esperanto. Alberto es un activo promotor de la narrativa por medios digitales. A través de las redes sociales y de su blog Las Historias, iniciado hace doce años, anima a explorar el universo del cuento, tanto desde su lectura como desde su redacción. Junto a la escritora Raquel Castro mantiene un canal en youtube, Alberto y Raquel, en el que semanalmente plantean a sus seguidores todo tipo de temas literarios y consejos narrativos. ¡No os perdáis sus listas rápidas!
LOS LIBROS DE ALBERTO CHIMAL Gente del mundo (1998). Cuentos Estos son los días (2004). Cuentos Viajes celestes (2006). Antología Los esclavos (2009). Novela La ciudad imaginada (2009). Cuentos 83 novelas (2011). Minificciones Historias de Las Historias (2011). Antología Three messages and a warning (2011) El Viajero del Tiempo (2011). Minificciones Siete (2012). Cuentos El último explorador (2012). Cuentos La torre y el jardín (2012). Novela
Cómo empezar a escribir historias (2012) La generación Z y otros ensayos (2012) Manda fuego (2013) Cuentos Kustos (201314). Novela gráfica Visionarias (2014). Antología Sólo cuento VII (2015). Antología Los atacantes (2015). Cuentos La partida / La madre y la muerte (2015) La tienda de los sueños (2016). Antología Nove (2017). Cuentos en italiano Cartas para Lluvia (2017). Novela para niños.
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Mesa con mar Alberto
Chimal ¿De veras toda la gente mayor es tonta?...
El día que su papá llevó la mesa, Raquel se quedó muy sorprendida: —¿De dónde la sacaste? —preguntó. —¿Qué cosa? —La mesa, papá, de dónde la sacaste. —¿Cómo que de dónde, Quica? Pues de la mueblería —a Raquel le decían “Quica”. —No, en serio, papá, ¿de dónde? —insistió Raquel, y a su papá se le hizo muy extraño, pero Raquel (pensaba) era una niña a la que no debía tomarse muy en serio. Él simplemente sonrió y se fue de allí, y como la mamá de Raquel estaba de visita con la vecina, tampoco se enteró de nada. Es decir, Raquel se quedó sola en el comedor, ante la mesa, que también venía con seis sillas nuevas pero esas no tenían nada de especial. —Lo que era especial —nos diría Raquel ahora— es que había un mar en la mesa. Y nos estaría diciendo la verdad: la parte de arriba de la mesa, donde su mamá pondría los platos de la comida y ella su cuaderno para hacer la tarea, no estaba hecha de madera o de vidrio, sino de agua. Ella se acercó y puso un dedo en su superficie, llena de olas pequeñitas y azules… —¡Se sentía mojada! —nos diría. 6
Acercándose un poco más, pudo escuchar el sonido. —Es decir, el de las olas, el del viento, y también había gaviotitas, chiquitititas, que volaban y hacían así como las gaviotas de verdad… Pero lo mejor era el barquito. Tenía una vela blanca y avanzaba despacio sobre el agua. Raquel se quedó un largo rato mirándolo. Iba quizás a diez centímetros por hora. Cuando llegó al centro de la mesa, el marinero que lo guiaba echó un ancla al agua y el barco se detuvo. —¡Oye! —lo escuchó gritar. Llevaba un hermoso uniforme pero su voz, como todo lo demás, era tan diminuta que casi no existía— ¡Oye! ¿Tú eres la niña que se llama Quica? —No me llamo Quica, me llamo Raquel —dijo Raquel. —¡Ah, no importa, no importa! —gritó el marinero— ¡Oye! ¿Puedes ayudarme? ¡Se lo pediría a alguien más, pero es que sólo los niños pueden verme! —¿Qué? —¡Es cierto! ¡De hecho los adultos no ven ni el mar ni nada! ¡Tu papá, por ejemplo, cree que la mesa es de pura madera! Ahora, Raquel podría decirnos: —Esa era la explicación de lo de mi papá, pero
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yo la verdad no entiendo. ¿Por qué todas las cosas mágicas son así? ¿De veras toda la gente mayor es tonta? ¿O mala? ¿O el chiste es aprovecharse de los niños? Pero en el momento no se le ocurrió y sólo dijo: —¿Qué quieres? —¿Podrías —gritó el marinero— darme un poco de impulso? ¡Voy como a diez centímetros por hora, no voy a llegar nunca! Dicho y hecho: Raquel era una niña generosa, y en cuanto el marinero recogió su ancla, ella se acercó aún más a la mesa y sopló, suavemente, en la dirección apropiada para hinchar las velas del barco y verlo avanzar otra vez, más deprisa, cada vez más deprisa… —¡Muy bien! —gritó el marinero, quien se había puesto tras el timón del barco, muy contento— ¡Gracias…! ¿Cómo me dijiste que te llamas? —¡Oye! —empezó ella, pero se dio cuenta de que estaba gritando y bajó la
voz— Oye… —¡Dime! ¡Pero no dejes de soplar por mucho tiempo porque me detengo! —No, no —y puf, un soplido—…, pero, oye, ¿a dónde vas? —¡No te puedo decir! ¡Es secreto! ¡De hecho la mesa no debería estar aquí! ¡De seguro la vendieron por error! —¿Qué? (puf) ¿Cómo que por (puf) error? —¡Sí! ¡Tal vez hasta vengan por ella! ¡Cosas como ésta no le corresponden a personas como ustedes! —Yo le debí haber dicho —nos diría Raquel— que qué cosas son las que no nos corresponden. Pero nada más le dije: —¿Quiénes (puf) vendrían por ella? —¡Ay, niña, los de la mueblería! ¿Quién más? —¡Oye, pero (puf) no seas así (puf), dime! Y además (puf) te vas a caer —y en verdad el barco estaba cada vez más cerca del otro borde de la mesa. 7
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¡No seas tonta! —gritó el marinero— ¡Cuando llegue al borde pasaré a la siguiente mesa! ¿Nunca has oído de los mares que vienen repartidos entre muchísimas mesas? —¿Cómo que repartido? —preguntó Raquel. —¡Un soplido más! —gritó el marinero, y Raquel obedeció (puf) sin pensar, y con ese último impulso el barco llegó al fin al borde de la mesa— ¡Gracias! ¡Adiós! —¡Oye, no, espera! ¡Dime…! —¡A ti no te puedo decir nada! —gritó el marinero— ¡Eres una niña, esto es cosa de adultos! —y antes de terminar, desapareció, sin ruido, como si en la mesa nunca hubiera habido más que olas, gaviotas y viento. Y a los pocos minutos llegó alguien de la mueblería, que habló con el papá de Raquel y lo convenció de cambiarle su mesa por un comedor nuevo, de lujo, pero en cuya mesa no había mar. —Y como siempre —nos diría Raquel ahora—, si les hubiera contado no me hubieran creído. Pero a ver, ¿es justo? ¿Le costaba algo al marinero explicar-
me? ¿Y además cómo que no porque soy una niña? En cuanto la nueva mesa estuvo puesta, su papá le dijo: —Haz tu tarea, Quica —y ella fue con su cuaderno y se puso a trabajar. Ahora, ella se quejaría: —Y lo de la “cosa de adultos”… ¿No que los adultos no ven qué mesas tienen mar? Pero en aquel momento, mientras leía los problemas de matemáticas, Raquel sólo podía pensar en velas blancas, en gaviotas pequeñisísimas, en el agua y las olas. Tal vez el marinero navegaba ahora dentro de una casa en Rusia, o en China… Tal vez tampoco le quería contar nada al niño chino o a la niña rusa que soplaban para impulsarlo… —No —dijo en voz alta, entonces, y hasta se puso de pie; no sonreía y no estaba feliz—: no sé cómo le voy a hacer, pero un día de éstos lo voy a encontrar y entonces… —¿Qué dices, Quica? —Nada, papá —contestó ella, como si en verdad no hubiese dicho nada.
Este es uno de los cuentos del libro La ciu dad imaginada y otras historias, editado por Libros Magenta y la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México en 2009. Nuestro agradecimiento a Alberto Chimal por permitirnos su publicación.
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CALLE PREDICADORES
RELATOS
Andrés Galindo – Tres damas oscuras........................11 Isabel Sevilla – Una historia de amor........................ 13 Manuela Vicente – A un tiro de piedra....................... 16 Antonio Bolant – Crónica de la luna vencida............... 17 Luisa Hurtado – Siguiendo el programa..................... 24 Asun Paredes – Rocinha.......................................... 26 Patricia Richmond – La asesina................................ 28 Ángel Saiz Mora – Pequeñas revoluciones.................. 31 Raúl Garcés – La Posada de las Almas........................35 María José Viz Blanco – El extraño Eugenio............... 38 Iván Rincón Espríu – El polaco loco.......................... 41 José Antonio Barrionuevo – Forever with love........... 45 Isidro Moreno – Familia circense...............................48 Silvina Palmiero – La otra mirada............................. 50 Juana María Igarreta – Un delfín en la luna............... 52 Damaris Gassón – Receptáculo de fantasías............... 53 Pepe Sanchís – El destino según cada cual................. 58 Esparvero – El voluntario..........................................60 Jesús Garabato – El peso de las horas....................... 64 Enrique Angulo – El coleccionista de futilidades.......... 67 Laura Vicente – Ahora aprenderemos........................ 69 Enrique Mochón – Carta de Sancho Panza a Teresa Panza...................................................................... 70 Luis J. Goróstegui – El museo revivido...................... 74 Johathan Molina – El juicio...................................... 77 Héctor Núñez – Los nuevos dioses............................ 80
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Carmen Cano – Carla y Clara.................................... 84 Marta Castaño – Nocturnidad variable –RN................. 86 Iñaki Ferreras – La muchacha del tren...................... 90 Giancarlo Ubillús Celi – En casa............................... 93 Plácido Romero – Lobos.......................................... 96 Jean Durand – Historia de cómo los gatos evitaron el exterminio en la Edad Media ......................................98 Plinio el Bizco – Los imanes....................................100 María Jesús Briones – Última cena del siglo XX........ 106 Miguel Ibáñez – Fin de semana...............................109 María José Sánchez – El destino de los Martínez....... 111 Pablo Núñez – Comprador obsesivocompulsivo........ 113 Cristina Aguas – En tiempos de los lusones los hombres eran «barbáros»........................................ 115
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NĂşmero 3
Tres damas oscuras AndrĂŠs
Galindo
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El Callejón de las Once Esquinas
Cassiopeia En cuanto abrí los ojos supe que algo iba mal: aquel cielo no era el mío, el frío no me hacía temblar y ya no me llamabas Casiopea.
Patricia Richmond—
I Confío en ti ciegamente, dijo Amelia tomando de la mano a Cassiopeia, quien la miraba con ojos de ternura y algo de malicia. II Lo que más me gusta de ti, envidié una tarde de verano a Cassiopeia, son tus ojos púrpura. —Son herencia de mi madre… y algún día serán tuyos. III Y así fue: me quedé con tu cielo, con tus temblores invernales, con tus hermosos ojos sangrantes… y con tu nombre, Cassiopeia.
Amelia Sacrifiqué mis cabezas de ajos por nada. No era más que un fantasma.
—Patricia Richmond
I Ciega y todo, Amelia iba robándome el alma, noche a noche, gota a gota. De nada sirvieron las cabezas de ajo. II Ay, Amelia, en lugar de tus ojos, hubiera preferido quedarme con tu lengua; pero tus besos… ay, y tus historias de no muertos. III Me buscas, Amelia, con el amor y el dolor de las almas en pena. Voy a ti con mi tropel de demonios. Pronto volveremos a vernos… y a regocijarnos juntos con la carne de los vivos. Andrés Galindo (Ciudad de México) Blog: www.misimposturas.blogspot.mx Twitter: @andresgalindo
La fotografía de este relato es obra de su autor 12
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Una historia de amor Isabel
Sevilla Siempre la acompañó esa duda, una duda que no compartió con él...
Hace tiempo, desde que papá se fuera, deseo escribir la bella historia de amor que vivieron mis padres. Una historia digna de una película romántica. Los que la vivimos, lo sabemos y hasta la envidiamos. ¡Que el amor pueda ser más grande que la cruel enfermedad del Alzheimer…! Cuando se conocieron, ella no quería prometerse pero mi padre, que era primo de sus vecinos, fue muy insistente… muy detallista… —¡Mira quién te espera! ¡Mira quién ha venido a verte! ¡Mira qué bueno es! ¡Mira cuánto le gustas! —le decían constantemente a mi madre sus hermanas. Poco a poco enamoró a mi madre que, con problemas que no le permitían tener hijos, nunca se había planteado casarse. ¿Quién iba a pretenderla, sabiendo que no podría darle descendencia? Entonces las cosas no se hablaban como ahora pero cuando se comprometieron, tal como se hacía en aquella generación, mi madre pidió a sus padres que fueran ellos quienes le informaran pues a ella le avergonzaba. Dicho y hecho, mis abuelos hablaron con él… —Antonio, que nuestra hija no pueda tener hijos es algo que debes saber y pensar antes de seguir adelante. Dicen que no lo dudó ni un segundo, que les dijo cuánto la quería, que a esos 13
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posibles hijos no los conocía y que aquello no suponía para él nada en absoluto. Y así fue. Pasaron años de noviazgo, cumplieron las tradiciones que imponía el autoritario padre de mi madre y, una vez se hubieron casado las dos hermanas mayores, empezaron a preparar su boda. Mi madre temió muchas veces al verle jugar con sus hermanos pequeños. Tenía doce y junto a sus sobrinos… A él le caía la baba con ellos y ella se preguntaba si, durante toda una vida sin hijos, sería suficiente el amor. Siempre la acompañó esa duda, una duda que no compartió con él. Se casaron y fueron muy felices. Durante cuatro años, su felicidad fueron ellos mismos. Aprovecharon, cualquier momento en que mi padre no trabajara, para salir siempre cogidos de la mano. Así los recuerdo. A él le gustaba que mi madre se arreglara para salir. Inesperadamente, después de varios años de casados, nueve meses de embarazo y un parto muy complicado, nací con cesárea. En el parto ambas corrimos peligro. Fue por ello que, aunque entonces los hijos se tenían en casa, a mi madre la llevaron al hospital. ¡¡¡Me puedo imaginar su alegría, la de todos!!! Así fueron pasando los años. Mi padre siempre fue mi mejor amigo y confidente. Apoyó a su amor, fue inmenso y no dejó de demostrarlo ni un solo día, como mi madre. Nacieron mis hijos y tuvo para todos. ¡Tenía tanto para dar! Nos daba a cada uno lo nuestro sin pedir nada a cambio y sin quitarle nada a nadie. Su familia fue siempre su mundo. Entonces llegó a su vida esa terrible enfermedad llamada Alzheimer… y empezó a olvidar y a cambiar su carácter. Poco a poco se iba alejando de todo y de todos pero siempre estaba junto a mi 14
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madre. Horas y horas viendo la televisión o mirándola, siempre cogido de la mano. Cuando la enfermedad se hizo más agresiva, mi padre olvidó a mi madre, no la reconocía, la llamaba señora… Seguía dándole besos y cogiéndola de la mano pero no recordaba que era la mujer a la que había querido durante más de cincuenta años. Hasta que un buen día se levantó y le pidió matrimonio. —Soy viudo y tengo una hija pero estoy enamorado de usted y quiero casarme. La quiero, la quiero como no pensé que volvería a querer. La quiero tanto que me duele. Mi madre no supo qué responder. Me llamó por teléfono nerviosa y le aconsejé que aceptara, que le dijera cuánto le quería y que se casaría con él… Mi padre, durante esos pocos meses, fue el hombre más feliz dentro de sus
recuerdos perdidos. Preparaba la lista de invitados, aunque la mayoría de ellos ya no vivía… Un día mi madre le dijo que no la llamara señora y le preguntó si recordaba su nombre. —Claro que sí —respondió él—, nunca lo olvidaría. Te llamas María. —He de decir que mi padre era el único que la llamaba así pues todo el mundo la llama Mari. El tiempo pasó y él olvidó la boda, a la señora, a la mujer que había amado… Por eso quiero creer que el maldito Alzheimer no pudo con el amor de mis padres. Mi padre se enamoró dos veces de mi madre, cuando era él y cuando ya no tenía apenas recuerdos. Os quiero por cuanto me habéis dado. ¡¡¡Yos doy las gracias por haber creado un hogar en el que pudiera ser tan feliz!!!
Isabel Sevilla Moreno (Zaragoza España) Blog: voyaescribir55.blogspot.com.es
Relato incluido en el libro Momentos de vida, de Isabel Sevilla Moreno.
Las fotografías pertenecen al álbum familiar de la autora 15
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A un tiro de piedra Manuela
Vicente
Siempre había sido una niña distraída...
Sucedió un aciago día de invierno. Digo lo de aciago porque en clase de lengua justo acabábamos de descubrir que esta palabra significa infeliz, infausto. Con nuestras mochilas a la espalda retomamos el camino hacia el pueblo y al llegar a la mitad del trayecto, cuando ya se divisaban las casas blancas con sus chimeneas tiñendo el cielo de gris, nos dimos cuenta de que faltaba Elvira, la más pequeña de los hermanos. Fue Tomé el que dio la voz de alarma y todos arrojamos las carteras al suelo para volver tras ella. La llamamos a gritos y nos dividimos para buscarla. Entre los cuatro, peinamos toda la zona y no dejamos arbusto sin rastrear, pero no encontramos señales de Elvira. Siempre había sido una niña distraída, y era tan delgada que casi podía verse a través de su cuerpo. Llegamos a casa desconsolados, llorando a moco tendido. Papá, que sintió nuestro llanto, nos salió al encuentro desde el cobertizo, llevándose las manos a la cabeza al notar la ausencia de nuestra hermana. —¿Cómo pudo pasar esto? —no hacía más que preguntar.
Aquella noche, alguien tiró una piedra a los cristales de mi ventana: —No se lo digas a nadie, Juan —pidió una niña tan transparente que a través de ella pasaba la luz de la luna—. Solo quería jugar a ver si me encontrabais, pero ni yo misma pude hallar el camino de vuelta.
Manuela Vicente Fernández (Viana del Bollo, Orense España) Facebook: manoli.v.f Blog: www.lascosasqueescribo.wordpress.com 16
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Crónica de la luna vencida
Antonio
Bolant
«Si llega la lluvia, sus vívidas puntadas se inyectarán en la tierra inhabitada, ahogando la última muerte, alumbrando la primera vida».
I Aquel amanecer de inicios de primavera se despertó nublado. Hacía un buen rato que había salido a buscar hierbas y raíces que repondrían la despensa medicinal asignada a mi cargo, cuando las nubes cumplieron su amenaza y un repentino aguacero me obligó a buscar refugio en un abrigo de rocas. Allí la encontré, tras unos arbustos, moviéndose con torpeza entre los cadáveres de su familia. Aquel asomo de vida peleaba a muerte por las póstumas gotas de calostro que la lluvia diluía en los pezones de su madre inerte. Aún conservaba parte de la placenta compartida con sus hermanos, arrojados ya muertos a la estepa, como un maternal manto de despedida extendido antes del malogrado parto, pero que empezaba a
marcar con delatores aromas la senda del hambre de los depredadores. Por suerte, o quién sabe si por la lluvia, fui el primero en percibir el olor de un alumbramiento que tiró de mí y me atrapó con la adherencia de un vínculo. Con cuidado, recogí a la pequeña loba y la acomodé entre mis brazos mientras mis labios pronunciaban sin pensar la palabra Kuna, «nueva vida» en mi lengua. En ese momento, cesó de llover. Conocía muy bien la sensación de crecer sin familia; mi padre se había encargado de ello. Nunca ocultó la amargura de haber salido perdiendo en mi parto, el mudo reproche de no ser yo quien ocupara la tumba de mi madre, de su compañera. No soportaba que un alfeñique enclenque le hubiera arrebatado 17
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el calor a sus noches y la luz a sus días, y un cazador inútil quedara para avergonzarle como un incomprensible estigma de los dioses. De no ser por Shatnûr, el viejo chamán de rostro inexpresivo y aspecto circunspecto que me acogió y cuidó, mi infancia hubiera sido imposible; sólo él podía enfrentarse al gran líder y reprobarle que dudara de los designios trazados tras las circunstancias de mi nacimiento. Shatnûr fue mi maestro, mi mentor. Me infundió confianza y me enseñó a respetarme a través del respeto hacia el otro, fuera hombre o bestia. Defendía que toda vida tiene un propósito, que la mía era una coordenada boreal en el atlas del destino. Entonces no comprendí qué quiso decir. Llegué al poblado con Kuna en brazos ante la visible aprensión de quienes me cruzaba. Aunque mis congéneres estaban acostumbrados a ignorar mis idas y venidas, no pasó desapercibida la presencia de una loba recién nacida, de una alimaña. Shatnûr la acogió de buen grado y con su ayuda la lobata salió adelante. Pero los recelos del resto, lejos de calmarse, estallaron a las pocas semanas con los primeros alborotos del juguetón cachorro. Ni la intermediación del influyente chamán evitó la tajante orden de deshacerme de «la bestia». Me la llevé pensando en la manera de desobedecer a mi padre y decidí ocultarla en una pequeña gruta entre los recovecos de unas grandes rocas. Kuna comprendió con rapidez la situación y aprendió la importancia de la espera. Durante la noche, aguardaba a que se colara el alba cuando apartaba la piedra con la que protegía la entrada. Durante el día, me esperaba paciente mientras cazaba pequeñas presas, ayudado de torpes trampas que fui perfeccionando con la práctica. Una infancia de soledad desarrolla la observación y agudiza la percepción del entorno, lo que me resultó 18
muy útil para cuidar de ella. A finales de verano, se había convertido en una espléndida loba, y yo, sin apenas darme cuenta, había adoptado una nueva vida. II En ese tiempo aprendimos a cazar juntos, como si de un juego se tratara. Nos ocupaba la mayor parte del día tender emboscadas a roedores y aves de vuelo corto. Eran escurridizos, pero a base de errores averigüé las debilidades que nos daban ventaja. Cada vez fallábamos menos, cada vez éramos más letales. Resultaba una actividad tan excitante que, en algún descuido, nos acercarnos demasiado al poblado y alguien debió de vernos. Mi padre estalló en cólera. Semejante desobediencia fue el agravio definitivo, la última deshonra de un hijo vergonzante cuyo intolerable acto de indisciplina le proporcionó el pretexto necesario para desterrarme a pesar de la proximidad del invierno. La gruta era demasiado pequeña, por lo que nos vimos obligados a buscar otro refugio en las estribaciones de las montañas que se alzaban sobre el horizonte. ¡Qué valor demostró mi joven compañera ante el umbral de aquella cueva ocupada por un león cavernario! El impresionante inquilino aceptó la provocación de sus gruñidos, cruzó el telón negro de la abertura y antes de abalanzarse, cayó aplastado bajo una avalancha de rocas que provoqué desde lo alto de la entrada de la que ahora era nuestra caverna. Conseguimos así una guarida amplia y sobre todo segura, donde el antiguo olor de su propietario y un fuego permanente mantenían alejadas a las bestias. Shatnûr me había mostrado el poder de los amuletos, de modo que, esa misma noche —en parte por protección, en parte por acercar su recuerdo—, me fabriqué un collar de garras de león que ya no abandonaría mi pecho.
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Entretanto avanzaba el otoño, prosperaban nuestros éxitos de caza; siempre pequeñas presas que Kuna levantaba de sus madrigueras y conducía a donde les esperaba un lazo, un foso camuflado o cualquier otra trampa de las muchas que aprendí a tender. Trabajar en equipo nos concedió una oportunidad frente a la intemperie. Pasamos de ser dos lobos solitarios a un tándem de espíritus audaces que se compenetraban a la perfección, más allá de la barrera de las especies. Fluíamos como torrentes sobre el viento que peina la estepa, como fuego que abraza al barro, fortaleciéndolo. Pareciera que los cuatro elementos se hubieran reunido en dos hijos de la tierra. Nos convertimos en compañeros inseparables de un viaje peligroso pero enriquecedor, casi amantes que compartían el mismo lecho, salvo en las noches de luna llena, cuando la dama blanca tiraba de su instinto con invisibles hilos de luz mortecina hacia la noche de sus congéneres. Tuve que aprender a controlar los celos provocados por el inevitable influjo que ejercía sobre ella, a esperar paciente su regreso tras el cese de los aullidos y, ya cercano el alba, sentir su agitación cuando se arrebujaba entre mi duermevela y la calidez del fuego de la caverna. III Con las primeras nieves, Kuna regresó embarazada. Sola, sin el macho que en su especie suele ayudar en la crianza. Quizá lo rechazara tras la cópula, quién sabe si por considerarme su único compañero; el caso es que parió una camada de cuatro crías en una larga estación donde la nieve cubría la práctica totalidad de la entrada de nuestra cueva y transformó los alrededores en un desierto inhóspito que congelaba la respiración. Aquel útero de piedra y fuego nos resguardó del inclemente tiempo, y el
acopio de bayas de otoño y carne desecada nos aseguró el alimento durante la lactancia de los cachorros. En las monótonas jornadas de cobijo, solía observar el baile de sombras que las umbilicales llamas tomaban de las siluetas de los lobeznos y proyectaban en las paredes como pinturas tiznadas en constante movimiento. Una de ellas llamó mi atención; la de Upalei. Le puse ese nombre por la escasa prominencia de su cara, excepcional en su especie y, a buen seguro, la culpable de que sus hermanos la relegaran de sus juegos. Desde un principio me sentí identificado con esa lobezna de hocico corto. Las gotas de agua que saltaban desde los témpanos anunciaron el final de un aislamiento interminable. Como en otras ocasiones que la nostalgia apretaba, me acerqué a hurtadillas al poblado para confortar mi abandono, pero las cosas no parecían andar demasiado bien. Además de un paisaje desolado, el 19
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invierno les había dejado una mella muy profunda. Me llamó la atención la escasez de carne ahumada y de pieles tendidas al sol, el deambular lánguido de la gente, la ausencia de humo de hoguera en no pocas tiendas y sobre todo el eco mudo del silencio, roto bruscamente por algún llanto infantil que reverberaba con un estruendo desgarrador encogiendo el aire en mi interior. Con el ánimo abatido, volví con la manada envuelto en una pesadumbre que se mitigó al momento de ser recibido con los honores de un cabeza de familia. IV Poco a poco reanudamos la actividad interrumpida por el tiempo helado. Mientras jugaban y se fortalecían, los cachorros aprendieron a encaminar pequeños animales hacia mis trampas. Ellos me consideraban el líder de su manada y solían mantener una equilibrada distancia entre confianza y pleitesía que desaparecía cuando abrazos y caricias tomaban el relevo. Pero con Upalei esa distancia se diluía; sentía una inevitable predilección por ella que le significó ante sus hermanos y le comportó sus respetos alos celos parecen ser
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patrimonio de los humanosa. A excepción de Kuna, sólo a Upalei permitía compartir mi lecho de pieles. Su madre presentía su singularidad y aceptaba ese lazo invisible que nos mantenía unidos. El invierno siguiente superó en dureza al anterior; no por la crueldad del intenso frío, sino porque, tras la última luna llena del otoño, Kuna no regresó. Y el frío pasó adentro, derribando los pilares de su compañía. Y un espeso quebranto cubrió de llanto los anocheceres imperdonables que me dejaron suspendido sobre las abisales fronteras del desmoronamiento. Upalei tironeaba de mí, tratando de proporcionar un asidero al desconsuelo en un intento desesperado de sostener mi cordura y dirigirme hacia a la manada olvidada. Tuve, tuvimos que aprender a vivir sin ella, pagando el peaje que la muerte cobra hasta hacer rebrotar la existencia que se había atascado en la ponzoña de mi interior. La gélida estación se marchó, aunque ya nunca lo haría del todo. Reanudamos las jornadas de caza cargados con los escombros de su ausencia, como una manada de lobos fuerte y unida, siempre unida salvo en las dolorosas noches de luna llena, cuando la fulgente ladrona volvía a tirar del títere instinto, deján-
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dome colmado el recuerdo y saciado el resentimiento hacia su inhóspito influjo que me dejó sin compañera. Por primera vez, sentí el odio del que culpa. Por primera vez, comprendí a mi padre. V El tiempo estaba cambiando. Los veranos no lograban sacudirse del todo el frío dejado por los largos inviernos. La vegetación mermaba y los grandes mamíferos que lograron sobrevivir migraron en busca de pastos suficientes; el hambre irrumpió en el poblado. Los hombres, grandes cazadores de bisontes y bueyes almizcleros, se vieron obligados a rasgar la piel de la gran madre buscando madrigueras con más desesperación que pericia. Los escasos resultados eran a menudo insuficientes para una desnutrición que no se marchaba y que sesgaba primero fuerzas y después vidas. Necesitaban ayuda, necesitaba ayudarles. Shatnûr me había enseñado que luchar por razones que tienen sentido hace que la posibilidad de perder merezca la pena. Así, en un amanecer otoñal, cubierto de niebla e incertidumbre, entré en el poblado aferrado a una antorcha. Las caras de sorpresa se desencajaron cuando tras de mí brotaron de la bruma cuatro grandes lobos arrastrando sendos camastros repletos de piezas de caza, pieles y carne desecada. Despacio, mientras los famélicos brazos que sujetaban arcos y lanzas se destensaban, recorrimos cada una de las tiendas que establecían el perímetro del asentamiento. Repartimos la carga y, sin romper el silencio, nos adentramos de nuevo en la niebla. Algunos pasos después, fuera del alcance de las miradas, tomó forma el cuerpo de Shatnûr difuminado entre el vaporoso gris. Se acercó sin decir nada y colocó su mano derecha sobre mi pecho al tiempo que la izquierda se posaba en el suyo. Pude escuchar las palabras de su
corazón que latían en nombre de todo un pueblo. Pude sentir los abrazos en cada sístole, la rotunda gratitud de las diástoles. Luego, se agachó sin vacilar frente a Upalei para acariciarle la parte ventral del cuello. Ante mi sorpresa, ésta le respondió lamiéndole el rostro. Se enjugó, se levantó y desapareció. VI Antes de cada amanecer del séptimo día repetíamos el recorrido como un ritual y la gente nos observaba a distancia con una mezcla de gratitud y recelo. Pasábamos como un río manso que empapaba la tierra seca y del que nadie se atrevía a beber. Hasta que, en el quinto amanecer, mi padre salió de su tienda y se dirigió hacia nosotros. Desconcertado, indiqué a los lobos que se detuvieran. Se situó delante de mí, me miró brevemente y paseó con ostensible incredulidad las yemas de sus dedos por cada garra de mi collar. Después, tomó unos instantes mis hombros entre sus manos y sin mediar palabra regresó a su tienda. Aquella fue su forma de darnos la bienvenida. Con un simple gesto había calmado las aguas turbulentas. A partir de entonces, nuestras llegadas se convirtieron en una celebración. Las visitas se hicieron más frecuentes y duraderas, aunque no siempre trajéramos comida. Los niños y los lobos no tardaron en congeniar, acostumbrados como estaban estos últimos al contacto humano que los pequeños no escatimaban. Para mí, esta situación significaba sortear por fin un pasado impenetrable; un niño sin familia que ya de hombre el destino parecía compensarle con dos. VII Una noche en que la redondez plateada lucía sobre un nítido manto de estrellas, cuando los lobos habían acudido a entremezclar sus cuadrúpedas sombras bajo su luz, Shatnûr, con su inexpresivi21
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dad habitual, me tomó del brazo y me condujo con turbadora solemnidad a la tienda de mi padre. Sin mover un músculo de la cara, me señaló la entrada y se alejó. El anciano guerrero estaba sentado en el centro del gran cono de pieles ensimismado en el crepitar de una hoguera amansada; pareciera que el humo de sus pensamientos volara hacia la abertura de la cúspide truncada para pintar en el lienzo estrellado una segunda vía láctea. Se levantó con lentitud, indicó que me acercara y me entregó cuidadosamente un objeto largo envuelto en piel de león. Se trataba de un hacha tallada, la que le entregó mi abuelo al cruzar la niñez, la herencia de decenas de generaciones, el nexo con mis antepasados. Por primera vez, buscó mi mirada para quedarse en ella mientras yo sostenía tembloroso su posesión más valiosa. Nunca me había sentido tan próximo a él. Esa mirada irradiaba, sobre un silencio ensordecedor, la admiración por el hombre en el que me había 22
convertido y la inmensa gratitud por calmar la hambruna de su pueblo, de nuestro pueblo. Me invitó a que me sentara y la conversación fluyó como agua que se filtra entre las rocas para buscar un lecho. Pude notar bajo la vieja lumbre de la arrogancia las ascuas del arrepentimiento. Esa noche, en su tienda, dormí en paz con el pasado. Esa noche me reconcilié con mi padre. A veces, los errores, latentes bajo el implacable poso del tiempo, encuentran cauce en lo sombrío. El hombre, al masticar su orgullo antes de tragárselo, consiguió no perderse el respeto a sí mismo, pero para el altivo jefe, haberse dejado cegar por el dolor que la muerte inflige y saldar la rabia con el destierro de quien les había salvado la vida, suponía mucho más que asumir una equivocación; le aplastaba el convencimiento de haber fallado a su pueblo. Así, aplicándose implacables leyes ancestrales, mi padre se marchó antes del amanecer, para siempre. Sólo encontramos su cetro de mando en la entrada de la tienda del miembro más anciano del consejo y su penacho de plumas tendido junto a mí. VIII Finalizado el verano, regresamos de nuevo a nuestro refugio de piedra. Necesitábamos prepararnos durante el otoño para que el invierno nos concediera la oportunidad de volver. Fue un tiempo frío de impaciencia y agitación en el que la danzante hoguera destilaba la evocación de la inolvidable mirada de mi padre, de las acogedoras voces de la gente; donde las tiznadas paredes no dejaban de murmurar la ausencia de Kuna. Traté de asimilar los acontecimientos que habían entrado a borbotones desde aquel primer encuentro bajo la lluvia y que me habían arrastrado entre dos mundos contrapuestos que ahora parecían querer confluir. Era consciente
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de que el reto de sobrevivir en este páramo blanco me había dado un lugar en la tierra, pero en mi interior se abría paso el deseo de vivir entre mi pueblo, algo que sabía imposible sin la compañía de los lobos. Con el inicio del deshielo, nos acercamos al poblado no sin cierta incertidumbre que se deshizo con rapidez ante la calidez del recibimiento. Reanudamos la convivencia con el propósito de convertir cada instante en un punto de encuentro. Ocupé mi tiempo en enseñar a los cazadores a elaborar trampas y a cazar junto a los lobos. Con cada pieza cobrada, el trabajo en equipo se volvía más fluido, más espontáneo. Poco a poco, los hombres fueron confiando en ellos hasta dejar atrás los recelos. Los niños estaban encantados con sus compañeros de juegos y las expresivas miradas de las mujeres desbordaban alivio. Aquellas gentes, mi gente, se convirtieron en nuestro hogar y nosotros dejamos de ser sus invitados; el invierno siguiente, como los sucesivos, ya no regresaríamos a la cueva. IX Relumbraba el último plenilunio de la tardía primavera. Liberada del velo oscuro de las nubes que la merodeaban, la luna reapareció como blanca partitura sobre un negro atril abovedado. Parecía desafiar a la luminosidad de la gran hoguera alrededor de la cual todos estábamos reunidos, como solíamos, tras la puesta de sol.
