CARPENTER - ANTOLOGÍA DE CUENTOS - VVAA

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CARPENTER ANTOLOGÍA DE CUENTOS VVAA

EL NARRATORIO EDICIONES 3


Carpenter : Antología de cuentos - varios autores / Compilado por Federico Marongiu. - 1a ed . Ciudad Autónoma de Buenos Aires, El Narratorio Ediciones 2019. Libro digital, PDF Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-86-3147-9 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos de Suspenso. 3. Cuentos de Terror. I. Título. CDD A863

© de los cuentos: Sus autores © de la edición: Renate Mörder y Federico Marongiu © de la publicación: El Narratorio Ediciones, 2019 Foto de Portada: by malmanxx on Unsplash www. elnarratorio.com.ar

Queda hecho el depósito que indica la Ley 11.723 Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción sin la autorización de los titulares del copyright. Edición Digital de Distribución gratuita.

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UN NOVIEMBRE EN HOMENAJE AL MAESTRO

John

CARPENTER

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THE END CRISTIAN WALTER Vuelve a despertar sobresaltado. Es la cuarta vez en la semana que le sucede. Siente las manos temblorosas, la palpitación entrecortada de la vena al costado de su cuello y un sudor frío que corre por su espalda. Sus criaturas están inquietas. Lo visitan en sueños y tratan de arrastrarlo, de llevarlo con ellos. Un día es un ser invisible, otro día es una cosa que adquiere su forma… De pronto se siente extenuado. El peso de los años le cae como un mazo. Toma un trago de whisky y se acerca a la ventana. Mira fijo la densa niebla que se cierne sobre la ciudad desde hace una semana. Justo cuando empezaron las pesadillas. ¿Coincidencia? No lo creo, piensa con media sonrisa en su rostro. Algo llama su atención entre esa masa aeriforme y espesa. Es un reflejo de algo plateado. Se frota los ojos y vuelve a mirar, pero el brillo ha desaparecido. Una voz en su cabeza le grita que vuelva, que deje todo así como está. Pero desoye los gritos y baja a investigar. Camina afuera de su patio y cruza la calle. La luz del astro ilumina el cielo nocturno, pero la densa niebla pronto lo envuelve. Asustado, trata de regresar. Camina y camina, pero no logra encontrar el sendero de 7


regreso. No sabe cuánto ha andado. Pudo haber sido una cuadra o un kilómetro. Está agotado y cae de rodillas al piso. Se siente atrapado en una de sus películas. Es en ese momento cuando ve lo que llamó su atención: un cuchillo. Pero no cualquier cuchillo, sino uno que ha visto miles de veces. El terror se apodera de él y el sudor lo empapa. Corre sin mirar atrás. Las imágenes se suceden a los costados como relámpagos. Monstruos de otras dimensiones, autos poseídos, zombis, su doble de las pesadillas, vampiros, un barco fantasma, carteles con las fotos de Sutter Cane… Cierra los ojos y sigue corriendo hasta chocar con alguien. No ve su rostro por la niebla, pero reconoce todo lo demás. El overol azul grisáceo, los borcegos negros y el gran cuchillo de cocina que vio desde la ventana. Se levanta, se sacude el polvo y sonríe. Está bien, Michael. Llegó la hora de que el creador se vaya al infierno con sus creaciones. Myers hunde el cuchillo en su pecho. Por más que no puede ver su rostro, sabe que debajo de esa máscara blanca está sonriendo.

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DEJA VU ISRAEL MONTALVO Carpenter era un nombre extraño pensó Mayer. De algún modo, ese hombre le hizo pensar en la idea de un padre, era una idea absurda, al menos para él. Tenía la máscara puesta y en una horas sería Halloween, su noche especial. El cuerpo de aquel hombre adornaba el piso de aquel set. Era un estudio pequeño de filmación donde grababan algo llamado “Captain Voyeur”, todos los que integraban el equipo de grabación eran estudiantes de cine, incluido ese hombre que, como todos los demás, estaban sobre el suelo simulando un cementerio. A Mayer le dio curiosidad indagar en todo aquello grabado, en ver la idea que desarrollaban, de cierto modo se sentía expuesto, como si se mirase en un espejo y descubriese algo que nunca hubiese notado de sí mismo. La idea le pareció ridícula al igual que fascinante, pero no había tiempo de profundizar en ella. En menos de una hora sería el inicio del día de las brujas y esa noche debería hacer una visita prevista, seguir con el guión de su propia historia de horror. Y ser el verdugo. Limpió el filo del cuchillo que se perdía en un profundo carmesí con la camisa de aquel hombre de nombre extraño y lo guardó

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entre sus ropas. Se quitó la máscara para contemplar por última vez aquella escena, el cementerio de cuerpos a sus pies, el set de filmación, y los restos de aquel hombre que yacía boca arriba con una expresión agónica en su rostro. Había una historia que se contaba ahí, con todos esos elementos, mas no lograba descifrarla. Y eso lo intrigaba. Antes de ponerse de nuevo la máscara notó la sangre salpicada sobre ella simulando una eyaculación. Atravesando ese rostro de plástico carente de expresión, entre la comisura de los labios y las mejillas y parte del mentón. La limpió cuidadosamente y volvió a ponerse su verdadero rostro antes de abandonar esa historia inconclusa y al hombre que bien pudo contar su historia alguna vez.

