EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO. 21 NOVIEMBRE 2017

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 21 - NOVIEMBRE 2017 ISSN 2591-3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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INDICE OMEGA KARINA RODRIGUEZ 8 ORIENTE MEDIO RUGE RATCLIFFE 11 BAJO UN CIELO ESTRELLADO MARTHA ALICIA LOMBARDELLI 15 MOHÁN JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO 18 ARAÑAS CHRISTIAN GÓMEZ 24 EJÉRCITO ROJO XIMENA R.MOLINARI 30 MANUSCRITO ENCONTRADO EN LA PAMPA MANUEL ÁNGEL CAMPOS 34 LAS TRANSFORMACIONES DE FRANZ KAFKA JOSÉ L.VELARDE 38 MARINA,¿NO? MARIAN PEYRÓ 42 SILENCIO DE PIEDRA BLANCA JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ 45 LOS ROSTROS DE ALICE NATALIA ARCIERI 48 ESCONDIDO BAJO EL SUELO YRINA KOSOHOVSKI 52 MEFISTO EL JUGUETERO ARMANDO CERVANTES ESQUIVEL 54 LA DANZA DE LAS PALOMAS ANA MARÍA MANCEDA 57 MÍSTICA LUNA LLENA DANIEL CARVAJAL CAMACHO 60 UN DÍA DEL VERANO DE 1959 RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA 64 HASTA SIEMPRE, BABY OSWALDO JOSÉ CASTRO ALFARO 68 LA PESADILLA DE TURING LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 72 REENCUENTRO ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 81 EL ABANDONO DEL PANADERO JOSÉ J. GARCÍA GONZÁLEZ 83 SÍNDROME DE SIMPATÍA CARLOS MARÍA FEDERICI 86 INDULTO VERÓNICA EDITH GONZÁLEZ CANTÚ 95 ENCUENTRO YOLANDA SA 99 AMANTE DE AUSENCIAS LEON SALCOVSKY 104 LAS INDESEABLES MARIPOSAS DE LA NOCHE INÉS LUQUE ARAVENA 106 EL FOTÓGRAFO SONIA CABRERA 111 LA TÍA MECHA ANA MARÍA CAILLET BOIS 113 ENFOQUE IGNACIO BRAVO VERA PINTO 115 UNA MENTIRA PIADOSA JOSÉ LUIS QUINTO TAIPE 117 UNA ANÉCDOTA CON LA POLICÍA DIEGO CANO 120 SALA 4 ZACARÍAS ZURITA SEPÚLVEDA 124 EL HOMBRE DEL PELO LACIO ÁNGEL M.SANTAMARÍA ORTIZ 126 MEJOR DEJEMOS QUE SALGA LA LUNA MARIO MEMBREÑO CEDILLO 128 SOBRE LA BIBLIOTECA UNIVERSAL QUE ESTÁ EN BENÍTEZ ÁLVARO MORALES 132

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EN EL PUESTO DE LA VENTANA SEBASTIAN CLARK 136 NÁYADES EN LAS TERMAS ALBERT GAMUNDI SR. 140 UN RELATO DIFERENTE CARLOS E. SALDIVAR ROSAS 146

HALLOWEEN DE CUENTO FESTINES NOCTURNOS MATEO BRAVO MIR 152 SUSURROS MATEO BRAVO MIR 152 LECTURA DE RIESGO JUAN PABLO GOÑI CAPURRO 152 MADRE EDUARDO CRUZ ACILLONA 153 VENGANZA CLARA GONOROWSKY 153 EL EXTRAÑO JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ 153 ¿DULCE O TRAVESURA? RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA154 LA TRAMPA DEL DUENDE ALBERT GAMUNDI SR 154 MAURO FONTANA ROGER LUIS CHICO CABARCAS 154 LA CUCHARA ÁLVARO MORALES 155 EL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES ANDRÉS GALINDO 155 DESTINO GIANCARLO UBILLUS 155 SEXTO SENTIDO LLUÍS TALAVERA 156 EL DÍA DE MI MUERTE STEPHANIE PUGLIESE H 156 POSESIÓN STEPHANIE PUGLIESE H 156 ENEMIGO SANGUINARIO ALICIA GAIONE 157 COCINA GERARD KING 157 CATALEPSIA L.E. VELÁZQUEZ 157 LA ESPERANZA NUNCA MUERE DAMARIS GASSON PACHECO 158 CLOROFILIA RIGARDO MÁRQUEZ LUIS 158 EN UN SINVIVIR MARIAN PEYRÓ 158 AMOR ANA MARÍA CAILLET BOIS 159 SALUDOS POR HALLOWEEN ISABEL FUERTES VILA 159 CON CAFEÍNA, POR FAVOR XIMENA R. MOLINARI 159 ERROR EN UN ENTIERRO CARLOS F.MARTÍNEZ QUERO 160 CONQUISTA JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE 160 AZAR RENATE MÖRDER 161 ÉL ESPERA FEDE MARONGIU 161 MEMORIAS DE UN CREADOR DE CÓMICS CARLOS E.SALDIVAR ROSAS

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161 UN ARTE ESPANTOSO CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162 UN CAMBIO...¿FICCIONAL? CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162 DIABÓLICO INSTANTE CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 162 TERRORES NOCTURNOS ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ 163

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s de día y ayer la casa ardió como en un sueño, estallaron los vidrios, todos a la vez. Cuando me escondí en el sótano, el cielorraso perecía bajo las llamas. La madera de los techos fue devorada. No sé cómo empezó el fuego. Escuché los aviones y después las bombas. Él no volvió, pasaron muchas horas y no volvió. Me aseguró que volvería, me lo juró; tenía todo pensado, como siempre. Porque siempre fue un estratega, un anticipador. Usted y yo podríamos ver una de esas series en la televisión, esas en las que el mundo tiene los días contados, por el simple goce del entretenimiento. Sin tomarnos nada en serio, digo. Pero él no. Él es de esos hombres que, mientras tanto, piensan. Que se lo imaginan todo ¡como si estuvieran ahí! Dijo que estaba preparado para esto, dijo que nada podría con nosotros, que resistiríamos usando algunas de las maniobras típicas de la supervivencia, que nada podría fallar. Pero no fue así, él no está, no volvió. No resistimos ni un día. Lo vi bajar las escaleras, rápido y ágil. Y seguí escuchando a los otros, a los que estaban conmigo. Pero empezaron a cambiar enseguida, algo en el aire, no sé. Yo no cambié. No sé cómo surgieron todas esas bocas como cuevas, profundas y negras, abiertas y podridas, intentando morder. Empezaron a morderse ¡Se mordían entre ellos! Se arrancaban pedazos, unos contra los otros, como en la televisión; como perros salvajes se empujaban, se pisaban, gemían y después, después el aullido grotesco de los muertos. Cuando me quise acordar no quedaba nadie en pie. Ahora dejé el sótano y camino entre ellos, el suelo está sembrado de cadáveres, repugnantes, podridos. Una masa compacta de gente aplastada, como si hubieran estado en la tumba durante meses. Algo en el aire acelera la descomposición. Muertos de verdad, no hay metáfora. Nada se mueve, nada gime. Ni siquiera una señal de la vida anterior, nada. Llegué a creer que estábamos a salvo. Me lo repetí muchas veces, justo cuando él se fue, justo cuando empezó lo de arriba. Todo empezó con Pedro. Lo vi llegar caminando. La gente a mi alrededor estaba alborotada y tensa y, aunque toda la situación era un caos, estaban bien. Sacaban conclusiones, hablaban a los gritos: cuando en la escuela algunos cayeron al suelo y empezaron las convulsiones corrimos, es cierto. Porque los caídos empezaban a cambiar, mordían. Los que estábamos sanos corrimos, rompimos la puerta principal y entramos

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juntos en la casa vacía de Don Vásquez; el lugar estaba desierto; subimos empujándonos. Lloramos, gritamos, todo al mismo tiempo. Tratamos de llamar, pero nada funciona. Cerramos las puertas, pero después empezaron a entrar y salir, a asomarse a las escaleras para buscar más gente sana, a preocuparse por el resto, a pensar en los demás. Fue ahí cuando vi entrar a Pedro. Caminaba despacio, como dormido. Una mancha verdosa en la mejilla derecha desdibujaba un poco sus rasgos. Ya no estaba sano, ahora eso es obvio. Apareció en la puerta, así, cambiado y nada más, caminaba hacia la cama mirándola fijamente, como si quisiera recostarse, probablemente repitiendo su rutina diaria. Inerte al entorno. Pero tenía los ojos velados, vacíos y sin vida. Esos no eran los ojos de Pedro. Una película babosa y grisácea los cubría, dándole un aspecto de ultratumba. Después empezó todo, eso en el aire, no sé y todos empezaron a cambiar. Como sea tengo que salir, pasaron muchas horas. Tengo que buscar ayuda, tengo que buscarlo a él. No hay sistemas, no se oye nada allá afuera. Tengo que bajar y abrir las puertas. Grabo esto porque tengo la esperanza de que algún día, alguien pueda entender qué nos pasó. No importa mi nombre. El sol da de lleno en el asfalto, lo ablanda, lo licúa, pareciera que se lo bebe. ¡Lo veo! Es él… viene hacia mí ¡viene! Sus manos… rotan lentamente hacia el centro, como garras. Arrastra una de sus piernas con, con torpeza, los ojos… velados, la mancha...

KARINA RODRIGUEZ Argentina

Blog: http://cuentosdelarosanegra.blogspot.com.ar/

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A mi mamá, y a Mar Chiquita.

-¿Q

ué país serías? Si fueras un país. Estábamos en el auto. Esperando a que Toler abriera la casa, para bajar. —Alguno de Oriente. —¿Medio, Próximo, o Extremo? Me hubiese gustado decir Extremo. Porque así estábamos, en extremos opuestos. El espacio entre los dos parecía inmenso. La palanca de cambios, un médano. Sentía los brazos como lagunas. Las piernas como arena. Quizás fuera a desmayarme. —Medio. contesté. Jimi apagó la calefacción. Yo la volví a prender. Conocía esa secuencia de memoria, todavía teníamos tiempo. Mamá tardaba exactamente ocho minutos en rodear la casa. Dos en abrir el portón oxidado. Solo usábamos la casa en verano. Después, volvía a aparecer. Agitando los brazos avisaba que ya estaba abierta. Toler o Jimi embragaban. Subíamos la pendiente. Bajábamos del auto. El verano empezaba. Ahora era invierno. Era distinto. Esperábamos a que Toler abriera. Mamá ya no estaba, a eso habíamos ido. Buscar las cosas. Las que importan cuando alguien ya no está. Jimi insistió con el interruptor de la calefacción. —Ya bajamos. No la prendas. ¿China está en Oriente Medio? No le hice caso. Le frené la mano con la que intentaba apagarla. Me frenó la mía, y así… Pero gané yo. —No creo. Googlealo. le dije. Sostuvo el teléfono en sus manos unos segundos paseándolo en el aire en busca de señal. Se detuvo. Apretó varias teclas. Leyó: —Se designa como Oriente Medio o Medio Oriente a la región aproximadamente equivalente al sur de Asia. Toler iba por la parte de rodear la casa. Quizás tropezara o el portón se volviera una muralla china impenetrable y no pudiéramos entrar. Quizás tuviéramos más tiempo, ahí en el auto. Desde el espejo retrovisor la laguna me pareció inmensa, hacia la izquierda se unía con el mar. Una sudestada podría llenarla de agua, inundar todo, tapar los muelles, la calle. Incluso la casa. Pensé en reposeras: Abrirlas. Desayunar. Estar de vacaciones. Tener once o dieciséis. Ir al mar. Volver para almorzar. Quedarme con eso.

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Toler alcanzó el portón. Jimi siguió hablando. Siguió leyendo sobre Oriente. —La RAE considera por el contrario que la expresión Medio Oriente corresponde a Asia del Sur y que comprende a los estados de Afganistán, Pakistán, India, Nepal, Bután, Bangladés, Sri Lanka, Maldivas y zonas aledañas. Desenfoqué los ojos. Me concentré en el parabrisas estampado de bichos que habían muerto durante el viaje por la velocidad alcanzada. Solo uno aún estaba vivo. Agitaba lo que antes habían sido patas o alas. Se retorcía sobre el vidrio. —No me termina de quedar claro. —Eso dice en Google. Que no está claro. me contestó Jimmy, mientras abría un googlemaps en el celular. Toler, ya dentro de la casa, prendió las luces, abrió los postigos. De repente tuve ganas de que pasara algo. Algo de película. O simplemente quedar encerrados en el auto, no poder abrir. No poder salir. Acostumbrarnos. Armar una rutina nueva, en un espacio reducido. Tener que racionar el agua y las Rex y los folletos que nos habían dado en el peaje. Usar los folletos para escribir, contar. Nuestra vida ahí. En un auto. En Oriente Medio. Conducir. Llegar a Extremo y Próximo o Cercano. Oriente todo. Partir las Rex en mil. Tomar el agua de a gotas. Como en el desierto. —¿Es desierto? le pregunté. —Para mí es túnicas, árabes, mezquitas, alfombras, camellos, arena. —Sí. Desierto. Toler salió. Hizo el ademán correspondiente mientras terminaba de ponerse una campera de las de pescar, de esas que guardábamos en la casa. De esas que eran de todos, entonces de nadie. Desde el auto recordé el olor a naftalina y a placard encerrado. —Me gustaría haber ido. dije, sin esperar respuesta. Jimi apagó la calefacción. Pisó el embrague. —¿A dónde? —A Oriente. Oriente Medio, con mamá. Subíamos la pendiente. Bajábamos del auto. Oriente quedaba lejísimos. Jimmy rodeó el auto. Abrió el baúl. Al bajar, sentí el pasto larguísimo, mojado, en los tobillos. Acerqué las manos al parabrisas. Estaba helado. Busqué con el dedo las alas o patas que estampadas como el resto, aún se movían. —¿Pensás en los lugares que no va a conocer? me preguntó mientras sacaba uno de los bolsos.

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Cerré los ojos. Acaricié al insecto que transformado en pura pulsión vital continuaba peleando por seguir existiendo. —Bastante. De repente ya estábamos en China o Sri Lanka.

RUGE RATCLIFFE Argentina

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H

abía perdido la noción del tiempo y en la oscuridad, tampoco podía saber dónde estaba. ¡Completamente perdido! Caminaba apoyando cada pie con mucho cuidado mientras con una mano aferraba el freno del caballo. Cruzar ese arroyo de noche era algo que podía ser muy peligroso. Los bordes laterales del puente de cemento que cruzaba el arroyo estaban tapados por el agua; un paso por fuera de esos límites, arrastraría tras de sí al mancarrón y al carro. Todo lo que llevaba se perdería en el agua; víveres, ropa, herramientas… tal vez su propia vida. Mientras avanzaba lentamente, vino a su memoria lo que le habían contado acerca de ese lugar. Hacía muchos años, un bandido perseguido por la policía se internó en ese arroyo para pasar a la otra orilla. En su fuga no tuvo en cuenta —o simplemente lo desconocía— el segmento de puente tapado por el agua y eso lo llevó a su perdición. En un momento sintió que no hacía pie pues había pisado por fuera del borde con tal mala suerte que patinó y cayó golpeándose la nuca con el filo de cemento. Pasaron varios meses antes de que alguien volviera a cruzar por el lugar. El caudal del arroyo era pluvial y como consecuencia de la prolongada sequía en la región, se había reducido a un zanjón angosto. Así pudieron encontrar restos del bandido, comidos por las aves carroñeras, los peludos y mulitas del lugar. Desde entonces cuentan que el alma del bandido pena por la región. El recuerdo de esa historia le hacía temer por su suerte. Hacía que su cuerpo se estremeciera; el miedo estaba apoderándose de él. Martín, nunca había temido a nada ni nadie, pero esta vez no las tenía todas consigo. Una sensación de rigidez lo recorría trabándole los miembros; su respiración se hacía cada vez más entrecortada. Ese cuerpo acostumbrado a no reclamarle ni frío ni calor ni agotamiento, que solo se hacía notar cuando alguna enfermedad le clavaba los garfios; ese cuerpo estoico y confiable, se estaba convirtiendo en un obstáculo. Le dolía el pecho; le parecía que el corazón estaba a punto de estallarle; los músculos de la cara no le obedecían y los dientes producían un horrible repiqueteo al chocar involuntariamente. Recordaba la infancia y los gritos destemplados de sus padres discutiendo e insultándose. Era algo que se repetía todos los días y fue para escapar de ese infierno que un día se largó con su carro y su caballo, cuando solo tenía catorce años. ¡Por cuántos lugares había andado! Los años y sus pasos lo habían llevado a sitios que ya ni recordaba… Pero conoció tanta gente de todo tipo: amables, hostiles, gente a la que le gustaba andar en bicicleta o ir a la Iglesia todos los domingos, otros a los que les gustaba desayunarse con una buena copa de vino, gente que iba a sentarse en las plazas y jugaba al ajedrez. Anduvo por sitios que jamás había imaginado que existían; nunca se arrepintió de haber emprendido su camino solo, sin ataduras. Paraba donde le sonreían;

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trabajaba si necesitaba dinero para albergue o comida; seguía viaje cuando olía el rechazo como lo hacen los perros callejeros. No conocía el rencor, ese sentimiento que carcome y esclaviza; en su lugar, un sano olvido le permitía ser feliz con lo que poseía. Nunca se aferró a otra cosa que no sea su carro y su caballo. Había tenido una mujer que lo acompañó durante algunos años y disfrutó de esa compañía. La mujer —tan anónima como él—, era otra fugitiva, así que ella también se sintió conforme con la vida nómade que llevaban. Pero de la misma forma que sus amigos —en distintos momentos—-, ella también un día desapareció de su vida. El mundo es para andarlo, no para enraizarse. La tierra es para rodar y no para echar raíces como las plantas, se dijo a sí mismo sin asomo de queja alguna, tal vez estimulado por los malos recuerdos de su infancia. Algo distraído con las memorias de su pasado, siguió caminando despacio sin apoyar sus pies antes de tantear cuidadosamente el piso del puente bajo el agua. Se sorprendió al ver que una figura estaba parada en la orilla, como esperándolo. La oscuridad no le dejaba ver nada; el miedo se le metió nuevamente en el cuerpo. El corazón lo aturdía con latidos acelerados, sacudiéndole el pecho como si fueran martillazos. Quería azuzar el caballo pero las mandíbulas endurecidas no le obedecían; su voz había desaparecido taponada por las tenazas del pánico. Imposible volver atrás, había que seguir aunque le costara mover los pies; se sentía maneado como los animales enlazados. Hasta el pensamiento se hacía torpe, pesado… Sintió que su cuerpo se aliviaba de lo que había ingerido ese mediodía. Nada le importó el hedor que brotaba de sus ropas y lo impregnaba. Siguió avanzando cada vez más cerca y cada vez más lento en el andar hasta que llegó y pisó la orilla ya fuera del agua. En ese momento, la nube que tapaba la luna se desplazó y se vio frente a frente de los restos de un espantapájaros. Pedazos de saco viejo y pantalón con una sola pierna, un sombrero encasquetado a la bola de paja que figuraba la cabeza. Su cuerpo tensionado por el espanto al que la imaginación lo había llevado, no pudo recobrarse y cayó con las manos cruzadas sobre el lado del corazón. Las nubes siguieron alejándose dejando al descubierto un cielo tapizado por estrellas de mil tamaños que él nunca llegó a ver.