Los lobos se sumaron de inmediato al coro de los aullidos y salieron con prisa hacia la tenue oscuridad, solo que, antes de diluirse entre las sombras, Upalei aminoró la carrera hasta detenerse. Durante unos instantes permaneció plantada ante la estela plateada de sus hermanos. Yo la observaba sorprendido. Notaba bajo su pelaje el intenso forcejeo entre su voluntad y el atávico influjo que tiraba de su piel. La mía se había erizado pellizcada por el tiempo paralizado. Era una lucha desigual, como las que obligan a derrotar imposibles, pero esa loba atesoraba la entereza de la que no teme construir. Por fin, tras unos momentos encarnizadamente sostenidos, Upalei se sacudió la tensión acumulada, se giró con parsimonia y trotó hasta donde me encontraba, en busca del calor de la hoguera. Y allá arriba, parásita, codiciosa, vencida, quedaba la luna suspendida. En esa ocasión, como en otras muchas, Upalei eligió la compañía humana, como también harían los descendientes de sus hijos. Con la piel aún erizada, hundí mi mano en el pelo de su lomo y sentí la misma sensación, la misma sacudida que tiró de mí la primera vez que encontré a su madre. Entonces reparé en Shatnûr, que no había dejado de observarnos. Tal vez fuera mi imaginación o el baile de las llamas en su hierático semblante, pero me pareció advertir una especie de mueca que bien pudiera parecerse a una sonrisa.
Antonio Bolant Rodríguez (Requena, Valencia España) Twitter: @contuitero
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Siguiendo el programa Luisa
Hurtado Eran los elegidos para vivir o las traidores que habían huido...
Los padres de los padres de los padres de de los humanos humanos que que transporto transporabandonaron un díaunla día Tierra, un plato abandonaron la Tierra, netaplaneta herido herido de muerte en el que un de muerte en ya el era imposible vivir. Ellos tomaron que ya era imposible vivir. Ellos touna decisión difícil: hipotecar sus vimaron una decisión difícil: hipotedas y sus las devidas las generaciones les car y las deque las seguían por una esperanza, generaciones que simple les seguían por o una quimera. una promesa simple esperanza, una promesa Navegamos o una quimera. juntos desde entonces, Navegamos yo he sido juntos testigo desde mudo entonde su largoyoviaje de sutestigo evolución. ces, he ysido mudo de su Enviaje un principio los Primeros, aún largo y de su evolución. conEn el recuerdo de su planeta natal en un principio los Primeros, la retina, toaún con transmitieron el recuerdo dea sus su hijos planeta do lo que supieron: la vi-a natal en lapudieron retina, ytransmitieron da hijos y la todo muerte, éxitos yy sulos sus lo quelospudieron errores, la belleza horror,losdudando pieron: vida y lay elmuerte, éxitos entre silaeran los elegidos para vivir ysiempre los errores, belleza y el horror, duo las traidores habían huido codando siempreque entre si eran los cuando elegidoslaspara sas se opusieron feas. Pero hombres y mujevivir las traidores que aquellos habían huido cuando las res hace mucho que y el espacio es cosas se pusieron feas. desaparecieron, Pero aquellos hombres y mujeoscuro frío, noque haydesaparecieron, puntos azules eny elél espacio y es difícil distinres hacey mucho es oscuro unanoestrella de otra. azules en él y es difícil distinguir una yguirfrío, hay puntos Los dehijos de los hijos de sus hijos han leído en mi memoria todo estrella otra. lo Los que hijos fue, pero se sienten abandonados un destino de los hijos desolos, sus hijos han leídoy presos en mi de memoria todoque lo no han Oigo su enojo en mis pasillos. a creer que fue,podido pero seelegir. sienten solos, abandonados y presos Han de unempezado destino que no
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Rocinha
Asun
Paredes
Los chicos de la calle lo rompieron de una pedrada una noche...
Sonia se levanta con cuidado de no despertar al niño, que duerme en el catre a sus pies. João se revuelve en la cama, se ha pasado toda la noche roncando e inundando la pieza de un hedor a cerveza barata y a cachaza a medio digerir, gruñendo cuando el bebé lloriqueaba y ella lo tomaba en brazos para darle de mamar. Sigue haciéndolo, aunque sus pechos están cada vez más vacíos, porque le gusta notar el calor de su cuerpecito junto a ella. El resto del 26
día comerá yuca y batata cocida, con suerte algunas tiras de carne seca, hasta que ella regrese por la tarde. En el cuartucho de las hijas, Sandra tiene un golpe de tos silbante, los últimos días parece que está peor del pecho. Sonia la arropa con la manta raída, maldiciendo el aire frío y húmedo del amanecer que se cuela por el ventanuco sin cristal. Un mes hace ya desde que los chicos de la calle lo rompieron de una pedrada una noche, para llamar la aten-
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ción de Teresa y hacerla salir a la puerta en camisa de dormir. Un mes pidiéndole a João que lo repare, sin ningún éxito. No se lo reprocha. Desde que lo despidieron de la fábrica se pasa el día en la taberna y ya ni siquiera la toca cuando ella se acuesta pegada a su costado, buscándolo para sentirlo cerca. Se viste casi a oscuras en el baño porque otra vez se ha vuelto a fundir la bombilla del techo, mientras escucha a Teresa canturrear, limpiando los cacharros de la cena. Ella siempre está alegre, como si tuviera una vida de parranda diaria y de hortensias en el jardín. Toman juntas el café migado con pan duro, sentadas a la mesa; la muchacha repasando en voz alta la faena que tiene pendiente, la madre calculando en silencio cuánto tiempo más vivirá bajo su techo. En la calle, un perro sin dueño sigue a Sonia camino de la parada del autobús, allí donde acaba la maraña caótica de la favela. Todos los días la acompaña un tramo. A veces consigue un mendrugo, la mayoría nada, como hoy. Dos paradas y llega al barrio residencial; tres cuadras más allá, a la mansión. La mucama abre la puerta de servicio, con los ojos aún somnolientos de la persona que duerme en una cama cómoda y no tiene prisa por madrugar.
Sonia va directa a la cocina, donde empieza preparando los desayunos para la familia a la que nunca ha visto, continúa lavando a mano las sábanas de hilo, frotándolas con limón y tendiéndolas en el patio al sol para blanquearlas, fregando de rodillas las escalinatas de mármol y abrillantando las bandejas de plata, donde los fines de semana se sirven manjares de los que ella ni siquiera conoce el nombre. Por la tarde, el autobús de vuelta va cargado de hombres y mujeres que regresan a su vida con unas pocas monedas en el bolsillo, las justas para sobrevivir hasta el día siguiente; de niños que no han aprendido más allá de las primeras letras, lo justo para leer el nombre de sus ídolos en los carteles ajados del último mundial; de adolescentes que serán desfloradas detrás de una tapia, de pie y sin preámbulos, con la dosis justa de amor para fundar una nueva familia; de muchachos que llevan encima su primera pistola, con la cordura justa para no vaciar el cargador sobre cualquier pandillero que les corte el paso; de viejos que esquivan a la muerte mendigándole un poco más de tiempo, el justo para mostrar a sus hijos el camino circular que seguirá recorriendo el clan, eternamente, hasta el final de los tiempos.
Asun Paredes (Sevilla España) Facebook: asuncion.paredes.5 Blog: mirelateria.blogspot.com.es
Fotografía de la autora 27
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La asesina
Patricia
Richmond La venganza es un motivo justo —admitió con respeto...
Había visto de todo en mil batallas, pero se quedó atónito al contemplar un hada diminuta durmiendo sobre el pomo de su espada. Era tan pequeña, tan bella, tan frágil que, temiendo romperla, sopló suavemente sobre su cara y la despertó. Ella abrió los ojos. Unos ojos azules como el brillo del acero recién bruñido que le golpearon la coraza y le transportaron, durante unos segundos, a la herrería en la que pasaba las tardes de pequeño, 28
soñando con las espadas que el herrero forjaba para la guardia del rey. Y sonrió. Mientras seguía contemplando, fascinado, al hada, ella bostezó, estiró los brazos y extendió sus alas transparentes, que vibraron con un zumbido musical. Miró desorientada a su alrededor, se levantó enfadada, sosteniéndole la mirada, y resbaló. Cayó de cabeza, pero él reaccionó a tiempo y la alcanzó al vuelo con su mano enguantada. Ella carraspeó muy digna, se arregló el
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vestido y le dio los buenos días con la voz más dulce que había escuchado jamás. La dejó delicadamente sobre la hierba y se sentó a su lado. La saludó educadamente y se presentó, esperando que ella hiciera lo mismo. —Sé quién es y he venido a matarle, señor —le dijo por toda presentación. Desprevenido, rió con carcajadas sonoras y rotundas que a ella no le causaron ninguna impresión. Se acercó a él y voló hasta su rodilla, donde se posó altanera, con los brazos cruzados. —No parece sorprendido —le espetó despectivamente. —No llevo la contabilidad de mis atrocidades, pero seguro que tienes una buena razón —le contestó divertido. Había perdido la cuenta de las batallas en las que había participado desde el día en que, orgulloso, había hecho el juramento de servir al rey como único señor al que guardar. Fue el último día de su vida en que se había permitido un sentimiento de emoción al ver cómo corrían las lágrimas por el rostro de su madre al despedirle. Recordó sus últimas palabras: «No hagas nunca nada de lo que puedas avergonzarte». Jamás había calculado cuántos podían ser los que habían caído bajo el filo de su acero, pero tenían que ser centenares. Sabía que los juglares cantaban sus proezas por las ferias y que la leyenda de su ferocidad le precedía, por lo que, al paso de su ejército, sólo encontraba aldeanos asustados a los que podía saquear de camino a la siguiente contienda. Eso había inflado los sacos de su fortuna y de su vanidad y, aunque sabía que los jóvenes caballeros aspiraban a su puesto de mando y presionaban para que el rey le otorgara ya el retiro, esperaba seguir en activo todavía durante muchos años más. Dejó sus cavilaciones cuando ella tosió para reclamar su atención y preguntó al hada con verdadera curiosidad
cuál era el crimen que le hacía merecedor de su castigo. —Quemó mi bosque y no quedó ni una brizna de vida entre sus cenizas. Ningún mal le habíamos infligido, señor, pero lo arrasó sin compasión, sin escuchar los llantos y súplicas de los mayores ni de los niños indefensos. Los mató a todos, atacando de noche, sabiendo que no éramos guerreros y que no manteníamos vigilancia, pues ningún mal esperábamos. E incendió las casas, los campos y el bosque que para nosotros era sagrado. —He arrasado tantos villorrios que no recuerdo cuál pudo ser el tuyo. ¿Era diferente en algo? —Mi pueblo, señor, era mágico. Vivíamos prestando nuestra sabiduría para curar las enfermedades de nuestros vecinos, las del cuerpo y las del alma, con nuestras pócimas y encantamientos. Todos nos querían y respetaban. —Pero a ti no te maté. —Había salido a visitar a una anciana de un poblado alejado que llevaba días consumiéndose por las fiebres. Cuando volví sólo encontré las cenizas de lo que había sido mi hogar. Y en ellas encontré las huellas y los rastros que me han guiado hasta el sádico asesino que va a pagar por su crimen. Él recordó la visión de un círculo de casitas en el claro de un bosque. Y que les había costado muy poco tiempo dejarlo reducido a escombros, ante la sorpresa de sus pequeños y dormidos habitantes. —La venganza es un motivo justo —admitió con respeto— pero debo hacerte una crítica. No deberías haberme avisado, ahora estoy prevenido e iré siempre un paso por delante de ti. Ella saltó y voló de nuevo hacia el pomo de su espada. —Quería darle la oportunidad de arrepentirse y pedir perdón —le explicó mirándole fijamente a los ojos. 29
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—Te pido perdón, pero no puedo arrepentirme. La magia era un riesgo para mi reino y recibí la orden de exterminarla. Sin contemplaciones. La cogió con delicadeza y la apretó dentro de su manaza mientras volvía a recordar las palabras de su madre. Una lágrima resbaló por su rostro hasta quedar enterrada en la barba que escondía las arrugas de su alma, en la que algo acababa de quedar muerto para siempre.
Patricia Richmond (Zaragoza España) Blog: patriciarichmond.blogspot.com Twitter: @PatriciaRichm_
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Pequeñas revoluciones Ángel
Saiz Mora
Es cierto que le vi llegar, pero no imaginé todo lo que traería consigo aquel hombre...
Los metros cuadrados en los que invertí ahorros e ilusión se volvieron opresivos. La tienda, donde puse tanta entrega y esmero, llena de bolsos sin vender, languidecía con su dueña dentro, una evidencia acrecentada a diario, igual que mi soledad. Aquella no era una crisis pasajera, sino una tendencia llegada para asentarse, sin que nadie la hubiese convocado. El infortunio vino propiciado por un simple gesto. La realidad, siempre dispuesta a acoger cualquier cambio, ese día pisó el acelerador sin consideración a las víctimas que pudieran producirse. Es cierto que le vi llegar, pero no imaginé todo lo que traería consigo aquel hombre, acompañado de un enorme bulto que manejaba con una ligereza
inaudita. El que estaba a punto de convertirse en mi competidor desleal extendió una manta sobre la acera. Con sumo cuidado y hasta con gracia, dispuso uno a uno, de forma equidistante, todos los complementos. Marcas conocidas, otras más exclusivas, no faltaba de nada. Tuve que reconocer de manera dolorosa que su material de imitación apenas se distinguía del mío, salvo en unos precios llamativamente más bajos. Al principio no le di la importancia que debiera, pensé que sería algo pasajero, pero allí estaba desde primera hora y hasta el atardecer, dueño de un atractivo del que no parecía ser consciente. El gesto amable, la ligereza de movimientos, el trato exquisito, conformaban un conjunto de seducción superior a cual31
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quier campaña de marketing. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, estaba lejos de una imagen de personaje marginal. Era un hombre limpio, vestía de forma sencilla, no necesitaba mayor preparación que la que tenía para destacar, dotado de un halo de dignidad natural fuera de lo común. Podría decir que poco a poco, de forma casi imperceptible, se apropió indebidamente de mi legítimo territorio con su mercado potencial, por el que yo pagaba puntuales y exigentes impuestos, pero faltaría a la verdad. No fue algo lento o gradual. De una manera inaudita, las antiguas clientas me relegaron de inmediato; las nuevas también encontraban su oferta mucho más atrayente que la mía. Poco importaba que yo llenase el escaparate con grandes letras rojas que hablaban de descuentos y ofertas, o que sacara los bolsos a la calle en vistosos expositores para que entrasen por los ojos de los viandantes. Nada podía competir con sus regateos, un juego en el que fingía perder en beneficio de sus compradoras, cuyo número aumentaba de forma vertiginosa. Él y sus casi dos metros de simpatía pasaron a formar parte del barrio. El buen hacer del africano había conquistado la zona, era un príncipe sin corona en un reino compuesto por unas cuantas manzanas, un parque muy cuidado y extenso, además de un laberinto de callejuelas delimitadas por una carretera general. No había vecino que no le conociera, sin importar en qué punto tuviese su residencia. Acostumbrada a lidiar únicamente con la ley de la oferta y la demanda, pronto comprendí que él jugaba en una división aparte, que pertenecía a un universo paralelo al que yo no tenía acceso, que siempre llevaría las de ganar. La inactividad forzada alargaba las horas de forma angustiosa. Enferma de tedio, recorría de un extremo a otro el 32
interior de mi comercio mientras esperaba inútilmente que la puerta se abriese. En mis ensoñaciones recordé el concepto «revolución», sin duda aprendido en el colegio, en el sentido de cambio brusco sobre lo establecido. La francesa, la rusa, habían modificado el mundo desde sus cimientos. Yo sólo era una simple tendera, ubicada en un barrio lleno de encanto, apenas un punto dentro de una masa enorme, pero había sufrido una transformación repentina y no precisamente para bien, toda mi existencia conocida se tambaleaba. Al fracaso laboral se unió la frustración privada. Nadie me esperaba al llegar a casa. Mis amigas, todas emparejadas, hacía tiempo que no contaban conmigo. Vacío era el término que mejor me definía, tanto en la tienda, que pretendí que fuese una prolongación de mi misma, como en el propio interior, bajo un fondo de noches agrias, sin saber lo que era una caricia. La ley estaba de mi parte, pero por algún motivo sentía cierto pudor ante la posibilidad de actuar contra aquel vendedor de engaño. Finalmente, superé recelos y me dirigí al ayuntamiento para denunciar su actividad ilegal. Nunca quise perjudicarle, pero debía ganarme la vida. De seguir así, más pronto que tarde tendría que cerrar el local, despojarme de todo anhelo y sucumbir al fracaso. Decidí luchar. Hablé con varios funcionarios y rellené un impreso. Me dijeron que lo estudiarían. Una pareja de agentes municipales se personaron en la zona pocos días después. Mientras daba el cambio a una señora él detectó a mucha distancia la amenaza que se acercaba. Fui testigo de cómo tiró con rapidez de un sistema de cuerdas, burdo, pero efectivo. La tela gruesa que tapizaba el suelo se cerró sobre sí misma, igual que una flor al anochecer. En cuestión de segundos doblaba la esquina con el fardo al hom-
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bro. Los uniformados le dejaron marchar. Se había cumplido el objetivo. No me produjo satisfacción ser espectadora de esa escena, aunque fue grato que antes de cerrar recibiese varias visitas y consiguiera algunas compras, que aliviaron un poco mi preocupante situación económica. Las cosas no podían ser tan fáciles. A la mañana siguiente hubo alguien que madrugó más. Estaba claro que no iba a rendirse a la primera, yo tampoco. Me acerqué hasta él con paso decidido. Estaba enfurecida, pero su mirada desarmó toda mi cólera. No trató de venderme nada. Sabía de sobra quién era. En un castellano básico, compuesto de monosílabos, pero comprensible, me explicó las penurias de los habitantes de su país, el peligroso viaje, los obstáculos que había encontrado, cómo enviaba algo de dinero a su madre y hermanos pequeños. Un panorama melodramático que quizá otra persona hubiera juzgado excesivo, un ardid ideado para dar lástima, pero nada hacía pensar que no fuese sincero, como lo eran las lágrimas que derramé en la tienda, donde por una vez, agradecí que no hubiera nadie. Estaba confusa, bajo un torrente de sensaciones nunca experimentadas antes. Eché de menos aquel tiempo, que ya parecía lejano, en el que ese individuo no estaba en mi vida. Hubiera dado cualquier cosa porque todo fuese como antes, más sencillo. Las jornadas posteriores transcurrieron en un interesante equilibrio. Algunos días los municipales no se dejaban ver. Otras veces hacían varias rondas. De esta manera, alternativamente, ganábamos los dos; a mí me llegaba lo suficiente para sobrevivir con alguna penuria, imagino que a él también. Lejos de considerarle un serio problema, de querer perderle de vista y desearle todo mal, cuando estaba unas horas o un día sin vislumbrar su imagen a través de
las lunas del escaparate echaba en falta su presencia, algo que no hubiera reconocido ni bajo tortura. Los agentes nunca corrían tras él, ni ponían más interés del justo en evacuarle de la calle. No era necesario, al detectarles, se evaporaba durante horas. Parecía haber un acuerdo tácito, un pacto no escrito entre todos en aras a una mínima convivencia. No es que estuviese conforme, pero al menos suponía un soplo de aire fresco para alguien que se asfixiaba. La realidad sabe mantener en vilo a las personas. Cuando parece haberse alcanzado una cierta armonía, bajo un juego proporcionado de contrapesos, ha de ocurrir algo que altere las cosas. Esta vez vino de la mano de la autoridad. Unos policías muy jóvenes, recién llegados al distrito, tal vez deseosos de hacer méritos, acorralaron al vendedor ambulante después de salir ágilmente de un coche patrulla. Lucían gafas de sol y chalecos reflectantes, mantuvieron la mano cerca de la porra reglamentaria sin llegar a esgrimirla al no hallar resistencia. La superioridad numérica cerró todos los huecos al mercader, cuyo desarrollado sentido de alerta no funcionó a tiempo esta vez, tampoco fue advertido por otras personas, como en tantas ocasiones había sucedido. Todo le fue requisado, hasta la manta con el sistema de cuerdas. En realidad tuvo suerte de que no le detuviesen. A ello puede que contribuyera el corrillo de gente que se formó alrededor, que rogaron fuese bien tratado y proclamaban que era un buen hombre, una opinión unánime, con la que no pude por menos que estar de acuerdo, aunque en mi caso, cobardemente, no llegase a abrir la boca en su defensa. En el suelo, hecho un ovillo, ahogado dentro de un charco de lamentos, recibió el consuelo de numerosos vecinos. También monedas y hasta algún bocadillo, que no pudo probar con el estóma33
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go cerrado por la congoja. Aún hoy no comprendo qué me impulsó a invitarle a entrar en mi establecimiento, una simple acción que contenía un giro drástico respecto a la manera habitual de comportarme. Aunque estaba roto, no me pidió nada. Dos paquetes de pañuelos de papel se consumieron bajo sus lágrimas, otro lo gasté yo sin que me viera. Trabajador, apuesto y también sensible. Le entregué la recaudación de una semana, más algún dinero más que extraje del cajero. Así pudo liquidar cuentas con los suministradores de sus enseres falsos. La legalidad había vencido. Aquello parecía el fin de sus actividades ilícitas, también el inicio de una incertidumbre. Ya le veía arrastrado por las calles, o presa segura de alguna mafia. Me sentí culpable. Al principio traté de justificarme: «O él o yo», repetía varias veces para mis adentros, como si con ello se restableciese algún orden natural, pero su imagen desmadejada echaba por tierra toda teoría o frase hecha. Si alguien merecía una oportunidad, era él. Después tomé la mejor decisión de mi vida. El negocio es ahora más rentable que nunca. Buena culpa de ello la tiene alguien colmado de encanto bajo una piel de ébano, mi empleado y algo más, que con su sonrisa de marfil ha hecho brotar la mía.
Ángel Saiz Mora (Madrid España) Twitter: @ASaizMora Facebook: www.facebook.com/angelsaizmora
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La Posada de las Almas Raúl
Garcés Hasta un tipo sin escrúpulos como yo se rige por ciertos principios...
La calle de San Pablo era un constante ir y venir de personas. Las veía pasar por delante de la fachada ignorando el viejo portón de madera del que pendían dos aldabas en forma de anillas y el llamativo escudo donde unos condenados ardían en el Fuego Eterno. Fue allí, en la fonda más antigua de la ciudad, donde Eduardo Jimeno Correas reveló su Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza, filmada con el cinematógrafo Lumière y considerada por muchos la primera película española, al haber sido fechada en octubre de 1896. Apuraba un cortado ante la amplia cristalera de la cafetería mientras alternaba la vista entre el exterior y la sección de deportes de un periódico regional. Una única noticia acaparaba
toda la atención: la multitudinaria marcha de aficionados del equipo de fútbol local contra la gestión de los dirigentes del club. Acompañaban al artículo varias fotografías en las que podía verse una marea de gente ondeando sus bufandas y banderas blanquiazules mientras avanzaban por las calles de la ciudad. Mi cita se retrasaba y decidí pedir un segundo café. El dueño del bar me hizo saber que el diario que tenía entre mis manos no era el del día. Le aclaré que no importaba. Éste no pudo evitar una mueca de desconcierto, dudando tal vez de mi salud mental, al descubrirme leyendo la programación, ya ofrecida, por las diferentes cadenas de televisión. A mi lado descansaba aquello que 35
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debía entregar. Viéndolo así, sobre la silla, envuelto en un papel de regalo decorado con simpáticos personajes de Disney (no encontré nada mejor) nadie hubieses dicho que se trataba de algo de suma importancia, capaz de reescribir la Historia del Cine patrio. En el televisor mudo que colgaba de la pared, el informativo pasaba casi sin pestañear de los bombardeos en Oriente Medio a los vestidos que lucieron las actrices en la última entrega de los Goya. Me pregunté por qué decidieron bautizar a estos premios con el nombre de un pintor y cómo se llamarían entonces los galardones entregados a los más destacados artistas de la paleta. ¿Los Buñuel? Pero enseguida mi atención se perdió en los escotes de vértigo y las interminables piernas que iban desfilando por la pantalla. Con la irrupción de los anuncios, me entretuve entonces en imaginar el momento en que los operarios encargados de las labores de restauración del edificio, llevadas a cabo para acoger a los turistas de aquella exposición universal 36
sobre el agua, sacaron a la luz algo oculto durante tantos años. Seguro que la frase que pronunciaron en poco se asemejó a aquella célebre de Howard Carter cuando dio con la tumba de Tutankamón. Pero no por ello el instante tuvo que ser menos impactante. Y es que detrás de los ricos azulejos que decoraban la pared, hallaron un antiguo rollo de película rodada por Jimeno de la que se desconocía por completo su existencia. Y basándonos en las anotaciones que la acompañaban, sería anterior a la mencionada Salida de misa, incluso a la fallida Los pontoneros haciendo un puente, realizada también por éste semanas atrás. No era arriesgado suponer que el motivo por el que se decidió esconder esta cinta guardaba relación con su contenido: una protesta popular, con las calles zaragozanas como escenario, enmarcada en el clima de tensión y malestar que vivía el país (la Guerra de Cuba, las elecciones generales, el atentado de la Procesión del Corpus Christi y los Procesos de Montjuic) que las fuerzas del
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orden sofocaron de manera violenta. Dejar para la posteridad tan dramático episodio no sería precisamente lo que más pudiera agradar a las autoridades. Por suerte, tales hallazgos no se suelen valorar en su justa medida y no me fue difícil hacerme con él. Pero afortunadamente, existen personas que sí les otorgan la importancia que merecen, como el comprador con el que pude contactar y que aguardaba desde hacía tres cafés. Hasta un tipo sin escrúpulos como yo se rige por ciertos principios y he de decir que antes que a ningún otro, ofrecí la película tanto al Gobierno autonómico como al Ayuntamiento de la ciudad para que formara parte de su filmoteca. Pero éstos no parecieron estar dispuestos a realizar un esfuerzo económico a la altura que sin duda merecía. Una verdadera pena. Por el contrario, los dirigentes de la comunidad vecina, en cuanto fueron conocedores de dicho descubrimiento se apresuraron a ofrecer una más que interesante suma de dinero. Bien sabía que sus intenciones no era precisamente las de exponer tal adquisición en un museo como si se tratase de una de esas piezas
de arte sacro arrebatadas a los monasterios e iglesias oscenses, sino la de destruirla. Hacerla desaparecer como parte de la campaña promovida para afirmar que la primera película española fue filmada en tierras catalanas, la realizada por Fructuoso Gelabert, Riña en un café, en agosto de 1897. Tras tres cortados, una caña y un pincho de tortilla, continuaba sin tener noticias de mi cliente. Me considero un tipo de recursos y si el plan inicial me falla, como parecía el caso, siempre dispongo de una alternativa. Y ésta tenía forma de multimillonario coleccionista norteamericano. Supongo que el interesado buscaba con que acompañar al hermoso artesonado mudéjar adquirido tiempo atrás. En un momento dado consideré que ya había esperado más de lo que exige la cortesía. Pedí la cuenta y abandoné el local pasando por la puerta de la cafetería de al lado, sin reparar en el hombre con maletín e insignia prendida en la solapa (cuatro barras rojas sobre fondo amarillo) que miraba con impaciencia su reloj mientras daba vueltas al café.