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LITTLE CHINA GUSTAVO SMAURRA A Big Trouble in Little China la vi una sola vez, siendo un niño, pero la recuerdo perfectamente. Kurt Russell, su novia, su amigo oriental, Raiden en un salón, cientos de extras, kung fu. Los detalles son nítidos y frescos, como si la hubiera visto ayer o mil veces, como si fuera mi película favorita. Pero no lo es. Tampoco lo fue aquella vez. Lo que me cuesta recordar es el contexto en que la vi. Alrededor de la película proyectada todo es fragmentario, inespecífico, como detalles de un sueño que siempre parecen diferentes pero iguales, inalcanzables. No hubo proyección propiamente dicha, se que la vi en una video casetera JVC en un televisor chico Philco, en una habitación con varias personas. Si me amparo en esos detalles fluctuantes, tengo que admitir que la escena parece la construcción de alguien afectado, donde lo que predomina son colores intermitentes, de tonos anaranjados. La memoria en general parece tener un tono anaranjado. La habitación

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parece siempre un poco más grande con cada pasada, siempre hay un sillón que no debería estar allí sino en la casa de un tío al que ya no veía por esa época, como a mis diez años. Uno de los presentes es claramente un compañero del colegio. Lo veo distante, también anaranjado, con el naranja de los 80, un naranja que ya no volví a ver. Hay dos más que parecen maniquíes en una vidriera olvidada. Pero al cuarto espectador no lo conozco. Y es al que mejor recuerdo. Su cara es redonda pero su cuerpo es flaco, con espaldas anchas. Por momentos parece que todo el tiempo lo viéramos desde un escalón más abajo. Su piel es del gris fuerte de un dibujo en blanco y negro de una revista de papel de diario. O, se me ocurre ahora, que sobre su cuerpo la piel estaba pintada con los mismos colores de un cadáver maquillado en la funeraria, un cadáver con un día por lo menos de ido. Algunas veces cuando lo recuerdo pienso que le falta un ojo o que tiene los mismos ojos que tenían los malditos en la versión de Carpenter. O son huecos o brillosos. No sé porque está allí, no sé quién es. Pero siempre está con nosotros cuando estoy viendo esa película. Y su mirada es como un lugar vacio, que puede estar lleno de todo lo que uno quiera, siempre que eso que uno quiera sea también lo que uno no quiere querer. Por alguna razón no me olvido de esa película, de sus detalles, y me consuelo pensando que todo no es más que una construcción y que esa figura forma parte de un recuerdo inventado para darle sentido a 12


alguna emoción de aquel momento. Toda pura invención. Quiero creer que no hubo nadie allí cuando veía esa película. Que simplemente no quería mirar hacia atrás porque la película era muy buena y no quería perderme detalles. Quiero creer que nunca estuvo allí. Que no existió. Que no puede volver.

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PESADILLA DE TERCIOPELO GUSTAVO SMAURRA Carlitos Moroni, el joven, me llamó esa tarde. Ya casi nadie del grupo hablaba con él, supongo debido a su reciente internación, la cuarta en los últimos tres años. Eso sí, esta fue un poco más espectacular, ya que a lo tradicional (alucinación, aumento del consumo, escándalos con familiares) le agregó un intento de ahorcamiento. Se colgó en el baño del fondo de su casa. El inodoro perdía agua por eso se dieron cuenta y fueron a ver. Su padre lo bajó, le saco el cinto del cuello, lo puso boca abajo y con el mismo cinto lo golpeó catorce veces. Su padre y sus convicciones firmes: Carlos Moroni, el viejo. El joven me llamó y me dijo: sabés que es cierto que mataron un ángel y lo filmaron, no es mentira, la historia es verdadera. No estoy seguro, dije. Pero ahora que él lo decía estaba seguro. La curiosa ascendencia de Carlitos sobre mí. Incluso vi esa película por él. Me dijo un día: Mira esta. Masters of horror, el capítulo de Carpenter, no el del aborto. Ok. Lo vi.

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En la película un investigador busca un film maldito que induce a la locura a quien lo ve. Se supone que durante el rodaje del film un ángel resultó muerto y otro herido. Ahora Carlitos dice que es real. ¿Qué se hace con un loco, se le sigue la corriente? A la pregunta le sumo un problema: le creo. Y mi segundo problema: quiero creerle. La solución no es sorprendente: todo es lo mismo, lo que necesito para estar vivo no está acá. Como en la película de Carpenter, como en las visiones y actos de Moroni, el joven. Pero yo me comporto y vivo mi vida como Moroni el viejo, con sensatez y un trabajo en la administración pública de seis horas diarias. Le quiero creer. Le creo sin atenuantes. Hago a su certeza mía. Esa noche nos juntamos los dos en mi casa. A él le cuesta sentarse todavía por los latigazos del viejo. Pero está entusiasmado. En sus manos tiene un vhs. ¿Por qué en vhs? Porque en los 80 las cosas fueron reales por última vez. Dice parafraseando el blog de cine que alguna vez hicimos juntos, antes de la primera internación. (No me atrevo a decirle que al original lo vimos por primera vez bajado de internet en una computadora). Miro el video. ¿Qué va a ocurrir a continuación después que esa estela de 15


rayas y nieve dé lugar a las imágenes? Se va a comprobar que Carpenter tenía razón, como ya sabíamos. Las película y libros al final nos van volver locos. Quiero que Moroni y Carpenter tengan razón y que la locura me libere de todo ese porvenir horrible que comienza mañana lunes. Pero también tengo miedo y quiero que el loco siga siendo él, y que a mí me quede ser el personaje condescendiente y tranquilo. Después de la nieve, la primera imagen. No voy a dejar de ver. Allí todo está por comenzar. Ya está por ocurrir.