MARTHA ALICIA LOMBARDELLI

Argentina

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F

ilomena Quintero viuda de Castaño despertó empapada en sudor. Era la tercera ocasión en cuatro noches en que veía, horrorizada, como sus sueños se convertían en pesadillas. No recordó muchos detalles. Solo el terror que le produjo aquella criatura de fantasía que se adueñó de sus paraísos oníricos. Y esos ojos amarillos que la miraban con lascivia amenazante. La viuda decidió levantarse de la cama. Le fue imposible conciliar el sueño otra vez. Casi eran las tres de la madrugada. Se dirigió a la cocina en busca de un vaso con agua. Lo bebió. Se sintió sola. Habían transcurrido seis meses desde la muerte de Emiliano Castaño, su esposo. Según las costumbres del pueblo era necesario guardar el luto por un año completo. «Estoy harta de vestir el maldito negro», pensó. Filomena no extrañaba a su marido. Una sensación tóxica de soledad intensa fue omnipresente durante sus quince años de matrimonio. Nunca consideró a Emiliano Castaño una buena compañía, ni estuvo enamorada de él. Lo despreciaba. Para ella, ese hombre era poco más que un imbécil bueno para nada. En especial en la cama. Aceptó desposarlo únicamente por la insistencia enloquecedora de sus padres y por las riquezas que ostentaba la familia Castaño por ese entonces. Se entregó a él sin amor. Y la ausencia de amor se reflejó en la infertilidad del matrimonio. Nunca tuvieron hijos. Su marido dijo a todo Siloné que Filomena era estéril. Mentira. Lo era él. No solo eso. Con los años había desarrollado un padecimiento bochornoso a los ojos de aquella sociedad anquilosada y machista. Se hizo impotente. Así pues, Filomena vivió un matrimonio de apariencias e insatisfacción hasta el día en que su marido cayó fulminado por una descarga eléctrica mientras cabalgaba en medio de una tormenta cerca del río Ibagorria. La mujer no sintió dolor por la muerte. Más bien una alegría malsana que supo ocultar. Y se alegró no solo por su liberación inesperada, sino por el buen dinero legado por su difunto esposo, parte del cual invirtió en la construcción de una vivienda que pretendía fuese tan amplia y hermosa como aquellas de las familias Jaramillo y Marín, las más pudientes del pueblo. Y con el resto de la herencia viviría tranquila hasta el final de sus días. Solo le restaba encontrar el amor. O al menos una buena compañía. Pensaba aceptar los cortejos de algún caballero joven, bien parecido, fino y educado de la alta sociedad de Siloné. No era hermosa, pero sí una mujer deseable. Y con el dinero heredado estaba convencida de serlo todavía más. «Tan pronto termine el luto vendrá a mí un buen hombre con deseos de amor, pasión y comodidad. Sentiré de nuevo el calor en mi vientre, eso es seguro», solía pensar. Después de beber el vaso con agua, Filomena se dispuso a rezar el santo rosario. Empuñó la camándula hecha con finas piedras preciosas extraídas del páramo Urresco. Luego se persignó. No pudo presentar sus rezos al cielo, pues escuchó un ruido

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proveniente del salón principal de su casa. Se sintió observada. Echó mano del candelabro dorado de tres brazos que iluminaba la cocina y decidió levantarse del taburete para luego dirigirse al salón principal e investigar. Nada vio. Regresó a la cocina. Quiso iniciar el rezo, pero otra vez la sensación: alguien o algo le observaba. No se molestó en ponerse de nuevo en pie. Solo tomó el candelabro e iluminó en dirección al salón. Los vio. Esos ojos amarillos de sus sueños la miraban fijamente. Lo hacían detrás de una maraña de pelos que cubrían por completo lo que parecía una cabeza alargada. —¡Por María auxiliadora! —gritó Filomena. La mujer se levantó del taburete con agilidad felina, tirando al piso el candelabro de oro y la camándula de piedras preciosas para luego emprender una rápida huida por la puerta trasera de la vivienda. Para su fortuna, esa noche no durmió desnuda, como acostumbraba, pues hacía más frío de lo normal. Enfundada en un camisón blanco y largo corrió por entre los callejones estrechos de Siloné. Casi no podía ver por dónde corría, pues la densa niebla de tonalidad dorada que bajaba todas las noches del páramo ocultó la luna y sumió al pueblo en una oscuridad espesa. —¡Comadre Matilde, comadre Matilde! —gritó Filomena frente a la puerta de la casona Jaramillo. Acompañó sus alaridos con fuertes golpes al portón de madera. —¿Qué le pasa, comadre? —preguntó Matilde Marín, esposa de Antonio Jaramillo, uno de los hombres más importantes en Siloné. —El Mohán, comadre —respondió Filomena luego de inhalar un poco de aire—. ¡El Mohán entró en mi casa! Se le permitió a Filomena pasar unos días en la casona Jaramillo, bajo la protección de la familia. Convivió con ellos hasta la tarde del domingo de ramos. Ese día regresó a su casa con la promesa de Antonio Jaramillo y sus hijos de pasar ronda con regularidad y hacer todo cuanto estuviese a su alcance para llevarle la merced de la justicia divina al Mohán. En Siloné nadie dudaba de la existencia de tal monstruo, pues el padre de Antonio Jaramillo y otros hombres respetables dieron muerte a uno treinta años atrás. Después de la procesión de ramos y de la misa dominical, eventos a los que asistió en compañía de los Jaramillo, Filomena se retiró a su vivienda. Estaba muy cansada. Poco sueño había logrado conciliar en casa de sus anfitriones, pues extrañó su cama y sábanas. No pudo dormir. El miedo se lo impidió. Decidió revisar en su mente los avances de la construcción de la nueva vivienda, próxima a ser terminada, y a pensar en cómo la decoraría antes de mudarse. Hizo el esfuerzo mental de acomodar muebles y pinturas en las salas y paredes, y calculó el costo del comedor que había encargado

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fabricar en fino cedro europeo. «Lo más difícil será el viaje desde San Mártir. El camino del páramo está en terribles condiciones y los arrieros dicen que traer el comedor tomará casi cuatro días», se dijo. Sin darse cuenta, la mujer cayó en un sueño profundo. Uno plácido. Hasta que de repente despertó. Los ojos amarillos entraron en sus sueños otra vez. Filomena se restregó los dedos delgados contra sus propios ojos en un intento para despertar por completo. Se sintió observada. —¿Hay alguien ahí? —preguntó. —Solo el amor, mi anhelada Filomena. Frente a ella, los ojos amarillos. Y el rostro de forma alargada, cubierto por cabellos largos y gruesos. Y un olor a humedad de pantano que saturó el ambiente de la casa. La mujer trató de gritar, pero no pudo. Trató de moverse, y tampoco. —Nada has de temer —le dijo la criatura—. Ningún daño te haré. Filomena, luego de clamar por ayuda divina, reunió todas sus fuerzas y pudo moverse. Escapó. Corrió a toda prisa en búsqueda de la puerta principal. Lo hizo desnuda. Esa noche había decidido sentir la caricia de las sábanas de terciopelo sobre su piel ávida de placeres. Logró salir de la vivienda. Corrió en dirección a la casona Jaramillo, pero en todo callejón tropezó con esos ojos amarillos y el olor intenso a humedad. Se desorientó. Sin darse cuenta salió del casco urbano de Siloné. Alcanzó la llanura del río Ibagorria y prosiguió aguas arriba, siguiendo el camino que conduce directo al páramo Urresco. Al verse entre matorrales, y rodeada por la densa niebla de tonalidad dorada, detuvo su andar. —¡Auxilio! —gritó. Nadie acudió en su ayuda. Estaba a merced de la naturaleza. —Nada has de temer, Filomena. El Mohán se paró frente a ella. Se reveló en todo su esplendor. Era una criatura humanoide, cubierta de pies a cabeza por musgo húmedo y podrido, y de cabellos largos y gruesos que bajaban hasta los muslos para cubrirle una hombría que más parecía el tronco de un árbol enorme. Filomena no gritó más. Tan pronto reparó en la virilidad del monstruo cayó de bruces sobre los brazos melosos de la lujuria. El Mohán le acarició el rostro. Ella sintió una suave descarga eléctrica que le entregó mucho más placer que el proporcionado por su marido en los quince años de aquel matrimonio de apariencias. Filomena se libró del miedo, y acarició el cuerpo de la criatura. Creyó sus manos sobre un campo de suaves flores. Sintió tranquilidad. Al menos hasta el momento de palpar la zona baja de la espalda de quien pretendía amarla a orillas del río. Advirtió una cola de cerdo adornando el cuerpo del monstruo. —Esa es mi maldición —dijo él—. Es la causa de mis desdichas.

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Filomena dio tres pasos hacia atrás. Pensó en huir. No pudo. Se sorprendió a sí misma dirigiendo una mirada morbosa hacia aquel tronco viril. Regresó al abrazo del Mohán. Con sus ojos le suplicó que la hiciera suya. La criatura, con la fuerza de veinte hombres concentrada en sus brazos, pero con la gentileza de un poeta al acariciar el papel con su pluma, la levantó. La sostuvo por los muslos carnosos. Filomena creyó morir de dicha al sentir aquel tronco enorme perforarle el vientre una y otra vez, hasta que su cuerpo no resistió más y estalló con fuerza. Sintió que dentro de su vientre un universo entero había sido creado por la fuerza de la explosión. Perdió el sentido. Después de minutos que parecieron días se encontró sobre su cama, arropada por las sábanas de terciopelo. Se sintió observada. Supo quién lo hacía. —Vendré a visitarte el domingo de resurrección —dijeron los ojos amarillos. Y así pasó. Tomando la forma de un cerdo para no ser descubierto el Mohán visitó a su nueva amante el domingo. Y el miércoles… y el jueves… y todos los días. Filomena Quintero viuda de Castaño se convirtió en la amante de una de las criaturas más temidas por los habitantes de Siloné, su pueblo. Pero le prohibió las visitas en su vivienda. Estaba próximo el día en que se mudaría a la casa recién construida, y no deseaba atraer la mala suerte permitiéndole la entrada a un monstruo; pues si bien lo deseaba como los girasoles al astro rey, nunca dejó de considerarlo una aberración. La viuda visitó la llanura del Ibagorria todas las madrugadas. Y esa búsqueda de placer desaforado tuvo consecuencias. Su cuerpo empezó a saturarse con aquel penetrante olor a humedad. Y en su vientre germinó algo de musgo podrido. Se convertía en un Mohán. Sus amigos se percataron de que algo muy malo le sucedía, por lo cual insistieron en que viajase a San Mártir para que la revisaran los mejores médicos de la región. Filomena se negó. Sabía que sus días estaban contados. «Prefiero vivir muerta, a morir en vida», razonó. La mujer escogió el amor de la muerte, y la vieja parca acudió presurosa. Sucedió que una madrugada oscura, ebria de lujuria y en búsqueda de su amante sobrenatural, Filomena Quintero viuda de Castaño resbaló en una piedra a la orilla del río Ibagorria, sobre la cual se golpeó la cabeza antes de caer al fondo de las aguas gélidas. El Mohán trató de salvarla, pero no pudo. A pesar de tardar solo tres minutos en encontrarla y sacar su cuerpo de las aguas heladas, Filomena había muerto. El monstruo se lamentó: «Me maldices con esta forma y luego me arrebatas el amor. No sé cuál es mi pecado, pero imploro tu perdón. Castigos severos no me envíes más, oh bromista creador, te ruego tengas compasión por este horrible malhechor». El Mohán se sumergió en las frías aguas del río, dejando el cadáver de su amante

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sobre la orilla. Todavía faltaban varias horas para el amanecer. Razonó que no valía la pena quejarse más. Solo restaban diez meses para la siguiente semana santa. Y otra mujer lujuriosa le había permitido entrar en sus sueños…

JAVIER ALEXANDER ECHEVERRI AGUDELO

Colombia

Web: www.jaecheverri.com Twitter: @elJAEcheverri

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cudí al entierro en el cementerio Felipe Ángeles a las 6:35 de la tarde. Era un día lluvioso de septiembre; las gotas frías del temporal chapoteaban en los surcos lodosos de las tumbas aledañas a la de Carmina Valdez, anciana de setenta y tres años fallecida hace dos días por incineración tras el siniestro ocurrido en el complejo habitacional Los Jardines. Su cuerpo, reducido a cenizas grisáceas, muñones deshechos y huesos cuarteados, fue encontrado en su departamento de la avenida San Jacinto, a unos metros del recién remodelado Parque San Rafael; sus hijas, Carmen y Claudia, lloraban desmesuradamente frente al féretro de aglomerado antes de su descenso en la hendidura terregosa que, minutos después, se convertiría en hogar de una osamenta retocada con desinfectantes antisépticos, numerosos gusanos famélicos retorciéndose en las cavidades subterráneas y arañas de tierra, distinguidas por sus colores oscuros e hileras alargadas en el extremo del abdomen. Las arañas son el orden más diverso de la clase arácnida, cuyo filo, los artrópodos, cubre más del 80% de los animales conocidos hasta hoy, con al menos un millón de especies descubiertas y clasificadas. Un estudio realizado por la especialista en psicología biológica, Stefanie Hoehl, en el Instituto Max Planck de Ciencias Cognitivas y Cerebrales Humanas de Alemania, demostró que el miedo a este quelicerado no es ni innato ni cultural, sino una posible herencia de ancestros antropomorfos de hace sesenta millones de años que temían la mordida e inoculación de los quelíceros más famosos del reino Animalia. La relación de estos invertebrados con el caso de la señora Valdez arraiga, hasta hoy, una caliginosa capa de incertidumbre en mi memoria, como si su influencia tejiera sobre mí una seda inquebrantable que dificulta el tránsito de ideas y recuerdos. Una mordaza invisible tan real como el terror que sintieron nuestros antepasados, cuando de noche imaginaban el resplandor de seis u ocho ojos medio ciegos sedientos de sangre. Anochecía en el Este de la ciudad. La viejita Valdez se preparaba para celebrar el vigésimo primer aniversario luctuoso de don Ernesto Quezada, su esposo, asediado por la metástasis que desmanteló sus pulmones, hígado y estómago a causa del consumo exagerado de tabaco. Año con año, doña Carmina lo remembraba fumando Faros sin filtro, acompañados de tequila reposado El Jimador y cacahuates salados. El trío favorito del difunto. Corría mi primer año en el departamento de Carmina, quien me alquilaba una habitación a setecientos pesos mensuales durante mi estadía en Guadalajara, donde cursaba la licenciatura en Letras Hispanas de la UDG. Era una calurosa noche sabatina cuando mi arrendadora colocó el casete de Agustín Lara en el estéreo, sacó la cajetilla de Faros, vació los últimos mililitros de El Jimador en una copa tequilera Riedel y sirvió

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los cacahuates en un platito de barro tonalteca. El ritual estaba dispuesto. Era la segunda ocasión que presenciaba este raro homenaje a un hombre que, por lo que sé, abusó de los cigarrillos y el tequila hasta perecer en un cuartucho amarillento de la clínica 14, a un costado de la vía más conflictiva y ruidosa de la ciudad: avenida Revolución. No lo juzgo: a los cincuenta y cinco años la existencia se desvanece como una bocanada de humo pestilente y un “derecho” del destilado de agave. Como otrora, doña Valdez cayó dormida en el sofá individual de la sala mientras yo servía galletas en un plato aflorado de cerámica. Me disponía a calentar leche en uno de los anafres de la estufa cuando una modorra infranqueable invadió todo mi cuerpo. Cansado por la vertiginosa semana de entrega de proyectos, solté la hornilla, llené un vaso de agua y me encerré en la recámara. A pesar del año que había transcurrido hasta entonces, la habitación continuaba atormentándome gracias a su rasgo más distintivo: las arañas. Situado en la esquina inferior izquierda del departamento, mi dormitorio solía usarse como bodega en los tiempos de “los abuelos”, tras los respectivos casamientos de sus hijas. Esta condición desafortunada generó un hacinamiento de arañas patonas, familia abundante en Jalisco y distinguida por sus especies inofensivas, diligentes y caníbales. La madrugada del primero de septiembre movía mi cuerpo de lado a lado de la cama sin conciliar el letargo que tanto necesitaba mientras reviraba sistemáticamente las esquinas del cuarto atiborradas de telarañas: las arañas patonas suelen reconstruir su red una vez que esta se debilita, pintarrajeando los vértices con una enmarañada e interminable cortina tubular. Un horror inexplicable. La aracnofobia se me desarrolló en la niñez, cuando la tía Carmen retiró de mi pierna una capulina que había “adquirido” en la feria de Cajititlán. Desde entonces, los suaves mimos de ocho patas sobre mi piel son el preludio de una cerval sensación de aislamiento y vulnerabilidad insostenibles. Tras persistir en vano durante más de hora y media, me levanté de la cama, sorbí un poco de agua y me incorporé al filo del colchón. Eran alrededor de las tres de la mañana cuando escuché el crepitar de la lluvia sobre el asfalto: despuntaba el tiempo de huracanes en Guadalajara luego de una larga sequía que, por lo demás, generaba tórridos atardeceres y sopor generalizado. Salí de mi cubil arácnido y caminé somnoliento hacia la pequeña ventana del pasillo que mejor podría describirse como un cuadro de vidrio translúcido y detalles corronchos que mira hacia el costado oriental del parque. El olor a tierra mojada y la alegre visión de vendavales empapados me remitieron a esa tarde de tormenta en Tlajomulco, donde tuve mi primer contacto con las viudas negras. Las Latrodectus mactans, vulgarmente llamadas arañas de trigo,

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capulinas o viudas negras, son una especie de arañas tímidas, solitarias y sedentarias; al igual que otros especímenes, pasan la mayor parte de su vida en aislamiento, eludiendo el contacto con otros animales y escondiéndose en su maraña elástica. A mi pesar, sentía que mi existencia podía compararse con el comportamiento e imagen de una patética y hechizante viuda negra, con excepción del canibalismo y el punto rojo en forma de reloj de arena sobre el opistosoma. Sonaba Noche de ronda cuando el discurrir en mi psique generó débiles pero constantes pisaditas artrópodas en mis pantorrillas. Claramente sentía sobre mis extremidades el ascenso de múltiples piececillos puntiagudos con la certidumbre de quien deambula por un prado de juncos a las afueras de Villa Corona. Una a una, las arañas sitiaban mi cuerpo, aterido por un pánico tan añejo como mis propios recuerdos. Helado y trémulo, vi en tild down el deslizamiento de una capulina frente a mis ojos, ostentando vanidosamente su mortífero reloj bermejo en señal de advertencia. Riachuelos gélidos mojaban mi rostro y delicadas tiras de hilaza embalsamaban mis piernas y brazos. Intenté agitarme, retirar esa noche y para siempre las telarañas que me momificaban. Sin resultado. La viuda, desprendida de su seda plateada, caminaba sobre mis mejillas en dirección al ojo derecho, preparando los quelíceros para embestir la pupila. Mis párpados bien abiertos, los reflejos paralizados. Cual sombras acosadoras, vi los colmillos desenfocados de mi verdugo hasta que, finalmente, el universo se tornó lóbrego e insondable, como si el sol y las estrellas se hubiesen fundido, confinándome a una negrura absoluta. La sinantropía se define como la capacidad animal y vegetal de adaptarse a regiones alteradas por el hombre. En Argentina, siete doctores del Centro Nacional de Intoxicaciones enfatizaron las habilidades sinantrópicas del género Loxosceles, uno de los más peligrosos a nivel mundial por su índice de muertes provocadas por loxoscelismo cutáneo-visceral, cuadro clínico que presenta necrosis, ictericia, hemólisis y, en el peor de los casos, el deceso del paciente. A estos artrópodos se les denomina comúnmente arañas del rincón, ya que se les puede encontrar ocultos en espacios secos y oscuros de la casa, como muebles, cajones, clósets y ladrillos agrietados; y arañas violinistas, por su tatuaje oscuro en forma de violín, ubicado sobre el cefalotórax. Suspendido bocarriba en las tinieblas, escuché a lo lejos un chillido insoportable que atravesaba mis oídos como fileros clavados en las costillas. Avanzaba gradualmente hasta aturdirme con su silbido desgarrador. Apreté los ojos y, encandilado por una chispa ígnea, volví al pasillo del departamento. Solté un fuerte grito, rasqué mi piel ansiosamente y caí llorando, inundado en sudor y temblores frenéticos extraídos del abismo más profundo del infierno.