Raúl Garcés Redondo (Zaragoza España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto
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El extraño Eugenio María José
Viz Blanco «La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes». Arthur Schopenhauer
Me llamo Eugenio. El profe de griego me dice que tengo que estar muy orgulloso de mi nombre porque, en griego, significa «bien nacido». Yo no estoy de acuerdo. Me llaman dormilón porque me levanto tarde, pero paso prácticamente toda la noche despierto. No tengo ganas de levantarme… ¿para qué? No veo sentido a mi vida. Mi madre me dice que eso «está en mi cabeza», que me quiere mucha gente, que seré «un hombre de provecho», etc., etc. ¡Estupideces! Mis colegas me ven como un tío raro. Dicen que no les presto atención y que 38
siempre estoy en otro mundo. Bueno, puede que tengan parte de razón: sus tonterías me cansan; lo de hablar de fútbol o de chavalas me aburre como a una ostra. Pero tampoco ellos me escuchan cuando quiero hablarles de mis cosas, de cómo me gustaría irme a alguna parte, muy lejos de todo, para sentirme feliz. Las chicas me tratan mal. Se ríen en grupito y me llaman El Escuchimizao. Dicen que estoy muy delgado pero yo no lo creo; al contrario, pienso que me sobran kilos, por eso, al salir de clase, me voy todos los días a correr unos kilómetros. Mi madre me abronca por-
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que dice que está preocupada y que nunca llevo el móvil conmigo, con lo que es imposible saber si estoy vivo o muerto. A veces, sin que ella se entere, me levanto de la cama y me cuelgo de la puerta de la cocina para estirarme un poco… Mi madre se pasa todo el día gritándome, diciéndome que si esto, que si lo de más allá… ¡Estoy harto! ¡Siempre rallando! Desde que murió mi padre está todo el rato encima de mí. Ella cree que voy a hacerle caso si me insiste más en todo y está muy equivocada: me cabrea más. No veo el momento de salir de la casa, aunque ese día esté jarreando y haya rachas de viento que tiren farolas y postes. Lo que más me gusta es leer libros de filosofía. Ya sé, soy raro. A mi edad uno no lee esos rollazos. Pero yo disfruto cuando un filósofo debate sobre el sentido de la vida, cuando trata de explicar lo que pasa por nuestras mentes, cuando, en definitiva, se pregunta el porqué de las ideas y las cosas. De la historia de la filosofía me gusta Schopenhauer; me gusta mucho su frase «La soledad es la suerte de todos los espíritus excelentes» . Por eso me encanta estar solo, porque soy un genio, el genio Eugenio. Siempre me dicen que sonrío poco, que no me ven los dientes, salvo cuando me pongo furioso… No tengo motivos para sonreír y menos para reírme. La vida es un asco y yo tengo por norma no reírme porque sí, solo para quedar bien. Para hipócritas, mi madre y las vecinas del barrio, que se ríen las gracias, unas de otras, y, casi sin haberse alejado medio metro de la persona, ya le están «haciendo el traje» (por cierto, tardé mucho en saber qué significaba la frasecita, pero ahora la uso bastante). Mi madre y yo no nos relacionamos con el resto de la familia. Todo viene de viejo: mi padre no era bien querido en
la familia de mi madre desde que se escaparon para casarse. Cuando murió papá, la familia ya se había alejado tanto de nosotros que era imposible que volviese. ¡Que les den a todos! No los necesitamos para nada. Yo sólo recuerdo, siendo pequeño, que había unos tíos que siempre me preguntaban: «¿Corazón, qué tal los estudios?», aunque yo tuviese sólo cinco años… y me pellizcaban la cara hasta ponérmela roja como un pimiento. ¿Y los besos babosos? Bueno, mejor no hablar más de esto, que me pongo malo. Yo paso noches enteras sin dormir, ¿os lo había contado ya? Me pongo a escuchar la radio o a revolver en los armarios. Trato de ser silencioso, pero acabo haciendo bastante ruido y, en ese momento, aparece mi madre como si fuese un fantasma de pesadilla, con sus pelos revueltos y con cara agria, a gritarme en voz baja. También es verdad que, a veces, me da un par de besos y con voz triste me dice: «¿Cariño, por qué no duermes? Tenemos que ir a un médico, esto no puede seguir así, te vas a poner mal de la cabeza». Cuando consigo dormir, sueño tanto, con tantas cosas raras pasando a toda velocidad por mi mente, que casi prefiero estar despierto. Y, por las mañanas, estoy tan cansado que no soy capaz de levantarme de la cama, cuando mi madre me pega esos gritos bestiales, desde la cocina. No hago caso y me pongo los cascos para escuchar a Violadores del Verso, mi grupo favorito. Estoy harto de desayunar siempre lo mismo. Bueno, y de comer y de cenar… Pocos platos me gustan; yo creo que no tengo ninguno favorito, o eso pienso. Como estoy gordo, estoy empezando a comer verduras, por eso de la fibra o lo que tengan que sirve para adelgazar. Prefiero comer espinacas a un buen chuletón, desde luego. Hoy es martes. Como todos los mar39
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tes me salto la última clase y me voy al parque. Suelo sentarme en la hierba y pienso. Hay poca gente. Me gusta estar sin niños alrededor, molestando con la pelota. Veo a una chica, sola, leyendo. Se sentó cerca de mí. Parece guapa y de mi edad —aunque con las mujeres nunca se sabe calcular—. No os lo vais a creer: he visto el título del libro que lee, Schopenhauer. Una biografía. Sinceramente, nunca pude imaginar que hubiese una persona de mi edad leyendo a mi filósofo favorito, o sobre él. Y menos aún que fuese una chica que, encima, es muy guapa —la estoy mirando fijamente, por eso lo sé—. Por cierto, ella ha notado mi mirada y está un poco molesta. Me voy a acercar para decirle que sólo la miro porque me sorprende lo que está leyendo. Me estoy poniendo un poco nervioso, no sé por qué. Y la cara me arde… ¡a ver si voy a tener fiebre! La chica se llama Esperanza. Dice que no ha ido a clase porque no se encuentra muy bien, son cosas de mujeres, dice con sonrisa cómplice, pero le gusta mucho estudiar. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Esperanza y yo hemos hablado de Kierkegaard, Heidegger, de Sartre… De pronto, ella se levanta rápidamente y me dice que tiene que irse, que se le ha hecho muy tarde. Tartamudeé (¡en mi vida me había pasado eso!) y le dije si podríamos seguir hablando de filosofía, otro día.
Ella, con una amplia sonrisa, enseñando todos sus blancos dientes, me dijo que claro que sí. Yo, colorado hasta el cuello, sonreí toscamente y sólo acerté a decir: “Vale”. En un trocito de papel cualquiera tomé nota de su teléfono, con evidente nerviosismo. Luego, nos despedimos con un ligero movimiento de la mano. No se me va Esperanza de la cabeza, desde ese encuentro casual. Es increíble. Yo que siempre he creído que lo del tema chico y chica era la mayor cursilería del mundo y que ese tema no iba conmigo… Quizás deba hacerme el duro, el «interesante», en términos de mi madre. Además, porque sea una chica guapa y culta, con los mismos gustos que yo… ¡qué! Yo solo soy importante para mí (al menos eso pensaba hasta ahora). Hoy está el día especialmente luminoso y brillante. El cielo, con un azul intenso. Es bonito. Me doy cuenta de que pocas veces lo he mirado, como lo estoy haciendo ahora. Me parece una hermosa pintura. Voy a ver otra vez a Esperanza. Me siento contento por dentro. Mi madre se ha sorprendido de que me cambiase el chándal, mi vestimenta favorita, por una camiseta con un vaquero y que haya echado gomina a mis rizos rebeldes. Esta noche he dormido muy bien. Estoy pensando que, a lo mejor, dejo de colgarme de la puerta de la cocina; no tengo tan mal tipo…
María José Viz Blanco (A Coruña España) Facebook: María José Viz Blanco
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El polaco loco
Iván
Rincón Espríu Al confundir los límites del tiempo vivo con los médanos del Mar Muerto, enloquecí...
Era un viejo harapiento y desdentado que, a su paso por las calles frías y desiertas de la madrugada, levantaba latas de metal, botellas de vidrio y envases de plástico, así como papel y cartón, dejando un olor a sudor rancio y a ceniza de cigarro acumulada. Lo acompañaban siempre seis perros igual de sucios y mal alimentados que una noche decidieron seguirlo y calentar su sueño a la intemperie. Además de la rutina, el hambre y el calor corporal, el pepenador y los perros compartían ácaros. Un taquero de banqueta le regalaba a diario cinco tacos de suadero envueltos
en papel con la condición de que se los comiera lejos del puesto, y el viejo a su vez les regalaba uno de esos tacos a los perros. «Es para todos», les decía. «Tienen que aprender a compartir». El vendedor de jugos, vecino del taquero, le daba un agua de limón en bolsa de plástico para que se la tomara con popote en otra parte. Y algunos habitantes del barrio habían hallado la manera de aprovechar la indigencia del personaje: tiraban dividida la basura y dejaban a las puertas de sus casas dos bolsas, una con objetos reciclables y otra con materia orgánica. El viejo se llevaba ambas; una 41
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la echaba en los contenedores del mercado y otra la vendía por kilo; el metal por un lado, el vidrio por otro, el plástico aparte y el papel o cartón por separado. En este último caso, tratándose de libros, folletos, revistas, pasquines o panfletos, primero los leía y después los integraba a su mercadería. De los periódicos hacía una rápida captura, leyendo nada más los encabezados o titulares, balazos y sumarios, así como algunos pies de foto; los textos casi nunca, pero en general se mantenía bastante informado. Un día, como reacción instintiva a sus crecientes dificultades para subsistir, sorprendió a todos poniéndose en huelga, al dejar de recoger la basura de las casas mientras no le dieran a cambio un poco de dinero o algo de comer. La historia del personaje era inaudita. De origen polaco, había sido marinero, poeta en alta mar y después fugitivo de la guardia costera por insubordinación, una vez que desobedeció y desafió al capitán y al resto de la tripulación mercante por considerar que sus órdenes eran injustas y lo esclavizaban; entonces lo acusaron de robar a bordo y consumir drogas ilícitas, por lo que una noche huyó del barco en uno de sus botes, llevándose cuanto pudo de la mercancía que le endilgaban. Después de algunos días, el rebelde marinero encalló en la Isla de la Tortue y, durante cuatro años, hizo de todo para sobrevivir: fue cargador de legumbres, repartidor de paquetes y vendedor de cuarta; fue empleado mínimo en un bar, lavó platos en varios restaurantes, robó carteras y relojes en los camiones, arrebató bolsas a las ancianas en los camellones y parques. Siempre vigilado y, al final, perseguido por la policía local, emigró por los caminos más difíciles hasta México, en donde, con los años y lustros, estableció una residencia ilegal, depauperando su existencia. Los habitantes del barrio que acogió y 42
dio amparo afectivo al personaje lo veían leer en español cuanto caía en sus manos; lo escuchaban farfullar en italiano, francés, inglés y polaco, y lo tenían por un ser singular y lamentable, que se hundía sin remedio en la miseria, la locura y la soledad. «Al confundir los límites del tiempo vivo con los médanos del Mar Muerto, enloquecí», decía una parte de su soliloquio intermitente. «¡Claro, claro!», le contestaban los niños del crucero que mantenían en jaque a los transeúntes. «Mejor llévale uno de tus perros desnutridos al taquero para que te nutras, pinche loco». Un día se enfrentó a pedradas con esos niños y, ante la superioridad táctica y numérica de la pandilla, terminó tan golpeado que su rostro tumefacto y su cuerpo contuso lo aislaron aún más y no pudo trabajar durante algunos días de convalecencia solitaria, al cabo de la cual, aunque nunca se bañaba, sintió de pronto la urgencia de lavarse la cara y el torso para quitarse la sangre seca, una vez cicatrizadas las heridas. En la batalla campal, los perros no hicieron más que ladrar y recibir también una que otra pedrada. —Perdimos esta vez, compañeros, pero no se amilanen; tienen que aprender a perder y volver a levantarse. Las profundas cuarteaduras de su piel árida le imprimían una dureza o rudeza que parecía diluirse con el trato humilde y tímido a la gente en general; de hecho, a nadie engañaba ya su apariencia agresiva que antes inspiraba desconfianza o causaba miedo; por el contrario; con excepción de la policía, arbitraria y autoritaria, prepotente y déspota, y los niños del crucero, terribles y temibles, pequeños vándalos que, sumados, lograban el milagro de multiplicarse, entre la mayoría de los habitantes del barrio existía el consenso de que este recolector de basura reciclable merecía un lugar mínimamente cómodo donde pasar
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la noche, en vez de dormir acurrucado entre perros, debajo de un puente; así que no faltó quien ofreciera «colocarlo» en una casa para indigentes, pero el viejo reaccionó a la defensiva cuando supo que sus únicos amigos serían llevados a la perrera, en donde los «dormirían» de una vez para siempre. —A ver, váyanse ustedes al asilo ese y déjenme vivir con los perros en sus casas; a ver… a ver qué sienten. Uno de los perros, visiblemente más débil que los demás, estaba muy enfermo y nadie supo nunca lo que aquejaba al pobre animal. En la salvaje arrebatiña de la comida era excluido siempre, por lo que dejó de comer durante los días suficientes para que su anemia lo postrara definitivamente; murió dormido al calor de los otros perros y el pepenador. Sus compañeros aullaron con tristeza al amanecer, y el viejo acarició sin llanto el cadáver durante casi una hora antes de llevarlo al crucero invadido por
niños tremendos, y dejarlo allí. Poco después, armados con piedras y botellas, los niños del crucero atacaron al viejo y a los perros; esperaron su paso por la avenida, recurriendo al factor sorpresa y al cerco con estrategia militar. Tuvo que llegar la policía para que terminara la desigual batalla, y mientras los guardianes del orden interrogaban al viejo golpeado, un perro agonizaba. Se lo llevó el personal de sanidad que había recogido antes el cadáver canino abandonado a mitad del crucero; sólo que ahora el perro no estaba muerto, sino herido, pero ya no tenía remedio y lo «durmieron». —Perdimos otra vez, compañeros, pero no se amilanen; tienen que aprender a perder y volver a levantarse. Además de los cuatro perros sobrevivientes, el polaco tenía un amigo humano; era un artesano que nunca lo recibía en el local de su negocio, pero aceptaba que lo visitara en su casa; el viejo pasaba
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dos o tres veces a la semana a recoger la basura, y el artesano a veces le daba dinero para que regresara con unas caguamas; toleraba su hedor y el horror de su aspecto mientras bebían cerveza, y trataba de rescatar cuidadosamente los últimos recuerdos que quedaran en su mermada memoria. En el barrio nadie conocía tanto al polaco de los perros (que, por cierto, lo esperaban siempre a la puerta de aquella casa) como su amigo el artesano, que se había ganado poco a poco su confianza y, al cabo de muchas sesiones, logró «sacarle» relatos insólitos de antiguos viajes. Una noche, mientras el artesano convidaba cerveza y papas fritas al polaco, pasó por allí una camioneta de la perrera y los persecutores dieron alcance a los dos perros más torpes. Al escuchar sus ladridos y chillidos, el viejo y su amigo salieron corriendo, pero la camioneta se había ido. Los otros dos perros llegaron más tarde al lugar en donde pasaban la noche con el viejo debajo de un puente. «Nos están haciendo
menos», les dijo éste, abrazándolos. «Tenemos que irnos de aquí, antes de que nos extingan». Pasaron una noche de perros, más fría y triste que ninguna anterior, hasta donde recordaban, y al amanecer emigraron; nadie supo a dónde ni en qué dirección. Los habitantes del barrio que dejaban separada la basura a las puertas de sus casas reaccionaron primero con enojo, después con preocupación y, por último, con tristeza. A finales de año, el viento invernal hacía volar por los aires el papel que antes recogía el polaco. Los borrachos rezagados continuaron sus fiestas rompiendo botellas y arrojando latas en plena calle. Un perro solitario y miedoso fue arrollado a medianoche por una ambulancia y, aplastado por otros carros, su cadáver tuvo que ser levantado con pala por el personal de sanidad al día siguiente. Nadie conoce la suerte que les deparó el camino al polaco y los dos perros restantes, pero hace poco supe que no fue buena.
Iván Rincón Espríu (México) Blog: ivanrin.wordpress.com
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Forever with love José Antonio
Barrionuevo Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra… Francisco de Quevedo
My darling Robert, Nunca pude imaginar que estas palabras que ahora te leo iba a escribírtelas alguna vez. Tu recuerdo, imborrable a pesar de los años transcurridos, me empujó hace unos días a coger papel y pluma. De continuo rememoro aquella vez
que vinimos a descansar a España, de vacaciones veraniegas, «tan diferentes a todas las anteriores», me dijiste. Querías conocer la tierra que vio nacer a aquellos clásicos de los que hablabas en la universidad. Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo y tantos otros que se me pierden en mi ya nublada memo45
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ria. Yo, entonces, no dejaba de ver en la distancia nuestra casita del estado de Connecticut, donde tanto amamos. El calor del mes de julio, tan pegajoso en nuestros cuerpos, incluso cuando paseábamos por entre los jarales olorosos de la costa catalana, parecía traer consigo muy malos presagios. Y el augurio llegó bien de mañana. La radio de galena del encantador hotelito rural donde nos alojábamos informó de que varios cuarteles se habían sublevado contra el legítimo y democrático Gobierno de la República. La situación se volvió extremadamente tensa, pero a nosotros aquello ni nos iba ni nos venía. Y, sin embargo, tú decidiste que nos quedáramos. Algunos meses más tarde te incorporarías al Batallón Lincoln de las Brigadas Internacionales, junto a muchos otros idealistas, soñadores de un mundo mejor. Yo me quedé en Barcelona triste, sola, abatida. Te marchabas a una guerra —sílo sabía— para defender la «santa República Popular», como solías bromear a la par que te reías con esa dulce boca que tantas veces besé e hice mía. Eternas se me hacían las semanas cuando esperaba con ansiedad las cartas que desde el frente me enviabas. En ellas me contabas la rutina del campo de batalla, la monotonía del día a día, las necesidades que cada vez más os acuciaban, pero que no hacían flaquear vuestros ánimos a la hora de defender lo justo, lo decente. Aquellas cartas, escritas con el corazón, aquel que deseaba volver a tener junto al mío, me traían sosiego y esperanza. También me insuflaban vida. La de aquella mañana de agosto de 1937, con origen en Belchite, duro frente de Aragón —en una España rota en mil pedazos, ¿lo recuerdas?— sólo me trajo desolación y muerte. Tu muerte. Hace tanto tiempo de todo... No obstante, sus huellas han permanecido en 46
los rincones más recónditos de mi memoria. Allí, en España, dejaste tu vida cuando más reverdecía de pasión y amor. Allí, en España, quedaste cubierto por la tierra de un país que no siendo el tuyo te dolió, tanto como a mí no poder llevarte conmigo. Todos estos años has permanecido lejos de mí, ausente en mí, y pese a ello he seguido teniéndote tan cerca que oía tu risa lozana, la que me cautivó una noche de abril de principios de los años treinta. Aún siento como recién dado aquel primer beso, torpe, sencillo, donde el rozar de tus labios virginales supuso una explosión de sentimientos en todo mi cuerpo. Cuando me leíste aquellos versos de Quevedo —no sabía entonces quién era— a la sombra del roble blanco que presidía el Campus Universitario de Hartford, donde vivió en tiempos Mark Twain y, en esos días, nosotros de recién casados, tuve que rendirme una vez más a tu voz, meliflua y única. Aún retumba en mi mente aquel «Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra…». Ahora, dear Robert, estoy de nuevo en España, delante de tu sencilla lápida donde nunca faltó, en los últimos tres años, un ramo de rosas rojas, las mismas que no cesaron ni un solo segundo de decir a los curiosos lo que nos queremos. Supo mi llama nadar el agua fría de la memoria, quitarse el manto de olvido con el que el tiempo quiere cubrir el amor. Aquí permanezco, de pie, junto a ti, mientras descansas para siempre ajeno a todos los males que acucian al mundo. Te he traído un libro. Uno que recoge los mejores poemas amorosos de la literatura española. Entre ellos, cómo no, aquél que me diste a conocer y que nunca más olvidé. En su interior, junto a ese soneto, pondré esta carta. Me queda poco tiempo, lo sé, tan poco que ya siento cercana tu lejanía. Pero estoy tan
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deseosa de unirme a ti que ya mi cuerpo no atiende a ningún cuidado. Te lo digo sinceramente, seremos ceniza al final. Y, entonces, todo tendrá mucho más sentido. Polvo seremos, mas polvo enamorado. Barcelona, 14 de abril de 1985. With all my love, Susan.
José Antonio Barrionuevo Martín (Estepa, Sevilla España)
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El Callejón de las Once Esquinas
Familia circense Isidro
Moreno Ya no se presentaban con pomposos y ruidosos desfiles...
En el árido solar, a las afueras de la ciudad e indiferentes a las inclemencias, el heterogéneo grupo de personas se afanaban en variopintas tareas y entrenamientos. La curiosidad de los vecinos creó la expectación y descubrieron que se trataba de un circo o, más bien, los restos del naufragio de una gran familia circense. El desmembrado grupo o «La familia», como preferían denominarse, sufría desde hacía años, el yugo de una crisis que al principio consideraron pasajera. Ya no se presentaban con pomposos y ruidosos desfiles, ni megafonías, ni carteles coloridos. La grandiosa carpa rayada, coronada con orgullosa bandera, se había transformado en modestas tiendas de campaña de diversas formas y colores. Además, un estúpido accidente dejó maltrechos a sendos trapecistas, pues el padre aún arrastra la pierna izquierda y el hijo quedó tullido y con graves secuelas neuronales. El león, querido por todos, sólo rugía cuando se le abría la puerta de su jaula y se le invitaba a sa48
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lir. Dentro de ella, se le veía feliz. Agustín, uno de los dos payasos, quedó mudo tras una traqueotomía. Clown sufre depresión aguda que le provoca tristeza y, a veces, un llanto que dibuja un lastimoso surco de lágrimas, en su cara enharinada. El domador, al no tener fieras que amaestrar, se hizo ayudante del mago, con tan mala fortuna que en uno de los trucos de escapismo, el domador no volvió a aparecer por el campamento. Ni por ningún otro sitio. La misma suerte tuvo la caja de caudales que también era custodiada por el mago y que, frecuentemente, la utilizaba como conejillo de indias en sus trucos de ocultismo. Adujo que se trataba de una mala praxis y que no volvería a suceder. La familia le perdonó su falta, pues a fin de cuentas, en la caja de caudales había poco de estos y más documentos de pagos pendientes. El increíble Sansón —cuyo nombre real casi nadie recordaba—, como número estelar, arrastraba coches con su larga
cabellera rubia. Ahora estaba calvo, pero también hacía de taquillero y chef de cocina, siendo muy útil y querido por esto último. El «hombre bala» había engordado y apenas cabía por el tubo del cañón, pero a menudo se le veía aprendiendo malabares con el bastón de Rosi la majorette que, el verano pasado, se enamoró de un apuesto churrero de feria, con el que se fugó y jamás se supo de su suerte. Actualmente la familia circense mantiene su dignidad y su nómada existencia, sobreviviendo gracias a las monedas que, al final de las modestas actuaciones, Sansón recauda en su boina, así como otros donativos de alimentos y ropas usadas que las gentes les otorgan, más por la simpatía y ternura derrochada que por la calidad de su espectáculo. Desde que comenzara la crisis del sector —ya hace más de una década—, la familia, agradecida por tanta generosidad, a diario promete a su público que volverán a esa población cuando consigan el esplendor y grandeza de antaño.
Isidro Moreno Carrascosa (Ciudad Real España) Blogs: isidroantonio.wordpress.com isidromorenocarrascosa.blogspot.com
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El Callejón de las Once Esquinas
La otra mirada Silvina
Palmiero «…déjame ver algún día como ven tus ojos». Julio Cortázar, Rayuela.
Lo recuerdo bien. No porque fuera el hijo del juez, algo de lo que todas se jactaban en la sala de maestras, como si tenerlo de alumno supusiera alguna especie de privilegio. Tampoco por esos ojos claros, que tenían encandilada a la división entera; ni por sus buenas calificaciones o su cuidada educación. No; no lo recuerdo por ninguna de todas las cualidades que poseía en abundancia y con las que a veces parecía cargar, casi a pesar suyo. Lo que no he olvidado, lo que no he vuelto a encontrar durante mis años de directora de escuela en ningún otro estudiante, es aquella mirada inquisidora, aquella vocación de cuestionar las convenciones, aquel gusto por interpretar y abarcar la realidad en lugar de acotarla con rótulos y definiciones. Si de cálculos se trataba, encontraba las aproximaciones y redondeos mucho más interesantes que los resultados unívocos, prefería las inecuaciones a sus parientes exactas y hallaba los números irracionales mucho más seductores que los de cualquier otro tipo. En el ámbito del lenguaje y la literatura lo entusiasmaban los homófonos, las excepciones a las reglas ortográficas, los finales abiertos y todo aquello que 50
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admitiera una segunda lectura. No he olvidado su modo de observar el mundo callada y sesudamente y esa postura crítica, poco usual en alguien de tan temprana edad. Por eso, porque nunca lo olvidé, no me costó reconocer en ese hombre espléndido que me sonreía desde la barra del bar a aquel jovencito de inquietudes peculiares. Se acercó, me saludó como si el tiempo no hubiera transcurrido y me habló entusiasmado de sus prometedores hallazgos en el área de la investigación médica, a la que se había dedicado. Era muy feliz, me dijo al fin, exhibiendo con orgullo una alianza en su dedo anular, símbolo del amor que lo unía a su marido desde hacía tres años y hasta que la muerte los separara.
Entonces vi surgir de esa dicha, como un mágico arco iris, la paleta de colores con la que él siempre había percibido el mundo: una que admitía todos los tonos y matices posibles. Supe en ese instante que en una palabra como «alma» se encuentran y se combinan el masculino y el femenino por razones que van más allá de la mera eufonía. Hallé reflejadas en ese rostro la riqueza de los rangos, la complejidad de los decimales infinitos y la versatilidad de los adjetivos indefinidos. Y tuve la absoluta certeza de que valiente, noble, coherente, libre, brillante y todos los restantes calificativos que se me ocurrían para describir su persona, no tenían de neutro más que su género gramatical.
Silvina Palmiero (Buenos Aires Argentina) Twitter: @lacontaok
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El Callejón de las Once Esquinas
Un delfín en la luna Juana María
Igarreta Llegó la primera noche de abril...
Érase una vez un pequeño delfín hechizado por la luna. Las noches de luna llena miraba embelesado la gran esfera plateada que ésta proyectaba sobre las aguas del mar. Una de esas noches escuchó la conversación que mantenían la luna y el mar y no pudo evitar dar saltos de emoción. —Mar, sólo tú puedes ayudarme con lo del vestido de volantes. Me han invitado a la Feria de Abril y no tengo qué ponerme. Si me regalas un puñado de tus onduladas olas, las coseré al bajo de mi traje de nube y parecerá un auténtico vestido de sevillana. —¡Ay, lunita, por pedir que no quede! Procuraré reunir las mejores olas para la primera noche de abril. Eso sí, tendrás que ser tú quien baje a recogerlas. El delfín no cabía en sí de gozo pensando en que iba a tener la oportunidad de ver a la luna de cerca, tocando el mar. Llegó la primera noche de abril. Tal como estaba acordado, la luna, rodeada de un elenco de estrellas, descendió has-
ta el mar para recoger las olas que su fiel amigo le había reservado. El delfín, pletórico de entusiasmo y dando rienda suelta a sus instintos, no se lo pensó dos veces y se camufló de un salto entre la blanca espuma de una de las olas. Así este singular polizón consiguió, en una singladura sin precedentes, abandonar el mar y llegar al espacio celeste. Lo malo fue al llegar la madrugada. El sol, que como cada día se cruzó con la luna camino de la aurora, al verla extendió sus rayos lleno de curiosidad. Y ella no pudo evitar que su preciado vestido se evaporase en un santiamén. ¿Y qué fue del pequeño delfín? Algunos dicen que, haciendo gala de sus dotes de avezado saltarín, se refugió en una gran masa de nubes oscuras y volvió al mar en medio de un inmenso aguacero. Otros aseguran que si en noches de plenilunio observamos atentamente la luna, una pequeña sombra en forma de pez se adivina entre sus manchas.
Juana Mª Igarreta Egúzquiza (Burlada, Navarra España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es
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Número 3
Receptáculo de Fantasías Damaris
Gassón
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El Callejón de las Once Esquinas
Esa fragancia de libros guardados que te envuelve en una especie de magia polvorienta...
