EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS
EL CALLEJÓN DE LAS ONCE ESQUINAS
Revista de letras agitadas por el cierzo Número312 Septiembre - Diciembre 2019 Número 2017
Revista de letras agitadas por el cierzo
EDITA El Callejón deEDITA las Once Esquinas Zaragoza El Callejón de las(España) Once Esquinas Zaragoza (España) ISSN 2530-481X ISSN 2530481X COORDINACIÓN Patricia Richmond COORDINACIÓN Patricia Richmond FOTOGRAFÍA Esparvero FOTOGRAFÍA Esparvero Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos Imágenes: excepto mención en contrario, de bancos libres de derechos (Pixabay, CONTACTO PhotoPin, Wikimedia). 11esquinas@gmail.com CONTACTO Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es 11esquinas@gmail.com Twitter: @11Esquinas Facebook: Blog: callejon11esquinas.blogspot.com.es www.facebook.com/11Esquinas Twitter: @11Esquinas Facebook: www.facebook.com/11Esquinas Todos los relatos son propiedad de sus autores. Todos los relatos son propiedad de sus .
autores.
Liam Barr
liambarr.co.nz La ilustración se ha reproducido con permiso del autor.
El Callejón de las Once Esquinas se encuentra bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional
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Epílogo I love the rain tonight. I want the feeling ofit on my face.
CONTENIDOS
«Me gusta la lluvia de esta noche. Quiero sentirla sobre mi cara» . Katherine Mansfield
pronunció estas palabras al rechazar el paraguas que se le ofrecía para cruzar el jardín de la institución que la había acogido. La la venció y esa misma noche Plaza Aragón ....................... 4 tuberculosis murió, pero, hasta el final, fue libre y transgresora. ¿Pueden considerarse esas palabras Escritora invitada: el epílogo de su vida y de su obra? Pilar Adón Así lo cree Liam Barr, el autor de nuestra maravillosa portada, un homenaje a una de las figuras cumbres de la literatura. Liam plasma la esencia de Katherine en su parCalle Predicadores ............. 17 ticular epílogo (Postscript) impreso en su barbilla, vestida sin más atuendo que el de sus armas, las de la escritura. Relatos llegados de De fidelidad a sí misma y escritura libre sabe mucho nuestra escritora invitada, Pilar Argentina, Colombia, España, Adón. Heredera del mejor romanticismo México, Perú, Uruguay inglés, su prosa sugerente y elegante nos hará reflexionar sobre los matices que esconde el concepto de libertad. Los autores en la última convocatoria nos Camino de las Torres ....... 164 seleccionados guiarán por caminos libremente abiertos en su imaginación y reseñaremos los últimos libros de Silvia Zuleta y Carmen Hinojal. Silvia Zuleta Romano Después de tres años de andadura, este es el último número del Callejón. Y, como Carmen Hinojal epílogo de lo que ha sido esta maravillosa aventura, nada mejor que poner punto final con un espléndido relato de Katherine Epílogo ............................ 168 Mansfield, Éxtasis, o Felicidad, como también es conocido. Todo esto es lo que vas a encontrar en el Katherine Mansfield duodécimo número de El Callejón de las Once Esquinas: lee y comparte… con él nos despedimos. ¡Gracias por leer y escribir con nosotros!
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PL AZA ARAGÓN
Dibujo sobre fotografía de Asís G. Ayerbe
FIRMA INVITADA:
PIL AR ADÓN Escritora por naturaleza
Poeta, novelista, cuentista, traductora, editora, crítica literaria, todo el mundo de Pilar Adón gira en torno al libro. Nació en Madrid en 1971 y, aunque su formación académica poco tiene que ver con las letras —es licenciada en Derecho y especialista en legislación medioambiental—, muy pronto fue consciente de la fuerza de su vocación literaria. A los 17 años 4
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La de Pilar Adón es una escritura poética que nos conduce hacia un proceso interpretativo peculiar: el de encontrar el significado a partir de una atmósfera, de una cadena de variaciones sobre el mismo tema, un leitmotiv, un universo de repeticiones aproximadas que no son las copias de un papel de calco. Una persistencia, una sutil gota serena, una mácula. Pilar propone una escritura en la que hay que encontrar el sentido, el sendero de miguitas en el corazón del bosque, a través de los rastros y las pisadas del animal.
Marta Sanz
Prólogo de El mes más cruel ganó su primer concurso de relatos y en 1995 comenzó a publicar cuentos en revistas de narrativa. Desde entonces, su obra ha recibido numerosos premios. En 1999 ganó el I Premio Nuevos Narradores Ópera Prima por su novela El hombre de espaldas; su primer libro de relatos, Viajes inocentes (2005), recibió el premio Ojo Crítico de Narrativa que otorga Radio Nacional de España; en 2010 el libro de cuentos El mes más cruel fue finalista del Premio de la Crítica y le hizo ser nombrada Nuevo Talento FNAC; Las órdenes obtuvo el premio del Gremio de Libreros de Madrid al mejor libro de poesía publicado en 2018. Pilar Adón se caracteriza por una prosa poética inconfundible, íntima, de una delicada elegancia narrativa que penetra poco a poco en el lector, sin duda derivada de la influencia de su pasión por la literatura inglesa, especialmente del movimiento romántico, cuyas huellas estéticas y literarias son evidentes en sus textos. Además, entre sus escritores de cabecera cita a Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Iris Murdoch, E.M. Forster, Paul Bowles o Marguerite Duras. Pero es Thoreau, autor de Walden, célebre ensayo sobre libertad individual y naturaleza, quien más ha influido en sus temas y en su filosofía de vida, como ella misma reconoce. De él ha heredado el interés por todos los aspectos de la naturaleza, incluso el hostil, que se refleja en toda su obra, llegando a aparecer incluso como un personaje más que interviene en la trama de sus novelas, cuentos o poemas. 5
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Los argumentos de sus textos dan vueltas alrededor de las relaciones de poder, exploran la sumisión y la dominación, el miedo, la inseguridad, el anhelo de equilibrio, la incomunicación, la vuelta a la naturaleza en busca de refugio. Sus historias deben ser abordadas por un lector activo, capaz de sumergirse en las elipsis y de leer entre líneas para interpretar las descripciones y las atmósferas que, como pistas, va extendiendo la autora. La mirada de Pilar conduce, así, al análisis y a la reflexión frente a hechos que encubren situaciones más cotidianas de lo que podría parecer en una primera impresión. Pocos escritores consiguen el grado de íntima comunicación que ella es capaz de establecer con sus lectores. Pilar Adón ha hecho de la literatura su profesión. Compagina la escritura con la traducción (ha traducido, entre otros, a Penelope Fitzgerald, Edith Wharton, Henry James y Christina Rossetti) y con su trabajo en la editorial Impedimenta, de la que es cofundadora, y que se ha convertido en uno de los sellos editoriales de mayor calidad y prestigio de nuestro país. Una excelente muestra de la obra narrativa de Pilar Adón es el cuento El fumigador, que publicamos en este número de El Callejón de las Once Esquinas. ¿Qué esconde la relación entre Darío y su nodriza? Sumérgete en el texto y déjate llevar por las palabras de su autora; en ellas encontrarás gozos y sombras, infiernos y paraísos, o, ¿quién sabe?, tal vez, la cizalla para cortar el eslabón de tu cadena. Tomaré chocolate amargo añadido al té verde de mi tazón de loza. Contemplaré, desde la mesa de madera blanca que me acoge, cómo ruge la bestia que ha venido a arruinarme y a engullir la paz de las campánulas. A desdibujar la sonrisa inexpresiva de las enredaderas. A gritar como sólo las bestias saben hacerlo. Poema del relato Genios antiguos, incluido en El mes más cruel. 6
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LOS LIBROS DE PILAR ADÓN
POESÍA Alimento (Celya, 2001) Con nubes y animales y fantasmas (EH Editores, 2006) De la mano iremos al bosque (Ed. del 4 de agosto, 2010) La hija del cazador (La Bella Varsovia, 2011) Mente animal (La Bella Varsovia, 2014 ) Las órdenes (La Bella Varsovia, 2018) CUENTOS Viajes inocentes (Páginas de Espuma, 2005) El mes más cruel (Impedimenta, 2010) La vida sumergida (Galaxia Gutemberg, 2017) NOVELAS El hombre de espaldas (Ópera Prima, 1999 ) Las hijas de Sara (Alianza, 2003) Las efímeras (Galaxia Gutemberg, 2015)
OBRAS COLECTIVAS Poemarios 11-M: Poemas contra el olvido (Bartleby Editores, 2004) Todo es poesía menos la poesía (Eneida, 2004) La voz y la escritura (Sial Ediciones, 2006) Hilanderas (Ediciones Amargord, 2006) Los jueves poéticos (Hiperión, 2007) Cien mil millones de poemas (Demipage, 2011) Sombras di-versas (Vaso Roto Ediciones, 2017) Relatos Ni Ariadnas ni Penélopes (Castalia, 2002) Todo un placer (Berenice, 2005) Contar las olas (Lengua de Trapo, 2006) Antología de cuentistas madrileñas (Ediciones La Librería, 2006) Frankestein (451 Editores, 2008) 22 Escarabajos (Páginas de Espuma, 2009) Pequeñas resistencias 5 (Páginas de Espuma, 2010) Siglo XXI (Menoscuarto Ediciones, 2010) Rusia imaginada (Nevsky Prospects, 2011) La herida oculta (Principal de los Libros, 2011) Mar de pirañas (Menoscuarto Ediciones, 2012) Bleak House Inn (Fábulas de Albión, 2012) Cuento español actual (Cátedra, 2014) 7
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El fumigador Pilar Adón A SU NODRIZA le gustaba encender el farol del saledizo de la entrada y dejar que luciera durante toda la noche. Así los seres que no pertenecieran a su hogar sabrían que allí vivía gente, que la casa estaba ocupada. Sólo así los villanos se mantendrían lejos de ella y de su pequeño, y sólo así podrían estar verdaderamente a salvo. «Soy una mujer que se defiende», decía. «No puedo entender qué clase de mujer es aquella que no lo hace». La voz de su nodriza envolvía cada uno de los actos de Darío, cada pensa8
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miento, cada intención. A veces, sólo por prestar atención a las curiosas inflexiones de su voz, descubría que se hallaba en un estado de exaltación tal que podría salir corriendo, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo, y saltar y reír sin parar. Él la miraba con los ojos muy abiertos, con las manos juntas y recogidas sobre el pantalón corto de color azul, deseando que comenzara a contarle, una vez más, la historia de los pozos vacíos, la historia de la mujer hermosa que le pidió un favor a la mujer solitaria, la historia de la golon-
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drina que había perdido un pequeño huevo desde las alturas de su vuelo, o la historia del hielo que se derritió en el tren. Su nodriza se preguntaba entonces, con una sonrisa extraordinaria, resplandeciente, que cómo podía ser que su niño fuera tan curioso. Y él se echaba a reír. Ella le preguntaba por aquello que conseguía que se despertase su capacidad de sorpresa de esa manera tan feroz y que entonces, irremediablemente, comenzase a vagar por su habitación en busca de una respuesta. ¿Por qué no podía quedarse sentado en la parte más cómoda de su cama, leyendo un libro, repitiendo los fragmentos de esos cuentos que sabía de memoria, imaginando la cara de su nodriza, evocando la voz de su nodriza? ¿Por qué tenía que ser tan curioso y salir al pasillo de puntillas, sin hacer ruido, para aproximarse al borde de las escaleras y avanzar hacia los escalones que descienden y descienden hasta captar una conversación de adultos que él no iba a entender y que él no debía escuchar? ¿Es que no podía detenerse un instante? Un breve instante para que su nodriza pudiera descansar. Porque ella sabía que el cansancio existe. Lo sabía. Esa debilidad infinita sobre los dedos, sobre los hombros y en la parte superior de la cabeza. Sabía lo que es el cansancio. Sí. Sabía lo que era desear una pausa más que cualquier otra cosa en el mundo. Por eso, a veces, no podía sobrellevar tan bien como quisiera la carga de proteger constantemente a un niño que corría veloz hacia los últimos rincones de la casa y que, una vez allí, empezaba a reír a carcajadas, haciendo que todo se volviera de repente mucho más agotador. Cuando el pequeño Darío se sentaba a sus pies, ella le hablaba en susurros, iluminada al anochecer por la luz de
aquel farol, para explicarle que, aunque nadie se hubiera dado cuenta aún, él poseía una elegancia extraordinaria, casi instintiva. Una elegancia que no terminaba de casar con el bosque en que vivían ni con la manera tan desordenada de vestir que había exhibido su padre ni con la dejadez con la que a veces ese mismo padre había decidido comportarse. Su nodriza decía que su niño sabría cómo ser extremadamente amable y sabría también cómo llegar a ser extremadamente rico. Por las mañanas, al amanecer, el marido de su nodriza bajaba las escaleras y apagaba la luz del farol. Era de día y, por tanto, los que vivían fuera de su casa ya no se atreverían a acercarse a ellos.
II Había tenido suerte y debía ser consciente de ello. Si no tuviera en cuenta a todas horas, todos los días, lo increíblemente afortunado que era, estaría cometiendo un descabellado acto de ingratitud. Y Darío no podía ser ingrato. Debía, al contrario, dar gracias. Había crecido entre prolongados atardeceres, durante los que un dilatado incendio parecía reflejarse en la zona visible de las nubes, y debía sentirse agradecido por ello. Había dormido acunado por la voz de su nodriza que le repetía incesante, una y otra vez, que allí, en el seno del bosque, podían encontrar lo mismo que hallarían en cualquier otro rincón del planeta. En China o en Australia. Las montañas, el cielo, las corrientes de agua, los vientos… Todo era idéntico. No había nada especial. Y tampoco había nada extraordinario en el comportamiento humano. Siempre se trataba de lo mismo: amor, ambición, cobardía, ilusión, desprecio, impacien9
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cia… Y, por recibir semejantes enseñanzas, debía sentirse agradecido. Su nodriza había construido para él, de un modo asombroso, una casa con la disposición adecuada para que no sintiera miedo. Jamás. Ante nada. Y, también por ello, debía saberse el ser más privilegiado del mundo. El niño, pensaron sus cuidadores desde el principio, tenía que acostumbrarse a las sombras, a la visión de la profundidad, a las súbitas apariciones de criaturas hasta entonces desconocidas, y decidieron que su habitación sería de cristal. Nadie tiene miedo a lo que conoce, reflexionaron. Sólo lo que no se ve, lo extraño, asusta y paraliza. De modo que la habitación del niño no tendría más paredes opacas que las que daban al interior de la casa. Las que mostraban el exterior serían transparentes y, de esa forma, Darío creció con la presencia de perros abandonados que merodeaban alrededor de la casa en busca de las sobras de la cena. Creció acompañado de los brillos melancólicos de algunos insectos y de los vuelos repentinos de las aves de presa. Aprendió a ver más allá de la negrura profunda de las noches sin luna y prestó atención a los cambios de los contornos y de los aromas del paisaje producidos por la impasible sucesión de las estaciones. Los árboles del bosque, las mínimas variaciones en el horizonte, las ofrendas de la perfección momentánea que parece querer despertarse un instante para morir al siguiente quedaron retenidos como chispazos de felicidad entre los vericuetos de su memoria y, aunque realmente no pudiera explicarlo con palabras ni con imágenes ni con movimientos gestuales de su insólito cuerpo, sabía que debía dar gracias, al igual que sabía que los distintos tramos del tronco de un árbol lo van elevando 10
hacia el infinito. Sus defensores habían conseguido huir para protegerle, y ahora vivían los tres escondidos, a salvo.
III Al lado de la puerta de madera que conducía al interior, bajo un gran árbol, había una mesita blanca de hierro rodeada de sillas del mismo color, y, aunque quedaran restos de lluvia y de hojas caídas sobre ellas, Darío y su nodriza solían sentarse allí para hablar, durante horas, de la cuestión que les había obligado a huir. —Todos tenemos una imagen errónea de nosotros mismos. A veces se trata de una imagen idealizada y a veces de una imagen catastrófica. —Su nodriza sonreía—. Yo estaba convencida de que era guapa hasta que una tarde comprendí que no lo era. —¿Se puede comprender algo así de repente? —Sí. Claro que se puede. Y, al comprenderlo, me transformé. No físicamente, desde luego, porque dejé de ocuparme de eso. Me transformé a la hora de hacer cosas o no hacerlas. Modifiqué mi conducta, dejé de sonreír. Dejé, casi, de hablar. Y, por supuesto, dejé de agradar. O, al menos, dejé de intentarlo. Decidí que, ya que no era lo que yo creía ser, ya que mi aspecto externo no tenía nada que ver con lo que yo imaginaba, podía comportarme con absoluta libertad. Ya no tenía que someterme a la tiranía de una imagen ideal que mantener porque ya no había ninguna imagen ideal. —Yo no quiero desilusionar a la gente. —Lo sé —decía ella poniéndose los dedos fríos y húmedos sobre los ojos—.
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Y para que no tuvieras que asustar a nadie te trajimos aquí. Asustar… Él no había hablado de asustar. Pero sabía que su cuerpo irregular y sus carencias habrían logrado que los demás, los seres hermosos y los seres comunes, se levantaran de donde fuera que se hallaran y salieran corriendo para ponerse de cara a la pared y no ver más. No percibir el desorden. No contemplar las frágiles extensiones de su espalda elevadas hacia el cielo ni la corta sonrisa de sus labios. «¿Sabes lo que es el equilibrio? ¿La armonía? Pues para los demás, querido niño mío, tú no posees ninguna de las dos cosas», le había dicho su nodriza en una ocasión. «Creen que te falta proporción. Calma. Para ellos no estás en paz con el universo». Se sentaba en los escalones y estiraba un brazo para deslizar los dedos por el pasamanos de las escaleras interiores. Darío recordaba que aquel día ella llevaba un vestido azul perfectamente limpio que se había ceñido con un cordón también azul, como si pretendiera señalar las líneas de una cintura que quizá en el pasado había llegado a ser estrecha. «No necesitas darme ninguna explicación», había respondido él, avanzando por el pasillo hacia su habitación. «Pero el universo puede ser tan dulce. Tan dulce…», insistía su nodriza mientras Darío pensaba únicamente en la posibilidad de darse un largo baño; en la delicia de quedarse en silencio y sentir cómo el agua resbalaba como un extenso velo por el estómago hasta las piernas, dejando una sensación de mansedumbre y delicadeza en sus músculos y en sus párpados. —Me siento muy orgulloso de voso-
tros. —¿Orgulloso? —repetía ella como si no pudiera creer que Darío hubiera elegido realmente aquella palabra—. ¿Orgulloso? Y luego, tal vez, podía proceder a hablarle de esa elegancia extraordinaria, casi instintiva, que él poseía aunque nadie se hubiera dado cuenta aún.
IV Oyó hablar por primera vez de los fumigadores una mañana de octubre. Septiembre había pasado sin apenas ser advertido, y el otoño se instaló en la casa con la muerte de un enorme insecto. Darío se agachó para observar cómo aquel extraordinario y aún perfecto organismo de color marrón, segmentado y con forma de tubo, se estrechaba desde el origen, en la cabeza, hasta su conclusión en un breve apéndice triangular. Las alas, dos frágiles y pálidas láminas salpicadas de fugitivas sombras rojizas, cubrían, protectoras, toda su extensión. Debía de haber muerto aquella misma mañana y ahora estaba inmóvil, hundido en el barro con las patas tendidas inútilmente hacia el cielo, como si pretendiera demostrar que estas aún mantenían cierta fortaleza en su rigidez y que aún podrían mantenerle erguido en algún momento. Darío se sentó en el suelo, se inclinó un poco más, y contempló los ojos negros del insecto, apagados, a ambos lados de la cabeza, y su perfil de aspecto afelpado. Estaba seguro de que, si se atreviera a tocarlo, hallaría cierta suavidad en el tacto de aquel ser inanimado que no era demasiado hermoso y que parecía dispuesto a mover una de sus antenas y echar a volar o, al menos, empezar a alejarse de una partida de dimi11
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nutas hormigas que comenzaban a desplegar su frenética actividad en torno a él. Pensó que debía coger con la punta de los dedos una de las alas de aquel pobre cuerpo y llevárselo de allí. Evitar la descomposición. El desmembramiento. Así que extendió una mano y lo desplazó ligeramente de lugar, provocando la consiguiente alteración en la marcha de las hormigas, que comprendieron de repente que allí, sobre ellas, había alguien más. Alguien que sabía que, lo depositara donde lo depositara, bajo la lluvia o a cubierto, en un árbol o sobre la parte más elevada de la piedra más elevada, aquel insecto terminaría desapareciendo, devorado por otras criaturas que, con el frío del otoño y con la progresiva escasez de luz, se irían haciendo más y más lentas. Cada vez más invisibles. Pero, no obstante, allí seguían, dispuestas a proceder con sus obligaciones diarias consistentes en hallar su sustento. No iba a pensar en sí mismo como futuro alimento para innumerables seres subterráneos. No iba a imaginar la oscuridad completa ni la inmovilidad absoluta ni iba a avivar el pánico a lo irreversible. No iba a activar el terror que le provocaba el final, el terror de saberse un individuo mortal. Pero tampoco iba a quedarse inconmovible ante la desolación. Con lo que, en cierto mo12
do, al apartar al insecto intervino en el juego de creación y ruina propio de la tierra, y desvió, sólo en cierto modo, el curso de lo que tenía que suceder y que, como ya sabía, sucedería de todas maneras. Tal y como los hombres estaban tan acostumbrados a hacer, también Darío se entrometió para entorpecer el normal desarrollo de las pautas de la naturaleza. —Lo que han hecho con ese bicho es lo que querían hacer contigo —oyó. Sin que él lo hubiera advertido, su nodriza había estado observando la escena en silencio. —¿Destruirme? —Es lo que hacen nuestros semejantes con los seres que consideran peligrosos y cuya peculiar belleza no entienden. Si nos hubiéramos quedado en la ciudad habrían ido a buscarte. Y, a continuación —sonrió su nodriza—, habrían llamado al fumigador. Pobre… Pobrecito mío. Le buscarían. —Pero… Aquí no vendrán, ¿verdad? Aquí estamos seguros. —Aquí no vendrán —corroboró su nodriza—. No se acercarán mientras crean que esta casa está habitada únicamente por seres convencionales que encienden los farolillos por la noche para alejar a las alimañas y a los individuos indeseables que habitan los bosques. No, cielo… Aquí no vendrán.
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V Los insectos desaparecen en otoño. En otoño caen las hojas de los árboles y, sobre el suelo, forman extensas y tupidas alfombras de tonos ocres. Hojas alargadas y planas… Es entonces cuando se eclipsan los juegos y las risas. El otoño es la época del oscurecimiento paulatino de la alegría, y los monstruos del otoño suelen ser los más malvados, los más deformes e incontrolables. Actúan a su antojo, sin control por parte de sus pobres víctimas somnolientas y desorientadas. No se aplacan con pastillas de colores ni con baños tibios ni con viajes al Este ni con horas y horas de exposición a la luz, y aquel que hubiera engendrado un monstruo de otoño sabría que no existen remedios eficaces ni promesas duraderas. Pero también es en otoño, en determinados momentos del día, cuando hasta la planta más pequeña puede arrojar una sombra prolongada y armoniosa sobre el suelo. VI Darío había nacido en otoño, y el día de su cumpleaños meditó largamente antes de hacer la pregunta. Su nodriza leía un libro sobre mitología romana, y él advertía, mientras se debatía entre seguir con su vehemente empeño de formular en voz alta su perpetua aprensión y no hacerlo, cómo la debilidad se asentaba de nuevo en sus ojos, dejándolos tan frágiles que parecían llenarse de arena con cualquier esfuerzo. A veces, cuando la piel que los rodeaba se hacía casi transparente y dos gruesas líneas negras descendían por el borde inferior de sus párpados dando a su cara un aspecto de profunda desdicha, querría po-
der hablar y caminar con ellos cerrados. —¿Qué es lo que me hace tan diferente? —se atrevió a plantear al fin—. ¿Por qué hemos de huir y por qué hemos de escondernos? —Ya lo sabes. —Su nodriza no levantó la mirada de las páginas de su libro—. Los fumigadores. —Sí… Pero ¿por qué? ¿Por qué yo? —Querido, siempre has sido demasiado inquisitivo —oyó que decía ella después de unos minutos—. Siempre dejándote llevar por esa perniciosa curiosidad que te hace buscar y buscar y querer saberlo todo. Estar en tres sitios a la vez. —¿No deberíamos hablar? —A veces es mejor no hablar de las cosas y dejar que todo continúe tal cual. Si nos explicamos, si empezamos a racionalizarlo todo… —Ella le miró con un resto de desconfianza en los ojos—. Está bien —murmuró—. ¿Qué quieres saber? —¿Por qué yo? —Verás, cariño —empezó su nodriza—. Ya te he contado alguna vez que tu madre fue una mujer sensible y frágil. —Se detuvo un instante y tomó aire. Luego continuó—: Una mañana, pocos días después de que tú nacieras, amaneció con los ojos abiertos, mirando al cielo reducido del techo blanco, y fue entonces cuando tu padre creyó volverse loco. Supongo que no pudo soportar la evidencia del vacío. Supongo que sentiría una piedad infinita por sí mismo y por ti, el bebé inacabado que ella dejó y que ya no sería de ella jamás. A veces Darío creía estar muerto. A veces, cuando oía cómo su nodriza le hablaba de sus orígenes, del inicio de su propia vida, advertía cómo llegaba la oscuridad, cómo crecía hacia la totalidad, 13
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y cómo, mientras, un inminente desmayo se desarrollaba autónomo, indiferente a lo que él pudiera exigir o desear. —Y, ¿entonces? —Si supieras cómo fue… Si lo supieras… Yo nunca tuve hijos y tú estabas solo, y yo no podía pensar en otra cosa. Simplemente, no podía. Soñaba con una casa apartada en la que crear mi propia familia. Una familia mía… Tendido en el suelo, caía en un pozo abismal en el que no existían ni el dolor ni el frío ni los ecos de su propia respiración ni los temblores recorriendo sus indefensos y extenuados brazos. Quedaba inconsciente y, dentro de aquel pozo, dejaba de existir. —…Así que te trajimos para cuidarte. Para que estuvieras con nosotros. Para protegerte del mundo exterior, tan terrible y lleno de catástrofes. Aquí encerrados no vemos a nadie. Y nadie nos ve a nosotros. De ese modo no tenemos que preocuparnos por lo que puedan pensar los demás. Omitimos las consecuencias omitiendo los riesgos, evitando tropiezos… Procuraba no mostrar ningún signo externo que delatara lo que le estaba sucediendo. Ni llamadas de socorro ni protestas airadas ni lágrimas que, suaves, fueran empapándole la cara y, a la vez, debilitándole aún más. —… Al principio podía pasar horas contemplando cada uno de tus avances, sin permitir que el caos se apoderara de ti. Organicé tus comidas, curé tus labios agrietados, evité que movieras los pies sin cesar… Hasta que comenzaste a comportarte con cierta calma. Si supieras todo lo que hemos hecho por ti… —Lo sé. —¿Lo sabes? ¿De verdad eres consciente de que, de algún modo, viniste a desbaratarlo todo? Antes, ciertas cosas 14
eran sólo mías. La tranquilidad, mis certezas… Pero ahora no puedo pensar en nada que no seas tú. Tú y tu seguridad. Tú y tu dichosa curiosidad. Tú y la posibilidad de que te marches cualquier día. —Yo no me iré —susurró él—. Nunca. —Eso no depende de ti, niño mío. Los dedos paralizados, y los pies. Sus pies… Aquellos objetos distantes y anónimos que se alejaban de sus rodillas, de sus hombros, hasta deshacerse y caer por el precipicio del pasillo para entrar en el salón y, una vez allí, seguir inalterables, ajenos. Sólo permanecían sólidas las palabras de su nodriza que, adoptando un tono neutro, decían: «Con todo lo que hemos sacrificado por ti, niño mío, eso no depende de ti». Darío comprendía que, con una frase como aquella, lo que ella pretendía era darle a entender que la decisión estaba tomada. Sin embargo, no debía asombrarse. Debía olvidar. Abrir los ojos de nuevo, dejar que la intensidad de la luz regresara hasta hacerse casi insoportable, levantarse lentamente, y olvidar. Él sabía lo que era depender demasiado de alguien, y sabía que esa ofuscación existía y que no era buena porque hacía que algunas noches llorara cuando, sin quererlo, imaginaba que su nodriza podía caerse, enflaquecer y morir. Notaba en ese momento el calor de las lágrimas descendiendo hacia la almohada, y seguía llorando al llegar a la conclusión de que, si eso sucediera, se quedaría solo. ¿Y quién cuidaría de él entonces? Pero no debía preocuparse. Crecería, aprendería más cosas, mejoraría, seguiría escuchando que la armonía, el aseo y la inteligencia eran los tres pilares sobre los que debía asentarse la forma-
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ción de un muchacho bien educado que se convertiría con el tiempo en un hombre bien educado, y empezaría a comprender que, en realidad, las más terribles aberraciones anidan en el interior de los demás, en lo más indescifrable del voraz y sórdido comportamiento de los individuos que nos preparan un nutrido desayuno al amanecer, que se sientan a comer con nosotros y que por la noche nos arropan con ternura y dedicación. Recordaría que sólo los seres débiles se vienen abajo y que uno no se puede permitir un solo momento de desánimo; que no se debe ser débil a no ser que se tenga la intención de fracasar, de hundirse en la ruina. Observaría con detenimiento la expresión despierta y siempre vigilante de su nodriza, y volvería a preguntarse por qué. Por qué él. ¿Qué había hecho? «Pobrecito», escucharía de nuevo. «Pobre, pobrecito…». Su nodriza querría volver a acunar su extraño cuerpo, y repetiría que su pequeño sabría cómo moverse con elegancia entre las naturalezas muertas del siglo XVIII de Jean Baptiste Siméon Chardin y cómo comportarse ante una mesa dispuesta con delicadeza, mostrando un exquisito cuidado al sentarse y una extremada diligencia al utilizar los cubiertos. Ella le había dado una educación más que aceptable, y él tendría que demostrarlo ante ella y su marido. Por tanto, no debía acercarse al fregadero de la cocina para beber agua directamente del grifo, sin vaso. No debía tampoco limpiarse la boca con una mano después de comer ni debía echarse a reír con fuerza, como un ser despiadado. «Te hemos enseñado a ser amable». Y, con amabilidad, ella volvería a indicarle que, por mucho que intentara esconder la cabeza entre sus propios
hombros, jamás lograría pasar desapercibido. Con dulzura, le aseguraría que ofendía a los demás con su simple respiración porque se trataba de una respiración viciada. Le explicaría una y otra vez que era capaz de atormentar a cualquiera que tuviese que permanecer más de dos minutos a su lado a causa, quizá, de su excesiva presencia. En voz baja, casi en un susurro, su nodriza le aclararía que estaba muy cansada de aquella cosa execrable que flotaba por encima de su cabeza como una masa casi opaca de aves, dejándoles a su marido y a ella sin posibilidad de consuelo. Y Darío, entonces, consciente de haber experimentado ya la aguda inquietud que le causaban aquellos argumentos, aquellas recriminaciones, descubriría lo que era querer escapar y, sencillamente, no poder hacerlo. Desaparecería así la tiranía de los fumigadores para dar paso a la opresión de los seres cercanos, de esos seres buenos: los seres queridos. Tan magnánimos y tan protectores.
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No puedo abrir los ojos. Cerrados persisten con un peso que duele e inquieta. Ya no ensayo más amplias sonrisas. Los labios secos de ayuno y de sed. El irrespirable sol irrespirable. Sol. Estudié el origen de la energía. Ejemplos de dilatación del tiempo, anomalías excéntricas y anomalías medias. Calculé el área de un círculo (pr²). Las mareas de los agujeros negros. El horizonte de sucesos. Y, sin embargo, ¿dónde la fórmula de la existencia? ¿Dónde la teoría de la conservación? ¿Y la ecuación para evitar el acabamiento? ¿Dónde la permanencia?
El fumigador es un relato incluido en El mes más cruel (Impedimenta 2010).
Nuestro agradecimiento a Pilar Adón por su permiso para su publicación en El Callejón de las Once Esquinas.
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CALLE PREDICADORES Antonio Bolant Benjamín Recacha Pablo Núñez María Belén Mateos Manuel Menéndez Patricia Richmond Esparvero Carlos María Federici Isabel Pedrero Luisa Hurtado Héctor D. Olivera Campos Ángel Saiz Mora Enrique Mochón Raúl Ariel Victoriano Armando Cervantes Carlos Enrique Saldívar Luis J. Goróstegui Raúl Garcés Héctor Núñez Florencia Buenaventura & & Lisardo Suárez
19 25 31 38 39 42 49 53 56 62 63 67 69 71 74 77 86 94 95
El desván Ocho minutos La otra vida Unidas hasta en la muerte Sur Los huesos del italiano La suerte del escriba Stella del mar El aleteo de la mariposa El porqué de las olas Carta a Dulcinea Incompatibilidades Cotidianidad científica Lumbre Abajo, en los túneles El cuarto contiguo Mestizos Nuevos tiempos El Señor y la Señora de las Nieves
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Torres, Urrutia, Vázquez, Zambrano
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El Callejón de las Once Esquinas
María Jesús Briones Antonio Diego Araújo Aitziber Conesa Juana María Igarreta Xuan Trenor Joaquín Valls José A. García Enrique Angulo Plácido Romero Manuel Serrano Cristina Aguas Carmen Martínez Marín Gloria Arcos Plinio el Bizco Carmen Hinojal Giancarlo Andaluz Queirolo Edward Alejandro Vargas
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101 103 107 110 111 119 123 127 130 131 133 142 143 146 149 155 161
Músico Detrás de las puertas Sola Flores en la tumba El poeta El azar Quienes regresaron Vendedores de nada Libre Justificación La ciudad de las quinientas cúpulas El regreso Mujeres al borde de un precipicio Zombificación por cuenta ajena El viejo profesor Retrato de una vida disipada Una historia más de la calle
Número 12
El desván
Antonio
Bolant Invocarás a los robles duende, a los soles luna... PROBABLEMENTE existan tantas adolescencias como personas, aunque todos tengamos en común la intensidad con la que la pubertad irrumpe en nuestras vidas. Con la misma sacudida que la luz provocaría en un ciego si le presentara las complejas formas y colores que le rodean, la adolescencia nos expulsa
del paraíso de la infancia para dejarnos en medio de un bosque repleto de árboles del bien y del mal. En ocasiones, las circunstancias impuestas por el hombre se superponen a esa etapa y le roban el protagonismo que por naturaleza le corresponde, pero ese no es el caso de Alba; su adolescen19
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cia no sabe de guerras, ni de pobreza, ni siquiera de ausencias. Tan solo es una que busca hogares cerca de su frontera exterior donde la inseguridad no tenga tantos matices, ni el vacío corra por las venas. Una que zozobra sobre un constante desasosiego, con el presente hecho arena y la piel dos cristales cónicos que la contienen, estrechándose de tal manera a la altura del pecho que la presión le ha abierto una grieta cerca del corazón. Imposible deshacerse de esa sensación de densa viscosidad que desordena su ordenada vida de clase media. Poco queda de aquella niña soñadora que imaginaba su casa como un árbol de hojas de ladrillo, raíces de cemento y ella misma, la savia que movía la vida en su interior. Una casa con memoria coronada aún hoy por ancianos que murmuran al polvo viejas historias, por una morada de objetos sin tiempo que reposan en un manso reducto abuhardillado. Porque arriba, en lo más alto, su casa tiene desván. De pequeña le gustaba participar en el traslado de los objetos que habían perdido su utilidad aunque no su arraigo. Disfrutaba acompañándolos hasta el final de la última escalera donde esperaba el trastero, solemne y mágico. Al cruzar su puerta, percibía la bienvenida silenciosa que los enseres antiguos daban al nuevo inquilino entre neblinas polvorientas, y eso le fascinaba. Aquel vecindario de vestigios ofrecía un aspecto variopinto y abigarrado. Sin embargo, parecían estar enhebrados por una línea de tiempo que, además de mantenerlos unidos, les daba coherencia y forma, como el skyline se lo da a una ciudad. Alba aprovechaba para recorrer con la mirada los contornos en penumbra y atender al tenue eco de los guardavoces de la materia muda. Así supo que la madera de un mueble nunca olvida el 20
olor de la tierra donde creció o que las hebras de un vestido se cubren con el ADN de la piel que abrazaron. En las noches de su infancia, después del cuento que papá se inventaba para ella y antes de que el sueño la venciera, su memoria repasaba el intrincado paisaje de volúmenes que reposaban más allá de los confines del techo de su habitación, donde se encuentra el desván. Entonces se subía a un vagón-baúl que se deslizaba sobre los raíles que el polvo había construido con los haces de luz de los tragaluces, o se aguantaba la risa mientras trepaba a los árboles perchero para pillar desprevenido a un grupo de sombreros mono que sesteaban colgados de sus ramas ganchudas. Solía quedarse dormida bajo el tapiz tornasolado que la araña-arcoíris tejía con niebla de rocío entre las vigas de madera. Ya por la mañana, en el cole o después en la calle, sus amigos escuchaban las historias que había inventado, y entre todos improvisaban universos a medida en despreocupadas tardes de juegos. Pero Alba ya no trepa, ni viaja. Hace tiempo que la fantasía se quedó varada en alguna encrucijada del camino hacia la ciudad esmeralda. Hace tiempo que Alba dejó de ser una niña. Ella aún no sabe que la edad franqueada atraviesa un limbo implacable, una metamorfosis del carácter que nos separa del jardín de la infancia para emprender una intrincada travesía, tanto más difícil cuanto más intensa es la sensibilidad. Los años dejaron de jugar con ella y el tiempo evaporado formó un poso de percepciones inesperadas, de sensaciones desconcertantes que la han ido apagando. Su fértil creatividad ya no se nutre de las semillas del fruto de la inocencia y su nueva consciencia vaga desorientada en un entorno que se volvió líquido a una velocidad de vértigo.
Número 12
Con su seguridad hecha añicos, le parece estar viviendo la vida de otros, de aquellos con los que comparte horas de instituto, ocio, conversaciones superfluas e incluso bromas. Tiene la impresión de no pertenecer a ningún lugar, de que sus actos no responden a su voluntad; como si desde algún control remoto manejaran al avatar que vive en su espejo y en el hueco de su cuerpo se agitara un yo suelto, descolocado, igual que el escrupulillo de un cascabel que golpea insistente el centro de su pecho y ha abierto un boquete de brumas que bombean sangre a la nada. Los días callejean a tientas en compañía de una extraña soledad y para ella suelen acabar de la misma manera: tumbada sobre su cama y con el resto del mundo al otro lado de la ventana, tentada por las emociones que de pequeña le llegaban del interior de un desván que, sin embargo, no visita desde hace años. Entonces, empieza a acudir el estridente parloteo de los relojes cuco alborotando a las hadas moteadas, o al pataleo impaciente de los muebles más serios antes de que las sombras trapecistas empezaran su función. Ecos de un reducto confortable, de un bastión del que fue expulsada para deambular hambrienta en medio de un festín de inseguridades. Se esfuerza por repudiarlos, por odiar a ese rincón abuhardillado que representa un pasado que la abandonó. Trata con todas sus fuerzas de no franquear el techo de su habitación diluyendo su mente en el blanco infinito de la pintura, mientras los segundos se van desprendiendo de los grises minutos que cada hora deshoja. Pero su cabeza acaba anegándose de éxodos inmóviles, y se aturde con rectificaciones sobre relaciones sociales en las que cree no haber estado a la altura, y se ensordece planeando conversaciones distendidas
que algún día quisiera mantener, sobre todo con el chico de la sonrisa sincera cuya mirada siempre esquiva. Hasta que agotada de subir peldaños en la bruma, sin poderlo evitar, regresa al puerto de ese techo para dejarse absorber sin resistencia y penetrar en la ingravidez del desván. La nostalgia es la más peligrosa de las sirenas cantoras, un hábil cuentacuentos de doble filo. Esa estancia cómplice le proporciona bienestar también hoy, tan lejos de aquel tiempo desprendido. No consigue oponerse a él y Alba no alcanza a entender por qué ese abrigo del pasado es más fuerte que su voluntad. Luego se queda dormida y se transforma en un folio de papel que domina la papiroflexia. Comprimida en una bola arrugada, sobrevuela ciudades, calles, edificios hasta encontrar una casa con desván en el que se transfigura en un triciclo, en un arcón, en un secreter. Entonces se expande y las letras que flotan sobre minúsculas alfombras de polvo se adhieren a su superficie acumulando tantas palabras que terminan reventando las paredes. Intenta leerlas, pero las letras regresan a las motas en suspensión y vuelve a plegarse sobre sí misma hasta casi desaparecer. En ese instante se despierta, pero ya no está acostada, sino en pie, lejos de su cama, en el último peldaño de la última escalera frente a la puerta abierta del desván, completamente desconcertada y con la extraña sensación de ser atravesada por una corriente de papel que sella lentamente el centro de su pecho. «Lo que me faltaba, también sonámbula», pensó al principio, y aún se despreció más a sí misma. No obstante, en los despertares siguientes se repitió esa ligera impresión de plenitud que le ayudaba en la empinada cuesta de cada amanecer. Si el desván le ofrece alivio, si todavía 21
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le transmite seguridad, ¿por qué huir de él? Alba considera que quizás no sea tan mala idea después de todo volver a visitarlo y tal vez anestesiar su existencia en compañía de las generaciones que impregnan el interior. Es consciente de que ha claudicado, como quien se abandona a la primera dosis de una adicción poderosa, pues nada puede mejorar dentro de una guarida aislada del exterior. Entonces, ¿por qué esa inesperada esperanza cuando finalmente decide entrar? No le sorprende comprobar que conserva la complicidad con ese intenso lugar a pesar del tiempo transcurrido. A medida que sus pupilas se adaptan al paseo entre la penumbra, se va impregnando de un presentimiento placentero, pese a la escena fantasmagórica que crean los bultos cubiertos por sábanas polvorientas. De todas las siluetas que salen a su paso, hay una que llama especialmente su atención por el escaso polvo de la sábana que la recubre. Al apartarla, aparece un escritorio con un montón de hojas manuscritas dispersas sobre su superficie. Se trata de páginas sueltas de algún diario que se hubiera deshojado, todas escritas con letra de mujer. En un primer vistazo distingue diferentes caligrafías y reconoce varios nombres que en algún momento escuchó en boca de sus padres. De la lectura surgen sonrisas y lágrimas, optimismo, también anhelos y desengaños. Capta el resentimiento de su bisabuela cuando lamentaba no haber escatimado atenciones por él mientras él sólo derrochaba semen por ella, o la rabia de su tía abuela confesando su ingenuidad por suspirar su ausencia mientras él frecuentaba otras compañías, o el dolor de su tatarabuela, que comía de su mano siempre que él no se la levantaba. Alba no acaba de entender por qué se siente identificada con la frustración de aque22
llas mujeres que vivieron en una sociedad y bajo unas circunstancias muy diferentes a las suyas. Ellas fueron enterradas por una época que las traicionó, que las relegó en favor de un él autoritario, sobrevalorado y hueco. Entiende que afortunadamente hoy ese prototipo masculino va desapareciendo, aunque luego matiza con rabia: «menos cuando sale en manada», porque la cosa cambia si los individuos nos diluimos en un grupo. El caso es que sus antepasadas tenían un motivo que les impidió crecer, no como ella, incapaz de concretar cuál es el suyo. Se avergüenza de reconocer que les tiene cierta envidia; al menos esas mujeres sabían contra qué luchar por inmenso que fuera el rival. Todas emplearon su escaso tiempo en escribir historias que nadie leería y que a pesar de ello necesitaron plasmar. En aquellos diarios no solo había desilusiones y desengaños, había consuelo, valentía. Había vida. Los usaron como válvulas de escape, pero también como punto de encuentro consigo mismas. Entre las hojas revueltas asomaba un sobre en el que no había reparado hasta ese momento. Se leía un mandato: «Ábrelo. No temas». En el interior encontró un folio escrito a mano y un pequeño cuaderno en blanco excepto por una estrofa en su primera página: «Con la tenue certeza del instinto, como una obrera expansiva del verbo, cada canto que no muere en el pecho, es un pulso que se gana al vacío».
Sintió la intangible agitación de una emoción salpicada, una punzada aguda y a la vez extrañamente familiar. Temblaba el folio entre sus manos cuando empezó a leerlo:
Número 12
«Reúne las ilusiones perdidas y acude. Este remanso de vapor sólido templará las olas rotas a destiempo en arrecifes de páginas sin labrar que te estarán escuchando, y la urticante gota calcárea dormirá tras tus cuevas más tiernas con un arrullo insonoro de palabras sin tiempo, lejos de negros ruiseñores. Invocarás a los robles duende, a los soles luna. Sabrás del lucero de cuatro puntas donde las ninfas siembran la aurora nocturna y las nubes tintero rodearán la cumbre de tus dedos, inhóspitas para la memoria indeseable. Sumérgete en los cuentos olvidados que las sirenas aladas recitaron sobre mares de dudas y busca en las fábulas el secreto del néctar de las geodas para abrir pasadizos entre los pozos de arena. El hielo muerto liberará tus pies de luna y si miras por encima del laberinto, el ojo del huracán te mostrará con un guiño lo inútil de girar en el tiovivo de un porqué, entonces entenderás que el infinito te está esperando».
Nunca una lectura le había calado tan hondo. Se dejó caer en una vieja butaca cubierta por una sábana que levantó una densa polvareda. Se levantó rápidamente antes de que la envolviera y los raíles de luz que se colaban a través de una lucerna iluminaron de lleno el manuscrito que seguía en su mano. Se fijó de nuevo en el texto para cerciorarse de lo increíble: se trataba de su propia letra, ella misma lo había escrito. Seguramente en alguna de sus sonámbulas incursiones había plasmado las coordenadas emocionales que su razón desconocía, pero no su intuición. El desván le anclaba al fondo de su mar
infantil, eso lo sabía, pero también elevó a la superficie de su consciente la revelación más valiosa que atesoraba: escribir disuelve la inercia del desaliento para fraguar bálsamos con esquirlas de amargura. Comprendió que la forma de salir de sí misma era a través de sí misma y el legado de esas mujeres le enseñó que las palabras son capaces de poner en peligro al miedo. Bajó corriendo a su cuarto, abrió su portátil y pulsó doble clic en el icono del procesador de texto. Empezó a escribir notas, reflexiones, bocetos que vomitaban a bocajarro multitud de percepciones contenidas. De los numerosos 23
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libros leídos, de los que empezó a leer, se atrevió a recolectar, más allá de sus límites, aptitudes, perspectivas, preguntas incómodas. En cada escenario inventado, con cada personaje creado, caía de espaldas hacia su interior, sin vuelo de prueba, sin ningún motor, convenciendo al vértigo de que merecía la pena arrancar temores de sus coartadas. Con párrafos palanca, con frases martillo entretejidas con sangre y alivio, con intuición y fuerza, levantó puentes entre la dictadura de un porqué y la aceptación de que las sensaciones pueden ser inciertas. Del desván, de esas mujeres, aprendió que cualquier tiempo pasado debería matar solo una vez y sobre el papel encontró la fragua necesaria para
que cicatrizara la franja rasgada de su pecho. Con los primeros rayos de sol de la mañana, Alba se sube a un vagón-baúl para ir al instituto. Los sombreros mono se descuelgan por su cuello y saltan de arteria en arteria alborotándole el pulso cuando pasa junto al chico de sonrisa sincera. Él la mira como nunca y ella baja la cabeza como siempre. Pero de las motas de polvo en suspensión, los duendes roble han recolectado palabras que empiezan a trepar por su garganta. El chico de sonrisa sincera todavía estaba allí cuando Alba le devuelve la mirada y le habla por primera vez.