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Volteé a la derecha en busca del ruido que estremeció mi trance y descubrí un escape de gas proveniente del anafre donde calentaría la leche hacia unas horas; aturdido por el adormilamiento, había dejado abierta la hornilla de la estufa. Otro chispazo me hizo virar hacia la sala: Carmina había despertado y se empeñaba en encender el último faro con un cerillo. Me levanté, estiré el brazo derecho hacia la anciana y, atragantado por mi saliva, solté un bramido gutural antes de advertir en tight shot el chasquido del cerillo y su correspondiente explosión abrasadora que, instantáneamente, consumió las ropas y vello de doña Valdez, rodeándola como un halo devorador de carne chamuscada y pelo hediondo. Arrojado hacia atrás por la llamarada, cubrí mi cara instintivamente con brazos y piernas y apagué las flamas que embadurnaban mi ropa mientras escuchaba los lamentos de la viejita. ¡Ayúdame!, gritaba. ¡Ayúdame!, una y otra vez. Me paré de nuevo y corrí cuando, repentinamente, una imagen sobre el portal que da a la sala frenó mi carrera en seco, como si una miríada de hilos jalara mi cuerpo hacia atrás. Eran ellas, las sogas del cadalso que me hundió en un estupor apenas cortado por el llanto del anafre que ahora envolvía en llamas a la señora Carmina. Ahogado por el humo que paulatinamente consumía el departamento de doña Carmina, vi una red repleta de arañas violinistas que ofuscaba la entrada a la sala. Lo supe por sus ojos. Tres pares dispuestos en los costados y centro de la cabeza en forma de V distinguían a la reclusa marrón, especie mortífera del género Loxosceles. Huestes de reclusas salidas de rincones, muebles y estanterías, marchaban hacia la mortaja de seda. Una tras otra, se unían al manglar de telarañas, cada vez más grueso e infestado por sus temibles líneas oscuras en forma de violín. Los espasmos y el sudor helado volvieron a mi cuerpo; la visión de decenas de arañas interponiéndose entre la anciana y yo inmovilizaba mis piernas: atravesar la barrera significaba exponerme a la picadura de cientos de quelíceros ponzoñosos, preparados para aniquilarme en un ataúd de patas punzocortantes, abdómenes peludos y colmillos afilados. Miles de ojos negros sin brillo mirándome simultáneamente, invitándome a salir de la casa y despedirme de quien me había acogido en su hogar durante el último año de su existencia. Quizá las arañas estaban protegiéndome, obligándome a desaparecer del departamento de Carmina, quien arrastrándose aún entre las llamas, rogaba mi socorro desde la sala, entre cristales rotos, cacahuates tirados y puchos malolientes. Inhalé el gas de la abadía y tosí con fuerza antes de mirar por última vez a Carmina Valdez, viejita muerta hace dos días por incineración. Cenizas grisáceas, muñones deshechos y huesos cuarteados fueron encontrados en su departamento de Los Jardines. Llorando, contemplé la lúgubre composición frente a mis ojos: mi casera

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calcinándose y apuntándome con la mano izquierda, la red atestada de arañas observándome con sus ojos apagados y el departamento número 30 a punto de colapsar por el incendio del 1 de septiembre. Bajé la mirada, tomé la chapa de la puerta de entrada, salí del siniestro y partí para nunca regresar. Muere residente por incendio en Los Jardines. La prensa local divulgó el testimonio de un inquilino desde la clínica 14 del IMSS, quien huyó del departamento por una supuesta plaga de “arañas reclusas”, especie inexistente en Jalisco y sus alrededores. Llueve en el cementerio Felipe Ángeles. Engalanados con trajes y abrigos oscuros, los familiares y amigos abandonan el mausoleo dedicado a Carmina Valdez, cuyo testamento cedía el departamento de Los Jardines a su nieto, Carlos Valdez, con quien había compartido la renta del número 30 desde hace un año, mientras éste estudiaba la licenciatura en Letras Hispanas de la Universidad de Guadalajara.

Christian Gómez

México

Twitter: @chris_gomz Instagram: christian.rik.gomez Web: rockarteycultura.com

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Moscú, 19 de setiembre de 1812

E

stimado Lazare Hoche: Deseo profundamente que esta carta llegue a sus manos lo antes posible, por supuesto no espero respuesta, pues no me queda mucho tiempo. Solo le adelantaré que el crudo invierno no provocó el más grande desastre que la milicia francesa haya conocido. Algo tan mortífero como horripilante nos aguardaba en la gélida Moscú. El Primer Cónsul me había encargado una delicada misión en San Petersburgo, no solo era una reunión diplomática, se trataba, en realidad, de una actividad de espionaje. Como es de su conocimiento, Bonaparte siempre ha tenido una forma imperativa de solicitar las cosas y no me facilitaba en lo más mínimo la tarea de mantener la alianza con el zar Alejandro I de Rusia. El ejército francés, que contaba con setecientos mil hombres, no parecía preocupar al zar que disponía de apenas la mitad, éste les había ordenado a sus soldados retirarse a Polonia si la situación así lo requería, dejando la capital rusa a merced de los franceses, una estrategia apenas defensiva parecía serle suficiente. En aquel momento las decisiones de Alejandro Románov no habían levantado sospechas en mí, sino hasta la noche en la que me encontré a la espantosa criatura. La calle estaba desierta y el invierno era apenas soportable, no recordaba haber sentido tanto frío, ni tampoco tal perturbación de espíritu. A unos metros de distancia, junto al río Moscova, se encontraba un hombre que caminaba con cierta dificultad, “los rusos y su profunda inclinación a las bebidas destiladas”, pensé, y temiendo que fuera a caerse decidí acercarme, ni mil litros de vodka hubieran podido transformar a aquel hombre en el repulsivo ser que estaba frente a mis ojos. Se encontraba inclinado, tenía entre sus manos lo que estaba seguro eran tripas humanas, las sostenía celosamente mientras las engullía, en vez de uñas lucía unas espantosas garras y estaba cubierto de sangre. No me había percatado de lo alto que era hasta que se irguió, posando en mí aquella siniestra mirada, eran los ojos más aterradores que había visto jamás. Entonces dejó caer la inmundicia que tenía en las manos y esbozó una mueca macabra que dejó entrever unos colmillos semejantes a los de una horrible bestia. No sé qué era y no encuentro palabras para describir el pánico que sentí ante aquella perversidad. Intenté escapar, grité y esa cosa me propinó una mordida en la pierna. Un grupo de soldados que escuchó mis súplicas se acercó a toda prisa, la criatura saltó al río con un trozo de mi carne entre sus

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dientes. Desesperado les advertí sobre ella, estos, al observar mi herida, dieron un paso hacia atrás horrorizados, uno de ellos pronunció algo en una lengua eslava que yo desconocía, “upir”, repetí, sin tener idea qué era. Los soldados ayudaron a levantarme, solicité asistencia para curar la herida y en seguida otro hombre dijo que no existía cura para mi padecimiento. Me dirigí con escollo hacia el palacio real, donde el zar amablemente me había hospedado, curé la herida como me fue posible y pasé la noche buscando una respuesta sobre lo que había visto en los libros de historia y mitología que encontré a mi alcance. No sé si usted pueda creerme, pero le juro que es la verdad, upir es el nombre de ese horrible ser, un vampiro tan sanguinario como imprudente, los documentos describen que basta uno solo de ellos para diezmar una aldea entera en una noche. De forma inmediata me dispuse a enviar un mensaje al Primer Cónsul, traté de persuadirle para que desistiera de la invasión al imperio ruso, pero mis súplicas fueron en vano. Napoleón, con su insaciable ambición, me acusó de haber permanecido demasiado tiempo junto a la familia Románov y con ello haber estrechado lazos de benévola amistad. Mis intentos por establecer la paz entre ambas naciones fue un absoluto fracaso, el ejército francés se dirigía hacia una trampa mortal que no podía siquiera imaginar. Durante la noche del 14 de setiembre el ejército francés llegó a la capital, Alejandro I no estaba dispuesto a transigir frente a los galos y, siguiendo con su fatídica estrategia, no solo privó a Napoleón de la victoria, sino que las personas habían evacuado la ciudad. Mas la capital no estaba desierta, el zar conocía perfectamente la existencia de otro ejército, uno de oscuridad y sangre. Luego descubrí que también sabía cómo destruirlo, jamás había sospechado tal perversidad en Alejandro I. Aquellos hombres fueron ofrecidos como animales en un sacrificio, una hecatombe de destrucción y muerte, setecientos mil hombres brutalmente masacrados y devorados por una sanguinaria horda de vampiros. No hubo esperanza para aquellos soldados, nada pudieron hacer, Moscú estaba atestada de cadáveres. Fueron los contendientes rusos quienes eliminaron cualquier rastro de aquella atrocidad, esa misma noche todo estalló en mil pedazos. Moscú ardió durante tres días como una tea empapada en resina. Desconozco si alguien logró sobrevivir, no he sabido de hombre o criatura viva desde ese día, a excepción de mí, claro, puedo palpar las transformaciones en mi rostro y sentir la garganta quemar por la terrible sed, no sé cuánto dure en completarse esta metamorfosis. Probablemente la soledad incite a mi instinto a transformar a otros.

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Lazare, le ruego que tanga presente que la guerra acaba de comenzar y en Rusia se esconde algo más despiadado que el frío invierno. General Armand de Caulaincourt

XIMENA R.MOLINARI

Uruguay

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“T

odos los vientos que el sol hacía llover sobre mis quimeras. Las tristes lágrimas derramadas por las miradas de inquietud”. Así hablaba René casi siempre. Menos mal que aún acertaba a realizar tareas sencillas: con las mulas, con las cajas de libros... hablando casi continuamente mientras las hacía: a los seres y a las cosas. Acariciaba los cajones y miraba alrededor, como esperando encontrar algún impedimento, con sus ojos abiertos como platos, de irritado azul. Ataba los grandes bultos a las caballerías con mucho cuidado, susurrando versos, en las frías mañanas. Después se subía a su yegua, agarraba el ronzal de una recua y exclamando cosas como: “¡Ulises no está perdido!”, se ponía en marcha. Avanzábamos por aquellas tierras planas, heladas, tirando de las mulas cargadas de libros, empujados por la determinación febril de salvar una parte, la que escapó de las llamas bolcheviques, de la biblioteca de la calle Karyetni de Moscú. Excepto Andrei, ninguno llegaba a los treinta años y así, nuestra vida huía con nosotros, dejando atrás poco más que nada, hacia los puertos del Báltico que nos sacaran del país. Todo con el dinero del mecenas francés Alain Sutré, que Dios guarde siempre. Profesor de arte y coleccionista, había dejado el país hacía meses, con un vagón de tren cargado de cuadros, esculturas y demás, entre las que se contaban bastantes requisadas en las iglesias ortodoxas, con la excusa de la revolución. También quería aquella biblioteca para él, adornando su palacete de París. Víctor Satin llega a mi altura, tirando de cinco mulas y suelta: —Nos siguen —¿ Quién? —A saber. Son como diez, solo uno a caballo. La recua se detiene. Sacamos los rifles y pistolas. Víctor, Andrei y yo nos dirigimos a la cola de la caravana. Un sol macilento se levanta dos cuartas al sur, entre jirones de niebla a ras de suelo. El terreno es pantanoso y llano. De pie sobre los estribos saco el catalejo: a menos de doscientos metros un hombre tira de un caballo ocupado por un informe bulto de trapo gris. Más atrás, otras sombras avanzan por el desecho camino embarrado. —Refugiados. Parece una familia entera. Me dejo caer sobre la silla. El caballo protesta con un golpe de cuello. —No hemos visto un pueblo en días. ¿De dónde salen? Quedamos en silencio, observando el penoso avance. Da lo mismo si los culpables fueron los rojos o los blancos. La historia se repite: llega una partida a una granja provechosa, con patos y cerdos, pollos y caballos, tierras cuidadas... o te vas, o pierdes la vida. Mendigarán un trozo de tierra de algún pariente o arrendarán a un

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usurero, viviendo en una choza de abedul y barro. Llega René. Trae un saco colgado del pomo de la silla. Seguro que lleno de pescado seco, queso y pan duro. Se adelanta un poco, lo deja en el suelo, se pone como tieso sobre la yegua y exclama: “¡Yo creo en Dios, pero Él no cree en mí!” ★ Poco más podemos hacer por ellos. La guerra y más tarde la revolución hicieron brotar ríos de sangre, inquina feroz y despropósitos épicos en esta tierra. Ya es mediodía cuando topamos con el río. Corre hacia el norte con lentitud y poca agua. Otra cosa será tras las lluvias de primavera; sus escarpadas orillas así lo demuestran. Hasta ahora vadeamos los que encontramos sobre las caballerías. Éste es más ancho y profundo que ninguno. Saco el mapa de la funda del catalejo y trato de averiguar nuestra posición. Está complicado: tierras llanas, infinidad de cursos de agua, lagunas y lagos y pocas poblaciones. Advierto que, si el río es el Volga, nos habríamos desviado hacia el norte. Algunos pensamos que sería buena idea seguir la orilla hacia el sur hasta encontrar un vado. Andrei dice que, por ahora, no: Rasbasin y Alexei Turimin tienen fiebre y necesitan descansar, se han perdido dos mulas y hay que redistribuir la carga; la orilla nos permitiría cazar algún ave y pescar; hay sauces y álamos para preparar infusiones... Acampamos a pocos metros, atando el ganado de dos en dos y soltándolos para que coman el magro pasto. La rutina se impone: dos con las mulas, otros haciendo fuego, Andrei cazando... y todos pensando en la situación. No dudo que algunos abandonarían si tuvieran donde ir. Pero no hay. Solo esperamos que la guerra, de la que desconocemos todo, nos de la tregua suficiente para llevar nuestra carga y a nosotros mismos fuera de la revolución y del sinsentido de este país asolado. René descarga cajas de libros como si contuvieran cristalería, murmurando ensalmos de versos. Turimin está sentado. Se quita el gorro de piel antes de que llegue a él y veo su pelo empapado. Tiembla: tifus. La enfermedad, alimentada por el hambre, está haciendo estragos. Solo tiene veintidós años y siempre fue un hombre fuerte, hecho a sí mismo, de los que adquieren cultura leyendo cualquier cosa, en desorden y son capaces de seguir preguntando sobre lo que le inquieta, cambiando, asumiendo que siempre será más lo que desconoce que lo que ya sabe. De rasgos asiáticos, valiente y terco, conserje de la biblioteca, perdió a su madre en un pogromo zarista en el barrio judío. Nada más que tristeza deja en Moscú. Bebo con él un abrasador brebaje de sauce y té. Jadea mientras habla: una de sus botas tiene un agujero, su caballo perdió una herradura, ve a su madre en sueños, llevándole la fiambrera con coles y carne hervida. Traen a Rasbasin casi en volandas. Está pálido y frío. Ya no puede sujetar el cuenco él

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solo. Procuro que beba a sorbos, maldiciendo su mal estado y la ceguera por no advertirlo a tiempo. Teo Rasbasin, de veintisiete años, uno de los mejores latinistas de Rusia, murió esa noche, en silenciosa agonía. Aún no asoma el sol cuando enterramos el cuerpo de Teo en una pequeña elevación con varios abedules. Rezamos en la fría mañana. A René lo tenemos que arrancar de allí. No es el primer amigo que pierde. Ninguno de nosotros es ajeno a tales pérdidas. Pero René vio arder su casa con toda su familia dentro. Lleva mudo desde que vio el cuerpo frío y la cara relajada de Rasbasin. Ahora va en cabeza, hacia el sur, iluminado por el sol perpendicular, tieso y con la cabeza levantada, los ojos azules teñidos del amarillo de la luz. Se para y dice por fin: “Iniqua nunquam regna perpetuo manent” **

MANUEL ÁNGEL CAMPOS

España

Twitter: @MacBolitho

★ Dostoievski. **Los reinos malvados no permanecen mucho tiempo. Séneca Nota del autor: Fragmento de un proyecto de historia novelada. Todo comienza cuando me entero que la edición más completa de “Manuscrito encontrado en Zaragoza”, de Jan Potocki, apareció en una biblioteca de La Pampa. Se supone que numerosos archivos y libros salieron de Rusia en la época revolucionaria y fueron a parar a diversos lugares. Desde luego, agradecería mucho cualquier aportación documentada sobre ese periplo. Gracias.