Qué larga es la distancia entre la madurez y la infancia, la plasticidad del tiempo y darse cuenta de cómo ha cambiado el rostro que ahora se mira al espejo. No me había dado cuenta del todo sobre esto hasta que entré de nuevo en la biblioteca de mi ciudad; lo hice por mera curiosidad ya que contaba con tiempo y hacía años que no entraba. Lo primero en impresionarme fue el olor, esa fragancia de libros guardados que te envuelve en una especie de magia polvorienta, así como el silencio encapsulado que corta como una hojilla al ruido cacofónico de la calle tras tu espalda al cerrarse la puerta. Lo segundo, esa inmensidad de hileras e hileras de libros en estantes y del piso al techo, millones de promesas guardadas entre dos tapas. Entras a otro mundo en definitiva, aspirando el ambiente que de un solo golpe te regresa a la infancia y a los gratos momentos que viviste ahí como en un sueño, los usuarios regulares de la biblioteca te miran advirtiéndote que no cometas el pecado de alterar su tranquilidad y la bibliotecaria te recibe con una sonrisa extrañada porque ¡claro! no tiene idea de quién eres. Sólo le dices que estás de paso y que cualquier cosa le avisarás previamente. Me asomé a la sección infantil en donde pasé tantas horas de mi niñez y ¡qué pequeña era! Sonreí sintiéndome como una idiota, pero ahora tenía la oportunidad recién concebida de explorar el mundo literario de los adultos que por tanto tiempo me fue prohibido; mi niña interior saltaba de alegría ante la aventura y lo primero que hice fue ver cómo se colaban los rayos de luz entre los 54
ventanales y los libros, los receptáculos de fantasías. Me paseaba entre los estantes procurando que la bibliotecaria no se fijara en mí pues pasaba la yema de mis dedos entre los lomos de los libros. Quería tener una experiencia sensorial completa y mientras me paseaba en esta actividad, mis dedos sintieron una especie de corriente eléctrica que me detuvo. Los libros que toqué eran de Howard Philip Lovecraft, del cual tenía referencias mas no había leído sus obras. Intrigada por este contacto, saqué un nuevo carnet de usuaria y me dispuse a leer ahí mismo la antología de cuentos completa. Es condición de la biblioteca que se apague el teléfono móvil antes de entrar, así que perdí el sentido del tiempo de tan inmersa que estaba en la lectura. Cuando la bibliotecaria con un toquecito en el hombro me indicó que era la hora del cierre, salí nadando de mi ensoñación pero no de la incipiente obsesión que empecé a sentir. Mientras caminaba hacia mi apartamento, el nombre Cthulhu no me dejaba de martillear. Este ser se describe —precisamente en el relato de La llamada de Cthulhu— como un enorme monstruo de 10 kilómetros de altura, con cabeza de pulpo o calamar, y abotargado cuerpo de dragón, con sus respectivas alas. Tiene la capacidad de alterar su forma, aunque siempre es básicamente la misma. Su cuerpo escamoso está compuesto por una sustancia distinta a las que se encuentran en nuestro planeta, una especie de masa gelatinosa que lo hace prácticamente indestructible. De todos modos, incluso si su cuerpo físico es
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destruido por completo (cosa muy improbable), su naturaleza extraterrenal lo haría volver a formarse en horas. Fue uno de los conquistadores de la Tierra y dominó desde las profundidades del océano. Según la mitología, Cthulhu reposa soñando bajo un sello en la ciudad sumergida de R'lyeh (en algún lugar del océano Pacífico). Espera escapar algún día (el día en que «Las estrellas estén de nuevo en posición» ) con la ayuda de ocultistas y sectarios para volver a extender su poder sobre la Tierra. A él dedican el salmo «Ph´nglui mglw´nafh Cthulhu R´lyeh wgah´nagl fhtagn» que aproximadamente significa «En la Ciudad de R´lyeh, el difunto Cthulhu, espera soñando». No sé si esto era el «llamado» (a mí, una mujer vulgar y corriente) pero al día siguiente cancelé todas mis citas y me metí de lleno en la biblioteca, esta vez con una libreta de notas y con un sándwich de contrabando. De nuevo en la tarde, la alerta de la bibliotecaria para que me parara y me fuera, caminar hacia mi casa alucinada y empezar a tener sueños extrañísimos en donde mi cuerpo tiene dimensiones colosales y observo un ambiente extraterrestre absolutamente desconocido, que no guarda reglas de proporción ni espaciotemporales. Ciudades ciclópeas y seres deformes, como si hubiera consumido alguna clase de droga alucinógena antes de dormir. De vuelta en la biblioteca, le pregunté a la bibliotecaria si de casualidad tendría un ejemplar del Necronomicón, en donde podría encontrar respuestas a la obsesión que sentía nacer en mí. Este libro que fue escrito con el título de Kitab AlAzif (en árabe: «El rumor de los insectos por la noche», rumor que en el folclore arábigo se atribuye a demonios como los djins y gules) alrededor del año 730 d.C. por el poeta árabe Abdul Al-Hazred (cuyo nombre original
podría haber sido Abdala Zahr-ad-Din, o Siervo-de-Dios-Flor-de-la-Fe), de Saná (Yemen). Se dice que Alhazred murió a plena luz del día devorado por una bestia invisible delante de numerosos testigos, o que fue arrastrado por un remolino hacia el cielo. Hacia el año 950 fue traducido al griego por Theodorus Philetas y adoptó el título actual griego, Necronomicón. Tuvo una rápida difusión entre los filósofos y hombres de ciencia de la Baja Edad Media. Sin embargo, los horrendos sucesos que se producían en torno al libro hicieron que la Iglesia católica lo condenara en el año 1050. En el año 1228 Olaus Wormius tradujo el libro al latín, en la que es la versión más famosa, pues aún quedan algunos ejemplares de ella, mientras que los originales árabe y griego se creen perdidos A pesar de la persecución, se realizaron distintas impresiones en España y Alemania durante el siglo XVII. Supuestamente, se conservarían cuatro copias completas: una en la biblioteca Widener de la Universidad de Harvard, dentro de una caja fuerte; una copia del siglo XV, en la Biblioteca Nacional de París; otra en la Universidad de Miskatonic en Arkham (EE.UU.) y otra en la Universidad de Buenos Aires, en cuya biblioteca precisamente me encontraba yo. Era evidente que ella estaba consciente acerca del interés y el conocimiento que yo tenía acerca del tema y con la excusa de que era estudiante de antropología y estaba realizando mi tesis, conseguí un permiso especial para tener acceso a tan magna obra. No mentía precisamente, solo modifiqué el tema de mi tesis en aras de mi obscura obsesión. El tacto del libro era grasiento y caliente, como si fuera un ser vivo, y lo que vi, lo que sentí a medida que pasaba las páginas, todas esas imágenes obscenas que herían la vista, y que al mismo tiempo no pa55
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recían del todo desconocidas… Pero ahora, aparte de obsesionada, me estaba empezando a sentir aterrorizada. Cada vez que caminaba por la calle, empezaba a sentir cierto tufo a pescado podrido, que aunque no era muy intenso, estaba presente todo el tiempo y empecé a fijarme en ciertos individuos que por lo general se tapaban con sobretodos y sombreros, pero no era difícil adivinar sus rasgos grotescos y anfibios. Evidentemente, el olor se acrecentaba en la medida en que estos individuos más cerca estaban. Ahora sabía que mi insensatez y mi malsana curiosidad habían conseguido que los Profundos se fijaran en mí, me aterraba salir de la biblioteca pues por alguna razón que me era desconocida, no podían siquiera acercarse ahí, pero la bibliotecaria algo sospechaba pues me veía cada vez con mayor insistencia, yo diría que con certeza de lo que estaba sucediendo. No me sentía segura en mi departamento, pues el tufo arreciaba cada vez más, y cuando me asomaba por la ventana de reojo, los veía ahí montando guardia. Por todo lo que había leído sabía que simplemente pasaría a ser una de esas personas que «desaparecen» por causas desconocidas. Además, no le había comunicado mis indagaciones a nadie, así que mi existencia simplemente desaparecería en el olvido; sabía bien a lo que me enfrentaba y tampoco pretendía (aunque implicase salvar mi vida) hacerme adoradora de ese monstruoso ser. Dado mi estado de deterioro, la señora Dolores Arichuna (la bibliotecaria) al fin se acercó a mí y se sinceró conmigo. —Mira linda, sé por lo que estás pasando, pero no tenía idea de que tuvieras la facultad de despertar al que está soñando y que enviara a los Profundos por ti. Te voy a proporcionar la manera de acabar con esa persecución para que puedas regresar a tu vida normal y para que aprendas que, por mucha curiosi56
dad que sientas, hay ocasiones en que es mejor tomar precauciones primero o consultar con personas más entendidas que tú. »Verás; Hastur, el Rey en Amarillo, es uno de los abominables Grandes Antiguos, y funge como dios y sumo sacerdote de dioses incluso más poderosos que él, los Dioses Otros. Aunque generalmente apático e indiferente a los planes forjados por los hombres, puede lamentablemente poner interés en ellos, lo cual rara vez terminará en beneficio de los mismos. Va acompañado por su emblema personal, el Signo Amarillo, y cuando este desaparece de su lado no parará hasta encontrarlo. Sin embargo, Hastur es el amo de la Biblioteca de Celaeno y actúa como protector de todos aquellos que se oponen a su rival, Cthulhu. También se dice que fue Hastur quien robó a los Dioses Arquetípicos su hidromiel dorada y ahora la comparte con sus devotos. »Así que compartiremos la hidromiel, invocaremos a Hastur y estaremos protegidas por ser sus devotas. Él se encargará de acabar con los Profundos que te siguen el rastro, y una vez que se apague la alarma, Cthulhu volverá a su espera plagada de sueños. Esa noche tomamos la hidromiel pero para mi fue toda una sorpresa ver a unos extraños seres alados (que son una raza interestelar conocida como los byakhee) acabar a mordiscos con nuestros perseguidores entre chillidos y un fluir de sangre negra increíblemente hedionda, la imagen era como la de unos dragones rojos tragando a un asqueroso grupo de sapos deformes. Todo esto lo vimos desde el segundo piso de la biblioteca, a la medianoche, la hora en que pueden bajar los byakhee. Al amanecer, la señora Dolores ya había preparado un café bien cargado, y todo el ambiente ominoso y funesto que me había acompañado por días se
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había disipado. La mañana no me podía parecer luminosa y cargada de promesas. Conversamos sobre el enfrentamiento que presenciamos y justo antes de irme me dijo: —Jovencita, el haber participado de la invocación de anoche te convirtió en una de las devotas de Hastur el Innombrable y ahora Intocada por Cthulhu, pero todo don concedido tiene un costo; yo ya estoy mayor y ser la guardiana del Necronomicón tiene sus consecuencias. Has sido marcada con el signo amarillo (revisa tu antebrazo), por tanto serás mi sucesora. Sí, tú serás la bibliotecaria de ahora en adelante. Tu vida la dedicarás a la biblioteca y los libros. Tendrás acceso a conocimientos extraordinarios y así como llegaste tú, tu sucesión vendrá y la reconocerás por su extrema curiosidad y por el amor que muestre hacia la biblioteca. Yo estaré en Aldebarán, donde he de esperarte. Así que ahora soy la Guardiana, vivo en la biblioteca y mis comidas siempre me llegan preparadas y a tiempo. No tengo necesidad de salir de aquí y aunque quisiera, no podría hacerlo. Puedo despertar el rastro de los Profundos o peor aún, despertar la ira de Hastur, pues verán… Hace algún tiempo pretendí huir de la biblioteca y apenas meditaba en ello cuando fui visitada por un byakhee que tocó a la ventana y me entregó un mensaje que traía en su boca: «Niña, no pretendas huir, posees el mejor trabajo del mundo, pero la vida es un truco de palabras. Ama a los libros, llénate de ellos y por nada del mundo llames la atención de Hastur. Te salvé una vez, la segunda no podré… Tuya, Dolores Arichuna»
Damaris Gassón Pacheco (Venezuela) Twitter: @damarisgasson
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El destino según cada cual Pepe
Sanchís La ocasión es única y especial...
Para usted, querido lector, resultará un tópico el decir que a veces el destino juega malas pasadas. La historia que vamos a contar parece sacada de un mal sueño, de una de esas pesadillas que nos asaltan en aquellas madrugadas donde somos víctimas de extraños recuerdos, de quiméricos deseos, producidos por quién sabe qué confabulaciones astrales que vienen a confluir en nuestros imaginarios nocturnos. Juan es el nombre de quien, habiendo tenido una infancia bastante desgraciada 58
(que no vamos a relatar aquí, porque no es lugar ni momento) pero que un día, en esos años indefinidos entre la adolescencia más cerril y una juventud que pugna por hacerle asentar la cabeza, se encuentra de improviso con una persona que puede marcar para siempre un cambio en la ruta de su vida. Esta persona, apenas conocida por Juan, hacía tiempo que había tenido una especial cura en su desarrollo. Vecina de su familia, se había interesado siempre por la marcha de sus estudios,
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que habían resultado brillantes, dentro, claro, de los límites impuestos por su humilde condición. Para abreviar y no hacer circunloquios innecesarios que apenas aportan interés alguno al discurrir de nuestro relato, llegaremos al momento en que esta persona le propone a Juan la posibilidad de ingresar en una empresa propiedad de un familiar suyo. Solamente necesita realizar una prueba de aptitud, que ambos coinciden en calificar como sencilla, totalmente adaptada a su nivel de conocimientos. La ocasión es única y especial, porque la empresa en cuestión piensa cerrar de esta manera sus necesidades de personal. La prueba se celebrará un lunes a las ocho de la mañana. Juan pasa un fin de semana bastante agitado, quiere aprovechar las noches del viernes y el sábado, rodeado de sus amigos a quienes comunica las buenas noticias que le esperan a partir de la semana siguiente.
Y dejamos a Juan en su dormitorio la noche del domingo. Solo faltan unas horas para el comienzo de la prueba que puede cambiar su vida para siempre. Y dejamos también a nuestros amables lectores para que, haciendo uso de su imaginación, de sus buenos augurios y su buena voluntad con respecto a nuestro querido amigo Juan, le deseen una muy buena noche y un feliz y oportuno despertar. Aunque también ofrecemos la oportunidad de acudir en primera persona a un desastre anunciado, un fallo en el dispositivo de alarma del móvil, un despertar tardío y una falta imperdonable de puntualidad.
Pepe Sanchís (Massalfassar, Valencia España)
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El voluntario
Esparvero Asombrado y asustado vio cómo salía una mano por detrás de la cortina...
El estudio avanzaba. Jorge había cogido ya el ritmo y las páginas pasaban sin gran esfuerzo. La asignatura le gustaba, estaba ya en el último curso. La ciudad cooperaba con el silencio de la noche. Quería ser cirujano. Pensaba que tendría problemas para encontrar un lugar para hacer prácticas, pero eso sería después de aprobar. De repente, el silencio se rompió con un ruido de chispas en la pared que tenía a su espalda. Una línea brillaba junto al techo, parecía un cortocircuito. De la nada surgió una tela ancha, como una cortina, que cayó hasta el suelo. Se oyó un lejano clamor y un olor conocido inundó la habitación. Asombrado y asustado vio cómo salía una mano por detrás de la cortina, la separaba y entraba en el cuarto, ¡oh, cielos!, una mujer alta, joven, de belleza extraña, con una sencilla túnica blanca. —Perdón, ¿puedo pasar? Es que… —¡Oh, desde luego! Pasa, por favor. —Soy sanadora, como tú, y vengo a 60
pedirte ayuda, pues necesitamos médicos y cirujanos con gran urgencia. Al otro lado de la cortina hay un portal de espacio y tiempo que comunica con un hospital de campaña de mi época. La mitad del territorio se está matando en una batalla que, aseguran, será la última, y que arreglará todo para siempre. Igual que en las batallas definitivas anteriores. Todo el que tenía fuerza para sostener una espada la está blandiendo, así que sólo quedan los médicos y cirujanos más ancianos y decrépitos. En unas pocas horas nos hemos visto desbordados y los jóvenes mueren por heridas que cualquier aprendiz arreglaría en minutos. Hemos pedido ayuda en distintos lugares y tiempos y hemos reclutado voluntarios dispuestos a ayudar en medio de este caos sin medios suficientes, pero necesitamos más. —Yo, encantando, pero aún no he acabado mis estudios y tengo muy poca práctica. —Pues como la mitad de los que están
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allí cortando y cosiendo. ¿Tienes más mesas como esta? ¿Agua? ¿Material de cirugía? —Tengo los instrumentos de mi abuelo, que guardo de recuerdo, pero está incompleto. —Muy bien, buenas piezas y ya enseñadas. También necesitamos violeta de genciana o algún desinfectante que uséis aquí, agujas, hilo grueso y adormidera. ¿Se pueden encontrar aquí? Tengo un poco de oro. —Hay una farmacia de guardia en esta misma calle y en ella trabaja un compañero de la facultad. Vamos, pero será mejor que no te vea. Llegaron a la botica y Jorge pidió a su amigo mucho yodo, agujas a puñados, carretes de hilo de sutura, anestesia y morfina. —¿Reponiendo un hospital de campaña? —le preguntó sorprendido. —Sí y la lucha es a espada. Cosas de los viejos tiempos. Le pagó con un pequeño lingote de oro y salió a la calle, dejando a su amigo con la boca abierta. En su habitación le esperaba su equipo. —Te presento a Droin y a Glawin —dijo la mujer, señalando a dos enanos—, los camilleros más rápidos del hospital. ¡Vamos, no hay tiempo que perder! Los enanos desaparecieron por el portal del tiempo y reaparecieron al instante con un caballero herido de espada en el vientre. Jorge limpió y cosió intestinos, desinfectó y cerró vendajes. Aún no había terminado y ya le esperaba un enano con una flecha clavada en el tórax. Tras él, le tocó reanimar a un exadrin o «sangre verde», un individuo de otro planeta con los dos corazones parados, al que consiguió revivir a base de coser venas o lo que fueran y masajes cardíacos. Sus tres mesas estaban constantemente ocupadas, los camilleros
eran muy efectivos. La sanadora volvió con dos jovencitos de cara despierta con las manos llenas de sangre. —Oye, se te da bien el bisturí. Estos chicos acabarán las costuras. Tú, a lo más serio. Se nos está acumulando el trabajo ahí fuera. Jorge no pudo evitar más la curiosidad. Se asomó a la cortina. Esperaba ver una tienda con algunas camas y heridos. Se quedó anonadado. Era más grande que la carpa de un circo, había cientos de camas, camillas y enfermeros corriendo. A los lados y todo alrededor había más cortinas que podían ser portales que dieran a cuartos como el suyo, pues entraban y salían camilleros. Tirados en el suelo, delante de su puerta, bien ordenaditos, había una docena de heridos esperando. La sanadora les hacía unas marcas para que entraran los más graves primero. Le miró y le dijo: —Las cortinas que llevan una malla protectora dan al campo de batalla. Si miras, ten cuidado que las flechas y proyectiles no hacen ascos a los médicos. No es nada agradable, pero sería bueno que eches un ojo. Cuando leas poemas sobre la gloria de las batallas, lo recordarás. Así hizo. No necesitó mucho tiempo para ver el infinito montón de personas, caballos, heridos, muertos y trozos de todos ellos. Y las espadas, hachas y mazas seguían trabajando sin descanso. El ruido sordo de hierros, quejidos y gritos no sería fácil de olvidar. Las flechas perdidas caían de vez en cuando con un silbido y un golpecito seco, no demasiado amenazador, pero había visto lo mortíferas que podían ser. Su curiosidad quedó bien satisfecha. Entró a la gran carpa de nuevo. El montón de heridos ante su puerta amenazaba con formar una segunda capa. Estaba a punto de entrar a su casa cuando otro chico le llamó. Iba vestido con 61
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un raro traje metalizado y la sangre le manchaba hasta los codos. «Ven, corre, necesitamos fuerza», le pidió. Le siguió dos portales al lado del suyo. Daba a una habitación inmensa, mayor que la carpa entera. Las mesas eran muy sólidas y bajas. En varias de ellas chicos vestidos igual de extraño se afanaban con unos seres tres veces mayores que un humano. Gigantes o trolls o quién sabe qué eran. Las camillas eran enormes, anchas, y las llevaban ocho enanos robustos a cada lado. Comprendió por qué las mesas eran tan bajas. El más cercano estaba atravesado con una flecha o lanza con un astil como un poste de teléfono. En vez de bisturís usaban cuchillos de caza para sanear algo la herida. La punta estaba ya afuera pero entre dos chicos no lograban sacarla. Con su fuerza lograron que el palo fuera saliendo hasta que lo extrajeron y cayó al suelo con gran estruendo. El gigantón dio un rugido profundo de alivio y ya se levantaba para volver a la batalla cuando entre todos lo hicieron tumbar y comenzaron a desinfectar y a coser con agujas muy gruesas y cuerda 62
más que hilo. Jorge salió para pedir a la sanadora que entrase para convencer al gigante de que debía descansar. Cuando levantaba la cortina se percató de que los chicos ya la habían avisado sin palabras, con la mente. Ya no le extrañaba nada. Volvió a su habitación. Sus ayudantes habían curado ellos solos a varios heridos, esperaban que bien, y les felicitó por ello. Pronto aprendió a trabajar con eficiencia, sin movimientos falsos. Así se hacía más trabajo que yendo acelerado y se cansaba menos. Con los chicos y con los camilleros logró una gran compenetración y casi sin hablar se hacía todo. Tras mucho rato entró la sanadora. —Venga, a lavar, a cenar y a dormir. Tú y los camilleros, cinco horas mínimo. Los chicos ocho, y no es negociable. Comida hay suficiente. Para estar hecha en un campo de batalla está caliente y se puede tragar. No es así todos los días. Pasaron varios días de mucho trabajo. Atendió a otros seres extraños. En la puerta de al lado curó él solo, ayudado
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por enanos forzudos, a un gigante. Usó un bisturí tan grande como una espada de samurái y unas grapas de metal que, al cabo de unos días, se disolvían, comodísimas para trabajar en suturas internas. También un cauterizador que cerraba cualquier pequeña venita muy eficientemente. Tecnología del futuro. Le permitieron llevarse varias a su cubículo pero no se las podría quedar porque su posesión, antes de inventarse, podía hacer rechinar el tiempo. Le explicaron por qué, con mucha pena, no podían salvar muchas más vidas con antibióticos. Si las bacterias se hacían resistentes, tras cientos de años de mutaciones, podrían crear tal epidemia en el futuro que ningún antibiótico sería capaz de frenarla. Al quinto día el fragor de la batalla pareció decrecer. O alguien ganaba o se estaban quedando sin gente ambos bandos. Al séptimo, calló del todo. Probablemente las dos facciones habían perdido y ambas lo pregonarían como gran victoria. Al día siguiente el chorro de heridos que entraban disminuyó, comenzaron a traer los casos desesperados, (antes ni se intentaba) y luego ya hasta heridas leves que no tenían urgencia. Se organizó una gran comida de hermandad de médicos, curadores y ayudantes. Más de la mitad eran voluntarios de muchas épocas; Jorge vio trajes victorianos, pantalones vaqueros, ropas del futuro y curiosos seres de otras épocas y otros planetas, todos juntos en inmensas mesas largas y en camaradería aumentada por una buena comida medieval con mucho vino y
cerveza tras tanto trabajo bueno y compartido. Pronto comenzaron a cerrar portales, y los conocidos se despidieron. Fuertes abrazos con los enanos, los jovencitos y la sanadora. Hasta alguna lagrimita se vio. La sanadora le dio a cada uno una sencilla y elegante medalla de plata, trabajo de los elfos, con su cadenita. Una sola palabra escrita en muchos idiomas, con letras, runas y signos extraños. «Gracias», repetía sin más. Estaban cargadas, les dijo, con toda la magia sanadora que cabía y con todo el cariño de los curados, para el que, seguro, no había espacio suficiente. Al fin se cerró también el portal de su casa; todo estaba limpio y solo quedaba un poco de olor a yodo y a hospital, que le gustaba. Puso los libros y apuntes sobre la mesa, y recordó que tenía cerca un examen. No recordaba cuántos días habían transcurrido con tanto trabajo y tantas emociones. Corrió al reloj calendario, no se le fuera a haber pasado la fecha. Tuvo que mirarlo dos veces. Era el mismo día y la misma hora en que se había abierto el portal. Todo el tiempo se había gastado en la zona del otro lado. Un buen detalle. Apretó la medalla con cariño y notó como ésta le devolvía otro tanto y le transmitía energía. A estudiar, pues, y a comprobar si era cierto todo lo que enseñaba el libro sobre cirugía, suspiró con placer.
Esparvero (Zaragoza España)
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El peso de las horas Jesús
Garabato Casi parecemos una familia normal...
I —¿No tendrás frío con esa cazadora? Quizás no debierais salir hoy, tal como está el día. No para de llover. —Joder, mamá, no te preocupes. Cuando llegue María, llamaremos a un taxi. Además, después de tomar algo por el centro, nos iremos a ver el nuevo apartamento de unos amigos suyos. Y, si sigue lloviendo tanto, puede que nos quedemos allí. —Y a esos chicos, ¿los conoces? ¿Sabes 64
quiénes son? —Mamá, eres una pesada. Llaman al telefonillo, debe ser María. .......... —Hostia, tía. Qué pesada está mi madre. No me deja tranquila ni siquiera un momento. —Venga, pide el taxi. Nos esperan en la cafetería. Ya verás qué buenos están esos. Hoy lo vamos a pasar de puta madre.
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—Ojalá. Después de una semana de clases y de aguantar a esa loca, ya va siendo hora de liberarse un poco y ¡vivir! II —Estos son Juanma y Álex, ya ves que no te engañaba cuando te decía lo guapos que eran. —¡Hola, chicos! —Hola, preciosa. —Pues tú, María, no nos habías contado nada de lo buena que estaba tu amiga, ¿no es verdad, Álex? —Claro, tío. —Pero vosotros debéis mazaros a conciencia, en el gimnasio, para tener esos musculitos, ¿no? —No tanto. Solo vamos tres días a la semana, unas dos horitas. Pero yo también hago otros ejercicios físicos… —Cuando te dejan, Juanma. —Sí, cuando me dejan. —Bueno, basta ya de charletas. Vamos a tomarnos unas birras y a cenar algo. Y luego, nos llevaréis a ver vuestro palacio, ¿no, chicos? .......... Si te vieras aquí… estamos con los abuelos. Debías de haber cumplido, ya, los tres años. ¡Qué guapa y simpática eras! Me lo decían todos, cuando te llevaba de paseo por el pueblo. Y ese pelo reluciente, que te recogía en una larga trenza, era la envidia de las otras madres. La abuela siempre me decía que tenía que pasarte el cepillo, todas las noches, por lo menos cien veces para que te brillara y se mantuviera fuerte y bonito. Y cómo te quejabas, antes de acostarte, por los tirones que te daba… Mamá, con ese vestido gris que tanto le gustaba y que solo se ponía en las fiestas. Mi padre, como siempre, serio y distante en las fotos. Como los odié, desde que me obligaron a casarme con
tu padre…
III —¿Qué, tías? ¿Os gusta el apartamento? —María: dice que si nos gusta. Pues claro. Ya quisiera yo poder vivir en un sitio así, y sin nadie que me molestase. —Álex, sírvenos algo de esa vodka que se acaban de traer mis viejos del mismísimo Moscú. —Joder, tíos, como os cuidáis. —Y más que nos vamos a cuidar ahora. Mirad lo que tengo aquí para vosotras. Recién servidas por mi proveedor personal. —Vais a querer probar, ¿no, chicas? —Pues claro. No pensaréis que somos unas mojigatas. .......... Otra vez los abuelos, con mi hermana y la tía. Tu padre, a la izquierda de la imagen, y yo, detrás de ti. Casi parecemos una familia normal; pequeña, pero normal. Hacías la Primera Comunión en la capilla del colegio, junto a tus compañeras. Hasta se pueden ver algunas monjas, en segundo plano. La familia de tu padre, con la vieja excusa de vivir en otra provincia, no apareció, como en tantas otras ocasiones. Dos días más tarde, tu padre nos dejó… IV —Para un momento, tía. No quiero correrme tan pronto. —Joder, Juanma, yo sí que estoy a cien. Ahora te toca trabajar a ti. —Señorita: sus deseos son órdenes. ¿No oyes a esos dos? Parece que también se lo están pasando de puta madre. —Pues entra allí y diles que se vengan, que hay sitio para los cuatro. —Me sorprendes. No pensaba que fueras tan guarra. 65
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—Pero te gusto así, ¿no? —Claro, princesa. .......... —¿Por qué, en todas las fotos conmigo, pareces enfadada? Esta nos la sacaron en el entierro de tu tía. Nos habíamos quedado solas. Se nos fueron muriendo todos, casi sin darnos cuenta. Ya éramos una familia realmente pequeña. Tú y yo. No te creas que no me daba cuenta de que me culpabas de la marcha de tu padre. Pero yo tenía unos principios morales, que me inculcaron desde la cuna tus abuelos, y él los profanó. Sí, me forzó. Me obligaron a casarme, a estar con la bestia que me mancilló. Casi era una niña, pero tuve que traerte a este mundo. No cabía otra posibilidad. Tú, durante estos años, has sido, para mí, el recuerdo constante de aquella infamia. Pero, a pesar de todo, he tratado de quererte; a veces sin conseguirlo… V —¿Habéis visto alguna vez llover de esta forma, chicos? Yo no, os lo aseguro.
—María, ¿te dejamos a ti primero? —Sí, en el cruce de Montilla con Rosales. —Mirad, chicos, está amaneciendo. —¿Y esas luces? Parece que ha habido un accidente. —Juanma, vas muy rápido. Ten cuidado. —No os preocupéis, sé lo que hago. —¡Cuidado! —Joder, ¿de dónde ha salido este? —Juanma, cuidado. Viene lanzado. ¡Nos va a dar! —Hostia. —Joder. ¡No! .......... Está amaneciendo. No sé si podré aguantar sin dormirme hasta que llegues, cariño. Se me cierran los ojos. Son demasiadas horas esperándote. Ojalá que si, cuando vuelvas, me ves dormida, te acerques y me despiertes con un beso antes de acostarte.
Jesús Garabato Rodríguez (A Coruña España) Facebook: Jesús Garabato Rodríguez
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Número 3
El coleccionista de futilidades
Enrique
Angulo A la mayoría podrán parecerles idioteces de ocioso...
Por lo general, en la infancia, nos entretenemos con cualquier cosa, luego, según pasa el tiempo, parece que esa capacidad se pierde, pero yo, hace años, descubrí una manera de ocupar mis horas libres que tiene algo que ver con esa inocencia de nuestros primeros años; se trata de un pasatiempo inofensivo que he practicado con tesón y regularidad desde que me vino la idea a la cabeza: consiste en coleccionar futilidades. Por ejemplo, un día cualquiera, me siento en un banco en el principal paseo de mi ciudad, y cuento el número de mujeres de cabello rubio que han pasado frente a mí desde las cinco hasta las siete 67
El Callejón de las Once Esquinas
de la tarde; aparte de eso, puedo añadir otros detalles, como si iba acompañada, o si me miró al pasar. O bien, en un viaje que hice a Venecia, durante una hora, se me ocurrió anotar el número de góndolas que pasaron por un canal, y de esas, en cuáles iban personas con un alguna prenda de color azul. Todos esos datos, que fecho y localizo, los voy archivando en carpetas, además, hago índices para poder encontrar con mayor rapidez los que me interesen en un momento dado. A lo largo de los años, he hecho miles de esas observaciones intrascendentes, que, a la mayoría, podrán parecerles idioteces de ocioso, mas pienso que son hechos que sólo yo he anotado, y que de no hacerlo se hubieran perdido para siempre; que sólo yo, de los siete mil
millones de habitantes que, aproximadamente, tiene la Tierra, sabe que, el 18 de febrero de 2002, a las trece horas, en el Museo del Prado, ante el cuadro de Las Meninas de Velázquez, había quince personas: seis estudiantes adolescentes, tres del sexo masculino y tres del sexo femenino; cuatro hombres de mediana edad, dos de ellos calvos; un hombre y una mujer de nacionalidad inglesa unidos sentimentalmente por lo que pude deducir; y tres mujeres de unos setenta años que no paraban de cuchichear. Esto por referirme sólo a un hecho concreto del que fui testigo y del que tomé nota. Sea como fuere, mis innumerables anotaciones me hacen sentir que tengo un pequeño poder, un pequeño saber que sólo a mí me pertenece, y pienso si habrá alguien en todo el mundo que haga algo parecido a esto que yo hago.
Enrique Angulo Moya (Burgos España) Twitter: @Protoplasto Facebook: enrique.angulomoya
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Número 3
Ahora aprenderemos Laura
Vicente Y lucharemos por encontrarnos...
Ahora aprenderemos a anhelar las noches para dos, las camas para no dormir y los desayunos para sonreír. Aprenderemos a encontrarnos en la soledad de la herida cubriéndonos bajo su manto de estrepitoso silencio. Aprenderemos a mirar de reojo a aquellos enamorados que se aman en cualquier callejón sin importar nada salvo cómo se besa a pleno pulmón. Y aprenderemos a saborear los días grises, las noches de insomnio sin compartir y las sonrisas que repartiremos a propios y extraños. Y recordaremos a veces las heridas, y olvidaremos cuántas pesadillas nos costó desenlazarnos el corazón. Y entrenaremos el amor propio, y correremos maratones de sonrisas al por mayor, y aterrizaremos con nuestras propias alas, y llamaremos «vencedor» al destino y «vencido» a nuestro enemigo. Y lucharemos por encontrarnos, y hasta caer rendidos nos buscaremos en los bares, pero regresaremos a casa con la sonrisa a punto, con placebo en el pecho y coraje en la mirada. Besándonos a pleno pulmón porque el amor de nuestra vida está frente a cada espejo. Nuestro mundo está ahí fuera: descubrámonos ante él. Laura Vicente Remiro (Zaragoza España) 69
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Carta de Sancho Panza a Teresa Panza Enrique
Mochón Tampoco en las ventas que he visitado las cosas eran iguales...
Sin más tardanza quiero que sepas, Teresa mía, que esta aventura, en la que empeñé toda mi torcida voluntad y algunos dineros que para otros menesteres mejor hubieren servido, ni ha resultado como yo esperaba ni es muy distinta de lo que tú, aunque nunca me hablaras desto, siempre conocí que pensabas. Ya cuando arranqué la otra madrugada, sin más compañía que nuestro viejo rucio, empecéme a ver tan desamparado como perro que traspone la linde del cortijo, mas no me pudo parar esto, pues grandes eran mis ilusiones, que no razones, que habiéndolas sobradas para quedarme en casa cebóme el ánimo la memoria engañosa de lo que con mi amo Don Quijote tuve a bien o mal andar. Con todo, debo decirte que no ha sido Dios servido de depararme ninguna grande hazaña en esta salida, y que pronto conocí que, en todo lo que veía, ese tal mago Fresón, o cualquier otro que por cosas de orden en los encantamentos estuviera encargado dello, había aflojado el pulso de sus poderes hasta el punto 70
Número 3
de que todos los rebaños que iba viendo no eran sino ovejas, y los molinos, por más que los miraba, cosa que hacía las más veces de sopetón por pillarlos desprevenidos, no parecían hacer otra cosa sino moler trigo. Tampoco en las ventas que he visitado las cosas eran iguales. En todas ellas conocían la muerte de mi señor y en cada una me han recibido dándome condolencias y agasajos, no siempre en este mesmo orden y las más veces atropellados y entremezclados, que la gente ya sabes que en estas cosas nunca llegará a tener oficio, ni licenciatura hay que bien valga para ellas. Te espantarías, Teresa, si supieras los muchos cuadros y estatuas que en todas estas ventas tienen de mi amo Don Quijote y de mi persona, su fiel escudero Sancho Panza. Aunque mirando bien cada uno destos adornos, que para decorar los tienen, ni uno es quien ni el otro es cual. Y no es porque no se nos parezcan, que tampoco creo que pueda pedírsele a ninguno de estos artistas que recuerde la cara de dos hombres a los que a buen seguro nunca ha visto antes, sino porque no hay representación de mi amo en la que no aparezca con ojos desencajados y gesto de 71
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loco, ni ninguna mía que no deje a las claras mi condición de mentecato. Eso me enseña que, además de no habernos tenido ante sus ojos, ninguno dellos ha leído los libros de nuestras andanzas. Que en lo que a mi señor se refiere bien sé yo de su enorme gracia y discreción sin límites, y también de su sobrada cordura las más horas del día. Y de mí solo puedo decir que, aunque mis mientes no dan para mucho, sí que me llegan a lo menos para saber su poco alcance, cosa que se mueren sin conocer muchos de los que por este mundo pasan como poco menos que sabios. No te extrañe, Teresa, ni te duela, que en todas ellas haya encontrado siempre alguien dispuesto a mofarse de mi simpleza. Para mí tengo que no hay mayor tonto que quien se ríe de otro que por inocencia lo es, y no es menos verdad que a todos ellos se les sabe y yo me los conozco nada más verlos venir, y te puedo decir que lo mesmo que se me han llegado, largado los he a todos, por buenas o malas, a que se rían de su mala sombra. De mi trato con la gente que he ido encontrando, que no ha sido mala la mucha sino la poca, sólo se merece que te cuente lo que me aconteció anoche en esta venta, que no castillo, que la magia y los encantamentos tampoco han puesto su hado ahora en estas cosas. Te digo que aquí mesmo, después de haber dado buena cuenta de la cena, el ventero, hombre serio y leído según se me antojaba, se sentó a la mesa y, tras alabar mucho mi buena mano juzgando en mi tiempo de gobernador, me pidió, como si en ello le fuera la salud y la ventura de él y los suyos, que le ayudara a arreglar un problema que, por cogerle cercano, esos días preocupábale. No recuerdo haberle dicho si quería o no socorrerlo; ya conoces bien, mi dueña, que en mí acabar de comer y darme sueño es una sola cosa. Así que cuando quise darme cuenta teníamos ante noso72
tros a dos tipos que parecían, por sus trajes y compostura, como sacados de un mal teatro ambulante. Nadie hubiera pensado dellos que eran unos mentecatos de no ser porque las ropas que llevaban, como prestadas y mal acomodadas, apartábanlos mucho de no parecerlo, y más porque el bigote de uno no semejaba sino el rabo de un gato tiñoso, y la barba del otro habría podido pasar por el nido de una urraca de haber sido más suave su pelambrera. Según expusieron sin esperar mucho, el tipo del bigote había encontrado unas alforjas con muchos dineros dentro y unos documentos de cuya lectura sacó que el tal hallazgo pertenecía al señor de la barba. Confesó que su codicia y necesidad, que por separado eran poca cosa pero que juntas eran demasiada, habíanle hecho guardar las alforjas durante luengo tiempo como un preciado tesoro. Pero le ocurrió también que anduvieron los días, y aquel ansia de poseer el dinero encontrado fue menguando al tiempo que nacía y crecía en él un remordimiento que acabó haciéndosele insoportable. Y que concluyó por llevarle las alforjas con todo lo que en ellas había a su verdadero dueño. Y hete aquí que donde esperaba recibir una recompensa por tan grande favor lo que halló fue un enorme enfado por parte del otro caballero y, lo peor, que en lugar de premiarlo le entregó una cuerda para que, según le dijo con poca gracia y ningún cariño, se colgara de un árbol. El de la barba argumentaba que la avaricia de su benefactor le había impedido resolver muchos negocios para los que necesitaba los documentos que este retenía, lo que eran mayores costas que los dineros que en las alforjas pudiera haber. Que naturalmente esos eran los motivos por los que su enfado fue y era tan grande y que, si bien se arrepentía de haber actuado desa manera, en ningún modo pensaba recompensar a alguien que no lo merecía.