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THE UNDERGROUND CHURCH GUSTAVO SMAURRA Finalmente estaba en Los Ángeles. Había llegado el día anterior, para en el último mes de mi visa laboral cumplir de alguna forma con el plan original de visitar a esa ciudad que para mí representaba cine, rock and roll, drogas, lujuria. Todo lo que un joven educado en su cuarto escuchando discos podía esperar de la vida. Tenía solo cinco días para recorrer la ciudad. No pensaba en el dinero. Pero sí en Ángela, el motivo de mi retraso. Ángela, que ya no estaba conmigo. Esa oscura ausencia que me acompañaba llena de presagios, mal humor y tristeza. La soledad era un juego de autodegradación y aislamiento. Lo habitual en estos casos, ni más ni menos. Una tarde, me detuve al frente de una construcción cercada, con pinta estar lista para ser próximamente demolida. El frente era como el de una iglesia o intentaba parecerlo. Con claridad se me impuso la certidumbre de un recuerdo, no 17


tanto de haber estado allí, sino de emociones o tensiones asociadas a ese lugar. Me acerqué más a la entrada y vi la puerta. En fantasías la vi abrirse y era un sueño en vhs, un sueño del futuro. Una advertencia. Me di cuenta. El príncipe de las tinieblas. La película de Carpenter que mostraba la llegada del demonio a través de una mezcla de desequilibrio espiritual y física cuántica. Allí estaba el lugar donde ocurrían los hechos. Allí dentro se hizo la película. Irresistible. Crucé las vallas y entré a la iglesia subterránea. Más allá del deterioro, reconocí el lugar y los ambientes. Olía a flatulencia extraterrestre encerrada por años, pero la fascinación por estar dentro de la película era superior. Llegué a una puerta y supe que esa era la habitación. No me sorprendió al entrar ver sobre la pared un espejo. Me podría haber sacado una selfie e irme. Pero tenía cuarenta años, y ese era el espejo. La sensación de un destino. Estaba allí solo para eso. Me acerqué. No debía tocarlo. No lo toques me decía y me acercaba cada vez más con la mano extendida, el dedo índice al frente. Unos centímetros antes de alcanzar la parte central de ese espejo 18


medio sucio con un reflejo deformado de mí mismo, tuve mucho miedo, como si el horror, por naturaleza, se produjera así de repente, bestial y puro. Me di la vuelta y salí a pasos apresurados. Fue rápido y no recuerdo si salté la cerca o si con paciencia la fui trepando como hice al entrar. No importa. Me fui. Esto no es un sueño…. Es un mensaje del futuro. Esa noche volví a un bar con gente después de mucho tiempo y si bien estaba sentado solo tomando una cerveza me sentía en sintonía con todo. Me reía. El placer de que te hagan sentir miedo, el placer de ser parte de la experiencia sin fin del horror. Solo, en castellano, le agradecía a John Carpenter, que me rescataba de nuevo de esa vida que siempre me estaba ocurriendo a destiempo y sin arreglo.

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INSIDE XIMENA R. MOLINARI Homenaje a Village of the Damned y The Ward de John Carpenter La casa donde estaba parecía lo suficientemente grande como para perderse en ella y lo bastante tenebrosa como para provocarme un interminable escalofrío, era como si caminara abrazada por una corriente de aire frío. Mi dormitorio estaba en la planta baja, enfrente se encontraba el baño, a la izquierda la entrada a la cocina y a la derecha, a una considerable distancia, la puerta del sótano. Cada vez que cruzaba desde mi habitación hacia el baño evitaba mirar hacia esa puerta. Aunque estaba con cerrojo y jamás se había abierto, tenía la impresión de que era un lugar horriblemente oscuro y húmedo donde habitaba algo más allá de la comprensión humana, algo que deseaba salir. Con el tiempo olvidé aquella puerta y el miedo desapareció, hasta el día en que la vi entreabierta y al cerrojo despedazado en el suelo. Tenía el torso fuera del umbral de la puerta de mi dormitorio, asomé la cabeza y la giré a ambos lados, la coleta, que sujetaba mi cabello platinado, giró también. Me dirigí hacia la cocina, observé