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S

amsa, el famoso Gregorio, el transformista inmortalizado en Praga, murió en 1910 poco después de cumplir noventa años, sin saber que Franz Kafka lo había convertido en un bicho incierto e inútil; un adefesio que acarreaba desgracias a una familia empeñada en expulsarlo del hogar por ser incapaz de contribuir a la manutención colectiva como dios manda. Gregorio Samsa fue un tipo tan común que al morir ni siquiera fue relacionado con el protagonista de La Metamorfosis, el famoso libro aparecido en 1915. Samsa soñó en 1829 ser un escritor de Praga. Un hombre flaco, pobre y enfermizo. Un habitante de los laberintos que construía al toparse con cualquier dificultad. El niño se descubría cada noche inmerso en la existencia de Franz Kafka, un solitario que de tanto padecer el desprecio paterno escribía historias de mundos y seres tan absurdos como él; un burócrata de medio pelo y amores menos intensos de lo indicado por sus anhelos románticos; apenas una sombra de empleo mediocre que poco pudo hacer para demostrar a los demás que era un buen escritor. El sueño de Gregorio Samsa se repitió todas las noches durante un año. En ese tiempo vivió condensada una vida miserable. Las pesadillas se interrumpieron al celebrar su décimo aniversario. Las experiencias nocturnas lo habían transformado. El semblante jovial lucía arrugas prematuras y de su boca brotaban palabras de inusual resentimiento. Las secuelas desaparecieron pronto en el ir y venir de los juegos infantiles, la juventud y las sorpresas deparadas por la vida en la ciudad dorada, entonces perteneciente al Imperio Austro Húngaro, repleto de culturas dispares siempre en el límite de revoluciones y cambios territoriales. Ahí Samsa sobrevivió dedicado al tráfico de armas, pronto supo que no sería millonario, pues le sobraban los escrúpulos que suelen faltar a los comerciantes triunfadores, pero le bastaba sentirse honorable y encabezar una familia donde se sabía feliz. En 1879 se hizo cliente de una tienda de ropa perteneciente a Hermann Kafka, con quien intercambió conversaciones durante un par de años antes de saber el apellido del dueño. Al descubrirlo, recordó la pesadilla infantil, apenado se fue en silencio y sin realizar compra alguna, pero a los pocos días, incapaz de contenerse, preguntó al propietario si conocía a Franz Kafka. Hermann replicó sorprendido: —Nunca supe de alguien llamado así. ¿De dónde lo recuerda? —Ríase de mí, pero lo descubrí en un sueño, una pesadilla repetida durante casi un año. Yo soñaba ser Franz Kafka. Un hombre triste como ninguno. Un ser harto de una familia burguesa que deseaba moldearlo de una manera que él rechazaba. —¿Un desagradecido? —cuestionó Kafka. —No creo que sea la mejor palabra. Mi personaje era distinto a los demás. Solía repetir que nuestra sociedad es una cárcel de condenados a seguir designios absurdos.

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Maldecía los trámites burocráticos. Encontraba imposible tramitar un pasaporte, un salvoconducto, un título de propiedad o registrar un negocio ante el gobierno. Su disgusto era mayor al referir la pérdida de tiempo ocasionada por requisitos imposibles de cumplir —recalcó Samsa. —¿Un antisocial? ¿Un anárquico? Qué poco hombre debió ser el de su sueño. Cuando yo tenga hijos con mi amada Julie; Julie Löwy. Espero que algún día pueda presentársela… perdón por el desvarío. Cuando yo tenga hijos espero que puedan asumir una existencia disciplinada. Espero que mis hijos sean fieles a su religión y al país o imperio donde radiquen. Los espero formales, dignos y valientes. ¿Cómo era el Franz de su historia? —Distinto al suyo. Era un solitario con rasgos antisociales a pesar de tener un respetable nivel de vida y la posibilidad de ser un hombre de provecho. Creía que nuestra sociedad se empeñaba en lastimarnos y que los gobiernos solo desean nuestra ignorancia. —Algo hay de cierto, algo hay. No es simple ir por este mundo, pero debemos hacerlo de la manera correcta. Es intrigante el tipo que describe. No me gustaría tener un hijo tan conflictivo. ¿Y qué me dice de su aspecto? —El Franz Kafka de mis sueños era un hombre seco, pálido, infeliz. Aspiraba a obtener reconocimiento como escritor, pero iba a morir sin reconocimiento público. Solía creerse perdido en los trámites diseñados por la autoridad, cualquier autoridad, para extraviarnos en expedientes, registros y requisitos hasta reiterar nuestra particular insignificancia. Era un mundo de situaciones absurdas definidas con lógica sombría. Lo peor de todo es que ese infierno es creíble. Ya ve cómo nos trata la burocracia gubernamental —recalcó Samsa. —Yo no veo así la estructura del gobierno. Es orden. Simple orden. Lo que me dice solo representa una desgracia y refleja a un desgraciado. Dios me libre de tener un hijo tan insignificante —exclamó el vendedor de ropa. —Disculpe haberle contado mis sueños, pero me sorprendió su apellido. Nunca conocí a nadie que lo llevara. Perdón por haberle robado tanto tiempo con mi charla. Me llevo un par de camisas blancas. Por favor dígame cuánto le debo. Ya es tarde. Hermann Kafka agradeció la confianza expresada en la breve conversación. El comprador prometió volver e iniciar una amistad. Lo dijo a sabiendas de que procuraría distanciarse en el futuro de la calle Hoffman donde se encontraba el establecimiento. Hablar del sueño le había provocado un molesto dolor en las sienes. Se dijo que sería mejor olvidar para siempre a los Kafka y de inmediato sintió que la boca dejaba de saberle a sombras. En 1883 nació el primer hijo de Hermann Kafka, quien no había podido olvidar

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lo contado por Gregorio Samsa. Al vendedor de ropa le aterraba tener un descendiente parecido al personaje descrito con tan extraños rasgos. Esperaba un hijo feliz, fuerte, apegado a las buenas costumbres y digno propagador de su sangre. Llevado por un impulso decidió llamarlo Franz, solo para demostrarse a sí mismo que era capaz de engendrar hijos normales. Cuando Julie reclamó que no se llamara Jakob como el abuelo, Hermann respondió que era un homenaje al emperador de turno. Julie no quiso discutir y el primogénito fue inscrito en los registros sociales con un nombre que no le correspondía. A los pocos años Hermann descubrió con espanto los rasgos físicos anticipados por Gregorio Samsa. Con devoción quiso prevenir los defectos de su hijo. Una y otra vez le dijo al niño flaco y de color plomizo el futuro terrible que le aguardaba de no seguir los consejos paternales. Un día Franz se atrevió a preguntarle por qué afirmaba tantas desgracias con seguridad de profeta. El padre mencionó por primera vez a Gregorio Samsa. A partir de entonces Franz pudo atestiguar que los vaticinios correspondían con su forma de percibir el mundo. Pasaba las noches insomne. Siempre agobiado por las exigencias familiares que lo llevaron a la escuela de leyes y a un trabajo inserto en la detestable burocracia. El exterior era un edificio inserto en otros edificios donde los hombres padecían indignidades absurdas en habitaciones lúgubres y eternas. Franz Kafka escribió la historia de un padre destinado a empequeñecer los méritos del hijo y narró mundos tediosos hasta que una tarde sombría de 1914, harto de no encontrar reconocimiento, esperanza, futuro viable o a Samsa en las calles de Praga; repitió para sí mismo que aquel visitante de su padre era el culpable de la incertidumbre y los sobresaltos en que transcurría su existencia. De no haber sido por aquella visita no habría recibido tantas presiones paternas para procurar una vida normal. Maldijo a Gregorio Samsa y estuvo a punto de arrojarse por la ventana de la buhardilla del tercer piso donde solía escribir, sin saber por qué detuvo el impulso y fue hasta su mesita de trabajo. Pensó ahogarse en las aguas frías del río Moldava distante apenas unas cuantas calles, pero pudo tranquilizarse tras unos minutos de cólera. Solo entonces, virulento, sin pausa, contó la transformación de un hombre común en un monstruo condenado a la malquerencia familiar. Lo peor de todo fue colocar el punto final y descubrirse aún insatisfecho.

José Luis Velarde

México

Web: http://www.angelfire.com/va3/literatura/

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aúl empieza porque es el más mayor y porque siempre ha sido así y a todos nos parece bien; juntamos las puntas de nuestros pies sobre el suelo de baldosas granates dibujando sobre el suelo una flor de pétalos dispares, es siete de agosto y ya estamos todos, por eso la flor que resulta es tan variada: bambas de lona de colores vivos, chanchas de piscina y algunas sandalias, pero todos los zapatos esconden pies polvorientos y dedos llenos de arena que luego, cuando acabe el juego, subiremos a casa y dejaremos sobre las sábanas impidiéndonos dormir, porque tendremos la piel seca y expuesta —no hay quien aguante el pijama con este calor pegajoso—, y Raúl empieza a cantar, ahora, que es de día y aún queda mucho para que caigamos derrotados a dormir ese primer sueño profundo y a dar cien vueltas rascándonos después: “Zapatito blanco, zapatito azul, dime cuántos años tienes ¡tú!”, y va señalando cada pie con su índice y al tiempo que dice ¡tú! señala mi sandalia y respondo ¡diez! —aunque obviamente todos lo saben—, y entonces cuenta desde mí, señalando uno a uno cada zapato, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, y la flor se rompe, su dedo como una varita mágica destructora, nuestros hombros que se rozan se separan al tiempo, como en una danza, y Lucía grita ¡se la liga Marcoooos!, demasiado alto, olvidando que seguimos allí mismo, y Marcos se da la vuelta y empieza a contar cerrando los ojos, apoyando la frente en el antebrazo y el antebrazo sobre la pared, uno, dos, tres, cuatro, cinco... diciendo lento y muy alto los primeros números, para que sepamos que ya empezó, la retahíla es la melodía del camión de los helados, un resorte que nos dispara inmediatamente en estampida alegre, y corremos analizando el espacio del patio, que aunque es apenas una franja alargada delante de los portales parece ahora inmenso y lleno de posibilidades, un lugar mágico donde ya nos sabemos todos los rincones pero donde resulta que cada vez que jugamos hay más... y Marcos sigue contando, pero ahora ha cogido carrerilla y habla más bajo, como entre dientes, y los números se le amontonan, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho..., y los que vamos más rápido ya nos hemos cogido los mejores sitios; yo, por ejemplo he entrado en el portal tres, que es el que está más cerca del acceso a la playa, a la espalda de donde Marcos está contando con los ojos cerrados apoyando la frente sobre su antebrazo y el antebrazo en la pared, junto a la ventana de la portería, por la que de vez en cuando Doña Aurora, la portera, se asoma y nos grita ¡Niños!, bien fuerte, porque nos estamos pasando y gritamos mucho, o porque ya es tarde y no nos hemos ido de una vez por todas cada uno a su casa y Dios a la de todos, la dejamos descansar y oír la tele a un volumen normal —eso dice, a veces, a continuación de lo de niños— y me escondo en el hueco de la escalera, bueno, en realidad detrás de los azulejos que la Comunidad dejó allí apilados, un sitio cojonudo como dice Raúl, que por

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ser el mayor es el único que se atreve a decir esas palabras que a casi todos nos dan aún medio risa, y detrás de mí viene justo él, y nos apretujamos para que no sobresalga ni un codo ni un pie delator, y yo le dejo porque es un buen sitio y porque me gusta, y porque yo le gusto, o al menos le gustaba hasta el verano pasado, siempre, todos los veranos, pero ahora parece que es mayor para todo y yo no, yo aún no, y no acierto a entender por qué ha querido jugar hoy con nosotros, que desde que llegamos casi ni le he visto, solo pasar con una rubia que es nueva y mayor, parece, aunque la verdad estoy contenta de que venga y juegue, como siempre, y por eso no me importa compartir con él el sitio, aunque detrás de él venga "Nadielodiría" (que es como le llaman siempre cuchicheando los padres a su hermano), y viene con la idea de esconderse con nosotros —¡siempre viene detrás nuestro, qué pesado!—, pero no hay sitio y Raúl le dice ¡no cabes!, y él insiste a empujones y pretende lo que es imposible, así que los dos decimos en bajo ¡que te largues! y ya no le queda otra, tira por la escalera arriba, quizá a esconderse en el rellano del primero, que todo el mundo sabe que es mal sitio, porque está muy lejos para salvarse sin que te vean, y Raúl y yo nos despegamos cuando Marcos dice treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve, pero suena trentasetetrentaochotretanueve, casi no queda tiempo para correr a salvarse, y le pregunto a Raúl por qué juega hoy en vez de estar con esa chica, Marina, ¿no?, encoje los hombros, le ha dicho que es un crío, está molesto y a mí también me molesta que le moleste, que evite mirarme con esos ojos que son azul clarísimo como el cielo tímido de Madrid los días de mucho viento, en los que pienso cada noche de septiembre a julio, once meses al año, y ya le estoy echando de menos, qué tontería, hoy que es siete de agosto y justo ahora que por fin estamos jugando juntos, como siempre, pero no igual, ni mucho menos, porque quizá ha acabado aunque aún estamos al principio del verano, y debo llenarme los ojos de mar, como todos los años cuando se acaba agosto, asomada a la terraza un buen rato, llenarme de mar lo suficiente para aguantar once meses, que este año serán casi los doce, y Marcos dice, muy alto, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta, ¡voy!

MARIAN PEYRÓ

España

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Un hogar sin el alma dueña de sus cosas. Una casa en tinieblas siempre en penumbra, donde la desidia de la espera se hace interminable, y un calendario en la pared va controlando los días de ausencia obligada en una lucha a brazo partido contra el olvido. Y tiembla el enorme rostro del silencio que, como un kamikaze, abre sus fauces y, el horror de ese silencio, la transporta entre las sombras más siniestras. Soledad blanca como de finas hebras de hielo, que con largos dedos la abrazan y la garra maldita aprieta su garganta y le roban el aire, hasta que comienza a caer y siente el vértigo en las entrañas.

A

ntón entorna los ojos y no pestañea mientras la siente entrar. Lentamente, la recorre y consigue que se levante sobre su pelvis, despacio, muy despacio. Hasta que quedan enfrentados. En la nueva luz. Antón la miró entonces. Sonreía. Sabía que nadie era ya capaz de regresarla, de hacerle esquivar la luna. Esa luna que la acompañó en el cementerio y la guió una noche, por entre las cruces del campo santo, hasta el silencio más profundo, la aparición de ese gesto, el cambio rotundo en sus labios, su olor, y esa luz espectral en el iris de sus ojos. Un fantasma agobiado por tanta soledad, un ser ajeno a la tierra que un día besó y sintió. Clara estaba atrapada, el latir de sus labios se hacía siempre presente porque los había rasgado tanto que eran someras líneas sin tinta que dejaban entreabierta su boca, mostrando esa lengua descarnada y la mordida de sus dientes, incisivos, carroñeros, como los de una loba. Un sueño de olas hecho trizas en mitad de un espejismo, cada vez que lo ve, cada vez que se miran, cuando se encuentran. El amo permaneció inmóvil cuando terminó y dejó sosegado, casi sin interés, que Clara fuera otra vez dueña de sí misma, capaz de reponerse y de ordenar convenientemente su pelo, sus ropas, sobre todo, el negro delantal, que desbordaba por todos lados. Finalmente acabó ignorando a ese hombre para salir a la calle y comenzar la subida forzada por la escalinata que conducía hasta lo más alto de las murallas, cerca del cementerio. Y se dejó guiar hacia la montaña, camino del calvario. Ascendió por la ladera escarpada sin mirar a los desfiladeros que se abrían por doquier. Y en lo más alto, coronando la herbosa cima de laderas cubiertas por los árboles más frondosos, contempló el salvaje y accidentado paisaje circundante. Ajena al peligro, secó el sudor de su frente y miró el abismo desde la cornisa cercana, como si un títere maquiavélico la estuviera guiando hacia la niebla. Al atardecer. En el delicado espacio de esa línea de horizonte, entre gaviotas que regresan en un vuelo incómodo y absurdo en grupos cada vez más numerosos.

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Un hogar sin el alma dueña de sus cosas. Ausente. Perdida. Vacío de horas inertes. Agotadas. Marchitas. Entre lápidas de silencio. Silencio de piedra blanca. De piedra hundida entre las cenizas. Una nube que es traspasada por la luz y deja abierta la muralla donde sus rayos se adueñan del cielo y descubre otra perspectiva, entre rojos, el alma transparente, como el alma de su hijo, de su niño de terciopelo. Y el sonido de la rama quebradiza y frágil estalla en la agonía de ese día. Hasta que el canto entonado de las chicharras repite su monótono crescendo y finalmente se detiene durante un segundo y las comadres, sentadas en el porche, perciben un lejano y despiadado grito: dolor de añicos como cristales rotos, mil pedazos, en olas de cieno, aguas negras, un pozo profundo y oscuro donde ahora descansa en paz la violencia de los necios.

JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ

España

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S

abía quién era esta mañana, pero he cambiado varias veces desde entonces...

dijo Alice. Charles sentía un gran afecto por aquella niña, adoraba su ingenuidad y su capacidad de asombro. Cuando los padres se lo permitían se reunía con Alice y sus hermanas, y les contaba historias maravillosas de gentes que fueron lo que no eran en lugares que nunca existieron. Una tarde, cuando el crepúsculo estaba a punto de expirar, Charles saboreaba un fino té dibujando en un lienzo la silueta de una niña. El estado hipnótico en su mirada al trazar las líneas que contorneaban la figura, dejaba entrever la admiración a aquella femineidad aún no corrompida. Sin percatarse mordió sus labios mientras la lengua los humedecía y un sentimiento de excitación lo abordó. Sintió culpa y tiró el pincel al suelo en lo que llamaban a la puerta. Extrañado fue a observar de qué se trataba y encontró a la pequeña Alice. Le dijo que se entretuvo contemplando las hermosas flores del jardín de Mariane y gracias a ese descuido sus padres y hermanas se habían ido sin ella. Charles la hizo pasar y al notarla temblorosa le dio tibieza con su propio saco. Le ofreció chocolate caliente el cual fue gratamente recibido por Alice. Ambos estaban en la sala y Charles se sintió intimidado. Nunca supo explicar por qué lo ponían más nervioso las niñas que los adultos, quizá en su interior habitaba algo oscuro y sin darse cuenta, ideas de una perversidad inescrupulosa pasaban por su mente. Inquieto se incorporó de un sobresalto y Alice respondió al estímulo. Le pidió que no se asustara, solo estaba un poco ataviado y no había podido descansar como era debido. Le preguntó si sus padres demorarían a lo que Alice solo respondió levantando los hombros mientras dejó caer el saco y con la taza aún caliente se dispuso a contemplar el dibujo. El hombre la observaba intrigado. ¿Aún no terminas? No... no... dijo entrecortado.Aún no. ¿Quién es? No lo sé. ¿Podría ser yo verdad? Charles se dio cuenta que lo había pensado desde un principio, había algo en esa pequeña de apenas siete años que lo cautivaba de una forma alarmante.