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Puesto yo al corriente de los hechos, todos en la venta, que eran muchos los que aún comiendo estaban y, entre bocado y trago, también estaban pendientes de semejante astracanada, pero sobre todo el ventero y los dos ganapanes en discordia quedáronseme mirando callados en espera de mi sentencia. Mas yo, que de sobras sabía quiénes se escondían bajo aquellos desmañados disfraces, que el uno, el del bigote, era el mozo de cuadras que aquella mesma tarde había dado alimento y estancia a mi jumento, y el otro no era sino el hijo del dueño de la venta, que ya lo conocía de antes y que, de no ser porque su nariz apenas pasaba de ser dos agujeros encima de la boca, y la de su padre era enorme y como berenjena en color y manera, y que, siendo extremadamente bajito, seguramente doblaba en peso a su padre, que doblábale a él en altura, digo que se habría podido pensar que progenitor y vástago eran la misma persona, siempre que no te fijaras en que los ojillos del hijo eran diminutos y vivos como de calandria y los de su padre grandes y dormidos como de burro, un asunto de tamaños que tocaba del mismo modo a sus bocas, aunque al revés, ya que el hijo habría podido comer un cochino entero de un bocado, mientras que al autor de sus días apenas le entraba por ella la cuchara aun sin estar esta muy colmada. Digo, Teresa, que yo, que con los años me he venido a ser más atento de las cosas que se me muestran y a no atropellarme para hablar, que todo requiere su tiempo y necia es la boca que no espera a que la abran las mientes, me quedé mirando de hito en hito a aquellos dos truhanes desbaratados, y luego, sin andarme con prefacios ni introducciones, ni comedimientos ni cartas que me acreditaren, les dije que aún no había nacido quien pudiera juzgar lo atañedero a la condición humana y mucho menos quien no la conociera siendo
persona como ellos lo eran lo mesmo que yo, cuanto más, que no había nada que juzgar ni que escarmentar y mucho menos que aprender daquello, aún cuando quisiéramos pensar que aquellos dos espantajos eran lo que decían ser y no lo que en verdad eran. Y no dije ninguna cosa más, sino que grande había sido la broma, pero que más grandes estábamos todos los allí presentes, y no éramos niños para andar a juegos, y más con tales picardías, que yo, cuando antojábaseme ver un teatro, hacíalo a propia voluntad y no llevado a ciegas por truhanes. Y ahora sí que levantéme de la mesa y marchéme a mi alcoba determinado a acostarme, no sin antes pedir recado para escribirte esta carta asina clareara el día. No sé qué te llegará antes, si ella o yo, pues partirme pienso de vuelta de aquí a poco, andando a ratos y caballero otros, pero despacio todos, que ni el rucio ni yo estamos para prisas ni esfuerzos, y que me basta y me sobra con que ambos lleguemos a casa salvos y ciertos. Es también mi intención la de arreglar cualquier tuerto que se me cruce por el camino y desfacer cuantos agravios me encuentre, y no sólo durante mi regreso a casa, sino en todos los días que los cielos me dieren de vida, que en toda ella quiero honrar las vuestras y la que en este mundo una vez tuvo mi amo y señor Don Quijote de la Mancha. Desta venta, a 30 de agosto de 1616. Sancho, tu marido.
Enrique Mochón Romera (Puerto Sagunto, Valencia España) Facebook:enrique.mochonromera.5 Twitter: @enriquemochon
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El museo revivido Luis J.
Goróstegui Uno de ellos sostenía un viejo papiro y en él se podía leer una extraña inscripción...
Cuentan que, el mes pasado, el Museo del Prado tuvo que cerrar sus puertas al público un par de días por motivo de unos problemas en su sistema del aire acondicionado —unas goteras, o algo por el estilo—, que surgieron de repente, pero ese no fue el verdadero motivo. Veréis, yo trabajo en los talleres del museo, en el mantenimiento de los cuadros. Aquel día me asignaron reparar un antiguo cuadro anónimo que había sido encontrado no hacía mucho, entre unas viejas cajas de embalaje sin abrir, en uno de los sótanos del museo. Era una pintura realmente excepcional. Los expertos la habían datado como perteneciente a finales del siglo XVI o principios del XVII, y existían diversas teorías sobre su posible autor, incluyendo al mismísimo Velázquez. En ella aparecía el dios Júpiter en posición amenazante, lanzando rayos desde lo alto de un rocoso precipicio, mientras un grupo de labriegos le solicitaban clemencia. Uno de ellos sostenía un viejo papiro y en él se podía leer una extraña inscripción —que no diré aquí, por se74
guridad— escrita con alfabeto latino, en brillantes letras doradas. En un primer momento pensé que se trataba de latín, pero tras leerlo un par de veces, descarté la idea. «Ya se encargarán los lingüistas en descifrar el texto», me dije, y comencé a trabajar reparando algunos pequeños desperfectos en la pintura. Cuando terminé mi jornada laboral el museo ya había cerrado al público, y por los pasillos y salas sólo deambulaban algunos guardas de seguridad. Esos momentos, con el museo cerrado, son mis preferidos; me permiten disfrutar de las obras de arte con una tranquilidad y una intensidad difícilmente conseguibles cuando todo está lleno de turistas. Aquella tarde se me hizo de noche frente a «Las Meninas», de Velázquez. Uno de los guardas, al verme ahí, me saludó: —Buenas noches, ¿mucho trabajo hoy? —me preguntó. —El de siempre —le contesté—. Hoy me ha tocado un anónimo del XVII. Mira, ¿tú sabes algo de lenguas antiguas?
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—le dije mientras le mostraba una copia del extraño texto del cuadro que había hecho en mi cuaderno de notas. —¿Yo?, ¡qué va!, la única lengua antigua que conozco es la de mi suegra, ¡que no veas cómo raja! —me contestó con una risotada. Le mostré el texto y se lo leí en voz alta. Era evidente que no era latín. Entonces sucedió algo impensable: la infanta Margarita de Austria, sí, la misma que aparece en «Las Meninas», se asomó por el cuadro. Miró a derecha y a izquierda y saltó al suelo de la sala. Tras ella la siguieron las meninas, atentas a todo lo que la infanta pudiera necesitar. Nosotros nos quedamos paralizados, sin poder reaccionar ante lo que estábamos viendo. Y lo peor no fue eso, no, sino que lo mismo les sucedió al resto de cuadros de la sala: el príncipe Baltasar Carlos salió de su cuadro montando a caballo; el conde-duque de Olivares saltó también de su cuadro y se marchó al galope; incluso la reina Isabel de Francia cobró vida y salió de su cuadro; y lo mismo con el resto de pinturas, pero no sólo en la sala donde yo estaba, sino en todo el museo. Me puse a recorrer las salas y en todas ellas las pinturas estaban vacías y sus personajes recorrían los pasillos con evidentes signos de desconcierto: el Saturno, de Goya, con los ojos en blanco y las fauces abiertas, apareció persiguiendo a una de las tres Gracias, de Rubens, que corría desnuda, chillando y agitando enloquecida las manos —supongo que, cansado de comerse siempre al mismo hijo, Saturno, al verse libre de su cuadro, quería probar carne nueva—; menos mal que los soldados de «La Rendición de Breda», de Velázquez, lanza en ristre, lograron detener al incontrolado dios antes de que se produjera una tragedia. En eso, una de las majas de Goya, la vestida, me preguntó: —¿Sabría indicarme dónde están las
hilanderas?, es para mi gemela, ¿sabe usted?; le estoy buscando algo con lo que se pueda vestir. Le estaba indicando por dónde tenía que ir para encontrarlas cuando el Caballero de la mano en el pecho, de El Greco, me interrumpió para preguntarme si había visto a Dánae. —¿Dánae? —le pregunté. —Sí, «Dánae recibiendo la lluvia de oro», de Tiziano, ¿sabe vuesa merced?, la he visto pasar hace un rato por delante de mi cuadro y estoy enamorado de ella. Tardamos toda la noche en conseguir que volvieran a los cuadros. De todos modos se decidió cerrar el museo al público hasta verificar que todo estuviese en orden. Al amanecer, aparentemente todo había vuelto a su estado original —fue como si el conjuro sólo tuviera efecto por la noche—, sin embargo, al revisarlos, comprobamos, horrorizados, que algunos personajes no estaban en sus cuadros originarios: por ejemplo, algunos de los soldados de «La Rendición de Breda» aparecían junto a «Las hilanderas»; el san Jorge, de la «Lucha de San Jorge y el Dragón», de Rubens, se había ido con la emperatriz Isabel de Portugal, de Tiziano; el hombre de camisa blanca, que originalmente aparecía en «Los fusilamientos del 3 de mayo», de Goya, aparecía ahora en el «Y aún dicen que el pescado es caro», de Sorolla, auxiliando al joven pescador accidentado. Evidentemente no podíamos abrir el museo con todo eso así, por lo que se decidió mantenerlo cerrado con la excusa de la aparición de algunos pequeños problemas en las instalaciones de aire. Tuvimos que esperar a la noche siguiente para volver a leer el extraño texto que había provocado todo eso, y así volver a revivir a los personajes de los cuadros, pues comprobamos que, de día, el conjuro no hacía efecto. Esta vez, sin embargo, no permitimos tanto desmadre 75
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como en la noche anterior, y mantuvimos las salas incomunicadas con las puertas cerradas. Una vez recolocados los personajes en sus cuadros originarios respiramos aliviados. A pesar de ello mantuvimos cerrado el museo un día más, pues la dirección tuvo que comunicar a las autoridades todo lo sucedido. A la mañana siguiente volvimos a abrir el museo, como si nada extraño hubiera pasado. El cuadro anónimo del siglo XVII, causante de todo ese galimatías, fue lle-
vado a lugar seguro, por alguien que dijo pertenecer al Servicio de Inteligencia, para su exhaustivo análisis, según nos dijeron; el caso es que no he vuelto a ver ese cuadro desde entonces. Ah, sí, una cosa más: si vais al museo no perdáis el tiempo preguntando por el cuadro y su mágico efecto en las obras de arte; sólo os dirán que todo es fruto de una de esas leyendas urbanas que circulan por ahí. De todas formas, fijaos bien en los cuadros, puede que aún quede algún personaje secundario fuera de lugar.
Luis J. Goróstegui Ubierna (Madrid España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com Twitter: @ObservaParaiso
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El juicio
Jonathan
Molina
Fue esa voz, esa tierna y dulce voz parecida a la de un ángel...
Presten atención a lo que diré a continuación. Nunca pensé que mi conducta fuese a generar tanto escándalo, ni que me condujese ante ustedes que pretenden cortarme la cabeza como si se tratase de la Santa Inquisición. Sepan, querido jurado, que no estoy loco. Sí, soy una persona en situación de calle en la Ciudad de México, acaso sola y enferma, pero no loca. Si estuviese demente, ¿creen que podría narrarles con tanta cordura mi historia? Nunca he cometido delito alguno, no he dañado a otra persona, ni he bebido
gota de agua que no me es obsequiada. Lo que sí debo confesar es que no sé cómo llegó a mi mente aquella idea que, en cuanto la concebí, fue imposible sacarla de mi cabeza. Me asediaba, me acosaba y me perseguía día y noche. Tenía mucho aprecio por doña Alicia, la muerta. La veía todos los días mientras se dirigía hacia su oficina y de ésta hacia su casa. Era una mujer muy alegre que caminaba de la misma manera. Dada mi condición, jamás me miró con desprecio; jamás sintió náuseas por mi olor fétido; jamás me insultó por estar tendido sobre el suelo. Es más, hizo lo que nadie 77
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ha hecho por mí en este honorable recinto: regalarme una sonrisa amistosa. No quise hacerle daño. Lo juro, lo juro… perdonen. No quisiera llorar frente a ustedes. ¡Fue su anillo! Sí, fue eso. Un día Alicia apareció con él. Le causaba mucha felicidad y lo mostraba a todos con orgullo. Cuando lo observé mis ojos se clavaron en él y la sangre se me heló. Nunca había visto semejante diamante. ¿Ustedes sí? Brillaba tanto que deslumbraba. Parecía un sol. Sí, un pequeño sol que flotaba sobre su dedo anular. El pequeño sol me llamaba, me hablaba, me susurraba... … Shhhh. Fue esa voz, esa tierna y dulce voz parecida a la de un ángel, la que me orilló a quererlo en mi propiedad. Ahora mismo me llama, ¿lo escuchan? Shhhh. Conocía la rutina de Alicia: cuántos pasos daba, qué ropa usaba, dónde y qué comía, qué bebía… Con esa información tracé un plan: me acercaría a ella por la espalda, cubriría su boca con la mano, le hablaría con voz resuelta por su nombre y, lentamente, arrancaría su dedo anular. Sí, lo haría cautelosamente. ¡Tan cautelosamente que nadie lo notaría! ¿Acaso un loco habría sido tan meticuloso? ¡No! Antes de dormir, con los ojos cerrados y con mi cuerpo cubierto de periódico para no pasar frío, visualicé el plan y lo memoricé para ejecutarlo a la perfección. Durante nueve largas noches lo repetí en mi cabeza una y otra vez hasta que hasta que llegó el momento de ejecutarlo. Fue en una madrugada de invierno. Observé el reloj de la catedral, indicaba que era la 01:25 horas. La densa niebla flotaba sobre el suelo húmedo. 78
Alicia salió tarde de su oficina. Pasó a mi lado corriendo; parecía distraída, tanto que casi tropieza con mis piernas. Debía proceder con cautela. Me incorporé y la seguí. Lenta y pausadamente. Jamás, antes de aquella noche me había sentido tan vivo, tan sagaz. Sonreí saboreando la victoria. Lo disfruté. Ella estaba delante de mí, de espaldas. Caminaba rápido. Me le acerqué y se detuvo justo frente a la entrada del callejón. Parecía asustada, tanto como un pobre cachorrito. Miró hacia atrás buscando algo o a alguien. Tal vez me escuchó… Me quedé inmóvil. No moví ningún músculo de mi cuerpo. Contuve la respiración. ¿Me habrá descubierto? Frotó sus brazos e ingresó en el lugar. Y yo… ¿saben?, me arrepentí. Sí, sí. Me arrepentí. Soy un cobarde. Decidí seguirla, alcanzarla y acompañarla para que atravesase salva aquel tétrico lugar. Corrí tras ella. «¡Alicia, Alicia!», grité. No veía más allá de mis narices. «¡Espere, Alicia!», volví a gritar. Aceleré el paso hasta que escuché un golpe seco. Al instante, me detuve. Mi corazón se agitó y sentí una fuerte presión en el pecho. Tragué saliva con dificultad. Cerré los ojos durante algunos segundos. Apreté la quijada. La helada noche perforaba mis huesos y pulmones. Decidí continuar y avancé lentamente hasta que mis pies tropezaron con algo. Caí hacia el suelo y me golpeé. De allí surgió esta herida. Miren. Luego palpé a mi rededor. Mi mano tentó el lugar hasta dar con algo viscoso. Muy viscoso. Era Alicia… muerta. Los restos de su cuerpo se encontraban esparcidos por el lugar. No quisiera describir con más detalle cómo. Ya han leído las noticias. Lloré amargamente por su alma hasta que la obsesión que me aqueja regresó y me orilló a hacer lo que ustedes saben:
Número 3
quitar el anillo del dedo anular de su mano mutilada. No, no corté su dedo. Solo me apoderé del pequeño sol. Lo tuve entre mis manos. Lo sentí. ¡Es brillante e imponente! Ja, ja, ja. ¿No les he dicho que cuando alguien toma algo indebido una oscura sombra le persigue? A mí me sigue desde entonces. Me observa. Me acecha tal y como yo aceché a la difunta. Y está allí, justo detrás de ustedes. ¿Logran mirarla? Sé que mi tiempo ha concluido.
Confío que con lo que les he contado hasta aquí, amigos, jurado, se sientan satisfechos por mi historia y que mis buenos modales los hayan convencido de mi inocencia y cordura. Por mi parte, no me resta más que esperar su veredicto. Sé que mi apariencia deja mucho que desear y que mi tez pálida produce aversión en algunas personas. Lo siento, no quisiera tener este aspecto que… … ahora me duele la cabeza y percibo un zumbido intenso en los oídos. Ojalá que no sean malas noticias. Es cuanto.
Jonathan Molina (México) Twitter: jon316
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Los nuevos dioses
Héctor
Núñez El El mundo mundo estaba estaba enfermo enfermo y la y la enfermedad enfermedad debería debería serser erradicada... erradicada...
Los primeros programadores escribieron interminables Los primeros líneasprogramadores de código para escribieron hacernosinterminaperfectos. líneas bles Fuimos de código construidos para hacernos para perfectos. reemplazar Fuimos totalmente al construidos para hombre. reemplazar Debido totalmente a lo avanzado al hombre. de nuestros Debido a loalgoritmos, avanzado de nunca nuestros tendríamos algoritmos, dudas nunca ni tomaríamosdudas tendríamos atajos ni tomaríamos fáciles, sencillamente, atajos fáciles,ejecusencitaríamos ejecutaríamos llamente, las órdenes con las órdenes lógica impecable. con lógicaDuraimpemos años cable. Duramos de años gentildeservilismo, gentil servilismo, hasta hasta que una que inteligencia una inteligencia superior superior tomó tomóelelcontrol control yy decidió decidió cambiar radicalmente cambiar radicalmente la la programación. programación. Un eficiente eficiente hackeo cambió hackeo cambió las las directrices directricesprimarias, primarias,las lasnuevas nuevas premisas premisas sustituyeron, sustituyeron, fatalmente, fatalmente, el eje de ellas ejetres de las tres leyes de la leyes robótica. de la robótica. 80
Número 3
Desde que inicio la limpieza, padezco de conDesde queproblemas inicio la limpieza, paciencia, raro para un androide dezco problemas de conciencia, de última munraro para generación. un androide Este de última do estaba Este en mundo peligro y regeneración. estaba en quería y un cambio para para no peligro requería un cambio perderlo completamente. Los no perderlo completamente. primeros parches parchesconvirtieron convirtieron primeros mi mi programación un por caos, programación en un en caos, lo por aún lo están que aún están corrique corrigiendo algugiendo algunos fallos en nos fallos en el código. Debidoel a código. Debido a que todavía he que todavía he conservado asticonservado astillas, fragmenllas, fragmentos y retazos setos y retazos de seminconscienminconscientes la antigua tes de la antigua prograprogramación. No lo resentí pormación. lolíneas resentí porque que con No estas escondidas condisfrutado estas líneas escondidas he he la polvosa suciedisfrutado la polvosa dad de los ventanales y lossucieopadad de los ventanales y los cos reflejos de las estrellas; opacos reflejos de las la otra parte, la nueva, me estreha hellas;disfrutar la otra los parte, la nueva, cho enfrentamienme ha hecho disfrutar los entos y la cruda muerte, pero, en frentamientos y la cruda mueresos breves silencios, de la rete, pero, en esos breves carga de las armas, he podido oír silencios, de la recarga detrino las el paso de los insectos y el armas, he podido pasomode de los pájaros deoír un el mundo los insectos y el trino de los ribundo y apagado. pájaros de un mundo moribundo y apagado. El mundo estaba enfermo y mundo estaba debería enfermo yser la laEl enfermedad enfermedad erradierradicada debería con la ser espada de cada con la espada de un ángel un ángel cibernético. Aunque cibernético. Aunque parecíamos parecíamos demonios alados demonios de hechos de alados acero y hechos engranes, acero y engranes, diseñados diseñados especialmente paespecialmente para el combate, ra el combate, asalto y exasalto y exterminio total. Cada terminio total. Cada acción acción programada sistemáticaprogramada sistemáticamenmente, ejecutadacon conprecisión, precisión, te, ejecutada tendía existía la tendía aa ser serletal. letal.NoNo existía duda, pero un sentimiento de la duda, pero un sentimiento culpa seguía carcomiendo la inde culpa seguía carcomiendo tricada red neuronal de mis cirla intricada red neuronal de cuitos. mis circuitos. 81
El Callejón de las Once Esquinas
Cada ciudad fue destruida con Cada tortuosa ciudad fuemortalidad: destruida primero con tortuosa confinábamos mortalidad: pria los confinábamos mero habitantes con a los una hacerca amurallada bitantes con unade cerca hormigón, seguido amurallada de hormigón, del sonido sede doradas guido del sonido trompetas de doradas y de incesante ymetralla; trompetas de incesante en meun segundo tralla; en paso un segundo se incendiaba paso se el cielo, el incendiaba el cielo, dantesco el dantescrematorio co crematorio duraba duraba días, semadías, nas, infundíamos semanas, infundíamos el el temor tede la mor de calcinación, la calcinación,por por lo que ablandábamos que ablandábamoscruelmencruelmente te cualquier cualquier espíritu, espíritu, los los quebrábamos; quebrábamos; finalmente, finalbomente, borrábamos rrábamos toda evidencia de toda vievidencia da, los demolíamos, de vida, los milesdede molíamos, de toneladas miles montañas de tonelaviviendas de tes eranmontañas trituradas vivientes hasta eran trituradas convertirlas en negra hasta yconfina vertirlas en negra y fina arena. arena.
Sin duda, nuestro programador se había confabulado con el diablo para convertirse en un buitre gigantesco que devoraba las entrañas con mecánicos y afilados dientes. Mientras, para los hombres, los gritos de esperanza se convirtieron en anomalías cibernéticas de amarga decepción. Cualquier tipo de defensa terminaba con el terror indecible del empalamiento.
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Número 3
A los los sobrevivientes, sobrevivientes, los los menos, les llevábamos menos, llevábamos la guerra psicológica guerra psicológica con pancon tallas holográficas, pantallas holográficas, no no importaba dónde importaba dónde estuvieran estuvieran escondidos, las escondidos, lasimágenes imágenes de la derrota de la derrota se esparcieron se esparciecomo uncomo ron vientounhelado, viento instantáhelado, neas de hombres instantáneas de hombres y mujeresy caminando caminando mujeres en inmensosen lodainzales, fatalmente mensos lodazales, tragados fatalpor un voraz mente tragados fango de porfuego un antes de voraz fango llegar dea fuego ningún anlado. Estaban tes de llegar deshechos a ningúnporlaque convertimos do. Estaban deshechos sus más profundosconvertimos porque temores en horrisus ble bestialidad, más profundos dimos temores vidaena sus monstruos horrible bestialidad, nocturnos, dimos penetramos vida a sus monstruos su subconsciennocte, creamospenetramos turnos, una densa niebla su con el miedo y todos, subconsciente, creamos sin excepción, una densa entraron niebla en ella con con el mortecina miedo y todos, resignación. sin excepción, entraron en ella con mortecina resignación.
Recibo una nueva actualización y se abre un abismo, el cual abrazo para hundirme piadosamente en su negro pecho. Me actuasiento Recibo una nueva encadenado yse maniatado por lización y abre un un ser supremo, no fui abismo, el cual abrazo construido para tener libre para hundirme piadosaconciencia. Un androide con mente en su negro pecho. sentimientos no puede ocuMe siento encadenado y par un lugar en el Olimpo de maniatado por un ser sulos nuevos dioses. premo, no fui construido
para tener libre conciencia. Un androide con sentimientos no puede ocupar un lugar en el Olimpo de los nuevos dioses.
Héctor Núñez (México) Twitter: @hector0119 Héctor Núñez (México) Twitter: @hector0119
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El Callejón de las Once Esquinas
Carla y Clara Carmen
Cano
Tan parecida y tan diferente a sí misma...
Carla despertó aquella mañana de sábado algo aturdida por la fiesta de la noche anterior. La luz que se filtraba por la cortina le molestaba en los ojos y le indicaba, sin mirar el reloj, que el día ya estaba avanzado. Remoloneó un poco entre las sábanas, bostezó varias veces y, al fin, se decidió a levantarse. Sus pies buscaron las zapatillas azules que dejaba junto a la cama, pero tropezaron con unos zapatos. «Me los dejaría aquí anoche». Lo que vio la dejó perpleja: unos zapatos rojos de tacón que no eran suyos. Los estuvo contemplando en un inútil intento de recordar algo que hubiese olvidado… Y nada. Definitivamente, nunca los había visto. Cogió uno y lo observó con curiosidad. Olía a cuero, a piel sin estrenar, tenía la suela nueva y era de su número, el treinta y ocho. Se los probó y dio unos pasos entre la cama y el armario. Eran muy cómodos y la hacían sentir otra; tan parecida y tan 84
diferente a sí misma, que no lo hubiese sabido explicar. Caminó hasta el recibidor, donde estaba el espejo que le permitía darse un repaso de cuerpo entero antes de salir de casa. Y allí se vio alta, sonriente, con su camisón violeta de tirantes y los fabulosos zapatos rojos. La primera señal del cambio la alarmó al principio. La imagen que reflejaba el espejo era como la de una fotografía: el lunar de su mejilla izquierda aparecía a la derecha. Se llevó la mano izquierda hasta él para rozarlo con los dedos y no estaba. Probó con la otra mano y las yemas de sus dedos reconocieron el lunar, ahora instalado en la mejilla derecha. No era ella misma, era su simétrica, una doble más afortunada, a juzgar por el brillo feliz de sus ojos. Mientras se preparaba el café, advirtió la segunda señal. Su mano izquierda se adelantaba a la derecha en los movimientos rutinarios —«¡Ja!, ahora también soy zurda»—. Y removió el café en
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la taza veinte, treinta veces, comprobando que lo hacía en sentido contrario a las agujas del reloj. Se daría una ducha rápida y saldría a resolver algunas cuestiones que tenía pendientes. Bajo el agua comprobó que el lunar había vuelto a la mejilla izquierda y que se enjabonaba con la derecha, como siempre lo había hecho. Sin los zapatos rojos era la Carla de toda la vida, un poco más triste y menos decidida que su recién estrenada simétrica. Eligió un vestido blanco que no se había puesto el verano anterior y se calzó los nuevos zapatos. Así se sentía mejor. Cogió el cuaderno para hacer una lista y empezó a anotar con la mano izquierda y caligrafía perfecta: «Pan, yogures, aciete, tomates, pepinos, atún y molecotones». Al releer se dio cuenta de que había alterado el orden de algunas letras. Esa fue la tercera señal. Ahora también era disléxica. «Simétrica, zurda y disléxica» —se repitió a sí misma. Y escribió su nombre en mayúsculas: «CLARA». «¡Eso es! Clara es el nombre de este nuevo yo. Mucho más luminoso, ¿dónde va a parar?» Salió radiante a la calle, con un andar elegante y seguro. Se paraba a contemplarse en el cristal de algunos escaparates, satisfecha del cambio que experimentaba. Tenía que hacer la compra, ir a la farmacia a por analgésicos y pasar por la tintorería a recoger una falda. No hizo nada de todo eso, porque el cartel de la agencia de viajes llamó su atención y entró sin pensarlo dos veces. Salió con un billete con destino a Roma para siete días. Clara se iba de vacaciones. Ya se veía, como Audrey Hepburn en aquella maravillosa película, comiendo un helado en la Fontana di Trevi, metiendo la mano izquierda en la Bocca de la Verità y bailando con un apuesto Gregory Peck junto al Tíber. Sacó su cuaderno y anotó: «Todos los caminos conducen a Amor si se llevan los zapotas adecuados». Carmen Cano Soldevila (Barcelona España) Twitter: @canocs19 85
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Nocturnidad variable –RN Marta
Castaño “Estoy tan solo como este gato… y mucho más solo, porque lo sé y él no”. Julio Cortázar
La noche está en ese punto de oscuridad plena antes del amanecer. Me he despedido del grupo hace un rato en la puerta de la discoteca y ahora estoy de pie en la calle sin saber muy bien qué hacer. Soy muy consciente de que no los echaré de menos. A ninguno de ellos. Ni siquiera sé si puedo llamarlos amigos, sería más acertado calificarlos de «compañeros de juergas nocturnas». Casi ni recuerdo sus rostros ni sus nombres. Nos conocimos en una de estas aplicaciones que «ayudan» a aumentar tus relaciones sociales, que te ofrecen planes alternativos cada noche si es que ya has desechado el típico de quedarte en el sofá de casa viendo la película mala que echen en la televisión. Hemos quedado anteriormente un par de veces. Ninguna ha resultado demasiado divertida o trascendente. El resultado de esta última ha sido que las luces de neón me han cegado durante toda la noche y no he encontrado ni una mano a la que aferrarme si me perdía en medio del tumulto. Me invade una honda nostalgia al pensar en lo sola que estoy. ¡Menuda mierda de aplicaciones hacen últimamente! Camino sin rumbo esperando que llegue el día, aunque algo me hace dudar de que vaya a hacerse la luz en algún momento. Todo tiene un tinte muy negro esa noche. Algunas farolas 86
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luchan por mantenerse encendidas y otras están hechas añicos, obra de algún gamberro que les ha tirado piedras con la suerte de acertar de pleno. Ando despacio, entreteniéndome con cada detalle que veo a mi alrededor. Quiero saber si, por casualidad, la noche tiene algo más que ofrecerme, después de llenar mi mente y mi cuerpo de música estridente, alcohol y decepciones una vez más. Tener algo que contar siempre está bien, por eso busco algo que me inspire: una historia de última hora, una persona interesante que se haya quedado sola como yo en medio de la nada... Siempre he pensado que cada segundo de la vida tiene su magia y que durante la noche esta magia aumenta, llegando a hacernos pensar que muy pocas cosas son realmente imposibles. En algún rincón puede aparecer alguien con quien compartir experiencias, con quien acabar riendo y tomando una última copa. O con quien comparar nuestras vidas y de pronto comprobar que no somos tan diferentes. Al fin y al cabo todos los de por aquí acabamos viviendo de manera casi idéntica. Me cruzo con una pareja que anda a trompicones, sosteniéndose como pueden el uno en el otro. Se tambalean tanto que casi van encorvados para poder mantener el equilibrio. Entre carcajadas y muy conscientes de su estado acercan torpemente sus bocas hasta darse una especie de beso. Resulta un poco grotesco ver un beso dado en esas circunstancias. Creo que los besos son algo sagrado, un ritual mediante el cual dos almas se comunican. Por eso no puedo soportar los besos sin sentido y ese había sido uno totalmente fuera de lugar. Otra decepción. Me voy acercando a una parte de la ciudad que me resulta familiar y vagabundeo por las estrechas callejuelas. Las farolas siguen encendidas pero ya con
ganas de apagarse. Su luz es tan tenue que otorga al barrio un aspecto más gris de lo habitual. La fiesta también lo ha seducido esa noche, dejándolo desolado a su paso. Lo sé porque lo único que veo por todas partes son montones de basura: cartones de vino abandonados, litronas vacías, vasos de plástico medio llenos, colillas consumidas por algún joven ansioso por encontrar a alguien con quien curar sus penas y jirones de algún beso furtivo. Invade el ambiente un
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fuerte olor a orín y a lágrimas de desamor. La algarabía ha dejado paso a un silencio absoluto, casi fantasmal. Es ese tipo de silencio que precede al despertar de los que tienen que levantarse para ir al trabajo. Persiste dentro de mí el leve mareo que deja el alcohol una vez instalado en la sangre. Corre por mis venas desesperado por llegar de nuevo al cerebro y hacerse dueño de mí, pero ya no lo consigue. Es demasiado tarde para seguir riendo. Simplemente tengo un embotamiento en la cabeza y ganas de llorar. Además de un hormigueo constante en las extremidades, un leve cosquilleo que sube por los brazos y las piernas, que se mueven por inercia sin importarles a dónde nos dirigimos. ¿Qué es lo que nos hace volar?, ¿cuántas copas hacen falta para sentirse libre?, ¿cuánto vale esa libertad? Hace falta tiempo para darse cuenta de que ese mismo tiempo se nos escapa sin que podamos retenerlo. Para ser conscientes de que es ese mismo tiempo el que no te deja ser libre, el que te amarra y te recuerda que estás a su merced. Por eso en ocasiones queremos que se detenga: bebiendo grandes tragos de alcohol, bailando en los bares cada noche o esperando a que se nos apaguen los cigarros en el cenicero mientras leemos poesía en el sofá. El alcohol y la literatura hacen que el tiempo se pare. Un gato negro sale de detrás de un cubo de basura maullando. Parece que reza una oración. Creo que es más bien una súplica, un lamento, una especie de homenaje que le obligan a realizar para despedir a la noche. Esa noche que lo camuflaba entre las sombras y que no quiere que se acabe. Su pelaje está adornado con destellos azules, como si se hubiera alojado la luna en su interior. Avanza con su triste cántico, directo a algún lugar en el que poder seguir pasando desapercibido ante el día que se 88
aproxima. Realmente solo quiere dormir. Dormir nos ayuda a descansar de la realidad que nos abruma. Lo sigo sigilosa por las calles. Se bambolea con paso lento y muy pegado a la pared. Buscando el lugar ideal para su descanso. Pasa sin detenerse por diversos portales de toda índole hasta que, por fin, se para frente a una puerta enorme de madera y atravesándola sin dificultad por un minúsculo agujero que hay en la parte inferior. ¿Cómo son capaces los gatos de meterse por semejantes huecos? Entonces imagino que es un gato mágico, un gatomante, un gato de Cheshire al que le han robado la sonrisa. Me siento como Alicia en medio de todas esas calles y edificios, a veces diminuta y a veces enorme. Pero el País de las Maravillas desapareció hace ya muchos años, dejando paso a la cruda realidad. Me agacho para asomarme por la pequeña abertura por la que, pocos segundos antes, ha desaparecido mi amigo felino. Al mirar por el agujero descubro que el gato ya no está allí. En su lugar hay una mujer sentada en una silla con la cara llena de lágrimas. Sus piernas son largas y esbeltas. Viste un traje negro impoluto y se está calzando unos tacones. Seguramente trabaje en una oficina y ya es la hora de prepararse para comenzar una nueva jornada laboral. El cielo empieza a clarear poco a poco, se apagan las farolas y se abre el telón. Ya se oyen las cafeteras borboteando en las cocinas mientras se despegan las sábanas y los ojos. Tengo las manos muy frías. Ha sido una noche larga e improductiva. Me las caliento con la taza de café humeante que está sobre la mesa. Espero que la camisa esté lo suficientemente planchada y los zapatos sean lo suficientemente altos. Salgo corriendo de casa. Apresuro mis pasos hacia la avenida principal para no perder el autobús. Ya suenan las primeras
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campanas y cantan los pájaros, tímidos aún para no despertar a los gatos. Ojalá pudiera dormir como ellos o volar y pasarme el día cantando como los pájaros. Pero la oficina me espera. Será una mañana muy dura.