Antonio Bolant Rodríguez (España)
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Número 12
Ocho minutos
Benjamín Recacha De repente, ríe... DESEARÍAS SALIR corriendo, pero los cuerpos te lo impiden. Notas la presión de un hombro al que no tienes ninguna voluntad de estar pegado, sois como imanes a los que una fuerza superior consigue conectar por el mismo polo. El metro está repleto de imanes comprimidos, todos con la misma carga eléctrica. Imaginas que cuando se abran las puertas en la siguiente estación saldréis todos repelidos de forma violenta. Y en verdad es algo así lo que ocurre.
La gente huye del hacinamiento, aunque no para ser libres, sino con la disciplina de un ejército de hormigas, para someterse a otra fuerza magnética contra la que no se puede luchar. Y así un día tras otro. Con algo más de espacio personal disponible, paseas la mirada por el vagón. La mayoría de pasajeros, ahora que han recuperado una libertad limitada de movimientos, enmascaran su hastío en la pantalla del teléfono móvil. Ves caras inexpresivas, congeladas por el 25
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cansancio anticipado de otra jornada insustancial, un día que será igual que ayer y que mañana, sin nada que lo haga digno de recordar. Tú te trasladas, una vez más, a los días de verano al aire libre. Huyes con el recuerdo a las caminatas por la montaña y a las noches bajo las estrellas, y sin embargo sabes que tu rostro es tan inexpresivo como el de los demás. El metro vuelve a detenerse para vomitar parte de su carga humana e, inmediatamente, ingerir una nueva ración. Cuesta creer que la masa homogénea de cabezas y cuerpos la compongan individuos con pensamientos y vidas propias. Pero entonces ves una cara que parece fuera de lugar. Pertenece a una mujer de treinta y tantos, aunque puede que sea más mayor. Lo que te hace dudar es su aspecto relajado y su sonrisa, que le dan un toque juvenil. Se apoya con la espalda en la puerta del vagón y saca un libro de la bolsa de tela que lleva colgada de la muñeca. Hay algo magnético en esa mujer. No eres el único que lo percibe; te das cuenta de que otros pasajeros, quizás porque no tienen nada mejor que hacer, la observan con discreción. Entre tú y ella hay los suficientes cuerpos como para que puedas mirarla, a través de los huecos que quedan entre cuellos y cabezas, sin resultar sospechoso. Piensas que es guapa. O quizás no lo sea especialmente, pero su expresión limpia y la sonrisa sutil en la comisura de los labios la hacen guapa. También piensas que debe sentirse observada, porque se ha convertido en el centro de atención de varias cabezas. Puede que no se haya dado cuenta, porque no levanta la vista del libro, o si se ha percatado, quizás no le importe. De26
be estar acostumbrada a que le pase, porque no es habitual esa aparente despreocupación en las horas punta. Debe ser eso, concluyes: su incursión en el transporte de ganado es puntual. Eso explicaría muchas cosas, desde luego. De repente, ríe. Sin esconderse, sin tratar de reprimirse. Al contrario, es casi una carcajada, tan inaudita en este ambiente rutinario que apenas provoca reacción. Ves algunas muecas, que tratan, tímidas, de transformarse en sonrisa. Pero la mayoría ni eso. Muchos continúan hipnotizados por la pantallita, o ajenos al entorno con los auriculares puestos, aunque otros, que sin duda han escuchado la carcajada, prefieren hacer como que no se han dado cuenta, en actitud que podría interpretarse incluso de reproche. Tú, que eres de los que agradecen esa presencia de espontaneidad que te ha hecho sonreír, estás seguro de que hay pasajeros para quienes la mujer que se atreve a reír en público supone una molestia. Dirías más: la ven como a una provocadora. «¿Cómo se atreve a exhibirse así?». Y, sin embargo, ella sigue leyendo con la misma naturalidad, sin reprimir las risas, ajena al teatro de las apariencias. Cuando el tren llega a la estación donde tienes que bajar, le lanzas una última mirada con la intención de retener su cara relajada y sonriente el máximo tiempo posible después de que desaparezca para siempre de tu vida. En ese momento, ella levanta la vista del libro, y vuestras miradas coinciden. Y te sonríe. Sólo a ti. Hoy tu estado de ánimo es un poco diferente. No hay nada que te haga ser más optimista que ayer. La perspectiva
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de las próximas diez horas es igual de desmotivadora que siempre; si acaso, te puede consolar que queda un día menos para el fin de semana. Los cuerpos y cabezas que se apretujan en el metro reproducen la misma actitud de cada mañana. Pero tú ya no te trasladas a los días de verano, sino a hace veinticuatro horas, a aquella sonrisa exclusiva. No has dejado de pensar en ella, y ahora aguardas nervioso, incluso un poco entusiasmado, a que el convoy se detenga, y ella vuelva a inundarlo con su alegría. Sabes que es un entusiasmo tan irracional como creer en los Reyes Magos, que la probabilidad de que eso ocurra es ínfima, pero pensar en que puede suceder te hace sentir bien, así que vale la pena. Miras alrededor, moviendo sólo el cuello, que es la única parte de tu anatomía con cierta libertad de movimiento en el revoltillo de cuerpos. Ella no está, pero de vez en cuando coincides con otros ojos, e inmediatamente ambos desviáis la mirada, incómodos por el contacto que os dota de entidad humana, que os hace conscientes de la existencia del otro. El metro se detiene, vomita parte de su carga e ingiere una nueva ración. Arrastrando los pies, los cuerpos buscan un hueco donde vegetar durante unos minutos. Suenan las señales acústicas, y justo antes de que se cierren las puertas ella salta al interior, con elegancia despreocupada. Pese a la masa humana que abarrota el convoy, encuentra el pasillo que la conduce a la puerta opuesta, y tienes la impresión de que los pasajeros le han abierto el hueco sin ser conscientes de ello. Se acomoda, saca el libro, y se pone a leer con la misma naturalidad de ayer. Durante unos segundos te parece
como si no estuvieras ahí. Te sientes un espectador ajeno a la escena, y quizás por eso tardas en procesar tus emociones. Ya sabes que no es una pasajera ocasional, que es posible que a partir de ahora cada mañana compartáis los ocho minutos que el metro tarda en llegar a tu destino, cuatro estaciones después. Y te das cuenta de que, si de verdad es así, esos ocho minutos son los que van a darle un nuevo sentido a tu vida, porque no se te ocurre un aliciente mejor que observar la sonrisa incipiente en la comisura de sus labios. Mientras piensas en tu suerte, ella levanta la cabeza, y la ves pasear la mirada, hasta que vuestros ojos se encuentran. Tú estás a punto de apartarlos, demasiado intimidado. Te arde la cara, y de repente notas que te flaquean las piernas. Pero entonces ella te sonríe. Sí, otra vez, sólo a ti, y aunque no te explicas por qué, qué ha visto en tu aspecto vulgar, lo cierto es que no hay nadie más que reciba su atención, y tú le devuelves la sonrisa. Permanecéis así unos segundos más, en los que imaginas que el tiempo se ha detenido y que no hay nadie alrededor, hasta que ella regresa a su libro. Durante los minutos siguientes, no ríe. Piensas que quizás haya cambiado de libro, y este no sea tan gracioso, pero te gustaría creer que en realidad no lee, y que, sin hacerlo evidente, está pendiente de ti. Cuando el metro llega a tu estación, antes de salir giras la cabeza, y ella te está mirando. «Hasta mañana», lees con toda claridad en sus labios sonrientes. Te levantas veinte minutos antes para acicalarte. Incluso te afeitas, y mientras te ves reflejado en el espejo del baño 27
El Callejón de las Once Esquinas
crees atisbar un resto de la determinación que un día, hace mucho, perdiste. El metro está tan abarrotado como siempre, pero ya no te importa; tienes los ojos clavados en el panel del recorrido de la línea 5, descontando lucecitas, hasta que parpadea la de su estación. Entonces, los desvías hacia la puerta y descuentas los segundos que faltan para que se abra. Estás tan emocionado como no recuerdas haberlo estado nunca. Aunque eso da igual, porque ahora el pasado no existe. Lo único que importa son los próximos ocho minutos. El tren se detiene, y contienes la respiración. Se abren las puertas, el vagón vomita, y procede a una nueva ingesta. Vas contando cabezas, todas igual de intrascendentes, y cuando aparece ella todo tu metabolismo se acelera, más aún cuando te das cuenta de que el pasillo se abre directo hacia ti, y aparece a tu lado. —Buenos días —te saluda sonriente. Estáis tan cerca en la marea humana, que a pesar de tus esfuerzos por evitar el contacto físico vuestras piernas se tocan. Agradeces el aire acondicionado que, por ahora, evita que sudes, aunque notas la cara hirviendo. —Hola —respondes, sintiéndote torpe. Estás convencido de que cualquier cosa que digas será una tontería, así que te quedas callado, mirándola embobado, descubriendo los matices de sus ojos violetas, tan expresivos, y tratando de encontrar una explicación a algo que sólo ocurre en las películas. Ella está tan relajada como los días anteriores, sólo que no saca el libro, sino que lee en tu cara tu perplejidad. Los ocho minutos transcurren lentos y rápidos a la vez. Se te hace eterno ese silencio, con las palabras chocando en 28
tu mente aturullada. Debes ser muy estúpido si no eres capaz de reaccionar a la presencia de esta mujer divertida, inteligente y atractiva que ha decidido compartir el trayecto pegada a ti. Pero cuando el tren se detiene en tu estación y comprendes que el tiempo se ha agotado, piensas que ha pasado volando y que ni siquiera has tenido la oportunidad de formar una oración con sentido. —Hasta mañana —es todo lo que logras articular. —Hasta mañana —responde, y tienes la impresión de que su sonrisa es aún más cálida—. Me llamo Lluvia —te regala cuando pones el primer pie en el andén, y tú te sientes empapado de felicidad. «Lluvia… Lluvia… Lluvia…». Lo repites continuamente, y cada vez te parece más bonito. «Buenos días, Lluvia. Yo me llamo Hermes». A veces te preguntas si ese nombre no te pesa como una losa, si la carga mitológica no es precisamente lo que te mantiene adherido al suelo, como a una suela de goma atrapada en el alquitrán de una carretera abrasada por el sol. Esta mañana estás decidido a aprovechar los ocho minutos. Quieres demostrarle a Lluvia que tienes algo más que ofrecer que tu silencio perplejo. Has ensayado muchas posibles conversaciones, pero al final lo único que tienes claro es el saludo. Le dirás tu nombre y luego te dejarás llevar. Por lo que conoces de ella, puedes asegurar que es una persona muy comprensiva con las limitaciones comunicativas de los demás. Sólo tienes que procurar no parecer gilipollas. El tren se detiene, y se repite el mismo ritual de cada parada: vómito e ingesta. Puntual a su cita, Lluvia aparece
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radiante, y tú descubres, aterrado y excitado a partes iguales, que tiemblas como una porción de gelatina sobre un plato plano. —Buenos días, chico misterioso —saluda con naturalidad, como si te conociera de toda la vida. Por supuesto, sonriente. —Hola. —Te das cuenta de que has dejado de temblar, y eso te anima a continuar—. Me llamo Hermes. Perdona que no me haya presentado hasta ahora. Lluvia ríe, y tú tienes la certeza de que no hay nada más bello en el mundo. —Es un nombre muy interesante. Creo que nunca había conocido a ningún Hermes. —Me costó bastante acostumbrarme a él. En el cole se burlaban. Los niños son bastante crueles con los nombres raros. —¿Me lo dices o me lo cuentas? La ves reír con todos los músculos de la cara, y el sonido de sus carcajadas es maravilloso. —Pues a mí Lluvia me parece un nombre precioso… como tu risa. No das crédito a tu propio atrevimiento. Notas el calor en el estómago y el corazón latiendo en las sienes. Ahora Lluvia sonríe sobre todo con la mirada, tan cálida, y desearías que los ocho minutos fueran eternos. Te agarras fuerte a la barra metálica, no porque temas perder el equilibrio, sino para descargar la tensión. ¿Cuánto hacía que no experimentabas esa sensación de complicidad con una mujer? Por tu mente se suceden, fugaces, algunas caras que el tiempo ha ido difuminando, pero no te vas a detener en ninguna de ellas. Lo cierto es que estos minutos junto a una desconocida en el metro suponen la relación más íntima
que has mantenido en no se sabe cuánto, y por inocente que sea te hace vibrar. Es entonces cuando sientes su tacto suave y cálido sobre tu mano. Lo primero que haces es mirar a la barra porque, aunque lo notes, no puedes creer que esté pasando. Y sí, ella ha colocado su mano adornada con un gran anillo en forma de nube en su dedo corazón sobre la tuya, y te acaricia los dedos con unas yemas suaves como nubes de algodón. Los ocho minutos han pasado. Se abren las puertas. Tienes que salir. Desde ayer, te acompaña el tacto de Lluvia adherido a tu mano izquierda. Te la has acariciado, y te has acariciado la cara con ella, con la ilusión de que es su mano la que lo hace. Se acercan vuestros ocho minutos, y después del contacto de ayer no sabes qué esperar. Lo que te gustaría que pasara no te atreves a imaginarlo. Quizás lo vuestro sea, realmente, cosa de película, y sacarlo del escenario donde se ha producido la magia rompa el hechizo. En verdad, tienes miedo, porque fuera del metro eres tan vulgar como cualquiera de los autómatas que lo transitan sin plantearse incorporar la emoción a sus vidas, porque temen que la incertidumbre se asome a ellas. Lluvia franquea las puertas y se dirige hacia ti. Tienes la impresión de que su sonrisa ha perdido frescura, que hay algo que la perturba, y piensas que ese algo eres tú, porque ella lee tu inquietud. —Buenos días, mensajero de dioses. —Buenos días —respondes, algo rígido. Te reprochas haber plantado la semilla de la duda. Tus miedos han corrompido la espontaneidad sobre la 29
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que se estaba construyendo un sueño. Y sin espontaneidad, sin la emoción a salvo de expectativas del qué vendrá después, todo se complica. Te agarras a la barra, tan fuerte como ayer, y ella se fija en tu mano. Estás seguro de que percibe tu tensión, y te parece vislumbrar un destello de decepción en sus ojos. Ella también se agarra, justo debajo de donde tus dedos parecen querer fundirse con el metal, y sabes que no va a deslizar su mano hacia arriba, sino que espera que tomes tú la iniciativa, y esa certeza te tortura durante los minutos siguientes, porque es entonces cuando se te presenta con toda su crudeza tu verdadera naturaleza: eres un cobarde. Todo sería mucho más sencillo si tu vida se limitara a esos ocho minutos diarios, porque no correrías el peligro de decepcionar a nadie, ni de decepcionarte a ti mismo. —Te presionas demasiado. Escuchas sus palabras, y no puedes apartar la mirada de sus ojos relajados pero serios. Es la primera vez que las comisuras de sus labios no sonríen. Pasan los minutos, se acerca tu estación, y temes que sea la última vez. —Lo que me hace feliz es caminar por la montaña. Allí es donde siento que formo parte de algo con sentido.
No sabes por qué se lo dices, pero después de hacerlo te sientes más ligero. Ves cómo la sonrisa sutil regresa a su cara. —Me encanta la montaña. —Notas las nubes de algodón sobre tu mano. El metro se detiene. Lluvia se te acerca más y deposita un beso dulce en tu mejilla—. Hasta el lunes. —Hasta el lunes —balbuceas mientras te alejas aturdido. El metro se detiene, abre las puertas, vomita parte de su carga e ingiere de nuevo. Aparece Lluvia, con su actitud despreocupada, sonriente, ajena a la vulgaridad del escenario. Echa un vistazo en torno, y se dirige a la puerta opuesta. Apoya la espalda en ella y saca el libro de la bolsa de tela. Lo abre, pero antes de ponerse a leer levanta la vista, vuelve a fijarse en la masa que la rodea, y emite un leve suspiro que podría interpretarse como de resignación. Sin embargo, es muy breve. Enseguida vuelve al libro, y al poco rato ríe. Varias cabezas se giran en actitud de reproche, otras ya la estaban observando discretamente, alguna con fascinación. Ninguna de ellas es la tuya, porque has dejado escapar este tren.
Benjamín Recacha García (España) Blog: benjaminrecacha.com 30
Número 12
La otra vida
Pablo Núñez 31
El Callejón de las Once Esquinas
Historias que de repente me hacen creer que lo vuelvo a tener a mi lado...
I POR UNA PEQUEÑA rendija, un haz de luz se coló por la ventana del desván, rompiendo la armonía improvisada que le daba la oscuridad. Yo me encontraba sentado en una hamaca, había apagado la lámpara y estaba haciendo un receso en la misión de encontrar los últimos documentos que una burocracia sin sentimientos reclamaba, debido a la muerte de mi padre. Las primeras angustias, esos días en que el vacío mantiene a la mente oscilando entre recuerdos desordenados, a la vez que el cuerpo se deja llevar por la inercia de la más absoluta apatía, habían pasado y, al fin, quise terminar con aquel proceso tan legal como inmisericorde. Fue entonces cuando ese rayo de claridad me mostró una caja de caoba que jamás había visto. No me paré a pensar de dónde venía aquella luz a esa hora del atardecer en la que las farolas aún están dormidas. La curiosidad y, quizá, la esperanza de encontrar allí los últimos papeles sellados que nos requerían hizo que me levantase y la cogiera. Tenía una pequeña llave colgada que abría una cerradura, como la de aquellos diarios que a los niños de mi generación nos regalaban en la primera comunión. Un suave clic apartó un pestillo y la tapadera se abrió. A primera vista, aprecié que en su interior reposaban dos carpetas. Encendí la lámpara. En la primera, con una letra más que reconocible para mí, pude leer, Memorias. En la segunda, una frase, Cuentos de mi hijo. Sorprendido, aparté las cuerdas 32
que las mantenían cerradas con una especie de excitación contenida. En una encontré pequeños cuadernos y folios sueltos en los que mi padre iba contando anécdotas de su vida. En la otra, permanecían guardados mis primeros relatos a los que él nunca dio importancia, los que jamás leyó. Eso pensaba hasta que en ese momento los vi impresos, clasificados por fechas y con algunas frases subrayadas con un rotulador verde. Siempre fue el verde su color favorito.
II ¿Fueron aquellos relatos los que incitaron a mi padre a escribir? Nunca lo sabré. Me gusta pensar que sí, que esos cuentos que solo envié por correo electrónico a mis familiares más allegados sirvieron para algo de provecho. Ahora que los releo, me doy cuenta de que son dignos de un principiante que echa mano de palabras barrocas y rimbombantes, de exceso de adjetivos, de demasiadas palabras terminadas en «mente», de falta de sencillez y de imaginación. Cierro las carpetas. Mi mirada se para, como acariciando cada letra, en la que mi padre escribió Cuentos de mi hijo, y siento que no le di los abrazos suficientes. La dejo en la caja y tomo la que realmente me interesa, la que esconde esas memorias que guardan sus recuerdos, aquellas vivencias que desconozco. Vivencias que tuvieron lugar en su pueblo y en los lugares en los que fue
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parando, hasta llegar a aquel en que conoció a mi madre, quizá en el momento que comencé a ser un proyecto de su futuro, cuando era mucho más joven de lo que yo soy ahora. Historias que de repente me hacen creer que lo vuelvo a tener a mi lado, no como desde que murió, sino físicamente, echándome el brazo por encima del hombro, observando mis ojos mientras comienzo a leer.
III Sus narraciones no siguen un orden establecido, o eso creo, pero no me resulta difícil organizarlas. Las que están escritas a mano, con esa letra segura y pulcra que me sigue encandilado, sin duda son las primeras. Luego, poco a poco, esos trazos rectos se vuelven temblorosos en los siguientes cuadernos y, al final, cuando desistió de seguir usando su pluma, lo que tuvo que ser duro para él, aparecen folios sueltos impresos, algunos con las letras en minúscula y otros, los últimos, en mayúscula, no por estar enfadado, quiero suponer, siempre he relacionado las mayúsculas con el enfado, sino porque su vista empezaba también a flaquear. Demoro el comienzo de la lectura como cuando se demora el instante de abrir un regalo, dejando que la imaginación haga mil conjeturas sobre lo que nos espera dentro, disfrutando de esa magia que se disipará en cuanto se descubra qué hay escondido detrás de esos papeles estampados y coronados por un lazo.
me atrevo a ordenar para conocer mejor su periplo por la vida antes de que se le pasara por la cabeza que tendría un hijo. Cuando aún estuve a tiempo de preguntarle por su niñez y juventud, nunca lo hice, quizá porque él era reservado respecto a su pasado. Ahora tenía entre mis manos todas las respuestas. Al principio cuenta dónde nació y cómo se llamaban su madre y su padre. Aquí me estremezco. Siempre me confiaba su deseo de que el nombre de su padre no se perdiera y, aunque el mío es casi el mismo, ese casi no le valía. Mi madre quiso sumarme otro más, creando uno compuesto, que no uso si puedo evitarlo, y que rompía esa petición en alto de mi padre. Años después, nació mi hijo y, esta vez sí, su sueño se hizo realidad, no solo perdurando el nombre exacto de mi abuelo, sino también su primer apellido. A pesar de que tuvo que esperar treinta y cuatro años más, durante catorce pudo disfrutar de ese deseo y de un nieto que se llamaba como él quería que me llamase yo. Como su padre.
V
Su siguiente episodio data de los años de la guerra. Calculo que en aquella época debía tener entre tres y seis años, por lo que pienso que en esas páginas tomó recuerdos prestados de sus tíos y mi abuela para completar los huecos que su memoria aún no había rellenado. Ahí me doy cuenta de que, según en el momento que escribe, unas realidades se solapan con otras o, quizá, la historia fue contada por diferentes personas y él no quiso deshacerse de ninguna. Entre IV varias anécdotas en las que refleja la barNo sigue la línea del tiempo, sino la barie que se vivió en aquellos tiempos, de sus sentimientos. Sentimientos que destaca la pérdida de mi abuelo. La pri33
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mera vez escribe que la muerte de su padre se produjo en la guerra, y en ese punto todas las realidades se ponen de acuerdo, pero en esta versión enfermó al viajar a otro pueblo montado en un burro en busca de comida, a causa de las carencias que había en el suyo. Aquel día le cayó una lluvia torrencial por el camino que le provocó una pulmonía de la que no pudo recuperarse. En escritos posteriores, dice que lo sacaron de su casa una noche y lo fusilaron, sin pararse a descubrir qué bando perpetró el asesinato. Cuando le preguntaba por mi abuelo, él solo culpaba de su desaparición a la guerra. Yo no indagaba más y mi padre cambiaba de tema.
VI
En la posguerra tuvo que ponerse a trabajar a la vez que a estudiar. Incide en que fue buen estudiante, y eso también lo recalcaba en nuestras conversaciones, sobre todo cuando mis notas no colmaban sus expectativas. Mi abuela cosía y él se dedicaba a la venta ambulante por toda la comarca con tan solo diez años. La gente maduró en aquellos tiempos a una edad más temprana de la que le tocaba a fuerza de golpes, y esto es un pensamiento que me cruza por la cabeza mientras leo las desventuras de mi padre niño. También tenía tiempo de jugar al fútbol y aquí, como en un ejercicio de realismo mágico, cambia las reglas del juego y, entre otras cosas, asegura que cuando se producían tres saques de esquina seguidos, el árbitro daba gol. Tomo nota de muchas de sus fantasías, o realidades, pues no estaba allí para constatar si aquello era verdad. Estoy seguro de que me servirán para futuros relatos. Relatos que serán también suyos. 34
VII Llegó un punto en que la venta ambulante no ayudaba lo suficiente y tomó una decisión que cambiaría su vida. Aconsejado por su maestro de matemáticas, se presenta ante un jefe de obras que era incapaz de llevar las cuentas y no encontraba a nadie que supiera sumar sin usar los dedos. Este le hace unas pruebas de las que sale más que airoso y lo contrata. Ahí comienza una nueva etapa de su pasado en la que abandonará su casa y tendrá que viajar donde viajen las obras. Vive solo, en pensiones donde hace los primeros amigos que no son los de su infancia. Percibo que me encuentro con la parte de su vida en la que más disfrutó porque escribe de ella con más soltura, como demostrando que le gusta pasar una y otra vez por el habitáculo donde guarda estos recuerdos. Cuenta que iba a salas de fiestas, entablaba amistad con las chicas de cada pueblo donde se establecía temporalmente y, por primera vez, baila lento en esas salas en las que ningún cura aparecía para separar las parejas con su mirada, como ocurría en las plazas. En uno de estos pueblos su jefe le dijo que había llegado el momento de su
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jubilación, pero antes, lo lleva ante el presidente de una gran empresa, que también trabajó para él, y lo recomienda. Firma el contrato en un casino, con un apretón de manos y, ahora vuelvo a pensar, que en ese momento comencé a nacer yo, pues lo trasladaron al pueblo donde se casaría.
VIII Aunque todavía no tenía un lugar de trabajo fijo, después de ennoviarse con mi madre intuye que cada vez se moverá a sitios más cercanos y se compra una casa en la ciudad donde, seis años y medio después, naceré yo. Aquí sus narraciones se hacen más difusas, como dando a entender que la aventura de su vida entra en una calma de la que no se arrepiente, pero que también le resulta más anodina. Y justo termina su historia el día de mi venida al mundo. Supongo que al llegar a ese instante, que también relata con pocos detalles y mucha emoción, emoción que logra transmitirme, cree que no tiene nada más que contar, o que contarme. Podría haber hablado de una enfermedad que lo dejó sin voz, de las últimas palabras que me dedicó antes de que lo operasen, de cómo superó las secuelas, aprendiendo a hablar con el estómago. Se hizo profesor de otros que pasaron por lo mismo que él y les enseñó la técnica para que no quedaran en silencio. Nunca lo admiré más en vida que en aquella época de sinsabores convertidos en victorias. En esas clases volvió a hacer un nuevo grupo de amigos. No dejo de pensar que se llevó haciendo amistades la vida entera y que todas le duraron hasta el final.
IX Termino de leer y siento que ahora lo tengo más presente que antes. Me acaba de regalar la vida que me faltaba, la que yo desconocía y, antes de que sea tarde, pienso que he de escribir su historia para que su nieto la conozca, aunque tendré que ampliarla hasta el día en que él nació, hace ahora dieciséis años, con mis recuerdos. Sin darme cuenta, he pasado toda la noche en vela junto a mi padre, viendo pasar escenas de su pasado delante de mí. Su cara sonriente inunda mi mente, la misma que tiene en la primera foto de él que conozco, y que mi madre guarda como una reliquia, enmarcada, no en un lugar muy visible de la casa, sino en una pequeña mesa junto a la que se sienta a hacer encaje de bolillos la mayor parte del día. Aunque ajada por el tiempo, en ella aún se puede apreciar su figura apoyada en una mesa de madera, con su camisa blanca remangada por encima de los codos, y con un cigarro en su mano izquierda. Posa con una sonrisa improvisada, la de alguien que se quiere comer el mundo, con una mirada llena de vida que inmortaliza su presente. Un presente de hace muchos años al que apenas da importancia en el instante que le toman la foto, o eso parece, y que ahora forma parte del mío.
X
Miro el reloj. Es hora de dejar cada cosa en su sitio. Mañana volveré a buscar esos papeles tan oficiales como incómodos. Lleno de nuevas vivencias, guardo la carpeta titulada Memorias en la maleta que traje para llevarme los documentos. Justo cuando apago la lámpara, el haz de luz vuelve a entrar por las 35
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rendijas, pero ahora, en vez de dirigirse a la caja de caoba, se acerca hacia mí, al tiempo que me rozan unos labios que conozco bien. Después, poco a poco, el haz sale por donde ha entrado, y yo me quedo allí unos minutos más, de pie, envuelto por la presencia de mi padre, y con la frente marcada por un beso que jamás se borrará.
XI Al amanecer llego a casa de mi madre, la que también fue mía hasta que me casé, o sigue siendo, como ella me dice. Desayunamos juntos y le comento que ya tengo recopilados casi todos los documentos que necesitamos y que no se preocupe. Mientras trastea en la cocina, voy a la salita, tomo el marco en el que está la foto de mi padre, la de aquel presente que ahora no es tan lejano. El reflejo del cristal no me deja apreciarla bien, así que, con sumo cuidado, la saco de allí. Después de contemplarla un buen rato, al colocarla de nuevo, me
doy cuenta de que en el revés hay algo escrito con esa letra de trazos seguros y rectos tan reconocible. Aunque supongo que será una declaración de amor, y al principio me intento convencer de que no debo ser testigo de aquel mensaje íntimo, me siento hipnotizado por cada palabra, aparto mis prejuicios y, mientras se me van humedeciendo los ojos, leo en voz baja:
A mi padre, 1933-2017 36
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EPÍLOGO
Este relato no está dividido en once partes, sino en once esquinas. Esquinas de un callejón donde baila una pizca de realidad adornada con la libertad que nos regala la ficción. Pablo Núñez (España) 37
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Unidas hasta en la muerte
María Belén
ERA VERANO. Una foto anunciaba lo que había querido ocultar en el último día de la primavera. Adela, mi vecina, fue la que más lloró. Sus lágrimas invadieron mi dolor y el dolor de todos aquellos que con su presencia nos acompañaron. El marco no era acertado, demasiado opulento para la ocasión, quizá algo más liviano hubiera sido más acorde con su vida, pero qué importaba. Allí estaba, ausente, con la corbata de la boda y los pantalones de cuadros que ella le compró en rebajas, con la camisa de los domingos y los zapatos de su viaje a Manchester conmigo. Y allí estábamos todos con una copa de vino en nuestras manos y la lengua sujeta al hilo de su vida. Suspiré la ausencia, recordado la cajita de cerillas de aquel motel. Recuerdo una banqueta sujeta al suelo, recuerdo que me caí borracha de ella y reímos igual que cuando hacíamos el amor so-
Mateos
bre las sábanas caducas de limpieza. Éramos dos enamorados de la vida, dos inconscientes que se abrumaban ante un paisaje retratado en la ventana indiscreta de una habitación sin vistas, dos personas desatadas ante la realidad. Y ahora su presencia me era vetada todos y cada uno de mis días. Adela me abrazó como nunca, yo me arqueé en sus brazos dejándome llevar por el impulso del momento, ella aceleró sus palabras, yo me quedé muda ante ellas. Suspiró un «Te amo por toda la eternidad» en la comisura de sus lágrimas, un «No me olvides» en su mirada profunda al infinito, y yo… no supe qué responderle. La besé en los labios, con esa ternura de quien está sumido en la locura, ella me correspondió con esa inquietud de la primera vez. Hoy estamos juntas en el mismo dolor pero con una caricia que nos sabe a muerte y resurrección.
María Belén Mateos Galán (España) 38
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Sur Manuel Menéndez
Cumplimos órdenes... LA FRONTERA está demasiado tranquila esta noche. Hasta las chicharras parecen haber detenido su canto, expectantes ante lo que se avecina. Dicen que cuando los humanos desaparezcamos de la Tierra los insectos nos sobrevivirán. Quizás han desarrollado ya un sentido especial que les advierte cuando nos vamos a empezar a matar. El sudor empaña por un momento el visor nocturno de mi mira telescópica. Tengo el uniforme empapado, entre el calor húmedo y la tensión. Tendré que darme una buena ducha antes de ir a casa. Espero que mi pequeña Carla aguante despierta para compartir conmigo un trocito de tarta. Su papi no puede fallarle el día en que cumple cinco años. Vuelvo a ver el mundo de color verde cuando enfoco otra vez el visor. El campamento de refugiados sigue sumido en un silencio que no presagia nada bueno. Estoy seguro de que van a volver a intentarlo. No les culpo, en su lugar yo haría lo mismo. Su situación es desesperada, sin apenas agua y 39
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con la comida cada vez más escasa. Y además siguen llegando, oleada tras oleada, con sus ropas harapientas, sus caras vacías de expresión, sus enseres más preciados envueltos en mantas que arrastran tras ellos. Desde aquí arriba les divisamos desde muy lejos, por la polvareda que van levantando con sus pies destrozados. Hace tiempo que no veo llegar vehículos, el combustible ya estaba racionado antes de que estallara la guerra, esa terrible matanza de la que huyen y a la que nadie es capaz de poner fin. La crisis económica les cogió con el paso cambiado. Cometieron el mayor de los errores: fiarse de sus gobernantes. Cuando se quisieron dar cuenta, el país estaba arruinado, salvo las grandes fortunas que pasaron de ser enormes a indecentes, aprovechando la coyuntura. A esto se añadió que el cambio climático, esa «invención» cuya existencia negaron sistemáticamente varias generaciones de políticos decidió demostrar su existencia de una vez por todas. Calores extremos, lluvias torrenciales, tsunamis y tornados. Todos recibimos lo nuestro, pero a ellas pareció tocarles, (caprichos del destino), lo de todos los demás juntos. Y llegó la hambruna. Y cuando tus hijos lloran y mueren de hambre buscas a quien hacérselo pagar. Las armas empezaron a aflorar junto con los resentimientos acumulados durante toda una vida. Los que tienen aún un momento de lucidez o algo por lo que vivir todavía se encaminan hacia la frontera, mientras que el resto de sus conciudadanos continúa exterminándose. Así que esa multitud desesperada y hambrienta que contempla las alambradas con miradas vacías son los que aún conservaban algo de fe en la solidaridad humana. A pocos les queda ya ese senti40
miento, quizás solo a los recién llegados. Los demás han cavado demasiadas tumbas en esa tierra, tan sedienta como ellos, para hacerse ilusiones. Han rogado, han suplicado, se han humillado, pero nuestro gobierno ha sido inflexible. Aunque nuestra tierra sea próspera no podemos arriesgarnos a acoger a esta multitud famélica. Al fin se rompe el silencio y entran en acción. Salen de las tiendas enarbolando palos y piedras, con trapos envolviéndoles manos y pies para trepar por las alambradas. Parecen ignorar deliberadamente que tras ellas está el bastión donde les aguardamos, el tan discutido muro que al final nuestro gobierno acabó de construir, contra viento y marea, previendo una contingencia como esta. Gritan. Gritan con toda su rabia contra nosotros, contra el destino, contra el hambre y contra Dios, pero el sonido de nuestras sirenas de alarma ensombrece sus gritos. Empiezan a morir en las alambradas electrificadas. La noche se convierte en un torbellino de luces, ruido y olor a quemado. Siguen viniendo. Una alambrada cae ante el empuje y por el hueco se cuelan como una marabunta al asalto de la siguiente. Los muertos quedan atrás, no hay tiempo para llorarlos. Aúllan saltando sobre la segunda. Vuelven a morir por decenas, quizás para sacrificarse por sus familias y amigos, quizás para acabar de sufrir de una vez. Pero su suicidio enloquecido funciona y logran tumbar también esta valla. Solo un muro les separa de la libertad, de la oportunidad de volver a vivir. Pero en lo alto de ese muro estamos nosotros, los guardianes de la patria. Cumplimos órdenes, pero también creemos en lo que hacemos. Porque, por mucha pena que nos den sus niños de barrigas hinchadas, tenemos
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que escoger. Somos nosotros o ellos. El futuro de Carla o el del hijo de un harapiento desconocido. Hay cosas que no se negocian. Cuando llegaron los primeros fuimos generosos abriendo nuestra frontera y, aunque algunos se integraron en nuestra sociedad, otros se convirtieron en parásitos, en especialistas de vivir de los subsidios, en traficantes de droga. No volveremos a cometer ese error. Nos despojamos de los visores y encendemos todos los focos cuando están atravesando, ya cansados, la tierra de nadie. Deslumbrados, se paralizan como conejos ante los faros de un coche. Es nuestro momento. El tableteo de las ametralladoras acompaña la caída de sus cuerpos desmadejados que inundan de rojo la arena. Mientras sigo segando vidas de forma automática me sorprendo ante la cantidad de sangre que contiene un cuerpo, por consumido que esté.
Se detienen. Se miran derrotados y empiezan a retroceder. Ya no hay gritos y las ametralladoras enmudecen. No somos carniceros. Dejamos volver en paz a los supervivientes. Mañana negociaremos una tregua para que recojan y entierren a sus muertos, mientras reparamos las vallas. El relevo me saluda con una palmada en la espalda. Miro el reloj. Aún llego a tiempo para soplar las velas con mi pequeña. Una última mirada antes de retirarme hace que repare en el cuerpo de una niña, tumbado al lado de una mujer joven. Imagino que eran madre e hija. La pequeña debía tener la edad de Carla. En su sucia camiseta, una flor roja va ensangrentando poco a poco las barras y estrellas. La leyenda que aún se puede leer bajo ellas parece un enorme sarcasmo. Hace mucho que Dios dejó de bendecir a América. Y ahora, a este lado de la frontera, nuestro lema es: México para los mexicanos.
Manuel Menéndez Miranda (España) 41
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Los huesos del italiano
No lo decidí yo, sino la casa... LA MADRESELVA ocultaba los muros del palacio de cristal, la arena del desierto había borrado el jardín y la espuma de un mar pétreo se erguía como un malecón imposible de traspasar. Alrededor, la brisa se empeñaba en avivar un fuego que sabía quemar los dedos, pero sobre el crisol suspiraba una llama que, lentamente, se enfriaba. Ese era yo. Me había recluido en el caserón de mis abuelos. Allí, aislado del mundo, esperaba. No sabía a qué, porque la culpabilidad que roía mis entrañas había enterrado toda esperanza de encontrar perdón o consuelo. Simplemente dejaba que a un día le sucediera otro. Llevaba un mes en Tenebria; así lla42
Patricia
Richmond maba mi madre a la casa de sus suegros. Era una construcción de tres plantas, en las afueras del pueblo, levantada piedra a piedra por mi bisabuelo. En ella se había establecido como herrero, después de vender las pocas tierras heredadas de la familia, y allí había criado sanos y fuertes a los siete hijos varones que había prometido a mi bisabuela al casarse con ella. Era un hombre de palabra. Sólo mi abuelo, el último en nacer, se quedó con él. Sus seis hermanos emigraron a Zaragoza, seducidos por las oportunidades que brindaban las nuevas industrias, y su pericia en el oficio que habían aprendido del padre les abrió la
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puerta de la moderna fundición Averly. La herrería siguió manteniendo su esplendor en vida del patriarca. Cuando murió, Ramón Pardo, el benjamín, que ya había fundado su propia familia, siguió solo con el negocio. Gracias a la pequeña fortuna que le había deparado su buen hacer, sus tres hijas no tuvieron problemas para casarse con mozos de buenas casas y su único hijo pudo estudiar. Envió a mi padre a Zaragoza, donde, al cuidado de sus tíos, cursó el bachillerato. Después, le pagó la universidad. Se licenció en medicina y, con los últimos ahorros de la herrería, abrió, en un chalet del paseo de Ruiseñores, la clínica del doctor Pardo, él. Allí nací. Desde muy niño supe que iba a ser médico. No lo decidí yo, sino la casa. Me lo susurraba en cada paso que daba, en el aire que respiraba, en los ojos de los pacientes que esperaban a ser atendidos por mi padre. Los hermanos que no tuve me entretenían contándome las historias de los enfermos que invadían la zona reservada a la clínica. Yo sabía que eran invenciones, pero me gustaba escucharlas en mi cabeza. Todos padecían males atroces, contraídos en islas remotas o fruto de enfrentamientos con perversos enemigos. Me conmovían especialmente las lesiones que observaba en los niños: brazos rotos, rodillas despellejadas, miradas apagadas y febriles… secretas secuelas consecuencia de batallas encarnizadas contra los monstruos que acechan los sueños de los desprotegidos. Mi padre se reía a carcajadas cuando escuchaba mis fantasías sobre sus pacientes y aprovechaba para darme mis primeras lecciones de biología. Nunca me leyó un cuento antes de dormir.
Venía a darme las buenas noches con el Atlas de Anatomía Humana debajo del brazo. Juntos repasábamos nombres de huesos y músculos y me explicaba los misteriosos mecanismos que regulan la vida, hasta que se me cerraban los ojos. Nadie me preguntó nunca qué quería ser de mayor. Era el hijo del doctor Pardo, por lo que no había otro destino posible para mí que el de ser el otro doctor Pardo. La casa no me lo hubiera permitido. Si en algún momento se me hubiera animado a descubrir una vocación propia, tal vez hubiese querido ser herrero, como mi abuelo. No íbamos mucho al pueblo porque mi madre no toleraba el frío de sus inviernos ni el calor del verano. En realidad, lo que no soportaba era alejarse de su ambiente refinado de señoras elegantes que venían a casa a tomar el té o a escuchar los soporíferos recitales de poesía que organizaba los viernes por la noche. Ignoraba a los abuelos, como ellos a su nuera. Aun así, pasaban la Navidad con nosotros y mi padre y yo les devolvíamos la visita algunos fines de semana. En cuanto llegábamos, mi abuelo encendía la fragua para mí. La magia de sus manos me hipnotizaba mientras forjaba caballitos de hierro, dragones, piratas, seres maravillosos que la abuela terminaba, pintando ojos y bocas rojas que siempre sonreían. La última vez que fuimos al pueblo llovía. Un alboroto me despertó de madrugada. Habían avisado a mi padre porque su madre se había puesto muy enferma. Llegamos tarde. Al bajar del coche y contemplar a mis tías, que nos esperaban llorando, como la noche, tuve el presentimiento de que no íbamos a abrir una puerta, sino a cerrarla. Y así 43
El Callejón de las Once Esquinas
fue. A la mañana siguiente, tras el entierro de su mujer, vi llorar a mi abuelo Ramón por primera y única vez. Nunca le había visto como en ese momento, tan desvalido, tan frágil. Sus lágrimas me envolvieron en una coraza, del hierro que él me había enseñado a amar, y me prometí que nunca le abandonaría. Le apreté la mano, él cerró con llave el portón de la vivienda y subió al coche con nosotros. Murió una semana después de que le instaláramos en casa. De pena, dijo mi padre. No recuerdo cómo empezó a darme vueltas en la cabeza la herrería. No había vuelto al pueblo desde la muerte de la abuela y, por las noticias que tenía, llevaba más de cuarenta años cerrada. Ni mi padre ni mis tías habían querido ocuparse del caserón, ni antes de la expropiación ni después de la reversión de las propiedades a los vecinos desalojados. Fui yo el que se ocupó de realizar los trámites en nombre de la familia, una vez que el gobierno autorizó la devolución de las tierras, tras la paralización definitiva del proyecto de construcción del pantano que hubiera anegado el valle. Se lo debía a mi abuelo. Desde el día en que murió, la llave de su casa había reposado en un cajón de mi dormitorio, primero, y de la mesa de mi consulta, después. Durante mis primeros años como médico, mi falta de experiencia recurría a ella como un talismán que me ayudaba a centrarme cuando dudaba. Abría el cajón y la rozaba con los dedos, esperando que el tacto del hierro pudiera transmitirme la templanza serena de la mano que la había forjado. El tiempo empujó la llave cada vez más al fondo del escritorio y de mi 44
memoria. Al joven doctor Pardo, licenciado en medicina con premio extraordinario y formado como cardiólogo en las mejores universidades europeas, se le quedó pequeña la clínica de su padre. El deseo de éxito me guio hacia la cirugía. Conseguí un puesto en uno de los hospitales más afamados de Madrid y fui subiendo escalones hasta alcanzar la jefatura del Servicio de Cardiología. Así pude reservarme los casos más difíciles, los que más prestigio y celebridad podían proporcionarme. Todo se disparó. Ascenso social, dinero, relaciones influyentes, matrimonio con la hija de un banquero, un remolino que tiraba de mí hacia arriba, que me exigía cada vez más. Mis manos curaban cuando ya no había esperanza y se me adoraba por ello, como a un dios. Cada vez que abría la puerta de lo imposible, ascendía un peldaño más en mi camino al infierno, porque allí se escondía, en lo más alto. Cegado por la vanidad, leí en la prensa el caso de un niño desahuciado por los médicos de varios hospitales cuyos padres pedían ayuda. Había nacido con una lesión cardiaca irreversible, inoperable, y, a pesar de ello, había recorrido varios quirófanos, sin más resultado que la privación de la paz que merecían sus últimos días. Pedí su historial, estudié el caso, me lancé… y fracasé. Mi soberbia no estaba preparada para la derrota ni para fundirse en la inmensidad azul de los ojos del pequeño paciente al que no había podido liberar de su condena con una intervención tan demoledora como inútil. Estaba claro desde el principio, pero la ambición fue más fuerte que mi cordura y no me detuve. Mis colegas criticaron mi falta de ética profesional, incluso se cuestionó
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mi idoneidad para dirigir el Servicio de Cardiología y, humillado, renuncié a mi puesto. Sin asumir la culpa, recogí mis pocos objetos personales y abandoné el hospital apretando en mi puño la llave que había aparecido en el fondo de un cajón. Ella me guio hasta el único lugar que podía brindarme la comprensión que se me negaba. Me refugié en Tenebria. Arranqué las hierbas que se comían la casa y me volqué en su restauración, como si con ello, más que consolidar paredes, buscara, en realidad, fortalecer mis propios cimientos. El trabajo me hizo bien; el edificio necesitaba muchas reparaciones y, aconsejado por los pocos vecinos que habían vuelto a ocupar el pueblo abandonado, contraté a un par de albañiles. Con ellos aprendí a cambiar tejas, a limpiar chimeneas, a asegurar muros. No tenía nada más que hacer, enredado en aquella selva de sentimientos teñidos de victimismo que iba talando sin una fecha para volver a la civilización. Ni siquiera echaba de menos la luz eléctrica. Me gustaba encerrarme al anochecer, encender las velas y contemplar la profundidad del valle a través de la ventana de la cocina. Así la vi por primera vez. Caminaba por la senda que baja al río, despacio, con las manos en los bolsillos. Su pelo rojo y cortísimo brillaba bajo los últimos rayos de sol y me recordó los grabados de Juana de Arco desafiando al mundo. Por eso, me gustó. No me la había encontrado antes por el pueblo y supuse que sería una excursionista. Sin embargo, volvió a aparecer ante mi ventana las tardes siguientes. Una noche, al regresar de su paseo, se detuvo a contemplar la herrería. Yo estaba en la puerta y me atreví a saludarla levantando una mano. Ella me devolvió
el gesto tímidamente y siguió su camino. Unos días después, pregunté por ella a los hombres que me ayudaban, mientras empezábamos a limpiar la fragua. Era hija de una de las familias del pueblo; se había presentado sola para abrir la casa, con la intención de establecerse como alfarera. O eso decía ella, pues nadie recordaba que los Ara hubieran tenido una niña, ni siquiera en Barcelona, donde afirmaba que había nacido. Había levantado todo tipo de habladurías. Yo seguía con las reformas. Quería transformar el taller del abuelo en un salón, manteniendo el ambiente de la forja, pero necesitaba el consentimiento de mis tías, pues la casa, aunque mi padre me había cedido sus derechos, no era solo mía. Una mañana me acerqué a Aínsa, donde se habían instalado con los suyos tras la expropiación, y se preocuparon más por saber de mí que por las obras que había emprendido en el edificio. Cuando me despedía de la tía Blanca, 45
El Callejón de las Once Esquinas
en la puerta de su tienda de ultramarinos, la misteriosa pelirroja pasó por la acera de enfrente y se la señalé como nueva vecina del pueblo. Me preguntó por ella pero, al explicarle lo poco que sabía, me puso en guardia. Los Ara no habían tenido hijas; lo sabía bien, pues había mantenido el contacto con Elvira, buena amiga suya, casada con el único hijo de la casa. Con ella había compartido juegos de infancia y confidencias por carta hasta su fallecimiento en Barcelona hacía algunos años. Había tenido cuatro hijos, todos varones. No le di más importancia. Si no era quien decía ser, sus razones tendría. Bastante me costaba a mí lidiar con el fantasma de la culpa que había confinado en la herrería y era por las noches, a la luz de las velas, cuando más se me aparecía. Contemplar a la solitaria Juana de Arco en su paseo, al que no faltaba ningún anochecer, se convirtió en mi ritual particular para espantar espectros. Su paso lento, capaz de detener el tiempo, me infundía la paz que me negaban los remordimientos. Necesitaba saber más sobre ella. Una tarde bajé al río antes de que llegara. Me sorprendió la poderosa fuerza del agua, que resonaba entre las montañas con la majestad de una reina que abre los brazos al desamparo de sus vasallos. ¿Sería posible sumergir en la corriente al monstruo que amenazaba con devorarme? No la oí acercarse y su voz me pareció, por un momento, la del río contestando a mis pensamientos. Me saludó y se alejó. A partir de aquel momento se abrió una vía de comunicación entre nosotros. Sin palabras, al principio, a través de gestos, de miradas; no necesitábamos más. 46
Hasta que un acontecimiento inesperado sacudió los cimientos de mi refugio. Una mañana conseguí, con la ayuda de los albañiles, levantar el yunque instalado en mitad de la fragua para trasladarlo a un rincón. Al mover el pie en el que había estado encajado, descubrimos que ocultaba una trampilla. La madera estaba tan hinchada que no pudimos levantarla. Al quedarme solo, por la noche, me venció la curiosidad y, armado con una palanqueta de hierro, conseguí abrirla. Un hueco excavado en la tierra guardaba un saco de arpillera atado con una correa. Al abrirlo me sacudió una terrible impresión, pues, poco a poco, fui sacando los huesos del esqueleto completo de un hombre. ¿Se había materializado mi fantasma? Bajé al río y esperé a mi silenciosa amiga. «Necesito un abrazo», susurré al verla. Ella, sonriendo, me lo dio sin preguntar nada. Olía a lavanda; mi abuela ponía ramilletes entre las sábanas y me recordó al perfume de la cama de mi infancia, lo que terminó de convencerme de que podía confiar en ella. Nos presentamos y callamos. La contemplé de cerca. No era tan joven como me había parecido, seguramente a causa de su pelo tan corto y del desvalimiento que le confería su aire ausente. Volví a casa y aquella noche me dormí con el olor de Gabriela, así se llamaba, girando a mi alrededor. Al día siguiente fui a Aínsa, a la tienda de la tía Blanca. Ella era la mayor de las hermanas, por lo que podía saber algo acerca del contenido del saco. Le sorprendió que afirmara con total seguridad que los huesos eran de un hombre y tuve que recordarle que era médico. Colocó en la puerta el cartel de «Cerrado» para que nadie nos molestara y me
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invitó a un café en la trastienda. «Ya no me acordaba del italiano», comenzó y, entre sorbos de café, me reveló el secreto que, desde hacía más de setenta años, había estado durmiendo bajo un yunque. El Pirineo no había escapado a la contienda. Los bombardeos, frecuentes durante la guerra civil, no habían respetado tampoco a la comarca. Una noche, un avión se desplomó sobre el río. Los hombres del pueblo corrieron hacia el lugar de la explosión y rescataron al piloto, que había saltado en paracaídas. Se encontraba malherido, pero era italiano, como los aviones que habían estado bombardeando Bielsa, por lo que nadie quiso hacerse cargo de él. Sólo el herrero se apiadó y se lo llevó a su casa. Toda la familia lo cuidó. En pocos días pudo levantarse, pero no se mostró agradecido; al contrario, exigió, aunque no entendieran su lengua, toda clase de atenciones, llegando incluso a propasarse con mis tías, niñas entonces. Una noche que se quedaron solas, durante una reunión de los hombres del pueblo, el italiano se emborrachó, arrastró a mi abuela hasta su dormitorio y se encerró con ella. Cuando mi abuelo volvió, tras derribar la puerta de la habitación a patadas, contempló horrorizado lo que ese demonio había hecho con su mujer. Sin pronunciar ni una sola palabra, ordenó a sus hijas que abandonaran la casa, cargó la escopeta con la que salía a cazar los domingos y apretó el gatillo. Después enterró al piloto en la carbonera. Allí se quedó; nunca más se volvió a hablar de él. Ni siquiera cuando, nueve meses después, nació mi padre. «Una vez, de mayor, pregunté a mi madre sobre aquello. Me respondió, sin dudar, que mi hermano era hijo de su marido. Y yo la creí». Las palabras de
mi tía me hicieron sonreír. ¿Cómo podía estar segura? Sólo había una manera de saberlo, a la que yo tenía acceso. Volví a la herrería, revolví entre el montón de huesos y extraje un par de muelas. Conocía a un analista del Hospital Clínico de Zaragoza que me debía algunos favores. Le llamé, concerté una cita y, por la tarde, después de entregarle los dientes, me tomó una muestra de saliva. Quedamos en que me enviaría el resultado de la comparación de ADN por mensajero y regresé al pueblo. Gabriela me esperaba junto a mi puerta, sentada en un banco de piedra. Tras mi patético comportamiento de la noche anterior, quería comprobar si me encontraba bien. Fuimos paseando hasta el río y allí me sinceré con ella sobre mi inquietud por cómo pudiera afectarme conocer la verdad sobre el origen de mi existencia. Me dio la razón; ella sabía por propia experiencia cómo ataca la vida cuando menos falta hace. Las enigmáticas palabras de la pelirroja giraron en mi cabeza durante días. Nadie sabía con certeza de dónde había salido, ni qué buscaba en un pueblo donde todos los vecinos éramos fantasmas de nosotros mismos. ¿De qué clase de espanto había escapado ella? Su aspecto, desde un principio, me había hecho presentir algo. Su delgadez, la piel pálida, su andar lento, me hacían intuir lo evidente, que se estaba recuperando de una enfermedad grave. Una mañana volví a Aínsa en busca de más información sobre su familia. Cuando regresé por la tarde, llovía. A pesar de ello, Gabriela me esperaba sentada en el banco de piedra, abrazada a una bolsa de plástico. Un mensajero había preguntado por mí en el pueblo y ella había recogido el sobre. Era el resultado del análisis. 47
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Entramos en la herrería. Nos sentamos frente a la fragua, muy juntos, sin decir nada, contemplando las llamas, esperando que su calor nos brindara el consuelo que ambos necesitábamos. Aún con el sobre cerrado en mis manos, sin mirarla, le pregunté: «¿Quimio?». Ella asintió. «¿Mama?». Negó. Siguió callada y, al fin, respondió: «Próstata». Un instante eterno atravesó nuestros silencios. Fuera, las raíces murmuraban su cántico de tormenta, atravesado por el escalofrío que rasgó la distancia aco-
razada que me resguardaba del viento. En ese momento, las llamas crepitaron y su reflejo me devolvió la mirada azul de un niño al que pude, por fin, pedir perdón sin esconderme bajo los cimientos de un infierno cuyas espinas, de golpe, habían dejado de brillar sobre el rescoldo. Me levanté y, mientras arrojaba al fuego el sobre que no había abierto, tendí mi mano a Gabriela, obligándola a levantarse. —Vamos, tenemos que echar unos huesos al río.