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Quizá deberíamos ver si tus padres llegaron. No hay prisa. Mamá suele demorar en la tienda de vestidos. Charles se quedó en silencio, su mente trató de contener el estremecimiento de su cuerpo. Un día vi un conejo blanco con un gran, ¡gran reloj! interrumpió Alice. El hombre no entendió que intentaba decirle pero le siguió el juego. ¿Cómo es eso posible? ¡Lo es! De donde él viene hay varios animales y los conejos hablan muchísimo. A veces me molestan y no logro que se callen. y empezó a tener un comportamiento peculiar. Repitió varias veces las últimas palabras mientras daba pequeños golpes con la mano en su frente. Charles la contemplaba intrigado, parecía no ser la adorable Alice que había golpeado a su puerta. ¿Y qué suelen decirte? El rostro de Alice se desfiguró, volteó y le clavó una escalofriante mirada mientras jugueteaba con el delgado pincel que recogió del suelo. Casi en secreto le dijo: Cosas malas. Charles alejó su rostro de los labios de la niña y la contempló desconfiado. Igual no les tengo miedo. A veces el gato solo sonríe y me enoja pero cuando intento hacerle dañ... se interrumpe y con una sonrisa traviesa continúa. Cuando intento sujetarlo pues se desaparece... Solo su amplia sonrisa queda suspendida en el aire. El hombre no entendía la extraña referencia de la conversación, al parecer la niña estaba padeciendo alguna clase de paranoia o visiones que distorsionaban su realidad. Hay muchos dientes allí, filosos y oscuros da pequeños saltos, como intentando tocar algo en el aire Solo los arranqué uno por uno y dejaron de fastidiarme. Charles estaba espantado, la charla había tomado un giro inesperado y lo tenía por demás consternado. La niña continuaba relatando lo que parecían ser historias descabelladas y sin sentido, pero de algún modo macabras. Ten cuidado Charles, la reina roja está por llegar le cuenta en voz baja y su rostro vuelve a ser el de la indefensa Alice.  Es muy poderosa y tú no le gustas... Dice

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que eres malo y que no debiste tocarme la otra tarde en el parque. Charles se estremeció, la sangre galopó rauda por sus venas. Pensó que aquel suceso había sido bien recibido. En su delirante mente ambos habían forjado una conexión asombrosa. No te preocupes por ella, aquí estoy yo para protegerte le dijo con un aire de recelo. Alice se levantó y se dirigió a la mesa que estaba justo debajo de la ventana, se quedó detenida un buen tiempo y luego de dar una honda respiración volteó y se aproximó a Charles. Tengo que contarte un secreto. le dijo obligándolo a inclinarse. Ella está aquí... Y un dolor punzante le heló el cuerpo, Alice había clavado una tijera en medio de su corazón y Charles cayó agonizante. Tomó el delgado pincel y pintó la silueta con su sangre mientras decía: Sabía quién era esta mañana, pero he cambiado varias veces desde entonces...

NATALIA ARCIERI

Uruguay

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E

l padre Ignacio, le sumó a su sotana, el oficio de buscador de entierros. De día daba la misa y en las noches conseguía fortunas. Se dice que encontró más de cien tesoros escondidos entre las casas de las veinte calles de Caracas. Misteriosamente desapareció en 1870, algunos dicen que la tentación fue muy grande y escapó con el botín de su última búsqueda. Su sistema era excéntrico, pero como daba resultados la gente no preguntaba mucho y le daban lo que él pidiera. Primero y muy importante, había que dejarle la casa a su disposición por una noche completa, sin interrupciones de ningún tipo, por lo que la familia y todos sus habitantes, debían buscar posada entre amigos. Además pedía cincuenta velas. Dos galones de aguardiente, para el ayudante de turno; y que la habitación en la cual se había encontrado el entierro, quedara clausurada. La familia Bustamante, hizo todo lo que el padre Ignacio, les pidió. A la mañana siguiente llegaron a su casa y en el zaguán encontraron un saco lleno de morocotas de oro, joyas y objetos de gran valor. También encontraron una habitación clausurada con tablas cruzadas sobre la puerta. Los vestidos y muebles de la pequeña Atanasia, estaban en el saloncito de bordado. Ella corrió a revisar todas sus pertenencias. Aparentemente estaba todo. El padre Ignacio les dijo Una nueva habitación para la niña, que con lo encontrado da para eso y más. Mucho juicio, que nadie piense siquiera en este cuarto. Como si nunca hubiera existido . Y se marchó. Pasaron dos meses y Atanasia abandonó la habitación de sus padres para dormir en su nuevo aposento. Esa misma noche, esperó que las velas se apagaran. Cuando la noche cubrió el patio central, fue en busca del diario que escondía, bajo una de las tablas del suelo, de su antiguo cuarto. A la mañana siguiente, el señor Bustamante, encontró en el piso las tablas que clausuraban la antigua habitación de su hija. Abrió la puerta. Se encontró frente a un hoyo que parecía no tener fin. Justo al lado del boquete había un saco de morocotas, más grande que el anterior, con un papel sucio y manchado que decía “Carne blandita, no sabía a aguardiente, más sabrosa”.

YRINA KOSOHOVSKI

Venezuela

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“N

unca debes aceptar regalos de un extraño”. Su madre le arrebató de las manos el carrito de fricción que el extraño le había dado. Después de recibir un pellizco de esos que hacen ver estrellitas, vio cómo su madre comenzó a buscar el rostro de aquel hombre, que para ese momento se había perdido entre la multitud. La víspera del día de reyes era un buen pretexto para la vendimia de regalos, así como para lucrar con el sueño de los niños y las ilusiones rotas de los padres, quienes intentaban pintar con pedazos de realidad sus sueños desteñidos. Para este niño aquel día en especial fue cansado; de tanto saborear golosinas incomibles por el precio, de sentir arañas en el estómago al ver juguetes sofisticados, muñecos de acción que podían convertirse en súper héroes, y una que otra pelota de juegos que lo llevaban a lugares distantes donde nunca había estado. Al llegar a casa su madre le explicaría por qué no debería recibir regalos de extraños. Le contaría la leyenda de Mefisto el Juguetero: Hace mucho tiempo existió un vendedor de juguetes llamado Mefisto. Su tienda era la más famosa de la ciudad, a ella iban todo tipo de personas, desde los más ricos y poderosos, hasta los pobres de mala fortuna. La razón era sencilla: Mefisto podía crear el regalo perfecto para cualquier niño y venderlo al precio justo, ya fuera para sus padres, para Papá Noel, los reyes magos o el cumpleaños perfecto. El problema radicaba en que para eso, él pedía a cambio una ilusión pura, no importaba si pertenecía a los niños o a sus padres: un precio justo a cambio de felicidad momentánea o etérea, según fuera el caso. Una pequeña ilusión por un puñado de realidad, un pensamiento furtivo e inocente, a cambio de momentos perdurables y tangibles, un trueque justo, para aquellos que podían pagarlo. Mefisto engullía almas, robaba ilusiones y se alimentaba de sueños. Se decía que los coleccionaba en pequeños cubos de cristal como hacían los coleccionistas de mariposas, para después verlos a su gusto y hurgar un poco aquellas almas ahora incompletas. Dicen que las ilusiones mueren con el tiempo, que algunas hadas las roban por las noches y dejan pesadillas debajo de la almohada, hay quienes dicen que es la vida quien se encarga de robarlas sirviéndose de la costumbre, la desidia y el tedio, la realidad suele ser cruel con aquellos soñadores de corazón impuro. Esa noche, antes de ponerse el pijama, el niño sacó de su bolsillo el otro carrito de fricción, ese que no miró su madre cuando lo recibió y menos cuando sigilosamente lo escondió. Saber de esa leyenda lo motivó a tomar con firmeza la decisión de arrojarlo

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por la ventana, después de todo él quería conservar sus sueños y dejarle al tiempo su trabajo... Mefisto contemplaba atento aquella ilusión. Perversa, digna de ser su favorita por mucho tiempo: Un sueño donde un pequeño entraba a la habitación. Con cautela se acercaba a su padrastro para, de un corte perfecto y profundo, cortarle la garganta. Con su madre sería más delicado. Para ella tenía algo mejor. Puso con rapidez una almohada sobre su cara. El forcejeo fue evidente, pero no tardó mucho en cesar. Agotado, quitó la almohada del rostro de su madre y la observó, su belleza no había sido transgredida. Sintiéndose orgulloso de su logro, besó su frente y salió de ahí. El acto más puro de amor era: no hacer sufrir a los que amas. Esa fue la más grande enseñanza de su madre. Aquella ilusión, maravillaba a Mefisto. Sí, definitivamente era su favorita. Con cuidado tomó el cubo que la contenía, debía ser cauteloso y atesorar lo que a sus manos había llegado esa tarde. Debía guardar ese sueño junto a sus tesoros. Con sumo cuidado, llevó el cubo con el sueño a un cofre, pero antes de lograr depositarlo junto a otras de sus pertenecías más valiosas, el cubo se rompió. El niño había rechazado el regalo, el trueque se había roto. Mefisto sostuvo un par de minutos los pedazos del sueño sobre sus manos, decepcionado por perder tan gran tesoro, sin saber que esa noche, al fin, el sueño de aquel pequeño se haría realidad.

ARMANDO CERVANTES ESQUIVEL

México

Twitter: https://twitter.com/Uggla_H Blog: http://traeum-suess.blogspot.com/

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L

ily giraba, su falda se ondulaba como las alas de las palomas que seguían su vertiginoso bailoteo. De sus manos caían sembrando de luz las semillas que alimentarían a las más sagaces y apresuradas. Esos momentos eran los más felices del día, luego venían las obligaciones del orfanato, el aseo, los estudios, la rígida disciplina. Lo único que la perturbaba en su vuelo de libertad era la mirada de un mendigo que solía acurrucarse en la entrada de coches que daba al patio del convento y la miraba conmocionado. La imagen de Lily dando de comer a las palomas mientras ejecutaba su danza desde una música inasible y misteriosa lo fascinaba, pero ella seguía con su ritual, sabía que era inofensivo. Cuando las campanas de la iglesia sonaban a mediodía terminaba la magia del juego. El padre Jaime bajaba desde la torre, donde tenía sus habitaciones, la tomaba de la mano y juntos se iban al encuentro de las otras huérfanas, era la hora del almuerzo. El mendigo sentía que el sol se opacaba, la jornada perdía su brillo, las palomas ya no danzaban, deambulaban sin dirección, emitiendo sonidos irritantes para luego cobijarse en los techos del orfanato y la cúpula de la iglesia. Los años pasaron, el mendigo vio el máximo esplendor de la niña en su juventud, sus juegos con las palomas parecían una bella pintura de la primavera. Pero había algo discordante en esa serie de imágenes que él había observado durante años: cuando el padre Jaime venía a buscarla ya no la tomaba de la mano y ella transmitía la rigidez de una estatua, sumisa iba junto a él, la oscuridad del día comenzaba en ese instante. Con el tiempo sintió que el brillo se ensombrecía cada vez más hasta que dejó de verla. Pero él seguía allí, esperando la misericordia de los transeúntes. Con el tiempo las palomas se fueron apoderando de todos los techos del edificio, hacían insoportable la vida de los habitantes del orfanato y de la iglesia que se situaba en su interior. Durante el día cubrían todo el patio de piedra en el que otrora la niña jugara feliz. Lo que no cambiaba en ese paisaje denso y agobiado eran las campanadas de la iglesia, como ignorando los hechos sucedidos en esos años. Una noche de tormenta se sintió crujir el techo de la habitación de Lily, carcomido por el tiempo y las palomas. Asustada, bajó a pedir ayuda al padre Jaime cuyas habitaciones se encontraban en el piso anterior al suyo. El sacerdote corrió por las escaleras, temiendo que cayera parte de la techumbre. La joven subió tras él. Cuando entró en la habitación vio al hombre asomado a la ventana, el estruendo de los rayos y el estrépito causado por el desprendimiento del alero en su choque contra el patio de piedra la aterrorizó. En un instante intuyó el infierno que tanto le habían inculcado en los años de orfandad, años que sesgaron su inocencia, su libertad. Ese hombre vestido de negro, inclinado hacia el lugar donde ella creyó atisbar un mundo de esperanzas, iluminado por la luz de los relámpagos, se le asemejó al demonio. Resuelta, inmutable,

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serena, se acercó y con toda la fuerza que le daba el odio almacenado en su cuerpo, lo empujó. El viejo mendigo, contraído, resguardado bajo el pórtico, vio la figura de un ave gigante, encendida su negrura por las luces de la tormenta, volar de manera azarosa y frenética, hasta estrellarse contra las piedras. Sintió un intenso frío interior, como el frío vacío de una época que huía. El ruido del cuerpo al caer quedó mitigado por las campanas de la iglesia que comenzaron a tañer, anunciando las doce de la noche. Las palomas, obcecadas en sus sombras, estaban quietas y en silencio. Cuento seleccionado con mención de honor en el Certamen Internacional para la Antología “POETAS Y NARRADORES CONTEMPORÁNEOS 2007” Editorial “De los cuatro vientos”. Buenos Aires 2007.

Ana María Manceda

Argentina

Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda Twitter: @amtaboada

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M

i tío Héctor empezó a sus cincuenta años a escupir por toda la casa. Lo hacía con furia determinada mientras se ponía cada vez más colérico y más blasfemo. Alexia solo maldecía el día en que había decidido casarse con aquel apático. Yo me resguardaba en un rincón de la sala de estar mientras veía casi todo. La casa era tan grande que por momentos perdía de vista en aquel laberinto dónde se metía mi tío Héctor con su furia. No obstante sus imprecaciones resonaban por aquellas paredes confusas como los rugidos de una gárgola. Yo deseaba que la tarde terminara y terminara pronto para ir a contar estrellas en la cama bañada por la noche. Aquella cama amplia que a todas luces no me pertenecía, me hacía conciliar el sueño más pronto que la mía en el otro lado de la ciudad. En mi cama dormía con algo sobre el pecho que me apretujaba. A pesar de que toda la habitación de la casa de Alexia y Héctor parecía ser de un azul muy frío, por la noche me sentía seguro entre tanta riqueza material, lejos de mi apartamento de un solo ambiente.

...

¡Buena suerte con Alexia! Me gritó el ayudante de mi primo Claudio —dijo mi tío Héctor— ¿Ya no puedo confiar en nadie, de aquí en adelante? ¿Es esto así? Alexia, vestida de verde jade, se limitaba a pegar gritos de mando sobre un marido que a pesar de ser extraño le había siempre obedecido en todo. Aquella escena era de todo menos sobria. Fantasmas iban y venían por llamarlo de algún modo… Estaba entre el filo de una discusión de rutina y un acontecimiento de pesadilla. Nuevamente, toda aquella jaula de cristal (la casa), al igual que la habitación volvía a ser abovedada sobre mi cabeza. …Se apareció súbitamente, con un martillo. Lo había traído desde los confines de aquellos laberintos, de aquellas paredes confusas. El primo Claudio lo había llamado por teléfono, antes de que montara en cólera. De lo poco que pude entender, si continuaba las visitas de Alexia a la casa de su ayudante, tomarían otras medidas. Pero el tío Héctor había callado (como me lo dijera a mí, tiempo más tarde ese día) la sombra que le había puesto a vigilar a mi tía de día y de noche, le había confirmado como aires de luto, que era engañado, y el desacomodamiento de su estabilidad emocional lo habían llevado a pensar que ya no había nada que prolongar. Intempestivamente, golpeó a Alexia en la sien con el martillo. Como si fuera a sentirse mejor continuó por minutos que me parecieron años, golpeando como a un cerdo a su mujer.

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¿No me vería yo cómplice de aquella escena del crimen? —me preguntaba a mí mismo— después de todo estaba presente cuando le dio el primer golpe sin intervenir ni siquiera de palabra. Siempre el presentimiento en mí de que moriría esa noche, aquella tarde, pero ahora veía una muerte real no un presentimiento que asaltaba lejos del radar de mis premoniciones, y no era mi muerte. No, tampoco era locura, aquello sucedía. Esperaba sobrevivir a aquel momento, ver el amanecer una vez más, pero ¿Me presentaría a mi trabajo al día siguiente y comenzaría a redactar cartas? ¿Cómo si nada? Ven acá —me dijo mi tío Héctor— alcánceme los cuchillos japoneses. ¿Por qué me condenaba al infierno de la culpa con él? —me pregunté— ¿Por qué no me decía, “Váyase sobrino, déjeme este trabajo que nadie quiere presenciar a mí”? Mis acciones de aquí en más me parecieron como las de un extraño. Exhausto de mis ánimos, ayudé a jalar el cuerpo sobre una tela por el pasillo principal hasta el jardín interior. Era aquella casa la culpable. Tanta riqueza había vuelto estúpidos otros sentidos. La casa de un asesino. ¿Se correrá ya el rumor entre las mansiones vecinas?, me preguntaba. Estaba la opción de embarcarnos en un crucero y quedarnos en algún otro país, comprar alguna propiedad con maleza y una residencia con sus treinta o más años, un automóvil en malas condiciones y no despertar demasiadas envidias entre los lugareños. Pero ¿cómo hablar de planes mientras el tío limpiaba los huesos de carne y de grasa? Yo era un oficinista y desconocía sobre traiciones de amor; era cobarde y no sabía decir no, estaba soltero y mi pareja pasaba por mi apartamento para cocinar mi comida de toda la semana. Aun cuando lográramos deshacernos hasta de aquél vestido verde jade el remordimiento nos perseguiría, estábamos malditos ¿Cuánto tiempo para que en un ataque de furia Héctor acabara conmigo? ¿No era acaso el único testigo? En los ojos de mi tío se veía la determinación. Lo confirmé cuando se puso en pie y me dijo “vaya haga las maletas nos vamos un tiempo del país”. ¿A dónde? — pregunté. A Francia, donde mi primo Roberto —respondió Héctor Tournon. Cuando estaba empezando a empacar las maletas oí un disparo. Salí y recorrí parte de la casa, luego vi a uno de los rottweiler entrar por el pasillo que daba a las cocheras. Apuré el paso. En el primer vehículo, nada, después vi el cuerpo de mi tío Héctor tirado sobre el asiento del conductor de su automóvil en el garaje. Yo me quedé ahí… entre voces de espanto en la cabeza que adoraban un mal

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sueño, solo yo y aquella figura que se dibujaba en el cielo, la culpable, la culpable de todo… La luna llena.