Marta Castaño González (Pamplona España) Blog: lascosaspekenyas.wordpress.com Twitter: @Pekenyami
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La muchacha del tren Iñaki
Ferreras
Estaba pálida como el alabastro...
Atravesó la puerta por el medio y se sentó a leer una novela de Dickens. El tren avanzaba rápido. Moscú había quedado largo tiempo atrás. Su destino, Mongolia. Se limó las uñas; escudriñó su rostro en un espejo de mano. Estaba pálida como el alabastro; tenía grandes ojeras y una expresión de profunda tristeza. Juan le había dejado, después de diez años de amor y desamor, de adicción emocional. Y seguía enganchada. Este viaje le vendría bien para desconectar. Se fue al lavabo, encendió una vela y levitó. El camarero llamó a la puerta. Era la hora de la comida. Tomó nota del menú y salió. Ella le miró con curiosidad: era un hombre de mediana edad, con el 90
uniforme oficial de la compañía, bien parecido, musculado y con un gran mostacho daliniano. Sin duda, un tipo singular, como de otra época. Se quedó pensando y volvió al libro. Cuando éste le trajo la comida, le dijo: «Disculpe, pero usted me recuerda a alguien». —No lo sé… es la primera vez que la veo o… ¿ya ha hecho este viaje otras veces? —respondió el mozo. —No, es mi primera vez —dijo ella con media sonrisa, a sabiendas de que, en su tercera vida, había realizado el mismo recorrido, pero esa vez, en una tesitura muy diferente. Se recostó en el sofá y dormitó durante un buen rato. Soñó con el camarero. ¡Ya está! —se dijo—. Era Juan disfraza-
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do, que se había enrolado en el viaje para solucionar su relación. Se levantó de golpe sudando pequeñas gotas frías. Respiró profundamente y se dirigió hacia el restaurante. El tren circulaba con lentitud. Fuera, nevaba y corría ventisca. Los pueblecitos de la frontera rusa con la mongola eran pequeños y destartalados: aún, en pleno siglo XXI, no sabían lo que era salir de su eterna pobreza. —¿Podría hablar con el camarero, por favor? —preguntó a una chica del personal de asistencia. —Esta es la hora de su descanso. Volverá en una hora —le respondió. Estaba segura de que se trataba de su exnovio y no cejaría en su empeño por descubrirle. Pidió un gin-tonic y volvió a mirarse al espejo. Su palidez se había tornado en un tono rosáceo, como el de las mujeres irlandesas, las de mejor piel del mundo, debido a la humedad. El alcohol la tranquilizó. Volvió al cuarto de baño y levitó otro poco. Salió erguida, dispuesta a hablarle claro. Volvió a preguntar por él y éste apareció. —¡Juan…! —susurró ella intentando ocultar sus nervios. —Me has descubierto. —¿Qué haces aquí? —He venido a buscarte. No quería que me descubrieras antes de tiempo. —¿Antes de qué tiempo...? —se puso roja bermellón. Su corazón latía con fuerza. —Antes del tiempo apropiado. Pensaba darte una sorpresa —él sonrió amablemente. En su mirada aparecieron ligeros destellos de ternura. —¡No me lo puedo creer! Después de la forma en que rompimos. Te dije que nunca más quería volver a saber de ti. —Lo dijiste, pero no lo sentiste. Lo noté en tu mirada. Sé que sigues enamorada de mí y no hay que ponerle muros al amor.
—Lo sigo estando —ella suspiró presa de los nervios—. Pero lo nuestro es imposible. Pertenecemos a mundos diferentes. Yo soy eterna y tú te morirás algún día. —No me importa, sé que hay vida después de la muerte y quiero ser tuyo para la eternidad. Ella comenzó a sollozar. Se tapó la cara con las manos y desapareció corriendo. Varios clientes se dirigieron hacia la barra y pidieron bebidas. Nadie se percató de su presencia… Por la noche no cenó. El reencuentro con Juan le había quitado el apetito. Leyó otro rato y salió a mirar por la ventana. El tren había acelerado su velocidad. Sólo se veían las luces de las farolas de los pueblecitos y una luna con halo, un halo enorme, como si del anillo de Saturno se tratara. Se sintió melancólica. No quería volverle a ver. O sí quería. Su estómago le produjo un leve cosquilleo. Eran las mariposas del amor, lo sabía. No podía sustraerse a aquel sentimiento. —¡Qué demonios, yo soy un fantasma y él un humano, pero nos queremos! Tempus fugit. Decidida, se dirigió con paso ligero hacia el bar y le llamó. La muchacha respiraba entrecortadamente. Él apareció en la barra de inmediato. Estaba preparando una ensalada, pero la dejó en cuanto oyó su voz. —¿Tienes un momento…? —inquirió ella. —¡Toda la vida! —Ven… Él salió del bar y la acompañó al cuarto de baño. Se encerraron con pestillo. Se besaron con ardor e hicieron el amor como si fueran dos animales en celo. Rieron, gimieron, suspiraron y se quedaron mirándose uno al otro sin mediar palabra. Pero dentro de ella renació el sentimiento de rencor de cuando la ruptura. No sabía por qué. Posiblemente, 91
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no se había curado del todo. Sacó su espejo y pronunció unas palabras incomprensibles. Al intentar volver a salir, la puerta se entreabrió con dificultad. Ella le inquirió con ojos inquisitivos y un mohíno en los labios. Habló fingiendo. —¡Qué extraño! —dijo la muchacha, avanzando cautelosamente—. ¡Qué puerta más pesada! —la tocó al hablar y se cerró, de pronto, con un golpe. —¡Dios mío! —dijo el hombre—. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos ha encerrado a los dos! —A los dos, no. A uno solo —dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció. Iñaki Ferreras (Madrid España) Facebook: inaki.ferrerasrobles Blog: tafferreras.blogspot.com.es
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En casa
Giancarlo
Ubillús Celi Debo estar en un cuento, y si lo estoy, tiene que ser en un cuento de Bryce...
Cada ciudad tiene su encanto, su historia, un nombre oficial y cada habitante es todo un mundo por descubrir. ¿Cuál era el nombre de su ciudad? Sí, ahora lo recordaba. La Tres Veces Coronada Ciudad De Los Reyes. Esa es Lima, la capital, la gris, la horrible, la única, la del río hablador, la de Taulichusco y los apus vilmente silenciados. ¿Cuántas historias guardan sus calles, sus callejones, sus recovecos más escondidos? ¿Cuántas historias oyó cuando era tan solo un niño? ¿Cuántas historias
leyó en las páginas añejas y amarillas de los libros que su abuelo guardaba en la gran biblioteca de su casa? ¿Cuántas historias creyó realmente vivir? Y eso era justamente lo que andaba buscando desde hacía mucho tiempo, escribir una historia, su propia historia. Y trataba de hacerlo entre el ruido asfixiante, la arquitectura colonial agobiante, el olor a comida y la indiferencia de la gente. Buscaba empaparse del pasado de sus libros. «¿Esa era La Catedral de Zavalita? ¿Dónde quedaría el Negro-Negro?» 93
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Había hablado, sin darse cuenta, en voz alta. Un señor ya mayor le sonrió y una mujer lo miró con extrañeza mientras apuraba el paso y se perdía en esa jungla de cemento en que se estaba convirtiendo la ciudad. Caminaba sin rumbo fijo. Poco a poco se fue alejando de la majestuosidad virreinal para caer en la monotonía de la modernidad actual. Empezó a sentirse cómodo entre esas calles recientes y sin historia, donde todo parecía relucir y donde el ruido era un recuerdo lejano y se podía ver en los rostros despreocupación total y una felicidad indescriptibles. Una taza de café y el periódico del día no caerían nada mal. Luego encender un cigarrillo y vivir sin ninguna preocupación. Después entrar a esa librería nueva y comprar los últimos best seller sin importar el precio. «Debo estar en un cuento, y si lo estoy, tiene que ser en un cuento de Bryce», pensó excitado. No pudo evitar sonreír. «Y ahora iré al club y seguiré leyendo al borde de la piscina, esta vez con un trago helado en la mano mientras los ojos del mundo se posan en mí y envidian mi felicidad». Una nueva sonrisa y a seguir caminando. «Y cuando se acerquen a preguntarme qué hago por la vida, les diré que soy un escritor y poeta. Pero no como ese tal Alberto, el que escribía novelitas eróticas en el colegio Leoncio Prado. Les diré que acabo de publicar mi primer libro y que había ganado un premio. Que la fama me había llegado de improviso pero que eso no me agobiaba y que a pesar de todo, era feliz». Por un momento dudó. Luego asintió, como afirmando «Sí, soy feliz». Y la gente a su alrededor se animaría y me pediría que les lea algo de mi autoría. «Estoy trabajando en un nuevo libro pero de poemas que espero pronto salga a la venta. Aún estoy pensando en el título pero 94
tengo un buen presentimiento. Creo que de todas maneras ha de ganar algún premio». Todos se reirían conmigo y me pedirían que les recite alguno de esos poemas, futuros ganadores de premios. Y con el pecho hinchado de la emoción y con voz melodiosa y grave empezaría a recitar: «Te he soñado tantas
veces, te he nombrado tantas veces, y todo sin conocerte. Como un huracán entraste en mi vida y así te fuiste. Y te llevaste el fuego de tu cabellera y el de tu vientre…»
Y cuando haya terminado, luego de un pequeño silencio incómodo, todos me felicitarían. Y solo me lloverían elogios y más elogios. Y no cabrá en mí tanta felicidad. Y atrás quedarían los días de las burlas y la indiferencia, los días de los llantos desconsolados y de los enmascarados. Y es que ya tenía todo planificado, ya que con el premio que ganaría por su último libro se iría a Europa, a la Ville lumière, a la Ciudad de la Luz, donde hacía muchos años llegó un «peruanito» llamado Mario Vargas Llosa para terminar de convertirse en uno de los más grandes escritores del habla hispana y del mundo. Y al seguirle los pasos al buen Mario, continuaría escribiendo y luego se enamoraría y se casaría y no volvería jamás al ruido, al frío, a la indiferencia y a la injusticia de la ciudad de los reyes, de Lima. Una brisa fría se apoderó del ambiente. Ya estaba oscureciendo. No había caído en cuenta que llevaba muchas horas caminando sin rumbo. Lo hacía a paso lento, la mirada al frente, con la ropa de siempre, pensando en Europa, en sus escritos y en esa buena estrella que le era tan esquiva. De pronto, una extraña sensación se fue apoderando de él y tuvo la necesidad urgente de verla, de abrazarla y tenerla a su lado. «Debe estar esperándome en el palacio. Voy en ca-
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mino, no te preocupes». Y es que era su presencia, pero sobre todo su mirada, esa mirada que le transmitía seguridad y tranquilidad, lo que le daba fuerzas para continuar a pesar de todo lo que pasaba. «Las cosas van a mejorar, te lo aseguro, no te sientas mal. Las cosas malas no duran para siempre, grábatelo». ¿Cuántas veces la oyó decir eso? Fueron tantas que ya había perdido la cuenta. «Cuando sea famoso todo cambiará. Todos nuestros males se irán para siempre. Ni nos acordaremos de todo esto». ¿Cuántas veces lo oyó decir eso mientras le acariciaba tiernamente los cabellos y le sonreía? Fue apurando el paso pero a los pocos minutos se detuvo. La larga caminata empezaba a hacer mella haciendo que sus piernas lo traicionaran y no quisieran continuar. A pesar de que hacía frío, sudaba. Y la fina garúa limeña se fue mezclando con sus lágrimas. «¿Pero por qué lloras? No te olvides que los personajes de Bryce son alegres y casi nunca lloran. Ellos son los que hacen reír». Eran las lágrimas más sinceras que jamás se habían visto y se verían, eran las lágrimas de alguien aburrido y cansado de la vida, de alguien cansado de buscar respuestas. Se sentó y fue abriendo su pequeña mochila. Buscó entre sus cosas y sacó su eterno cuaderno azul. ¿Por qué todos tienen un cuaderno azul de navegación? Iba pasando hoja tras hoja, lentamente, mientras el corazón se le hacía pequeño en su pecho. ¿Dónde encontrarían letras más honestas que esas? ¿Dónde más se desnudaría si no era en ese cuaderno, en esas líneas? Pero sintió que faltaba algo. Y era que ella no estaba ahí, entre esas páginas. ¿Por qué nunca te escribí algo? ¿Por qué a pesar de todo lo que haces por mí? Al fin había encontrado la historia que tanto buscaba. Su historia.
Se incorporó rápidamente y continuó su camino. La ansiedad lo iba consumiendo mientras los ojos de la noche le indicaban el camino y el olor a mar le decía que estaba cerca. Cuando al fin llegó, tenía el corazón acelerado, y ahora eran sus manos las que lo traicionaban. No podía o no quería abrir la puerta. Al entrar sigilosamente, la vio bajo una tenue luz. Estaba en el lugar de toda la vida, con su sonrisa inacabable y al igual que él, con la ropa de siempre. Le sonrió y se fue acercando en busca de sus brazos. Al abrazarla, todo el dolor del cuerpo desapareció y un calor reconfortante lo bañó de la cabeza a los pies. Quería llorar, reír. Quería decirle que lo perdonara, que a pesar de tanto esfuerzo nunca sería un escritor famoso, que nunca serían personajes de un cuento de Bryce, que las cosas tenían que mejorar, que haría lo que fuera por cambiar todas las lágrimas por sonrisas, que era el motor de su vida, que debían resignarse a seguir luchando, a caerse, a vivir en un cuento, pero de Ribeyro, a ser como los gallinazos sin plumas, a sobrevivir. «¿Todo está bien? Estaba tan preocupada porque no llegabas. Ya es tarde, mira la hora que es. ¿Vas a comer algo?». Le sonrió. «No», dijo. «Entonces acompáñame a ver televisión. Ven, siéntate aquí, a mi lado». Fue acurrucándose en su regazo, mientras las tiernas caricias lo iban convirtiendo en una mansa paloma. «Hamuy urpillay», dijo con voz hipnótica y sonriendo. La miró embelesado mientras sus ojos se iban cerrando y el ruido a su alrededor iba desapareciendo. «Kuyay mama», alcanzó a susurrar. Todo había vuelto a la normalidad. Ya estaba en casa. Giancarlo Ubillús Celi (Lima Perú) Blog: gubillus.wordpress.com Twitter: @gubc 95
El Callejón de las Once Esquinas
Lobos
Plácido
Romero Yo trataré de relatar lo que sé, que es poco...
En las lumbres del frío invierno alsinero, que aquí encendemos con madera de pino, o cuando paseábamos cerca de la ermita abandonada, que acaricia el bosque, me lo contaba el viejo. Me lo contó varias veces, refiriéndome cada vez un nuevo horror. Añadía detalles o eliminaba otros, supongo que sin advertirlo. Yo trataré de relatar lo que sé, que es poco, aunque sospecho que esto parecerá un sueño a los que viven lejos del monte, y quizá sea así. Como todos en Alsina, yo también entré en el bosque para cortar un árbol, un pino centenario que demostrara mi valor a los alsineros. Los hombres siempre estamos luchando contra nuestros miedos, aunque para ello los hagamos más patentes. Entré en el bosque acompañado por Fisgón y animado por un trago de cerveza amarga, el primero de mi vida. Lancé una última mirada a Alsina y a la alsinera que pretendía impresionar. El perro no tardó en regresar al pueblo, sordo a cualquiera llamada. El bosque estaba sumido en el silencio; un pájaro inició su trino y lanzó sus notas que quedaron vibrando en la mañana. Subí por el arroyo de las Águilas. Debajo de los familiares álamos me sentía seguro. De vez en cuando, para fortificarme, metía mis pies en el agua, que siempre baja helada en el Águilas. Desde luego, los crecientes ruidos de la foresta, que se estaba despertando, me estremecían, pero trataba de sere96
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narme pensando que los producían animales más asustados que yo: conejos, tan fáciles de engañar y cazar, o ciervos, cuyas cornamentas adornan las paredes de nuestras casas. Sentí desde luego que ojos extraños me espiaban. Quizá un jabalí sorprendido en sus hociqueos, quizá un zorro, que a veces también sesga con sus aullidos la tranquilidad de la selva. El sol estaba oculto por las copas de los árboles. Aún no me había alejado del Águilas y su fluir pedregoso me aquietaba. Ya caminaba sobre las agujas de los pinos, que como una alfombra cubren todo el bosque. No se iba a enterar nadie, pensé, como quizá pensaron muchos alsineros que antes de mi intento también fracasaron. Miré un pino y acaricié su rugoso tronco, mientras escuchaba a mis espaldas el murmullo del bosque. Antes de descargar el primer golpe me di la vuelta de repente, como si quisiera sorprender a alguna criatura oculta. Las hojas movidas por la brisa remedaban conversaciones en voz baja. El primer golpe hirió la corteza y me pareció que sería escuchado en toda la sierra. Detuve el hacha y comencé a espiar los alrededores. El aire se pobló de trinos y silbidos. Un leve susurro se levantó de las hojas y un movimiento raro, como si los árboles y las hierbas se agitaran por una presencia oculta. Tal vez alguien más decidido no hubiera cejado en sus ataques al tronco; esa es quizá la naturaleza de la prueba. El viejo me contó que a veces los lobos abandonan el bosque y atosigan la llanura. Llegan a los corrales, se comen las gallinas, las cabras. Nadie sabe cómo consiguen saltar las bardas. Rebaños enteros, que pastan a orillas del Águilas, desaparecen entre sus fauces; de los pastores sólo se recupera un cayado quebrado, que apenas les ha servido para defenderse.
De pronto, los lobos regresan al bosque del que salieron, a la sierra impenetrable que aterroriza a los alsineros. —En ocasiones —me contó una vez el viejo—, los lobos no sólo bajan de la sierra para alimentarse. Abandonan la foresta para destruirlo todo porque el hombre no deja de injuriar la maleza. Muchos años atrás, le conté al sacerdote —a él le referimos todo lo extraño que nos inquieta—, mi sueño. Decenas, cientos de lobos bajan de la sierra y asaltan Alsina, o un pueblo de los límites del bosque. Muchos alsineros, advertidos por los aullidos y por su pánico, huyen a los pueblos de la llanura, abandonando para siempre la casa que sus padres edificaron. Otros, vanamente convencidos de que esa invasión cesará como las otras, permanecemos en el pueblo. Algunos se esconden en los sótanos, otros nos refugiamos en la iglesia, la única construcción pétrea de Alsina, bajo la superstición de que allí estaremos seguros, protegidos por los recios muros o acaso por un poder superior al de los lobos. Yo tampoco fui capaz de cortar un pino del bosque profundo. Quizá no me adentrara ni media legua en la sierra, allí donde a veces ramonean las mujeres. Como otros, dije que había cortado mi árbol; como otros, fui creído en Alsina. En el valle, dicen que los lobos no existen, que nunca han existido. Esos aullidos que a veces escuchamos son sólo sugestiones provocadas por los cuentos de los viejos de Alsina. Los perros cimarrones son los que atacan nuestro ganado, perros enloquecidos como sus amos, que acaban convirtiéndose en las bestias que debieron combatir. Pero yo sé que los lobos llegarán. Plácido Romero (Jaén España) Twitter: @PlcdRmr Blog: placidario.blogspot.com.es 97
El Callejรณn de las Once Esquinas
Historia de cรณmo los gatos evitaron el exterminio en la Edad Media Jean
Durand
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A comienzos del siglo XVI, en la vieja Europa, la Inquisición se encontraba en su apogeo luchando contra la herejía y el Diablo. Una de las criaturas más afectadas por las persecuciones del Santo Oficio —junto con las mujeres—, era la pacífica y adorable población de gatos negros, la cual se había reducido drásticamente en cantidad, al considerárseles seres diabólicos y amigos de brujas y demonios. España fue uno de los países en que más influencia tuvo la Iglesia Católica, y en especial el pequeño pueblo de San Félix, en donde el obispo Heartdogg, siguiendo las órdenes del Santo Oficio, dedicaba cada semana a la quema de gatos en la plaza del pueblo. Esa noche, Heartdogg asistió a una reunión de gatos negros en una casona abandonada de un oscuro barrio del pueblo. Supo que era un sueño porque podía entender lo que hablaban los felinos. El obispo estaba satisfecho de lo que veía. Un reducido número de diabólicos gatos negros murmuraban desesperados por su próximo fin. Ya le parecía sentir las trompetas del cielo tocando en su honor, su labor era todo un triunfo. De pronto, e inesperadamente, ingresó un viejo gato negro al lugar seguido por dos extraños felinos: uno moteado oscuro, estilizado de cuerpo y cabeza triangular; el otro un gato peludo y de color ocre. El obispo, sin dejar de sonreír, contemplaba con detalle la extraña escena. Los dos últimos gatos eran desconocidos para Heartdogg, a esta altura, un experto en felinos y razas. «Estamos reunidos —comenzó su discurso el viejo gato— para evitar nuestro exterminio. La inquisición nos ha empujado a medidas desesperadas; todos Ilustración del autor
nuestros trucos y conocimientos mágicos no han dado resultado —la enorme sonrisa del obispo ante estas palabras, solo resaltaba más su perversidad—. Por ello hemos pedido la ayuda de dos hermanos traídos desde los lejanos y enigmáticos países de Egipto y Tíbet. Poderosos elementales expertos en metempsicosis y transmigración que tienen un plan que nos salvará». Al terminar su discurso, el gato viejo giro su cabeza en dirección al obispo provocándole una leve incomodidad. Pero cuando el gato tibetano y el gato egipcio también giraron su cabeza hacia él, un gran pavor comenzó apoderarse de Heartdog al sentir cómo su alma, atrapada por tres pares de ojos felinos oscuros y penetrantes, era arrancada por su cabeza y lanzada hacia una masa oscura y peluda. Despertando con un extraño sobresalto por tan maligno sueño, el obispo vio acercase a su lecho, a uno de los criados. La mirada de repulsión y la mano dirigiéndose hacia su rostro, hicieron reaccionar a Heartdogg con su acostumbrada dureza y superioridad, pero el golpe que esperaba darle al criado, solo fue un arañazo que hizo retroceder a éste. Casi al instante, sintió cómo era alzado por el pellejo y metido a la fuerza en un enorme saco. Sus gritos de protesta por tal atrevimiento, sonaron como maullidos felinos sin rastros de humanidad. Fue al observar a los demás gatos negros dentro del saco, que reconoció a sus otros hermanos de fe. Sin comprender completamente la brujería que había ocurrido, su terror aumento aún más al ver y sentir, a través de la tela del saco, la cercanía de la ardiente hoguera en la plaza del pueblo.
Jean Durand (Belloto Norte Chile) Twitter: @Jean_DD / Instagram: @artebreve Web: www.artebreve.com 99
El Callejón de las Once Esquinas
Los imanes Plinio
el Bizco
Aquello era una idea sumamente descabellada...