Patricia Richmond (España) 48
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La suerte del escriba
Esparvero Disponemos de unas condiciones perfectas para la prueba —dijo la máquina Epikt, como llamándoles al orden—. Hemos instalado nuestros textos básicos y tomado cuidadosa nota del mundo tal como es. Si el mundo cambia, los textos tienen que cambiar delante de nuestros ojos. Para nuestra prueba-piloto hemos escogido aquella parte de nuestra propia ciudad de tamaño mediano que puede ser divisada desde este puesto de observación. Si el mundo, en su continuidad pasado-presente, es cambiado por nuestra intervención, el rostro de nuestra ciudad cambiará también instantáneamente mientras lo contemplamos.
Así burlamos a Carlomagno R. A. Lafferty 49
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I —¡Ugh, ugh!
II —¿No te recuerda nada esto? —Yo diría que sí, conservo en mi memoria un cuento parecido. Trataba de otro Recordador, pero ese se inventaba las historias. Eso sí que me gustaría ser. —Miremos bien y pensemos, tal como nos ha ordenado el Jefe. —Había tres marcas, el número sagrado, en una rama de tejo. Tres marcas hay y tres somos todavía. Recuerda que estamos: tú, como Recordador de la aldea, el brujo que nos devolverá a casa o se quedará con nosotros para siempre, y yo, como primero de los defensores del poblado. »Por la ventana de la choza se ve la selva y la cabaña del Jefe. Recuérdalo porque puede ser importante. »Sobre la manta hay un hacha de obsidiana afilada y hermosa que te da miedo, pues no eres persona de armas, pero debe estar allí. No veo cambios ni creo que estemos fuera de casa. »Cuando se acabe el humo del pebetero del brujo terminará el conjuro y volveremos, si es que nos hemos ido.
III —Vaya, siento como un déjà vu. ¿Alguien más lo nota? »Pues todos al trabajo, como nos ha pedido el Consejo. En la plancha de acero están marcados nuestros once nombres. Once es el número de dimensiones de nuestro universo, muy apropiado para el experimento. »Once somos y no creo que deba pasar lista, pues en mi opinión, si hemos cambiado de realidad lo habremos hecho nosotros, la plancha con los nombres y todo nuestro entorno, incluso el artefacto que nos devolverá a casa dentro de un rato. Espero que funcione y, con muy buen criterio, el ingeniero que lo ha diseñado está entre de nosotros. »Recordemos que estos esfuerzos por cambiar a una realidad alternativa se deben al deseo de cierto consejero con gran poder político. »No voy a comprometer mi carrera criticándolo, pero, como ustedes saben, cree que la Ciencia Ficción es un cáncer que ha contaminado la literatura, el arte y hasta la ciencia. Su obsesión contra muchos de esos escritores, R. A. Lafferty en particular, raya lo enfermizo y ha logrado apoyo y financiación para esta aventura loca en la que, según mi opinión, él debería estar también presente. »Ya ha fallado en un intento de retroceder en el tiempo y eliminar de niño a su odiado escritor, cosa que, tal como constaba en nuestro informe, es imposible incluso en teoría. Ahora quiere desplazarnos lateralmente a otra realidad en la que o bien no sea escritor o mejor que ni siquiera exista. Esto que en teoría ya 50
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no es imposible, si logra funcionar, no sabemos qué otros cambios puede acarrear. Pero aquí estamos para obedecer. »Secretario, anota que estamos todos, que por la ventana se ve la sede del Consejo y nuestros coches aparcados. No creo que sea importante, pero tú anótalo. »En la mesa, al mismo nivel de importancia que los libros, hay una fea arma que nos desagrada a los científicos y que vigila el militar aquí presente. No se moleste, general, es parte de su trabajo y sabemos que es necesario. »También hay varios libros de literatura, filosofía y tecnología. Una pobre idea de lo que queda de nuestra civilización por culpa de cierto odiado escritor, según opina quien manda. »Cada uno de ustedes debe inspeccionar el entorno, de acuerdo con su especialidad, para ver si el mundo mejora a ojos vista tras nuestro intento. Yo apostaría a que no conseguimos nada, pero si ven o sospechan algún cambio, cuéntenselo al secretario para que lo anote antes de que retornemos. »Suerte y allá vamos.
IV —¡Alabado sea Horus! ¡Este olor del Nilo me recuerda algo ya vivido! »Escriba, anota en el papiro que, cumpliendo la orden del Faraón, catorce miembros de su corte, en honor al número de los Ka's de Ra y doble del sagrado número siete, están intentando humildemente asomarse al mundo de los dioses para venerarlos y dar fe de su existencia. »El sumo sacerdote que nos acompaña nos ha traído con su sabiduría y sus mejores talismanes y procurará que volvamos todos. »Anota que en la mesa de ofrendas hay una copia del Libro de los Muertos, un calendario con las épocas de la siembra, un mapa de Egipto y un sable curvo digno de un príncipe, pero que nos da escalofríos al ver lo afilado que está. El sello del gran escriba Lafe-Er-Ti está también en la mesa por orden expresa del Faraón. »Por si fuera importante anota también que por la ventana de nuestro recinto en el templo se ve su palacio y nuestras barcazas esperándonos en el Nilo. Por lo que vemos, no parece que hayamos entrado en el mundo de los dioses, quizás no seamos dignos.
V —Al mirar por el ventanal las estrellas presentan algún sutil cambio. Es mi impresión. »Transportarnos a una realidad paralela, pero cercana, es posible pues lo hemos hecho. »Volver exactamente al mismo punto de partida es matemáticamente imposible. Espero que no nos hayamos alejado mucho, nuestro universo no estaba de51
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masiado mal. El Instituto de Estudios Espacio-Temporales al completo nos acompaña para garantizar que se hace todo lo posible. Es un encargo importante del Consejo. »Somos 137, el número está inspirado en la constante de estructura fina, fundamental en nuestro universo. Espero que, si nos hemos transportado a otro distinto, esto al menos no cambie, pero es mi intuición, nada lo asegura. »En el expositor hay hologramas de nuestras obras de arte, pintura, escultura, música y una copia de la Biblioteca Universal con todo lo que se ha publicado en la historia. En lugar preferente hay una verdadera joya. Encuadernadas en auténtico papel están las obras completas de R. A Lafferty, el autor más leído en los mundos humanos y no humanos de nuestra Federación de Planetas. El motivo de su presencia se me escapa, pero está relacionado con nuestra traslación. »Una amenazante arma desintegradora ocupa un lugar importante, como deseaba el almirante de la flota que nos acompaña. Tengo mis dudas de que eso también sea civilización, pero reconozco que no siempre hemos tenido paz y que las Fuerzas Espaciales son necesarias. »Cada uno en su campo debe comprobar y anotar si nuestra realidad ha cambiado algo después de la traslación. Incluyamos en el informe que por el ventanal aún se ve la estación espacial donde reside el Consejo de los Planetas Unidos y nuestros cruceros privados siguen a la vista. Puede ser importante. No perdamos tiempo y dejad registrado todo. Podríamos tener que regresar con prisas.
VI —¡Ugh, ugh!
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Stella del mar
(Intraducible al inglés)
He caracterizado este relato como «Intraducible al inglés» e indudablemente muchos se preguntarán por qué. Si lo anticipase, incurriría en un spoiler de la historia, así que prefiero que mis lectores, en especial aquellos que estén familiarizados con la lengua de Shakespeare, descubran mis razones en las líneas finales. La ilustración (que parece haber sido realizada «a la medida» para este cuento) es de Elizabeth Shippen. Carlos María
Federici SINTIÓ UN ESCALOFRÍO. El mar había recobrado su neutralidad, tras el portentoso paréntesis. El azul ondulante, los susurros milenarios, los festones de espuma que venían a coquetear con los dedos de sus pies... Ni un alma en las inmediaciones. ¡Nadie con quien compartir la increíble experiencia que le había tocado vivir! ¡Sí que lo vi!, pensó. ¡No fue sueño ni ilusión!
... De regreso al hotel, echó llave a la puerta y corrió las cortinas. Luego de higienizarse un poco, se metió en cama, casi en completa oscuridad. El rugido de su corazón era estentóreo. Sonrió, con los párpados bien apretados. Seguramente se trataba de alguna especie de retribución, se dijo. Un privilegio personal, destinado a equilibrar las miserias de sus despojados veintitrés años. ¿Quién podría saberlo con certe53
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za? Cada vez que salía a pasear por el balneario, semiocultándose tras su poco airosa indumentaria, el runrún de las murmuraciones despectivas se encaramaba sobre los sonidos del mar y le alcanzaba, con la contundencia de una lluvia de dardos ponzoñosos. Desde luego que era consciente de lo basto de sus formas; por otro lado, tampoco le adornaba esa peculiar sofisticación que piden los tiempos. Siempre en su rol: una suerte de paria social, igual que en la ciudad. Genio y figura... Se movió entre las sábanas, abrazándose a la almohada, y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Solo para sus ojos, se dijo. Aquel brazo soberbio, de do-
Su aliento silbó entre los labios crispados, cuando divisó el anillo. Copia fiel del otro, se admiró, en malaquita o jade verde; solo que este tenía grabada una S de grácil diseño. Enseguida se le hizo evidente la razón de aquello. Por supuesto que debía ser así: no la vulgar inicial de Estela, sino la del nombre glorificado: Stella. Pero finalizó antes de lo que hubiese deseado. Dejó caer la mano, alzada en fútil impulso de retardar lo inevitable, aunque su desconsuelo no fue completo, pese a que el trozo de milagro hubiese vuelto a sumergirse. Aurora tras aurora... No importaba cuántas llegasen a sumarse: lo que había de ocurrir, ocurriría. Era una certeza rado lustre, exquisitamente estructurado, que nutría su espíritu con ánimo indehabía surgido de las misteriosas profundi- clinable. dades del mar, apuntando un índice gaY nada tenía que interferir en ello, se llardo hacia las nubes... dijo con firmeza. Nada en este mundo. Y eso no era todo. Le estremecía la gozosa certeza de que al siguiente amaLA TERCERA vez, el hecho se pronecer el bello miembro iba a estar allí dujo cuando ya el agua, ribeteada de de nuevo. Y quizás... blanco, le ceñía la cintura. No sentía las Se dejó sumir en el más dulce de los piernas, anidadas en sal y fluida quiesueños. tud... A sus espaldas (no habría podido determinar la distancia precisa), la areSEGUNDO encuentro. na, las huellas congeladas de innúmeras Casi sin aire en los pulmones se detu- plantas, el balneario..., aletargado tovo, azotadas blandamente las pantorri- davía luego de la habitual trasnochada. llas por el estertor de las olas. Tenía Como lengua de fuego ascendente, se muy pálida la cara, y la piel se le encres- abrió camino el brazo entre el fluido paba en diminuta orografía. verdiazul, casi hasta el hombro. AsomaEl brazo —de regreso de las líquidas ba también la dorada cima de la cabeza simas— era como un extravagante poste y (pese a que anticipaba lo que seguiría) indicador de color caramelo, ahí mis- no pudo evitar el espasmo emocionado mo, delante de sus ojos embelesados, que le hizo vibrar todos los músculos, bajo la indecisa claridad del alba. Giró en el instante mismo en que la preconcon lentitud sobre su propio eje verti- jurada imagen se materializó por fin. cal, acaso (se permitió suponer) esboLargos cabellos de miel, mágicamenzando un ademán de saludo, o tal vez te preservados del contacto del agua sade bienvenida. Las largas uñas ovales re- lobre; enseguida, aquellos ojos... fulgieron al agitarse los dedos... Ojos que —paradoja— eran los de Es-
54
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Su ción? Había aflorado casi por entero. Úniinefable verdor provenía sin duda del mundo de los sueños irrealizables, camente por debajo de las rodillas la recataba el velo azul y espumoso: el pensó. El capullo escarlata de la boca se hen- bronce noble de la carne relucía con su dió a fin de permitir el paso a dos pala- propia aureola. ¡Y los torneados brazos se tendían en su dirección, tal como si...! bras, borrachas de música: Su corazón enloqueció dentro de la —Soy Stella. frágil jaula de las costillas. Sintió que to—¡Stella! Stella, yo... Pero ya se encabritaba la marea, al es- da su vida pasaba en un raudal delante poleo de lo recóndito. En cosa de se- de sus ojos: la eterna frustración, a pargundos, Stella fue restituida a la húmeda tir de su propia imagen reflejada en los oscuridad que la había liberado en for- espejos, su estéril búsqueda de la belleza, su incomunicación irremisible... ma temporal. No tuvo conciencia, al avanzar, del ...Se quedó contemplando aquel espacio vacío por varios minutos, o media vaivén de sus piernas; tampoco registró el instante preciso en que brazos y torso eternidad. Después: llevaron a cabo las flexiones indispensa—Hasta mañana... —musitó. bles para emancipar al cuerpo de las exiPRELUDIO de tempestad. Bajo un guas prendas que lo cubrieran. Sobre la cielo de agobiante plomo, acudió a la ci- arena, separados no más de medio meta final. Ni un grano de arena oscilaba tro de la línea de resaca, la camisa azul en su nicho minúsculo, en tanto el claro y el short blanco compusieron un mundo se anegaba en un difuso claror par de pequeños montículos expectantes. ultratrerreno. Por breve lapso se detuvo, saturándoSus plantas estamparon una hilera de concavidades en dirección del mar. El se las pupilas de belleza ante la espléndisilencio tejía una enmarañada urdimbre da forma de Stella; luego pasó a su lado, de tensión en torno de las cosas, porque derecha hacia el horizonte, mientras el momento pendía entre dos esferas Stella salía a la playa, sin apenas estrecontiguas de realidad. Una peregrina fu- mecer las aguas a su paso. No se produjo el menor roce entre sión, inextricable, estaba a punto de operarse. El Universo se abría a la posi- ambas figuras. —¡Ojalá te siente bien mi ropa, Stebilidad de Lo Imposible. ¡El cuarto amanecer!... La diáfana si- lla!... —alcanzó a murmurar Estela, anlueta emergente le hirió las pupilas con tes de que el mar se enseñorease de su su resplandor. Entornó los párpados. garganta y sus pulmones, y las olas se Por un segundo le asaltó un ramalazo cerraran definitivamente por encima de de temor. ¿Podría soportar la consuma- su cabeza. tela, y al mismo tiempo no lo eran...
Carlos María Federici (Uruguay) 55
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El aleteo de la mariposa Isabel
Pedrero Una sensación de vacío...
I
El eco de sus tacones resonó con tanta fuerza cuando pasó bajo el puente que lo sentí retumbar en mi pecho, casi al mismo ritmo que mis latidos. Era una noche fría pero seca, que parecía helar mis huesos desde dentro. El abrigo que había elegido esa noche no fue la mejor opción. Ella no estaba paseando. Caminaba con paso firme y rápido, como si tuviese prisa por llegar a su destino. La fuerza con la que hacía resonar sus tacones sobre el suelo de piedra te devolvía la sensación de que estaba enfadada. Me pregunté qué era lo que le había pasado. No me habían contratado para eso, pero mi curiosidad no me permitiría dejarla hasta descubrirlo. Fue un encargo simple y habitual: aquel hombre nervioso me solicitó seguirla para descubrir una posible infidelidad. Todos los meses hacía un par de encargos de ese tipo. A decir verdad, en los últimos años 56
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eran los únicos que me entraban. Me había hecho investigador por la aventura y la adrenalina y había acabado aburriéndome durante horas, esperando para sacar una foto comprometedora a parejas infieles. Esta no era la vida que yo había imaginado. Pero en el momento en que la vi, con su espalda ancha y su aura de no necesitar a nadie, con su forma de caminar firmando cada paso y su mirada fría enmarcada por la cicatriz que le cubría más de media cara, supe que ella no era la típica mujer que se entregaría a una infidelidad. No. Ella no tendría problema en dejar al pusilánime que me había contratado entre sollozos mientras movía las piernas de forma nerviosa. Ella no necesitaba engañar a aquel hombre porque no le necesitaba en su vida. No tuve ninguna duda de que aquel encargo escondía algo más. Llevaba siguiéndola casi tres semanas, en las que no había descubierto ninguna actividad fuera de lo normal, cuando se me ocurrió quedarme a pasar la noche frente a su portal. No se por qué lo hice. No hubo ningún indicio que me llevase a pensar que ella podría salir de su casa a esas horas de la noche, pero así fue. Se puede decir que fue un pálpito, una corazonada, la única vez en mi vida que sentí ese sexto sentido, del que todos hablaban, gritándome desde el fondo de las tripas. Puro instinto, supongo. Menos mal que le hice caso. 57
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Estaba a punto de tirar la toalla y dejarme llevar por el sueño que me empezaba a acunar, cuando salió. Era tarde, demasiado, tanto que casi se podía decir que empezaba a ser temprano. Abrió despacio, intentando que aquella puerta con más años que yo no hiciera ruido al cerrarse a su espalda. Se arrebujó en su abrigo de pelo y echó a andar sin preocuparse en mirar a su espalda, con la confianza de quien ha hecho ese mismo gesto cientos de veces. Tardé un rato en salir de mi coche y seguirla. Estaría muy bien decir que fue por dejar una distancia prudencial para poder disimular o esconderme sin mayor problema en caso de que se diera la vuelta, pero en realidad fue porque me pilló desprevenido y tardé un rato en reaccionar. Esa fue la primera vez que escuché el retumbar de sus zapatos contra el asfalto. Su repiqueteo constante y monótono me hizo pensar en el tictac de un reloj marcando una cuenta atrás, como si cada uno de sus pasos fuera un año perdido. Fue una sensación de vacío que me acompañaría cada noche, mientras caminaba tras ella. Tras un rato caminando por las calles vacías se metió en aquel edificio, tan igual a todos los demás que me decepcionó. No sé lo que me esperaba, a decir verdad, algo con un poco más de glamour, supongo. Aquel lugar me devolvió a una realidad que parecía haberse difuminado a mi alrededor. Fue como si hubiera hecho desaparecer una niebla densa o el brillo de la luna. O como si, simplemente, me hubiera liberado de un embrujo. La mujer miró a ambos lados antes de entrar en el edificio. Por un instante temí que me hubiera visto y corrí a esconderme tras una esquina, como un 58
novato. En el mismo instante en que lo hice supe que mi reacción había sido desproporcionada. Desde donde estaba, con la oscuridad de la noche, no era posible que me hubiera visto. Eso sin tener en cuenta que ni siquiera había mirado en mi dirección. Me sentí estúpido. Cuando me volví a asomar, la puerta del edificio se estaba cerrando y no quedaba ni rastro de la mujer. Parecía evidente que había entrado allí. Es más, lo habría asegurado sin ningún lugar a dudas. Pero nunca la vi salir. Al menos durante el tiempo que estuve allí, esperando. Y no fue poco. El sol de la tarde ya empezaba a ocultarse tras los edificios cuando decidí volver al coche. Entonces la vi, a lo lejos, con otra ropa y el aspecto limpio y fresco de quien ha dormido toda la noche. Todo lo contrario a como yo me sentía. Me quedé paralizado. No tenía muy claro lo que había pasado. Puede que ella hubiera salido sin que me diera cuenta o que no hubiera entrado nunca en aquel edificio, a pesar de lo que me había parecido. Fuera como fuera, me hizo sentir viejo y cansado al ser consciente de que estaba perdiendo facultades. Asumí el error humano y me hice el firme propósito de que no me volvería a ocurrir algo similar. Pero me ocurrió. Día tras día, durante tanto tiempo que acabé por perder la cuenta. Cada noche ella bajaba a la calle de madrugada, caminaba hasta aquel edificio y desaparecía en su interior para luego reaparecer, como por arte de magia, al día siguiente. Nunca la vi salir de allí. Esa noche no iba a ser una excepción. La seguí, como siempre, por las calles vacías mientras la ciudad dormía. Pensándolo bien, creo que en todos los meses que la llevaba siguiendo nunca vi
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a nadie más, ni siquiera de lejos. Resultaba curioso. El sonido de sus tacones se detuvo frente a la puerta de aquel edificio y miró a ambos lados antes de entrar. El mismo trayecto, el mismo sonido, el mismo gesto. Día tras día. Y mi estómago se encogió con la misma sensación de vértigo cuando ella abrió la puerta y entró al portal oscuro. Era como asomarme al borde de un precipicio sabiendo que podría resbalar con el más mínimo despiste. Noté el vacío en mi pecho, como si pudiera sentir el hueco en el que debería estar mi corazón, mientras me devolvía la sensación de que dejaba de palpitar. Me llevé la mano al cuello, buscando mi propio pulso como podría hacerlo con un cadáver y respiré de nuevo cuando la parte racional de mi cerebro me respondió que estaba de pie, moviéndome y pensando todas aquellas estupideces. Metí las manos en los bolsillos, echando de menos el cigarro que me prometí que no volvería a fumar, y me apoyé en la pared a esperar. No sabía el motivo por el que seguía esperando en aquella esquina cada noche. Ella nunca volvía a salir por aquella puerta. Aun así, era parte de mi propio ritual. Me subí el cuello del abrigo y encogí los hombros, intentando mantener el calor corporal todo lo posible. Sentía el frío dentro de mí, en los huesos, en la sangre, helándome los órganos internos. Respiré, esperando ver el vaho de mi propio aliento. No apareció. Puede que no hiciera tanto frío como sentía. Esperaba no estar enfermando. Me froté las manos, arrebujé un poco más mi abrigo, y decidí que ya era hora de volver a casa, no sin antes pasar por el bar de la Trece con la Sesenta y seis. Necesitaba
algo que me volviera a calentar por dentro. Cada vez la esperaba menos. Aquel antro era el único bar que estaba abierto a esas horas de la noche. Lo había encontrado un día, por pura casualidad, cuando volvía a casa dando un rodeo. La luz oscura y sucia de aquellas lámparas demasiado viejas no llegaba a iluminar el local por completo, dándole un aspecto de infinito, como una aparición en una de mis pesadillas. El hombre que estaba tras la barra, con su eterna camiseta de un grupo de rock que hacía décadas que no existía, me saludó con la cabeza y colocó un vaso frente a mi taburete habitual. Sin que ninguno de los dos dijera una sola palabra, me lo llenó tres veces de un bourbon barato, cogió el dinero que dejé encima de la barra y lo llenó una vez más —a cuenta de la casa— antes de volver a la esquina en la que le esperaban otros dos clientes habituales. Esa era otra de mis rutinas diarias. A veces tenía la sensación de estar viviendo el mismo día una y otra vez, en un bucle infinito. Lo único que cambiaba era el tiempo. Cada vez hacía más frío. Me tomé el último vaso con más calma que de costumbre. Por un instante pensé que si cambiaba alguna de mis rutinas, aunque fuera algo tan simple como no apurar el vaso de un solo trago, puede que todo cambiara la próxima vez. Como un efecto dominó del destino. «El simple aleteo de una mariposa puede cambiar el rumbo de un tornado», pensé. No pude evitar la carcajada. Era la estupidez más grande que había pensado en demasiado tiempo. Suspiré, apuré el vaso y salí de aquel antro arrastrando los pies con las manos en los bolsillos. Mañana sería solo un día más, como cualquier otro. Nada más. 59
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II Se quedaron en silencio al escuchar aquella carcajada. No sabían lo que podía significar. Puede que hubiera comprendido la verdad después de tanto tiempo o que, simplemente, se hubiera vuelto loco. Les pasaba a muchos. Observaron al hombre apurar el vaso y salir del bar con gesto derrotado. Los tres suspiraron al mismo tiempo. —Parece que aún no lo ha entendido —dijo uno de los hombres. —No está preparado. Ya sabes que hasta que no están preparados para entender la verdad no ven más allá de su propia realidad —respondió el camarero. —¡Con lo fácil que es! Te mueres, asumes tu muerte y te vas al cielo. —O al infierno —apuntó el otro. —Si fuera al infierno no estaría aquí esperando a asumir su muerte. Ya 60
habrían reclamado su alma —aclaró el camarero. —Cierto. De todos modos, no entiendo por qué a algunos les cuesta tanto asumir que han muerto. ¡Es tan sencillo! —Siempre ocurre con las muertes precipitadas. No es lo mismo el enfermo que lleva mucho tiempo siendo consciente de que su vida está llegando a su fin que el que ha muerto por un disparo. —Y a él le dispararon por la espalda mientras seguía a la mujer, no pudo verlo venir. Estoy seguro de que ni siquiera sintió el dolor. La de él es una de esas vidas que se apagan como quien desconecta un interruptor. Tardará en asumirlo. —Y nosotros seguiremos aquí atrapados, mientras él revive el mismo día durante toda la eternidad —dijo uno de los
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hombres de forma sombría. —¿Y si hacemos que reviva el día de su muerte? —preguntó el otro. —¡No podemos hacer eso! No podemos interferir. Somos custodios, no arcángeles —exclamó el camarero, indignado. —Ya, ya, lo sé. Solo es que estoy cansado de revivir este día. ¿Cuántos años
llevamos ya? —preguntó el ángel de forma retórica. No pudo evitar pensar en que todo podría cambiar si introdujera un pequeño cambio, algo simple y sutil, algo que no levantara sospechas entre los demás. Estaba cansado de seguir allí.
III El eco de sus tacones resonó con fuerza cuando pasó bajo el puente. Lo sentí en mi interior, como si quisiera taladrar mis oídos desde dentro. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Era una noche fría, demasiado, tanto que se calaba en mis huesos hasta que me dolían las articulaciones. La mujer, envuelta en su cálido abrigo de pelo, llevaba unas sandalias plateadas con un
tacón imposible que parecían fuera de lugar. Me fijé por primera vez en el tatuaje de su empeine, con la extraña sensación de que no debería estar allí. Algo no encajaba. Me pareció que aquella pequeña mariposa de colores apagados movía ligeramente sus alas mientras mi visión periférica me devolvía la sombra de un extraño a lo lejos.
Isabel Pedrero (España) 61
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El porqué de las olas Luisa
Hurtado
Empezó hace mucho tiempo... DISPUESTA A QUEDARSE en la playa para jugar con el niño, la ola tomó impulsó y escaló la suave pendiente de arena. Sin embargo, no midió bien el empuje del viento, de la marea y de las que venían detrás y, antes de darse cuenta, su lengua estaba lamiendo los cimientos de un castillo y acababa con él. Avergonzada, retrocedió sobre sus pasos, intentando camuflarse entre sus compañeras, observando con verdadero desazón el rastro de espuma que la delataba y que iba dejando en su huida. Ya en mar abierta, oculta, mezclada,
vio cómo el niño miraba los destrozos y empezaba a levantar, sin aparente enfado, un muro más tosco, más grueso y más cerca del agua. Una compañera, más osada que ella, se arrastró por la arena y, sin dudarlo, llegó al obstáculo, lo rodeó, lo superó, lo debilitó; y el niño, entre risas, ayudado por unos amigos, empezó a reforzarlo, a engrosarlo, a construir un foso, un puente, una montaña… Este juego empezó hace mucho tiempo y continuará mientras haya un niño en la playa, palabra de ola.
Luisa Hurtado González (España) microrrelatosalpormayor.blogspot.com.es 62
NĂşmero 12
Carta a Dulcinea
Mural de Milu Correch en Quintanar de la Orden (Toledo)
HĂŠctor Daniel
Olivera Campos 63
El Callejón de las Once Esquinas
Relato ganador del IX Cibercertamen literario Hypatia de Alejandría de literatura breve (2017) FUE COSA GRANDE y curiosa que un labriego, paticorto y panzudo, de piel cetrina y agrietada, requemada por los soles de Castilla, se presentara en la casa de Aldonza portando una carta de su amo para ella. La mujer le informó que no sabía leer, así que le rogó que se la leyese, pero el hombre, que dijo llamarse Sancho, también era analfabeto. Y como la misiva viajaba con el requerimiento de su pronta respuesta, Aldonza mandó avisar, por uno de sus chiquillos, a Tomás, bachiller y sacristán del pueblo. «Soberana y alta señora —comenzó a leer el sacristán. Aldonza no pudo evitar reírse al escuchar semejante tratamiento—, mi Dulcinea». —Aquí hay un error, mi nombre es Aldonza Lorenzo. —No hay yerro alguno —certificó Sancho—. La carta va dirigida a vos. Tomás leyó un par de frases más y se detuvo, alegando que no eran palabras convenientes para ser dirigidas a una mujer casada, pero Aldonza le replicó: —Ya sabré yo defender mi virtud. Siga su merced leyendo. Lo que la mujer escuchó fue una declaración desaforada de amor a su persona, para nada vulgar y no exenta de belleza, junto al ofrecimiento de ayudarla, pues a oídos del autor de la epístola había llegado la noticia de que su marido la maltrataba. «Y yo, que por juramento me debo a la defensa de las viudas, los huérfanos, las damiselas y otros seres indefensos —rezaba la carta—, ¿qué no haría por vos tu cautivo caballero?». Tras lo cual, retaba al villano Celedonio, el esposo, «a singular combate» del que no dudaba que saldría 64
maltrecho para su oportuno escarmiento. «De tal guisa quedará, y tan descompuesto, que ni osará pensar, tan siquiera, en faltarte el respeto, dama de mis desvelos». Finalizaba el pliego de forma memorable: «El herido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh, bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de socorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo. Tuyo hasta la muerte, El caballero de la triste figura». La primera reacción de Aldonza a aquellas inflamadas letras fue la de protestar, pues ella jamás supo de aquel que le escribía ni le dio cata de ello, y por no conocerlo de nada, su atrevimiento era gratuito y lesivo para su buena fama. Extremo, este, que confirmó Sancho, el criado, quien dijo que era así como amaban aquellos que se consagraban a la orden de caballería; el objeto de sus pasiones no precisaba correspondencia y, ni tan siquiera, su conocimiento por parte de la persona amada. De inmediato, y aunque habría de confesar para sus adentros que algo halagada sí que se sentía —nadie le había dirigido nunca palabras tan esmera-
Número 12
das—, Aldonza percibió una oleada caliente de vergüenza que, ascendiendo desde su pecho, le incendió las mejillas. ¿Hasta oídos de aquel desconocido habían llegado sus sinsabores? Andar en boca de todos. Un loco pretendiendo protegerla, ¡qué vergüenza! —Ese hombre está ido —fue lo segundo que atinó a decir la moza. —¡Desvaría! —remachó Tomás, el bachiller, quien a duras penas podía reprimirse la risa por lo que acababa de leer. Aldonza, a la que el sacristán en más de una ocasión la había encontrado faenando el trigo, sudada y correosa, aderezada por un olorcillo algo hombruno, cuando no despidiendo un aliento a ajos crudos que atosigaba el alma, era para aquel chiflado ¡una princesa! Hacía años que Tomás no disfrutaba con un chisme tan divertido. Aldonza observó cómo al sacristán se le insinuaba una sonrisita bajo el bigote y sus pupilas brillaban de picardía y comenzó a sentirse incómoda y más avergonzada todavía. Sancho solicitaba pronta respuesta. La aldeana cerró los ojos, buscó las palabras y tras unos segundos de reflexión, colocó sus manos en jarras y declaró con arrojo: —Dile a tu señor que Aldonza Lorenzo no trata con locos y que vaya a otra que le haga merced con esas lisonjas, que soy mujer casada y decente, y lo suficiente bizarra para no necesitar el auxilio de nadie en lo que a solucionar sus problemas se refiere, por muy caballero andante que sea. Aldonza contempló a Sancho abrevar a su rucio en el pilón y marcharse cariacontecido del pueblo. El resto de la tarde la pasó llorosa y triste. Por fortuna, Celedonio había marchado a Tomelloso a realizar unos negocios y no regresaría hasta la noche.
A lo largo de aquella tarde interminable la mujer no cesó de preguntarse cómo había llegado a su presente estado de postración. Aldonza se casó enamorada de su Celedonio, que bien galante fue durante el cortejo, reservando sus crueldades para después de la boda, cuando creyó que los sacramentos sujetaban a su esposa a su dominio. Desde bien temprano su matrimonio se aderezó con amarguras y su marido ya no ocultó sus defectos, ni su mal carácter, ni sus iniquidades. Y a poco a poco su esposo le fue comiendo la moral y el aplomo, llamándola boba a cada instante, diciéndole que no servía para nada, que había tenido suerte de encontrarse con un hombre como él que la mantuviese porque ella era una muerta de hambre. Y reconocía, para su vergüenza e incredulidad, que se fue achicando y amilanando con el tiempo, aceptando, poquito a poco, lo inaceptable, hasta que ella misma ya no llegaba a reconocerse. Y hasta comenzó a vivir con miedo, pues a las palabras le siguieron, no mucho tiempo después, los golpes, sobre todo, las noches que llegaba borracho a casa. Y aunque quiso salir de aquel pozo, cada vez más angosto, nadie parecía querer ayudarla. El cura, al que explicó sus cuitas en confesión, le recomendó santa paciencia y resignación cristiana; su madre le dijo que pensara en los niños y otras mujeres casadas de la aldea, con las que trató sus pesares mientras lavaban la ropa en el río, le revelaron sufrir males semejantes, haciéndole notar que debía entender que el matrimonio no era como prometían los cuentos, así que nada de vivieron felices y comieron perdices. ¿Debía resignarse, como le aconsejaban? No, ¡basta ya! Aquella carta había sido como una gran bofetada que la sacaba de su estado de aturdimiento. Tener que aguantar todo 65
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aquello, ¡con lo que ella había sido! «Yo, ¿una damisela? ¿Un ser indefenso? ¡Pero que se ha creído ese demente!», se dijo a sí misma. Pensó en sus desdichas y en su determinación de acabar con ellas y le arrebató un llanto liberador, estaba decidida a que aquellas fuesen las últimas lágrimas que Celedonio le arrancase. Aldonza, otrora mujer fuerte y decidida, no habría de aceptar nunca más la sumisión ni la resignación y menos frente a su marido, un pobre diablo frustrado, miserable y mezquino; tirano en el hogar, don nadie en la calle. Volvería a ser la mujer gallarda que fue y pondría fin a sus amarguras. Aquella noche Aldonza le preparó a su marido la cena sin pizca de sal. Celedonio tras probar la sopa se quejó de que estaba sosa y adjetivó de idiota a su esposa por enésima vez. La mujer vació el caldero de sopa caliente sobre la entrepierna del hombre. Celedonio gritó de dolor y en cuanto estuvo algo repuesto se dirigió hacia ella, entre sorprendido y furioso, con el propósito de agredirla, pero Aldonza, que le espera-
ba, le estampó el puchero en el rostro y en el mismo acto lo echó a patadas de la casa. Y aunque al principio hubo en El Toboso quienes criticaron a Aldonza por tratar de aquella manera a su esposo, al final, comprendieron que le estaba dando mala vida y que se topó con lo que andaba buscando. Desde aquella noche Celedonio vaga por las tabernas y ventas de la comarca y, quejumbroso proclama, a quien quiere escucharle, lo malas que son las mujeres, especialmente la suya. Los paisanos se burlan de él, de puro patético que rumia sus quebrantos, y como la esposa le rompió la nariz, todo el mundo lo conoce por el apelativo de «el chato». En su nueva vida de mujer libre, Aldonza ha decidido que aprenderá a escribir y leer, tarea en la que Tomás se ha prestado a instruirla. No fuera que otro caballero andante volviese a dedicarle nuevas cartas de amor, letras henchidas de pasión de las que sólo ha de gozar su legítima destinataria.
Héctor Daniel Olivera Campos (España) Blog: hectoroliveracampos.blogspot.com.es 66
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Incompatibilidades Ángel
Saiz Mora Nadie entendería... LA TEMPERATURA era agradable para ser noviembre. La escena, casi idílica. Una pareja tumbada sobre la hierba observaba el cielo. Él sonreía distraído. Ella apenas disimulaba su agitación. El sentimiento de ahogo iba en aumento según se acercaba
la fecha sin que se atreviera a confesarlo, temerosa de desairar a cuantos estaban expectantes ante la boda; «nunca encontrarás un partido mejor», repetían incansables en su casa. Cualquiera de las amigas, verde de envidia, hubiera querido para sí a alguien tan agraciado física67
El Callejón de las Once Esquinas
mente, heredero principal de la familia más acomodada del pueblo. La muchacha había desistido de exhibir su sinceridad, convencida de la falta de comprensión del entorno. Nadie entendería, él menos aún, que lo último que deseaba era consumirse en aquel terruño detenido en el tiempo, tener muchos hijos, varones a poder ser, que acompañasen al padre durante los días de caza. A los intentos de apreciar las bondades de la futura situación, su cerebro ofrecía la misma respuesta obstinada: no estaba hecha para permanecer entre paredes mientras él recorría sus tierras, o iba de visita a la taberna, fiel a una tradición anacrónica. Nada tenía que ver con aquello el afán de conocer otros lugares, costumbres y seres distintos que la enriqueciesen, inquietudes que no hallaban hueco en la hoja de ruta de una vida plana. —¿En qué piensas? Cada día estás más rara. Como tantas veces, ella desvió la atención con un detalle nimio: —Fíjate en esa nube —dijo—, es igual que la torre de la ermita. —Pues a mí me parece más una botella de anís —apuntó él, después de observar el estratocúmulo durante unos segundos. Ante los ojos de ambos desfilaban formaciones de vapor de agua con for-
mas diversas. Donde la muchacha había visto claramente la silueta de un unicornio, su acompañante apreció algodón de azúcar de los días de feria; dos hadas y una hilera de dragones eran para él un tractor y fichas de dominó. El juego, tan inocente como esclarecedor, sirvió para confirmarle su escasa complicidad, que estaba llamada a otra vida, aunque no supiera determinar cuál debía de ser. Las nubes que les sobrevolaban no eran tormentosas, pero en su interior se acumulaban negros presagios de borrasca. Agradeció que él se quedase dormido. Una formación lenticular y alargada llamó su atención, un óvalo grisáceo de gran tamaño que crecía a ojos vista, cada vez más abajo. La estructura se detuvo al fin justo encima de donde se encontraban. Fascinada, la joven escuchó claramente un ligero ronroneo de motor. La luz vertical que se proyectó sobre ella la atrajo hacia arriba. La desaparición causó conmoción inicial en la pequeña localidad, pero pronto todo recuperó su cauce. Al novio abandonado, que hubo de contestar algunas preguntas rutinarias de los guardiaciviles, no le costó trabajo encontrar sustituta para cumplir sus aspiraciones. Lejos, muy lejos, alguien también había hallado cobijo para las suyas.
Ángel Saiz Mora (España)
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Cotidianidad científica
Enrique Mochón Depende... HAY UNA MOSCA que lleva toda la tarde entrando en la cocina. Se pasea por el frutero y los restos de la merienda y vuelve a salir. Me ha dado por observarla y, después de un largo rato en el que no he escatimado en medios de estudio, he comprobado que pasa más tiempo fuera que dentro, que sus ausencias van de los cinco a los quince minutos, mientras que sus presencias no duran más de veinticinco segundos y tampoco menos de diez. Voy anotando todo en un cuaderno, alentado por un innato y autodidacta interés por la entomología. No olvido registrar la temperatura y humedad del aire, presión atmosférica y cualquier otro dato que llegado el momento pudiera echar en falta. Pongo también la fecha y la hora, y luego, entre paréntesis, «sábado», dato este último que acabo tachando por no
aportar nada relevante al objeto de mi investigación. Me pregunto qué la habrá atraído hacia aquí, si el olor dulce del café con leche o alguna pieza de fruta en mal estado (rehúso indagar de momento en el frutero considerando el principio de incertidumbre). Empiezo a confrontar mis notas con la información ya existente, sacando algunas conclusiones provisionales. Esa irregularidad temporal en la conducta del insecto, por ejemplo, podría reforzar ciertas hipótesis sobre la existencia de libre albedrío en algunos invertebrados, suponiendo que el ejemplar que llevo viendo sea siempre el mismo. Y puestos a suponer, si quiero establecer sus pautas de alimentación, tendré que dar por hecho que cuando sale no va a comer a otro lado. Si quiero avanzar algo no tengo más remedio que andar así. Y suerte que Mar69
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ta no está. De no ser así estoy seguro de que echaría por tierra cada uno de estos cálculos empíricos. Desde que nos conocemos son muchas las discusiones sin salida que hemos tenido debido a su especial modo de ver las cosas. Puedes pasarte una hora exponiéndole tus argumentos, mientras ella asiente a cada uno de ellos, y acabar estrellándote contra una sola palabra suya: depende. Marta y su visión relativa de todo; fascinándome y frustrándome a partes iguales. En este caso es posible que dijera que mi enfoque no es válido científicamente, por sesgado, ya que no estoy teniendo en cuenta que la vida de una mosca no va más allá de las cuatro semanas y que, según eso, el animal aparecería cada varios días y permanecería lamiendo el poso del café de cuatro a ocho horas. Y a ver qué le dices ahí. A veces recurre a la relatividad hasta para defenderse de
cualquier queja por mi parte. Como las que me genera su falta de compromiso conyugal. Lo peor es que suele convencerme. Cuando se trata de valorar la mía, sin embargo, aplica un irrefutable rigor matemático. He conseguido atrapar la mosca burlando con algo de suerte su sofisticado sistema de defensa y, tras dejarla libre «medio día» después, ha huido despavorida. «¡Ya está bien por este año!», he gritado mientras cerraba la ventana tras ella y daba por concluido mi estudio. Marta se habría reído mucho con la broma. Su risa habitual es una carcajada espontánea y limpia, en ningún modo relativa, como su mirada y sus caricias, de las cosas más verdaderas y absolutas que conozco. Va para media hora ya, por cierto, que no responde a mis mensajes, si tomamos como un solo lustro toda la era cenozoica.