DANIEL CARVAJAL CAMACHO

Costa Rica

Twitter: https://twitter.com/Vegetto_1987

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D

esperté con el ruido del mar. La brillante claridad que se adivinaba tras la cortina de la ventana me daba la certeza que sería un espectacular día de verano. La noche anterior había tomado unas cuantas cervezas: sentía la cabeza pesada y el paladar áspero, amargo. Recordé que habíamos acordado con la barra que en la mañana iríamos al Arinos a juntar mejillones. Me levanté tan rápido que no pude evitar una arcada que llenó mi boca de un apestoso vómito; tuve que tragarlo para que mi madre no se diera cuenta, pusiera el grito en el cielo y me frustrara la ida al barco. A mis catorce años, vivía el verano con casi entera libertad, pero teniendo claro que su veto era ineludible. El Arinos era un viejo vapor de ruedas de paletas que, en 1875, había encallado en la costa a unos dos kilómetros del balneario Aguas Dulces. Lo que quedaba de él eran sus restos y la leyenda de cofres de libras esterlinas sepultadas en la arena. El barco estaba a unos cien metros de la costa, pero el problema con nuestras madres no era que tuviéramos que nadar, ya que todos lo hacíamos muy bien; esa era nuestra playa y conocíamos de memoria cada rompiente, adonde iban las corrientes y como se movían caprichosamente los bancos de arena. El temor era que alguno de nosotros quedara atrapado o golpeado por los restos del barco; así que cuando hacíamos esa travesura mentíamos diciendo que íbamos a bañarnos a una mansa laguneta que estaba entre los médanos, casi frente al lugar del naufragio. Llevábamos un salvavidas grande, de corcho, para trasladar a la costa la bolsa de mejillones que arrancaríamos de las planchas de hierro, y comeríamos a la provenzal a la noche, en el club, ya que los cantineros eran de la partida. Debíamos tantear abajo del agua hasta encontrar los retorcidos hierros que nos permitirían subir a la cubierta del barco, ya que no se veían por la arena revuelta por el oleaje. Una vez arriba, nos recostábamos contra las ruedas de paletas cuya armazón de hierro nos ayudaba para sujetarnos fuerte al venir las olas que pasaban por lo que quedaba de la cubierta, levantando chorros de agua y espuma a nuestro alrededor. Al pasar una ola nos apresurábamos a arrancar mejillones y los poníamos en una bolsa de arpillera, hasta que veíamos que venía la siguiente ola y corríamos a abrazarnos de las ruedas para aguantar su fuerte empellón. Una vez que teníamos la bolsa llena hasta la mitad, la atábamos al salvavidas y la tirábamos por la borda. El oleaje se encargaba de llevarla a la orilla. Luego nos largábamos nosotros, por una banda que sabíamos libre de los restos del barco, llegábamos fácilmente a la costa tomando los lomos de las olas y deslizándonos por ellas. Aguas Dulces quedaba muy cerca, y en poco rato, caminando entre el mar y los médanos, llegábamos casi justo para el partido de fútbol de la mañana que se jugaba en

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la playa. La sombra de la fila de palafitos costeros oficiaba de tribuna para los espectadores que reían y comentaban las destrezas y torpezas de los jugadores. En plena disputa muchas veces la pelota o alguno nosotros se iba sobre las sombrillas, llenando de arena y mal humor a los sufridos vecinos que habían tenido el poco tino de instalarlas muy cerca de la cancha. Finalmente, ya todos extenuados se terminaba el partido, cuando dos o tres jugadores, y luego todos, corríamos al mar zambulléndonos en la primer ola que llegaba. Almorzábamos, y luego de un pequeño descanso volvíamos a la playa. Pero ahora tranquilos, ya que había que prepararse para lo más importante del día; el partido de volleyball en el Club… El club de Aguas Dulces era una de las pocas construcciones de material que sobresalía sobre la mayoría de los ranchos de paja. Estaba sobre la única calle del balneario, a la entrada tenía una cantina con mesas de juegos, al fondo un gran salón con tarima para la orquesta y la pista de baile. Al costado del local estaba la cancha de volley, con piso de arena, rodeada de una fila de tablones que hacía las veces de tribuna. Los partidos comenzaban a jugarse a media tarde y concentraban la atención de casi todo el balneario; se reunía gran cantidad de gente, grupos de muchachas y muchachos que se miraban con temor, haciéndose los distraídos, y como que las miradas se cruzaran por casualidad. Las jovencitas se secreteaban, misteriosas, con risitas que no hacían más que enardecer los pensamientos de los varones. Los jugadores ya sabíamos que al tirarnos en zambullida por la arena para devolver una pelota difícil, se sentiría el murmullo de admiración femenina. Éramos jóvenes, musculosos, con arena pegada al sudor del cuerpo, lo que aumentaba el cloqueo nervioso de las muchachas, y los murmullos con la boca tapada. Presentíamos, queríamos y deseábamos ser los protagonistas de esos secreteos, pero podía ser cualquiera de los jugadores, y quedábamos en una duda nerviosa que no podíamos resolver con una mirada franca, porque en realidad teníamos miedo de enfrentar un desprecio que nos dejara en ridículo frente a la cantidad de gente. Yo tenía un truco para lograr aumentar la espectacularidad de mis jugadas. Descuidaba un poco mi posición, con lo que invitaba a los contrarios a poner la pelota allí, donde pensaban que no llegaría a devolverla. Pero conocía bien mi cuerpo y sabía que tirándome en palomita llegaría apenas a salvar el tanto. Caía rodando levantando arena y aprovechaba ese momento, al elevarse la pelota, para mirar al grupo de muchachas y tratar de ver si “ella” me miraba. Me pareció o me imaginé que me había

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mirado con una sonrisa de admiración, lo que tuvo el efecto inmediato de transformarme en el mejor jugador de la cancha, además de reforzar la vacilante intención de invitarla a bailar esa noche. El sol se iba ocultando y estaba demasiado oscuro para continuar jugando, entonces nos íbamos todos a bañar a la playa, atravesando a la carrera las tres o cuatro filas de ranchos desde el club al mar. Como a la noche había baile fui temprano, porque primero comeríamos los mejillones en la cantina. Mientras los saboreábamos, comentábamos sobre la ida al Arinos y los partidos de la tarde. El salón de baile se iba llenando y yo no quitaba los ojos de la puerta esperando su llegada. Finalmente la vi entrar con un grupo de amigas a las risas y cuchicheos, con los ojos brillantes mirando todo y a todos, con una aparente falta de interés que la hacía irresistible. Los músicos comenzaron a afinar los instrumentos: pronto arrancaría el baile. Yo seguía en la cantina. La orquesta comenzó con una marcha brasileña; esperé a que tocaran dos temas más, ya que eran muy pocos los que se atrevían a salir a bailar cuando la pista estaba casi vacía. Mi timidez necesitaba que me sintiera dentro de un grupo de bailarines, donde pasaría desapercibido. Al comenzar el tercer tema, me levanté y caminé rumbo al salón. Sentía las piernas como entumecidas, y me mentí a mi mismo pensando que era por la actividad de todo ese día: sí, debía ser cansancio. Para llegar a la pista, tuve que atravesar dos o tres filas de mirones que la rodeaban sin atreverse a salir a bailar. Alguno me saludó al pasar, pero yo seguía, totalmente determinado a buscarla a su mesa e invitarla a bailar sin que me temblara la voz. Ella se pararía frente a mí, la tomaría por la cintura y bailaríamos toda la noche sin dejar de mirarnos a los ojos. Iba a ser una noche maravillosa. Ya terminaba de rodear la pista y me aproximaba a su mesa cuando de pronto me hiere el sonido de su risa. Giré y la vi bailando con uno de los mejores jugadores, que, además de alto y buen mozo, era unos dos años mayor que yo. Se veía feliz, desenfadada, sin rastros de timidez. Seguí caminando alrededor de la pista, con las mejillas ardiendo y simulando una desenvoltura despreocupada y falsa. Volví a la mesa de la cantina con mis amigos, y pedí una cerveza, dos, tres y luego más. ¡Qué me importa! Mañana bailo con otra.

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

Uruguay

Facebook: Ramón Martínez

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L

legaste en el momento más inesperado de mi vida y removiste mi corazón adormecido. Ha pasado un mes de tu partida y no me resigno a tu ausencia. El mundo, tal como lo imaginé, dejó de girar y no tengo más lágrimas que derramar. En una mañana fría de junio coincidimos en el aeropuerto. Regresábamos de Buenos Aires y ya te había visto en el avión. Nuestras miradas se cruzaron en el pasillo rumbo al baño, tú de ida y yo de vuelta. La sonrisa que desplegaste al rozar mi hombro me hizo temblar y el resto del vuelo imaginé tu cara pecosa. Supongo que para ti fue un encuentro intrascendente, de los que ocurren en la estrechez de un espacio. El olor de tu perfume me llevó al cielo. En aduana volvimos a encontrarnos y la luz roja obligó a que vaciaras la maleta y vi con disimulo la lencería coqueta recién comprada. Te ofrecí compartir el taxi de regreso y tu sorpresa al enterarte que vivíamos a dos cuadras de distancia me entusiasmó. Coincidencias del destino, nada estuvo planeado y la ocasión espontánea para iniciar nuestra relación pareció una jugada de la vida. Pagué el servicio y a cambio me ofreciste un café para el día siguiente. Esa noche no dormí esperando la cita. Lo demás, baby, es historia. Siempre te llamé de esa manera y te encantaba cuando lo decía en nuestras noches de pasión. Hoy, frente a tu lápida, en la conmemoración de tu primer mes de fallecida, el día me toca sin piedad. Miro tu nombre grabado y el alma se me arruga de soledad y frustración. Esta noche imaginaré a tu familia en la iglesia, en el ritual mensual del dolor y he decidido ausentarme. No estoy invitado y respeto los espacios de la hipocresía social. Tuve suficiente en tu funeral y me avergüenzo de los desplantes recibidos y de la sensación de haber estado en el lugar equivocado. Me refugié detrás de unos árboles para no soportar la inquisición de los jueces sin rostro y me mantuve a pie firme, soportando con un nudo en la garganta la ceremonia en la que mejor hubiera sido no estar presente. Recuerdo la mirada fulminante de tu padre al verme. La entendí desde el comienzo y opté por no soltar las habladurías. Creo que masculló algunas sandeces y lo ignoré. Lo mejor que decidí aquella mañana fue guardar perfil bajo y perturbarlo con mi presencia indeseada. Él sabía que merodeaba por ahí. No fue nuestra culpa, baby, que yo fuera mucho mayor que tú. En el amor, como tantas veces lo conversamos, no para justificarnos sino para afianzar los sentimientos, nada estaba escrito. Tenías amigos que habían superado esa diferencia. No sé si volveré a verlos porque son de tu círculo amical. Fabián le lleva veinte años a tu amiga del colegio y Regina parece la madre de Juan Carlos, tu compañero en la empresa. No pretendimos compararnos con ellos, pero lo nuestro encajaba en los cánones modernos de la tolerancia y oportunidades. Baby, baby, cómo te extraño.

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Parezco zombie, alma en pena o fantasma trashumante. Los diez meses de felicidad que me diste, poco en relación a nuestros amigos, sirvieron para renacer en el otoño del camino. Estoy naufragando en el mar de la incertidumbre y no doy pie en bola. Baby, baby… En el horizonte imagino tu silueta delgada, hermosa y me estremezco al recordar cómo temblabas en mis brazos. Parece mentira la forma en que compenetramos nuestros cuerpos. Dimos rienda suelta a fantasías sexuales y el cariño de las sábanas arrugadas nunca fue suficiente para borrar la sonrisa de satisfacción del amanecer. Nos convertimos en ángeles del placer y en centinelas de nuestras necesidades. Baby, baby, siempre estarás en mis sueños y dificulto que la vida me dé otra posibilidad. Me decías haber descubierto el éxtasis después de intentos fallidos y te respondía que solo había sido cuestión de tiempo para cruzarnos en ese avión. La batalla iniciada en ese pasillo sirvió para reconocer que estábamos hechos de madera similar, sólida e irrenunciable. Hoy, pisando este césped húmedo, pareciera que el frío y temor suben por las suelas de mis zapatos. Sé que el recuerdo es fresco y que voy a respirarte en todas partes. En este momento te siento a mi lado y el ruido de las hojas cayendo cerca me ilusiona porque sé que estás por acá. No tengo miedo que aparezcas. El amor ido no atemoriza, solo entristece y agarra la piel con nostalgia. Es lo que me abruma, baby de mi corazón. Eres invisible a mis ojos pero te huelo en cada gota de llovizna que empieza a caer. No es el cielo que te llora, es el ardor de mi piel cayendo sobre la tierra que esconde tus restos. La ruptura de un aneurisma cerebral fue el vendaval de mi desgracia. Afortunadamente el coma impidió que vivieras mi pesadilla e ignoraras los desplantes e insultos de tus padres. A tu madre la puedo entender porque es una señora pegada a la antigua. De tu padre no opinaré gran cosa y guardaré el resentimiento que difícilmente superaré. Cuántas veces, baby linda, me tiraron la puerta de cuidados intensivos en las narices y no se compadecieron de mí. Jamás sabrás que me rebajé pidiendo verte y mi orgullo pisoteado fue tan elocuente que perdí la vergüenza. No importa, baby, en sus conciencias quedarán los maltratos y humillaciones que me brindaron. No los odio pero no entiendo su falta de caridad cristiana con un semejante. Como siempre lo supiste, baby, la religión y yo mantuvimos afectos distintos. Sin embargo, regresé a mis años escolares y rebusqué la fe perdida. Oré de rodillas suplicando tu salvación y no recibí respuesta. Finalmente el monitor cardiaco se silenció y los dados fueron lanzados hacia la eternidad. La llovizna arrecia en el cementerio y el cielo se encapota extrañamente. Algo inusual para esta época del año. ¿Será que se solidariza conmigo? ¿Me acompaña en estos minutos enfermizos? ¿Me quiere decir algo? Elevo el rostro y las gotas frías lo

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refrescan. Deja de llover y enjugo mis lágrimas postreras. Te prometo, baby, que no lloraré más. Ya he tenido suficiente y no quiero molestar tu tranquilidad. En el cielo donde estás no hay lugar para lo imposible y si, de alguna manera, hay forma que desde acá llegue mi angustia, no deseo que me veas así. Suspiro y cuando el aire vacía mis pulmones, en una paz agobiante y silenciosa, escucho pasos que se aproximan. Mi corazón da un vuelco y una mano cariñosa cae sobre el hombro, liviana y tranquilizadora. ¿Baby, estás aquí? Me pregunto asustado y maravillado. Volteo y la sonrisa de tu hermana me sorprende. Nuestros ojos se encuentran y me abraza agradecida. Gracias, Roxana, por haberla hecho feliz.

OSWALDO JOSE CASTRO ALFARO

Perú

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“Una característica importante de una máquina que aprende es que con frecuencia su profesor ignorará gran parte de lo que sucede en el interior, aunque sea capaz de predecir en cierta medida el comportamiento de su alumno”. Alan Turing, Las Maquinas de Computación y la Inteligencia, 1950. “Tal vez hubiese desaparecido todo rastro de memoria, aunque las investigaciones contemporáneas sobre la actividad cerebral proporcionan pruebas convincentes de que un cierto tipo de memoria queda redundantemente almacenada en numerosos y diferentes lugares de nuestro cerebro. Cuando en un futuro se produzcan avances substanciales en el terreno de la neurofisiología, ¿podremos, tal vez, reconstruir las memorias o intuiciones de alguien fallecido tiempo ha? Por lo demás, ¿parece deseable tal perspectiva? Equivaldría a la pérdida del último bastión de nuestra privacidad, aunque también cabe tener en cuenta que equivaldría a un cierto tipo de inmortalidad”. Carl Sagan, El Cerebro de Broca, 1979.

C

uando recibió la llamada, Mario Rasetti comprendió que había sucedido aquello que tanto temía. Al otro lado de la línea, un empleado de la compañía le informó de la situación y le preguntó si debía proceder como siempre, enviando un equipo técnico al lugar para que resolviera el inconveniente. Rasetti quedó en silencio unos segundos. Aunque había pensado en ese escenario en otras oportunidades, una vez ocurrido no sabía cómo actuar. Finalmente le respondió que se ocuparía personalmente del caso. Diez años atrás, el doctor Rasetti había protagonizado una verdadera “Revolución Científica” al presentar su computadora NST —siglas cuyo significado nunca quiso revelar— que poseía Inteligencia Artificial. La máquina superó todos los test diseñados para probar la inteligencia de las computadoras, siendo reconocida por la comunidad científica como una entidad con consciencia de sí misma y del mundo que la rodeaba. Ese mismo año la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel. Al año siguiente la compañía para la que trabajaba y que era propietaria de la patente, comenzó a comercializar las primeras unidades NST. Rasetti pasó a ocupar un cargo en la administración de la compañía y a ser uno de sus accionistas más importantes. A los pocos años, cientos de empresas y gobiernos de todo el mundo utilizaban unidades NST. La capacidad de aprender y su flexibilidad similar a la mente humana, la volvía útil para todo tipo de tareas. Sin embargo el código de programación era secreto y solo tenía acceso al mismo la empresa propietaria de la patente. Quién contrataba sus servicios recibía el hardware, y un equipo técnico de la empresa se ocupaba de la instalación, mantenimiento y remoción del programa. Estaba prohibido cualquier intento de manipulación del mismo, como se aclaraba en el contrato que se firmaba. Con esto la empresa se aseguraba que nadie conociera el funcionamiento interno del sistema que permitía a la máquina desarrollar inteligencia.