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alrededor y fijé la vista en la fruta, las mosquillas emanaban un sonido espantoso mientras revoloteaban alrededor de las manzanas negras y podridas. Por un segundo me pareció que eran unas asquerosas criaturas con dientes diminutos y afilados. De repente sentí una fuerte puntada en el cuello y creí que mi cabeza iba a explotar, caí al suelo y un montón de extrañas imágenes desfilaron por mi cabeza. No tenía idea cómo, pero sabía que algo se encontraba en el sótano, podía escuchar pequeñas voces susurrar mi nombre. Tomé valor y me dirigí hacia allí despacio debido al mareo y la visión borrosa, me parecía que cuanto más me acercaba, la puerta más se alejaba. Corrí a toda velocidad y terminé parada casi en la entrada. Apoyé una mano contra una desgastada pared de gélida blancura y me lamenté por lo que llevaba puesto, un liso vestido gris. De golpe sentí que algo pasaba detrás mí, volteé violentamente, lo sentí pasando por delante y por detrás, no podía ver qué era. Unos brazos me rodearon y me sujetaron con fuerza, luché, luché como jamás lo había hecho, me repetía a mí misma que lo sabía, siempre había sabido que en este lugar habitaba algo maligno y me alegré de no estar loca, ahora los demás también lo creerían. Eso que luchaba por salir iba a lograrlo. Traté de tocar la puerta, pero no pude, aquello se había escapado dejándome débil y tumbada en el piso. Intenté aclarar mis ojos, percibí varias personas a mi alrededor, mi cuerpo dolorido estaba clavado al suelo, viré apenas la 21


cabeza y advertí en la puerta del sótano un cartel que no había visto antes: Ingreso al Psiquiátrico de Midwich y en seguida mis ojos comenzaron a cerrarse.

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EL INCORPORADOR OSWALDO CASTRO ALFARO A través de los siglos mi familia ha pertenecido a la extraña casta de los incorporadores. No siempre esta capacidad ha sido transmitida secuencialmente en el tiempo y ni creo que la palabra exista en el diccionario. Sea como fuere, hubo saltos generacionales y para mi desgracia porto el gen en mis células. Durante dos décadas me he puesto en el lugar del sufrimiento humano y casi he muerto media docena de veces al incorporar la desdicha de tullidos, orates, cancerosos y malformados congénitos. Me he especializado en dolores crónicos, fiebres de origen oscuro y trastornos esquizofrénicos y bipolares. En una oportunidad, al intentar enderezar la espina dorsal de un niño, perdí las falanges distales de dos dedos del pie derecho. Ahí fue que decidí no tentar al destino y me reservo para situaciones extremas cuando la paga es extraordinaria. Soy recibido por la madre y vengo a enfrentar el dolor reumático que tortura a su hija adolescente. La criatura vive postrada en cama desde hace seis meses. La pérdida de peso corporal la

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convirtió en un conjunto de huesos y pellejos que permite contar las costillas y delinear las estructuras óseas de su esqueleto. La veo desnuda y el grado de emaciación contrae mi voluntad. Con voz débil me saluda y expresa la esperanza que me tiene. Obligo a la madre a salir para iniciar la sesión. Cierro la puerta y rezo con devoción. Aspiro sus olores, sorbo lágrimas y secreciones, lamo el sudor y bebo la orina. Como sus uñas quebradizas y parte del pelo frágil. La rasco suavemente, sobo delicadamente, presiono las coyunturas con fruición hasta producir llanto. La abrazo, ovillo como una madeja de lana, la estiro, masajeo sus pechos marchitos y deglute mi esencia. No recordará nada y preservo su integridad virginal. Lo hecho es un secreto absoluto y sin huellas. Tras dos horas he logrado incorporar parte de sus dolores. Las articulaciones y músculos responden ampliando su rango de movimientos. He vomitado los dolores y se esparcen miserablemente por el suelo. Estas “cosas”, así las llamo, son la mala suerte, maldiciones y pesares. Falta incorporar mucho todavía para eliminarlas. Ella debe librarse de las algias reumáticas, liberar la rigidez y recuperar el movimiento. Es el triunfo de la sanación sobre la inflamación. Para mí es morir momentáneamente, incorporando, vomitando, sudando o evacuando como diarrea el mal ajeno, y las taras por las que me pagan. No moriré en el intento, pero sí me llevaré buenos sustos. La adolescente camina libremente por la habitación, esquiva las cosas vomitadas y sonríe agradecida. Entre las paredes quedan los 24


alaridos lastimeros, las pérdidas de conocimiento no declaradas y los ojos en blanco mirando la luz al final del túnel. Se acurruca conmigo en el suelo. No está enamorada ni quiere tener sexo. Solo agradecida y liberada. La miro con ojos turbios y sé que mi mirada se aclarará con las horas. Miraré el cheque jugoso de mis honorarios profesionales.

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EL PAQUETE ASESINO MANUEL SERRANO Era tal el odio que le tenía que le mandó un paquete con una botella y una carta en la que le decía que le quedaba poco para morir. Cuando la leyó se echó a reír. Arrugó la carta y la tiró a la papelera. Allí pasó las dos primeras noches. La tercera, noche de sábado, el destinatario se acostó pronto. El domingo tenía que salir de viaje. Eran las tres de la mañana cuando la carta volvió a su ser. Las letras escritas con odio se fueron soltando. Poco a poco se agruparon y de uno de los extremos comenzó por salirse del papel hecha una línea negra. Trepó hacia la boca de la papelera y se dejó caer. Buscó la botella cerrada. Se enrolló en su tapón y la destapó. Una niebla fosforescente se derramó hasta el suelo. Recorrió la distancia hasta la habitación del destinatario. Pasó por debajo de la puerta. Se aproximó a la cama. Utilizó la sábana desmayada sobre la alfombra para trepar hasta encima de la cama. Sobre ella dormía tranquilamente él. La niebla se fue espesando hasta llegarle a la garganta. En un par de aspiraciones penetró en sus pulmones. Rápidamente él cambió de posición. La niebla le envolvió Y allí se quedó. Solo esperaba.