Enrique Mochón Romera (España) 70
Número 12
Lumbre
Raúl Ariel
Victoriano
La habitación está casi a oscuras... A ESTA HORA es medianoche y estás escribiendo al lado de la lámpara apoyada en tu pupitre desordenado de papeles. El cono truncado de luz que nace desde la pantalla ilumina el teclado y besa el cenicero de plata, el mismo que compartías con ella, en el lecho, después de agotarse ambos hasta la extenuación, desnudos todavía. Eso fue cuando ella todavía estaba contigo. Hasta ahí da la luz de tu velador. Más allá la penumbra se agrieta con jirones mudos de resplandor amarillo, en un abanico de delgados hilos de silencio, que van muriendo hacia los rincones. La habitación está casi a oscuras. Tienes pocos muebles aquí, pero no te molesta esta escasez. Son siluetas en la sombra que observan quietas tu tarea silenciosa de escritor, tu compañía. A un lado, recostada contra la pared del cuar-
to, yace la cama de hierro forjado sin dosel. Entre el pesado respaldo y la esquina, duerme su paciencia el ropero provenzal de dos cuerpos, de roble opaco ya sin lustre. Al otro lado, la mesa ratona escandinava y las dos sillas vencidas completan el escaso mobiliario de este ambiente amplio. Todo el ámbito rezuma un rumor casi inaudible entrecortado tan solo por el tartamudeo cansino del teclado, mientras concentras tu mirada en lo que escribes y no se interrumpe el hilo de tus pensamientos. No hay recuerdo que te disperse del manojo de ideas que quieres volcar en el texto. Dos estantes con libros en la pared opuesta y una araña sin caireles con los focos apagados acrecientan la melancolía de este recinto de techo alto con puerta de madera y piso de pinotea gas71
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tado. Las paredes están deslucidas. El cuadro se completa con una pequeña cocina y una mesada en la cual se acumulan dispersos cacharros amontonados. En el centro de la pared más larga se adivina una ventana. Por delante, dos paños de voile blanco enceguecen la mortaja de este cuarto. Ella los alisaba, ¿recuerdas?, con el roce de sus nudillos sedosos. La evocas ahora por este leve detalle y levantas la vista de tu escrito. Esto te saca de tu tarea en este momento, y la hueles, la imaginas, se mezcla en lo que piensas, su voz y sus aromas aún anidan en tu herida. Te ha abandonado y ese pensamiento te distrae. Alguna vez pensaste en su ansiedad como un defecto, tal vez hubieses querido su fuego ardiendo más lento, pero sus impaciencias nunca pudieron perder tiempo, se apresuraba a desvestirse para que tu tacto le recorriera la piel. Así era: impetuosa. Te ofrecía todo su cuerpo, su busto reclamaba el contacto de tus yemas, se estremecía toda cuando las puntas de sus senos eran alcanzadas por tus labios, cuando sentía la presión de tus palmas abarcándolos. Hacían el amor en esa cama que ahora miras, ella en cuclillas ofreciéndote su sexo y tú de espaldas insertando tu vaivén en esa grieta cálida. Te agitabas en el ascenso, jadeabas con el esmeril del deseo hasta sentir la quemazón sobre tu abdomen y pasabas tus manos ásperas por la curva suave de su espalda y su pelo desordenado. Y en la cumbre de ese paraíso, ella volcaba hacia atrás la cabeza, con sus ojos dados vuelta, casi en blanco, ocultando las pupilas celestes, cerrando los párpados en la plenitud del éxtasis, sintiendo la delicia de tu savia dentro de ella y el estrépito de tu 72
temblor hasta el final. A veces buscaba otras formas y otros territorios. Se desesperaba por sentir tu calor, tu sudor. Se perdía en la voluptuosidad cuando se acercaba para sentir la lectura de tu tacto, se embriagaba en tu aroma a tabaco, la lujuria se le ponía tensa y quería entregarse a tus brazos rugosos. Se adueñaba de tus dedos y los llevaba a su vientre. Se arqueaba hacia el cielo cuando tus manos alcanzaban su pubis encendiendo el fuego. Pasaba su lengua por toda tu piel. Nunca era de la misma manera porque en ocasiones le agradaba seducirte. Se sentaba con las piernas abiertas para que la miraras, mostrándote su sexo en plenitud, con la mitad de su cabellera sobre su rostro, la ansiedad en la esquina de sus ojos, sintiendo tu mirada lasciva sobre su cuerpo. Luego te poseía. Era una planta voraz, ahogaba tu sexo en su boca, abarcándolo, a fin de extraer el fluir de tu agonía. Otras veces necesitaba someterse, sentir tu peso. Extendida de espaldas, boca arriba, sobre las sábanas blancas te llamaba, te exigía que te adueñes, que penetres, que la hagas gemir de placer, al borde del dolor, desatado su erotismo, siempre loca de deseo. Pero además su corazón era muy sensible y tan indefenso como la superficie quieta de un estanque. Tú debiste arrojar algún alimento de amor, ella lo necesitaba, aunque solo fuesen unos sencillos pétalos de flores, solamente para que el agua de sus emociones temblase siquiera un poco. Hubiese sido suficiente un halago de tu parte, una caricia firme pero suave, un gesto simple pero sincero, algo que le indicara que había una emoción moviéndose en tu interior. Tú eras su hombre, y ella se sentía poseedora de tu espíritu, de tus sentimientos. Hubiese
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querido que estés pendiente, que la escuches, que la extrañes, que la desees. Pero no te diste cuenta de que una mujer no se termina en el contorno de su cuerpo, es mucho más vasta, abarca mucho más allá de su figura. Llegó entonces el tiempo en que ella advirtió todas las carencias, las fue percibiendo una a una. En tu corazón demasiado tibio apenas quedaban mínimos restos de cariño y ella pensó que era un exceso de su parte la pasión que te regalaba. Tus ojos se lo dijeron, no fueron necesarias tus palabras, se dio cuenta observando el fondo de tu retina. Entonces llegaron sus días sombríos, por tu descuido, por tu desidia, se le fue secando el amor. Se tornó vulnerable a tus exigencias mínimas, despertó de su sueño, pasó demasiado tiempo sin que le arroparas el alma. Se hicieron presentes el dolor, el hastío, la pena y la tristeza. Y llegaron las discusiones estériles. A veces se ponía triste y lloraba, se abrigaba en tu pecho intentando encontrar, una vez más, tu abrigo, tu sostén; te necesitaba firme como una montaña, pero no alcanzó con las migajas que le diste. Entonces se le agotó el reclamo, se sintió humillada al caer en la mendicidad para lograr un mínimo de tu ternura, un ruego casi cotidiano que no supiste descifrar. Se secó la fuente que te ofrecía todo, se fue y te dejó sobre la tabla de este escritorio una esquela mínima, sobria y desnuda, esa que ahora miras con el corazón desorientado.
En este lugar vivió contigo. En este sitio sueñas ahora con olvidar todo sin lograrlo, aquí te asesinan los recuerdos de su presencia, su mirada ausente se te vuelve imposible, aquí mueres por ella cada noche. Por eso ahora se te ha dado por escribir y crees que así podrás exorcizar tu dolor. Te equivocas. Solamente estás pisando los escasos escalones que te conducen al cadalso de un peor martirio. A veces piensas como un tonto que el suicidio remediará tu pena. Pero eres demasiado cobarde para eso, solo te sirve como fachada para ocultar la mentira con que te engañas. Lo cierto es que quedarás condenado al eterno padecer, ya que hasta aquí te ha conducido, y no te soltará la mano, la soberbia insensatez de tus sentimientos.
Raúl Ariel Victoriano (Argentina) Blog: hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar Lumbre es un relato incluido en Escarcha,
de Raúl Ariel Victoriano (Editorial Autores de Argentina, 2018). 73
El Callejón de las Once Esquinas
Abajo, en los túneles
Armando
Se pierde una vez más entre la multitud... ES UN DÍA CUALQUIERA, bajas del metro, caminas hacia la salida, ves a una persona que camina a tu lado y te resulta familiar. «La he visto antes», piensas sin darle mayor importancia, al sentirla junto a ti; por inercia, la dejas pasar, te rebasa. Te das cuenta de que justo antes de llegar a la salida da la 74
Cervantes
vuelta y regresa como si algo se le hubiera olvidado. No hay alarma, no hay espanto, no se revisa minuciosamente los bolsillos, simplemente regresa. Movido por la curiosidad te pegas a un rincón y decides observarla. Parece una tontería, lo sabes, pero no pierdes nada, el peor escenario es que se suba en
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el primer tren y desaparezca. Esperas unos cuantos minutos, la ves regresar al andén donde te emparejó, espera algo. De pronto una idea te invade: se dedica a robar, revisas tus bolsillos, todo está en su sitio. El tren llega sin más, la mujer no sube, se le empareja a otra persona, lo sigue e igual que tú, nota su presencia, la mira de reojo, esboza una sonrisa y una vez más repite el acto: sigue caminando y pocos metros antes de la salida regresa, repite el ciclo una y otra vez. No es un fantasma, es un cuerpo sólido, camina y anda por la estación, nunca habla, solo intercambia miradas y sonrisas tenues. Extrañado, sales del metro, ya se hizo tarde; corres, llegas al trabajo y olvidas lo sucedido durante semanas. Otra mañana, vas de prisa y esquivas personas por los pasillos dando uno que otro empujón, no importa, el fin justifica los medios pues no quieres más retardos. De repente, en medio del ajetreo ves cómo una señora se desploma. Por un momento todos parecen ignorarla, pero en un abrir y cerrar de ojos se acercan a ella varias personas, la auxilian, una mujer en particular la ayuda a levantarse mientras la toma por el brazo y se aleja, ha cumplido su misión, se escabulle por los pasillos. No la vuelves a ver. Ese mismo día, después del trabajo, la escena se repite en otra estación. Ahora, bajando las escaleras, una persona mayor se desvanece antes de pisar el penúltimo escalón. La gente corre a auxiliarla y mientras varias personas se acercan, ves de nuevo a la chica —la misma que observaste por la mañana—, no sabes de dónde salió pero vuelve a ayudar al señor a levantarse tomándolo del brazo y una vez en pie, se pierde
una vez más entre la multitud. No es casualidad, lo sabes. A partir de ahí te vuelves paranoico, entras al metro y observas todo, el mago que hace trucos, la señora que vende chicles, los que se arrastran para limpiar zapatos, no son ellos a los que buscas, es a esos que parecen cuerpos andantes, esos que también son personas o al menos eso crees. Las primeras veces los confundiste con los carteristas que en medio de aventones se pegan a la gente para quitarle sus cosas. No, tampoco son ellos a quienes buscas, «los otros» son una especie peculiar, aparecen siempre bajo cierta situación, pareciera que están esperando el momento justo, seguir a una persona, ayudar a un caído a levantarse; están los que solo pasean de un lado a otro en grupos de tres, esos que parece que escoltan algo pero solo están siguiendo su rutina; están aquellos que parecen esperar a alguien, parados y quietos siempre esperan, miran el reloj, caminan un poco, se van y vuelven a aparecer en otro lado, te das cuenta de que son de carne y hueso, personas como tú, con un solo detalle: tienen la mirada perdida y no hablan. Dedicas tus fines de semana a deambular por el metro, recorres todas las líneas, visitas estaciones que ni sabías que existían, llevas un cuaderno en el que anotas todo lo que te parece peculiar o insólito; lo paradójico es que las notas son siempre sobre aquello que es cotidiano, una mamá cargando a su hijo que va a ninguna parte, un joven con una flor esperando a su enamorada, alguien leyendo. Comienzas a darte cuenta de que siempre es la misma persona con la misma función, lo único que cambia es la estación en la que aparece, comienzas a 75
El Callejón de las Once Esquinas
atar cabos, son una gran comunidad, como si cada personaje tuviera un rol dentro de la imagen citadina, como si su inmanencia consistiera en alimentar el paisaje una y otra vez con la misma presencia en diferentes momentos. Lo has pensado mucho y ahora tienes una teoría pero no se la puedes contar a nadie. Dirán que estás loco, en el trabajo te harán tomar unos días —sin paga, claro está—, la gente hablará de lo mucho que te ha afectado el divorcio, que tu única familia está lejos y que a los pocos amigos que te quedan hace mucho no los ves. Has dedicado muchas horas a seguirlos, pero ahora estás seguro: todos tienen un orden y obedecen un régimen, son los otros, la gente de los túneles, parecen zombis, nunca hablan, pero resultan tan normales que su soledad resulta
equiparable a la tuya. Este es el último recuerdo que tienes de ti: vas al trabajo, estas retrasado, corres por el pasillo cuando de pronto todo se vuelve borroso y te desvaneces, recuperas el conocimiento mientras estás ayudando a alguien a levantarse, lo pones de pie y de pronto caminas entre el gentío, te escabulles, nunca te detienes. Pasa el tren, lo abordas, bajas en una estación cualquiera, alguien vuelve a caer, te acercas y lo ayudas a levantarse, vuelves a caminar entre la multitud. No puedes hablar, pero aunque pudieras ya no recuerdas tu nombre, ni dónde vives, solo tienes conciencia de ti como «alguien que camina». Nadie te buscará ni te extrañará, ahora sabes que la gente de los túneles es gente que en el mundo de arriba estuvo profundamente sola.
Armando Cervantes (México) Blog: traeum-suess.blogspot.mx 76
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El cuarto contiguo
Carlos Enrique Saldívar 77
El Callejón de las Once Esquinas
¿Estará todo en mi mente?... NUNCA he ingresado al cuarto contiguo. Nunca he penetrado en aquel océano donde chapotean formas sinuosas. No me he sumergido jamás en el vientre de aquella bestia repleta de inmundicia. Nadie me cree. Nadie cree que exista un cuarto contiguo. Yo sí lo creo. Eso me basta. Ahora sufro casi en soledad debido a ello. Tras veinte años de vida, aquel antro de maldad ha enredado mis nervios, como si fueran cables gastados en proceso de corrosión. Mis padres han invertido una fortuna en psiquiatras que puedan curar mi trastorno, un mal que me ha aquejado desde que entré en la pubertad. De momento, los antipsicóticos me han ayudado bastante. Gracias a ellos, guardo la esperanza de un mañana, en el cual mi cerebro conserve intacta dicha área donde la cordura reposa. Vivo en una enorme casa naranja, ubicada en la esquina de una calle poco transitada. Mi hogar tiene dos pisos y varias habitaciones. Yo dormía antes en la planta de abajo, junto a las escaleras. Mi padre solía usar dicho cuarto como estudio. Me he mudado al piso de arriba. Las cosas han cambiado mucho durante los últimos meses. Todo se debe a la casa, si algo anda mal conmigo es mi relación con mi vivienda. Al principio, pensé que el problema era solo el cuarto en donde dormía. Mis deducciones han variado. Les pregunté a mis padres si hemos vivido aquí desde mi nacimiento. Me respondieron que se habían mudado poco antes de que mi madre quedara encinta, es decir yo vine al mundo en esta residencia. Fui un bebé, 78
un niño pequeño, un niño grande, un púber, un adolescente aquí. Cursé la primaria y secundaria en un colegio que se encontraba a cuatro cuadras. He sido un alumno brillante, lleno de distinciones. Pero, con el tiempo, me sobrevinieron malos sueños, los cuales se han ido intensificando los últimos cuatro años. ¿A qué se debe este malestar? Tal vez nunca lo sepa. Quizá las respuestas se hallen en las visiones que tengo de
una oscura habitación, que se abre en el muro de mi recámara
una alcoba negra, donde se oyen lamentos, donde se percibe el dolor y la destrucción de la inocencia. Un niño llora ahí, chilla, padece una desconocida agresión. Hasta hace poco no lo sabía, recientemente he podido reconocer mis propios gritos en su voz. Me he preguntado si son visiones de una serie de hechos que nunca ocurrieron o si forman parte de un aciago pasado. Me inclino por lo segundo e intento averiguar la verdad, poniendo sobre aviso a mis padres. Aunque mi sentido de la previsión no ha servido de nada. Me han llenado de mentiras; sé que mi más lejana infancia guarda un misterioso secreto. He de ser hábil para develarlo. He de calcular, por ende, cada una de mis palabras. —Mamá, me dijiste que siempre hemos vivido en esta casa. —Así es, Javier. ¿Por qué me repites lo mismo tantas veces? —Porque no es una zona bonita para vivir. El crimen ha aumentado durante los últimos años. Hay varios fumones y delincuentes acechando la zona. —Es lo que hay. Si tuviésemos dinero para mudarnos a otro distrito, lo haría-
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mos. Tal vez si te dejaras de temores infundados y te consiguieses un buen trabajo... —Mamá, no creo que pueda trabajar, el médico lo dijo, soy mentalmente inestable. Mi madre se tapa el rostro. Sé que desea llorar, no obstante, hace un gran esfuerzo por no verter lágrimas. Detiene el lavado de los platos, se seca las manos y me dice: —Hay gente que tiene el mismo problema que tú y gana su dinero. Deberías hacer el intento, poner de tu parte. Tienes todo mi apoyo. Sabes que si por mí fuera, conseguiría un nuevo trabajo. De momento, solo puedo apoyar medio día a tu padre. A mamá la despidieron de su cargo de secretaria en una empresa hace cuatro meses por reducción de personal. Mi papá trabaja como distribuidor de carne de res. Mi madre suele ayudarlo con la contabilidad y la marcación de las rutas, de esta forma le aligera las labores y mi progenitor termina su jornada en menos tiempo. Conforman un buen equipo. Me pregunto si así fue siempre. —Mamá, creo que debería dormir en la sala, en el sofá. —¡Te hemos cambiado de habitación tres veces, Javier! Ya no molestes. Te quedarás en el segundo piso, en la habitación contigua a la nuestra. Estaremos cerca. —Mamá me abraza, me da un beso en la cabeza como si yo fuera un niño pequeño. En realidad es así. Soy su pequeño niño. Empero, no sé si todo lo que hace sea por mi bien. Ella añade—: Por favor, pon de tu parte, intenta acostumbrarte, ya verás que en menos tiempo de lo que crees todas esas molestias se te quitan. —Mamá, sé que ya hemos hablado de
esto, pero te insisto: no creo que lo que tengo sean visiones, alucinaciones; estoy muy seguro de que son recuerdos escondidos en mi cerebro. Mi madre finge ignorarme. Retoma el lavado de platos. Yo agrego: —Quisiera saber a qué se debe todo esto, comienzo a ver las cosas claramente. Quisiera que tú me digas por qué siempre escucho la voz de un niño que llora, deseo descubrir a qué se deben esos lamentos. —Basta... —Estoy seguro de que ese niño soy yo. —¡Para de...! —Estoy convencido de que todo ocurrió en esta vivienda. —Nada malo ha pasado en esta casa. Por favor, anda a leer, a escribir, a ver televisión o a trabajar con la computadora. Voy a preparar el almuerzo, luego me iré a la empresa, con tu papá. Colabora conmigo y no fastidies más. Todo está en tu cabeza, el doctor Antúnez ya nos lo dijo. Adiós. Me retiré a mi cuarto, ubicado en el segundo piso, al lado de la habitación de mis progenitores. Meditaba profundamente en todo. Mi madre no estaba dispuesta a ceder. No me diría la verdad jamás. Papá sí lo haría. Pero debía enfrentarlo con inteligencia. Sería mañana. Mi mamá de seguro le comentará las preguntas que hice. A veces pienso en la cara del doctor Antúnez cuando le contaba mi experiencia. Su rostro burlesco provocaba cierta ira en mi interior. Me decía lo mismo que mi madre: «Todo está en tu cabeza, lo solucionaremos ya mismo». ¿Estará todo en mi mente? ¿No habrá una pequeña posibilidad de que una fracción de esta ingrata experiencia provenga de un universo irreal, que está 79
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más allá de mi entendimiento y/o percepción? El doctor no manifestaba preocupación alguna, mantenía siempre una faz risueña. En cierto instante pensé que se iba a reír de mí. Y en todo momento estuve convencido de que me ocultaba muchas cosas. Tengo miedo. De que las visiones (los recuerdos) vuelvan esta noche. Suceden en cualquier lado de la casa. No importa dónde duerma. Cada noche ocurre lo mismo. Se intensifica cada vez más. La horrible grieta que se forma en la pared de mi alcoba. El cuarto conti- hago mis dibujos, donde escribo mis guo. historias, fantasías que nadie ha leído. Que tal vez nadie leerá. Estoy al borde La oscuridad es total. No puedo ver de la habitación oscura. Veo una forma mis manos. Estoy echado en mi cama y brillar de modo tenue encima de una capercibo una luz a unos metros a mi iz- ma, viste un bonito pijama. El camastro quierda, al costado de mi biblioteca. es pequeño, el resplandor momentáneo Surge una abertura rectangular que al- me permite reconocerme en el niño que canza el techo. Una puerta. Esta se abre llora. Su llanto es intolerable, me cubro y oigo los quejidos del niño, su doloro- las orejas, no dejo de mirar. Se calla. Me so llanto, sus gritos. Sufre. Quisiera sa- ha visto, me reconoce. Está vestido de ber el motivo de su agonía. Me cubro celeste. Soy yo, cuando tenía dos años. con las sábanas, siento algo similar a Le saludo con la mano derecha, este gesuna presión en mi pecho. Es temor. No to parece alegrarlo. Un breve regocijo obstante, esta vez debo mirar, para así me envuelve. He venido a ayudarte, pedescubrir el secreto que esconde aquella queño. ¿Por qué lloras tanto? ¿Por qué? habitación irreal. Intento penetrar en la recámara, algo Por primera vez me aventuro. me detiene, una presión de aire. ImpriMe quito la colcha de encima. mo más fuerza a mis pasos y... mi pie Separo las sábanas de mi cuerpo. derecho ingresa en la estancia. Mi coMe pongo de pie en medio de las ti- razón late con rapidez. ¿Estaré haciendo nieblas. La luz, azul fosforescente, se di- lo correcto? El niño no me despega la fumina. Los sonidos llegan a mis oídos mirada, está a gatas, espera en silencio a y me causan daño. Quiero tapármelos, que yo me aproxime a él… mas no me atrevo. Un alarido de furia. Una puerta se Avanzo. Con lentitud llego a la puer- abre tras el niño. ta del cuarto que se ha creado en la paVeo un rostro. Me da miedo, demared. Paso junto a mis libros regados en siado miedo. Una horrible faz, un cráel piso, junto a mi ropa sucia; choco neo ovalado cubierto con cabello cano, contra el borde de mi escritorio donde un grueso bigote y una barba frondosa. 80
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Sus cejas pobladas no me permiten atisbar sus ojos. Me señala con el dedo. Grita con rabia. Veo una luz rojo fosforescente surgir de su dedo índice. Me hace volver atrás. El niño llora. Retrocedo. El niño grita. Salgo de la habitación. Negro. Todo el ambiente es negro. Mi cerebro se fatiga... He amanecido tirado en el suelo. Me despierto dolorido. Toco con mis manos el muro amarillo frente a mí. No hay nada. Pero lo hubo, pude verlo con claridad. Sé bien lo que debo preguntarle a mi padre. Él ha ido a trabajar muy temprano. Mientras desayuno, no pronuncio una palabra. Mi madre murmura algo sobre el ruido que hice durante la noche. Decido no mencionarle nada acerca de mi rara experiencia. No es necesario. Sé que lo sabe. La observo de soslayo. Ella sonríe y me dice que va a comprar las cosas para cocinar. Le menciono que iré a ver a mi papá al trabajo a la hora de almuerzo. Mi mamá no parece alterarse. Me pone un brazo en el hombro y me pregunta para qué. Le digo que es una cuestión personal. Sonríe. Me deja solo. Aprovecho para hacer una llamada telefónica. A una persona de fiar, la cual me ha dicho que si hubiera de presentarse algún problema serio, la llamase a mediodía; sin que mis padres se enteren, por supuesto. Le he llevado el almuerzo a mi padre a la 1 y 30 p. m.; le digo que voy a esperar a que coma, pues deseo preguntarle una cosa importante y no voy a quitarle mucho tiempo. Él decide alimentarse con rapidez. Yo salgo fuera de su oficina y me siento al borde de un camión de carga. Mi papá sale a los quince minutos, se sienta a mi costado y me pregun-
ta cómo dormí anoche. No le respondo, de inmediato decido hacerle la pregunta: —Papá, ¿qué pasó con mi abuelo? Me estoy refiriendo al padre de mi madre. Mi papá nunca conoció a su padre y perdió a su madre a corta edad. Mi abuela, la madre de mi mamá, falleció en un accidente (según me contaron) dos años antes de que yo naciera, justo en la víspera del matrimonio de mis progenitores. Únicamente mi abuelo, Viviano, estuvo presente en mi temprana infancia. —No pasó nada con tu abuelo, Javier. ¿Por qué lo preguntas? —No hay una sola foto de él, me parece muy extraño, tengo entendido que aún vivía cuando yo era bebé, mi tía Filomena me lo ha mencionado. —¡Tu tía Filomena es una drogadicta, está en una casa de reposo! —Mi padre tomó aire, intentó tranquilizarse—. No sé a qué vienen estas preguntas. Tu abuelo murió de un infarto el día que cumpliste dos años. Eso es todo. No le gustaban las fotos. Ya conoces su historia. —Sólo sé que murió de viejo, durmiendo en su cama, sin dolor. No sé nada más de él, por favor, quisiera que me contases algo más sobre mi abuelo. Mi padre miró su reloj. Quedaban unos treinta minutos para que retornase a sus labores. Estaba incómodo. Era el momento perfecto para conminarlo a hablar con sinceridad. De noche llegaba muy cansado y hubiese resultado imposible. En las mañanas siempre salía de casa antes de que yo despertase. Papá no dijo nada durante uno o dos minutos. De pronto mencionó algo que me dejó un tanto confuso: —Tu abuelo no merece que preguntes por él. No era una buena persona. Era 81
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un viejo cascarrabias. Nunca aprobó que yo me casara con tu madre. Tenía una enfermedad de los huesos, no era muy grave, pero se las arregló para venirse a vivir con nosotros, quería que lo cuidáramos como a un niño. Nunca tuvo buena fama. ¿Eso es lo que querías saber de él? Bueno, ahí lo tienes. El señor Viviano Valparaíso era un tipo insoportable. —Sin embargo, ustedes me dejaban a su cuidado. Lo hicieron durante muchas noches. —¿De dónde sacas eso? —La tía Filomena lo dijo, y sé que es verdad. Ustedes no querían tener hijos tan pronto, deseaban salir del Perú y empezar una nueva vida lejos. Cuando yo nací, frustré muchos de sus proyectos. A pesar de ello, no quisieron dejar de divertirse, mi mamá y tú llevaron una vida desordenada los primeros años de casados. Me dejaban bajo los cuidados de mi abuelo Viviano. Él se hizo cargo de mí durante muchas noches. ¿Es verdad lo que mi tía dijo? —Sí, Javier, es verdad. —¿Me dejabas bajo la responsabilidad de un hombre en el que no confiabas? —Era el padre de tu mamá. Me caía mal, lo confieso, sin embargo, lo último en lo que pensé fue en que te haría algún daño. —Pero lo hizo, papá. ¡Lo hizo! Las lágrimas salieron de mis ojos sin que me diera cuenta. Mi padre entendió que ya no podía fingir más, su expresión se ablandó, me abrazó, lloró conmigo, de inmediato me dijo con suavidad: —Está muerto, hijo, ya no puede lastimarte. Falleció el día que cumpliste dos años. —¿Cómo ocurrió? ¿Cómo sucedió en realidad? 82
—Esa tarde te hicimos una reunión, acudieron tus primos y tíos: mis parientes. El único familiar que tu madre tenía era ese viejo. Al anochecer, convertimos la fiesta infantil en una tertulia de adultos. Salimos todos a beber licor cerca, en el barrio, y te dejamos solo con tu abuelo. Horas después tu madre y yo, acompañados de tu tía Filomena, regresamos del bar y escuchamos un grito. Los tres lo oímos. Corrí a tu habitación, y lo vi, ese maldito estaba... —Continúa, papá. —Tu madre y yo le increpamos su conducta. Tu mamá te protegió en todo momento. Tu tía Filomena se encerró en el baño, estaba aterrorizada. Creo que todavía lo está. Tu abuelo murió de un infarto cuando lo cogí por las solapas de su pijama…. No… falleció cuando lo golpeé contra la pared. No pudo resistir mi arranque de cólera. ¿Lo ves? Lo maté... —Papá, aún puedo verlo. Cuando se abre el cuarto contiguo. —Hijo, me gustaría mucho ayudarte; sé que te hizo mucho daño, pero Viviano está muerto, esa madrugada lo vi expirar. Créeme, no puede dañarte. —Lo hace, todavía lo hace, ¡pero puedo solucionarlo, ya sé cómo debo proceder! Te agradezco que hayas sido sincero conmigo. Me puse de pie. Estaban llamando a mi padre para que volviese a la oficina. Un nuevo lote debía entregarse. —Hijo, espera a que llegue hoy en la noche. Hablaremos largo y tendido. —No, papá. Me acostaré temprano. Por favor, quisiera que hablemos mañana, antes de que salgas a trabajar. —Mañana no vendré. Pediré permiso. Hace tiempo que no me tomo un día libre. Tu madre, tú y yo hablaremos de muchas cosas, ¿qué dices? ¿Te agradaría
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eso? —Me encantaría, papá. Mi progenitor me abrazó con fuerza. En seguida volvió al trabajo. Pensé en la tristeza que proyectaba. Le comprendí. Por un instante me puse en su lugar. La confesión que me hizo era algo que uno no le cuenta jamás a un hijo. Él confío totalmente en mí, aclaró mis dudas. Eso hacía que me sintiese orgulloso. Volví a casa con rapidez. Me pasé la tarde leyendo. Terminaba una novela corta de Stephen King, El policía de la biblioteca. No sé por qué me sentí tan identificado con el melancólico protagonista. Creo que en realidad sabía muy bien a qué se debía tal interés, mas no lo acepté en un primer momento. No volvería a llorar. Nunca más. Al menos no por esas oscuras razones. Mi padre tenía razón, Viviano Valparaíso, mi abuelo, estaba muerto; no podía lastimarme. El recuerdo que descansaba en mí, debido al sufrimiento físico, era lo que me atormentaba. Comprendía a mi madre; la vergüenza extrema por haber sido su propio padre el culpable de tal abominación la mantenía en silencio. Un constante y aterrador silencio. Ella sufría mucho por ello. La tía Filomena nunca se pudo recuperar por la impresión causada. Mi papá sentía también un inmenso dolor en su interior. Sé muy bien qué ocurrió aquella madrugada, mi madre me tomó en sus brazos y mi progenitor acabó con mi abuelo, a golpes. El hombre que me trajo al mundo, culpable de un delito; mi mamá, cómplice del mismo. No, ambos responsables de un acto de justicia. Mi tío, el primo de mi papá, es policía, debió colaborar con ellos en alguna forma. El doctor de la familia se encargó de encubrir todo. Debieron contarle la verdad, y él les creyó. Probablemente no era la
primera vez que se topaba con un caso así. Tan anormal, tan perturbador y desquiciado. Me he tomado un alprazolam, el sueño me invade. Es temprano aún… no, no puedo esperar, deseo dormir. Para soñar, para que el recuerdo que descansa en mi subconsciente se encienda y, de este modo, pueda rescatarme a mí mismo de las garras del mal. He de ingresar otra vez al cuarto contiguo. Estoy en mi cama. Mis ojos se hallan abiertos. La línea de luz rectangular se enciende a mi lado izquierdo. La entrada se dibuja. El brillo se esfuma. Todo vuelve a ser negro. Me pongo de pie. Camino con lentitud, me acerco, la luminosidad nace de nuevo entre las sombras, no tropiezo, se ve tan vívido, tan real. Es real, de alguna manera lo es. La puerta se abre. Coloco mi rostro y observo. No puedo ingresar, noto la presión de aire. El niño de casi dos años se mueve en la cuna. Emite algunos sonidos. Sonrío para mis adentros, pensando en que alguna de aquellas frases mal
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pronunciadas es un claro pedido de auxilio. La puerta tras el niño se abre. Surge un rostro cadavérico, anciano, repugnante. Intento ingresar, no puedo. No, todavía no es tiempo. Debe cometer su insano pecado. El niño se sienta en la cuna, observa con curiosidad al viejo, quien lo levanta de las axilas y le sonríe. De inmediato lo suelta, colocándolo de nuevo sobre la cuna. El sujeto se coloca de rodillas y pone las puntas de sus dos dedos índices en las sienes del infante. El pequeño no imagina la catástrofe que se avecina. Una luz azul surge de las sienes del niño y es absorbida por los dedos del hombre. El niño llora. Le duele. Eso no es todo. Las lágrimas del pequeño se diluyen y se convierten en un vapor luminoso que es atrapado por una delgada trompa que surge bajo la lengua del anciano. Es el miedo del infante, su dolor, sus lágrimas lo que alimenta a eso. Elementos de inocencia que lo embutieron durante casi dos años. Fluidos esenciales que ha absorbido durante toda su existencia. Había devorado a sus propios hijos. A sus siete descendientes, los hermanos de mi madre. Su esposa, mi abuela, se lo permitió, estaba loca, murió asesinada por él, porque, aunque durante años vivió bajo su influjo maligno, se dio cuenta en cierto momento de que había sido utilizada. Viviano Valparaíso solo respetó la vida de mi madre. ¿Por qué motivo? Para que esta le diera nietos. Él le había absorbido la energía desde el día en que nació, empero, ella sobrevivió durante varios años, por ende el monstruo se percató de la fuerza que mi mamá tenía. La energía que chupaba no lo mantenía joven, pero le aseguraba una etapa de renovación vital, la cual era equiparable al placer sexual. Al envejecer y no poder obtener nuevos hijos de su mujer, deci84
dió que se alimentaría de un nieto. Todo lo supe en ese instante, observé la vida de este ser pasar con rapidez ante mis ojos, ante mi mente. Sentí asco, repulsión. Las mismas sensaciones que debieron tener mis padres cuando lo vieron cometer tan desagradable acto. Después mi progenitor le daría muerte. Luego, junto a mi madre, decidió que lo mejor era callar el hecho, pues nadie iba a creerles. Sufrieron bastante por eso; sobre todo ella, quien lo padeció de niña en carne propia, y no pudo prever el maltrato a su hijo pues aquello le había absorbido también los recuerdos cuando esta terminó su etapa adolescente. El niño llora, chilla con desesperación. Es mi dolor. Mi propio dolor que se ha mantenido intacto durante dieciocho años. Venzo la enorme presión de aire alrededor mío, me interno en la habitación, donde solo la cuna, el infante y el hombre resplandecen. Donde la energía que emana del pequeño es de un extraño color azul fosforescente que va alcanzando mayor intensidad a cada segundo que pasa. El viejo me ve, me señala con el dedo. Grita de rabia, mas no puede detenerme. Me abalanzo sobre él y con mis fieros golpes destrozo sus enclenques huesos... Tengo en mis brazos a un niño, un hermoso niño de dos años que nunca más volverá a padecer ningún daño sobrenatural. Llora, de alegría. No, soy yo quien llora. No hay más hombre malo en la habitación oscura. La cuna se desvanece. La puerta trasera también, todo. Solo el chiquillo sonriente y yo estamos ahí, y brillamos. Él mantiene los ojos
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llorosos, aunque está feliz. Yo también. Sé que al despertar ya no estará a mi lado, lo cual me entristece, pero comprendo que de algún modo permanecerá conmigo siempre. Y vivirá en mi mente y en mi corazón como un bello recuerdo, aquella clase de recuerdo que no sabemos imaginario o real, pues procede del insólito mundo de lo soñado. Cruzo la puerta y me adentro en mi habitación. Me recuesto en mi camastro; me arrebujo entre mis sábanas. Observo que la delgada línea de luz de la pared a mi izquierda se desvanece por completo. Él sigue aquí; abrazo con fuerza su pequeño cuerpo. Poco a poco se fundirá conmigo. Nos uniremos en un sueño infantil e inocente.
Carlos Enrique Saldívar Rosas (Perú) Blog: fanzineelhorla.blogspot.pe
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Mestizos
Luis J.
Goróstegui
Era, sin duda, alguien especial... LA VIDA NOS PROTEGE contra su propia grandeza, pues no podemos vivir en un estado de continua admiración. Sólo en excepcionales ocasiones nos abre sus ventanas de par en par y el sol nos deslumbra y, por un cegador instante, somos conscientes de su inabordable magnificencia. Eso fue lo que me pasó a mí. Época: En la actualidad. Un domingo por la mañana temprano salí de casa para comprar el pan y el periódico. A esa hora las calles estaban aún desiertas. Al girar una esquina se materializó justo delante de mí una es86
pecie de vehículo, algo más grande que un coche y de diseño aerodinámico más pronunciado, aunque sin ruedas y levitando a unos dos palmos del suelo. —Sube —dijo una voz. Yo me quedé inmóvil sin saber qué hacer. —Ah, sí, que en esta época aún no tenéis nada parecido —dijo la voz como disculpándose. Y entonces, como surgiendo de la nada, se apareció en el asiento del piloto —supuse— una joven de unos veintitantos años. —Sube, por favor —me repitió con una amable sonrisa señalándome el
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asiento del copiloto—, es una cuestión de vida o muerte. En un principio permanecí inmóvil, temeroso de que me fuera a disparar o algo peor, pero lo pensé mejor e hice el gesto de querer huir. —Bueno, no me dejas otra opción, lo siento —dijo la joven, y me disparó con una especie de linterna láser antes de que pudiera ni siquiera dar un paso. Cuando desperté estaba sentado en el asiento del copiloto y la joven conducía el vehículo. Al verla me asusté e intenté escapar, pero no pude; estaba inmovilizado, como si estuviera atado, aunque no pude ver ninguna correa que me sujetara. —Hola, ¿ya estás despierto? —me dijo en tono despreocupado—, disculpa que te disparara, pero no tuve otra opción. —¿Quién eres, y qué quieres de mí? —logré preguntarle cuando me repuse del susto y comprendí que no podía escapar. —Sí, tienes razón, te mereces una explicación. Me llamo Suanne y vengo de tu futuro, exactamente del siglo XXXVI; verás, es que necesitamos tu sangre. Estuve a punto de desmayarme al oírla decir eso. —¿Mi sangre?, ¿y por qué, qué he hecho para que me queráis matar? —y la voz me temblaba. Miré por la ventanilla y vi, algo desconcertado, que circulábamos por una de las carreteras que hay cerca de mi barrio, y que el automóvil en el que íbamos tenía ruedas y que no era igual al que había visto antes; era un coche normal. Llegué a pensar que todo había sido un sueño. La joven, como leyéndome la mente, me miró con una sonrisa.
—Sí, parece un coche normal; lo he hecho para darte tiempo a que asimiles lo que te estoy contando, al fin y al cabo no somos ningunos monstruos —y la joven soltó una carcajada—; además no podía estar parada allí mucho más tiempo, corría peligro de ser descubierta. Con este aspecto pasamos desapercibidos. —¿Entonces, queréis matarme? —le pregunté. —¡Claro que no!, no se trata de eso —me dijo—, tienes mi palabra, como decís en esta época. —Y no tengo otra opción —afirmé. —Me temo que no, lo siento; te aseguro que hemos analizado todas las posibilidades y la tuya es la mejor de todas —me respondió con tono serio. Entonces me la quedé mirando. —¡Ya sé, todo esto es una broma! —le dije—, muy graciosos, seguro que lo estáis grabando todo y, mañana, cuando llegue al trabajo, van a estar esperándome mis compañeros y lo proyectarán todo y se reirán al verme entrar, ¡a que sí!... ¿Y no podrías desatarme?, me empiezan a doler los brazos. —Como quieras —me respondió Suanne. Y accionó un botón del panel de mandos y sentí que algo, como una especie de campo de fuerza, se aflojaba y me liberaba de la presión. Entonces giró el coche por una bocacalle y llegamos a un descampado. Paró el coche y las puertas se abrieron. —Bájate, por favor —me dijo—, quiero enseñarte algo. Me bajé y ella hizo lo mismo. En eso apuntó con algo que sujetaba en la mano y ante mis ojos el coche se transformó tres veces consecutivas en tres naves, como esas que aparecen en las películas de ciencia ficción, de distintos 87
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diseños, a cada cual más espectacular. Luego volvió a ser un simple coche. Y apuntándome con el mismo aparato, me disparó y me elevé y quedé levitando a unos palmos del suelo. —¡Vale, vale, te creo! —dije gritando, y me hizo descender—. ¿Y qué queréis de mí exactamente? —le pregunté; en el fondo seguía creyendo que todo era una broma pesada. —Verás, necesitamos hacer una transfusión de tu sangre para salvar la vida de un descendiente tuyo. —¿De un… descendiente mío? —exclamé incrédulo—. Y con todos vuestros adelantos científicos… ¿no podéis hacerlo vosotros solos sin necesidad de secuestrarme? —En este caso no, en el siglo XXXVI nuestra sangre no dispone de los anticuerpos necesarios. Sólo una como la tuya nos podría servir y, en concreto, la tuya. Eres nuestra única esperanza. —¿Y cómo sabéis que mi sangre es la adecuada? —le pegunté. —Tenemos nuestros métodos, y no necesitas saber nada más —y me miró con cierto tono descarado. —¿Y por qué su vida es tan importante? —le pregunté. —Es difícil de explicar —comenzó a decirme—: en el futuro nuestro, un descendiente suyo… cómo explicártelo… será imprescindible para la supervivencia de la humanidad; no todo en el siglo XXXVI es tan perfecto como pudieras imaginar. Y su tono de voz se volvió quebradizo. —Entonces, ¿podéis ver el futuro? —le dije sorprendido. —En cierto modo, ya te he dicho que es difícil de explicar. Al oírla hablar así me quedé pensativo. 88
—Bien, acepto —puede que sea difícil de creer, pero realmente sentí que podía confiar en ella—, llévame al futuro, y que sea lo que Dios quiera —le dije mientras volvíamos a subir en el coche, o lo que fuera ese cacharro—. ¿Y cómo vamos a viajar hasta allí? —le pregunté. —Yo transformaré el coche en algo más moderno —me dijo con media sonrisa— y tú mientras aprietas el taneënn'n a nivel tres y saldremos volando. —¿Perdona?... ¿el qué debo apretar yo? —pregunté estupefacto. —Sí, es verdad, esto no podemos dejarlo así, sería demasiado shock para ti cuando llegáramos —me respondió, aunque no entendí nada. Y estirando el brazo me colocó algo en el cuello. —¿Qué es? —le pregunté. —Sólo notarás un pequeño hormigueo, pero tranquilo, se te irá en unos segundos. Es un nexo neuronal nanométrico; para que lo entiendas: es como una ampliación de memoria y contiene una base de datos con aquellos conocimientos que te serán necesarios para comprender mi época. No está todo, claro, pero te será suficiente. Básicamente estimula el córtex cerebral y alguna cosilla más que no debe preocuparte. —¡De veras!... ¡una ampliación de memoria!, ¡la leche! —exclamé casi gritando; y es que no pude reprimirme. Durante unos segundos sentí como un mareo y un hormigueo que me recorría la columna, y, de repente, supe, sin ningún tipo de duda, cuál era el taneënn'n a nivel tres; eso y un montón de cosas más. —¿Y este nexo neuronal es legal que lo usen los estudiantes?, porque… ¡menudo chollo! —le pregunté con ironía. —Sé a lo que te refieres —me dijo
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riendo—, y la respuesta es que no, sólo lo usan los adultos y bajo prescripción médica. Y yo también me reí. Y tal como me lo dijo así lo hicimos. Yo activé el taneënn'n ese y Suanne ajustó algún tipo de campo de invisibilidad para que la nave no fuera detectada y, mientras el coche se transformaba en una nave espacial alucinante, se alzó del suelo y emprendimos el vuelo. —¿Dónde está el enfermo? —le pregunté. —En estado de coma, en uno de nuestros hospitales —me respondió sin dejar de mirar al frente. Y miré por la ventana y vi las nubes y la Tierra que se hacía más y más pequeña. —Por cierto, una curiosidad, ¿por qué tenemos que salir volando de la Tierra para viajar en el tiempo y tener que volver de nuevo a la Tierra?... Pensaba que viajaríamos en el tiempo directamente —le pregunté. —Es que no vamos a la Tierra —me contestó y yo me quedé mudo del shock—, ¿o es que crees que en el siglo XXXVI aún vivimos sólo en ella? No supe qué contestarle y preferí no
hacer más preguntas estúpidas durante el resto del viaje. —¿Preparado? —me peguntó Suanne, y entonces la nave aceleró más de lo que nunca pensé que se pudiera hacer. Y en eso, salvo leves reflejos, todo a través de las ventanas se hizo de un negro borroso. El viaje no duró mucho, de hecho, he de reconocerlo; por lo visto viajar en el tiempo es visto y no visto. El caso es que cuando me quise dar cuenta, ya habíamos llegado. —Ya estamos —me dijo Suanne. Y lo que unos segundos antes era fugacidad y negritud, se convirtió en una vista panorámica de un precioso amanecer y de una ciudad de elegantes edificios, cielo azulado y nubes blancas algodón. ¡Increíble! —Esto se parece mucho a la Tierra —dije sin dejar de mirar por la ventana—. Por cierto, ¿cómo se llama el planeta?, ¿y en qué año estamos? —Esto es Danant'a, y estamos en el 3519 —me contestó. Suanne pilotaba la nave con maestría y aterrizó en la azotea de un edificio bajo de amplios ventanales. En cuando se abrieron las puestas de la nave, dos per89
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sonas —personal médico, supuse— vinieron a recibirnos. —¿Cómo está el enfermo? —preguntó Suanne a uno de ellos nada más bajar de la nave. —Mal —respondió, y su mirada lo decía todo. —Este es Alejandro Gazcárate, nuestra salvación —me presentó Suanne—. Alejandro, esta es la doctora Alicia Saeki, la directora del hospital. —No sabe lo que nos alegramos de tenerle entre nosotros, señor Gazcárate —me saludó la directora. —Sólo Alejandro, por favor; espero poder ser de utilidad —le respondí con una tímida sonrisa. Entramos en el edificio y nos dirigimos a una sala no muy grande con las cortinas medio echadas de modo que la habitación estaba en penumbra; en ella había una cama y en la cama un hombre inconsciente rodeado de sensores médicos. —Este es Damián, tu descendiente —me indicó Suanne. Durante las siguiente semanas todo fueron análisis y más análisis, extracciones de sangre, monitorizaciones, técnicas radiológicas, escáneres y mil procedimientos médicos más que no comprendí. En ocasiones todo ello se interrumpía mientras se comprobaba su efectividad en Damián. En aquellos días tuve ocasión de conocer más de cerca a Suanne y de apreciarla mejor. Era, sin duda, alguien especial, y había mucho de ella que no alcanzaba a comprender, como si fuera de otro mundo, no sé. —Hay todavía tanto que no comprendo: vuestros adelantos técnicos, sobre todo el poder viajar en el tiempo, son increíbles; pero, de manera especial, vuestra asombrosa capacidad de ver el 90
futuro… no acabo de asimilarlo, la verdad, ¿cómo es posible? —le dije durante uno de nuestros paseos por los jardines del hospital. Suanne se me quedó mirando sin decir nada, como pensando; pero luego añadió: —Me aconsejaron que te contara lo menos posible, al fin y al cabo estamos en tu futuro y conocer demasiado de él puede alterar tu línea temporal y, a la vez, perturbar nuestro pasado y, en consecuencia, nuestro presente y futuro; puede ser peligroso para todos… me dijeron… si es que entiendes lo que quiero decir, por eso he callado —comenzó a decirme—; pero, sí —añadió con tono decidido, como si ya hubiese estado pensando en ello antes—, tienes derecho a que te lo expliquen todo, aunque se enfaden conmigo, te lo mereces, alguien que pone en riesgo su vida por salvar otra, y no digamos a la humanidad, se lo merece. Además, puede que sea incluso lo mejor, ellos no lo saben todo. Ven, quiero que conozcas a alguien. —¿A dónde me llevas? —le pregunté. —Al Alto Consejo —y no me dijo nada más. Suanne me hizo subir a un vehículo que había aparcado a la puerta del hospital —por lo visto lo de las ruedas ya no se llevará en el futuro—, lo puso en marcha y el coche levitó unos centímetros sobre el suelo y, tomando velocidad, nos dirigimos por la carretera. —¿Qué es el Alto Consejo? —le pregunté durante el viaje. —Es nuestro gobierno —me respondió Suanne—. Ya verás, les caerás bien —añadió, aunque pensé que sólo me lo decía para tranquilizarme. Unos minutos después llegamos a un edificio alto, como una especie de castillo pero distinto, el caso es que era es-
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pectacular, con sus columnas a la entrada y su decoración de un delicado diseño intemporal. Aparcamos y entramos a pie por un amplio vestíbulo y nos dirigimos por unos pasillos hasta una puerta cerrada de rebuscados grabados. —Espérame aquí —me dijo, y sin llamar a la puerta entró en aquella habitación y cerró tras de sí. A los pocos minutos regresó. —Ven —me dijo, y entré en la sala. Era un despacho amplio, repleto de libros en las estanterías de las paredes y otros objetos que no supe identificar, a pesar de mi nexo neuronal, repartidos por toda la sala; en un rincón, junto a la ventana, había una gran mesa de despacho ricamente decorada. En eso, por la puerta del fondo, entró un hombre alto, de edad madura. Su aspecto me recordó al de los elfos de las películas de fantasía épica. —Alejandro, este es mi padre, Naem Nysdunt, el presidente del Alto Consejo —me presentó Suanne. Durante unos segundos intenté asimilar la noticia de que Suanne era su hija. —Es un honor, señor presidente —y le saludé con una leve inclinación de cabeza. —Disculpe si le hemos hecho esperar ahí fuera, señor Gazcárate —me dijo, y su voz sonaba clara y fuerte—, pero mi hija y yo hemos tenido… unas palabras —añadió con tono irónico, mirando de soslayo a Suanne—. Por lo visto quiere que sea yo quien le explique los detalles… todos los detalles… del porqué de su presencia entre nosotros. Suanne puede ser muy obstinada cuando se lo propone. Siéntese, por favor —y me indicó una silla. Y durante las siguientes dos horas me
contó cosas extraordinarias. Permitidme que os haga un resumen: A lo largo de la exploración espacial del siglo XXX la humanidad localizó (o localizará, bueno, ya me entendéis) y se estableció en el exoplaneta Danant'a. Era el año 2933. Comenzaron con una pequeña colonia que fue poco a poco ampliándose. En el año 3001 sucedió algo increíble: a la Tierra llegó una nave tripulada por alienígenas. Venían huyendo de su planeta natal por causas que nosotros llamaríamos políticas. Eran unos veinte individuos, entre hombres y mujeres, de una apariencia física inesperadamente similar a la nuestra, salvo por pequeños detalles oculares. Al igual que nosotros nos llamamos humanos, ellos, nos dijeron, se denominaban ess'engis. Nos pidieron asilo y, tras un periodo de cuarentena y verificación de sus intenciones, se lo concedimos. En agradecimiento compartieron con nosotros su saber y sus adelantos tecnológicos que sobrepasaban en mucho a los nuestros, entre ellos sus conocimientos para construir naves capaces de viajar en el tiempo. Evidentemente nos restringieron su uso sólo para ocasiones excepcionales —fue uno de sus requisitos inquebrantables, y lo aceptamos—. Hubo otra cosa, claro, y es que los alienígenas poseían la asombrosa capacidad de ver el futuro —ellos lo llamaban etlënd, aunque no equivalía exactamente a ver realmente, sino más bien a percibir, a sentir, es difícil de explicar—; ah, y otra cosa, por sorprendente que pueda parecer eran compatibles sexualmente con los humanos, plenamente compatibles. Existía una cuestión que era necesario afrontar, no obstante: su capacidad para etlënd el futuro no se debía al uso de ningún instrumental electromagnéti91
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co o sensor cuántico ni nada parecido, no, sino a su propia capacidad mental; es decir, ellos «podían» etlënd el futuro. Lo cual significaba que la única manera de perpetuar ese don entre los humanos pasaba por… compartir su ADN, es decir, procrear una descendencia común, mestiza; sí, eso mismo, tener hijos entre humanos y ess'engis. Las uniones no fueron impuestas, por supuesto, no era necesario, pues los ess'engis eran… cómo decirlo… buenas personas. Gracias a ello, cuando años después los extraterrestres fallecieron de extrema vejez, sus descendientes mestizos seguían manteniendo aquel extraordinario don de predicción. Sucedió que por aquel entonces —entre los años 3200 y 3400 aproximadamente— los seres humanos de la Tierra no atravesaban su mejor momento de salud y las nuevas generaciones comenzaban a no tener… digamos… la sangre en buenas condiciones, fruto de insensatos experimentos genéticos y otras ocurrencias. Por ello fue entonces que se decidió trasladar a aquel naciente Alto Consejo de descendientes mestizos al planeta Danant'a; era preciso preservarlos de posibles infecciones. Y así llegamos al año 3498, cuando en la Tierra se originó una infección sanguínea de gravedad hasta entonces nunca antes conocida, infección que, con el paso del tiempo llegaría a ser, si no se remediaba, una catástrofe de dimensiones apocalípticas. La humanidad estaba infectada y en peligro real de extinción, y sólo una sangre sana de resistentes anticuerpos podría salvarla; pero encontrar a alguien en dicha fecha y con ese tipo de sangre no era tarea nada sencilla, tan mal estaba la humanidad. Gracias, sin embargo, a la capacidad del Alto Consejo de vislumbrar aunque 92
fuera de modo impreciso el futuro, se logró localizar al candidato más óptimo. Según pudieron discernir, se preveía que aquella pandemia no sería totalmente erradicada hasta en torno al año 3649, gracias a una mujer de nombre Inaumy cuya calidad de sangre así lo posibilitaba —pues la calidad de la sangre humana no permanece constante a lo largo del tiempo y, a pesar de su progresiva degeneración, existían picos óptimos en los que la sangre recuperaba temporalmente su fortaleza originaria—. Se pusieron entonces en marcha todos los protocolos con vistas a localizar todos aquellos ascendentes directos de los que procedería Inaumy, para salvaguardar su línea genética y garantizar así su nacimiento. Pero hubo imprevistos: uno de ellos era Damián que, desgraciadamente, había caído gravemente enfermo. Si él moría, nunca nacería Inaumy y, por tanto, la humanidad no se salvaría. Por ello, el año 3519, se decidió buscar en el pasado —cuando la sangre de los humanos aún no estaba degradada— al ascendente directo más cercano en el tiempo que tuviera una sangre capaz de salvar la vida de Damián y, por tanto, garantizar el nacimiento de Inaumy. Y resulta que ese candidato soy yo, y es por ello que Suanne viajó al 2019 en mi busca. —Realmente asombroso —exclamé cuando el padre de Suanne concluyó su relato. Cuando salimos de la sede del Alto Consejo aún me temblaban las piernas de la impresión por lo que me acababan de contar. De regreso al hospital en el aerodeslizador alguien llamó al teléfono de Suanne (en el 3519 es mucho más que un teléfono y lo llaman con otro nombre impronunciable pero no merece la pena complicar más esta historia).