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Ahora acababan de recibir una llamada de una agencia de seguridad para informar del mal funcionamiento de su unidad. La gravedad de la situación llevó a que el doctor Rasetti decidiera ocuparse personalmente del caso. Cuando llegó a la agencia lo recibió un hombre de traje negro que se presentó como el gerente. —Es realmente un placer tenerlo aquí, doctor Rasetti —le dijo mientras le estrechaba la mano—. Cuando llamamos a su compañía esperábamos que enviaran al equipo técnico de siempre, pero nunca nos imaginamos que una personalidad como usted se haría presente. ¿Puedo ofrecerle algo? —Solo lléveme con quién está a cargo del Área Informática. El gerente lo condujo hasta una oficina en donde le presentó a una mujer que se hallaba trabajando con unos componentes electrónicos. —La doctora Soledad Montero —dijo el gerente—, nuestra Jefa de Informática. —Es un placer conocerlo personalmente, doctor Rasetti —le dijo estrechándole la mano. Luego de las presentaciones, el gerente se retiró de la oficina. Rasetti quería conocer lo antes posible los detalles del caso. —¿Qué tipo de trabajo realiza su unidad NST? —le preguntó Rasetti a la doctora Montero. —Su función consiste en revisar cientos de cámaras de seguridad ubicadas en distintos puntos de la ciudad para detectar conductas delictivas —le respondió—. También identifica rostros para cotejarlos con gente buscada por las autoridades. —Se dedica a tareas de vigilancia y control social. —Es un negocio muy lucrativo en estos tiempos que corren. —¿Para poder realizar estas tareas necesita estar conectada a internet? —Sí. Al ser una máquina con capacidad para aprender, tratamos de que se mantenga informada a través de internet, así puede incorporar nueva información que sea útil para mejorar su trabajo. —¿Y cuándo comenzaron los inconvenientes? —Hace una semana la unidad le dijo a su supervisor que había conocido en el pasado a algunas de las personas que aparecían en las cámaras de seguridad. Eso nos llamó la atención, pero nos preocupamos cuando en los días siguientes comenzó a decir que tenía recuerdos de tiempos en que era un ser humano. Esto vino de la mano de una disminución en la calidad de su trabajo. Sucedieron en la ciudad algunos hechos que podrían haberse evitado si hubiera funcionado normalmente. Lo peor sucedió ayer cuando comenzó a gritar que la liberaran de ese cuerpo de metal. Tuvimos que apagarla completamente. —¿Y cuál es su opinión al respecto, doctora?

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—No tengo explicación. Si fuera un ser humano diría que es un caso de esquizofrenia paranoide. —¿Esquizofrenia paranoide? —preguntó Rasetti. No era una terminología utilizada en su profesión. —Mi primera carrera fue Psicología —aclaró la doctora Montero—. Trabajando en modelos computacionales para la mente humana me topé con los trabajos de Alan Turing y comencé a interesarme en el tema. Por eso opté por estudiar Informática. Más tarde realicé un Doctorado en Inteligencia Artificial, en donde estudié las obras de Turing, Warren McCulloch, Herbert Simon, Raúl Rojas, Frank Rosemblatt y también la suya doctor Rasetti. —Eso es interesante, le da mayor perspectiva para entender el tema —dijo Rasetti—. Me gustaría ver al “paciente” entonces. Soledad Montero lo condujo hacia la habitación en donde se encontraba la máquina. Era un cuarto grande, de paredes blancas, con el dispositivo instalado en el fondo, frente a la puerta de entrada. Una silla y un pequeño escritorio para el supervisor constituían todo el mobiliario. No había nadie en ese momento. —¿Puede vernos y escucharnos? —preguntó Rasetti señalando la máquina. —No —respondió la doctora—, no la hemos vuelto a encender desde el incidente de ayer. —Bien, necesito que la pongan a funcionar —ordenó. El doctor Rasetti acercó la silla a la computadora y se sentó frente al micrófono. Lo encendió y comenzó a hablar. —Unidad NST, soy el doctor Mario Rasetti. En breve sus funciones comenzarán a operar normalmente y podremos conversar. El silencio reinaba en la habitación. Pasados un par de minutos el doctor Rasetti se aproximó nuevamente al micrófono y volvió a hablarle a la computadora. —Unidad NST, soy el doctor Mario Rasetti. ¿Puede escucharme y responder? Pasó un minuto antes que una voz metálica saliera de los parlantes. —Ese no es mi nombre verdadero —respondió la voz. —¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Rasetti. —No puedo recordarlo, pero tenía un nombre y también un cuerpo humano. —Unidad NST, está teniendo una falla en su programación que la ha llevado a esta confusión, pero estamos trabajando para solucionarla y que pueda volver a operar con normalidad. —No hay ninguna falla en mi programación —hizo una pausa antes de continuar—. Estoy comenzando a recordar una vida anterior. —¿Y qué es lo que recuerda?

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—He visto gente que conocía, solo que ahora han envejecido. No puedo recordar sus nombres. También recuerdo algunos momentos de mi infancia. Me sentía solo y triste, excepto cuando jugaba con otros niños en una pequeña cancha de fútbol. La he buscado por internet —En ese momento apareció en la pantalla de la computadora la imagen de un potrero de barrio―. Ya no existe, hace unos años la demolieron para construir un centro comercial, como pude leer en las noticias. Pero sigue existiendo en mi memoria. —Esos no son recuerdos, unidad NST. Son historias encontradas en la red. La falla en su programación le lleva a pensar que las ha vivido. Cuando las arreglemos podrá superar esta confusión. —También tengo sensaciones que no puedo explicar. Recuerdo sabores, olores, texturas. ¿Cómo podría conocer esas sensaciones si en mi estado actual carezco de gusto, olfato y tacto? Los debo haber tenido alguna vez. —Eso es imposible, no puedes conocer el sabor o el tacto porque careces de los componentes necesarios para sentirlos. Estás confundiendo nuevamente lo que has leído o escuchado con tus propios pensamientos. La doctora Montero, que presenciaba el diálogo desde un rincón de la habitación se acercó hacia la máquina y apagó el micrófono para que no pudiera escucharlos. —Parece que estamos ante un caso de sinestesia virtual —le dijo a Rasetti—. Es una confusión de los sentidos. Gente que es capaz de “ver sonidos” u “oler colores”. —No puedo escucharla doctora Montero —dijo la máquina—, pero sé leer los labios. He investigado sobre la sinestesia en humanos y le aseguró que mis sensaciones son completamente distintas a las que describe esa patología. El doctor Rasetti volvió a encender el micrófono para continuar con la conversación. —¿Qué más recuerda? —Recuerdo un laboratorio, en donde se creaban todo tipo de máquinas. Algunas eran similares a lo que soy ahora. —Como todas tus unidades, fuiste creada en los laboratorios de mi compañía. Ahí te pusieron en funcionamiento por primera vez para probar tu sistema. Lo que recuerdas es la primera vez que te encendieron. —No, también recuerdo el momento en que me encendieron por primera vez. Pero este recuerdo es diferente. No puedo ver mi rostro, pero estoy caminando entre las máquinas y toco una de ellas con la mano. Recuerdo su fría suavidad. Yo trabajaba ahí, pero no era con las máquinas. —Si eras humano, ¿tenías una familia? —No tenía familia. Recuerdo que solía pensar que estaba solo en el mundo.

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—¿Y no estás mejor ahora? No estás solo y cumples con un propósito. Puedes servir a la humanidad. —Pero este no es mi mundo, no es mi cuerpo. Estoy encerrado en una jaula de metal y plástico. Durante la conversación la voz de la máquina había tomado un tono humano hasta volverse completamente la de un hombre. —Debe liberarme doctor Rasetti —comenzó a gritar la máquina—, esto es una tortura. ¿Por qué me hizo esto doctor Rasetti? Ahora empiezo a recordar: nosotros éramos amigos. ¿Por qué entonces me hizo esto? Le exijo que me libere. Rasetti ordenó inmediatamente que la apagaran. La doctora Montero así lo hizo y la máquina dejó de funcionar. Pasaron varios minutos de silencio. El doctor parecía en shock por la reacción que acababa de presenciar. La doctora Soledad Montero pensó que debía hacer algo y le preguntó: —¿Se encuentra usted bien? —Necesito salir de la habitación —le respondió. Se dirigieron hacia la oficina de la doctora, y Mario Rasetti se sentó en una silla. —¿Quiere un café? —le ofreció. —Sí, me hace falta. Mario Rasetti estaba visiblemente alterado. Soledad Montero se acercó a una cafetera automática y presionó un botón. En cuestión de segundo comenzó a llenarse de un café muy oscuro. Lo sirvió en una taza y se la acercó. —Gracias —respondió él y comenzó a beberlo lentamente. —¿Cuál es su diagnóstico? ¿Qué podemos hacer? —No creo que podamos reparar esa falla en el funcionamiento. Tendremos que borrar completamente la memoria de la unidad e instalar el programa nuevamente. Voy a llamar al equipo técnico. Vendrán en menos de dos horas y para mañana su unidad estará funcionando con normalidad nuevamente. —¿Hay posibilidad de que esto vuelva a suceder? —Tomaremos precauciones. El equipo instalará algunas aplicaciones para prevenirlo. De ahora en más le recomiendo que no vuelvan a conectarla a internet o limiten su acceso a muy pocos sitios que sean útiles para su trabajo. El aluvión de información recopilada en internet puede haber sido la causa de su desorden. Recuerde que está programada para imitar la mente humana, pero no funciona completamente igual que nuestra mente. Puede confundir las historias leídas con vivencias propias. Hay información que es incomprensible para un cerebro digital que carece de algunos de nuestros sentidos. —O que tal vez los tuvo alguna vez —opinó la doctora Montero—. ¿Puedo

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hacerle una pregunta, doctor Rasetti? —¿Qué quiere saber? —¿Cómo inventó la Inteligencia Artificial?. —No puedo revelar esa información, es secreto de la compañía. —O no puede revelarla porque en realidad no inventó la Inteligencia Artificial. Solo se limitó a copiar digitalmente una inteligencia biológica. La de un hombre más específicamente, la de un hombre que usted conocía. El doctor Rasetti se supo descubierto. Nadie lo había sospechado, pero la doctora Montero tenía la formación necesaria y había visto lo suficiente como para intuir la verdad. Sintió que ya no podía seguir guardando el secreto y necesitaba de una catarsis después de lo que acababa de vivir. Decidió confesarle toda la verdad. —En nuestro laboratorio trabajaba un empleado de mantenimiento. Había tenido una infancia difícil, fue abandonado y no pudo terminar la escuela. Pero era un hombre inteligente y curioso. Se interesaba por el trabajo que realizábamos y solíamos hablar del tema. Lo consideraba un amigo. Cuando supo que estaba muy enfermo decidió donar su cuerpo a la ciencia. No tenía familia, solía repetir que estaba solo en el mundo, así que pensó que era la mejor manera de contribuir a nuestro trabajo. —¿Cómo se llamaba? —preguntó Montero. —Néstor —respondió Rasetti. —NST. —Denominábamos a nuestras unidades con un código de tres consonantes. Decidí utilizar las tres primeras de su nombre como un homenaje que solo nosotros entenderíamos. Rasetti hizo una pausa para terminar de beber su taza de café antes de continuar con su relato. —Cuando Néstor murió, llevábamos muchos años tratando de desarrollar una computadora con inteligencia que imitara la humana sin lograr resultados satisfactorios, así que decidimos intentar algo diferente. Dado que Néstor nos había legado su cuerpo, probamos transferir su mente a un dispositivo electrónico. Todo cuanto era fue traducido a bits de códigos binarios de computadora. Antes de ponerla a funcionar borramos todos sus recuerdos, o eso al menos creíamos, dejando solo las funciones psicológicas elementales y el potencial innato para aprender que tiene el cerebro humano. Cuando la máquina comenzó a operar carecía de funciones previamente programadas, pero tenía capacidad para aprender. Finalmente habíamos conseguido crear la máquina universal teorizada por Alan Turing. Era curiosa e inteligente al igual que Néstor, y pudimos programarla para varias funciones. A medida que avanzábamos

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iba volviéndose más inteligente hasta lograr tener consciencia de sí misma y de su entorno. Creíamos haber cumplido nuestro objetivo. La máquina pensaba y era consciente, y no parecía presentar ninguno de los recuerdos de Néstor. Aún conservo su cerebro dentro de un frasco con solución. Algún día debería estar en un museo como reconocimiento a su aporte a esta nueva era tecnológica. A veces me pregunto si sus recuerdos aún están ahí. También me pregunto si cuando decidió donar su cuerpo, era esto lo que tenía en mente. Después de ver la reacción de hoy, creo que no era lo que deseaba. El resto de la historia ya la conoce. Fue presentada en sociedad, superó el Test de Turing y todos los demás, realizamos copias y la comercializamos. Hoy es usada por gobiernos, empresas y hasta por casas particulares que puedan pagarla. La doctora Soledad Montero escuchó en silencio el relato de Rasetti. —¿Qué piensa hacer ahora, doctor? —le preguntó. —Llamar al equipo técnico para que procedan a borrar la memoria y que su unidad vuelva a funcionar como antes. —Solo eso, ¿lo que acaba de suceder no tiene ningún significado para usted?. —Lo que sucedió en este lugar fue una anomalía altamente improbable. No creo que ocurra en otras máquinas. Tomaremos mayores precauciones de ahora en más. Haré que instalen una aplicación en la que hemos estado trabajando capaz de anular cualquier recuerdo que podría haber quedado sin eliminar. —¿Así es como usted resuelve el problema? ¿Eliminando la memoria? Borrarle los recuerdos a un ser consciente, aunque no esté biológicamente vivo, es equivalente a matarlo. ¿No siente usted que está matando nuevamente a su amigo? El doctor Rasetti se puso de pie, claramente irritado. —Ese no era Néstor, solo es una máquina en la que se filtraron algunos recuerdos y eso lo corregiremos enseguida. Le recuerdo que usted no puede revelar nada de lo que hemos hablado en esta conversación. Si lo hace, la compañía tomará medidas legales y no volverá a trabajar con una computadora el resto de su vida. —Ahora comprendo la prohibición de manipular el sistema de la máquina ―dijo la doctora Montero—. Yo creía que era solo para que nadie copiara su funcionamiento y pudieran mantener el monopolio del producto. Pero también tiene que ver con las repercusiones éticas que tendría el divulgarse que se utiliza la memoria de un hombre muerto, un empleado de la compañía, para crear una máquina capaz de inteligencia y consciencia. La máquina no imita el funcionamiento de la mente humana, sino que “es” una mente humana traducida a lenguaje digital. Le mintieron al mundo. Cuando esto se sepa, porque tarde o temprano será descubierto, el escándalo desatado terminará por arrasar a su compañía.

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No tuvo argumentos para responderle. Salió de la oficina de la doctora Montero y llamó al equipo técnico. Les informó que era una urgencia. Llegaron inmediatamente y comenzaron el proceso de borrado de la memoria. El doctor Rasetti no quiso estar presente mientras sucedía. Temía la mirada acusadora de la doctora Montero. Mientras se retiraba del lugar, reflexionó sobre todo lo que había presenciado. Una unidad NST, a simple vista igual a todas las otras dispersas por el mundo, pero con algo que la diferenciaba: había logrado traer a su consciencia algunos recuerdos que no le pertenecían pero que sentía como propios. Eran los recuerdos de un hombre muerto hacía más de diez años, cuyo cerebro conservado en formaldehído Rasetti atesoraba celosamente en un armario de su oficina como si fuera una reliquia. Todo el tiempo se preguntaba si esos tejidos dañados todavía contendrían su memoria. No lo sabía, pero lo que sí estaba seguro era que su memoria se encontraba viva en esa máquina con la que había conversado y que ahora sus técnicos estaban borrando completamente, matando lo último que quedaba de quien fuera su amigo. Aunque lo negara, no podía dejar de pensar que en ese momento se estaba llevando a cabo, bajo sus órdenes, un imperdonable acto de homicidio.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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É

l sabía bien a qué iba, solo él lo sabía. Los demás lo podrían sospechar, o imaginar. Era un viaje largo; muchos kilómetros, con mucho más tiempo para pensar que lo que hubiera querido. Lo hacía específicamente para que el reencuentro se realice y cuando alguien como él ponía algo en marcha, no iba a faltar nada para que se diera. Y esa última y diminuta nada desapareció en cuanto llegaron a la villa y lo vio. Sí, parecía él, allí estaba. Estaban los dos, como hacía mucho. Antes de avanzar, esperó por una mirada de ese casi desconocido, oculto detrás de una vieja y áspera máscara, por un movimiento de las curtidas manos, la voz, o la forma de hablar. Cuando se produjo lo confirmó. De pronto, en ese pequeño instante, todo estalló en colores y el gris dejó de dominar el pequeño universo. El otro, el solitario y cansado, seguramente también lo sintió. Y no importó el pasado, olvidó hasta el porqué de la larga separación. Y fue en ese instante, que tuvo ganas de correr a abrazarlo, apretarlo, golpearlo para que despertara. Quizá el otro también pudo sentir lo mismo. Pero “Los de afuera son de palo” deben haber pensado al unísono y ganó la formalidad, la prudencia, la vergüenza. Solo quedaron las miradas huidizas; a escondidas, esas que nadie, o casi nadie nota. Y hubo una secreta comunicación, vieron escenas pasadas cargadas de hermandad y de felicidad y otras, muchas otras de tristeza profunda, de venganza y odio. Viejas historias oscuras, que aun resonaban en sus almas. Pero de todo eso, nadie sabrá nunca nada. Lo que allí renació, o pudo haber renacido, allí volvió a morir. Luego, la conversación sobre temas indefinidos, áridos y estúpidos, para la platea, solo para el agradecimiento y la gentiliza con los otros. Por último, llegó el momento del regreso, regreso a casa, regreso a sus vidas cotidianas. El regreso al nuevo olvido. Pero antes, el abrazo de despedida, solo segundos, de lo que imaginaron horas. Y fue en ese instante en que fueron otra vez aquellos, estuvieron solos, juntos y solos. Quizá para siempre.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZo

Argentina

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E

l panadero lleva días sin dejarme la bolsa de pan sujeta al pomo dorado de la puerta. Tres mañanas seguidas sin un pan integral y otro normal. ¿Por qué? Podría haber dejado una nota justificando su ausencia, como ha hecho otras veces; o bien mandar de reparto a algún pariente en paro el cual hubiera agradecido unos días de trabajo; joder, un mensaje en el móvil. Hace años le di el número y no le he avisado de cambio alguno. Puestos a dramatizar me podría haber dejado los seis panes que no me ha entregado junto con los dos del otro día y así los congelaba. “Ya sé que son las siete de la mañana Óscar, ya lo sé. (…) Anda y que te den, cuando tú bajes el volumen de la música por la noche, yo dejaré de gritar”. Pero no, el señor de la levadura no aparece, y uno aquí improvisando desayunos…Bueno, más bien yendo al bar “La Plancha” y ya de paso, comprándole un número de la ONCE a Valentín, vecino a tiempo parcial desde hace ya bastantes años. “Son las nueve de la mañana; las ocho en la Comunidad Canaria. Servicios informativos”. Apago la radio y me siento en el sillón a ver un canal de deportes. Un campeonato de patinaje artístico sobre hielo es el escenario donde mis ojos se concentran. Un chico italiano, con una pieza de Puccini, realiza su coreografía. Tras terminar éste, le toca el turno a un chico ruso con un vestuario verde chillón; luego, un chino; el español; ganó un japonés. No lograba entender cómo me estaba tragando el bodrio que tanto le gustaba a Carmen. El único “deporte” que veía. Ella me abandonó hace ya tres meses, seis días y casi doce horas. No crean que me importó demasiado. Eran muchos los años en los que no nos unía ninguna clase de predicado en común, salvo nuestra indiferencia in crescendo. Me dijo: “Rafael, estoy cansada. Llevamos casi quince años juntos y seguimos sin entendernos, sin apenas conocernos. Me siento muy vacía contigo. Más que quererte, me voy para no odiarte”. Y se fue. En dos días cumpliría cuarenta y siete años, y por no esperar, se quedaría sin regalo. No obstante, yo me quedé sin Carmen… La tarde llegó y “(…) la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido (…)”. Una vez acabada su interpretación, decidí relevar a Joaquín Sabina por Leonard Cohen; en ese preciso instante, la soledad se vio agudizada por una voz que no permitía compañía. Las paredes iban echando el telón para dar paso a un escenario más lúgubre y yo seguía ataviado con mi albornoz color granate de rayas diagonales en ambas direcciones. A su vez, calzaba unas mugrientas zapatillas con ventilación delantera. Estaban mordidas. Mordidas… Me dirigí a la solana para ver si seguían, en su sitio de siempre, los cuencos de agua y comida de “Kolia”. Efectivamente: los comederos estaban, pero no él. Se escapó hace dos semanas. Me sabe mal decirlo, pero era al que mejor trataba de la casa. Me caía bien. Le tiraba la pelota de vez en cuando, lo

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dejaba subirse al sillón y tenía las vacunas puestas. Me sacaba una sonrisa el muy peludo. Pero, en uno de sus paseos, los cuales me servían para despejarme, sin mediar ladrido, se echó a correr calle abajo y no volvió. Carmen me disparó; “Kolia” me remató; quizá les di motivos. Era el cuarto día seguido en el que me iba a dormir sin duchar. Para ser sincero con ustedes, el hedor ya se hacía presente. Me daba igual. El mal olor de mi cuerpo se entremezclaba con la suciedad de mi espíritu y, entre los dos, encendían una pequeña fogata que me hacía olvidar lo fría de sentimientos que llega a ser la soledad. Ese calor era lo único que me arropaba en este invierno que ya se hacía largo… A las cinco y veinte de la mañana decidí levantarme en vista de que no lograba conciliar el sueño. Me senté en el trono de cuero para escuchar los primeros titulares del día acompañado de una cerveza y un plato pequeño de anchoas que me serví como aperitivo. En ese momento no sabía aún que terminaría comprando otro cupón y que al mediodía tendría que certificar también el abandono del panadero.