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A las siete de la mañana sonó el despertador. El destinatario paró el insidioso teléfono. Se sentó en la cama con los pies en el suelo. Fue a ponerse de pie cuando notó que algo le aprisionaba la garganta. Un gancho le chorreaba agua sobre la oreja. Se agarró con fuerza el cuello. Abrió los ojos de manera desmesurada. Y cayó muerto. La niebla se retiró y volvió a su botella. La línea negra estaba a la espera. Después volvió a taparla. La línea también regresó a la papelera. Cuando lo encontraron estaba tendido con la cabeza apoyada contra la pared. Rastros de sangre y varias uñas atestiguaban la lucha del hombre. Solo encontraron una pequeña marca de agua y varias algas secas. Por más que buscaron indicios no encontraron nada. Miraron la carta, pero tampoco era nada especial. La botella estaba tapada, intacta. Pese a que había una amenaza, el emisor estaba en Nueva York aquel día. Billetes de avión y facturas de hotel así lo decían. Los registros de salida del país y el regreso, lo corroboraban.

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UN ABISMO LLAMADO HOBB’S END NINETTE S. ARAVENA Mientras los créditos de la película aparecían en la gran pantalla, John Trent seguía retorciéndose en la butaca con su risa histérica; mezcla de angustia, llanto y carcajada demente ¿Qué sería de él

cuando

la

última

letra

apareciera

en

el

telón?

¿Dejaría

automáticamente de existir? ¿Qué sucedería con Hobb’s End? ¿Estaría aún allí, perdida en algún lugar, después de toda la catástrofe ocurrida en el mundo? A veces creía que sencillamente lo había soñado todo. Hobb’s End, la señora Pickman, Sutter Cane, Linda Styles… Todo… ¡TODOS! Incluso su vida como un exitoso agente de seguros. John Trent, una persona independiente que siempre tuvo el control sobre su vida, ahora no podía asimilar el hecho de que era un simple personaje en una novela de terror. Qué cosa más angustiante debe ser descubrir que la propia existencia solo sirve para llenar las hojas de un libro. ¡Pobre John! ¡Si supiera lo que le aguarda!… Las cruces no sirvieron de nada, 28


quedarse encerrado tampoco. Cuando el caos te busca, el caos te encuentra. Más aún si se trata del personaje principal de la historia, y también de la película en la que era espectador y actor a la vez. Se revolvió incómodo en la butaca, recordó las palabras de Linda: “Estarías muy solo si fueras el único que quedara”. Y así se sentía, con toda una multitud de humanos desaparecidos de la faz de la tierra. Enloquecidos probablemente, muertos en el mejor de los casos. John, el agente de seguros, totalmente solo… sin compañía humana, porque si hablamos de engendros, ¡Sobraban! Seres viscosos moldeados a semejanza de grandes insectos, cefalópodos, y otras bestias marinas. Algunos ni siquiera tenían forma definida. Seguro andaban por ahí, escondidos, con sus fauces ávidas de atraparlo. John seguía mirando la pantalla, voluntariamente ignorando lo que ocurría a sus espaldas. Intuyendo que su fin estaba muy cerca. Ruidos extraños de borboteos y de cosas que se arrastraban. El sudor resbalaba por su frente. Un olor fétido inundó la sala. En ese momento hubiese querido estar de vuelta en el sanatorio, recluido entre cuatro paredes acolchadas. Por lo menos habría estado intacto, y no a punto de ser devorado por esos monstruos salidos del abismo, del infierno más profundo, el que Sutter Cane había liberado con sus novelas. La sala de cine quedó en silencio, los gruñidos y chasquidos cesaron. Hace mucho rato que John ya no reía, ni siquiera gritaba. Cuando esas aberraciones se abalanzaron sobre él, inexplicablemente se esfumó del lugar. Su angustia y su terror olvidados por un segundo, 29


pero fue inútil. De repente se escuchó a la tormenta rugir, y Trent reapareció en el sanatorio. Dos guardias corpulentos lo apresaban fuertemente por los brazos. “¡No estoy loco! ¡Suéltenme! ¡NO ESTOY LOCO!”, gritaba alterado. A nadie le importó. Siguieron arrastrándolo por un pasillo hasta llegar a una celda. Entonces comprendió lo absurdo de su destino: Repetir este horror hasta el infinito… porque “Él me escribió así”.