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—Suanne, venid deprisa; es Damián —dijo el holograma de la doctora Saeki. Suanne y yo nos miramos preocupados mientras el aerodeslizador aceleraba más de lo razonable. Cuando llegamos al hospital fuimos corriendo a la habitación del enfermo, pero ya era tarde: Damián había muerto. —Este es uno de los riesgos de intentar ver el futuro: no siempre se ven las cosas nítidas, ni suceden tal como se han visto, pues todo es borroso, confuso, interpretativo; nuestro don tiene a veces estas limitaciones —me dijo Suanne desplomándose en una silla a la puerta de la habitación de Damián. Yo permanecí en silencio a su lado intentando encontrar alguna solución, por peregrina que fuera, a la situación en la que nos encontrábamos. Esa misma tarde hubo concilio general en el Alto Consejo. Todos estábamos reunidos, incluso yo. —¿Y ahora, qué? —dijo en voz alta el presidente. Los miembros del consejo comentaban entre ellos, murmuraban preocupados. —Con Damián muerto la línea sucesoria está rota y, por tanto, Inaumy nunca nacerá; la humanidad está perdida —dijo uno de los miembros. Yo observaba desde un rincón. Miraba a Suanne y por primera vez la vi no como una simple humana, sino como una mestiza humano-ess'engi, miembro del Alto Consejo, con poderes cuya comprensión se me escapaban, y asimilé por primera vez todo lo que no había alcanzado a comprender hasta entonces,
incluyendo que en sus venas circulaba sangre extraterrestre. Entonces Suanne me miró, me sonrió un instante y volvió a centrar su atención en el consejo. Fue entonces que comprendí que la vida me abría sus ventanas de par en par y me mostraba su admirable grandeza. Entonces, impulsado más por el corazón que por la lógica, levanté tímidamente la mano. El silencio inundó la sala. Todos me miraban. —¿Sí, Alejandro, tienes algo que decirnos? —dijo el padre de Suanne con esa voz clara y fuerte. —Existe una solución —dije. Suanne me miró y a mí se me olvidó respirar. Entonces me levanté de mi silla y me dirigí con paso lento hacia ella. Todo el consejo permanecía en silencio. Llegué a su lado y le sujeté las manos. —Suanne, ¿quieres casarte conmigo? —le dije sin previo aviso, y mi corazón quiso saltar de mi pecho. Ahora lo comprendía todo. La quería. Amaba a Suanne y ni yo mismo lo comprendía. Es difícil de explicar. Entonces añadí dirigiéndome al Consejo: —Damián era descendiente mío, ¿no?, e Inaumy hubiera sido descendiente de Damián, ¿verdad?, y, por lo tanto, también de mí. Es decir, Inaumy «será» descendiente mía… y de Suanne, si me acepta como su marido. Y durante unos segundos nadie dijo nada, ni siquiera Suanne, que me miraba sorprendida. Y cuando finalmente me sonrió supe que todo estaba solucionado y que la humanidad se había salvado.
Luis J. Goróstegui Ubierna (España) Blog: observandoelparaiso.wordpress.com 93
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Nuevos tiempos
Raúl
Garcés FUERON turistas japoneses los primeros en percatarse. Los feligreses que a diario visitan a la Virgen se lo comunicaron al cabildo, que en seguida se puso en contacto con el consistorio. A media mañana, la noticia ya había saltado a los diarios digitales. Las cúpulas desnudas de la basílica habían amanecido pintadas con grafiti. Pero no se trataba de las acostumbradas firmas que salpican muros y fachadas de la ciudad sino que suponían una admirable continuación de las obras de temática mariana, ejecutadas siglos atrás por Francisco de Goya y 94
los hermanos Bayeu. Así, los vacíos techos se llenaron de simpáticos angelotes acompañando a una emotiva María. Desde Madrid, Antonio López emitió un comunicado desmarcándose de tal acción. Las cámaras de seguridad, modernizadas tras el atentado anarquista, desvelaron que fue obra de un grupo de jóvenes encapuchados. Solo con un potente zoom se pudo conocer que bajo las amplias sudaderas asomaban rojos faldones que recordaban a los que lucen los Infanticos del Pilar.
Raúl Garcés Redondo (España) Blog: www.desdesoria.es/tieneunminuto
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El Señor y la Señora de las Nieves
Héctor
Núñez
Navidad Llegaron los magos. El bebé dormía profundamente. Abruptas bóvedas rodeaban la cuna. La nieve giraba. El blanco vapor se ensortijaba. El niño ya estaba acostado: y sus regalos. Joseph Brodsky (fragmento) SNEGUROCHKA estaba sentada en la vieja y desvencijada cama de hierro, tratando de apagar el estremecimiento y la emoción contenida, evitando el rechinido arrobabo del pesado suspiro. Ella parecía ignorarlo todo. Ignoraba lo que pasaba a su alrededor. Incluso, la luz tenue del ocaso, querién-
dola tocar, no se atrevió ni siquiera a acariciarle el rostro. La habitación se llenó con una multiplicidad de sonidos de andares perezosos. Eran fragmentos de asfixiantes exhalaciones, los cuales habían escapado la noche anterior quedando atrapados entre los pliegues de las pesadas cortinas. 95
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El invierno había llegado. La nieve ocultó las botas de fieltro rojo arrojadas al olvido. Ded Moroz, el de las mejillas rojas, y las barbas grises y largas, seguía durmiendo. Parecía un muñeco desmadejado, como si hubiese sido aventado sobre la cama después de la mala noche de un ventrílocuo. Estaba patéticamente inmóvil como aquel abrigo rojo de piel que adornaba las blancas baldosas del suelo. Había olvidado que esa noche tenía trabajo. Se había enamorado de aquel trozo de hielo, frágil y transparente, hecho de nieve. Cayó en las manos de aquella inmaculada doncella, la cual parecía disolverse al menor toque de una tierna caricia o un apasionado beso. Y él parecía feliz a pesar de haber quedado con las manos y boca lívidas de tanto frío. El Señor de las Nieves cayó enamorado de la tristeza de sus ojos y de esa extraña voz de mudez inmensa. El ruido de la ciudad se volvía más vago. La Nochebuena se había convertido en un rumor lejano. El tiempo caminaba de prisa, como si evitara que alguien pudiese alcanzarlo. Las estrellas titilaban con un brillo desconocido e incomprensible. Brillaban con el deliberado propósito de desafiar a los fantasmas de la Navidad. Estos espíritus contemplaron las horas dando vueltas en círculo, mientras la alfombra desdibujaba los colores del alba al crepúsculo con mullido asombro. Sus dedos quedaron impresos en los cristales de las ventanas. El amor será por mucho el más poderoso hechizo y no le importará que infinidad de seres fueran testigos de los arrebatos amorosos, que por instantes prometían derretir a la doncella de las nieves. No se retiraron ni cuando los amantes se quedaron en silencio, turbados, reposando extasiados por el delirio 96
del ardido fuego convertido en ceniza liviana. Snegurochka se dejó caer sobre la cama, no se atrevió a despertar a Ded Moroz. Se acercó cuidadosamente, le tocó el pecho con un dedo y le murmuró algo al oído, fueron frágiles palabras sin sonido para que siguiera dormido. Entonces se levantó envuelta en un manto blanco, y como un fantasma se asomó al balcón. No parecía respirar siquiera, continuó así, petrificada. La luna nueva había llegado. Era tiempo de darle nueva vida al sol. Cada año repetía el ritual del sumamente aburrido solsticio de invierno. Pero ese año de largas noches no estuvo sola, esperando los primeros rayos de la primavera para volver agonizante a la tierra. Fue un milagro para una figura de nieve conocer el amor. Allá en el fondo, Ded Moroz seguía roncando, el tipo más inofensivo y tonto de la tierra, tenía en su cara la luminosa felicidad de un hombre rendido. En el patio de la brillante casa, una bolsa llena de regalos quedaría olvidada, unos apacibles caballos rumiaban su decepción hipnotizados por las luces navideñas. Mientras los niños, apostados en los ventanales, lloraban desconsolados porque ese año ninguno recibió juguetes ni regalos. Héctor Núñez (México)
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Torres Urrutia Vázquez Zambrano
Florencia
Lisardo
Buenaventura & Suárez Siempre ella primero... EL AGUA LAME las ventanillas y, a la luz de algunas farolas dispersas, parece alterar los números de las calles hasta derretirlos. El amparo de unos árboles ante la lluvia me permite ver que estoy donde pensaba, a la vuelta del bloque de apartamentos. El semáforo no funciona; espero un buen rato antes de que el tráfico permita girar a la derecha, hacia el edificio. La ventana está iluminada, pero con un brillo menos intenso de lo
que recuerdo. Estaciono en la otra acera, frente a la clínica de odontología; ahora tiene otro nombre. Cuando cierro los ojos y recuesto la cabeza hacia atrás, el teléfono suena. —Hola, Marta. ¿Estás cerca? ¿Muchos problemas por la lluvia? ¿Te has perdido? —Hola. Ya estoy aquí abajo. —Me callo que nunca podría perderme. Salgo y me cubro bajo el paraguas 97
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morado de pepitas blancas; la lluvia golpea con fuerza, los charcos salpican. Corro tan rápido como puedo hasta el portal. Sacudo los hombros mientras subo y cierro el paraguas maltratado por el viento. Han pintado las paredes de un color más oscuro. Olga espera en la tercera planta, al final de las escaleras. —¡Marta! —Un abrazo nos acerca; parece ignorar lo mojada que estoy. —¡Olga! ¡Cuánto tiempo! —Sin querer, hundo la cara en los rizos enmarañados que caen junto a su cuello. Después de unos segundos, retiro los brazos y doy un paso atrás; nos miramos. Busco en su rostro las risas que recuerdo. Los primeros años no fuimos amigas, solo dos niñas más en el universo extenso, raro y muchas veces hostil del colegio; pero después nos unimos. Ella tenía la fuerza de la que yo carecía; su estela, sólida y decidida, era mi refugio. En la lista de clase estábamos seguidas y nos nombraban como a reclutas: «Torres, Olga». «Urrutia, Marta». Siempre ella primero. Levantaba la mano con seguridad para decir «¡Presente!», claro y fuerte. En ese momento sentía que las palabras chocaban contras las paredes y un gran dedo apuntaba hacia mi pupitre; lo notaba entrar hasta la garganta y, como podía, levantaba la mano un poco por encima del codo para susurrar un «Presente» casi imperceptible que hacía fruncir el entrecejo a quien pasara lista. —Es increíble, Marta. Te ves igual que en el colegio. —Cuando vine a este apartamento la primera vez, para la reunión del décimo aniversario de nuestra promoción, me dijo lo mismo. —No creas; son quince años y eso es mucho tiempo. —Parpadea y, por un instante, creo que al otro lado de sus ojos también los años han vuelto atrás. 98
—Sí, mucho. —Una luz más actual vuelve a su mirada—. Pero pasa, Marta, y te preparo un té. —¿Tienes café? Me gustaría uno solo y bien caliente. —El apartamento sigue igual. Los pósteres de James Dean y Gregory Peck permanecen en la pared, junto al sillón rojo. Acompaño a Olga hasta la cocina. Me pregunta intrascendencias y respondo de manera automática. La silla de madera oscura sigue en el mismo lugar. La veo a través del tiempo y todo se atropella en mi mente, que se fuga hasta aquel momento en la reunión de aniversario. «Hola, Marta». Vuelvo a verlo ahí, sentado en la silla, seductor; tan bello como los rostros que cuelgan en la pared. Ríe cuando me ruborizo. Me sumerjo en sus ojos con los recuerdos erizados. «Vázquez, María». «Zambrano, Julio». Lo deseaba desde el colegio, pero él y Olga eran novios. Siempre sospeché que sus miradas respondían a mi amor; pero ella se acercó primero, con seguridad y aplomo, apartando cualquier posibilidad. Nunca le pregunté sobre mis sospechas. El día de la reunión fue distinto. Tal vez yo mostraba otra imagen, otra fuerza que le permitió verme con otros ojos. Quizás él había descubierto lo que no quería y buscaba opuestos que lo llenaran. Nunca hablamos de ello, maldita sea; otra conversación que jamás tendremos. —¿Quieres azúcar? —La voz de Olga me saca del ensueño. Asiento sin pensar mientras tomo la taza. Cuando voy a sentarme en la silla de madera oscura, se adelanta a mi gesto para acomodarse en ella. Señala un asiento de metal y formas fantásticas. —Siéntate ahí; es más cómodo. Me dice el nombre del diseñador, pe-
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ro no sabría volver a pronunciarlo. Saboreo la bebida mientras la miro: es té. —Parecías en otra galaxia, Marta. Sonrío parapetada tras la taza. —Perdona. Todavía no me he hecho a la idea y, a veces, yo… Tuerzo el gesto. Suspiro e intento mantener la compostura ante las lágrimas que arañan con rabia y desean salir. Olga asiente. Sonríe de verdad y pone su mano sobre la mía. —No, tranquila. Imagino que pensabas en Julio; ha pasado poco tiempo. Al otro lado del vapor del té que no me apetece, Olga da tiempo para que mis recuerdos se asienten. De alguna manera, supongo, puede acercarse un poco a mi dolor y a lo difícil que resulta aceptar la pérdida. «Deberíamos buscar nuestro propio apartamento». Yo vivía con mis padres y nuestros sueldos todavía eran insuficientes; además, me gustaba este. Desnuda sobre el sillón rojo, con la cabeza apoyada en sus muslos, le decía que nos estábamos conociendo, que aprovechásemos para asegurarnos de que éramos el uno para el otro mientras ahorrábamos. «No me gusta engañar, Marta. Estas cosas no están bien». Solo fueron unos
meses, pero estaba incómodo con la situación. A mí me excitaba la idea de aguardar a que Olga saliese hacia el trabajo y deslizarme hasta su apartamento para ver a Julio. Durante la espera, a la sombra de la clínica odontológica, mi cuerpo ya se preparaba para él. Olga me saca de mis recuerdos otra vez. —Vamos a la sala. Tengo muchas fotos de Julio. Fueron tantos años… Sin esperar respuesta, deja su taza en la mesa. Llena un vaso de agua, lo toma y sale de la cocina. La sigo. Saca de unas estanterías varios álbumes de fotos. Al sentarse en el sillón rojo, reparte a su lado los álbumes y ocupa todo el espacio libre. Me hace un gesto para que tome una silla de las que hay junto a la terraza; parece del mismo diseñador. Deja el vaso de agua en una mesa, al alcance de su mano. Mientras pasa las páginas y hablamos de las fotografías, recuerdo que Julio me contó lo difícil que fue la última conversación con Olga. Ella, tan segura, tan dueña de sí misma y de los demás, se derrumbó cuando supo que la dejaba. Incluso llegó a rogar. «Parecía otra, Marta, te lo juro. No la reconocí». Fotos y fotos de Julio. Trago saliva. 99
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Yo guardo muy pocas; pensé que lo tendría para siempre. —¿Sabes, Marta? He pensado mucho en vosotros. Qué suerte que lo encontraras cuando terminamos. Fue lo mejor: que estuviera con alguien que de verdad lo amase. Tú ya lo querías desde el colegio, ¿a que sí? Mi murmullo es convincente, sin comprometer a nada ni a nadie. —¿Tienes algo más fuerte, Olga? ¿Ron? ¿Coñac? ¿Whisky? Detiene la mano en otra página repleta de fotografías. Me mira por unos instantes antes de ir a la cocina. Recuerdo el día de su muerte. Tenía prisa; siempre la tenía. Con el tiempo a cuestas, salió muy temprano. Me besó en la frente, su despedida habitual. Me preocupé porque se retrasó mucho. Con la cena fría servida en la mesa, recibí la llamada de la policía. —Hola. —Levanto la vista al escuchar la voz. La puerta del dormitorio de invitados está abierta—. Tengo sed.
Yo también. Con la boca y la garganta secas, me cuesta hablar; solo hago un ruido que ni yo misma entiendo. Olga vuelve de la cocina. Me entrega otra taza de té y después toma el vaso de agua junto al sillón; se lo da al niño. —¿Quién es esta señora? —pregunta después de beber, con el vaso ya medio vacío. —Es una vieja amiga de mamá. Dile adiós y acuéstate. —Su voz es segura, repleta de ecos de otros tiempos. «Torres, Olga». El niño se despide con la mano mientras camina, junto a Olga, hacia su cuarto. «Urrutia, Marta». Todavía sin poder creerlo y sin ganas, bebo té. «Vázquez, María». Cuando vuelve, me mira y busca mis manos con las suyas. Sí, vuelve a ser la Olga que recordaba. «Zambrano, Julio». —He pensado mucho en vosotros, Marta. Todos los días.
Florencia Buenaventura (Colombia) Lisardo Suárez (España)
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Músico
María Jesús Briones 101
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EN EL ANDÉN del metropolitano, un músico vagabundo, famélico, se cubre con chaqueta larga y rota, tipo frac. Con una mano sostiene un violín; con la otra, patéticamente, pasa una chistera hundida y agujereada, a un grupo de «espaldas quietas», fijos en sus móviles con los movimientos de un balón de fútbol. Sin éxito, el músico arranca del violín un quejido, similar a un ruido gutural. Uno de los inmóviles se vuelve, mostrando una cara de enormes ojos bajo un maquillaje exagerado. Su boca, especialmente grande, no cesa de masticar, como si estuviera ingiriendo cada partícula del mundo. El músico tiene una arcada, proveniente del estómago en paro laboral. El inmóvil mete los dedos en su boca y rebusca como si fuera una gran despensa. Estira una goma de mascar muy larga, la saca de su boca despacio. Hace una bola y la deposita en la chistera a modo de limosna. El músico sonríe agradecido. El inmóvil le acaricia la cabeza con la superioridad de un césar a su vasallo. El músico agarra el chicle y tapona el agujero de la chistera. Coloca el sombrero en su cabeza. De uno de los bolsillos sobresale un hilo similar a una cuerda de su instrumento. Tira del extremo. Aparece una tela de araña como una constelación en el firmamento. Se despoja de la chistera. Se tumba en el suelo, coloca el violín a modo de almohada y encaja los pies en el diámetro de la chistera, cubriendo su cuerpo con la tela de araña, como una manta. El resto de los inmóviles se gira. Le pulverizan con spray. Un convoy atraviesa la estación sin detenerse, aumentando la marcha, mientras una voz anuncia: Este tren no admite viajeros, este tren no admite viajeros, este tren…
María Jesús Briones Arreba (España)
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Detrás de las puertas Antonio Diego
Araújo Gutiérrez
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Dejó que el tiempo cayera por su peso... DESDE HACÍA unas semanas las agujas de su reloj de bolsillo giraban en sentido contrario. En el momento en que resonaron cuatro golpes secos de nudillos en la puerta de la casa, Yerik se afanaba en comprender el mecanismo de los engranajes que aquel reloj escondía en sus entrañas. Dejó las herramientas sobre la mesa: un pequeño destornillador con mango de madera quebrada; una lupa rudimentaria compuesta por dos fondos pulidos de botella de vidrio, sujetados con una banda tejida con ramas secas que aprovechó de los restos de unos lapti de abedul gastados. Se levantó de la silla y arrastró sus pies sobre las desniveladas baldosas de barro que separaban el centro de la estancia de la entrada. Abrió la puerta. Aquellos hombres terminaron de abrirla con un impulso seco y entraron con sus armas al hombro. Yerik no preguntó el motivo por el que iban a fusilarle. Solo imaginó, por un momento, que abría una cremallera en el aire para escapar de la escena. —Debe acompañarnos, Yerik Dimitrovich. —Déjenme al menos montar de nuevo el reloj para llevarlo conmigo, será un instante. Es un objeto muy querido, de gran valor sentimental para mí. Puedo servirles un trago de vodka mientras, si lo desean. Entrarán en calor. —Está bien. Sirva ese trago y dese prisa. Yerik reconoció a uno de los dos hombres, al más joven. Era Yuri, el hijo varón de la familia Georgievski. Sus padres habían trabajado para él durante varios años, en labores de siembra y recogida. De eso no hacía mucho. O 104
quizás un siglo. Antes de la última ordenanza del gobierno. Antes de que el horizonte se diera la vuelta y un cielo de barro aplastara sus hombros sobre un suelo que se evaporaba. Antes de que al tiempo le diera por retroceder en su reloj. Yuri era un joven inquieto, lo recordaba de niño corriendo de un lado a otro en la explanada del granero, o jugando en la casa mientras sus padres arrastraban el trillo sobre la tierra o recogían el maíz. A veces, desde la profundidad de los campos, podía escuchar su voz hilvanando el graznido de las aves negras. El otro hombre no le era familiar. —Aquí tienen, es de buena calidad, hecho con el mejor maíz de la zona. Lo destilo en mi propio alambique. —Extendió dos vasos a los hombres y se sirvió un trago. Llevó el vaso a su boca y dejó que el alcohol entrara despacio, abrasando lentamente los labios y la lengua—. ¿Cómo se encuentran tus padres, Yuri? ¿Dónde están? Hace tiempo que no les veo. —Vuelva a montar el maldito reloj y terminemos con esto de una vez —contestó el otro hombre. Yerik volvió a sentarse y, con la precisión de quien no tiene ya ninguna prisa, ensambló de nuevo las piezas que había retirado. Entre giros de destornillador alzaba la mirada para buscar los ojos esquivos de Yuri. Sus padres, Sasha e Irina Georgievski, eran viejos amigos suyos, campesinos de mala fortuna que se vieron acorralados por el hambre. Malvendieron sus tierras y les ofreció trabajo y una cierta dignidad. Irina era una mujer aguerrida, correosa como el frío, hasta cierto punto le parecía agra-
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ciada, no tanto como Maruska, su Maruska, la mujer que se llevó la poca luz que entraba en la casa, que se llevó de hecho los rayos tamizados de sol donde bailaban las virutas del frío, para entregárselos a un joven soldado del mismísimo Moscú. Sasha era un hombre recto, trabajador y buen bebedor. Y se le desataba la lengua cuando un torrente de vodka desocupaba la sangre de sus venas. Yerik reconoció los rasgos de Sasha en el rostro aún en barbecho del joven. Sus ojos, a pesar de que le huían la mirada, también hablaban de más. Tras el último giro de destornillador, se cercioró de que el mecanismo de engranajes, que hacía posible la existencia del tiempo, recobrara su rutina. Situó la tapa sobre aquel micromundo y presionó bien los laterales hasta que esta quedó adherida a la carcasa. Tanteó una vez más, cuidadosamente, toda la circunferencia. Miró la hora. La aguja corta señalaba un punto intermedio entre el XII y el I. La aguja larga clavada sobre el VI. Sujetó la leontina de níquel en una hendidura del cinturón que ceñía su kosovorotka y dejó que el tiempo cayera por su peso. —Podemos irnos. Yuri recogió el vaso del otro camarada y dejó ambos sobre el mueble de abedul situado junto a la pared, enfrente de la puerta, a la derecha de la chimenea. Al dejarlos, sus manos toparon con una figura tallada de roble, un soldado de la guardia del zar que portaba su fusil en posición de revista. A la derecha de este, otros dos soldados con el mismo porte formaban con el primero un pequeño ejército. Detuvo sus ojos un instante en ellos, mientras por su frente desfilaban recuerdos, cuando comandaba esas tropas en un tiempo ocioso, las emboscadas por debajo de la mesa, héroes que
acorralaban villanos en el reducto de la pila de leña, mientras la felicidad reptaba sigilosamente por las baldosas de barro hasta el caer de la noche. De eso no hacía mucho tiempo. O quizás un siglo. —¿Qué pasa, Yuri? ¿Qué haces ahí quieto? Debemos irnos ya —dijo el otro hombre. —Estos soldados de madera... hace unos años yo jugaba con ellos, aquí mismo, en esta casa. Me recuerdo aquí, entre estas cuatro paredes, en las tierras de ahí fuera... estos soldados y otros tantos que este hombre hacía para mí, ganaban y perdían mis batallas. Los separaba en dos ejércitos, y luchaban bravamente hasta que uno vencía. Ahora... —No es momento para la nostalgia, 105
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Yuri. No te sienta bien beber. Hay órdenes que cumplir. ¿De qué te sirve ahora recordar? —... Ahora soy uno de ellos, un soldado que lucha bravamente. Yo sé que estoy en el bando de los buenos, de los hombres valientes que defienden su patria, pero ¿quién está en el otro bando? En el otro bando no hay ejército. Solo un puñado de hombres sin armas. Los enemigos del pueblo. Yuri tomó uno de los soldados y lo acercó a dos palmos de su rostro para contemplarlo. Seguían oliendo como la leña húmeda. Sus detalles le seguían pareciendo prodigiosos: los rasgos abruptos de la cara sin tintar, la casaca azul con bandas blancas cruzadas, puños y cuello rojos, gorra azul, pantalón blanco. Le fascinaba contemplar a Yerik mientras los cincelaba, mientras los vestía con un pequeño pincel. Volvió a sentir la misma admiración que entonces al contemplar de nuevo aquella creación, aquel pequeño objeto ahora sin vida. —Yerik... cuando vea a mis padres, allí donde le llevamos... pídales que me perdonen. Yo no quise... —el joven hablaba con un tono de voz cercano y atormentado, como el crepitar de una chimenea. —¿Qué es lo que deben perdonarte? —dijo Yerik para interrumpir el silencio. Y el silencio pareció congelar un
poco más el aire, convirtiendo la habitación en una fotografía. No hubo más palabras. Yerik leyó en los ojos del joven, aquellos ojos de lengua desatada, la respuesta. Los tres hombres salieron de la casa. Avanzaron por el camino embarrado hasta la reja abierta y se alejaron andando por la carretera hacia el cuartel de la policía secreta. Una vez allí, cruzarían el patio yermo del antiguo monasterio de San Alexander Svirsky y, mientras el reloj seguiría marcando las doce treinta, franquearían la puerta de la torre en esquina. La puerta de la que no se regresa. Aquella de la que nadie hablaba.
Antonio Diego Araújo Gutiérrez (España) Blog: relatosintrascendentes.blogspot.com 106
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Sola
Aitziber Conesa Están aquí para protegernos... SERENA se dio la vuelta, inquieta, en la cama. No podía dormir. Le pasaba a menudo si al día siguiente le esperaba una cita extraña o algún evento que la sacara de la rutina. Nadie debía saber que mentía. Intentó recordar de nuevo aquella conversación con su madre. Recordar la hacía sentirse un poco menos sola.
Había sido antes de que se fuera, obviamente. Antes de que la guiaran más allá de su cuerpo. En aquel entonces había sido la única en llorar. La única en entender que se estaba enfrentando a una pérdida demasiado grande y desgarradora para ponerla en palabras. Y se dio cuenta de lo diferente que podía llegar a ser. 107
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Cuando Sol se fue, se acostumbró a hablar de ella lo mínimo y a hacerlo con metáforas. Estrellas fugaces, luces en el vacío del espacio y días de tormenta. La gente afrontó su tristeza como si fuera una voz artística, y se lo dejó pasar. Así que empezó a escribir. Siempre cosas sin sentido que los demás interpretaban como síntoma de buena salud. La muerte de su madre le enseñó que podía fingir. Pero no era ese el recuerdo que pretendía evocar, sino uno más antiguo. Serena tendría dieciséis años y, en su memoria, llevaba un vestido blanco. Ella sabía que nunca había tenido vestidos, y menos uno de ese color, pero eso no importaba. La memoria siempre cambiaba las cosas poco a poco, haciéndolas pasar por reales, así que, ¿por qué no aprovecharse de ello y modelar el recuerdo a su gusto? Sobre todo uno que revisaba tan a menudo. —¿Qué te preocupa, mar mío? —le decía su madre en su memoria. Tenía el pelo suelto y una sonrisa abierta y hermosa. Esta parte del recuerdo también era falsa. A Sol le costaba mucho sonreír en la última época de su vida. Su alma y su rostro estaban desconectados desde hacía tanto que Serena no recordaba ningún gesto agradable y sincero. Solo el mohín cuando su presencia interrumpía la comunicación de Sol con sus voces. Pero eso no importaba, porque su madre estaba especialmente bendita y ese era un pequeño pago que una niña podía hacer por la felicidad y la estabilidad. Era la hija de una mujer muy sabia, una líder. —¿Cuánto seguiré… sola? —preguntaba entonces la joven Serena. A veces, cuando se perdía en ese momento, por la noche, la Serena que lo preguntaba tenía los mismos treinta años que la que 108
reposaba en la cama. En ocasiones, lo preguntaba siendo ya una anciana. Pero esta vez seguía teniendo dieciséis, y su madre la abrazaba. —No te preocupes, mi bien. Vas a ser una mujer completa pronto —decía, y entonces miraba un momento al vacío, escuchando con atención—. Muy pronto, ya lo verás. Si se paraba a pensarlo, debía reconocer que ese recuerdo le había enseñado que los sabios se equivocan muy a menudo. La Serena adolescente miraba al suelo. Recordaba haber mirado al suelo; y que las puntas de sus zapatillas estaban tan raídas que con un poco de esfuerzo podría sacar el pulgar por un agujero, porque no había conseguido aún que su madre le comprara otras. Y entonces Sol se daba cuenta de que no terminaba de creerla y en sus ojos brillaba el entendimiento, haciéndose paso a empellones entre la seguridad de su mundo hecho a medida. En esta parte todo era tan vívido que incluso podía sentir el fantasma de unos dedos en el rostro, obligándola a mirar hacia arriba. —¿Cómo es? —preguntaba la pequeña Serena, sintiendo que aún tenía cinco años y necesitaba indicaciones para entender las complejidades que la rodeaban. —Es bonito —decía Sol—. Sé que da miedo, antes de que ocurra. Pero es lo natural, estás preparada para ello desde antes de nacer. Es como sabes que te estás haciendo realmente mayor. Serena asentía, como en un sueño. —Tu primera voz —continuaba entonces Sol, contando un cuento de buenas noches a un público inexistente— es la que siempre va contigo. No te habla a ti, sino que habla de ti, y se llama Testigo. La oirás narrando lo que haces, lo
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que sientes. No te preocupes, porque ella te será siempre fiel. Serás la única que la oiga, porque es tu protectora, tu ángel y tu bendición. Igual que las voces que vengan después. Cuando Testigo llega a ti es cuando sabes que eres adulta. Abrázala cuando llegue. No hay razón para tenerle miedo. Serena había esperado pacientemente, pero Testigo no había llegado. —Pero Testigo no es un compañero divino —dudaba la Serena del pasado. —Sí que lo es. Es el más divino, porque es el mejor compañero. No te empuja, no te obliga, no te amenaza. Es verdad que no te cuenta el futuro, pero sí el presente, que es el único tiempo que existe. Es tu narrador, y a través de ella te vuelves real. Sin ella, no eres más que un proyecto, potencial. Serena estaba harta de ser tan solo un proyecto, de existir a medias, aislada de Dios y de la comunidad. Harta de caminar a ciegas entre tocados por las estrellas y profetas, mintiendo para evitar que la tutelaran o la internaran. —Pero tú tienes más voces en tu interior —seguía indagando su versión adolescente. —Claro que sí. Son muchas, a veces. Y a veces una sola. Vienen, me entregan su sabiduría y se van. Están aquí para protegernos, para avisarnos y ayudarnos. El mundo es malo, corazón mío, ya lo averiguarás. Sin ellas, estaría tan perdida y sería tan vulnerable como un bebé. «Como tú», resonaba el mensaje en la cabeza de la pequeña Serena. Más allá de los límites del tiempo, todas las Serenas querían poder oír. La luz de un nuevo día entraba por la ventana. Otra noche más que pasaba sin que Serena pudiera descansar. Sonrió. Había descubierto que cuando no
dormía sus mentiras se volvían más creíbles. Se levantó con energía y entró en el baño. Quería ducharse, pero decidió dejarlo para más tarde. Le esperaba un día realmente duro. Se vistió con lo primero que vio en el armario. Revisó bien su bolso y metió el contenido de un cajón de su cómoda dentro. Por si las cosas se ponían realmente feas y necesitaba fingir un ataque de pánico. Por si necesitaba hacer algo que jamás se le ocurriría hacer. Con la mano en el pomo de la puerta, se tomó un segundo para tomar aire. Relajó su gesto. Nadie debía saber que estaba sola. Nadie debía saber que seguía siendo una niña asustada.
Aitziber Conesa Madinabeitia (España) Blog: danzadeletras.com
Ilustraciones: humberto nieto l.
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Flores sobre la tumba Juana María
Igarreta
COMO CADA 24 de diciembre desde que murió Julia, hacía ya cinco años, Juan se dirigió al cementerio con un ramo de rosas rojas. Aquel día la ciudad amaneció vestida de blanco. El sol negaba su brillo parapetándose tras las nubes, por lo que todo hacía presagiar que aquel manto níveo, tejido copo a copo durante las gélidas horas de la noche, iba a ser duradero. La puerta del cementerio ya estaba abierta, pero Juan no fue capaz de distinguir ninguna marca sobre el albo suelo que le confirmara de alguna presencia anterior a la suya en el lugar. Al llegar a la tumba de Julia, le sor-
prendió hallar sobre la misma un ramillete de pequeñas flores surtidas que, frescas y lozanas, aparecían sin cubrir por la nieve. Colocó el ramo de rosas en el centro de la lápida para, seguidamente, coger el manojo de flores menudas, pudiendo leer en el reverso del lazo que las sujetaba: “Una flor por cada momento compartido. Gracias, cariño”. Juan, desconcertado, no pudo evitar que lo embargara una cierta sensación de desasosiego y, dando un pequeño rodeo a la sepultura, descubrió las huellas de unas pisadas que dibujaban el largo camino de la duda.
Juana María Igarreta Egúzquiza (España) Blog: palabrasquedanjuego.blogspot.com.es
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El Poeta Xuan
Trenor
Mírame a los ojos, te regalo la libertad. No la sueltes, No la sueltes más.