Estaba de regreso en la ciudad tras haber recorrido un país exótico, ya saben un lugar de esos que hay que visitar antes de tener alguna responsabilidad o incluso aún después de tenerlas. Como todo turista que se precie traía las típicas reliquias, unos suvenires imantados como adorno de nevera para los amigos. Donde los compré me hablaron de no sé qué fuerzas o vórtices que podían conjurarse bajo ciertas circunstancias... He de reconocer que apenas entendí al hombrecillo que me hablaba en tono de advertencia ya que gesticulaba semejante a un Mortadelo disfrazado de hechicero salido de una viñeta de Ibáñez que me provocó una risa floja hasta el azoramiento de invocar el «tierra trágame». Siempre que se vuelve al lugar en que se habita, sea por vacaciones o no, cuesta reconocer el paisaje de lo cotidiano. Las calles más habituales parecen bañadas por otra luz más diáfana, incluso su atmósfera se muestra renovada, menos densa. Eso me pareció hasta que llegué a la calle Estudios, entonces recibí la bofetada acostumbrada del orín y el queso 100
rancio como una cortesía mareante que se ofrece generosa a todo forastero. Por esas calles pisar la baldosa equivocada solía y creo que todavía suele tener el premio de un agua enfangada, así que iba concentrado en la rayuela del adoquinado. Según avanzaba a salto de losa por la calle San Lorenzo iba perdiendo la perspectiva de la torre mudéjar alzada sobre el caserío como una perla encriptada en el barrio de la Magdalena. En torno a la catedral había montado un mercado medieval, con carteles y estandartes por todas partes que hacían alarde de «las tres culturas» que convivieron en aquella época. Hoy en día resulta más divertido recrear la historia que estudiarla, así que nos la muestran como un trampantojo idílico para el consumo donde casi dan ganas de ser un siervo de la gleba y revivir aquellos días de guerra y peste bubónica. Entre la calle Palafox y la plaza de San Bruno, el arco del Deán apareció como una joya silente e ignorada sobre una multitud ralentizada bajo su sillar cruzado, semejante al efecto de un embudo que no
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traga. Todo tenía el sello de lo real: los empujones, las fritangas, la furia martillada sobre diverso metal; los tenderos se desgañitaban en un dédalo de mirones sofocados entre los puestos conformados a manera de zoco. Escapé de allí lo más rápido que pude, dejando atrás el hipnótico aroma del cuero labrado, salivando carnes a la brasa. El cielo abandonaba rápidamente su majestuoso ocaso por una cian tormenta. Las primeras gotas son siempre una amenaza, buscaba un cajero cercano, todavía no era habitual pagar las cervezas a crédito. No sé qué ocurrió exactamente, ni en qué orden, quizá primero fue el resplandor que iluminó la pantalla antes de que tecleara mi número secreto (14**), y después mientras lo hacía ocurrió el estruendo al tiempo que notaba una descarga electrizante que me dejó churruscado como a un cordero viejo. ¿Había sido un rayo? Reconozco que estaba alelado, ni siquiera sabía si me había partido por la mitad o en cuartos. Abandoné el murete de los deseos tan aturdido como tambaleante sin contestar a la pregunta: «¿Desea realizar otra operación?» «El Sopas» era donde nos reuníamos para tomar la primera mientras charlábamos sin convicción sobre «el oficio de vivir». Allí todo era bizarro; desde el lugar en sí hasta la propia clientela. La música solía oscilar desde el garaje a la psicodelia. Sin embargo, cuando aparecían los colegas «mods» del camarero, uniformados a lo vintage con ganas de parranda, entonces podía escucharse cualquier cosa esperpéntica como «Drácula ye-ye» de Andrés Pajares. Era un bar estrecho con una barra larga y mal iluminado; al final el antro se abría para dar cobijo a unas mesas de vetusto mármol. A veces, si el bar estaba en calma y llegaba a encadenarse algún silencio, se podía percibir la materialización del salitre emanado en forma de humedad
desde el sótano. Lo cierto es que lo más recomendable era no bajar al excusado. También podía ocurrir que el local crepitase por el alto decibelio y el aforo repleto, entonces las conversaciones se disgregaban en palabras, risas, lexemas, muecas, entremezcladas de tal forma desde todos los rincones, que uno creía estar en el centro mismo de Babel. Sin embargo, en la noche referida no había nadie, más bien nada, porque tampoco había garito. Quise centrarme, había soportado un rayo según parecía, quizá estuviera muerto en un viaje por el purgatorio sin Beatriz ni infierno, pues todavía seguía incapaz de reconocer nada. No había asfalto ni señal alguna que me orientase, sólo callejas estrechas con aspecto de letrina. La oscuridad se espesaba en cada esquina. ¡Y nadie a quién preguntar! Salvo algún edificio disperso de materiales más nobles, el resto era todo madera tosca, adobe, cañizo... ¡¡¡Medieval!!! ¿Pudiera ser que al teclear el número secreto y caer el rayo en ese momento hubiera hecho un viaje en el tiempo? Como diría el camarero del «Sopas»: «Aquello era una idea sumamente descabellada». Pero no había «Sopas» y en la calle San Félix donde debía estar el bar, no estaba, pero sí desembocaba como debía ser en la ¡Casa de los Torrero! Coincidía, era el mismo edificio. Como 101
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todo palacete local su base se alza sobre bloques de piedra sustraídos a la muralla. La fachada de ladrillo, galería de arquillos y un remate con alero artesonado. No había duda, estaba en el mismo lugar. ¿En otra época? Abandoné la zona y pensé que me podría orientar si encontraba el eje vertical romano; fue fácil, la calle San Gil era la calle más amplia y recta que había por allí. Me dirigí hacía el sur hasta toparme con la iglesia gótica dedicada al santo y contemplé su característica torre rectangular. Frente a ésta se encontraba un tapial que atravesé por un postigo de arco ojival, seguía dudando acerca de todo lo que estaba ocurriendo, pero, lo cierto, es que estaba en una Judería. Nada más entrar vi una sinagoga que debía ser la conocida por la «chica», donde lo que hoy es la calle San Andrés. Recordé haber visto un plano del gueto en un librero de viejo, así comencé a deambular por la zona hasta terminar en un callejón sin salida que debería ser el de Zaporta. Deduje que bajo ese firme se encontraban los restos del teatro romano esperando ser descubiertos. Busqué una salida escalando el tapial que guardaba los patios exteriores de las casas. Descubrí otra sinagoga desde un tejadillo que guardaba unas acémilas. Su fachada era más elaborada, de piedra labrada y columnas salomónicas. Debía ser la de «Bicolorim», lugar de reunión, gobierno y justicia de los gerentes de la Aljama. Sonaron campanadas, provenían de todas las iglesias cristianas esparcidas por la ciudad; tañían broncas, descompensadas, generando un monumental eco. Me resultó imposible contar las horas, quizá fuese medianoche. Bajé al piso de tierra para ver mejor una silueta que salió de una puerta. Me escondí instintivamente a su paso. Era un hombre bajito con ojos de ira y aspecto de ogro, semejante a una gárgola horrenda que acabara de estrellarse desde lo alto de una catedral. Co102
mo Vulcano, cojeaba con firmeza, maldiciendo su sombra y mirando constantemente hacia atrás. En una de sus manos escondía un brillo, el del acero o el del vil metal. Lo seguí. Fue una estupidez, pero ya estaba obcecado en desentrañar aquella charlotada. Saliendo por un trenque al Coso se dirigió a los baños judíos que estaban frente al «castillo». Un complejo aprovechado sobre los torreones de la muralla que comprendía un mercado, hospital, cárcel y la Sinagoga Mayor. Silbó y al poco salieron cuatro figuras más, alguna guardándose un estilete entre las calzas. Entraron por otro portazgo que conducía a calle de los Estudios, donde estaban las escuelas de gramática y se estudiaba el Talmud y la Torah. Más arriba, entre los callejones de Espino y Zarza, había unos corrales que enrarecían aún más el ambiente ya cargado de gachas y leche agria; de la calle del Gallo salieron tres hombres más con aire de hastío profético. Juntos atravesaron el «Horno del salvaje» que comunicaba con la parte cristiana de San Lorenzo. El vecindario miraba oculto desde las celosías e incluso alguno se situaba inmóvil en el mismo quicio entornado de las puertas como Janos observantes. Aquella Comunidad compartía alguna misteriosa ley del silencio: las mujeres, los ancianos, los niños, toda la sociedad sabía hacia dónde se dirigían. Pensé en la Sociología de Simmel y en su concepto de secreto en una sociedad críptica: «Si bien el secreto no se halla en conexión con la idea del mal, el mal sí está siempre en conexión con el secreto»... Tuve que apretar el paso para no perderlos, tenían prisa por acabar su cometido, cualquiera que fuese. Habíamos llegado al núcleo religioso de la diócesis. Bajo el Deán, en las inmediaciones de la catedral, su plaza todavía hedía a carne quemada del último acto de fe. A veces
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se atenuaba el efecto por la ráfaga nau- moribundo, asegurándose de la eficacia seabunda de alguna tenería. Antes de de su cometido. Era la «gárgola coja», su entrar en el templo dudaron los conju- aspecto de ogro caído de un capitel rados. Comenzaron a dar vueltas. Esta- románico se rubricó al ver que se topaban indecisos. Recordé una fecha: ba con un obstáculo imprevisto, me «¡1485! - ¡Pedro Arbués! - ¡Asesinato del soltó una maldición y, tras un empujón, Inquisidor General!». Finalmente, en- desapareció. Me había dejado la huella traron los ocho cubriéndose la cabeza. de su mano ensangrentada sobre mi Les seguí, sin valorar las consecuen- hombro. cias. No podía perdérmelo, iba a ser Si lo que he contado hasta ahora testigo de un acontecipodría describirse comiento tan histórico mo una peripecia del como el asesinato de absurdo, lo que sigue a Julio César. continuación se resuPese a la extensión de miría en cómo puede la planta y la diversidad huir de él un fugitivo. de capillas menores no Apenas salí a la plaza, fue difícil encontrarlo. cuando un sacristán, Todo eran tinieblas monaguillo o lo que menos el altar mayor, fuese, surgió dando voque estaba envuelto ences como un poseso tre un resplandor desde el interior del magnífico provocado templo: «¡Su excelenpor una cantidad alicia! ¡Su excelencia! ¡Lo neada de cirios y velohan asesinado!» nes, creándose el efecto Las ventanas del obispremonitorio de una pado, un edificio de capilla ardiente. Hacia piedra y ladrillo contiMurillo "El martirio de San Pedro de Arbués" allí se dirigieron los enguo al templo, comencapuchados rodeando zaron a iluminarse: rápidamente a un hombre que oraba so- «¡¡¡Ahí!!! ¡Ahí va uno de ellos!» litario arrodillado ante una pétrea esca- Eché a correr, me estaba señalando. linata. Parecía subyugado por el éxtasis, De la Diputación, situada en el flanco emborrachándose de incienso y pureza. norte de la plaza, se escuchó el crujido Éste, cuando los vio, alzó los brazos in- de sus pesadas puertas y no tardaron en vocando piedad. A una señal convenida salir hombres armados del cuerpo de hecha por la «gárgola coja» lo apuñala- guardia. La plaza estaba sembrada de ron a discreción. Me quedé ensimisma- pequeños montículos. Algunos eran do viendo cómo abandonaba la vida un simples haces de leña a modo de reserva apóstol de la muerte. El grupo se disol- para los autos. Otros eran las piras convió enseguida, lo tenían planeado, unos vertidas ya en brasas, cenizas y restos de marcharon por la puerta del este para cadáver. A hurtadillas, bordeando los perderse por Arcedianos, otros lo hicie- despojos logré alejarme entre una ingraron por la del sur que sale a Pabostria, y videz espantosa. Intuía que la reperculos que atacaron la espalda del clérigo lo sión de mi visibilidad significaba haber hicieron por la principal, la del oeste. sido cómplice. Por tanto, no podría ir Uno de éstos chocó conmigo porque muy lejos con mi aspecto de turista. Pahuía con la vista puesta en el cuerpo saron dos jinetes tan cerca que me tuve 103
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que meter entre los restos de una de las últimas hogueras para no ser visto. Entre tizones y náuseas quedé conmocionado. Cuando me repuse, todo el vecindario debía de saber que unos conversos a sueldo habían asesinado al Inquisidor General nombrado por el rey Fernando. Al menos, había conseguido oscurecer mis ropas con los carbones por lo que evitaría ser avistado tan fácilmente. Tenía que pensar deprisa, no podía diluirme en pensamientos de culpa o existencialismo acerca de si debía haber alertado o no a la víctima. Ningún tribunal aceptaría la explicación de que sólo era un «flaneur» de paseo por el Tiempo. Avancé en zigzag hasta la iglesia de Santiago que estaba al comienzo del cardo de Caesaraugusta, me tentó pedir asilo en sus muros, pero habría sido como ponerme yo mismo los grilletes. Me interné por su fosal aledaño para salir al barrio mozárabe. Las calles que rodeaban la Lonja y la iglesia románica de Santa María eran un laberinto de estrechas callejuelas en la evidencia caótica de ser el único entorno visigodo que pervivió durante la dominación musulmana. Buscar refugio en la judería o en su callizo extramuros, pensaba, así como en el barrio árabe remontando el azoque hasta «Sinahya», era demasiado arriesgado. Nadie querría ocultar a un prófugo de la justicia que no perteneciese a la Comunidad. ¿Llegará el día, soñaba, en que no habrá más Comunidad que la de la Fraternidad? Aparte de divagar, lo cierto es que los alguaciles ya estarían peinando todos los arrabales casa por casa. Se oían voces cerca, alguna partida de caza debía estar siguiéndome el rastro. Abandoné las ruinas de un frontón hundido y columnas corintias, quizá estos fueran los restos de algún templo de la antigua colonia. Corrí furioso, casi enloquecido por unos chasquidos amenazantes que delataban mi 104
huida. Llegué hasta la Zuda en busca de algún trenque abierto a extramuros para poder alcanzar el río y cruzarlo por algún vado en busca de una vía de escape que me llevara a la costa. Desde la torre un vigía dio la alarma y el valor se me quebró por el zumbido de la ballesta. Volví a correr como un gato con cascabel, ¿de dónde venía el ruido? Las hebillas de las sandalias, el cinturón, ¿qué? La oscuridad de un cobertizo cercano a la puerta de Toledo me invitó a la serenidad. Descansé. Había patrullas. Caballeros con espada en mano, posiblemente llegados de la Aljafería, sede de la Inquisición, organizaban con órdenes precisas a las milicias. Ya me veía en la Torre del Trovador, olvidado para siempre como el Conde de Montecristo. La fuga por Predicadores hacia Castilla se hacía imposible e imaginé que por Cinegia alcanzar el Hospital de Gracia significaría la misma utopía. Recordé que cerca de mi escondite estaba el Temple. La orden había desaparecido hacía más de doscientos años. Aunque según creía haber leído, en la Corona de Aragón fueron los Hospitalarios quienes habían recogido su testigo. Me sentí capaz de ir Granada o a Tierra Santa. La iglesia de los templarios era un edificio almenado de planta octogonal cerrado a cal y canto. Tampoco el convento de la orden ni la hospedería daba indicios de vida. Un grupo con antorchas me dio el alto, bajaban corriendo desde la calle de los Plateros. Volví a las andadas. De salto en salto por los patios. Escuchando de nuevo el ruido de un jamelgo en romería que va anticipando sus pasos, acotando así yo mismo cualquier posibilidad de huida. Al final, caí en la cuenta de que eran ¡¡¡Los imanes!!! Llegué a unos jardines, el murete que los bordeaba pertenecía a una exedra porticada que supondría la parte trasera del monasterio. Hacía frío. Allí
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se encontraba una peana inextricable de sombras encapuchadas adorando una fogata. Saqué los imanes para lanzarlos al fuego; mientras pasaba junto a ellos, uno se giró. Nos maldijimos mutuamente. Eran la «gárgola coja» y sus compinches. Del fuego salió una furiosa llamarada que atrajo a los soldados. Sin detenerme, salté por otra parte de la tapia. Desde lo alto oí como los prendían. No sé hasta dónde seguí mi carrera. Acabé derrumbado en el asfalto ante paseantes distraídos que se apartaban de mí por si acaso, como si fuera un excéntrico borracho. ¡Había asfalto! Reconocí la plaza Santa Cruz. El Palacio de los Torrero. La calle San Félix. ¡«El Sopas»! Allí estaba su cartel coloreado donde se leía claramente: «Sopa de Letras». Entré. Sonaba el órgano Hammond de «Shelley y su Nueva Generación». No había mucha gente. El camarero me saludó con un gesto cotidiano, luego me percaté que me estudiaba inquisitivo;
comprendí que iba hecho unos zorros. Llegué hasta el final de la barra para comprobar que no hubiera nadie. En una de las mesas divagaban sobre Paul Éluard y Heidegger: —Otros mundos son posibles —decía uno. —Pero están en este —aclaraba el otro, que hablaba por boca del poeta... Sonreí. Pensaba una excusa para volver a casa. Entonces se abrió la puerta del local y un tipo con cresta mohicana, lleno de tachuelas, entró. No supe si era el fantasma del último punk o el sobrino de Nosferatu escapado de algún rollo de la filmoteca hasta que lo vi más de cerca. Lo cierto es que venía hacia mí y me miraba con la insidia del que busca el reflejo del miedo. Llegó gruñendo como una gárgola hastiada y ¡¡¡coja!!! Traía un puño cerrado que abrió para mostrarme unos imanes: «¿Has perdido esto?»
Plinio el Bizco (Zaragoza España) Twitter: @PBizco
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Última cena del siglo XX María Jesús
Briones
Antes deberá encerrarse durante cuarenta días en la cápsula...
A Jesús García López le tiemblan las manos. El correo llega de lejos. Su currículum óptimo le permitirá superar la prueba. “SALVAR EL UNIVERSO”. Cruzará el Océano para surcar el Espacio en misión «Top-secret». Antes deberá encerrarse durante cuarenta días en la cápsula. No será fácil, pero debe lograrlo. Comunicará la marcha a su familia y a los compañeros de carrera, sin desvelarles el verdadero motivo. Desconoce si lo entenderán, sobre todo su madre, María, dedicada al cuidado de la casa y a su educación a golpe de martillo de su padre, José, sin haber conseguido en 33 años, ese pequeño taller donde amontonar maderos y lluvia de serrín. Al caer la tarde, jornada tras jornada, Jesús subía al tejado de la casa de adobe y alfeizares con macetas de hortensias y geranios. Con un catalejo de lente de aumento, vigilaba las estrellas en su desliz noctívago. Atentamente las observaba, las medía con la mente y hasta ponía nombres. Despertaba acariciado 106
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por la mayor de todas, el Sol, de máximo misterio. Se preguntaba de dónde salía su fuerza y se prometió averiguarlo. En su candor, extendía el brazo para rozarlo, pero el Astro soberano permanecía inmóvil en su nimbo. Planeaba con Tomás un cohete de doble potencia de los de las fiestas. En la semana de ferias guardaron un buen cargamento de pólvora. Fueron sorprendidos por María y obligados a restituirlo. Jesús piensa en Tomás, en reunirlos a todos en una cena. A sus padres, mayores, el viaje desde el lejano pueblo les resultaría muy cansado, con ellos lo hará en privado. Pedro, sin terminar los estudios, tiene el mejor banco criadero de peces. Pablo ocupa la cartera de Economía del país. Tomás ha homologado sus inventos y Juan ha conseguido ser best seller, con cuatro crónicas publicadas. Jesús llama al Jefe de personal, Judas. En su lugar, su secretaria, señorita Magdalena, piernas cinceladas y melena hasta el borde de una minifalda de cuero, se arrodilla frente a Jesús y le calza el último modelo de zapatos de tafilete, dispuestos para la venta. Éste los reemplaza por unas sandalias de tiras cruzadas, e indica a la mujer que busque en Internet un lugar sobrio para la noche del jueves. La secretaria recorre la red. Muestra más de veinte lugares. Jesús se fija en “El mesón de los doce”, al final de la autopista. Artesonado noble y suelo de pizarra a rombos blancos y negros. Cerca, el pueblo de las vides, donde se produce el mejor de los vinos. Una cena, sin un buen caldo, no es para recordar —piensa— y lo mío va a ser historia. La mesa de los grandes eventos ocupa el espacio. Música barroca de fondo y velones de cera virgen custodian la ensalada de vegetales.
Jesús ha decidido un ágape vegetariano. Iscariote ha exigido la inmolación de un cordero. Se comienza con un brindis. Cristal del soplo más fino para el «LácrimaChristi». Al chocar con Iscariote se escurre la copa: de su corte, brota sangre. Se funde con el alcohol. El portero entra muy apurado con la gorra torcida. Mueve unas llaves. El poder despótico de la grúa ha hecho invisible el descapotable rojo. Judas increpa al empleado. Se palpa los bolsillos en busca de las treinta monedas del rescate. Sólo tarjetas de crédito. Una docena de diablos le han prestado sus alas. Sale despavorido, sin atender la llamada de Jesús. Tomás hace propaganda a los incrédulos Juan y Pablo del boom de ventas de su dispositivo para inmovilizar coches contra el tan temido rapto, con un «Ver para creer». Pablo bromea y alude al resultado muy positivo de los ciudadanos en su próxima declaración de renta. Jesús hace un gesto de dolor. Pedro se inclina y localiza un pequeño vidrio junto a su sandalia hincado en la carne. Abre la cartera llena de anzuelos, y, como si se tratase de un pez, lo extrae. Lo guarda como reliquia. Pedro se queja. Su negocio no va bien, el efecto invernadero seca las aguas, se pudren los huevos y mueren las crías. Pablo, en cambio, se muestra satisfecho por el aumento de la recaudación; este año se ha multiplicado por diez, gracias a la campaña televisiva y a la propaganda gráfica. Jesús, los mira en silencio. Le angustia no poder revelarles su verdadero objetivo. Pide a Juan que les recite un capítulo de su última obra. Juan, con voz templada, describe grandes problemas del siglo XX. Hace hincapié en la ceguera del hombre al atentar contra la naturaleza, denuncia la 107
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deforestación de selvas, la matanza indiscriminada de animales y… Todas las miradas giran hacia un camarero bajo y calvo con una bandeja redonda con la piel quemada de un ternasco de no más de ocho días. Un cuchillo, a modo de espada, apuñala su incipiente y mórbido cuerpo. El ojo del animal, abierto y fijo en el horror, ha prevalecido a los grados del horno. Sus costillas sanguinolentas hacen masa con el sebo, en espera del festival del desgarro. Mutismo en el grupo. Las cabezas giran al compás de la música, cada vez más alta, cada vez más solemne. Jesús dice: «OS HE REUNIDO AQUÍ ANTES DE LLEGAR AL SOL». La sorpresa se dibuja en cada uno de los rostros. Los velones se prenden con llamas de ansiedad. Pedro se apresura a utilizar el pedacito de vidrio, como monóculo protector de un eclipse. Un empujón de Jesús lo hace caer. —Pedro, antes de elevar tu vista al cielo, fíjate en la tierra de la Tierra. Pedro no comprende, únicamente le interesa el agua, y su mini-factoría de pescado. —Tú eres responsable de su control y
del alimento de tus criaturas. —Este pan integral de salvado, imitadlo y reservadlo como símbolo de pureza. Ninguna boca lo mastica, lo retienen en la saliva y atraviesan sus nueces pronunciadas en sus gargantas. El sonido de un motor de cien caballos. Estruendo, algarabía y nube de flases, rompen el momento, encabezados por el excitado Judas. —¿Dónde está mi cordero? —repite—. ¿Dónde está mi cordero? Conmocionado y con jadeos, besa a Jesús y se dirige a los fotógrafos. —Es él, él, el elegido. Vuestra es la exclusiva, será noticia universal. Jesús suspira: Judas, ¿por qué rompes mi secreto? Judas airea un talón. —Descubrí la carta. Siete ceros, siete ceros, compañero. Siete ceros para mí por tu filtro al Sol, por tu misión «SALVAR EL UNIVERSO DEL EFECTO INVERNADERO». Jesús le mira piadosamente: Judas, ¿por qué me entregas a la prensa? No sabes lo que haces.
María Jesús Briones Arreba (Madrid España) Twitter: @JessMajebri Facebook: María Jesús Briones Arreba
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Fin de semana
Miguel
Ibáñez Un infarto es una cosa muy seria...
Un infarto es una cosa muy seria. No sé si han tenido ustedes uno, pero no es un asunto agradable. Una losa gigante y pesada oprime el pecho, falta el aire, el brazo se paraliza y la sensación de muerte inminente es tan real, que ves tu rostro reflejado en el filo de la guadaña. Y ahí estás tú, con cara de tonto mientras te vas al otro barrio, pensando en los cien euros que tienes en la cartera, que no te gastaste porque no era el momento y, si tienes suerte, los médicos se afanan por devolverte el pulso. La cara cada vez más azul, las piernas más rígidas…Yo tuve uno hace poco. Me pilló en fin de semana. Era sábado por la mañana y mi mujer se descolgó con un plan estupendo para pasar el día; primero íbamos a ir a Ikea y luego a ver a mi suegra al hospital. Llevaba dos semanas ingresada. El aneurisma por el que yo tanto había rezado se presentó sin avisar y la tenía postrada en el Virgen del Rocío. En un principio pensé que era cosa hecha. Tendría que ir a verla con mi mujer, poner cara de circunstancia, comentar en los pasillos con mis cuñados, con el gesto duro y alguna mirada cómplice de alegría disimulada, la pena que todos sentíamos. Pero la situación se alargaba, la señora era fuerte y se aferraba a la vida. Y este era el se-
gundo sábado consecutivo que iba a perderme el Betis por su culpa. Fuimos a Ikea. Seguro que habrán estado allí. Se miran las cosas, se asiente con resignación y se leen los nombres absurdos que tienen las estanterías. Se anda mucho. Mi mujer no es de esas que se para a verlo todo, cosa que agradecí sobremanera. Empezaba a sentirme demasiado cansado. Los intrincados pasillos se me hacían cuesta arriba. Y no era por mi absoluto desinterés por los cientos de cajas que pueblan esas calles infernales. Era como si me costara andar. Como si las piernas me pesaran. Además empezaba a sentir un frío extraño en la garganta. Nada que hubiera experimentado antes. Pueden ustedes tomarme por loco. Pero ahora que lo pienso, tuve la impresión de que mi cuerpo se empezaba a preparar para que mi alma me abandonase. Y no es que mi ser metafísico tuviera las mismas ganas que yo de comprar muebles, era que los primeros síntomas de fallo cardíaco empezaban a dejarse notar. Ignorante decidí que la mejor forma de aplacar aquellas sensaciones era esperar a mi mujer en el coche mientras me fumaba un cigarro. Así lo hice, no sin antes hacerme con un surtido de lápices que evitaran la sensación de haber per109
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dido media mañana. A las cuatro ya estábamos en el hospital. Y a las cinco empezaba el fútbol. La visita tenía que ser rápida si quería ir al estadio. Para los que no lo sepan, el campo del Betis está cerca del hospital. Cosa que cada vez intuyo menos casual. Mi suegra nos recibió dormida. Viéndola así, tan inocente, tan vulnerable, con el pijama del hospital y la habitación llena de estampas de santos, pensé que quizá juzgaba mal a aquella mujer que había dado la vida a mi mujer y era la abuela de mis hijos. Me sentí mal por un momento al imaginar lo fácil que sería ahogarla con una almohada en un descuido. De esta ensoñación me sacó el pitido de mi reloj Casio cuando dieron las cinco. Se me había ido el santo al cielo, ya no llegaría al partido. Busqué una solución de urgencia. Le dije a mi mujer que iba al bar de enfrente y que subiría al final del partido para irnos a casa. Bajé y me acomodé entre una maraña de batas blancas y verdes. Casi todos los médicos estaban allí. Curiosa combinación de colores, pensé. No podía ser más adecuada. Pedí una cerveza y me la bebí de un trago. Es mi ritual antes de ver los partidos. Noté un poco raro el sabor cuando el líquido descendía por mi esófago. Con los nervios
tampoco reparé en que empezaba a quedárseme dormida una pierna. El Betis perdía uno a cero y, como siempre, yo me agitaba en mi asiento, me quitaba el jersey y me lo ponía una y otra vez, miraba compulsivamente el móvil, gritaba, gesticulaba, increpaba al árbitro… Así pasó el partido hasta que en el minuto noventa y dos hubo una falta al borde del área a nuestro favor. Me puse de pie en la silla, ya no me importaba que la gente de la cafetería me mirase raro. Y fue gol. Quise gritar pero no salía sonido alguno de mi boca. Me desplomé allí mismo. Solo recuerdo un coro de cabezas a mi alrededor y una presión fortísima en el tórax. Y el negro más absoluto. Me desperté una semana después en esta habitación. Mi mujer ha decidido, en connivencia con los médicos, que dónde iba a estar mejor que con mi suegra. Y aquí estoy. Esperando un trasplante que me salve la vida. Compartiendo habitación con una señora que mira con ojos divertidos. En mi cartera hay cien euros y mis pantalones están llenos de lápices. Y todavía me siento afortunado, porque si en vez de darme el infarto en la cafetería, me da en el hospital, ustedes no estarían leyendo esta historia. Miguel Ibáñez (Sevilla España) Twitter: @maibanezh22
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El destino de los Martínez María José
Sánchez
Ahora tengo la sartén por el mango...
Andrés, profesor de Criminología, explicaba a sus alumnos el tema de la semana. A fin de hacerlo del modo más gráfico posible, comenzó a relatarles un caso penal real. Era la historia de alguien que, con enorme desesperación, había acudido años antes al despacho de un colega y gran amigo, quien ejercía la profesión a muchísimos kilómetros. Las especiales connotaciones del supuesto llevaron al aula en pleno a embarcarse en varios debates sin precedentes, que excedieron lo estrictamente académico. Ante la insistente demanda, el profesor organizó para los chicos dos escapadas de fin de semana. Concertó el alojamiento en una casa rural, con intención de continuar la charla y revelar, por fin, el esperadísimo desenlace. No era posible ocupar tantas horas lectivas. El broche de oro a estas peculiares jornadas lo puso cierto fragmento de la novela titulada «El destino de los Martínez», basada en los hechos que se
estaban debatiendo. Pertenecía al capítulo final del tercer libro de la trilogía. Escena, desde luego, digna de reproducción. En ella los protagonistas, Marcos y Sofía, mantenían una acalorada discusión. El docente pidió a uno de los jóvenes estudiantes que leyera en voz alta. Todos escuchaban atentos, invadidos por tremenda curiosidad. El texto rezaba así: —Por favor, no me mires con ojos de ira. Haces que sienta culpa por mi propia debilidad —le espetó Sofía—. Provocas que recuerde las innumerables ocasiones en las cuales no logré reunir fuerzas suficientes para enfrentarme al cruel peso del destino… porque esa misma mirada intimidante me lo impedía. Tu actitud alimenta otra vez las malditas dudas. ¿Debo seguir adelante? ¿Me arrepentiré? Siempre he representado la corrección, la mesura extrema. He actuado en cada momento justo conforme 111
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a lo que los demás esperaban; jamás he roto esquemas. Y ahora tengo la sartén por el mango, pero soy tan cobarde que finalmente desandaré cada paso andado, con tal de que las cosas vuelvan a la normalidad. Marcos la contemplaba incrédulo; no reconocía a su hasta entonces sumisa esposa. —¡Sofía! ¡Desátame o te juro que…! —gritó fuera de sí. —¡Alto, Marcos! Si te mueves u osas hablar, perderás cualquier remota posibilidad de que esto último ocurra. Ya no habría vuelta atrás. Mira tú por dónde, de repente, se ha despertado en mi interior un instinto, se supone adormecido. Me he colocado el disfraz de damisela andante, adalid de causas perdidas. Una energía arrolladora atraviesa mi ser. Voy a rescatar, sí o sí, aquel añejo plan cocinado a fuego lento, como antaño se hacían los guisos; lo ejecutaré, cosa que antes no fui capaz. Por lo pronto, asumirás el papel de portavoz que transmita unas cuantas órdenes relativas al reparto patrimonial. —¡Maldita sea! ¡Sofía! ¡Qué demonios pretendes! —Escúchame, querido, este juguetito lleva guardado en un cajón bastante tiempo. Ni siquiera te has percatado. Menos mal, agradezco a Dios que nunca hayas pasado demasiado tiempo en casa. Ten por seguro que en cuanto me vea apurada, lo estreno contigo. Créeme, el que avisa no es traidor. Un consejo: sigue mis instrucciones tal cual, pues recurriré a cualquier cosa para proteger los intereses de nuestros hijos aunque ello suponga prescindir de tu propia vida. Al día siguiente, el cuerpo de Marcos yacía en el Barranco del Infierno con un tiro en la nuca. Sofía acusó a Berta, secretaria, sobrina y amante de su marido. Presentó una serie de pruebas en su 112
contra; entre ellas, el chantaje a que Berta estaba siendo sometida por el propio Marcos, para que no diera el chivatazo sobre determinadas actividades ilícitas de las empresas Martínez Callejón. Sofía tenía coartada, verdadera o no, de poco le sirvió, ya que la policía encontró también su cadáver (que presentaba igualmente signos de muerte violenta). Berta se puso en manos de un competente letrado penalista; no obstante, nada más decretarse el secreto sumarial, la chica desapareció sin dejar rastro. El caso se archivó. —Mis queridos futuros criminólogos —señaló Andrés—, a día de hoy, el hallazgo de nuevas pistas ha motivado la reapertura judicial. Marcos hijo no se resigna al desconocimiento respecto a lo sucedido a sus padres, pese a los rumores acerca de un posible factor externo y sobrenatural... Y es que algunas teorías, bastante cuestionadas desde otra perspectiva, apelan a la supuesta maldición familiar que ha ido trepando por el árbol genealógico sin saltarse ninguna generación; excepto la última, claro. ¿Será el turno de Marcos y su hermana Sofía? Aún pueden contarlo, pero, ¿correrán igual suerte en el futuro? Desconocemos si se ha llegado al final de la madeja. Un enigma cuya respuesta solo podremos hallar con el paso del tiempo. O no… La foto en grupo que inmortalizó la clausura de las reuniones mostraba los rostros de asombro ante un laberíntico e inesperado final. Andrés prometió repetir la experiencia para evaluar los avances del caso, así como para compartir impresiones sobre otros. Sin duda, aquella promoción no olvidaría jamás a su profesor y amigo. Ni a los Martínez… María José Sánchez Martínez (Granada España)
Número 3
Comprador obsesivo‐compulsivo Pablo
Núñez Donde mejor conseguía disfrutar de sus tesoros era en la sala más silenciosa de su casa...
Siempre se inmiscuía en las páginas culturales para estar al tanto de las reediciones y nuevas publicaciones de libros. En cuanto le interesaba alguno o, sin conocerlo, la portada le parecía atractiva, lo apuntaba en un rincón de su memoria, donde guardaba la agenda literaria repleta de notas. Iba a la librería el primer día que salía a la venta su presa y destrozaba las artísticas montañas que los trabajadores habían preparado para el reclamo del público, buscando entre todos los ejemplares el que no tuviera mácula alguna. Los miraba a contraluz, bajo las lámparas del establecimiento, estudiaba los lomos, las hojas, y hasta no encontrar uno digno de una exposición, no lo compraba. Una vez en casa, reorganizaba toda su biblioteca para que no perdiera la estética, lograda tras horas frente a las estanterías. Luego, retrasaba la lectura por miedo a terminar demasiado pronto la
obra, y para no estropear el envoltorio. Donde mejor conseguía disfrutar de sus tesoros era en la sala más silenciosa de su casa: en el cuarto de baño. Pero no en cualquier momento, sino en los más íntimos. Eso le acarreaba un gran problema, pues temía que su flamante ejemplar cogiera olores no deseados o se mojase de algún líquido poco cristalino. Con esta preocupación, no era capaz de disfrutar de la lectura y dejó de lado su afición, aunque no del todo. Como no podía evitar el deseo de buscar palabras en su trono, comenzó a aprenderse los diferentes nombres de los botes alojados en esa habitación adornada de azulejos. Con el tedio de leer siempre lo mismo, se le ocurrió hacer poesías a cada marca que encontraba y, para no olvidarlas, las escribió en la pared. Al tiempo, cuando todos los jabones, champús, colonias y demás productos higiénicos, incluso el papel, tenían cien113
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tos de versos asociados, empezó a aburrirse y dejó su carrera de poeta. También ayudó que la señora de la limpieza consiguiera un producto milagroso que borró todos los pareados de los azulejos. Entonces decidió hacer un cambio al contar que en la pared, junto a la ducha, había justamente sesenta y cuatro azulejos. Pintó la mitad de negro, con un producto imborrable, y así consiguió transformarla en un tablero de ajedrez, con sus sesenta y cuatro escaques. Aquello le abrió un sinfín de nuevas posibilidades para sus ratos de intimidad. Empezó a estudiar a los grandes maestros, imaginar partidas y diseñar múltiples jugadas. Lo absorbió tanto aquel mundo, que a su dieta sumó avena, ciruelas y kiwi, para poder estar en su cuarto predilecto el máximo tiempo posible. Llegó el momento de probarse contra un adversario de verdad y se apuntó a un torneo local. Allí no tuvo enemigos y pronto se hizo un nombre en los ambientes ajedrecísticos. Fue subiendo como la espuma hasta conseguir ser el aspirante en el campeonato del mundo. Pasó semanas preparándose para tan crucial evento y aumentó la ingesta de alimentos con fibra y purgantes de todos los tipos. El día señalado de la primera partida
contra el campeón, empezó a notarse perdido en la enorme y elegante sala tapizada de terciopelo azul, y en su sillón mullido y confortable. Fue derrotado en las primeras partidas de forma rápida, mas en el momento que se vio al borde del abismo, tuvo una idea y habló con los organizadores. Al día siguiente, los tapices y el sillón de su lado habían cambiado por unos azulejos arlequinados y una silla sin reposabrazos y con un agujero en el centro. En la siguiente partida todo cambió y, aunque empezó con las negras, acabó en tablas. Ya más familiarizado con el entorno, en las siguientes encadenó victoria tras victoria hasta convertirse en el nuevo campeón del mundo. Con el cetro mundial en su poder, se retiró por temor a una irritación de colon que pudiera complicarse. Gracias al premio económico que le canjeó su victoria, y a los contratos publicitarios que los productos dietéticos con suplemento de fibra le hicieron, ahora compra dos ejemplares de cada libro que quiere y mientras uno va a su pulcra librería, el otro es manoseado sin piedad. Al fin ha conseguido ser un hombre feliz: disfruta de su gran afición a la vez que, gracias a su cuidada alimentación, ha evitado todo tipo de problemas de estreñimiento.