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MONSTRUOS VERDADEROS GERARD KING De niña solía creer que el Coco se escondía en mi armario en la noche de Halloween. Creía eso porque de repente el aire se tornaba frio y denso. Tenía miedo de dormir, de moverme, de gritarles a mis padres que me ayudaran; incluso me negaba a respirar. Parecía que mi padre leyó mi mente porque apareció en mi cuarto, iluminando mi miedo con su sonrisa. En susurros le dije que había alguien en el ropero, le supliqué que me cargara y me llevara lejos del cuarto, lejos de la casa, lejos de la maldita ciudad de Haddonfield. Pero un adulto jamás le cree a un niño. Vi con un gran pánico en mis ojos como mi padre avanzaba hacia el ropero. Lloré cuando abrió la puerta y me sentí estúpida cuando descubrí que no había nadie en el interior. Eso no importó mucho, continuaba temblando y no quería pasar la noche sola. Quería estar con mis padres, pero mi papá me dijo que mamá ya estaba bien dormida y no quería molestarla. En cambio, él dormiría conmigo en mi cuarto, eso me reconfortó. Me sentía protegida en sus brazos. Pero cuando apagó la luz y se acostó a mi lado dejó la

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puerta del armario abierta. No aparté mis ojos de la oscuridad del armario, donde una figura humana, alta y siniestra, se manifestaba entre las sombras. El miedo, el frio y el insomnio me envolvieron de nuevo junto a las lágrimas que se deslizaban por mis mofletes. De pequeña creía que el Coco se escondía en mi armario o debajo de mi cama, esperando que me durmiera para matarme. Con diecisiete años sé que el Coco nunca existió, bueno, existía en mi mente. Me concentraba en una figura inexistente para justificar el terror que me abrazaba cuando mi padre me manoseaba, rasgando mi inocencia con sus ásperos dedos. Los monstruos no se esconden tras mascaras blancas, sino detrás de sonrisas falsas. Los monstruos son los humanos, así que no sé porque todos se sorprendieron cuando acuchillé dieciocho veces a mi padre en la noche de Halloween.

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HOMBRE AL AGUA MARINA GÓMEZ ALAIS Lo despertó un sacudón del pestillo, la puerta tenía echado el cerrojo. Saltó de la cucheta y abrió lo más rápido posible, pero el corredor estaba desierto. Recién en ese momento percibió la quietud, el barco había detenido su marcha. Miró por el ojo de buey y una niebla espesa cubría todo. Se vistió y subió corriendo al puente, donde encontró al jefe de cubierta, binoculares en mano, oteando el horizonte con semblante desencajado. El oficial de guardia había desaparecido y nadie sabía cómo. Todo indicaba que se había tirado al agua, pero sin testigos oculares resultaba incomprobable. Los otros hombres lo habían visto, por última vez, parado frente al radar, antes de que todos salieran al alerón de babor para observar cómo el avance de la niebla enlutaba el cielo. Únicamente, se podía conjeturar acerca de los hechos. El segundo oficial aportó el dato de que alguien había querido entrar en su camarote, desplegando aún más el abanico de teorías factibles. Un escenario descabellado planteaba miles de interrogantes tales como la posibilidad de una caída accidental, pero insistían en la hipótesis de

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suicidio porque, súbitamente, algo impreciso lo había perturbado, obsesionándolo con la idea de que lo estaban buscando y se lo iban a llevar. La búsqueda continuó hasta que la noche, el mar y la niebla se complotaron para acorralar al barco en la absoluta ceguera de una densa masa oscura, entonces no hubo otra posibilidad más que encender motores y continuar con la travesía. Pronto, corrió la voz del misterioso intento de irrupción y, una vez instalada la inquietante teoría de que un hombre alienado siguiera oculto a bordo como polizón o, peor aún, la creencia supersticiosa de que su alma atormentada rondara el navío al acecho, mecidos por la zozobra, ya nadie logró conciliar el sueño. Aunque macabro, el único atenuante para calmar los ánimos hubiera sido encontrar flotando el cuerpo del marino, asegurando así la explicación más horrible al enigma, pero la menos aterradora. Se desató un inesperado temporal, los radares y el sistema de comunicaciones registraron graves fallas. Las olas devoraban la proa que se clavaba como espada en las profundidades del agua enfurecida y el rumor de la tempestad parecía acercar un incesante lamento lejano. Los mamparos crujían y temblaban con cada rolido, acompasados con el rechinar de las mandíbulas apretadas de los navegantes. El capitán ordenó que todos se mantuvieran dentro del casillaje; resolvió, como precaución, que guardaran bajo llave las hachas de los pasillos y revisaran hasta las sentinas para desterrar la fantasía de que todavía el 34


oficial merodeaba por la embarcación. No se encontró indicio alguno que lo acreditara, pero el miedo avanzaba a la par de la niebla y su presencia espectral lo invadía todo. Hasta que el temor cebado por la imaginación, comenzó a fundarse sobre bases reales con la desaparición del contramaestre. Prefirieron creer que en una de sus borracheras, las olas lo habían barrido de la cubierta. Pero ya no pudieron eludir la realidad al continuar evaporándose un hombre tras otro, sin dejar rastros, como si algo se los tragara. Por algún extraño motivo, una inexplicable mansedumbre les hizo aceptar con resignación que los vinieran a buscar de a uno, en medio de la cerrazón. Él era el último sobreviviente. Encerrado en su camarote tras horas de vigilia, se sobresaltó con un sacudón en el pestillo de la puerta. Observó inmóvil, pero esta vez no quiso saber quién lo buscaba. Al partir el último tripulante, salió el sol y la niebla se esfumó. Días después, desde otro buque, avistaron la imagen fantasmal de la nave al garete.