El Poeta
La Academia Internacional de las Letras concede su premio anual al escritor llamado El Poeta por su continua labor a favor de la libertad y la democracia a través de sus obras literarias… ES UNA HABITACIÓN amplia. No sabríamos calcularlo bien, pero a ojo de buen cubero diríamos que son diez metros de largo por cinco de ancho, quizás menos. Unas paredes, en su día de color blanco y ahora pintadas con una capa de grasa y nicotina de un tono amarillento, configuran sus límites verticales. El suelo, cerámica negra opaca. Entre la inmundicia se entrevén algunos puntos brillantes que a más de
uno (limpieza de por medio) nos haría recordar las cocinas de nuestras abuelas. El cuarto no se prodiga en elementos, no hay mucho más: una puerta en uno de los extremos y, enfrentado a ella, un tragaluz enrejado que conforman las dos únicas aberturas de la estancia. La imaginación y la austeridad nos indican que posiblemente el espacio sirviera anteriormente como almacén de alimentos o algo similar, pero nada más lejos 111
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de la verdad, que por supuesto no conocemos. El cuarto está semidesnudo. No hay ni un solo mueble en el lugar, excepto una mesa de madera maciza, una silla y un bulto que no se acaba de distinguir de entre las sombras. Cuando los ojos se nos acostumbran a la penumbra, vemos que el bulto parece ser un hombre, pero está tan doblado sobre la mesa que es casi imposible distinguirlo. Su cuerpo se retuerce en una contorsión inverosímil sobre el mueble, justo en el espacio que hay entre las costillas y el ombligo, como si fuera una cruel bisagra orgánica. La altura de la mesa —no más de un metro— le obliga a estar permanentemente con las rodillas flexionadas. Los brazos se estiran al máximo sobre la superficie astillada, descoyuntados grotescamente, con las yemas de los dedos aferrándose al otro extremo, quizás con la esperanza de poder empujarse más allá, de huir, pero una serie de argollas ingeniosamente clavadas a la tabla sobre sus codos, muñecas y dedos hace imposible cualquier movimiento. El hombre se siente todavía más frustrado porque sabe que detrás de él hay una silla de quimérico alcance. Si tan solo pudiera apoyar los pies un instante… No sabe cuánto tiempo lleva ahí. Podría decir que desde siempre. Los dolores de las costillas y el estómago están más que superados desde hace bastante rato, pero las agujetas le obligan a retorcerse periódicamente. Sin embargo, más que todo eso lo insufrible es el incesante hormigueo de las extremidades, similar al de los nervios de una noche de insomnio perpetua. A pesar de la eternidad ignota de su estancia no logra acostumbrarse al olor. Sencillamente es insoportable: carne 112
podrida mezclada con su propia mierda, sudor y meados. Todo huele a carne podrida, todo. Le recuerda al mercado central o a algo más familiar. Aunque a nosotros el lugar nos recuerda a un almacén, él se pregunta si esto antes sería una carnicería. Intenta levantar la mejilla de la madera. La creciente barba empieza a ser molesta. Desiste. Cada vez que mueve la cabeza un latigazo se extiende por su espalda. Tiene sed, mucha sed. Y la soledad. Ya no se acuerda cuánto lleva solo. Diría que horas, ¿o quizás son días? Sabe el porqué de estar ahí. Sabe cómo llegó, pero no quiere recordar nada. Una baba nueva comienza a resbalarle por la comisura de los labios. Se unirá a las que ya están secas en los límites de la barbilla y desembocará en el mar seco de saliva que hay sobre la madera, y después vuelta a empezar en un flujo sempiterno. Su boca sabe a seco y sabe que, como el resto de su cuerpo, apesta. Fijaos, nunca aguantó los olores fuertes, y miradlo ahora aquí, rezumando hedores por cada poro de su cuerpo. Insiste de nuevo e intenta estirar las yemas de los dedos todo lo que puede. Lo consigue, un movimiento fugaz, escaso, tan sólo unos centímetros, un casi nada pero algo. Pero de poco vale, él no lo nota, sus dedos siguen dormidos. Vuelve a concentrarse en la inmovilidad. No sirve de nada. La puerta está ligeramente atascada por la humedad. El sonido que hace al abrirse hace que se despierte otra vez. Todavía despistado levanta la cabeza ligeramente. El dolor le vuelve a recorrer el cuerpo, pero esta vez sobre todo la parte alta de la espalda y las axilas. Enfrente hay dos prototipos de hombre, dos variaciones de un mismo modelo. Ambos van vestidos de verde. Uno es
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enorme y gordo, o eso le parece a él. Va en mangas de camisa y un matojo de pelo asoma de su pecho. Es el modelo de salvaje, tal como nos lo habríamos imaginado cualquiera de nosotros si nos encontráramos en una situación parecida. El otro es más pequeño, incluso se diría que enclenque. Lleva una larga gabardina de unas tallas más grandes de lo que le correspondería. El cautivo intuye quiénes son, pero no lo confirma hasta que sus ojos llegan a la altura de las manos de los uniformados. El gigante lleva una especie de batería roñosa de coche con dos cables sueltos que se arrastran por el suelo, siseantes, anhelando llegar hasta el hombre para alimentarse de su dolor. El enclenque sólo lleva una vulgar bolsa de plástico de cualquier supermercado. El gigante deposita la batería en el suelo y se va. El otro apoya su equipaje en un extremo de la mesa. Por más que lo intente, el hombre clavado no puede ver qué hay dentro, pero el ruido que hace al depositarse le trae a la memoria el sonido de la caja de herramientas de su padre. Sabe de sobra qué supone la batería, por eso se alivia cuando el gigante se va. No tiene tiempo para más. Siente como el enclenque se apoya en la silla que está detrás de él y prende un cigarrillo. El humo serpentea hasta la nariz del cautivo. Nunca soportó el tabaco, pero ahora agradece que algo, aunque sea solo por un instante, camufle la hediondez general. Pasan cinco, diez, quince minutos, quién sabe. Mucho o poco dependiendo de cómo se quiera ver, o más bien, de cómo la situación lo deje ver. Cuando el preso empieza a tranquilizarse y olvidar que hay alguien sentado detrás de él, la puerta vuelve a abrirse. Se imagina que
será el gigante, pero cuando levanta la mirada adivina la figura de otra persona. Está cansado de elucubrar. Ya le da igual quién sea, aunque no vaya vestido de militar. Solo quiere tranquilidad, nada más. Que le suelten y le dejen ir. —Proceda —dice el recién llegado. El enclenque se levanta, lo rodea lentamente y llega hasta la bolsa. Saca unas tenazas. El cautivo empieza a gritar desesperadamente. —¡No fui yo, fueron ellos! —sigue—. ¡Ellos, ellos, ellos, elloooos!!!! ¡Por favor, por favor, dejadme! —grita desgañitándose, hasta que los gritos se convierten en alaridos. Las lágrimas y babas en forma de burbuja estallan en su cara. —Eres un cobarde, Poeta —dice el recién llegado con cierta amargura, como decepcionado—. Un cobarde de mierda. Los dedos se le despiertan de golpe con el contacto frío de las tenazas en el extremo del índice de su mano derecha. Todavía no le han tocado y ya los ha delatado a todos, nombre por nombre, seña por seña. Incluso a los que no tienen nada que ver. No sirve de nada. Empieza ahora. Con la primera uña arrancada se atraganta con todas las veces que ha dicho libertad. Se ve en un acto hace no mucho, subido a una tarima y arengando a la gente. Vuelve a escuchar los aplausos, el orgullo le vuelve a llenar la cabeza. Piensa otra vez que tenía que haber reservado el billete al extranjero antes. Recuerda su primer recital. Eran los tiempos de la facultad. Está ahí, en mitad de un bar infecto, sentado en una silla encima de una mesa, y toda la audiencia ensimismada antes de que comience. Está nervioso, se disculpa. Si no había empezado a escribir antes, 113
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cuando la primera dictadura, era porque no tenía la preparación necesaria, porque era un simple niño, por la represión. Aplausos. Silencio. Su boca forma un círculo. Una O sale de allí. Tras ella un torrente de sonidos que se juntan para formar palabras salen a borbotones de su interior, cayendo como una cascada encima de los que escuchan. Los mismos temas de siempre. Libertad, amor, dolor, odio, pero como nunca nadie lo había contado antes. Y de ahí a la fama, sólo esperar, y la carrera a tomar por culo. Recorre cada ciudad de su región con sus recitales. Es omnipresente en cada manifestación que él cree justa, siempre en cabeza. Pero todo se le queda pequeño. Quiere ir a la capital. Quiere ir a los cafés literarios, codearse con los mejores poetas, convertirse en El Poeta, y lo consigue. Su primer libro, su primera columna en un periódico, su primera aparición en la tele. Su primer apartamento, su primera chacha. Pasan tres años y ya lo tiene todo. Su polémica por una performance quemando la Constitución porque él, que lo tiene to114
do, la ve injusta con los ciudadanos que no tienen nada. Todo. Lo tenía todo. ¿Por qué no se fue? El dolor es insoportable. El hijoputa lo ha hecho más lento, o eso le parece a él. Ve su dedo. Es antinatural sin la uña, sustituida ahora por una minúscula gota de sangre. Abrasa. El estómago se le revuelve, intenta vomitar. No puede. Ya no le queda bilis. No le queda nada. Le tiran un cubo de agua helada por encima. ¿Dónde está?, no lo recuerda. Un charco se forma entre la mesa, su nariz y la boca. Se ahoga. Le agarran del pelo. Más dolor. Le sueltan bruscamente. La mejilla izquierda empieza a quemar. La boca ya no le sabe a seco, ahora sabe a óxido. Escupe un diente. El Poeta nos grita. —¿Por qué me hacéis esto?, ¿por qué lo escribes, por qué lo lees, hijo de puta? No le escuchemos, hagamos caso omiso, continuemos. Siguen con otro dedo. Ahora toca el índice de la mano izquierda. La tenaza muerde. La tenaza levanta. El Poeta ya no es Poeta. Es un niño que corre por un pasillo larguísimo, an-
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gosto y oscuro. Pero no tiene miedo. Corre y ríe. Está ansioso, Papá va a llegar. La puerta se abre con un ruido fuerte porque siempre se atasca. Papá entra. Hoy no viene como siempre. Está serio, muy serio. Se quita la americana verde y la tira descuidadamente sobre una silla. No guarda la pistola como hace siempre. Sigue ahí en su cinturón. El niño no sabe qué hacer. Intuye que no debe acercarse. Mamá sale del salón. Corre hacia él, perdiendo por primera vez la compostura. Se abrazan. Papá llama al niño. Se para ante él. Se agacha, le apoya una mano en el hombro y le mira fijamente con cara seria. El niño no sabe qué hacer. Los labios de Papá se empiezan a estirar por los lados. Dibujan una sonrisa. Papá le frota el pelo como siempre y ríe, ríe a carcajadas. Se levanta, guarda la pistola en el armario especial y empiezan a jugar. Todo está normal. Es de noche. El Poeta no sabe si es el mismo día o no, pero sigue siendo un niño. Está en la cama y se hace pis. Se levanta y cruza corriendo el pasillo hacia el salón porque ahora, con las sombras nocturnas, sí tiene miedo. La puerta está entornada. Dentro solo se escucha la tele, aunque el niño, sin saber por qué, intuye que están Papá y Mamá, los abuelos y los tíos. En la televisión habla un señor viejo: «…el Estado vuelve
así a su configuración natural, alejado de la perfidia judeomasónica…». Alguien de
los mayores aplaude. Se oyen los vasos chocando entre sí. Brindan. Pasa otra noche. La Nana, la que le enseñó a cantar esa canción tan graciosa con el puño estirado, no está. En su habitación siguen todas sus cosas. A la mañana siguiente ya no hay nada. Papá nunca más vuelve a hablar de ella, pero ahora está más contento.
Quizás cuando lleguen a la siguiente ya se haya acostumbrado, pero por ahora no. Este dedo le abrasa también. Llora. Ahora entiende. Los recuerdos vuelven de donde estaban enterrados. ¿O quizás lo sabía desde siempre? —Quiero confesar —dice El Poeta con un hilo de voz casi inaudible. —No hay nada que confesar —contesta el recién llegado—. Nosotros hacemos nuestro trabajo, y tú haces el tuyo, que es estar ahí sentadito y calladito si no quieres que te reviente la boca. Por cierto, intenta no gritar demasiado que hoy tuve un día movido y me duele la cabeza. Por favor. No hay nada que confesar. El Poeta se da cuenta de que haga lo que haga seguirán. Empieza a entender la sinrazón de la que hablaba en su poema Los lloros de Otoño. Aunque no quiere, se mira los dedos. Horribles. Le palpitan como si tuviera el corazón en las partes arrancadas (¿cómo se llamará, yema, contrayema? ¿Tendrá nombre?). Ya no tiene ganas ni de gritar. Le gustaría resignarse, pero sabe que eso no valdrá de nada. Escozor tras escozor, agujetas, dolor en cada parte de esa masa de carne y huesos que antes era su cuerpo. Nunca fue tan consciente de él, de su propio cuerpo. Una leve elevación del anular le dice que empiezan otra vez. Despacio, despacio, con saña. Cierra los ojos de nuevo. Está sentado al borde de la cama, desnudo. Gira la cabeza y ve a Otoño bocabajo, ocupando como casi siempre todo el espacio del colchón. Es esa hora imprecisa de la noche que nunca sabemos situar entre el amanecer y la mañana, entre noche y día, entre insomnio o temprano madrugar. Otoño lleva sólo unas bragas. Lleva tiempo pensando que están juntos desde hace demasiado. Ya 115
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no la imagina para siempre y, sin embargo, no encuentra ninguna razón para echarla. Ya no se acuerda desde cuándo duermen uno al lado del otro. ¿De quién es la casa? Recuerda todos los viajes no hechos. Hay muchas mujeres poblando su cabeza y ninguna es ella. Más que mujeres, partes de ellas. Ya no ve interiores, solo culos, tetas, juventud y devoción por él. Ellos están discutiendo siempre, se molestan mutuamente. Le cansa su cuerpo, su pelo, su respiración, su comida, su risa. Vuelve a mirar a la ventana. El sol empieza a distinguirse. Se levanta y va al baño. Vuelve a estar sentado al borde de la cama. Es de noche profunda. Gira la cabeza y ve a… ¿Lourdes?, ¿María?, ¿Eva?, ¿o Fani? No lo recuerda, sea quien sea no es la misma de ayer, ni la de la semana pasada ni la de hace un año. Dentro de dos horas ella despertará, posiblemente se acuesten otra vez, y después desayunarán juntos en la cocina con una sonrisa en la cara de él que realmente estará escondiendo las ganas internas de que se marche. Le dirá, mientras se despiden en la puerta, mañana te llamaré, aun a sabiendas de que es totalmente mentira. Es más fácil cuando está fuera en otra ciudad. Simplemente se va.
ba más baja. Ella habla. La misma voz de siempre que tenía exiliada en alguna parte de su subconsciente. Ya está. Ya miró a la niñita, ya volvieron sus ojos a él, con ese gesto tan propio de ella entre orgullo y decepción. Sí, él lo sabe. No se parecen en nada, pero por Dios que no le note que se avergüenza de la otra. Diez años y sigue teniendo poder sobre él. ¿Qué se piensa? —Tamara —dice. No le hacen caso. Vuelve a hablar—: Tamara —siguen sin hacerle caso. —Ese nombre ya lo dijiste, Poeta. Sigues siendo un cobarde —contesta el desconocido. Están en la Reunión. Los ve a todos. Tamara está ahí, de frente, pintando un cartel con letras rojas, posiblemente una frase ingeniosa. Ella se da cuenta de que la mira y le guiña un ojo sonriendo. Está enamorada. El Poeta nunca sabrá qué es eso. Se conocieron después de un recital. Ella le pidió un autógrafo y a él le gustó su cuerpo. Él es casi veinte años mayor, pero no pasa nada. Es poeta, y eso le exime de ser un viejo verde. Entre whisky y whisky (nuestro poeta sólo bebe whisky) acaban en el piso de estudiantes de ella. Al Poeta le hace gracia, hacía años que no echaba un polvo en un piso compartido, pero le preocupa que le vean por la mañana al salir del cuarto, no vaya a ser que lo confundan con su padre. Al día siguiente el Poeta come con sus amigos. Les cuenta cómo le gustan sus pezones y cómo le pone cómo se mueve encima de él. Por la tarde, ya en su casa, escribe unos versos sobre el amor y su pureza y cuando termina, llama a Tamara. Y al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente…
Otoño viene de frente. La ve y se pone muy nervioso. ¿Cuánto hace que no se ven, diez años? Sí, diez años exactos. Ahora mismo se arrepiente de ir con esa niñita al lado. Ya llevan juntos casi un año y todavía está buscando algo que le guste de ella aparte de su culo y su boca succionadora. No sabe qué hacer. Se paran. Otoño va con un niño de verdad. El Poeta piensa si será suyo. La verdad es que no se parecen mucho, pero algo le dice que es su hijo y no puede Van cuatro, cinco, seis, ¿siete uñas? soportar la idea. Es gracioso, la recorda- Por favor que termine ya. Los dedos 116
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están grotescamente hinchados, y una autopista de dolor empieza a construirse por la mano, el antebrazo, el codo. Llega hasta las axilas y pronto se colapsa. Es como si le pellizcaran todo el brazo a la vez. Patalea. Se clava más la mesa en el vientre, que encima empieza a escocerle. Debe de estar en carne viva. Se desmaya. Vuelve a despertar de golpe. Acaba de recordar para qué servía la batería. Tiene dos cables de cobre clavados en cada costado. Otra descarga. Por si no estaba lúcido del todo. Está en un teatro, en la tarima. De público, una multitud vestida de etiqueta. Hasta él lleva pajarita. Le aplauden, sí, a él. Tiene ganas de llorar pero se controla, sabe que no debe. Tiene que mantener esa pose de incomodidad por estar ahí, más después del discurso contra el ejército y las desigualdades sociales de su país que acaba de leer. Por fin es premio universal de la literatura. Mientras recoge la medalla y el diploma piensa en la casa que se va a hacer con el dinero. Tamara le aleja de las recepciones, de las televisiones, de esos soporíferos simposios de escritores. Vuelve a la política de facultad, pero no deja de organizar esas veladas tan intelectuales en sus dos casas, la de la playa y la de la montaña. Tamara no quiere estar nunca. Más fácil para sus seguidoras. Sus amigos no lo entienden, pero su editor está encantado. Un poeta antisistema alejado de todo, empujando a la juventud a que luchen por sus derechos. Suena bien, y las ventas se disparan en el extranjero. Vuelve a estar en la Reunión. Tamara vuelve a guiñarle el ojo. Él sonríe. Mira los panfletos y las pancartas que están escribiendo. No son todos estudiantes.
Algunos como ella ya han acabado la carrera, otros son profesores de la facultad. Comentan que todo es igual a cuando tenían veinte años. El Poeta es joven, mucho más joven que los profesores, sólo tiene cuarenta y cinco años, pero siente que ya está por encima de todo. Le gusta estar ahí, le gusta el riesgo de estar preparando eso sabiendo cómo están las cosas fuera. La puerta se rompe. Una nube de gases lacrimógenos les invade. Gritos. Unos seres verdes con nariz de insecto entran sujetando metralletas. Alguien le llama. Es Tamara, tiene los ojos llorosos y llenos de pena y miedo. El Poeta se da la vuelta justo cuando una culata de fusil se estrella en su frente. Vuelve a ver. ¿Dónde está, en la sala de tortura? No. Está arrodillado en un camión, con las manos en alto detrás de su cabeza, frente a la facultad. De los pisos de arriba sale humo. En su misma posición, junto a la pared, hay gente, mucha gente. Reconoce el jersey rojo que lleva la quinta persona en la fila. Es Tamara. Un militar se acerca. Lleva algo en la mano, algo negro que El Poeta no puede distinguir desde esa distancia. El militar avanza firme. Se para detrás del jersey rojo. Levanta el objeto negro. Lo posa en la cabeza de Tamara. Pequeña detonación. El cuerpo de Tamara se tambalea, se mueve de lado a lado, como si estuviera bailando en estado de trance. Cae hacia un lado suavemente, casi poéticamente, apoyándose en la persona que está a su lado, como una hoja marrón que cae en el suelo de cualquier parque de cualquier ciudad en otoño. Los labios que él había besado la noche anterior se arrastran por la pared. Los dientes que asomaban cuando se reía suenan como canicas, ya no manchados de café, si no pintados de rojo. 117
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Las ideas acumuladas durante años, su propia libertad, se mezclan en el suelo con la sangre, como un helado de fresa derritiéndose. El cuerpo de Tamara está muerto. Ya no puede haber más dedos. Tienen que haber terminado ya, por Dios. Levanta un poco la vista. No ve a sus torturadores pero sabe que están detrás, los siente. Vuelve a analizar la sala. Imagina los muebles que no están. Unas estanterías llenas de periódicos viejos allá al fondo, en la esquina, cerca de la puerta. La mesa donde está apoyado en el centro de la estancia tapada por una sábana raída. Una bicicleta apoyada sobre el sillín y el manillar, llena de telarañas, al otro costado. Muchas cajas de cartón, un baúl y olor a disolvente mezclado con carne podrida. Todo es extrañamente idéntico al sótano de su casa de niño. Hasta sus propios gritos son igua-
les a los que oía los días después de la desaparición de la Nana. Le asustaban. Pero Mamá decía que no se preocupara. Papá estaba haciendo la matanza del cerdo abajo. Habían dejado crecer demasiado a la familia de cerdos durante los suficientes años para que hubiera más de la cuenta. Un martillo se para frente a él. No han acabado. «Ahora empieza el dolor de verdad», le dice al oído el desconocido. Su aliento huele a óxido, seco. Se pone enfrente de él, cabeza contra cabeza. El Poeta apenas puede centrar su visión. Observa los ojos del extraño, su barbilla con una barba de tres días, su frente, lo que puede atisbar de sus orejas, su nariz con esos pelos tan negros luchando por salir de ella. Ahora lo entiende todo. El desconocido es él mismo. Es una habitación amplia...
Xuan Trenor (España) 118
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El azar
Joaquín
Valls Le ilusionaba regresar... EN CUANTO ALICIA observó que su marido, nada más levantarse de la siesta, se disponía a poner en marcha el televisor, cerrando de golpe el libro que estaba leyendo se decidió a abordarlo: —¿Te has dado cuenta? Nos pasamos de lunes a viernes trabajando hasta las tantas y los fines de semana ya nunca salimos. Haga sol o llueva, nos quedamos aquí encerrados, cada uno a lo suyo y sin dirigirnos casi la palabra. Como él no parecía prestarle atención, ocupado como estaba en localizar
el canal por el cual retransmitían el partido, ella insistió un tanto crispada: —¿Tan importante es eso que buscas, que ni siquiera puedes escucharme durante unos segundos? —Si lo que quieres es volver a discutir sobre el tema de siempre, te advierto que esta no es la mejor ocasión —respondió él con fastidio desde el otro extremo del sofá. Alicia se le acercó y, posando la mano sobre su muslo, le reveló en tono conciliador: —Carlos, lo de los hijos aún puede 119
El Callejón de las Once Esquinas
esperar, ya lo sabes. Seis años juntos no son muchos, y yo todavía soy relativamente joven. Me duele un tanto, ya que sueles insinuarlo, que todas mis amigas sean ya madres y se las vea tan contentas. Pero lo que no deseo es que en algo tan importante puedas sentirte presionado. —Entonces, ¿qué mosca te ha picado? —¡Déjate de moscas, no podemos seguir así por más tiempo! Y pienso que si ambos nos lo proponemos, no es demasiado tarde para ponerle remedio. Él permaneció callado. Tan solo en la media parte del encuentro, propuso encargar unas pizzas para cenar, lo cual hicieron. El resto de la velada transcurrió sin más novedad hasta que él, al ponerse en pie para marcharse a acostar, le dijo sin entusiasmo: —De acuerdo, por mí no quedará. ¿Se te ocurre cómo o por dónde empezar? Aquel cambio inopinado de actitud infundió ánimos a Alicia. Hasta tal punto que, al día siguiente, cuando él se levantó, con una amplia sonrisa le mostró la página web del balneario donde acababa de reservar alojamiento para el siguiente fin de semana. Él, tras echar un rápido vistazo, únicamente acertó a comentar: —Esto queda un poco lejos, ¿no? Aunque no tiene mala pinta. Y además, en esa clase de sitios probablemente se come bien. Ella afirmó con la cabeza. Tras dudar un instante, le contó que ya conocía el lugar de cuando era niña, aún en vida de sus padres, y que le ilusionaba regresar. Omitió, sin embargo, que había seguido acudiendo allí algunos fines de semana, ya en compañía de Helmut. Rememoró entonces con cierto pesar aquella mañana en el balneario, ocho 120
años atrás, cuando se atrevió a confesarle que había comenzado a salir con Carlos, a quien prefería porque era más divertido que él; y que por toda respuesta, Helmut, un tipo de lágrima fácil, antes de la despedida definitiva se echó a llorar. Llegaron el viernes al anochecer. Desde el aparcamiento, situado en una pequeña explanada, se disfrutaba de una vista casi completa del recinto, en el que destacaba el edificio de tres plantas con la fachada revestida de piedra y el tejado de pizarra. El exterior estaba surcado de senderos de fina grava iluminados por viejas farolas. Del techo del amplio vestíbulo colgaban varias arañas de cristal. A derecha e izquierda había varias puertas, todas ellas de madera oscura combinada en su parte superior con vidrios de colores. Por un instante, Alicia se vio a sí misma correteando por aquella sala, escondiéndose de sus padres tras alguna de las columnas o accionando la manivela del organillo que todavía ocupaba un rincón de la estancia. En el mostrador de recepción apareció una mujer de mediana edad, severamente vestida y con el pelo recogido en un moño. Les explicó con todo lujo de detalles los distintos servicios y horarios del establecimiento, entregándoles la llave de una habitación del segundo piso. Ya en su interior, comprobaron que la ventana se asomaba a una pequeña piscina al aire libre revestida de azulejos amarillos, de la cual emanaban nubes de vapor de agua sin cesar. Mientras tarareaba una canción, Alicia se puso a deshacer las dos maletas. Cuando hubo terminado se dirigió, risueña, a su marido: —Nunca habías estado en un hotel tan lujoso, ¿me equivoco?
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—Para ser sincero, me encontraría bastante mejor en un sitio más moderno. Por no tener, apostaría a que ni siquiera tiene conexión a internet ¡Pero todo sea por tener complacida a la niña! Aquella era una frase que él le repetía a menudo, medio en broma medio en serio. Al oírla, Alicia no replicó; pero le cambió súbitamente el semblante y dejó de sonreír. A las nueve bajaron a cenar. Cuando estaban a punto de entrar en el amplio salón comedor, Alicia de pronto se detuvo: acababa de identificar a uno de los ocupantes de la mesa situada más al fondo. Allí estaba Helmut, con su inconfundible melena rubia recogida con una coleta, a quien acompañaba una chica también rubia. Viendo que a Alicia le sucedía algo extraño, Carlos le preguntó si pasaba algo. Ella, con la voz temblorosa, respondió: —Sí, sí, es que por un momento creía haber dejado olvidado el teléfono en la habitación, pero lo llevo en el bolsillo. Si acaso, podríamos sentarnos en esa mesa de ahí al lado, la del biombo de celosía. —Parecerá como si nos estuviéramos escondiendo, pero en fin, si tú la prefieres… A propósito, si te fijas bien, aparte de nosotros solo hay ocho clientes más. ¿Y has visto a esa vieja que sirve los platos? ¡Es como si la hubieran sacado de una de esas películas de terror gótico. ¡A vaya sitios que me llevas! Alicia no le prestaba atención. Por contra, a través de la rejilla de madera no dejaba de seguir los movimientos de la pareja rubia. En el centro de la mesa titilaba la llama de una vela encendida, y les acababan de servir un vino blanco en grandes copas. A cada momento, ambos dejaban los cubiertos sobre el
plato y entrelazaban sus manos mientras hablaban mirándose a los ojos. Helmut conservaba pues intactos —pensó Alicia— su tacto exquisito y sus gustos refinados. En cuanto a los mimos que prodigaba a aquella joven, le resultaban más que familiares. Antes de que les trajeran el segundo plato, Alicia, a quien se le había ido formando en el estómago un nudo que le impedía tragar, dijo que se sentía un poco indispuesta, por lo que subiría ya a la habitación e intentaría dormir. Él asintió, indicándole que en cuanto terminase de cenar se uniría a ella. Cuando él se metió en la cama y apagó la luz, Alicia aún estaba despierta. Al poco, en la pared en que se apoyaba el cabezal de la cama empezaron a escucharse unos golpes acompasados, cuya intensidad fue en aumento hasta que, al cabo de unos diez minutos, cesaron por completo. Alicia, que en un 121
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primer momento se había sobresaltado, luego, divertida, jugó a imaginarse qué estarían haciendo en aquel preciso instante los ocupantes de la habitación vecina, a tan solo un palmo de distancia de ellos pero al otro lado del tabique. Se preguntó si Carlos, que había permanecido inmóvil todo el rato, también lo había oído todo. Aquel suceso imprevisto la había hecho sonreír en la oscuridad, y ya estaba medio dormida cuando la asaltó un presentimiento que le provocó sueños recurrentes durante toda la noche. A la mañana siguiente bajaron a desayunar después de que el resto de huéspedes ya lo hubiera hecho. Al terminar, Alicia propuso a su marido: —¿Qué tal si salimos de excursión? Te llevaré al que era mi rincón favorito en la época en que veníamos aquí con mis padres, a ver si logro dar con él. Queda a una hora de distancia a paso ligero, siguiendo un camino que se toma al otro lado de la carretera. —¿Y si lo dejamos para otra ocasión? Se nos ha hecho tarde, y además están esos amenazantes nubarrones. No me gustaría pillar un resfriado, ya sabes cuánto me cuesta reponerme de ellos. Mira, te sugiero ir a visitar ese pueblo que queda a unos pocos kilómetros, y de paso podríamos comer allí. Alicia accedió con desgana. Tomaron el coche y abandonaron el balneario. Después de un breve paseo por las callejuelas de la aldea vecina, entraron en una fonda. Cuando les traían los cafés, él exclamó: —¡Vaya, ahora recuerdo que esta tarde retransmiten en directo el gran pre-
mio de Indianápolis, que decidirá el título! En el balneario hay sala de televisión. No te importa que regresemos, ¿verdad? La salida será en media hora. Ella se limitó a mirarle de manera inexpresiva y él, sonriendo, la besó en los labios. Acto seguido, se marcharon a toda prisa. Mientras él seguía en solitario la carrera por la enorme pantalla, Alicia le dijo que, aprovechando que había dejado de llover, saldría a dar una vuelta. Paseando por el exterior del recinto, pasó primero junto a los estanques de truchas para después ir recorriendo una tras otra las fuentes que tanta excitación le producían en la niñez, sobre todo por temor a que alguno de los chorros que salían de las entrañas de la tierra le abrasase la mano. Llegó por fin a un pequeño lago que se alimentaba del agua que descendía de una cascada artificial, coronada por la estatua en piedra de una cabra montés. Alicia detuvo la vista en su vieja amiga, confidente de algunas penas durante su adolescencia, y la puso rápidamente al corriente de sus nuevas tribulaciones. Sentada en un banco junto al lago, tomó una decisión. Le diría a Carlos que se encontraba peor y que, sintiéndolo mucho, tendrían que anticipar a aquella misma tarde el regreso a casa. Por nada del mundo estaba dispuesta a repetir la experiencia de la noche anterior, y verse obligada a oír de nuevo las acometidas rítmicas del bueno de Helmut al otro lado de la pared, combinando a la perfección energía y delicadeza como solo él sabía hacerlo: con la precisión de un reloj suizo.
Joaquín Valls Arnau (España) 122
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Quienes regresaron
José A.
García
El día previo a mi partida llegó... MI PADRE, el padre de mi padre y el padre del padre de mi padre, como lo hacían todos los hombres de la familia, salieron a recorrer el mundo y, luego, regresaron. Al menos fueron sus cuerpos quienes regresaron. Mi madre, la madre de mi madre y la madre de la madre de mi madre, como lo hacían todas las mujeres de la familia, repetían algo similar. Quienes regresan se parecen a los que se fueron, lucen como quienes partieron, hablan como quienes se marcharon, incluso huelen como quienes salieron. Pero no son ellos. Regresan cambiados. Son otros. Al escuchar lo mismo durante años,
mientras crecía y se acercaba el momento en que también debía partir, no podía más que sentirme aterrado. Desconocía qué encontraría tras los campos de cultivos que se extendían luego de las últimas estribaciones de la montaña en la que se encaramaba el pueblo. Además de que, según la tradición, hasta el día previo a mi partida, ningún hombre de la familia me hablaría. Las mujeres, en cambio, podían hablarme sin más hasta la noche previa a mi partida. Pero ellas, como mujeres que eran, no podían abandonar el pueblo; por lo que desconocían si había algo más allá de sus límites. Mi temor no dejaba de crecer al ver la luna acercarse a la fase en que debía 123
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partir, solo, sin ayuda alguna, y con una única ración de comida, en mi desconocido camino hacia el mundo. Fue así que, de manera ineludible, ya que no se puede aplazar la hora señalada, el día previo a mi partida llegó y debí reunirme con los hombres de la familia. —Olvida todo lo que sabes —dijo mi padre, el primero en hablar. —Aprende todo lo que puedas —agregó luego el padre de mi padre. —Intenta no regresar —acotó en tercer lugar el padre del padre de mi padre. —No comprendo —respondí luego de haberlos escuchado—. ¿Hacia dónde debo ir? Me miraron sin responder; claramente no volverían a hablar, ni conmigo ni con nadie más. Siendo como era mi única opción, partí siguiendo el único camino que atravesaba el pueblo, bajaba la montaña y atravesaba los sembradíos. Llegué, en menos de un día, más allá de lo que nunca antes me alejara pues nadie me lo permitía cuando quería hacerlo. Ahora, que no quería hacerlo, nadie me lo impedía. El camino continuaba más allá de aquel límite. La noche llegó y se fue varias veces antes de que comenzara a adivinarse en la lejanía una montaña tan solitaria como la que ocupaba el pueblo. Hacia ella me conducía aquel camino que no dejaba de girar sobre sí mismo. En cada uno de sus recodos volvía a mirar hacia atrás, intentando adivinar dónde estaría el poblado que, con sus casas de paredes blancas y techos de tejas azules, imaginaba claramente distinguible en medio de las rocas. Pero nada se distinguía a la distancia. La noche se fue y llegó varias veces más. Me sentía cansado pero no ham124
briento. Era extraño; debería de haber muerto de inanición después de tanto caminar, sin embargo, al despertar cada día sentía el impulso de continuar. Como si la solitaria montaña me llamara y su llamado fuera cuanto necesitara para darme energías y mantenerme en movimiento. Por esa razón, la comida que trajera conmigo, único, o tal vez último obsequio de las mujeres del pueblo al momento de partir, continuaba sin ser tocada envuelta en el mismo paquete en el que me lo dieran, junto con unas pocas cosas más que cargara en mi morral sin saber si llegaría a necesitarlas. Uno de los tantos mediodías que me alcanzaron en el camino, llegué a lo alto de un promontorio que me permitió ver por primera vez hacia ambos extremos del camino. Si de alguna forma hubiera podido medir las distancias, diría que me encontraba en la mitad del trayecto entre una solitaria montaña y otra. —Hola allí arriba —escuché una voz que me resultaba familiar. —Hola —respondí al hombre que se acercaba subiendo al promontorio desde el lado opuesto al que utilizara para subir. No lo distinguía del todo bien mientras subía, pero parecía una persona joven, que no solamente hablaba la misma lengua, sino que incluso se vestía de manera sumamente similar a los hombres de mi pueblo. Incluso cargaba con un morral que se confundiría con facilidad con el mío. —Creía que era el único que recorría este camino —dijo al terminar de subir. El tono de su voz me resultaba demasiado familiar, pero me era imposible saber por qué. —Así lo creía también —respondí. Miramos en silencio en ambas direcciones, no había mucho más para decir. Dudo también que valiera la pena ha-
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cerlo. —Es un buen lugar como cualquier otro para sentarse a comer, ¿cierto? Hasta ese momento no me había percatado, pero mi estómago llevaba bastante tiempo haciendo ruido como una bestia salvaje reclamando su sustento. Al parecer el recién llegado se encontraba igual y, tan pronto terminar de hablar, se sentó en el suelo para extraer de su morral una ración de comida preparada y guardada de manera similar a la que me dieran las mujeres de mi pueblo. —Qué casualidad —dije mostrándole tanto el morral como la comida que guardaba en su interior. —Cierto —respondió mirando no sin sorpresa ambas cosas—; al parecer hay muchas similitudes entre nosotros. ¿Hacia dónde te diriges? —El camino lleva hacia aquella montaña —respondí señalando la montaña al final de mi camino. —De allí vengo yo —dijo él. —¿Hacia dónde te diriges tú? —pregunté. —El camino lleva hacia aquella montaña —respondió señalando la montaña al inicio de mi camino.
—De allí vengo yo —dije con un hilo de voz. En silencio desenvolvimos nuestra comida y nos dispusimos a dar cuenta de ella. Solamente llegué a darle un bocado antes de notar lo desabrida que se encontraba. Levanté la mirada y, por la expresión de mi ocasional acompañante, supe que le sucedía algo similar. —¿Desabrido? —pregunté. —Bastante. Lo que es raro, porque las mujeres de mi pueblo saben cocinar de forma que el sabor perdure. —Las mujeres de mi pueblo también saben hacerlo —dije y, luego de pensarlo un poco, pregunté—: ¿Quieres probar? Intercambiamos nuestras comidas y, no sin temor, cada uno probó lo que el otro trajera. —Delicioso —dijimos al unísono, como si las nuestras fueran una única voz. En ese instante comprendí. Y aunque no puedo hablar por él, con solo mirarlo noté que sentíamos de igual modo. No era necesario nada más. Terminamos la comida en silencio; luego cada uno guardó sus pertenencias en su morral y partimos siguiendo di125
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recciones opuestas sin siquiera despedirnos porque, en verdad, no hacía falta. Continué caminando, noche tras noche, sin perder de vista mi cada vez más cercano destino. Atravesé los campos de sembradíos y, luego, comencé a subir la empinada cuesta de aquella otra montaña por un camino que si bien veía por primera vez, lo conocía como si lo hubiera recorrido a lo largo de toda mi infancia. Cada piedra, cada pozo, cada hierba, se encontraba allí mismo. Ante las puertas del pueblo, donde la montaña se encrespa hacia las alturas, quien no era mi padre pero se le parecía, junto con quien tampoco era el padre de mi padre pero lucía igual a él y acompañado por quien nunca sería el padre del padre de mi padre a pesar de que las apariencias dijeran otra cosa, me esperaban para darme la bienvenida de regreso al pueblo. Me señalaron una de las tantas casas de paredes blancas que se arracimaban contra la montaña, me entregaron un pico, una azada, una pala, y una bolsa llena de semillas para comenzar mis propios cultivos y se alejaron sin necesidad de explicar nada.
Aquella noche se celebró una fiesta por mi regreso idéntica a la que recordaba haber visto cada vez que alguno de los hombres regresaba. Durante la celebración se formalizó la unión con quien sería la madre del hijo al que no le hablaría hasta que llegara el final de su infancia. Ella, que me conocía desde mi propia infancia, tanto como yo la conocía a ella, comenzó a repetir, al igual que quien no era mi madre pero se le parecía, junto con quien tampoco era la madre de mi madre pero lucía igual a ella y acompañada por quien nunca sería la madre de la madre de mi madre a pesar de que las apariencias dijeran otra cosa, que solamente mi cuerpo había regresado tras mi partida a recorrer el mundo. Durante años repitió que me parecía a quien se había ido, lucía como quien había partido, hablaba como quien habíase marchado, incluso olía como quien había salido, pero no era él; al menos no del todo. Por mi parte, continuando las ancestrales tradiciones de mi pueblo, nada decía.
José A. García (Argentina) Web: www.proyectoazucar.com.ar
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Vendedores de nada Enrique
Angulo Aquí no hay nada... HACE UN TIEMPO, poco después de levantarme y desayunar, fui a dar un paseo por el mercado que ponen todos los fines de semana en la explanada que hay frente a la estación de trenes, y me quedé muy sorprendido al ver varios puestos en los que vendían nada. Los vendedores, unos cuantos individuos de aspecto oriental, se habían instalado, alternándose entre el resto de vendedores de ropa y baratijas, con unos toldos que protegían una larga tabla que hacía las veces de mesa, sobre la que no había nada. Algunos rótulos pegados a los toldos anunciaban su mercancía:
no hay nada...
Había mucha gente curioseando, algunos hacían bromas, otros se interrogaban extrañados, pero ¿a qué viene esto? ¿Nos quieren tomar el pelo? Alguien debería llamar a la policía, dijo una mujer al pasar a mi lado. Yo me acerqué hasta uno de los puestos, y me quedé mirando el liso tablón de madera sobre el que no había nada, bueno, miento, al acercarme, una mosca salió volando. El individuo que estaba detrás de aquella tabla, vestía una especie de chilaba, y llevaba sendos pendientes romboidales en los lóbulos de las orejas, además, llamaba la atención su Se vende nada. Compre la mejor nada larga perilla serpenteada de canas. Codel mercado. Nada como la nada. No les mo me quedé allí quizá más tiempo de engaño: vendo nada. A la rica nada. Aquí lo normal, me preguntó: 127
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—¿Desea algo, señor? —Nada —le respondí. —Pues eso es lo que vendo, nada. —Pero yo no quiero nada. —Si no quiere nada tal vez desee algo, y ese algo bien podría ser la nada. La nada no se crea usted que es nada, hay muchas clases de nada, está la nada metafísica, la nada de antes del Big Bang, la nada después de la nada, la nada después de la muerte... Como me pareció que se burlaba de mí, le dije por seguirle la corriente: —¿Y qué me dice usted de la nada de nada? —Esa es una de las nadas más complejas, podría definirse como la nada al cuadrado, como unir dos nadas, la nada de antes de nacer y la nada de después de morir, o la nada de donde se acaba el universo con la nada que da acceso a otro universo, por ejemplo. Veo que es usted un individuo avezado en la nada. —No se crea, a mí esto no me interesa nada. —Justo, es que la nada no puede interesar, ¿cómo podría interesarse uno por nada? —Usted lo ha dicho, bueno, debo irme, gracias por sus explicaciones. —De nada. Seguí paseando, el siguiente individuo que vi que vendía nada, tenía rasurada la cabeza y vestía una túnica de color azafrán en la que había bordados algunos símbolos que no supe a qué se referían; estaba sentado en la posición del loto, y aunque tenía los ojos abiertos, parecía estar muy concentrado. Yo iba a pasar de largo, pero él me dijo: —Estoy meditando sobre la nada. —¡Ah! Me parece muy bien —le respondí yo. —Debería interesarle, en definitiva, nada hay más perfecto que la nada, ni 128
siquiera Dios. —Si usted lo dice. —Sí, la nada sería la salvación de la humanidad, con la nada se acabarían todos los males del mundo, por eso nosotros vendemos nada, cuando todos los humanos tengan su porción de nada, las cosas empezarán a ir mejor, así, poco a poco, la nada irá avanzando por la senda del destino hasta que llegué a su final, que será la nada. —¿Y qué hará la humanidad en la nada? —Pues nada porque ya no habrá humanidad. —¡Ajá!, ya lo entiendo todo, y me parece muy interesante, así que voy a comprarle un poco de su mercancía para ser de los primeros en llegar a la nada. —¿Cuarto y mitad, por ejemplo? —Por ejemplo. —Bien, espere que se la envuelvo con este papel de aluminio, cuando llegue a casa, meta esta nada en un vaso que contenga agua fría, medio litro aproximadamente, y cada noche, dé un pequeño sorbo antes de acostarse hasta que se le acabe. Ya verá como en poco tiempo todo se le irá aclarando en su viaje hacia la nada y le parecerá que su vida es cada vez mejor, así hasta que llegue a un estado similar al nirvana de los budistas, incluso superior a él, me atrevería a decir. Me fui a casa, hice lo que el mercader de la nada me había dicho, una semana después de haber bebido esa agua, se me había borrado medio cuerpo y me sentía de lo más ligero; era curioso, pero salía de casa por la ventana en vez de por la puerta, me sostenía en el aire sin apenas moverme, planeaba y podía llegar hasta las nubes desde donde veía mi ciudad y a sus habitantes como algo ajeno a mi vida.
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He seguido tomando todas las noches un sorbo de nada. Han pasado algunas semanas desde entonces, y aquí estoy, ya no necesito comer ni dormir, y los problemas que antes me preocupaban ahora me son indiferentes. Ya casi parezco un ectoplasma, sólo tiene cierta consistencia mi mano derecha, que es con la que estoy escribiendo esto, pero presumo que dentro de poco también se volatilizará y ya no podré escribir nada, y lo que es más sorprendente de todo es que siento una felicidad que nunca hubiese imaginado que podría existir porque sé que, en nada, me desvaneceré en la nada.
Enrique Angulo Moya (España)
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Libre Plácido
Romero Sí, sin duda...
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ESA MAÑANA, el carcelero que le llevaba el desayuno le dijo: —Hoy es tu gran día. ¿Su gran día? ¿Qué podía significar? Estaba todavía intrigado cuando se presentó el inquisidor. —¡Qué suerte la tuya! No se atrevió a preguntarle por qué. Llevaba meses encerrado. Todo ese tiempo había sido una pesadilla. Le habían infligido torturas inimaginables que habían roto su cuerpo y su espíritu. Había confesado todo lo que le habían pedido y más. Ya ni siquiera sabía lo que había confesado. Había pedido perdón mil veces. Tenía un vago recuerdo del juicio, pero estaba tan quebrantado que no sabía cómo se había desarrollado. ¿Acaso había sido declarado inocente? No lo recordaba. No recordaba nada. Si no lo hubieran declarado culpable, ¿por qué entonces no lo habían liberado? Quizá le habían mantenido en prisión para permitirle recuperarse un poco. Sí, sin duda. Después de todo, una vez acabado el juicio le habían cambiado a otra celda más soleada. Allí estaba bien alimentado y bien cuidado. Incluso le habían devuelto sus libros. —Ha llegado el momento —le dijo el inquisidor, que había estado todo ese tiempo murmurando oraciones. En el pasillo se topó con el verdugo. Le recordaba. Nunca le olvidaría. —He venido a despedirme. Pronto serás libre —le dijo—. Supongo que no me guardarás rencor. —No, no —farfulló. Fue recorriendo pasillos hasta salir a un patio. Aspiró una bocanada de aire. Se sentía fuerte. Y feliz. Lo había conseguido. Contra toda esperanza. —Sube —le dijo una voz. Creía que era un carro. Se alegró. Incluso le llevarían a casa. Pronto vería a su mujer y sus hijos. Volvería a su sastrería. Nunca más le preocuparía si la sustancia del pan y del vino de la eucaristía coexistían o no con el cuerpo y la sangre de Cristo. No más necedades. Estaba tan distraído que no advirtió que estaba encima de una pila de leña ni que lo cargaban de cadenas. Ni siquiera vio las llamas. Se sentía libre. Plácido Romero (España) Blog: Placidario.blogspot.com
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Justificación
Manuel
Serrano
No es que yo sea un tacaño... HACE CASI UN MES me llamó un amigo que trabaja en los juzgados de Castellón para decirme que salía a subasta un coche confiscado en una redada. Fui a verlo y me lo adjudicaron: un BMW X8, rojo, casi nuevo. ¡No me lo podía creer! Sólo me costó cinco mil euros. Una maravilla. Me pareció muy barato. Además, yo era el único pujador. ¿Cómo era posible que nadie quisiera aquel regalo? Me resultó extraño que nadie más pujara por él. Mejor para mí. La verdad es que yo no soy tacaño, pero me gusta pagar lo menos posible por las cosas. Por si me lo quedaba había concertado hora con el taller de la marca para que lo revisaran. Me dieron la enhorabuena por la adquisición y lo conduje
hasta mi casa, satisfecho y feliz de poder estar a los mandos de mi nuevo coche. Al día siguiente me dispuse a limpiarlo por fuera y por dentro. No estaba muy sucio, pero hay que ser curioso. Podría haberlo llevado al lavadero, pero no es que yo sea un tacaño… Así que tomé el cubo, las esponjas, el gel y mi Kärcher. Me distraje un buen rato. Lo dejé secar a la sombra y le puse cera, como el señor Miyagi, después me metí con el interior. Saqué las alfombrillas y las aspiré con cuidado. También aspiré el suelo y los asientos. Encontré varias monedas. ¡Qué suerte la mía! Al final llegué al inmenso maletero, tapizado en color crema, algo más sucio que el resto. Retiré la alfombrilla con cuidado. Todo el maletero estaba tapiza131
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do del mismo color. Retiré la base y me pareció ver que del hueco de la rueda de repuesto sobresalía algo. Un plástico duro. Me puse en guardia. Solo faltaba que tuviera que comprar una rueda, con lo que cuestan; no es que yo sea un tacaño, pero no me gusta pagar por algo que debería estar ahí. Por suerte estaba; nuevecita. Un gasto menos. Del lateral derecho sobresalía otro plástico. ¿Se lo habrían dejado al ponerle el tapizado? Solo faltaba que estuviera mal puesto y tener que llevarlo al concesionario. Retiré con cuidado la tela y lo que parecía un plástico sin más resultó ser un paquete del tamaño de un maletín ¡con billetes de quinientos euros! ¡Otra vez increíble! ¡Ahora era mío! Todo lo que había en el coche era mío. Miré hacía todos los lados, aunque sabía que no había nadie. Es instintivo. Lo guardé en mi caja fuerte. Ayer llamó a mi puerta un desconocido. Muy bien vestido, aunque tenía unas pintas raras. Un bulto sospechoso se notaba bajo la elegante chaqueta de Armani. Venía a comprarme el coche. —No lo vendo, señor —le dije. —Le daré noventa mil euros —me contestó. —Lo siento, pero no lo vendo —me enroqué en mi posición. Me había dado cuenta de que aquel hombre sabía lo que había en el coche. —Puedo ofrecerle hasta doscientos mil, prefiero que me dé el coche por las buenas o de lo contrario… Le dejo aquí los noventa mil euros y cuando regrese si quiere el resto, no hay problema.
Dentro de dos horas pasaré. Firmaremos los papeles y todos contentos. Regresó a las dos horas, con puntualidad suiza. Le hice pasar al garaje. Cogí el gato de mi anterior coche y me lo escondí. Inmediatamente se fue al maletero. Me pidió que lo abriera. Retiró la alfombrilla: no había nada. El hueco se encontraba, lógicamente, vacío. Aunque estaba de espaldas a mí, vi que crispaba la mano derecha y, cuando iba a llevársela al bolsillo interior de la chaqueta, sin duda con intención de sacar el arma, le pegué con el gato. Cayó como un saco de patatas. La sangre y una sustancia blanquecina me ensuciaron el garaje. Ya lo limpiaría más tarde. No sin esfuerzo conseguí meterlo en una bolsa de basura grande, doble, lo subí al maletero y me fui al monte a enterrarlo. Regresé a casa y puse los ciento diez mil euros en la caja fuerte. Volví a limpiar el coche. Se había manchado de barro y polvo. Podría haberlo llevado al lavadero, no es que sea tacaño, pero no me gusta pagar por cosas que puedo hacer yo. He pensado muchas veces en lo que pasó ayer. Me imagino que el tipo ese se dedicaría a cosas turbias. Imagino también que todos sabían que el coche tenía algo raro y por eso nadie pujó. Imagino que el hombre vino de buena fe, aunque se le acabó enseguida ante mi negativa. Y sé que, si hubiera sido honesto conmigo y me hubiera pedido el dinero, se lo hubiera dado, pero… me molestan demasiado las personas avariciosas.