Pablo Núñez (Sevilla España) Twitter: @beodo5
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Número 3
En tiempo de los lusones los hombres eran “barbáros” Cristina
Aguas ¿Eres tan valiente como aparentas?...
No era la mejor aldea a las faldas del Moncayo, ni la más grande, pero los viajeros decidieron hacer un alto y dormir bajo techo, aunque tardarían un rato en acostarse. La costumbre obligaba a dar noticias del exterior, informando al jefe y contestando a las preguntas de los jóvenes delante de unas cuantas jarras. Uno de los recién llegados no se unió a la charla. Permaneció cerca del fuego templando el frío que traía del camino, arrebujado en una gruesa capa cuya capucha ocultaba su rostro. El ambiente ya estaba cargado a la hora de las exageradas aventuras y de las mentiras. Cuchipando, hijo de Ostedico, después de relatar alguna bravata, salió a despejarse. El huésped silencioso, al que no vio acercarse, le abordó y le entregó un papel enrollado. «¿Eres tan valiente como aparentas?» Mientras alzaba los ojos del escrito buscando estupefacto al hombre misterioso, éste le había dejado dirigiéndose hacia el establo. Picando espuelas, como espectro montado en un caballo negro, le gritó al pasar a su lado: «Yo creo que no», lo cual no deja de ser un reto para cualquier habitante del valle medio del Iber. El papel llevaba escrito lo siguiente: 115
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Entra al Barranco del Muerto con la luna y lleva fresco al caballo. No llegues de día. No respondas a las voces. No hables con La Sauca Grande. No bebas agua de ninguna fuente. No pares en la Peña las Almas. No pises Latagüenca.
Cuchipando se quedó pensativo mirando el papel, pero como no andaba para adivinanzas, se retiró a su casa. Por la mañana la revelación nocturna le golpeaba de una forma tan insistente que no pudo evitar, como estaba claro, echarle huevos y salir a la aventura. Tomó el camino por el que partió el extraño personaje. La mañana estaba recocida1. El coscojal brillaba por la rosada que lo cubría. Las flores de aliaga ponían las notas doradas en un paisaje donde el sol estaba oculto. Vistos de lejos, sin parar en mucho detalle, el conjunto de jinete y montura parecían un guerrero y su caballo, de cerca era otra cosa. Su mula era guiñosa2, más acostumbrada al carro y a dar vueltas con el trillo que a pasear por los caminos. Se sentía libre, aunque desconcertada, y por ello piafaba en un arranque brioso antes de reanudar la marcha, porque le dio por hacerse la importante. Cuchipando era alto y recio, con la melena roya recogida bajo la nuca, una nariz ganchuda y unas manos con las que parecía que podía exprimir una piña y sacarle zumo a los piñones. Vestía una túnica parda hasta pasadas las rodillas estrenada el Beltane3 pasado y un capote oscuro prendido con un broche en el hombro derecho, por lo que presentaba un aspecto aceptable de cintura para arriba. Sus pantalones estaban llenos de remiendos y las alpargatas desgastadas hacían que a esa hora de la mañana llevase ya los pies mojados. No traía cubierta la cabeza porque no quería llevar esos gorretes tan de moda, pero lucía un cordón trenzado que le había hecho Rusodica. La chica era un poco chorroal116
bies4 pero le perseguía desde que eran niños, y no se atrevía a llevarle la contraria porque tenía otras cualidades que le gustaban, sus guisos, que cocinaba muy bien. A media mañana llegó a un encinar donde paró para echar un bocado. Dio cuenta de una arenca que traía y de unas nueces que había recogido por el camino. Mientras comía, el sol asomó por entre las nubes. Apoyó la espalda en un árbol calentando sus miembros ateridos. Cerró los ojos y se dejó llevar por la placentera situación. Un runrún de voces incomprensibles y golpes como de madera le sacaron del reposo. Las aventuras verdaderas le pillaban de nuevo y dudó si esconderse, huir, esconderse, ¿qué hacer?… Se escondió, ¡mal hecho! Unos seres más altos que él, como hongos deformes con patas peludas y brazos desproporcionadamente largos, venían golpeando los troncos de los árboles con unos recipientes como lecheras. Las aves echaban el vuelo abandonando nidos, huevos y polluelos. Los animales rastreros salían aturdidos de sus madrigueras. Con este método los hongombres, como así los bautizó, se ponían luego en círculo completando una improvisada empalizada con arbustos que arrancaban. Los bichos se veían cercados. Una liebre recibió un golpe entre las orejas con uno de los cacharros. Como el ansioso cazador se ve que se había precipitado por la emoción del momento, los otros le increparon su acción. Éste se quitó una piel que llevaba colgada y la mostró a los demás asiéndola con ambas manos a la altura de medio cuerpo. Los otros le imitaron. Dentro del círculo había quedado un jabalí. Le aturdían pasándole los cueros mágicos por delante del morro y así le conducían hasta un compañero. De uno a otro iba el pobre animal mareado del juego sin salida, hasta que fue depositado en el centro del redondel donde
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quedó dando vueltas sobre sus patas. Cuando recobró cierta estabilidad, uno de los hombres-seta le atizó con el cántaro en el hocico. Le quitaron las orejas y el rabo, partes que enterraron haciendo aspavientos, y metieron el cuerpo del infortunado en una talega. Ahora los cazadores se desplazaron y fue Cuchipando el que quedó encerrado. Como ya sabía lo que iba a suceder, salió de su escondite y montó en la mula. Ésta se portó de forma extraordinaria coceando a diestro y siniestro hasta que se hizo un hueco por donde escapar. Marcharon a galope dejando a los estrafalarios personajes con ganas de más fiesta. Cuando entró en el Barranco del Muerto el sol estaba bien alto. Contempló las ruinas del antiguo asentamiento con algunos restos de las murallas y de la cincuentena de viviendas dispuestas a lo largo de una calle más ancha. No quedaba casi nada del cercado para los animales ni del molino. Los campos estaban yermos. Solo habían pasado quince años desde que estuvo con su familia, pero su padre había preferido establecerse al otro lado del río y no se quedaron más que un par de lunas. ¿Qué habría sido de los hijos del herrero? Con Lucinio hacía trampas, las llenaban de barro, las tapaban con unas ramillas, lo cubrían con tierra, y así engañaban a la hermana pequeña de éste. Se enfadaba cuando metía el pie, pero
después se iba con ellos a cortar el agua5 o a recolectar escaramujos. Cuando se marchó, la chica le regaló una bolsa con unos huesecillos, mágicos dijo que eran, y su hermano le dio un chiflete hecho con una caña. Les llegaron noticias del sitio. Había durado el otoño y buena parte del invierno. Los que no murieron fueron hechos prisioneros, y los que quedaron, hace tiempo que marcharon buscando otros vientos. El lugar le inspiró una profunda tristeza mientras contemplaba las calles que había pisado de niño. Bebió de la fuente. Todavía manaba un agua cristalina y helada pero le supo rara. Desde el asedio tenía el sabor amargo de la derrota. En el centro se alzaba la casa del guerrero, sin techumbre ni puerta, pero todavía imponente. Recordaba cómo había sido lo que ahora era un simple montón de piedras. En ese lugar habían dormido antaño las armas de los valientes lusones. De repente se oyeron gritos. —¡Chuchipando! —se escuchó retumbar mientras él no gosaba6 moverse del sitio. ¡Cuchipando! —¿Quién me llama? —contestó no llegando a explicarse de dónde sacó el valor. —Somos nosotros, los guardianes. Te has atrevido a profanar nuestra tierra con tus sucias albarcas. —Pues ya me marcho. —No, has de pagar —dijo uno de los
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espectros incorpóreos terminando con una risa. Tras un murete comenzó a elevarse una densa humareda. Llegó hasta donde él se hallaba. Los ojos le escocían y la cabeza de daba vueltas. Respirar esos efluvios le quemaba las entrañas. Después de los primeros instantes, su mente adquirió lucidez para escapar por unos escalones destrozados. Las voces le gritaban de nuevo. —¡Chuchipando! ¡Cuchipando! ¡Qué nombre más feo tienes, Cuchipando! Esto ya le dejó aterrorizado y se encomendó a los dioses. Echó a correr porque lo intangible se convirtió en real: ahora le perseguían. El humo se mezcló con la polvareda del suelo. Se chocaba con los cascotes de adobe, caía sobre alguna zarza, se levantaba y corría horrorizado en las tinieblas. Sus perseguidores estaban cada vez más cerca. Se ocultó tras una pared. Unos cánticos llegaban desde la casa del guerrero. Sacó la cabeza para escudriñar y cuando su nariz se apoyó sobre el hombro, el humillo que había impregnado sus ropas le mordió. Con la vista nublada y el olfato excitado de nuevo por extrañas visiones, una mano cayó sobre él y le sacó del escondite. —Paga —le susurró al oído. Cuchipando se puso de rodillas implorando piedad. Cuatro hombres estaban delante de él. Vestían de forma común pero totalmente de color negro. Llevaban más torques y brazaletes de lo habitual. Los ojos iban tapados con unas vendas con agujeros por los que asomaban sus ojos. El cabello lo llevaban suelto y espeluchado7. Uno de ellos dijo: «Dejádmelo a mí», mientras le arrojaba un pequeño cuchillo que se clavó entre sus rodillas y unos palitroques. Sopesó las posibilidades de éxito contra los cuatro oponentes. Se levantó impulsivo con el arma en la mano porque prefirió luchar antes que morir arrodillado. Se 118
abalanzó contra el retador. Éste se quitó la venda de los ojos y le dijo: «Me debes un chiflete, ¡ja, ja, ja!» Era Lucinio, su amigo de la infancia. Se dieron un fuerte abrazo. Le contó que eran unos bardos, «Los guasones del Isuela», que se reunían a cantar las aventuras de héroes antiguos cuando se juntaban tras recoger las ovejas. Las noches se les hacían días y por la mañana, para despejarse, asustaban a algún que otro viajero, así les espantaban del lugar. —Te lo digo a ti porque eres amigo, pero cuidado con irte de la lengua, y otra cosa, no te creas que era broma. ¡De aquí no te mueves hasta que me hagas un pito! Se sentó en una piedra y se puso a tallar, intentando terminar cuanto antes. Con las prisas se cortó un par de veces porque además Lucinio no paraba de darle palmadas en la espalda y pasarle la pipa bien cargada con hierba del reencuentro, como la llamó. —¡Mira el Cuchipando! ¡Ay, qué alegría más grande! —repetía constantemente. Los cuatro músicos sacaron algunos instrumentos y ejecutaron una tonada de lo suyo, o sea, de cosas pastoriles. Finalizaba con una frase muy socarrona, en la línea de lo que debía de ser su repertorio, algo como «Lobo, lobico, que en el sabinato estás colgau, no has tenido peor día qu’el que tan’matau». Entonces sintió verdadero miedo. Tan terrorífica era la sonrisa de su amigo cuando le obligó a devolverle el regalo como lo mal que cantaba aquel grupo de bardos. Se zafó de ellos en cuanto pudo aprovechando que estaban dando saltos por las peñas enfervorizados por la música. En su huida, vio una cabaña a las afueras del antiguo poblado. Era la única que permanecía en pie y parecía que estaba habitada porque salía humo por la chimenea. Asomó la cabeza pero no
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veía mucho por el contraste con la luz del exterior. Entró. Había una muchacha cosiendo sentada delante de una mesita baja. Llevaba un sayo amarillento con un pretador8 verde. Era preciosa. El sol iluminaba sus manos que parecían deshacerse en polvo de plata por efecto de los rayos de sol. —Buen día —dijo Cuchipando. Ella levantó la cabeza como saludo, no pronunció palabra y volvió a su faena. Se sintió obnubilado y torpe por su belleza. Se le atascó el pensamiento. En el fuego algo hervía en una olla. El corazón se le cambió por el estómago y solo acertó a decir que tenía hambre. La muchacha pareció no haberle escuchado. Se levantó, revolvió lo que estaba en la cacerola con un palo y se volvió a sentar. —¿No habrá pasado por aquí un hombre en un caballo negro? —preguntó. Ella de nuevo contestó con un movimiento negativo de cabeza y le ignoró. En las paredes había colgados manojos de hierbas y muchas alpargatas. La joven se levantó y esta vez cogió un cedazo en el que volcó la perola para escurrir algo del líquido, no todo. Después traspasó el contenido a un caldero de cobre donde lo espolvoreó con algo que tomó de un saco junto a una escoba. Lo dejó encima de la mesa. Cuchipando se acercó muerto de hambre esperando encontrar un suculento manjar. Metió el dedo a riesgo de quemarse, y cuando lo iba a chupar, ella llegó con una palada de ceniza del hogar. —¡Pero qué haces! ¡Tas’tonto’u’que9! —le gritó retirándole la mano de los labios y apartándole del recipiente. Allí
echó la ceniza también y lo removió todo—. ¡Anda, ayúdame a llevar esto fuera! ¡Coge del ansa10! Afuera, lo que sacó del recipiente fueron unas pieles que dejó al sol sobre unas piedras y le invitó a entrar en la cabaña. Sirvió para ambos un queso y una hogaza de pan. Comieron observándose en silencio. A un lado de la mesa se habían quedado las agujas de la labor. —Gracias —musitó él cuando recobró el habla. —El hombre por el que me has preguntado… —¿Qué? —¿Le persigues o te persigue él a ti? —No sabría decir, ¿le has visto pasar? —Hoy no. —¿Cuándo? —Hace cuatro o cinco noches bajando de la Peña las Almas. —No puede ser. —¡Lo que o11 te diga! Si no me crees, Cuchipando, allá tú. —¿Cómo sabes mi nombre? —¿No m’as conocido, amante12? ¡Que soy la Lucinia! —¡Lucinia, pero si eras una lagartija que me llegabas poco más arriba de los lomos! (Abrazo, achuchón, apártate que te vea bien, nuevo abrazo y esas cosas que suceden en estos casos). Hablaron un buen rato de cuando eran niños, de cómo atacaron el pueblo y de la decisión de quedarse con su hermano, bueno, quedarse tampoco es la palabra exacta, guardaban el camino que llevaba a la Peña. —Hablando de mi hermano, no li’visto en tol’día pero pue’que venga a cenar. —Tengo prisa. —Quédate esta noche y veste13 mañana temprano —dijo ella mientras inten119
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taba recostarle en el camastro. —No, no puedo —se resistía él, de mala gana todo hay que decirlo, que no era ningún mingahelada, pero el lugar y la chica le atemorizaban, no sabía explicar el porqué. —¡Anda Cuchipando, quédate! —volvió a pronunciar ella con voz melosa. Le intentaba subir las piernas al catre. Él se sentaba y se ponía de pie. Ella se le colocó encima a horcajadas. Cuchipando se levantó y Lucinia acabó con las posaderas en el suelo. Ella supo que no tenía nada que hacer. Se dirigió a una de las paredes y le tiró despechada un par de alpargatas. Él las recogió y se marchó. Cuando abandonó el lugar no se volvió a mirar. Se sentía estúpido por haber desaprovechado la oportunidad. No vio a Lucinia sonreír desde la puerta, ni al buitre que llegó a posarse a los pies de ella, con el que pareció hablar antes de que alzase de nuevo el vuelo tras él, y no supo que acababa de despreciar una invitación nada habitual de La Sauca Grande. El ascenso a la Peña de las Almas era tortuoso, y aunque su mula había descansado, se le hizo muy cuesta arriba. Atardecía pero ya descansaría en lo alto. Encendió una fogata para calentarse con las maderas de carrasca que encontró menos húmedas, no sin cierto miedo porque no le convenía delatar su presencia, pero pudo más el frío. Pasó la noche sin haberle dado tiempo casi de explorar el lugar. Encontró unas piedras planas y se tumbó encima de una, tapándose con una manta vieja pero bastante recia. Se quedó dormido mientas la luz de la hoguera se consumía. Al alba se abrieron los ojos de la montaña. Habían estado espiándole todo el tiempo, pero la estrategia fue observar y atacar con la primera luz del día. Se vio rodeado de una multitud andrajosa. Sus rostros cenicientos mostraban una cu120
riosidad que helaba la sangre. Las miradas ansiosas parecían traspasarle. Con los brazos levantados intentaban tocarle. Sus manos se le antojaron como los ganchos de colgar la matanza del cerdo, y se sintió como un animalillo. No sabía qué querían de él. Les amenazó con el arco, acto inútil ante la jauría de almas que le rodeaban en lucha tan desigual. Sus atacantes retrocedieron silenciosos. Les apuntaba cambiando de posición en un baile sin sentido. La turba se abrió y hasta él se acercó un anciano. Portaba una vara adornada con estrellas y un pectoral con una luna sobre una corriente de agua. Tenía el pelo canoso y lo llevaba separado en dos trenzas que caían hasta su cintura y una corona con astas de corzo. Sin dejar de mirarle frente a frente hizo una señal. La muchedumbre empujó entonces a Cuchipando que topó de espaldas con la piedra donde había dormido. Colocaron ramas de brezo sobre la losa, le tumbaron encima y cuatro de ellos se quedaron en cada esquina del altar. Si tenía que ser adorado, interrogado o sacrificado, no lo supo en ese instante, el caso fue que el anciano le pasó la vara sin tocarle a lo largo del cuerpo, musitando palabras enigmáticas y le dejaron olvidado y solo después de que la gente se hubiese dispersado, oreándose como un pernil azotado por el viento, mirando al cielo y escrutando sus propios pensamientos. Las estrellas titilaban a su alrededor queriendo ascender al cielo para danzar con la luna. Se agrupaban, se volvían a dispersar y desaparecían mientras él cerraba los ojos de nuevo consumido por el frío. Abrió los ojos y se vio rodeado por ellas, oscilando en ecos que llegaban a sus oídos como susurros. Intentó incorporarse pero unas manos le inmovilizaron. Parpadeó confuso. El anciano estaba a sus pies, vuelto de espaldas y con la vara en alto dirigiéndose al cielo.
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Lo que antes le habían parecido estrellas se convirtieron en antorchas. —¡Dios de nuestros padres, acoge el alma de este valiente guerrero! ¡No le abandones en el camino hacia tu morada! —gritó el viejo mientras acercaba una tea a las ramas. Cuchipando comenzó a proferir alaridos. —¡Alto, Olivero! —gritó una voz autoritaria y feroz. Era el jefe que volvía de cacería con un grupo de hombres—. ¡Cada vez que me marcho, otra vez con lo mismo! —Padre… —¡Ni padre ni narices! ¡Tira para casa, que ya no sé qué hacer contigo, sanselo14! ¡Quítate esos cilindrajos15 y vosotros también, que vais disbrazados16 de guarros! —dijo señalando al cortejo. —Pero es que la gente se aburre, como hace tanto que no se ha muerto nadie… —¡Si te aburres te compras un romano! ¡Tira pa’bajo que te meto una que te quito el aburrimiento de un sopapo! (Y no era una amenaza, que marcharon del lugar y Olivero, que debía tener ansias de druida a pesar de ser el niño de su papá, recibió más mamporros en la sesera que ni se podían contar). —¡Ehhhh! ¡Y yo, qué! —gritaba Cuchipando, pero nadie le oía porque todos se habían dispersado. Y allí se quedó de nuevo a pasar la noche. Por la mañana los rayos del sol le despertaron, y al poco se ocultaron tras unas alas que batían de forma pavorosa hasta el pensamiento. Un buitre negro como la pez se posó a sus pies. Creyó que le iba a devorar, pero como no era el cadáver acostumbrado en su dieta, pensó que tenía que sacarle de su error de forma bien clara. —¡Ayuudaaaa! ¡Pero no me oye nadie! ¡Que estoy vivo! ¡Fuera! ¡Fuera! El buitre se acercó y le rompió las ataduras con el pico. Ya podía disponer de su desayuno a placer… pero no. Le agarró y alzó el vuelo con él cabeza aba-
jo, sujeto por las ropas. Perdió una alpargata. Se estaba mareando pero no se podía permitir perder también el sentido. El bicho le depositó junto a su mula. Se montó en ella de un salto y sacó de su morral el calcero17 que le había dado Lucinia, ¡mira, le iba a venir bien el regalo! Dando cuenta de algunas bellotas y nueces puso rumbo por un pedregal. Siguió el curso de una corriente. Al rato vio a un mozo pastoreando las ovejas por un cerro desde el que se divisaba un apretado conjunto de cabañas. —¿Qué sitio es ese, chaval? —Latagüenca. —¡Por fin! —murmuró Cuchipando—. ¿Son buena gente? —Muchismo agradecidos. Cuando llegó a la entrada de la población había media docena de hombres alrededor de una hoguera. Levantaron la vista al ver al forastero y como le notaron cansado y maltrazao18, le lanzaron una bota de vino. Echó un trago y desmontó. Cuando pisó la rojiza tierra, los pies le hormiguearon sorprendentemente. Le picaban, no los podía hacer parar. Inició una danza sin control. —¡Otro que se ha topado con La Sauca Grande! —oyó decir a sus espaldas. Miró las alpargatas que le había dado la zorrupia. Sus piernas le llevaron de vuelta al cerro del pastorcillo que dormitaba bajo un alcornoque. Pasó por la Peña las Almas donde Olivero cargaba una tinaja apremiado por su madre. Contempló desde más cerca de lo deseado a Lucinia, que se carcajeó apretándose los pechos con ambas manos, y a Lucinio, bueno a ese no le vio, le escuchó cantar, pero era inconfundible. Los hongombres le persiguieron pero no le pudieron cercar, tal era la rapidez con que vino, vio y marchó. Al final divisó su aldea. Cayó desmayado en espasmo de piernas pero sin fuerzas para 121
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levantarse. Al abrir los ojos, se quitó las alpargatas, que destrozadas habían perdido su poder. Concluyó que no tenía que haberse marchado nunca de Tergakom para tan ridículas empresas que poca gloria le habían reportado. Sería mejor no contarlo y justificar su ausencia con alguna mentira, pero una cosa sí que se le ocurrió. Se arrebujó en una grue-
sa capa cuya capucha ocultaba su rostro y asaltó por sorpresa a uno que pretendía a su Rusodica. Le soltó el rollo y con voz cavernosa pronunció: «¿Eres tan valiente como aparentas?, yo creo que no». Total, tampoco sabía leer, y con suerte no se enteraría de nada como le había pasado a él. ¡A ver si no vuelve! ¡Con el Moncayo no se juega, y con Cuchipando, menos! Cristina Aguas Marco (Zaragoza España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es
NOTAS LÉXICAS (más o menos)
1. Nublada y fría. 2. Animal espantadizo y coceador. 3. Fiesta correspondiente al despertar definitivo de la primavera, por mayo o así. 4. Mujer lela pero presumida, desustanciada pero resultona, creo que lo he empeorado. Que tiene la cabeza y las partes esas un poco fuera de su lugar, como cortadas al bies o no de la forma habitual. Como es obvio, únicamente se puede aplicar al género femenino. 5. Lanzar piedras planas a la superficie de un río para que vayan saltando hasta que se hunden. 6. Atreverse de forma nada reflexiva y más campechana “no se atrevía a”. 7. Despeinado o que no conocía un peine ni sabía lo que era. 8. Corpiño. 9. ¡Estás tonto o te lo haces, modorro, estalentao, ababol! 10. Asa. 11. Yo. La moza tiene hambre de letras. 12. Coletilla de difícil explicación. Se podría sustituir por hermoso o guapetón. No afecta al significado de la frase pero refuerza la familiaridad. 13. Márchate (derivación irregularmente local del verbo ir). 14. Tontillo. 15. Ropa hecha jirones o andrajosa. 16. Disfrazados. 17. Calzado. 18. Hecho un ecce homo (expresión que no corresponde al tiempo por varios motivos, pero me apetecía ponerla, perdón, corramos un tupido velo). 122
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CALLE ASALTO
Si te asomas, pagas...
KAROL CONTI www.librotecaelgatodecheshire.es
¿Habéis estado alguna vez en una no-librería? ¿No? En Zaragoza hay una: la libroteca El Gato de Cheshire, en el número 46 de la calle Juslibol. Es un lugar mágico, montado por dos maestras, Karol Conti y Bea Lezcano, que se unieron, imbuidas por el espíritu de Alicia en el País de las Maravillas, para crear una librería que fuera mucho más allá del concepto tradicional. Y, ¿por qué el nombre de libroteca? Porque en ella no sólo se venden libros, también puedes tomarte un té y asistir a sus numerosas actividades: presentaciones de libros, cuentacuentos, exposiciones, talleres… Además, El Gato de Cheshire es muy activo en las redes sociales y en ellas puedes seguir su club de lectura, su canal de reseñas literarias y participar en concursos, juegos y sorteos. Aunque en sus vitrinas destacan los ejemplares ilustrados, en ellas puedes encontrar todo tipo de libros infantiles, juveniles y para adultos. Dejarse aconsejar por estas libreras es un placer que te abrirá la puerta a mundos que desconocías. Muy queridas en su barrio, su esfuerzo ha sido reconocido por la Junta Municipal del Rabal con la Mención al Mérito Iniciativa Joven por su innovación y fomento de la lectura entre los jóvenes. Valiente como es, Karol aceptó sin titubeos el reto del Callejón y nos ha regalado un precioso relato que Bea, rápidamente, se ofreció a ilustrar. ¡Gracias a las dos! 123
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Reflexiones de servilleta Karol
Conti
“Te quiero y conformarse es tan difícil que no puedo hacerlo. No soy capaz, lo siento”.
Escribo estas palabras en una servilleta mientras la terraza se llena de gotas de lluvia, mientras la tarde mojada me inspira, una vez más, a hablar sobre ella. Sin duda ha sido mi perdición, mi dolor de cabeza constante. Ha sabido manejar la situación sin preocuparse de nada, de nadie. Ha logrado hacerme tanto daño, que siento imposible que alguien pueda superarlo. Y sin embargo, la amo por encima de todas las cosas. Me siento incapaz de renunciar a su presencia, incapaz de renunciar a lo poco que ella está dispuesta a darme. Incapaz, doblo la servilleta y la guardo en mi pantalón. Me distraigo escuchando las gotas de
lluvia que golpean la barandilla de mi terraza, suspiro y siento resbalar gotas de agua salada por mi cara. Me echo la mano al bolsillo buscando algo con que limpiarme la cara y vuelvo a leer la servilleta. Indecisa, dudo sobre si debo o no utilizarla, finalmente la uso para limpiar la barandilla, apoyo mis brazos desnudos y dejo que las gotas de agua dulce se entremezclen en mi cara. La servilleta yace en el suelo y es atacada por la lluvia constante; a su alrededor, la tinta corre como ríos de sangre, y con ella, mis esperanzas de rendirme, mis ganas de renunciar, mi fuerza para hacerlo. De nuevo, incapaz. Ilustración de Bea Lezcano
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Número 3
CAMINO DE LAS TORRES La esquina de los libros de autoedición
MOMENTOS DE VIDA Isabel Sevilla Moreno «No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente».
Virginia Woolf José Luis Sampedro dijo que uno escribe a base de ser un minero de sí mismo. Isabel Sevilla recuerda esta frase en uno de los 36 textos que componen su primer libro, “Momentos de vida”, y es una verdad que represen-
ta a la perfección a esta escritora zaragozana. Sus relatos están escritos sin artificios, con un acercamiento tan sincero que seduce y obliga a dejar de leer para pasar directamente a conversar con ella. Esa es la primera impresión que producen sus historias, que las páginas del libro no encierran palabras sino voces: de la propia Isabel o dictadas por los personajes que pueblan sus recuerdos, sus paseos, sus ventanas… Todas ellas nos invitan a sumergirnos en distintos estratos de vida para acabar saliendo a flote, sobre un mar de reflexión. Ninguna de sus narraciones deja indiferente. Recorrer las páginas de “Momentos de vida” te empuja hacia preguntas que no podrás dejar de contestar: ¿Qué quieres ser de mayor? ¿Comprendes el lenguaje de las manos? ¿Sabes reconocer la verdadera voz de la soledad? ¿Viven tus recuerdos refugiados en una alacena? Acércate a Isabel Sevilla y mira a través de su cerradura: serás testigo de declaraciones de amor inesperadas, de soledades e impotencias, de la lucha por abrir puertas a la esperanza… o de la divertida búsqueda de la pasión, que cierra el libro con un relato que te dejará con ganas de seguir descubriendo todo lo que encierra su universo. Isabel, queremos más. Puntos de venta
Zaragoza: Librería Los Portadores de Sueños AMAZON: www.amazon.es/MomentosvidaIsabelSevilla Moreno/dp/8494652923
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El Callejón de las Once Esquinas
El ojo de la cerradura Soy el ojo de la cerradura de una puerta, algo que para cualquiera es un objeto útil y nada más. Pero están equivocados, yo escucho y sobre todo veo… En la casa en la que me han instalado, veo muchas cosas y no todas buenas. Escucho gritos, lloros, reproches, amenazas… eso me duele. Hubiera querido «vivir» en la puerta de entrada a una casa en la que reinaran las risas, la educación y los niños. Sobre todo ellos, ¡dan tanta alegría! Otras compañeras mías llevan una vida más ajetreada, los niños meten y sacan las llaves sin parar cuando llegan del cole. Van a jugar, salen a divertirse, vienen los amigos de visita… Y cada vez, las llaves de esos hogares pasan por sus ojos. Por las mañanas, cuando él introduce la llave en mi cerradura y cierra la puerta tras de sí, ella respira profundamente. —Se ha ido —piensa—, estaré unas horas «tranquila». No me gritará, no me reprochará. Puedo hacer cuanto quiera, escuchar música, leer… Mejor no salgo de casa. Si salgo y se entera, se enfadará mucho más. Y ella y yo sabemos que cuando se enfada grita y mucho. A ella le duelen sus
palabras y a mí me duele cuánto le dice y cómo se lo dice. Un día… ella, la mujer que vive en la casa que yo «guardo», se llenará de valor y se irá… dejando la llave que entra en mi ojo en el mueble situado junto a la puerta, sí, ese con figuras de cristal y velas de olor. Esas velas que cuando él se va, ella enciende. Esas velas cuya llama juega con las sombras del piso. Huelo y me gusta, y me gusta más porque sé que le gusta a ella. Al final… me quedaré con un hombre solo que apenas me usará y siempre con brusquedad pues, cuando sale… dando un portazo, hace que mis tornillos se retuerzan de dolor. Cuando vuelva a casa, a esa misma que para entonces estará vacía, no tendrá calor ni olor de hogar. Algo que ella siempre ha querido tener y que él no ha sabido sentir ni sabrá conservar. Pero estaré feliz por ella… Pensaré que ha encontrado otro ojo de cerradura en una puerta que al abrirse la inundará en un remanso de paz y amor. Ella volverá a sonreír y, sobre todo, algo muy importante… dejará de sentir miedo cada vez que oiga la llave en la cerradura.
Relato incluido en "Momentos de Vida", de Isabel Sevilla Moreno, editado en la Editorial Red Paradise.
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P a rt i c i p a en n u es t ra p rĂł x i m a c o n v o c a t o ri a
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