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TERROR MÓVIL CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR Alejandro, apodado «El Cordero», por su particular rostro alargado, se dijo que ya era tiempo de volver a las andadas, pues necesitaba dinero. Caminaba de noche por las calles de Lima buscando el automóvil perfecto. Esa noche le parecía sumamente especial, pensó que esa madrugada encontraría lo que tanto deseaba. Era viernes 29. Adoraba los viernes, había fiestas, aunque esos días se dedicaba a tantear el terreno. Las mejores fechas para robar coches eran los inicios de semana, porque eran más tranquilos. Los viernes y los sábados se daba mucho movimiento. No obstante, Alejandro sentía que aparecería algo impactante que le daría sentido a su vida. Anduvo un par de horas por su distrito: San Juan de Miraflores. En general, se iba a otros lugares a robar. Los viernes, sábados e incluso los domingos realizaba una labor acuciosa

de

observador

para

descubrir

quiénes

dejaban

sus

automóviles solos, sin protección, en los rincones escondidos de la ciudad. Aquella madrugada no hubo suerte. No halló lo que tanto buscaba, pero, al regresar, al pequeño cuarto que alquilaba y donde vivía solo, se topó con un automóvil muy extraño. Solo estaba a una cuadra de su residencia, pero en aquel sitio no 36


existían cámaras de seguridad y se encontraba en una de las zonas más peligrosas del distrito, cerca de un colegio estatal, en la esquina de un parque desolado. Era un Plymouth Fury, de 1958, lo supo al instante. Se dijo que de haber tenido otro destino hubiera sido un gran especialista en autos. El coche era rojo y lucía nuevo, a pesar de ser un modelo antiguo. En el frente estaba su placa y, colgando de aquella, había un pequeño letrero que decía: Christine. Alejandro no dudó. Rompió el cristal del asiento del conductor y buscó algo de valor, pero la radio y los accesorios se veían anticuados, incluyendo las llantas y los parachoques. No le serviría, se decepcionó y orinó el costado izquierdo del automóvil. A continuación siguió la ruta hacia su hogar. Solo estaba a unas casas. En ese instante el carro avanzó, siguiendo sus pasos. El Cordero se asustó, ¡no había nadie en el coche! ¡Cómo era posible que se estuviera manejando solo! El hombre corrió lo más veloz que pudo, y, antes de llegar a su puerta, el auto lo golpeó lanzándolo al piso. El Plymouth estaba frente a él y parecía rugir. En ese momento Alejandro se puso de pie y se escondió tras una reja que cerraba la calle anexa. Christine se dobló encogiéndose y se metió por la puerta al costado de la reja. El sujeto no daba crédito a lo que veía. Reaccionó, se trepó al segundo piso de la casa de su vecino. El Plymouth fue tras a él, como una araña. Lo alcanzó arriba y lo aplastó contra la pared. 37


Nadie en la vivienda escuchó nada, porque no estaba nadie, habían salido a una reunión. El cadáver destrozado fue encontrado a la mañana siguiente. Christine nunca más fue vista en el barrio.

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EL ORIGEN DEL CAZADOR CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR John Crow se encontraba cortando leña de noche afuera de su pequeña casa, ubicada en medio del bosque. Le encantaba trabajar bajo la luz de la luna. Pero aquella vez las cosas serían diferentes. Lo supo desde antes de recibir la mordedura en el hombro. Se sentía observado, pero lo atribuyó a los animales silvestres. No imaginó que esa otra clase de criaturas existiesen de verdad, aunque sus padres le contaban historias de terror que, de niño, no creyó reales. La amenaza salió de la nada y lo atacó, hundiendo sus colmillos en la extremidad superior izquierda de John. El robusto hombre reaccionó a tiempo y le clavó una estaca de madera en el pecho al malévolo ser. Esto hizo que el agresor se desintegrara. El sobreviviente no quiso contarle nada a su familia. Se dijo que el hecho solo se había tratado de una alucinación por el exceso de trabajo, que la herida del hombro había sido producida, seguramente, por algún roedor que apareció en el granero de improviso. Se fue al

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baño, se curó y se fue a dormir con su esposa, quien yacía tendida sobre la cama, con un rostro feliz. Al amanecer, John se sentía mal. Le dijo a su mujer que no deseaba trabajar en la granja y que mejor su hijo Jack (como estaba de vacaciones) se encargara de esas labores. María se preocupó, le dijo que fuera a ver al doctor, pero el hombre no quiso. Cerró las cortinas de la alcoba, pues la luz le fastidiaba y se dispuso a seguir descansando. Durante el resto del día, Jack, de diez años, alimentó a los animales de crianza y limpió sus habitáculos. Quería ver a su papá, pero John estaba como un zombi, tendido en la cama, irritable, no dormía, al parecer tenía algunos delirios. María se acercó a su hijo y le dijo que ya le había dado algunas pastillas, que si no mejoraba, lo llevaría al médico al día siguiente. Llegó la noche. Jack se fue a acostar temprano. María le preguntó a su marido cómo se sentía y este le dijo que se hallaba mejor, mucho mejor, que deseaba tener sexo con ella. La mujer se alegró al escuchar la propuesta y se desnudó. John se mostraba distinto, lleno de vitalidad, de pasión. La desgraciada mujer casi no sintió cuando la mordió en el cuello con tanto salvajismo que le arrancó la cabeza. Al terminar, fue a la habitación de su hijo. El pequeño Jack no podía dormir por el ruido, estaba alerta. Sabía que los vampiros eran reales, sus compañeros de colegio y los cómics se lo habían dicho, de modo que, cuando sintió al no muerto acercarse, sin mirarlo, le clavó una estaca de plata que tenía escondida, 40