Manuel Serrano (España)
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NĂşmero 12
La ciudad de las quinientas cĂşpulas
Cristina Aguas
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Apareció en la bahía... ESE LUNES DE 1740 Nápoles amaneció con una lluvia silenciosa pero abundante deslizándose desde los tejados hasta las cloacas, formando surcos lacrimógenos en el rostro de una ciudad tan maquillada que el rubor de sus pómulos competía en color con la púrpura eclesiástica y el carmesí de sus labios con los impúdicos lazos en las enaguas de una puta. Los madrugadores apretaban el paso para dirigirse a sus tareas. Pocos se detuvieron a contemplar con insana curiosidad el cadáver de un hombre que apareció en la bahía. Estuvo chocando a la deriva contra los cascos de los navíos un buen rato. Su panza hinchada le hacía parecer un cachalote desorientado. Finalmente, los empleados de Sanidad echaron una red y lo pescaron. El cuerpo no ayudó mucho y los cuatro brazos de los trabajadores no se mostraron muy expertos. El resultado fue que cayó boca abajo en una postura nada digna. Llevaba un cordón franciscano al cuello, con el que parecía haber sido estrangulado, y tenía una herida de bordes macerados por los que asomaban, flotando también, un par de costillas. Para redondear la escena, lo taparon con una manta raída y corta. Si le cubrían la cabeza, no le llegaba más allá del muslo de la pierna derecha. El lugar de la izquierda lo ocupaba un palitroque torneado con esmero y capullos de rosas, pero un madero al fin y al cabo. No había duda. Era el maestro Nicola Sardine del Conservatorio de San Onofre. Si el muerto hubiese sido un pequeñuelo de la calle, algún marinero o una florista, el asunto se habría olvidado antes del almuerzo, pero tratándo134
se del honorable músico, todo cambiaba. Por ese motivo mandaron recado a su amigo y colaborador, el libretista Pietro Biscotto. Llegó cuando la víctima era depositada en un carretón como una marioneta al final del espectáculo es arrojada a su caja. A pesar de que los operarios no estaban para perder el tiempo porque querían marcharse a otro trabajo más de su agrado, no despreciaron las monedas que les entregó con las instrucciones de dónde debían trasladarlo: al hospital del orfanato donde fue acogido de niño, preguntando allí por el médico Peppino Cetriolino. En la mañana napolitana quedaron impresos para la eternidad los oropeles de la fama en pentagrama, pero su fortuna había desaparecido tiempo atrás, devolviéndole a sus humildes orígenes. Pietro comprendió que debería encargarse del enterramiento. Con la excusa de recaudar fondos decidió ver a varios conocidos comunes, para de paso, investigar por su cuenta. La primera persona que recibió su visita fue Andreina Croccheta, ahora ya viuda del banquero Curniciello, la principal impulsora de la carrera de Maese Sardine, como llamaba en sociedad a su protegido. Él compuso bajo ese mecenazgo sus mejores óperas, representadas en los teatros más prestigiosos; también oratorios y cantatas que resonaron en imponentes templos. Ella intercedió para que le concediesen el puesto en el Conservatorio después de que la enfermedad que se llevó su pierna y el largo reposo posterior enfriaron a críticos y público. Salvó su declive. Se sentía culpable porque ya entonces le había abandonado por Giovanni Mandorla,
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Mandarino, el célebre castrado, alumno de él y al que, para mayor ironía, el músico aupó hasta granjearle los favores de los nobles napolitanos y, en especial, también los de Andreina. a¿Cómo tu presencia tan temprano, querido amigo? adijo cordial entrando en el saloncito donde le había hecho esperar. Por lo inusual de la hora y la preocupante gravedad que denotaba su semblante intuyó una respuesta extraordinariaa. Sentémonos. aNicola ha sido encontrado muerto al amanecer. a¡Santa María! aexclamó ella abriendo los ojos y santiguándose. A continuación sufrió un ligero desvanecimiento que dejó laxa su espalda y le hizo reclinarse en el respaldo con la cabeza ladeada. Cuando se repuso, comenzó a sollozar estrujando un pañuelo, como intentando sacarle los hilos del pasado, que rememoró con la inmediatez de un relámpago, para tejerlos de
nuevo si estuviese en su mano. aNo quería que te enterases por otro medio. aFuimos felices. Me apenaba su melancolía de estos años. Se centró en la escuela de canto y lo demás no le importaba. No nos veíamos tanto como hubiera deseado. aLo sé. Yo le seguía tratando con frecuencia. aHas sido su apoyo. Es de agradecer todo lo que has hecho por él ¡Y qué partida tan repentina! No sabía que se hallase enfermo. aSu alma era joven pero estaba marchita. Ahora florecía, por fortuna. Tenía un encargo para el cumpleaños de la reina apuntualizó Pietro y se quedó en silencio buscando las palabras adecuadas para continuara; pero una enfermedad no fue lo que le llevó al abrazo de la muerte, Andreina. Le advertía a menudo sobre las consecuencias de frecuentar los muelles con una asiduidad enfermiza. a¿Qué me ocultas? aSu cuerpo fue encontrado flotando en las aguas de la bahía, asesinado. a¿Asesinado? ¡Madre mía! Si le asaltaron con intención de robarle, se habrán llevado flojo botín, otro motivo no se me ocurre. ¿Quién acabaría con su vida? aEso me gustaría saber y me hago la misma pregunta. ¿Tenía algún enemigo? aLo desconozco; declarados, al menos no, mas la envidia es uno de los peores estigmas en el mundo del arte. aNo solo en ese círculo. Por mi parte he intentado frenar el escándalo, pero me temo que será una cantidad insuficiente para sellar los labios murmuradores. No podía permitir que terminase en la piscina de los indigentes y espero que, según mis indicaciones, le hayan llevado 135
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para que repose en tierra santa bajo la iglesia del Loreto. aEstoy de acuerdo. Se lo debemos. Yo correré con los gastos, no dejes de informarme. aDebo partir. Confundido me hallo. aConsternada me quedo. Adiós. aAdiós. El libretista encaminó sus pasos hasta la residencia de Julio Zucchini, el Asesor de Fastos y Celebraciones del rey Carlos, para comunicarle la muerte en tan horribles circunstancias del maestro y pedir su silencio, suplicando si era preciso. Estaba a pocos metros de la entrada cuando Mandarino salió del edificio rápidamente, dispuesto a montar en su carruaje parado al pie de las escalinatas, sin percatarse de su presencia. Era el último sitio donde esperaba encontrarle. Habría interpretado mejor papel en casa de su adorada Andreina acompañándola y mitigando su dolor. Pietro vio perdida la oportunidad de hablar con él porque la calle es indiscreta por principio, no obstante, un hecho inesperado le hizo reconsiderar si abordarle o no. El cantante fue interceptado por la mano extendida del miembro de una orden mendicante. Para quitárselo de encima le dio unas monedas sin apenas mirarle a la cara. El pedigüeño le expresó su agradecimiento con palabras mal moduladas, tono estridente y oscuros matices vocales. Fueron unos segundos tras los cuales Pietro decidió no delatar su presencia y dejó marchar al primo uomo. Durante la ascensión hacia la puerta se fue preguntando qué asunto habría ido a tratar allí el excelso Mandarino. Julio Zucchini le recibió de inmediato en su gabinete. aSeñor Biscotto adijo con educa136
ción levantándose de la sillaa, es un placer verle. ¿Cuándo podremos disfrutar de su talento de nuevo? ¡ Mons Vesuvius fue realmente delicioso! aNo todo el mérito es mío acontestó intentando mostrar un tono intermedio entre la humildad y la falsa modestiaa, no le quite importancia a la música. Me gustó la orquestación de Piccolo Merluzzo, y a él también mis poemas. aSabe que en la corte se les aprecia. aDe lo cual estoy muy agradecido por la parte que me corresponde. aDígame, si hace el favor adijo Julio poniendo fin al tiempo de los halagosa, ¿qué le trae por aquí? aSí, precisamente le quería hablar de un asunto relacionado con la próxima celebración del cumpleaños de la reina, pero es un tanto delicado y solicito de antemano su discreción. aHable sin temor. aNicola Sardine ha sido asesinado. aYa conocía la noticia. Tengo mis propios informadores. aSupongo que sabe entonces dónde
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y en qué condiciones se ha encontrado el cuerpo. aCierto. a¿Significa eso un cambio de programa? Le comunico que la obra no está terminada. aEn palacio se eligió a maese Sardine porque Merluzzo estaba en Viena. María Amalia se alegrará porque ahora se lo tendrán que encargar inevitablemente a él, lo cual significa que compondrá arias de ornamento o una serenata de tono elegante para lucimiento de Mandarino, por el que su majestad siente verdadera admiración. El rey no es muy aficionado a la música pero quiere sorprender a su esposa. Como ve, problema resuelto. aEntiendo. aMe adelanto a la pregunta que no se atreve a formular: ¿qué pasa con Nicola? Me temo que es mejor recordar sus magníficas obras y su extraordinaria labor en el conservatorio. Dejaremos pasar un tiempo para que ambos aspectos prevalezcan sobre el de su muerte. aSerá enterrado en la iglesia del Orfanato de Santa María de Loreto, si no se dispone lo contrario. aNos parece correcto. Le expreso mi pesar habida cuenta de la amistad que les unía. ¿Se le ofrece algo más? aNo. Gracias, señor Zucchini. Pietro se marchó con varias respuestas y otras dudas mucho más preocupantes sonando dispersas en su cabeza como notas musicales sin terminar de armonizarse. En la calle de nuevo, el cielo era plomizo y la luz filtrada a intervalos entre las nubes iluminaba de forma confusa los soportales de la plaza. Parecía el preludio del ocaso en lugar de media mañana. Se unió al nutrido grupo de personas que se refugiaban en los porches. El fraile conti-
nuaba pidiendo para los huérfanos y otros menesterosos con monótona cantinela. Caminaba saltando charcos y sacudiendo los faldones de su hábito empapado con la energía de una muchacha bailando una tarantela, lo que no dejaba de tener cierta gracia, aunque su rostro no tenía nada de humorístico, todo lo contrario. Era de rasgos en extremo femeninos, imberbe y con mandíbula proporcionada que convergían en un delicado mentón. Lo más llamativo de su cara eran unos azules ojos donde se reflejaban gélidos abismos de un mar borrascoso, faros siguiéndole incluso cuando las columnas se interponían opacas en el haz de su mirada. Esta insistencia provocó en Pietro una aversión hacia el joven a la que no supo dar explicación. Sin saber por qué, se lo imaginó con una peluca empolvada ocultando sus cabellos trigo tostado tonsurados, y así fue como le recordó a Mandarino. Como él, este sin duda también era un castrado. La diferencia estaba en que la suerte no había tocado a los dos por igual. Mientras Giovanni Mandorla se sometió a la cruel operación pasada la pubertad, (decía que para salvar su vida después caer desde lo alto de una higuera), el desgraciado franciscano habría sido intervenido de niño, como muchos otros, pero cuando se desarrolló no consiguió los mismos resultados en sus cuerdas vocales. Al menos la vía religiosa le auguraba una existencia menos lastimosa que el arroyo y moralmente más aceptable. ¡Tantos infantes morían a manos de medicuchos y barberos! Ser un superviviente no bastaba para sacar a la familia de la pobreza y ocupar un papel protagonista en la tragicomedia elegida. Pietro abandonó esas sensaciones porque la imagen del cadáver de Nicola 137
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le asaltó, apremiante, para recordarle que buscase un cochero y saliese de la ciudad, más allá de la muralla, con objeto de comprobar si su cuerpo había llegado a su morada final. La Congregación de Santa María de Loreto comprendía varios edificios en el llano: el monasterio con su iglesia, los jardines, el orfanato y el hospital. Un poco más retirados, donde la ladera de la colina ascendía entre pinos, estaban la granja y el taller de alfarería dependientes de la orden. Pietro se apeó en el patio del centro sanitario. Sabía perfectamente dónde estaban las salas de curas y las de reposo, pero giró por un pasillo en forma de túnel para entrar en el mortuorio. aMandé hacer su pierna al mejor carpintero de la ciudad adijo Peppino secándose las manos en una tela parda colgada de un gancho cuando vio por el rabillo del ojo al recién llegadoa, ¿no lo sabías? aNo. Siempre contaba que se la ganó a las cartas a un mercader turco, y juraba que era de madera de sándalo de
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un palacio árabe. A mí nunca me contó una versión distinta. Nadie le creía pero le reíamos la ocurrencia. a¡Cuánta imaginación derrocháis los artistas! aremató, esta vez volviéndose hacía éla, ¿cómo estás Pietro? aTriste y desconcertado. Han pasado solo unas horas. No me lo explico. aMe he quedado helado cuando he visto que era él, pero es mi trabajo. aYa ves, el mío escribir en verso hazañas de héroes, caballeros y personajes lejanos en el lugar y el tiempo, muertos también al fin y al cabo. aPara alabanza y gloria de su nombre arecalcó el médico. aEs lo que espera el que paga. Si se parecen a quien me entrega unos escudos a cambio de sus delirios de grandeza, mucho mejor. Nicola cayó en desgracia por no tocar las teclas que debía en cierto momento. aLa adulación y la falsedad mueve este mundo y él era demasiado íntegro como para halagar a quien despreciaba. aPero como músico era admirable, y como maestro todavía más, por eso era tan estricto con sus pupilos. ¡Cuántos de los que ahora están de moda le deben todo lo que son y solo murmuran desprecio a sus espaldas! ¡Asquerosos desagradecidos! a¿Crees que alguno ha podido llegar tan lejos? ¿Tanto como para matarle? a¿Tú qué crees? ¿Me puedes dar alguna idea después de limpiar el cuerpo? aVerás, Nicola no murió estrangulado con el cordón que llevaba al cuello, no tiene marcas, ni tampoco ahogado en el mar. La herida del costado es profunda pero no parece de un acero. Da la impresión de haber sido causada por un gran golpe. Tiene otras señales como de puñetazos por todo el cuerpo. Hay dos cosas que llaman la atención: tenía un
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líquido negruzco y espeso en ambos oídos, como cera pero un poco más licuada, miel más bien, y le han arrancado las uñas de los dos meñiques. aSe ensañaron con él. No descarto una venganza, pero ¿de quién? aPregúntate quién gana con su muerte o quién se alegrará de ella. aEso intento hacer. Me llena todavía de más dudas para llegar al porqué. Te agradezco la sinceridad, y aunque ahora no me lo parezca, creo que esta conversación me será de gran ayuda. aEs lo mínimo que puedo hacer. aDesearía que te encargases de algo más. Le hubiese gustado reposar en cristiano y no hay dinero para una capilla. Andreina se ha comprometido a pagar algo discreto. a¡Andreina! ¡Menuda gripia! Destrozó el corazón de Nicola, y él siempre volvía a sus brazos con el menor gesto zalamero de ella, hasta que la evitó definitivamente, ¡y se las sigue dando de alma dulce y compasiva! aEra su intermedio, como lo que le gusta al pueblo para huir de la rigidez y los ornamentos sobre frases reiterativas. ¡Quién no quiere un diálogo de verdad para variar! aPero la ópera no es para el pueblo adijo el médico con una sonrisa que contagió al otroa, nunca lo será. Hay que saber hasta dónde uno puede aspirar y no vivir de ilusiones. Te sugiero no descartar la entrepierna de La Croccheta para empezar a escribir el libreto. A lo mejor desde allí puedes atar algunos hilos. aLo tendré en cuenta. Me marcho. Adiós, Peppino. aVe con Dios. Ten cuidado. aHasta la vista. Pietro Biscotto regresó para almor-
zar en su casa y descansar del ajetreo. Estaba claro quiénes ganaban con la muerte de Nicola, pues había más de uno. Andreina le sacaba definitivamente de su vida; de este modo ya no la pondría en evidencia ni se debería encargar como madre amantísima de su cuidado en la sombra, cubriendo sus deudas de juego y lamiendo sus heridas de vez en cuando. Tal vez era mejor actriz de lo que pensaba porque ya hasta dudaba de la sinceridad de su pena, a pesar de eso, no era un motivo suficiente para maquinar su asesinato. Lo que sí encajaba mejor sin salir de los intrincados pasillos de aquella casa era la figura de Mandarino. Sentía hacia él unos celos justificados, sentimental y artísticamente hablando. Si le quitaba de en medio, continuaría medrando a su libre albedrío con el compositor que más le agradaba, no con el hombre irascible para con su persona, justificado también, al que no podía evitar ver como el profesor de su adolescencia, sometiéndole a interminables ensayos hasta caer exhausto. El muchacho rebelde se había convertido en un arrogante intérprete y un amante burlado. Un móvil pasional al estilo neoclásico por sus matices diferenciadores. En segundo lugar, Pietro sopesó la oscuridad que salpicaba el ambiente artístico del siglo de las luces. Rivales tenía, pero ya en los últimos años Nicola no suponía una competencia preocupante como para hacer sombra a los Merluzzo de turno de la escuela italiana, ni para los de la alemana, francesa o inglesa. Su momento de esplendor había pasado. Ahora era el referente venerable pero no deslumbrante. No tenía nada nuevo que aportar. Los motivos económicos no los descartó a priori. Se le ocurrió el hipotético caso de que le arrebatasen la vida en lugar de la bolsa 139
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por alguna cantidad prestada sin devolver, hasta que llevó al límite de la paciencia al acreedor. Podía ser. El lugar sórdido de su muerte, bueno, de su muerte no, porque si no recordaba mal, Peppino Cetriolino le dijo que no había fallecido por ahogamiento, denotaba que conocían sus andanzas. Cuando el galeno le negó las medicinas para los dolores de sus piernas, él supo dónde conseguir algún sustitutivo más potente. El asesino podía ser alguien al que Pietro no conocía. Y volvió al motivo. ¿Y si no lo había? Debía haberlo. Entonces se le ocurrió que podía haber caído en manos de un justiciero que enfocó en la persona de Nicola Sardine lo que creía punible para vengarse, castigar indiscriminadamente o aleccionar con su crimen. Debería ir al barrio de la bahía. Bien avanzada la tarde, se cubrió con una capa gruesa y puso rumbo a los muelles. Los faroles de las tabernas alumbraban mortecinos el mínimo círculo de empedrado frente a las puertas que con ese reclamo ponían una isla
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de calor en los lóbregos callejones de almacenes cerrados. Media docena de chavales mal vestidos simulaban pelearse junto a unos cajones por el hecho de si entraban o no donde un tal «padre Francesco». Dos decidieron ir y los restantes se dispersaron. Siguió con curiosidad a la pareja hasta un modesto edificio con el símbolo de la cruz en las contraventanas. Dentro se escuchaba cantar. No eran el coro de la catedral pero no lo hacían del todo mal. Entró y se sentó en un banco lateral bastante al fondo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que quien dirigía a los muchachos era el franciscano mendicante de esa misma mañana. Cuando terminaron la pieza que estaban interpretando y este se volvió, al ver a Pietro abandonó el atril y echó a correr intentando llegar a la calle por una puerta lateral. Esa reacción le incitó a seguirle y consiguió interponerse entre él y la salida. El religioso cambió su rostro tenso por uno que demostraba falsa serenidad. aBuenas noches, hermano. aBuenas noches acontestó él.
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aHe sentido curiosidad al oír música desde fuera. ¿Preparan algún canto para la iglesia? aEnsayamos para la fiesta de San Genaro. aEntonan bien los muchachos, soy músico. aSé quién es. aAlgunos de ellos podrían recibir clases de canto. aCasi todos tiene una formación musical. Son huérfanos echados del hospicio cuando se hacen mayores. a¿Y viven aquí? aNo. Son hijos de la calle. Intento que continúen sus estudios y aprovecho las cualidades de algunos, pero es difícil hacer catequesis con el estómago vacío. aNo comprendo por qué fueron expulsados. aEn Nápoles hay muchos pobres, demasiados. Allí están bien alimentados
pero si no valen para dedicarse a la música, si fracasan cuando crecen y su voz no es la esperada, como la mía, no valen el pan que les alimenta. aEs cruel. aComo los maestros que han tenido y los barberos que les operaron. a¿Considera que ellos tienen la culpa? Cada caso es distinto. aHace muy poco me dijeron algo parecido acontestó dirigiendo su mirada hacia una repisa donde estaba la estatua de un querubín. Un ángel que lloraba sangre. Un bello ángel vengador. Pietro no sabía de quién era la frase que había leído en algún sitio, pero mientras el franciscano y una cuadrilla de sus muchachos le agarraban por brazos y piernas recordó exactamente cada una de las palabras, mientras la vida le abandonaba.
«La música puede provocar diversos estados de ánimo transitorios, como satisfacción, euforia, alegría, gozo, pena, etc., pero es incapaz de modificar un comportamiento humano, aunque sí inducirlo».
Cristina Aguas (España) Blog: elbonetedemimi.blogspot.com.es 141
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El regreso
Carmen
Martínez Marín
Pide que el camino sea largo.
Ítaca
Constantino Cavafis FUE EN PRIMAVERA, con el embrujo que producen los largos días. El invierno quedó atrás. Ellos, como las nubes, paseaban con candidez en su bailar continuo. Ella siempre había vivido en su península particular. Trabada a la tierra que pisaba. Siempre conectada de pies y manos al hogar. Un hogar inexistente con ansias por hallar el verdadero. Juntos iban a atravesar los mares sin importarles las tormentas. Fue el océano el que los trasladó al rumbo elegido. Por mar y por aire, llegaron hasta el arrecife deseado. Nunca desierto. Las palabras y las imágenes fueron su vida. Mientras duró. Cuando llegó la nieve, una cortina enturbió el escenario de sus Fotografía de la autora 142
vidas. Después de lidiar distintas batallas, esas que la convivencia proporciona, la situación se hizo insostenible. Las copiosas nevadas no cesaron aquel invierno. El día que dejó de nevar, sin esperar a la nueva estación de las flores, las maletas estaban preparadas en aquel pequeño hall del coqueto apartamento donde fueron deshechas un día. Él salió temprano aquella mañana después de una acalorada discusión. Ella dejó una nota sobre la consola de la entrada: «Esta Ítaca no es la mía. Vuelvo a mi península». Después de varios trasbordos necesarios ha iniciado el regreso. El viaje.
Carmen Martínez Marín (España) Blog: aymaricarmen.blogspot.com
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Mujeres al borde de un precipicio
Gloria
Arcos
Recordaba apenas las carreteras de tierra que conducían a aquel lugar mágico... PROMETÍA SER una jornada de atardeceres rosas, malvas y anaranjados en el «finis terrae», pero se convirtió en un episodio surrealista, más propio de la película «Mujeres al borde de un ataque de nervios».
Quería mostrarles a mi hermana y a sus amigas la mejor vista de Finisterre, desde el «Monte do Facho». Recordaba apenas las carreteras de tierra que conducían a aquel lugar mágico, desde donde se contemplaban las 143
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dos bellísimas playas encontradas, el istmo del cabo y el pueblo. Pero nos equivocamos y emprendimos el camino que únicamente podrían culminar tractores y vehículos 4x4, pero no mi nuevo Kia Río. Las cuatro, viendo que aquella ruta era impracticable, decidimos buscar una mejor, pero pronto nos dimos cuenta de que estábamos en un camino cortado, con un espacio muy reducido para girar. Con años de carnet, pero poca práctica, la conductora —mi hermana— erró la maniobra y el coche quedó encajonado en un precipicio de 240 metros, un monte en pendiente y un escaso metro para maniobrar, lleno de maleza inestable. A sus pies estaba un mar bravío, que impenitente golpeaba con fuerza contra las rocas. Al vernos encajonadas, las cuatro mujeres reaccionamos de forma muy diferente. La conductora hacía maniobras imposibles, girando las ruedas, mientras la dueña del vehículo, o sea yo, temía que el auto se cayera por el precipicio. Un poco más abajo, Cristina corría monte abajo a la vez que gritaba: «Un hombre, voy a buscar a un hombre». Coincidió que en aquel momento la llamó su hermano. Preocupada, le comentó nuestras desventuras, al tiempo que aprovechaba para pedirle que nos enviara ayuda, ya fuera el 112, los bomberos o la grúa. Mientras, la otra amiga, Mar, muy nerviosa, no paraba de repetir: «No sé cómo nos hemos metido aquí, además con un coche nuevecito». La conductora, con las chanclas rotas y cada vez más apurada, nos perjuraba que sí, que había espacio suficiente para 144
girar, y se ponía manos a la obra con todo su empeño. Las dos mujeres que permanecíamos a su lado, intentábamos frenar lo que ya parecía inevitable, una caída al mar desde 240 metros de altura. Y mientras una asía las manillas de las puertas, la otra empujaba por el morro para que el coche fuese hacia atrás, pero sin clavarse en la tierra, a la vez que yo le gritaba: «Pili, bájate, que un coche se puede comprar, pero una hermana no». Aunque no me hacía ningún caso y persistía. Tras muchos intentos baldíos, al final logramos darle la vuelta y avisamos de que ya no necesitábamos ayuda, y por supuesto, tampoco a ningún hombre. Mas no acababa nuestra aventura ahí. En el camino de vuelta nos encontramos con una pendiente increíble, llena de piedras y baches, donde el vehículo derrapaba y se hundía. Dar la vuelta era una tarea imposible y estábamos, de nuevo, en otra situación insalvable. Pero, esta vez, la Providencia acudió en nuestra ayuda. En la cumbre, una familia que había subido por la carretera en su 4x4, observaba la puesta de sol. Con el claxon y agitando las manos les pedimos su ayuda. Y cuando llegaron a nuestra altura nos comentaron que no se habían atrevido a cruzar por donde estábamos nosotras con su vehículo todoterreno. Pero, afortunadamente, resultaron ser unos conductores avezados. El padre y su hija camionera comprobaron que era imposible llegar arriba, pues el coche derrapaba, se hundía en unos baches muy profundos y ellos no disponían de cable para ayudarnos. Pese a todos los contratiempos, con una destreza inimaginable, la chica logró dar la vuelta al coche. Nosotras, emocionadas, después
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de agradecerles su ayuda, comenzamos nuestro regreso. Como la joven camionera nos había avisado de que con el peso podíamos derrapar, nuestras compañeras de aventura, Cristina y Mar, decidieron que era mejor ayudar al vehículo y se bajaron. Y mientras mi hermana y yo continuábamos por aquel camino de cabras, ellas iban delante apartando las piedras que se podían clavar en las ruedas, mientras se desternillaban de risa. Al cabo de una media hora por unas carreteras de tierra, sin asfaltar, llenas de huecos y piedras puntiagudas, cuando llegamos a una zona menos peligrosa, ellas se subieron y empezamos a bajar el monte. Tras muchos apuros, cuando finalmente llegamos a la carretera que nos llevaba al faro, el guirigay que se produjo a bordo era increíble. Al llegar al faro, tras aparcar, espontáneamente y casi al unísono y entre risas nerviosas, gritamos las cuatro: «¡Hemos sobrevivido!». Y para que quedase constancia de esta aventura, que jamás olvidaremos, lo escribimos en la luneta, llena de tierra, de mi amado Kia Río.
Gloria Arcos Lado (España)
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Zombificación por cuenta ajena
Plinio el Bizco Tenía esa sensación de muerte cristalina... ESTÁBAMOS en medio del desierto. Nuestro avión ardía. Los únicos enseres que teníamos eran los paracaídas, algunos litros de agua, una brújula y un espejo. La mayoría quiere ponerse en marcha por el Sáhara. Merzouga está a unos 100 km. Debatimos. Defiendo la idea de quedarnos, protegernos del sol con las lonas de los paracaídas y emplear el espejo para hacernos ver por los servicios de rescate. Me dicen que el 146
grupo no puede disgregarse. Partimos, la regla es que no podemos separarnos... Apenas perdí de vista el edificio del que salí cuando sonó el móvil; había superado la entrevista con éxito, me habían seleccionado. Debía volver a la oficina para el reconocimiento médico. Tuve un «déjà vu» en ese instante, recordé otra selección, aquella vez fui un náufrago. No entiendo a las grandes em-
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presas, ese poso de sadismo; les gusta imaginar tragedias donde involucrar a los aspirantes como si en su futuro inmediato el día a día fuera a estar basado en decisiones a vida o muerte. Las pruebas consisten en yincanas interminables a base de entrevistas y psicotécnicos semejantes a larguísimos sudokus, todas esas pamplinas para luego colocarte en cualquier lugar del engranaje. En mi caso, sin tener afición ni conocimientos deportivos, me pusieron a vender bicicletas estáticas, cuando en la última actualización de mi currículum me constaba que tenía el título de técnico de imagen y sonido. Pasados unos lustros, agotadas las expectativas de promocionar y ver un mundo más allá de la Galería Comercial, acabas por quemarte, «Síndrome de Burnout» lo llaman, y terminas por declarar la guerra incondicional a la Compañía. Mis primeras acciones para delimitar el frente fue persuadir a los pensionistas o a los más humildes de que no malgastaran su dinero en ningún artilugio digno de Torquemada. «Pasear es gratis», les decía. «Subir escaleras tampoco cuesta dinero». Si aun con todo seguían dispuestos, les buscaba la financiación menos abusiva. Con las parejas era más sencillo, frecuentemente uno de los dos no quería hacer la compra, bastaba con meter la cuña de que el dichoso aparato les iba a ocupar media habitación para el resto de sus días, y una vez pasada la fiebre de «ponerse en forma» terminaría arrinconado en el balcón o debajo de la cama. —Por el mismo precio pueden apuntarse a un gimnasio y tener a su disposición toda una amplia gama de aparatos. Normalmente, el interesado terminaba renunciando y llevándose un folleto con cierto aire de no saber muy bien
qué había ocurrido. En cambio, la otra parte, con aire victorioso, se despedía dándome las gracias mientras comenzaba con una batería de reproches a su compañero/a. —Ves, ya te lo decía. Saboteé la sección de deportes durante años e incluso comencé a extender mi influencia por todo el bazar ligero. Si al pasar por otros lineales alguien me preguntaba, por ejemplo, sobre una tostadora programable último modelo le contestaba: —¿Y para qué quiere semejante cacharro? Así transcurrieron mis días de comercial subversivo contra el capital, hasta que me topé con un ser voluminoso, encaprichado de un espectacular banco de abdominales. Luego resultó ser el sobrino predilecto del jefe de departamento... Limpié mis zapatos en el felpudo y entré sin llamar, como decía el cartel de la puerta. La oficina estaba desierta. La sala donde nos habían reunido minutos antes aún mantenía, entre imaginarias dunas, la elipse formada por las sillas vacías. Por si acaso, esperé en una bancada cercana a los lavabos, como si fuera un oasis, cerca del agua, no fuera que la prueba continuara. La megafonía me advirtió de que pasara a reconocimiento. Una especie de rastafari con bata de médico me dijo que me descalzase. El piso de la báscula me resultó desagradable, estaba impregnado de una pasta viscosa que comenzó a picar y escocer primero por las plantas de los pies hasta extenderse por todo el cuerpo. La urticaria contenida me impidió alegar que todavía no habíamos hablado del tipo de trabajo ni de las condiciones económicas. El doctor, con aspecto de hechicero, sonreía. 147
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Comencé a sentirme mal y perdí el conocimiento casi inmediatamente. Oí a unos camilleros que hablaban de llevarme al «Depósito de vagos», por los pasillos escuchaba que el veneno del pez globo puede introducirse en el organismo a través de la epidermis. La oscuridad reinaba en mi cabeza. Tenía esa sensación de muerte cristalina que te invade irremediablemente cuando te sientas en un sillón orejero después de una opípara comida. Supe que habíamos llegado por el ruido de los nichos al rodar por los raíles de almacenamiento. El forense tardó. Se disculpó por la hora. «Estaba comiendo», dijo, mientras todavía masticaba. Adiviné su pitanza; una mezcla potente a base de cebolla de Fuentes y morcilla de Burgos. —Nada que hacer —comentó después de examinarme como un perro trufero y determinar: «Parada cardiorrespiratoria». Con tres pulsaciones por minuto cualquier médico certifica la defunción. No tienes pulso ni respiración, las constantes vitales se mantienen durante días, pero la falta de oxígeno afecta irremediablemente al cerebro. Lo último que oí es que como el deceso había ocurrido en sus instalaciones la Compañía se iba a ocupar del entierro. Pasados unos días me sacaron para airearme antes de comenzar una reanima-
ción espantosa basada en danzas atávicas y tambores rituales. No sin esfuerzo y dolor de cabeza, renací zombificado. Me dijeron que iba a tener suerte. La Compañía no era rencorosa y no iba a volver a la sección de Estáticas. Me esperaba el asfalto como rider, sirviendo comidas en bicicleta o llevando paquetes a domicilio como hombre reparto y un cajón de sherpa. Incluso con el tiempo podría promocionar a la banca para la venta de electrodomésticos por telemarketing. El sueldo no iba a ser gran cosa, pero me garantizaron que me alcanzaría para una comida al día y poder contratar una plataforma digital repleta de series para mis noches de asueto. Sólo tenía que firmar. Aquí:
Plinio
Plinio el Bizco (España)
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El viejo profesor Carmen
Hinojal Me sorprendió la llamada... SUBÍ LAS ESCALERAS hasta el último rellano. La luz penetraba por una vieja claraboya por la que se veía un cielo encapotado. Acababa de sonar el timbre del recreo. Chicos y chicas venían alborotando por los pasillos. Los de los pisos superiores aparecieron bajando a toda prisa las escaleras, con el único afán de llegar los primeros al patio. Corrían todos a una, como programados por la mente de un reloj colectivo. —¡Dejad pasar a este señor! —ordenó Hortensia, la conserje, que llevaba un paraguas chorreante en la mano. Me aparté justo a tiempo. Corrían en pos de un mismo imposible: la libertad. Las profesoras de preescolar llevaban a los más pequeños cogidos de la mano. Miré por la ventana del segundo piso la cancha de baloncesto. El suelo estaba
cubierto de grandes charcos que reflejaban nubes oscuras. Muchos niños jugaban con prisas al balón, lanzando a la vieja portería balones a medio inflar. Los chicos más mayores se reunían en corrillos, hablando de sus equipos y cantantes favoritos. Hasta mí llegaban las voces de las adolescentes, que se resguardaban de los goterones bajo el alero del tejado. Se reían divertidas, haciendo muecas a los chicos. Envidié su juventud, y un tiempo ya pasado, cuando cursé mis estudios en su mismo colegio. Quería saber cómo se encontraba mi viejo amigo. La noche antes había hablado con la conserje. Me había comentado, de pasada, su grave enfermedad. Él había sido —con sus clases de Escritura Creativa, que solía impartir los viernes por la tarde— quien me había lanzado al sueño de ser escritor. 149
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Hortensia me saludó, contenta de verme de nuevo después de tanto tiempo. —Buenos días —me dijo, abrazándome como a un pajarillo con su corpachón de matrona. La conocía desde que mi madre y ella compartieran mi infancia y juventud. Mamá había sido su mejor amiga y también empleada del colegio. —El profesor ya no es el mismo de antes. La enfermedad le deja muy cansado, aunque se empeña en seguir viniendo por aquí; el director se lo consiente, como si fuera un niño mimado. Le ha cedido como miembro honorario uno de los despachos. —Le viene bien distraerse —contesté mientras le enseñaba orgulloso la publicación donde aparecía mi nueva entrevista. —¡Por fin lo conseguiste! ¡Lo consiguieron! La leeré en cuanto me deje tiempo mi quehacer. —Te dejaré una copia, Hortensia. Y traigo también libros firmados para los conocidos. Me dio las gracias con una sonrisa y pasó en primer lugar, siendo mensajera de mi alegría. —Profesor Amado, ¡mire quién ha venido a vernos! Parecía como si no acabara de creerse que estaba de nuevo allí. No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvimos en su antiguo despacho, que ahora disfrutaba el nuevo director. —No me engañan mis cansados ojos —dijo, abrazándose a mí—. Ni en sueños lograba encontrarte, José. Pero has venido. —Como prometí —respondí emocionado. El hijo pródigo había regresado al lugar donde aprendió a ser él. 150
Nos sentamos cerquita de la ventana, como antes acostumbrábamos a hacer. Hortensia nos había traído café y magdalenas. Le agradecí que se acordara de mis gustos. —¡Come José, que no vea yo ni una miguita! —Están muy ricas las magdalenas, mi querida Hortensia. Me sentía de nuevo en casa, lejos del alboroto de tantos como quisieron agradarme desde el momento en que me hiciera famoso con mis libros. Hortensia salió, complacida porque había alegrado el día al profesor. En cuanto ella se fue cambió su actitud cariñosa y me miró molesto. —Ahora que Hortensia se ha marchado, siento que debo decirte lo que pienso. No puedo creer que seas tú el que escribe esos libros llenos de frases rimbombantes para halagar conciencias vacías. No estoy contento contigo. Te vendiste a las miserias humanas, a todo aquello de lo que renegabas. Yo no quería eso para ti. Le miré con asombro. No estaba allí para oír consejos paternalistas. Cogí mis libros y los guardé en la mochila, con la intención de marcharme. —Sigues siendo tú, a pesar de todo. Con ese genio imparable que te hacía diferente. José, contesta a una sola pregunta: ¿por qué te rebajaste tanto? Hubiera querido explicarle las nuevas tendencias en literatura. Decirle que era él el que se había quedado muy atrás. Que su disertación estaba equivocada. Ya no se escribían libros con argumentos que hacían pensar al lector. La gente quería leer algo sencillo, tenía poco tiempo que dedicar a ese placentero instante. Los libros eran sólo un divertimento más. —¿Desde cuándo escribes para las
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masas? No arriesgas nada en las tramas, y encima lo haces con un lenguaje pobre e insulso —dijo, visiblemente enfadado. —Nunca quise ser maestro de nadie. Apenado, me miró a los ojos. —La fama y el dinero no pueden haberte cambiado tanto, José. Antes no eras así. ¡Qué sabía el viejo de lo que era importante en mi vida! Tenía un buen coche, una casa nueva y mujeres que bailaban al son de mi música. Había triunfado y me decía que era un fracasado. No sabía qué estaba haciendo allí, aguantando la decadencia del viejo. Al salir de la escuela, dejé mis libros en el mostrador de Hortensia. Me fui con la idea de no regresar. Los chicos ya volvían del recreo, con su barullo de sueños guardados en la cabeza. Supe de su muerte un año después: el viejo profesor apenas había dejado en el mundo huella de su paso. Me sorprendió la llamada. Para mí, que acababa de pasar toda la noche en una fiesta, con motivo del lanzamiento de mi nuevo bestseller, me pareció un despropósito despertarme. Todavía sentía la cabeza abotargada y la boca pastosa me impedía vocalizar. —¡Diga! ¡Diga!… Una voz desconocida me hablaba con la calma del que sabe del oficio. —Me llamo Lucas Salfredi, soy el notario de… Asentí como si le tuviera delante. Dije que iría. No había nadie más que yo en su despacho. Desde las ventanas veía un trozo de mar. Y la estela de un avión rayando el cielo azul. —Usted es el único heredero de su patrimonio —me dijo. Yo no necesitaba nada del viejo profesor. Lo tenía todo, y de sobra. Pero
me podía la curiosidad por saber qué me había legado. —Estas son las escrituras de la casa. Le entrego las cuentas de don Amado y le comunico, para su satisfacción, que no deja deudas. Si firma y se hace cargo de la herencia, ya no le importunaré más. A menos que quiera seguir contando con mis servicios; por su puesto, quedo a su entera disposición. Me estrechó la mano y me dejó su tarjeta. Olvidé todo aquello. Y seguí viviendo. La noticia no se hizo esperar. El nuevo fenómeno social acaparaba los escaparates. Los editores me olvidaron. Había pasado la riada de éxito que me encumbrara a lo más alto. Ya no era el que salía en las noticias. Mis libros habían pasado de moda. Comenzaron las penurias económicas. Nunca había sido un buen gestor de mi patrimonio. Había derrochado a manos llenas, estaba al borde de la pobreza. Sentí el abandono de todos aquellos que me habían alabado. Hasta el amor de la mujer que presumía quererme mucho más que a sí misma se había evaporado como la niebla al salir el sol. Tuve que dejar el costoso apartamento. Y vender el Ferrari para pagar las deudas. Mientras hacía la mudanza, que me llevaría a un hotel barato de extrarradio a la espera de conseguir algo mejor, reparé en la vieja caja donde se guardaban las pertenencias del profesor. Sentado por última vez sobre la cama, saqué su contenido: había un llavero que contenía varias llaves y una carta para mí. Me decía que le perdonara sus últimos exabruptos. Que siempre había sido para él como un hijo… en fin, lo que se suele decir a un heredero cuando no se tiene en el mundo a parientes de tu sangre. 151
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La casa heredada me ofrecía una posibilidad. Ya no tendría que malvivir en un hotel barato. La dirección aparecía al final de la misiva. Con mis escasas pertenencias, partí hacia allí el primer día de enero. El taxista me dejó frente a una casa enorme. La casona parecía estar bien asentada y no le hacían falta muchas reformas. El viejo profesor la había mantenido para ser habitada en cualquier momento. Quizás fuera el lugar donde pasara sus vacaciones. El mar rugía muy cerca de allí. Los chillidos de las gaviotas señalaban la ruta hasta los acantilados. La casa me permitió serenarme. Estaba a gusto. Me sorprendió la tranquila constancia de los días. Al mes de estar viviendo en ella, recibí la visita del notario. —Perdone que le venga a molestar —me dijo. Pero olvidé otra cosa de suma importancia. Intrigado, le dejé hablar. —Es sólo una llave que olvidé entregarle. Debí dejarla entre los objetos de 152
otro de mis clientes. Lleva una indicación que me hace pensar que puede ser de esta casa. Pruébela en cualquier cerradura. Y si no le vale, me la devuelve. Una llave. Una simple llave que me cambiaría la vida. Introduje la llave en los distintos cerrojos de la casa. Pero no pertenecía a ninguno. La curiosidad, que en un principio me impulsó a buscar, se fue desvaneciendo con el tiempo. Acabé dejándola dentro de un bote en la mesa de la cocina. Salí a disfrutar del paisaje marino. Las callejuelas que llevaban hasta un pequeño puerto me parecieron peculiares. Había callejones sin salida y multitud de ventanitas en donde florecían los geranios y tendederos con ropa colgada. La gente era amable y me saludaba al pasar. Me gustó ser un desconocido entre ellos, que nadie turbara mi deseo de intimidad. —¿Qué va a tomar el señor? —Un café con leche. Y dos magdalenas si tienen, por favor. La muchacha me sonrió, cómplice de
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mi antojo. —Las hago muy de mañana. Son muy tiernas. Encontré por la tarde a la muchacha en bañador. Venía colorada por el esfuerzo de subir la cuesta desde la cala hasta lo alto del sendero. Hablamos como viejos conocidos. —No le pregunté si le gustaron las magdalenas. —Ni yo pregunté tu nombre. —Me llamo Elsa, y sé que el tuyo es José. Sonreí. A lo largo de la tarde hablamos de cosas intrascendentes, pero no menos importantes. La invité a la casa para regalarle algunos de mis ejemplares más vendidos. Me pareció sensato entablar una amistad con una muchacha tan alegre como ella. Pensé en los libros. Publicarlos me había supuesto una vida de lujo, pero todo eso ya había pasado, como un bonito sueño. Ahora pensaba escribir algo diferente. Aunque no fuera tan comercial; había escarmentado. Si el libro era lo suficientemente bueno, volvería a redimirme y ser de nuevo alguien conocido. Pero me prometí que no me dejaría llevar por la euforia y la fama. Comencé a escribir la nueva novela aquella primera noche de febrero. Pero me atoré en la primera frase. No sabía qué me estaba pasando. Siempre fui alguien que escribía de un tirón y luego corregía y podaba las malas hierbas. Cada palabra me sonaba a hueca. Desesperado, me dije que había perdido el don. «Esfuerzo y trabajo, la inspiración es un invento de los engreídos» —me sorprendí recordando la vieja máxima de mi querido profesor. Pero los días fueron pasando y la cosecha de palabras apenas llenaba cinco folios. Los leía y los volvía a leer. Tachaba y volvía a escribir lo mismo. Era co-
mo un escalador que, tras haber llegado a la cima más alta, no lograba encontrar fuerzas para bajarla. La campanilla de la casa retumbó en el silencio de las alcobas. Miré a través de la ventana y la vi. Era ella, que venía con un plato cubierto con un paño. «Trae magdalenas», me dije ilusionado como un niño. Sentía su olor a través de las rendijas de la puerta. Antes de abrirla para que entrara el sol, me fijé en su pelo dorado, en sus ojos color miel. En sus brazos morenos y en su falda de gatos estampados. —Son para ti —dijo confiando en acertar con el regalo. —Te lo agradezco de verdad. Soy un goloso empedernido —reímos los dos. Y la invité a que conociera la casa. Pronto se fijó en la llavecita que todavía reposaba dentro del frasco, en la mesa de la cocina. Se entretuvo con ella, haciéndola tintinear. —No sé qué es lo que abre. No encontré la cerradura. —Probaremos con el cajón de esta misma mesa —me dijo, tenemos una parecida. Bajo la mesa de la cocina había en efecto un cajón. Tan grande como para contener el mantel y las servilletas, y un espacio para guardar los cubiertos. Pero no había nada de eso allí guardado. Como a sus anchas, había útiles de escribir y varios cuadernos de rayas. —Serían del profesor —le dije. Ella los ojeó con curiosidad. Y me los tendió para que los viera. —Parecen manuscritos. Están numerados —le dije. —Ya tienes un entretenimiento más. Tal vez te guste leer lo que escribió el profesor en sus tiempos de ocio. 153
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Cuando Elsa se fue, llevándose con ella mi agradecimiento, comencé a trastear en todos los cajones de la mesa. La llave había destrabado los pestillos y se abrían para mí, entregándome sus secretos durante tanto tiempo guardados. Eran cinco cuadernos, llenos hasta las tapas, con una caligrafía menuda y sin tachones. Me los llevé a mi cuarto para leerlos con más comodidad. El viento se había vuelto perezoso y apenas soplaba aquella tarde. Pero en el cielo las nubes anunciaban la llegada de la lluvia. Hice café con leche y me dispuse a leer el primero de ellos mordiendo una magdalena. Evoqué con ternura a la muchacha. Imaginé sus manos batiendo la masa. Echando en los moldes el relleno y llevándolas al horno. Aspiré en ellas su dulzor. Me gustaba haber encontrado una amiga. Esperaba no perderla como a los otros. Me sorprendí al leer las primeras frases. Recordaba cada uno de los párrafos: estaba leyendo mi primera novela. Mi viejo profesor la había guardado como un tesoro. Nunca fue publicada, tenía mucho que aprender antes de eso. Pero me extrañaba que no tuviera correcciones, él solía tachar los párrafos destacándolos con un lápiz amarillo. Tal vez yo los había pasado de un cuaderno a otro, y tirado el primer borrador. Entonces no tenía ordenador, ni siquiera máquina de escribir. Lo hacía a la antigua usanza. Pude imaginarme al viejo profesor, peleando con mi manuscrito ante los edi-
tores. «Así eras tú. Antes de perder la ingenuidad». Parpadeé. Me había quedado dormido. Al caer al suelo, el cuaderno me había despertado. Estaba muy impresionado por su lealtad. Y le oía en mi cabeza como si estuviera a mi lado. Él estaba allí, siempre estuvo conmigo. Como ahora, leyendo la historia que le había contado veinte años atrás. Me dispuse a seguir el antiguo camino. Había encontrado mi verdadera voz.
Carmen Hinojal Amores (España)
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Retrato de una vida disipada
Giancarlo Andaluz Queirolo 155
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Salta el carboncillo sobre el lienzo... AL FIN, el retrato prometido. El lienzo en el caballete se muestra como un vacío perturbador que me indica el camino a seguir en esta nueva travesía a la imaginación. Desde su alta silla de madera observo su bella figura, por la que mis dedos aún temblorosos pasean a sus anchas antes de iniciar el lento vuelo del pincel. El vino descansa dentro de la botella de vidrio junto a una copa de cristal, que es la última que me queda de la media docena de copas que heredó de mamá. Junto a la copa está el cenicero que lo acompaña en estas largas jornadas de inspiración, siempre cargado de filtros aplastados y enterrados bajo sus propias cenizas. En otra mesa, una cuadrada y manchada de mil colores, descansan las pinturas en sus pomos y chisguetes. Los sucios pinceles llenan una caja rectangular que antes fue un joyero, y antes un árbol, y al principio de toda esta historia, solo una ilusión de la naturaleza, un generoso capricho de Dios. Los aceites sellados esperan conjugarse con los pigmentos multicolores que, una vez listos, irán a reposar en la paleta de colores. La modelo detrás de lienzo espera paciente, sentada en un sillón, delante de una ventana entreabierta que deja entrar algunos rayos de sol que la iluminan perpendicularmente como se ilumina una gruta secreta o un claro del bosque al mediodía. Los cabellos recogidos formando un moño sobre su nuca, resaltando su largo cuello de cisne. El rostro lavado y pálido, excesivamente pálido para ser real. Salta a la vista la luminosidad de sus verdes ojos de gata hipnotizada, de gata somnolienta que espera el mínimo descuido del 156
amo para volver a los brazos de Morfeo. Lleva puesto un vestido azul que deja sus hombros descubiertos y realzan aún más su tímida e impactante belleza eslava. Resaltan sus delgados labios rosa debajo de su perfecta y mínima nariz, que solo se logra apreciar gracias al roce involuntario de algún perdido rayo de sol matutino que se cuela por la rendija de la ventana. La composición está hecha, aunque el artista aún no la ha descifrado del todo. La mujer acodada en un sillón Luis XIV, con las manos entrelazadas a la altura del vientre, abrazando al futuro ser por venir, apoyada sobre sus piernas, cubierta toda por el largo vestido que se asemeja a una sotana episcopal, vestido que deja ver solo retazos específicos de esa piel tan perfecta como blanca. El artista se sirve la primera copa de vino, el choque de los vidrios retumba en la silenciada habitación, esparciendo su aguda vibración por las cuatro paredes del salón hasta estrellarse en el cielo raso carcomido por el tiempo y la pobreza. Entonces visualiza a la mujer, la observa detenidamente con los ojos y con el alma, observa cada quiebre de sus perfectas líneas, cada movimiento repentino y compulsivo que luego se convierte en un gesto inconsciente de ternura ingenua. Bebe un sorbo de ese vino barato y amargo, luego se lleva un cigarro a la boca, el mismo que permanece apagado mientras aprecia a su musa. Silba primero y luego tararea una vieja canción wagneriana, basada en las leyendas de Edda y del Nibelungenelied, titulada «La cabalgata de las Valquirias», composición que siempre lo ayuda a iniciar el complicado camino por los cam-
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pos blancos de un lienzo vacío. Busca luego el disco de Wagner y lo pone en el gramófono, empiezan a sonar los primeros acordes de «Die Walküre», y sube el volumen al máximo. El carboncillo empieza a delinear el contorno del cuerpo de la modelo. Los primeros trazos son toscos, pero definen en conjunto el área total de la musa inmóvil. Esboza luego su rostro, ese rostro ovalado de inmensos ojos verdes y de boca pequeña y rosada. Luego el cuello, que es tan largo que hace interminable el camino que conduce a sus desnudos y hermosos hombros. Salta el carboncillo sobre el lienzo, libre como un conejo revoloteando por una amplia pradera. Después de algunos minutos, el artista baila al son de El crepúsculo de los dioses, danza alocadamente y bebe sorbos de vino de su copa de cristal. Ha terminado el boceto de su musa, ahora no queda sino la extraña sincronía del baile cromático y la lágrima. Amador está en la ruina. Pasa el día huyendo de los acreedores, encerrado en el bar de La Rotonda, donde suelen esconderlo sus más cercanos amigos. Debe varios meses de alquiler, también a la señora del mercado, a la de la panadería y al dueño de la tienda de artículos de arte donde suele adquirir sus lienzos y pinturas. De un tiempo a esta parte ha dejado la pintura de lado, siente que ya no lo llena como antes, que su vida ha sido una constante de derrotas y malos pasos que le impiden de cierta manera seguir con su pasión. Se ha refugiado en el alcohol, pues, aunque no tenga un quinto en sus bolsillos, siempre hay una botella de donde colgarse hasta el amanecer. Mauricio y Juan son sus camaradas de bohemia, ambos son artistas también y viven la vida al enredado estilo implan-
tado por Amador. Tiempo atrás logró cierto renombre en la sociedad cultural de la capital, hasta llegó a exponer en la Sala de la Municipalidad algunos trabajos suyos, los que le valieron el título de maestro contemporáneo de las artes. Asiduo a los bares de poca monta y a los cabarets de medio pelo, ese título se fue perdiendo en el recuerdo de sus admirados seguidores, y poco a poco lo fue cambiando por el de infante terrible. Un enfant terrible como lo fue en su época el joven Rimbaud. Adicto al ajenjo y al hachís, su vida en adelante transcurrió en la última mesa del mismo bar de siempre, en donde, protegido por la tenue luz de la lumbre, consumía licor hasta la inconsciencia, para luego terminar en el fumadero de La Rigolette con una pipa sembrada en sus adormecidos labios. Estaba perdido, se sentía extraviado en un mundo que hasta hacía poco lo veneraba con locura, con sofocante adicción. Hay miles de artistas que crean a diario, pero solo unos cuantos son aceptados o siquiera discutidos por el espectador, y de ellos, muchos menos todavía llegan a ser admirados y consagrados por la sociedad. Amador había alcanzado la consagración, el soñado Parnaso, pero el temor a la fama lo arrastró cuesta abajo por esa callecita estrecha que es la vida dorada, la que siguen y por la que se pierden la gran mayoría de los artistas del mundo. Amador se salió de la vía recta que le marcó su gran exposición en el salón de la Municipalidad, vio la flecha que indicaba el camino a la consagración y se detuvo, justo antes de iniciar el tramo final hacia la gloria. Entonces tomó un desvió, un descanso antes de seguir por esa senda, pero ese camino nuevo, que al parecer era corto y sin complicaciones, acabó siendo una vía alterna al in157
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fierno en la tierra, a la muerte en vida. El dinero que obtuvo por la venta de sus cuadros lo dilapidó con una facilidad casi envidiable. Fueron testigos las mesas de La Rotonda, donde las rondas eran interminables y las noches largas jornadas de baile y lujuria en las puertas del infierno. Muchas mujeres pasaron por sus labios, mujeres que duran lo que un billete en la mano de un derrochador. Conoció el sexo sin amor, los placeres de la carne, la exaltación de los sentidos, pero lo olvidó pronto, como se olvidan las fechas de los parientes muertos. Y en tiempos de sequía espiritual, cuando el alba amenazaba los dominios de la noche, recordaba a su madre, a quien perdió de una manera atroz luego de dejarla en el más absoluto olvido. Y la fiesta entonces se convertía en epifanías de llanto y dolor. La sociedad culta esperaba el regreso del maestro superando el desparpajo mostrado en su única exposición, pero ese día no llegaba. Al parecer había olvidado quién era y ahora solo se veía como un títere alcoholizado y melindroso, adicto a los bares y a despertar en las bancas de los parques o en las plazas públicas que abundaban en la ciudad. Cuando todos lo daban por perdido, apareció ella para salvarlo, aunque tal vez demasiado tarde. Se llamaba Gina y era la perfección con cuerpo de mujer. Hija única de una familia acomodada, consentida por sus padres, hacía lo que quería, y hasta llegó a enamorarse perdidamente de Amador, aun sabiendo lo que fue, y en lo que se había convertido con el transcurso de los años. Fue una noche de teatro conceptual en la que se presentaba una adaptación del Ubú rey de Alfred Jarry. Ella hacia el papel de la intrigante Madre Ubú, y desde que 158
Amador la vio sobre el entarimado, se enamoró para siempre de ella. Amador aplaudió a rabiar cada entrada suya a escena, y clamó silencio cada vez que retumbaba algún cuchicheo por el amplio y colmado teatrín. Al terminar la representación, lanzó vivas desmesuradas arrastrando a los demás a seguirlo en su júbilo alocado y ebrio. Trató de buscarla entre la multitud que intentaba acercarse a los artistas, pero no logró hacerlo. En vano profirió discursos halagadores sobre una mesa tambaleante, pues sus palabras alcoholizadas no llegaban hasta sus oídos, bombardeados por fieles e insistentes seguidores que le pedían un autógrafo, o al menos chocar una copa de vino con ella. Pero sus ojos estuvieron siempre conectados en la amplitud de aquel salón, nunca dejaron de mirarse y de decir sin palabras lo que uno sentía por el otro. Habían sido flechados esa noche, y la unión de ambos sería para siempre. Al finalizar la puesta en escena, y sin haber conseguido acercarse a la bella actriz, Amador salió desairado del salón, balanceándose con una botella de vino semivacía en la mano y un cigarro consumiéndose en la otra. Pasó por calles escarchadas de rocío, danzando como un alocado arlequín, chapoteando en charcos sucios como cuando niño, y tarareando su tonada preferida con sanguínea efervescencia, mientras bailaba alrededor de la estatua enmohecida de Balzac. Y fue en ese preciso momento de júbilo desbordado que ella apareció, envuelta en un abrigo negro que resaltaba aún más la extrema blancura de su rostro, y desde esa noche, en la que recorrieron por primera vez juntos los caminos anhelantes de la pasión, no se separaron nunca más. Con el tiempo llegó una niña a sus
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vidas, aunque su presencia en el seno familiar no lograría enderezar el camino de Amador, que ahora estaba más perdido que antes. Todos hablaban de él, mal que bien, pero hablaban. Sus grandes amigos iban ganando renombre en el medio artístico, con exposiciones grupales en las que colgaban en altas paredes sus más recientes creaciones. Ellos invitaron muchas veces a Amador a formar parte de los colectivos, pero él siempre respondía de la misma manera, alzando su copa de vino, para después de brindar en silencio con el mundo, beber de un sorbo el líquido amargo, y luego, ante los ojos de los presentes, terminaba arrojando contra el piso la copa vacía, que se hacía trizas al igual que sus sueños y los sueños de gloria de su amada Gina. Pasó el tiempo y la fama alcanzó a sus amigos, que dejaron gradualmente las interminables noches de bohemia para seguir el rumbo de su única pasión; el arte. Amador vio crecer a todos los muchachos que antes lo veían como un maestro a imitar. Los vio tocar el cielo, abrazar la gloria, vivir de lo único que los movía en el mundo. Pero ni así logró cambiar su retorcido modo de vivir; estaba realmente perdido en ese laberinto sin salida que era su vida. Los padres de Gina, cansados de las desatenciones de Amador, optaron por quitarles a la niña y darla a un albergue para que llevara una mejor vida, o al menos una distinta a la que le daban sus progenitores. Nada pudo hacer Gina por impedir la decisión de su padre, y a pesar de lo difícil que fue alejarse de su hija, no se separó de su amado artista ni un minuto. Por ese entonces, el destino no volteaba a mirarlos, parecían dos almas perdidas deambulando por la vida sin
pena ni gloria, esperando el momento de morir y terminar de una vez con tanta tortura absurda. Pero el destino juega a veces cartas que no son las esperadas, y sabe Dios por qué jugarreta de ese destino irracional, ella quedó nuevamente embarazada. Pero la sorpresiva noticia del reciente embarazo de Gina, cambió totalmente su manera de ver el mundo; ella vio que era hora de hacer maletas y seguir hacia delante, y él, como absorbido por algún elixir mágico, comenzó nuevamente a crear. Era su segundo nacimiento, una última oportunidad dada por el destino. O al menos él así lo sintió. La gran exposición del retorno de Amador sería en una sala exclusiva para su obra más reciente, gracias a las gestiones de los buenos amigos que no lo abandonaron y que nunca dudaron de su enorme talento artístico. Entonces comenzó a pintar como nunca antes lo había hecho, creando cuadros perfectos que expresaban en sus trazos la experiencia de vivir una vida al límite, una vida sin fronteras ni un norte fijo al que apuntar. Pintó diez cuadros que formaban parte de lo mejor de su arte, pero sentía que faltaba algo para alcanzar la gloria nuevamente, y ese cuadro era el que nunca le hizo a la única mujer que amó y que siguió a su lado a pesar de todas las vicisitudes. El retrato prometido a su amada. La noche de la inauguración fue grandiosa, aunque Amador nunca llegó a asistir a esta. La algarabía instalada en las níveas paredes de nuevo salón Picasso desbordaba en alegría y veneración por el artista pródigo. Los aplausos ensordecían a los asistentes, y los críticos, ante tanta muestra de admiración, aunaron sus casi siempre dilapidarios comentarios a la masa imperante; era la 159
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noche de Amador, y nada ni nadie podía ignorar eso. Pero un artista como él nunca podrá ser de otro modo. Eso está escrito. Asolado por la indiferencia de un mundo que no quería comprender, volvió a los laberintos inextricables de la desolación y de la angustia. Entre copas de ajenjo y el humo del hachís, volvió al camino que estaba trazado para él desde el comienzo de los tiempos, y nada, ni la gloria, ni siquiera la pronta llegada de su segundo hijo, iba a desviarlo de ese destino.
Y fue a la mañana siguiente, cuando aún se palpaba en la ciudad el rotundo éxito de la última exposición de Amador, que lo encontraron muerto. Siguieron los guardias su rastro tambaleante impregnado en la nieve de la madrugada, desde la estatua de Balzac hasta el puente Neuf, desde donde, ebrio de amor y hastiado de gloria efímera, se lanzó a las aguas frías del Sena para caer en brazos de Azrael, quien lo llevaría al único lugar donde podría ser realmente un hombre feliz.
Giancarlo Andaluz Queirolo (Perú) Blog: elcuentarium.blogspot.pe Ilustración de portada: Moi et le miroir du bar, George Grosz. 160
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Una historia mĂĄs de la calle Edward Alejandro
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Una noche como tantas otras... LA LLUVIA CAÍA inclemente sobre la ciudad y el repiqueteo de las gotas contra el cristal de las ventanas daba una sensación de sopor y bienestar absoluta, frente a la chimenea de mármol labrado y ese fuego dorado y crepitante que expedía un calor tierno, dulce e íntimo. El olor a comida invadía la estancia, el pollo con sus jugos, las finas hierbas y los frutos secos eran una oda completa al olfato, el café humeante en la taza y el pan fresco… una declaración de amor, mientras que las frutas dejaban escapar sus perfumes más sutiles a la luz de las velas. Las risas invadían cada rincón de la casa y junto con ellas los pasos de todas las personas que alegres paseaban por todas las habitaciones. La lluvia caía cada vez con más fuerza, era obvio que afuera el frío era insoportable… era un contraste brusco; de un hogar dulce y tibio a un exterior agresivo, helado… oscuro y solitario. No había nadie afuera, era absurdo pensar en salir a las calles inundadas, llenas de arroyuelos junto a las banquetas limpias por el aguacero… era absurdo pensar que alguien estuviera allí. Sería muy extraño que, en un pueblito como aquel, de calles empedradas, construcciones coloniales de estilo holandés y techos de dos aguas construidos a mano, con sus chapiteles inmaculados y sus jardines de terrazas mediterráneas… hubiese alguien afuera, alguien sin lugar, alguien que perteneciendo… pareciera no pertenecer. Pero lo había, había sido abandonado hacía muchos años… más de los que pudiera recordar, más de los que su cansado cuerpo pudiera soportar había sido 162
abandonado; en una noche similar a esta que era engullida por nubes voraces, una noche pasada por agua, una noche de esas que están hechas para compartir, para buscar refugio en los demás… una noche como tantas otras cuando la primavera se despide. No había en su mente ya tan cansada y distraída por el pasar de los años una razón por la que le hubieran dejado solo, era tan joven… no comprendía cómo se movía el mundo, no sabía cómo funcionaban las cosas. No había razones, así como nunca hubo una mano amiga, una caricia que aliviara la pena… un plato de comida caliente o un abrazo de amor sincero. Desde muy joven había tenido que aprender a base de golpes que el mundo es cruel, es duro y despiadado… a base de pedradas y patadas, que siempre estaría solo, había tenido que aprender, pero jamás había podido comprender el ¿por qué?... La noche avanzaba presurosa, las gotas pesadas de lluvia helada seguían repiqueteando en las ventanas y escurriendo por los alféizares de las casas que poco a poco iban apagando sus luces, la noche avanzaba y el sueño se apoderaba de todos y cada uno de los habitantes de ese lugar, la noche avanzaba y el frío se hacía más fuerte; la bruma empezaba a descender de la montaña y a cubrir cada calle y cada tejado. El sueño empezaba a apoderarse de todo y de todos, incluso de él… que había fijado su mirada cansada y abatida en una ventana cercana, desde donde podía observar una vela roja que se consumía lentamente; estaba empezando a dejar de pensar, estaba dejando de sen-
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tir… su mirada solo seguía aquella luz parpadeante y danzante de la vela. Finalmente, el sueño cerró sus ojos y lo llevó por un camino verde, un camino como jamás había visto, un camino lleno de flores, con una brisa alegre y amigable…. La luz estaba por todas partes, el bosque se encontraba próximo y el camino se perdía dentro… así que en medio del sueño empezó a correr por aquel camino, con la felicidad haciéndole retumbar el corazón, con el dolor desprendiéndose de su cuerpo… empezó a correr con una libertad que jamás había experimentado antes, con un amor que jamás había sentido antes… con el bienestar de la dulzura recorriendo todo su cuerpo; empezó a correr y se adentró en ese hermoso bosque… El amanecer llegó como llegan todos los amaneceres, muy temprano… con un sol perezoso y tímido asomándose tras las montañas para retirar el manto brumoso del sueño y dar a entender que otro día iniciaba; y cuando llegó con su luz refulgente, vino a posar uno de sus rayos tibios sobre un cuerpo que yacía encogido en un rincón, bajo una ventana. Era imposible que lo hubieran visto en la noche, puesto que se encontraba encogido junto a un bote de basura en un lugar cubierto por las sombras, un lugar donde los faroles de gas de las empedradas calles no alcanzaban a llegar con su luz diáfana, era imposible que lo hubieran visto en la noche… pero ahora, a la luz del día era contemplado desde la ventana de la vela roja por una mujer que derramaba un par de lágrimas.
En la noche más fría del cambio de estación, el que toda la vida vivió como un perro vagabundo y abandonado, finalmente fue vencido por el agotamiento y el hambre, finalmente encontró alivio en el sueño y el abrazo tibio de una muerte clemente e indolora…. En la noche más fría del cambio de estación… dejó de respirar uno de muchos y uno como miles de perros abandonados, que ahora era contemplado con ojos tristes y un pecho acongojado… pero ¿cuánto duraría tal congoja? Es imposible saberlo, porque al final… no es más que otra historia que se pierde con la brisa y los rumores allá en los árboles, copa arriba, no es más… que otra historia de la calle.
Edward Alejandro Vargas Perilla (Colombia) 163
El Callejón de las Once Esquinas
CAMINO DE LAS TORRES OLVÍDATE DE LAS BAILARINAS Silvia Zuleta Romano Olvídate de las bailarinas es un nuevo libro de relatos de Silvia Zuleta Romano. Se trata de una
autoedición que recoge once relatos de esta autora argentina afincada en España. Como ella misma expone en el prólogo, las historias que nos propone parten de la visión del ciudadano anónimo que escribe, de la persona que vive observando la realidad y reflexiona sobre ella plasmando unos matices que, no por ser cotidianos, acaban siendo menos insólitos. El relato que abre el volumen, Indagaciones en torno a un mito familiar, es una buena muestra de la capacidad de Silvia para analizar la debilidad en la que se sustentan las certezas más absolutas. Recuerdo frente a verdad o el vínculo entre la imaginación y la memoria se entretejen en una historia de bienvenida a la madurez. En otros cuentos la autora nos obliga a reflexionar sobre lo que esconden conceptos tan aparentemente transparentes como el triunfo o el fracaso. Aunque los relatos narran las experiencias de distintos tipos de personajes, la autora presta una atención especial a las protagonistas femeninas. Así en Un día asistimos a la jornada de una mujer prisionera de la rutina, que intenta satisfacer sus inquietudes sin abandonar sus quehaceres de madre y pilar de su hogar, envidiando la sencilla alegría de los niños, para los que no existen barrotes en la celda de la vida. El último relato, Porque sí, constituye un cuadro que podría ser la conclusión de todas las historias anteriores: Olvídate de las bailarinas, porque para danzar por la senda de la vida solo hay que flotar a la deriva, sin miedo al destino, como las medusas… Disponible en Amazon 164
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silvia zuleta
Decido meterme en la casa en ruinas. Entro en lo que había sido alguna vez el salón. Sigo hasta al fondo. Recorro las estancias. Libros de los años setenta. Juveniles de Alfaguara. Los del perro en la contracubierta. Ediciones antiguas de Sudamericana. Fotografías viejas. Postales. Juguetes antiguos. Se me seca la garganta. El polvo está por todos lados. No solo por el derrumbe. El aire pretérito que se respira. Todo en aquella habitación expiró. Su dueña. Los que aparecen en las fotos. Los que jugaban con aquellos juguetes. O muertos. O viejos. O son otros. Que han cambiado. Que han sufrido los avatares de la vida. Que se han transformado en extraños de sí mismos mirando esas imágenes.
Fragmento de Recorte de artículo periodístico rechazado para su publicación, relato incluido en Olvídate de las bailarinas y publicado íntegramente en El Callejón de las Once Esquinas número 5 (marzo 2018). Pincha AQUÍ para leerlo completo. 165
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ZOÉ EN EL LABERINTO DEL MINOTAURO Carmen Hinojal
Zoé en el laberinto del Minotauro es una novela corta de Carmen Hinojal Amores, buena amiga del
Callejón. Se trata de una ficción histórica ambientada en la Macedonia del rey Filipo y en la Creta del famoso Minotauro. A partir de historia y leyenda, Carmen urde una trama sostenida por tres mujeres que, aunque diferentes entre sí por estamento social, comparten una misma condición. Las tres son víctimas, de una manera u otra, del menosprecio de una sociedad patriarcal de guerreros y ambiciones desmedidas. Así, la despiadada princesa Mégara, apartada de la privilegiada sombra real, utilizará todos los medios a su alcance para mantener su poder. Casandra, servidora de la Casa Cuna, y Zoé, su protegida, se verán envueltas en una locura de celos y venganza que sortearán a través de un viaje que nos hará disfrutar de la mágica imaginación de Carmen Hinojal. ¿Se puede jugar con las leyendas? Esta autora lo hace y se atrever a fantasear con lo que siempre nos habían contado sobre el Minotauro, al que transforma en un símbolo de la lucha del diferente para defender su lugar en el mundo. A través de las peripecias de estos personajes, Carmen nos obliga a reflexionar sobre el papel de los más desfavorecidos, mujeres o discapacitados, y sobre pasiones universales como la ambición, los celos, la venganza, la amistad, el amor… Una novela que se lee de un tirón y que se disfruta de principio a fin.
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carmen hinojal
De repente, nos sorprendió una extraña claridad que nos cegaba. Provenía del techo. Miles de reflejos dorados chocaban contra las paredes, devolviendo la vida a las formas. Espejos. El Laberinto tenía paredes tan pulidas que los cuerpos se multiplicaban. Me vi alargada, combada, aumentada, disminuida. Réplicas y réplicas de Aday y de mí se apoderaban de los pasillos, avanzando como sombras a lo largo de los caminos. Había gatos y perros. Infinitos. De todos los colores y tamaños. Todos los gatos y perros de la ciudad estaban aquí. Se revolcaban mimosos sobre delicadas pieles y arañaban y mordían retadores los muebles y tocones que habían dejado para ellos. Un hermoso jardín se encontraba en el centro. Desde abajo, veíamos el cielo que cubría de luz la glorieta. Lo imaginé también de noche, como se vería bajo la luz de las estrellas. Me sorprendió que lo que me habían hecho creer no era cierto. Siempre pensé que, dentro del Laberinto, Zoé viviría en una noche eterna. Pero dentro de aquel lugar parecía que acabara de nacer el sol. Zoé en el laberinto del Minotauro
(fragmento)
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EPÍLOGO
katherine mansfield
(Wellington, Nueva Zelanda, 1888 - Fontainebleau, Francia, 1923) Aunque se la vincula al Grupo de Bloombsbury, integrado por autores de la talla de Virginia Woolf, E.M. Forster o D.H. Lawrence, contemporáneos con quienes se relacionó, Katherine Mansfield siguió siempre su propio camino. Rebelde e inconformista, luchó por su libertad, como mujer y como artista. Se enfrentó a los convencionalismos de la época, a los cánones literarios y al lastre que todavía arrastraban las mujeres de la época postvictoriana. Se la considera una de las renovadoras del cuento moderno, al mismo nivel que Chéjov y Maupassant. De ella se dice que nunca explica nada, pero lo cuenta todo. Su sutileza en la descripción de los estados psicológicos de los personajes y en la creación de atmósferas a base de pinceladas fueron armas que le permitieron realizar críticas mordaces sobre una sociedad cruel y sin sentido. Os proponemos la lectura de su relato Bliss, titulado como Felicidad en algunas traducciones, pero cuya denominación más acertada es Éxtasis, como propone la profesora Juana Teresa Guerra de la Torre, a la que agradecemos su permiso para publicar su versión en El Callejón de las Once Esquinas. Se trata de un hermoso cuento, una magnífica muestra del talento narrativo de Katherine Mansfield y, como tal, fue incluido por Julio Cortázar en su antología de Cuentos Inolvidables. 168
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ÉXTASIS Katherine Mansfield
TRADUCCIÓN: Juana Teresa Guerra de la Torre A PESAR de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y reírse de… nada, sencillamente de nada. ¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proyectando una llovizna de chispas en cada partícula, en
cada uno de los dedos de las manos y de los pies…? Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius? «No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir», pensó mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón. —No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo. —¿Ha vuelto la niñera? 169
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—Sí, señora. —¿Y ha llegado la fruta? —Sí, señora. Ya ha llegado todo. —¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de subir. Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El aire frío le tocó los brazos. Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de chispas proyectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda seguridad. Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido en leche. —¿Quiere que encienda la luz, señora? —No, gracias. Aún puedo ver muy bien. Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la 170
tienda había pensado: «Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra destaque sobre la mesa». Y en aquel momento le había parecido de mucho sentido común. Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír. —No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé. La niñera estaba sentada en una mesita baja dándole la cena a la Pequeña B después del baño. El bebé llevaba puesto un camisoncito de franela blanco y una chaquetita de lana azul y llevaba el fino pelito negro peinado hacia arriba en una crestita muy graciosa. Levantó los ojitos cuando vio a su madre y empezó a dar saltos. —Venga, cielito, cómetelo todo como una niña buena —dijo la niñera, con los labios apretados de una forma que Bertha conocía bien y que significaba que una vez más había entrado en la habitación en mal momento. —¿Se ha portado bien, Nanny? —Ha sido una delicia toda la tarde —susurró Nanny—. Fuimos al parque y yo me senté en una silla y la saqué del cochecito; se acercó un perro muy grande y me puso la cabeza en la rodilla; ella le agarró la oreja y le dio un tirón. ¡Dios santo, tenía usted que haberla visto! Bertha deseaba preguntar si no era
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muy peligroso dejarla que le agarrase la oreja a un perro desconocido. Pero no se atrevió. Se quedó mirándolas con las manos caídas a los lados, como la niña pobre delante de la niña rica con muñeca. El bebé volvió a levantar los ojos para mirarla, se quedó con la mirada fija en ella y después puso una sonrisa tan linda que Bertha no pudo evitar llorar. —Nanny, Nanny, déjeme que termine yo de darle la cena mientras usted recoge las cosas del baño. —Bueno, señora, no es bueno que cambie de brazos mientras come —dijo Nanny sin dejar de susurrar—. Eso la pone nerviosa; es muy probable que la haga enfadar. Qué absurdo era todo. ¿Para qué tener una niñita si hay que guardarla, no ya en un estuche como a un Stradivarius, pero en los brazos de otra mujer? —¡Lo siento, tengo que hacerlo! —dijo. Muy ofendida, Nanny se la puso en los brazos. —Ahora, no la excite después de comer. Sabe que usted lo hace, señora. ¡Y luego me hace pasar un mal rato! ¡Santo cielo! Nanny salió del cuarto con las toallas del baño. —Bueno, ahora eres toda mía, mi joyita —dijo Bertha, y la niña se acurrucó contra ella. Comía que era una maravilla, abriendo mucho la boca para la cuchara y zarandeando las manos. Unas veces no soltaba la cuchara, y otras, justo cuando Bertha la había llenado, la tiraba por los aires de un manotazo. Cuando el puré se terminó, Bertha se volvió hacia la chimenea. —Eres bonita… ¡eres muy bonita! —dijo besando a su bebé tan calentita—. Te tengo cariño. Me gustas.
Y de hecho de qué manera adoraría a Pequeña B (el cuello cuando lo doblaba hacia delante, sus exquisitos dedos del pie reluciendo transparentes a la luz del fuego) que le sobrevino de nuevo la sensación de éxtasis absoluto y de nuevo no supo cómo sacarla afuera, qué hacer con ella. —Quieren que se ponga al teléfono —dijo Nanny, regresando victoriosa y tomando a su Pequeña B. Voló escaleras abajo. Era Harry. —Ah. ¿Eres tú, Ber? Oye. Voy a llegar tarde. Tomaré un taxi e iré para allá lo antes que pueda, pero haz que retrasen la cena diez minutos, ¿quieres?, ¿de acuerdo? —Sí, perfecto. ¡Ah, Harry! —¿Sí? ¿Qué tenía que decir? No tenía nada que decir. Sólo deseaba hablar con él un momento. No podía gritar de manera absurda: «¡Qué día maravilloso!». —¿Me querías decir algo? —dijo deprisa la vocecita. —Nada. Entendu —dijo Bertha, y colgó el auricular, pensando en lo rematadamente necia que era esta civilización. Tenían invitados a cenar. El señor Norman Knight y su esposa, una pareja de gran renombre, él a punto de abrir un teatro y ella terriblemente interesada en la decoración de interiores, un hombre joven, Eddie Warren, que acababa de publicar un librito de poemas y al que todo el mundo quería invitar a cenar, y un «descubrimiento» de Bertha llamada Pearl Fulton. Lo que hacía la señorita Fulton, Bertha no lo sabía. Se habían conocido en el club y Bertha se había fascinado con ella, como se fascinaba siempre con mujeres guapas con un halo de misterio. El morbo fue que aunque habían sali171
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do juntas y habían quedado muchas veces y en realidad habían hablado, Bertha no había logrado aún captarla. Hasta cierto punto, la señorita Fulton era misteriosamente, maravillosamente franca, pero el cierto punto había pasado y ella no había logrado ir más allá. ¿Habría algo más allá? Harry dijo: «No». Se inclinó a tacharla más bien de aburrida y «fría como todas las rubias con un toque, quizás, de anemia cerebral». Pero Bertha no estaba de acuerdo con él; aún no, de ninguna forma. —No, ese modo que tiene de sentarse con la cabeza un poco ladeada, y sonriendo, esconde algo, Harry, y tengo que averiguar qué es ese algo. —Lo más probable es que esconda un buen estómago —había respondido Harry. No dejaba de adelantarse a Bertha con respuestas de este tipo… «Un hígado helado, preciosa» o «simples gases» o «puede que esté enferma del riñón»… Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaba esto, y casi lo admiraba muchísimo en él. Entró en el salón y encendió el fuego; después, recogiendo uno por uno los cojines que Mary había colocado con tanto cuidado, los volvió a lanzar sobre las sillas y los sofás. Aquello marcaba la diferencia: la estancia recobró la vida en un santiamén. Cuando estaba a punto de lanzar el último se sorprendió a sí misma abrazándolo de repente, apasionadamente, apasionadamente. Pero aquello no apagó la llama en su pecho. ¡Todo lo contrario! Los ventanales abiertos del salón daban a un balcón desde el que se divisaba el jardín. Al final de todo, contra el muro, había un peral alto y esbelto en pletórica floración; se erigía con absoluta perfección, tan plácido contra el cielo 172
de verde jade. Bertha no pudo evitar percibir, incluso desde esta distancia, que no tenía ni un solo brote ni pétalo marchito. Debajo, en los arriates del jardín, los tulipanes rojos y amarillos, colmados de flores, parecían apoyarse en el crepúsculo. Un gato gris, arrastrando la panza, cruzaba el césped deslizándose, y uno negro, su sombra, le seguía el rastro. Mirarlos, tan absortos y tan veloces, le produjo a Bertha un curioso escalofrío. —¡Qué cosa más horripilante son los gatos! —balbuceó, se apartó de la ventana y empezó a andar de un lado a otro… Qué fuerte olían los junquillos en la sala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh, no. Y así, como si hubiera sido vencida, se lanzó a un sillón y se apretó los ojos con las manos. —¡Soy demasiado feliz, demasiado feliz! —murmuró. Y le pareció ver en sus párpados el precioso peral con sus flores abiertas de par en par como un símbolo de su propia vida. En realidad, en realidad, lo tenía todo. Harry y ella seguían tan enamorados como siempre, y continuaban juntos magníficamente bien y realmente eran buenos compañeros. Tenían un bebé adorable. No tenían que preocuparse por el dinero. Tenían esta casa ultracómoda con jardín. Y amigos, amigos modernos, emocionantes, escritores, pintores, poetas o personas interesadas por los problemas sociales: justo la clase de amigos que ellos deseaban. Y también había libros, y había música, y ella había descubierto un sastrecillo maravilloso y se iban al extranjero en verano y la nueva cocinera hacía las tortillas más exquisitas… —Qué absurda soy. ¡Absurda! —se incorporó; pero se sintió algo mareada, al-
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go ebria. Debía ser primavera. Sí, era primavera. En ese mismo instante estaba tan cansada que no podía arrastrarse escaleras arriba para vestirse. Un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes. No era de repente. Había pensado en este conjunto horas antes de detenerse ante la ventana del salón. Los pétalos le restallaron levemente al entrar en el vestíbulo. Besó a la señora de Norman Knight, que se estaba quitando el más divertido de los abrigos naranja con una procesión de monos negros que daba la vuelta al dobladillo y subía hasta las solapas. —¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué será tan aburrida la clase media!… ¡tan absolutamente carente de sentido del humor! Querida, estoy aquí sólo de chiripa, de chiripa, y Norman es la chiripa protectora. Porque mis queridos monitos levantaron tal revuelo en el tren que éste se convirtió en un solo hombre que no hacía más que comerme con los ojos. No se reían, no lo encontraban divertido, lo cual me hubiera encantado. No, sólo se quedaban mirando y me traspasaban de arriba abajo con la mirada. —Pero lo máximo —dijo Norman, ajustándose en el ojo un gran monóculo con la montura de concha de tortuga—, no te importará que te cuente esto, Cara, ¿no? —(En casa y entre amigos se llamaban entre ellos Cara y Jeta)—. El colmo fue cuando ella, que ya estaba más que harta, se volvió hacia la mujer que tenía al lado y le dijo: «¿No ha visto usted nunca un mono?». —¡Vaya que sí! —la señora de Norman Knight se unió a la risa—. ¿No fue también aquello el colmo de los colmos? Y una cosa más divertida todavía era
que ahora que no tenía el abrigo puesto era igualita que un mono muy inteligente que hasta había confeccionado aquel vestido de seda amarilla a partir de restos de cáscara de banana. Y sus pendientes de ámbar parecían pequeños maníes colgando. —Va a hacer un otoño triste, muy triste —dijo Jeta parándose delante del cochecito de Pequeña B—. Cuando un cochecito entra en el vestíbulo… —y dejó en el aire el resto del dicho. Sonó el timbre. Era Eddie Warren, flaco y pálido como de costumbre y en estado de extrema ansiedad. —¿ Es esta la casa, o no lo es? —suplicó. —Pues creo que sí… espero que sí —dijo Bertha vivaracha. —He tenido una experiencia tan espantosa con un taxista; era de lo más siniestro. No conseguí hacer que parara. Mientras más le tocaba y más le avisaba, más rápido iba. Y aquel adefesio de cabeza achatada, abrazado a aquel volante diminuto. Se estremeció y se quitó una larguísima bufanda de seda blanca. Bertha se percató de que sus calcetines eran blancos también, ¡qué rico! —¡Pero qué espanto! —exclamó ella. —Y tanto que lo fue —dijo Eddie siguiéndola hasta el comedor—. Ya me vi recorriendo la Eternidad en un taxi intemporal. Conocía a los señores de Norman Knight. De hecho, estaba a punto de componer una obra de teatro para N. K. cuando lograra terminar el proyecto de teatro. —Y bien, Warren, ¿cómo va la obra? —dijo Norman Knight dejando caer el monóculo y dándole su tiempo al ojo para subir a la superficie antes de volver a comprimirlo tras la lente. 173
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Y la señora de Norman Knight: —Ah, señor Warren, ¡qué calcetines tan alegres! —Cuánto me alegro de que le gusten —dijo él mirándose los pies—. Parece que se han vuelto mucho más blancos desde que salió la luna —y volvió su joven rostro, flaco y afligido, hacia Bertha. —Es que hay luna, ¿sabe? Ella quiso gritar: «¡Sin duda alguna… y tan a menudo, tan a menudo!». La verdad es que era una persona de lo más atractiva. Y también lo era Cara, acurrucada ante el fuego con sus pieles de banana; y también Jeta lo era, fumándose un cigarrillo y diciendo mientras tiraba la ceniza: «¿Por qué se demora el esposo?». —Ahí está, ya. La puerta de la calle se abrió y se cerró con un ¡pam! Harry gritó: «Hola, gente. Bajo en cinco minutos». Y lo oyeron subir corriendo las escaleras. Bertha no pudo evitar sonreír; sabía que a él le gustaba hacer las cosas a toda máquina. Después de todo, ¿qué importaban cinco minutos más? Pero él se convencía a sí mismo de que importaban más que nada en el mundo. Y luego haría una entrada triunfal en el comedor con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora. Harry tenía tantas ansias de vivir. Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él. Y su pasión por luchar, por hallar en todo lo que se le pusiera por delante una prueba más de su poder y de su bravura…, también eso lo entendía. Incluso cuando lo hacía parecer, en alguna ocasión, algo ridículo quizás a ojos de otros que no lo conocían bien… porque había momentos en los que se precipitaba a la batalla donde no había batalla. Ella conversó y rió y se olvidó por completo, 174
hasta que entró él tal y como ella lo había imaginado, de que Pearl Fulton aún no había aparecido. —Me pregunto si la señorita Fulton se habrá olvidado. —Supongo —dijo Harry—. ¿Está al teléfono? —¡Ah! Acaba de llegar un taxi —y Bertha sonrió con ese airecillo de dueña que siempre adoptaba mientras sus descubrimientos femeninos eran nuevos y misteriosos—. Pearl vive en los taxis. —Si es así acabará hecha una vaca —dijo Harry con frialdad, llamando a cenar con la campanilla—. Grave peligro para las rubias. —Harry, no, por favor —le advirtió Bertha mirándolo con una risotada. Otro momentito de nada pasó mientras esperaban, riendo y charlando, un pelín demasiado a sus anchas, un pelín demasiado inconscientes. Y entonces entró la señorita Fulton, toda de plata, con una redecilla plateada recogiéndole el pelo rubio claro, sonriendo, con la cabeza un poco ladeada. —¿Llego tarde? —No, en absoluto —dijo Bertha—. Pasa —y la tomó del brazo y entraron en el comedor. ¿Qué había en aquel roce de aquel brazo frío que avivara y avivara, hasta empezar a encender aquella llama del éxtasis con la que Bertha no sabía qué hacer? La señorita Fulton no la miró; aunque de todos modos raramente miraba a las personas cara a cara. Los pesados párpados le reposaban sobre los ojos y esa extraña media sonrisa iba y venía a sus labios como si viviera más de escuchar que de mirar. Pero Bertha supo enseguida, como si se hubieran cruzado la más prolongada e íntima mirada, como si se hubieran dicho una a otra «¿tú
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también?», que Pearl Fulton estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella mientras removía la preciosa sopa roja en el plato gris. ¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y Harry, con sus cucharas entrando y saliendo de la sopa, secándose los labios con sus servilletas, desmigando el pan, jugueteando con los tenedores y los vasos y charlando. —La conocí en el Show de Alpha; qué criatura más rara. No sólo se había cortado el pelo, sino que parecía como si se hubiera seccionado más que un buen trozo de brazos y piernas con las tijeras, y del cuello y también de su pobre naricita. —¿No está de lo más liée con Michael Oat? —¿El tipo que escribió Amor con dientes postizos? —Quiere escribir una obra de teatro para mí. Sólo un acto. Sólo un hombre. Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debería hacerlo y por las que no. Y justo cuando ya se ha decidido por hacerlo o por no hacerlo…, telón. La idea no está nada mal. —¿Cómo lo va a llamar? ¿ Dolor de estómago? —Creo haber visto alguna vez la misma idea en una revistita francesa, totalmente desconocida en Inglaterra. No, no la conocían. Eran encantadores, encantadores, y ella adoraba tenerlos allí, sentados a su mesa, y adoraba ofrecerles comida y vino deliciosos. ¡De hecho, deseaba decirle lo exquisitos que eran, y qué grupo más estético formaban, cómo se hacían destacar entre sí y cómo le recordaban una obra de Chéjov! Harry estaba disfrutando de su cena. Formaba parte de su, bueno, no exactamente de su naturaleza, y desde luego
no de su talante, de su lo que quiera que fuese, hablar de las comidas y vanagloriarse de su «mórbida pasión por la carne blanca de la langosta» y por «el verde de los helados de pistacho, verdes y fríos como los párpados de las bailarinas egipcias». Cuando la miró y dijo: «Bertha, es un souflée absolutamente admirable», ella casi se echó a llorar como una niña de la emoción. Ah, ¿por qué se sentía tan tierna con todo el mundo esta noche? Todo era bueno, todo estaba bien. Todo lo que iba pasando parecía volver a llenar su rebosante copa de éxtasis. Y sin embargo, en el fondo de su mente seguía el peral. Ahora estaría plateado, a la luz de la luna de mi pobrecillo Eddie, plateado como la señorita Fulton, sentada allí dándole vueltas a una mandarina con aquellos dedos delgados tan pálidos que parecían irradiar luz. Lo que sencillamente no lograba entender, lo que era milagroso, era de qué manera había podido adivinar su estado de ánimo con tanta precisión y de forma tan instantánea. Porque ni por un momento dudó de si podía estarse equivocando, y aun así, ¿en qué se basaba?, en nada de nada. «Creo que esto ocurre muy, muy rara vez entre mujeres. Y nunca entre hombres», pensó Bertha. «Aunque quizá me dé alguna señal mientras preparo el café en el salón». Lo que quería decir con aquello no lo sabía, y lo que ocurriría después de aquello… no podía imaginárselo. Mientras pensaba todo esto se veía a sí misma charlando y riéndose. Tenía que hablar para sofocar su deseo de reír. «O río o me muero». Aunque al percatarse de la insignifi175
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cante costumbre tan simpática de meterse algo dentro del escote, como si también allí guardara un puñadito de maní en secreto, Bertha se tuvo que enterrar las uñas en las palmas de las manos para no extralimitarse riéndose. Por fin se le pasó. Y: —Ven a ver mi cafetera nueva —dijo Bertha. —Sólo tenemos una cafetera nueva cada quince días —dijo Harry. Cara la tomó esta vez del brazo; la señorita Fulton ladeó la cabeza y las siguió. El fuego en el salón se había reducido a un rojo y chisporroteante «nido de polluelos de ave fénix», dijo Cara. —No enciendas la luz todavía. Es tan hermoso —y volvió a acurrucarse junto al fuego. Siempre tenía frío… «sin su chaquetita de franela roja, claro», pensó Bertha. En ese momento, la señorita Fulton dio la señal. —¿Tiene usted jardín? —dijo la voz fría y aletargada. Aquello fue tan exquisito por su parte que todo lo que Bertha pudo hacer fue obedecer. Atravesó la habitación, separó las cortinas y abrió aquellas ventanas tan altas. —¡Ahí está! —exhaló. Y las dos mujeres se quedaron de pie una junto a la otra mirando el esbelto árbol florecido. A pesar de estar tan quieto, parecía, como la llama de una vela, erguirse, despuntar, temblar en el aire luminoso, hacerse más y más alto mientras ellas observaban hasta tocar casi el borde de la redonda luna de plata. ¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Las dos, atrapadas como quien dice en aquel círculo de luz divina, entendiéndose perfectamente entre sí, criaturas de otro mundo, y preguntándose qué hacían en 176
éste con todo ese tesoro extasiado que les ardía en el pecho y que caía de sus cabellos y de sus manos en forma de flores de plata. ¿Para siempre… sólo un instante? Y había murmurado la señorita Fulton: «Sí. Exactamente eso». ¿O lo había soñado Bertha? Entonces encendieron la luz y Cara hizo el café y Harry dijo: —Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi niña. Nunca la veo. No sentiré el más mínimo interés por ella hasta que tenga un amante —y Jeta apartó el ojo del invernadero del jardín por un instante y lo volvió a poner bajo la lente y Eddie Warren se terminó el café y soltó la taza con una cara de angustia como si en el fondo hubiera visto la araña. —Lo que quiero es ofrecerles un espectáculo a los jóvenes. Yo creo que Londres sencillamente está atiborrado de obras noveles, aún sin escribir. Lo que quiero decirles es: «Aquí tienen el teatro. Abran fuego». —No sé si sabrás, querida, que voy a decorar una habitación para los Jacob Nathans. Ah, cuánto me tienta hacer un diseño de pescado frito, como los respaldos de los sillones en forma de sartenes y las cortinas de preciosas papas fritas bordadas. —El problema con nuestros jóvenes escritores es que son todavía demasiado románticos. Uno no puede hacerse a la mar sin marearse y pedir una palangana. En fin, ¿por qué no tendrán la valentía de usar palanganas? —Un poema espantoso sobre una muchacha que fue violada por un pordiosero sin nariz en un bosquecillo… La señorita Fulton se hundió en el sillón más bajo y más hondo y Harry repartió cigarrillos.
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Por el modo en que se quedó parado delante de ella agitando la caja plateada y diciendo con brusquedad: «¿Egipcio? ¿Turco? ¿De Virginia? Están todos mezclados», Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo lo aburría; realmente le desagradaba. Y decidió, por el modo en que la señorita Fulton dijo: «No gracias, no fumaré», que también ella sentía lo mismo hacia él, y se sintió herida. «Cielos, Harry, que no te desagrade. Estás completamente equivocado con ella. Es maravillosa, maravillosa. Y además, cómo puedes sentir algo tan distinto por alguien que significa tantísimo para mí. Intentaré contarte esta noche cuando estemos en la cama lo que ha ocurrido. Lo que ella y yo hemos compartido». Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: «Pronto se irá toda esta gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…». Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano. —¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque nadie! Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido. Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan buenos compañeros. Eso era lo me-
jor de ser modernos. Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado conduciendo? Pero de pronto, de pronto… —Querida —dijo la señora de Norman Knight—, ya conoces nuestra lacra. Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido maravilloso. —Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible? —¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry. —No, gracias, amigo mío. Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello. —Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo que aquel yo secreto se libraba de ellos para siempre. Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando. —… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi. —Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo después de mi espantosa experiencia. —Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No tendrán que caminar más de algunas yardas. —Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo. La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo cuando Harry casi la tiró al adelantarla. —Permítame que la ayude. Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan 177
El Callejón de las Once Esquinas
impulsivo!, ¡tan sencillo! Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea. —Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado «Table d’Hôte» —dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso increíblemente hermoso: «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?». —Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no habían hecho el menor ruido. Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: «Te adoro», y la señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: «Mañana», y la señorita Fulton dijo con los párpados: «Sí».
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—Aquí está —dijo Eddie—. «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?». Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan espantosamente eterna. —Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo pedir que venga un taxi hasta la puerta. —No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba Bertha y le tendió sus delgados dedos. —Adiós. Muchísimas gracias. —Adiós —dijo Bertha. La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más. —¡Su precioso peral! —murmuró. Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al gato gris. —Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora. «¡Su precioso peral, peral, peral!», Bertha sencillamente corrió a las ventanas altas. —Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó. Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual de quieto.
Hasta aquí la travesía del Callejón de las Once Esquinas. Ha sido un viaje extraordinario que nos ha permitido explorar rincones oscuros, cielos deslumbrantes, bosques hechos de palabras misteriosas, ciudades sumergidas en la memoria del tiempo y conocer a personajes inolvidables que nos han narrado historias únicas, las vuestras. Número a número, el Callejón ha ido creciendo y podemos afirmar con orgullo que sus esquinas se han extendido hasta un firmamento que jamás pensamos alcanzar. Gracias a todos por vuestros textos, por vuestras lecturas y comentarios, que nos ayudaron a dar forma a este sueño colectivo. Nuevos retos vendrán y en otros proyectos nos encontraremos. Hacednos un último favor: no dejéis nunca de escribir. ¡Hasta siempre! Esparvero y Patricia Richmond
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