regalo de sus abuelos. De casualidad, había apuntado al corazón. La bestia se convirtió en cenizas. El niño corrió donde el cura del pueblo para pedir ayuda. Así fue como Jack Crow fue adoptado y entrenado por la Iglesia para ser cazador de vampiros.

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DE LA SARTÉN A LAS BRASAS CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Mónica transitaba por las calles del centro de Lima para dirigirse al pequeño cuarto que alquilaba desde hacía once meses. Era de noche. 31 de octubre. A la joven le molestó haberse quedado hasta tarde en el trabajo. El tráfico no fue muy intenso, encontró un bus que la condujo a su hogar. Le fastidiaba también haber tenido que mudarse de Estados Unidos a ese lugar escondido en el sur del mundo. Pero debía ser precavida. El asesino persiguió a su prima Laurie un año atrás, en 1978, y asesinó a varios de sus amigos. Mónica ahora se sentía tranquila. Las once de la noche y aún había varios grupos de muchachos en la calles. La gente celebraba Halloween; en algunos sitios se estaban realizando fiestas de disfraces. El entorno parecía seguro. A Mónica solo le faltaban unas pocas cuadras para llegar. De súbito aparecieron cuatro sujetos que le cerraron el paso al inicio de una callejuela. Todos tenían máscaras: de lobo, de toro, de diablo y de vampiro. La chica les dijo que, por favor, la dejaran pasar, pero ellos se mostraron imperturbables. Estuvieron así algunos 42


segundos, paralizados en medio de la calle mal iluminada por el leve brillo de un poste. Uno del grupo, el lobo, sacó un cuchillo y se acercó con rapidez hacia Mónica, quien dio la vuelta y comenzó a huir. Los otros la perseguían a toda velocidad. Ella pensó en gritar, pero las palabras no salían de su boca, pensó en pasar por lugares con gente, sin embargo, se incrustó tanto en esa parte desolada del ambiente urbano que se metió entre jirones y calles donde no existía presencia humana. Detrás de ella escuchaba que le gritaban: ¡truco o trato, puta! ¡Ven, te vamos a romper bien la zorra y luego te podrás ir, promesa! Ella entendía bien el castellano, trabajaba de vendedora en un supermercado y su conocimiento del español le servía de mucho. Aunque, en ese momento, deseó no haberlo aprendido nunca, pues aquellas palabras soeces la perturbaban. Corría sin parar, sentía que en cualquier momento la alcanzarían y la violarían; pensó que era mentira aquello de que la dejarían ir. Ya no escuchaba nada. Volteó y no vio a nadie. Sin darse cuenta, estaba en la entrada de un callejón; pasándolo, llegaría a la avenida, cerca se encontraba la comisaría. Avanzó unos pasos y los ubicó: a los cuatro, tirados en el suelo, quietos, apuñalados, con las gargantas cortadas. Al parecer, la estaban esperando allí, agazapados entre las sombras y ella casi había caído en la trampa. No obstante, alguien o algo la había rescatado. Y su salvador se hallaba a unos metros, obstruyéndole el paso a la libertad. 43


«Michael», dijo ella. «Soy tu prima, Mónica Myers». Él se acercó con lentitud. La joven sabía que de nada le serviría gritar, aunque de todas maneras lo hizo, con gran fuerza, pero fue desoída. Su verdugo había cruzado América para dar con ella. Levantó el cuchillo y se lo clavó en la frente.

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ÍNDICE THE END CRISTIAN WALTER 7 DEJA VU ISRAEL MONTALVO 9 LITTLE CHINA GUSTAVO SMAURRA 11 PESADILLA DE TERCIOPELO GUSTAVO SMAURRA 14 THE UNDERGROUND CHURCH GUSTAVO SMAURRA 17 INSIDE XIMENA R. MOLINARI 20 EL INCORPORADOR OSWALDO CASTRO ALFARO 23 EL PAQUETE ASESINO MANUEL SERRANO 26 UN ABISMO LLAMADO HOBB’S END NINETTE S. ARAVENA 28

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MONSTRUOS VERDADEROS GERARD KING 31 HOMBRE AL AGUA MARINA GÓMEZ ALAIS 33 TERROR MÓVIL CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 36 EL ORIGEN DEL CAZADOR CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 39 DE LA SARTÉN A LAS BRASAS CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 42

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CARPENTER ANTOLOGÍA DE CUENTOS DICIEMBRE 2019 EL NARRATORIO EDICIONES WWW.EL NARRATORIO.COM.AR

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