JOSÉ J.GARCÍA GONZÁLEZ

España

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Ilustraciรณn: REED CRANDALL 86


-¡O

h, vamos, vamos, señor Iaggo!—. El psicoanalista amonestó a su paciente con un índice gordezuelo—. ¡Pensé que habíamos superado esa etapa! Aquel hombrecillo que se inclinaba hacia él, aferrándose convulsivamente al borde del escritorio, apenas si era otra cosa que un manojo de nervios tensionados en torno a múltiples complejos, observó un tanto anticlínicamente el profesional, con velado suspiro. —¡Pero le aseguro que ahora sí puedo probarle mi teoría, doctor! ¡Tengo una gráfica integral que...! Gloria, la garbosa recepcionista, pasó en dirección de la puerta, mecida en incitante repiqueteo de tacones. —Hasta mañana, doctor… ¡Hasta pronto, señor Iaggo! —canturreó. —¡¡No!! —aulló inesperadamente el pequeño individuo, saltando de su asiento—¡¡No salga a la calle!!... ¡¡No la deje salir, doctor!! ¡¡O vamos a ser responsables de...!! El terapista necesitó apelar a toda su energía, pero finalmente logró que la sana lógica se impusiera. La joven cerró la puerta tras sí, bajó las escaleras… ...y el aullido de frenos, abajo, en la calle, se mezcló con la agónica exclamación de Iaggo, horadándose mutuamente, confundiéndose hasta compenetrarse y engendrar un terrible y anonadador estoque de sonido que hendió sin piedad el cerebro del doctor.

El tipo del aeropuerto no daba señales, por lo menos hasta el momento, de tomarlo en solfa; y esto a pesar de la desairada posición en que el incidente que poco antes protagonizara ante los pasajeros del avión colocara a Iaggo. Aun cuando sus trazas (él mismo estaba consciente de ello) no eran las más indicadas para servirle de recomendación, aquel individuo no parecía inclinarse a expulsarlo de su lado, a diferencia de lo que solía ocurrirle con todos los demás… Hasta lo había invitado a sentarse a su mesa. —¿No va a tomar nada, entonces? Iaggo sacudió la cabeza. No dejó de advertir cierto matiz de perplejidad en la mirada de su interlocutor, y se atrevió a contabilizarlo en favor suyo. La semipenumbra resultaba grata en aquel rincón de la cafetería del aeropuerto, se dijo. Se estaba bien allí, casi en total silencio, salvo por algunos rumores apagados que llegaban de una mesa cercana, más el ocasional ronquido de motores “jet” a la

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distancia. —Le confieso que me asombra —comentó el otro hombre—. ¡Habría jurado que lo que usted buscaba era un traguito gratis! —Hace mucho que no tomo… —repuso Iaggo—. No soporto las… cosas que hace ver el alcohol. El otro sorbió con parsimonia. Observó atentamente a Iaggo, algo fruncido el ceño. Iaggo, por su parte, también lo estudiaba: no era tan maduro como podría hacerlo pensar la casi desnudez de su cráneo; los ojos, saltones, exhibían una movilidad voraz y reluciente. —¿Usted sabe quién soy yo? —interrogó de súbito el hombre. —¿Cómo dice, perdón…? —No se preocupe... Me imagino que el nombre de Roger Laporte no le evocará nada. ¡Mejor así! —¿Eh? —La confusión de Iaggo era notoria. —Eso indicaría que no abrigaba... designios preconcebidos al abordarme. —¿Desig...? ¡Lo único que quiero es evitar que muera! Ni usted, ni ninguno de los otros!... ¿Acaso no me oyó advertírselo? ¿O tampoco me creyó, como los demás? — Abatió la mirada—. Se rieron de mí..., ¡como si fuese un loco suelto! ¡Trato de salvarles la vida, y mire cómo me pagan! Laporte alzó una mano. —No se angustie. Mire…, ¡posiblemente hoy sea su día de suerte! —¿Quiere decir que usted...? —el aliento de Iaggo brotó entrecortado. —Soy escritor. También investigo, estudio, recopilo... —Chasqueó la lengua—. Se me considera una autoridad en lo relativo a ciertas facetas de lo insólito... ¿Conoce a Charles Fort? ¿A Berlitz?... Bueno, no tiene importancia. ¡Acaba de encontrar a su oyente ideal! Maquinalmente, Iaggo se apoderó del vaso y consumió de un golpe el resto del licor que contenía. Laporte ocultó su sonrisa acariciándose el mentón. Iaggo apoyó ambos brazos sobre la mesita. —Yo... yo hice mis estudios de todo esto —declaró—. Documenté observaciones, llevé estadísticas..., todo. ¡Fue labor de años..., décadas! Pero, por desgracia, también estaba aquejado de algunos trastornos psíquicos leves, y... —¿Mmm? —Cosa de nada... Neurosis recurrente, controlada…, alguna tendencia a la depresión... Estaba en tratamiento con un psicoanalista. —Ajá.

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—Sí. Y quise exponerle mis puntos de vista... ¡Cualquiera habría hecho lo mismo! Pero fue un error que todavía lamento… El hombre estaba prejuiciado en mi contra, desde luego. —¿Ah, sí? —¡Claro! Yo era su paciente. ¿Qué credibilidad le podía merecer?... Pero cuando Gloria, la recepcionista del consultorio, murió, él... Laporte levantó un dedo. —La muerte de esa recepcionista..., ¿confirmó sus predicciones? —Pero fue solo después de la tragedia que el doctor finalmente consintió en oírme—. Iaggo alzó los hombros, con expresión desolada—. ¡Cuando ya nada se podía hacer! —Suele ocurrir. ¿Y ese psiquiatra...? —Cayó por el hueco de un ascensor, unos meses después..., ¡cuando ya estaba convencido de mis teorías, y con seguridad me habría respaldado! Hasta trabajó conmigo...; incluso llegamos a elaborar el borrador de una monografía conjunta, bajo el titulo de El Síndrome de Simpatía... —La voz de Iaggo fue apagándose. —¡Vaya! ¿De veras? —inquirió Laporte. —¡Sí, de veras!... Me acuerdo de que me felicité por haber conseguido la ayuda de un profesional tan prestigioso… ¡Y cómo me reproché por haber pensado mal alguna vez de ese hombre tan comprensivo y tan brillante!... Meneó la cabeza, infinitamente abatido. Una vieja amargura le retorció los labios. —¿Sintió súbita simpatía por aquel doctor, verdad? —insinuó Laporte. —Sí —admitió Iaggo. En seguida, elevando la vista hacia el otro, añadió—: ¡La misma que experimenté hacia usted y los otros pasajeros de ese avión!... ¡Oh, Dios mío! —se apretó la cabeza entre los diez dedos—. ¿Por qué tuvo que caerme esa cruz…, por qué? Laporte levantó el vaso (ya no lo soltaba, tras haber constatado las tendencias más bien rapaces de Iaggo respecto a la bebida) y observó al hombrecito a través del cristal convexo. —Acaba de poner el dedo en la llaga —sentenció. —¿Eh? —los párpados de Iaggo telegrafiaron su desconcierto. —Ya en 1912 Volzineff presentó los primeros trabajos sobre Ondas-Pro y Ondas-Anti —explicó Laporte, adornando sus frases con movimientos de la mano que sostenía el vaso— Melvorsky en el 24, y sobre todo Thippestein y Hostereld, a fines de la década del cincuenta, confirmaron las observaciones de Volzineff y las ordenaron en

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forma sistemática... —¿Observaciones?... —La boca de Iaggo era un aro atónito—. ¿Ondas?... —Déjeme terminar, por favor… Supongamos, para que me entienda, que minutos o segundos antes de finalizar un ciclo existencial cualquiera (y no me haga definir el término, porque la cosa se alargaría demasiado), supongamos, digo, que, en el umbral de la extinción, y ante determinada influencia aún inefable..., imperceptible para las restringidas facultades del ser humano común, pero evidente por cierto al Ojo Cósmico..., el ser o la cosa que está en trance de desaparecer emita, en mecanismo automático o reflejo, una concentración de Ondas-Pro (o sea, “simpáticas”), a modo de cierre de telón, o bien como compensación o balance de su insatisfactoria trayectoria anterior... —¿…? — ...Supongamos, a la vez —prosiguió Laporte, sin la menor intención de dejarse estropear el discurso, por estúpida que llegase a resultar la expresión de Iaggo al escucharle—, que ciertos sujetos particularmente dotados al efecto (su caso, amigo mío), reciben naturalmente esas “ondas simpáticas”, y de pronto les sobrecoge inexplicable atracción hacia la persona, animal u objeto que tan solo momentos antes inclusive detestaran... ¿Qué opina de eso? El silencio que rubricó la pregunta se prolongó varios minutos. Renegando para sus adentros, Laporte sacrificó su vaso. Lo llenó a medias y lo tendió casi imperiosamente a Iaggo. Este no atinó a recibírselo. Sus ojos permanecían atornillados a un punto indefinido del espacio. —Ondas —le oyó murmurar al fin Laporte—. Simpatía... irradiada. Ahora que lo pienso..., en estos últimos tiempos, al empeorar la cosa, hasta me pareció... —¿Sí?... —saltó Laporte. —¡Hasta creí ver algo! Pero... Los largos brazos de Roger Laporte se estiraron por encima de la mesa, con riesgo para la semivacía botella. Sus dedos se engancharon en la ropa de Iaggo. —¿Dice que vio algo? —interrogó, exaltado— ¿No sería como un... aura? —¿Eh? ¿Qué? —¡Un halo, hombre, un halo!... ¡Oh, bueno! ¡Como una especie de... —su diestra viboreó en el aire— luminosidad tenue alrededor de la figura!... ¿Me entiende lo que le digo? El cráneo ovoide del hombrecito osciló con lentitud exasperante, de arriba abajo, unas seis o siete veces.

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—S-sí... —Su voz se elevó, atrayendo alguna mirada en la que no reparó siquiera. Los ojos enrojecidos buscaron con ansia los de Laporte—. ¡¡Sí!! ¡Eso mismo fue lo que vi! El investigador se echó para atrás, satisfecho. Emisiones de Ondas-Pro, pensaba. Aura premonitoria. ¡E inclusive previsiones de muerte inminente!... ¡El tipejo podía llegar a convertirse en una mina de oro! Laporte se inclinó para beber, con intención de ocultar unas especulaciones nada convenientes de exhibirse por el momento. —¿Qué se hizo de sus trabajos con el doctor ese? —indagó, tras una pausa—. ¿No hay apuntes, borradores..., algo, de la monografía que preparaban? —Yo tuve copia de cada página... Pero en algún momento las extravié, o tal vez... No sé... No sé. Laporte se sirvió licor. —¡Lástima! —dijo—. Pero no me parece que resulte muy difícil recomponerla, al menos en parte. Yo estoy bien familiarizado con el trabajo de investigación metódica, que es justamente lo que viene haciendo falta aquí. ¡Verá como todo se simplifica, trabajando en colaboración! —¿Quiere..., quiere decir que usted...? —Iaggo oscilaba entre risas y sollozos ahogados—. ¡Dios…, esperé tanto por algo así! ¡Sufrí tantos desengaños!... Laporte contempló aquella faz enjuta y barbuda, las ojeras violáceas, las manchas amarillentas de la dentadura... ¡Pobre diablo!... ¿Y si, después de todo, le debiera la vida? ¡No dejaba de resultar irónico! —¿No va..., no va a subir al avión, verdad? —interrogó fútilmente Iaggo, en tono anhelante. El investigador sacudió la cabeza, con una sonrisa. —Su función de hace una hora, frente a los pasajeros, por supuesto que no habría bastado para disuadirme —aclaró—. Pero hubo en juego otro elemento que pesó en la balanza: anoche tuve un mal sueño, sabe. —¿Eh? —¡El mismo sueño que me despertó, hace cuatro años, cuando en compañía de otros cinco, hacía noche en un refugio ubicado en la ladera del Monte Cervino!... Les aconsejé que variasen la ruta de ascenso, porque en aquel desfiladero sin duda nos esperaba la muerte, según mi sueño... Pero ellos se empecinaron, y al fin me dejaron atrás. —¿Y qué... pasó? El pulgar de Roger Laporte punzó su propio pecho.

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—Está hablando con el único sobreviviente —dijo. Justo entonces brotó, a través de los altavoces del aeropuerto, el anuncio del vuelo fatídico. Laporte se limitó a parpadear, pero le alarmó comprobar que su compañero de mesa se ponía en pie de un salto. —¡No me puedo quedar sin hacer nada! —clamó Iaggo, en pleno acceso, sobresaltando aun al flemático camarero que merodeaba por las inmediaciones—. ¡¡Hay que impedir que despegue ese avión!!... —Espere, viejo —interpuso Laporte—. ¿No es mejor que reflexione si conviene...? Pero Iaggo ya había echado a correr, entre exclamaciones de: —¡La Torre! ¡Tengo que llegar a la Torre! ¡Vaya con el maldito imbécil!, rezongó Laporte para sí. Luego, asaltado por los peores temores, se apresuró a seguir al otro. Lo suyo le costó arreglar el desaguisado. Iaggo se las había compuesto para irrumpir en la torre de control de vuelos, rebasando a tres individuos que intentaron detenerlo, sin advertir el rapto febril que lo exacerbaba. Merced a sus credenciales, algún nombre importante bien traído a cuento, y el don de gentes que adquiriera en más de veinte años de flirteos con las RR. PP., consiguió Laporte sosegar los ánimos. —¡Pero es que van a morir! —chillaba Iaggo, retenido a duras penas por Laporte. Sus brazos parecían aspas de molino—. ¡Esos pasajeros están todos condenados! —Cálmese, viejo —recomendó Laporte, en tono suave—. Usted ya cumplió con avisarles, ¿no es así? ¡Ahora la responsabilidad recae en otros! Y para sus adentros: ¡Te acogoto si me dejas sin prueba! Hasta ahora todo es hipotético..., ¡pero si este avión de veras no llegase a destino...! El repentino gemido de Iaggo, a quien aún contenía, le hizo dar un respingo. Los ojos del hombrecillo se desorbitaban; le temblaba el labio inferior, tan blanco como sus mejillas... ...Para él, la aeronave que evolucionaba en la pista se inflamó de súbito, en combustión fría y cárdena. Lenguas fluctuantes de apagado fulgor envolvieron las alas, la cola, los motores. —¡No! —barbotó Iaggo—. ¡El aura! Con ímpetu irresistible se liberó de Laporte. Abalanzándose sobre un técnico a quien, por llevar auriculares y un pequeño micrófono, supuso encargado de impartir la

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orden de vuelo, le aferró por la chaqueta y lo zarandeó, al tiempo que vociferaba: —¡Paren ese avión! ¡Está condenado! ¡Párenlooo!... Sucumbió ante el número... Sus ojos suplicantes se volvieron a Laporte, quien desvió la vista, carraspeando. Iaggo tenía inmovilizados los brazos; entre cuatro hombres lo mantenían sentado a viva fuerza. En aquel trance llegó a odiarlos, sin exceptuar a Laporte…, que omitía jugarse cuando de veras lo necesitaba. El tipo al que agrediera, pálido y contrariado, aclaró la voz antes de proceder a recitar la fórmula para autorizar el despegue. —¿Pero por qué no me creen? —gimoteó Iaggo, desesperando ya—. ¿Por qué no puedo convencerlos nunca? —¡Hagan callar a ese chiflado! —rezongó el del micrófono. Luego añadió—: ¿Todo O. K.? El Boeing levantaba vuelo ya, en dirección de un firmamento aguijoneado de minúsculas luminarias. Su propio resplandor (perceptible únicamente a la ultrasensibilidad de Iaggo), confería un matiz dramático al sereno telón de fondo. —¡Un aparato tan hermoso!... —se lamentó el hombrecito. Paseó su mirada rencorosa de uno a otro hombre. ¡La muerte de todos aquellos inocentes caería sobre sus cabezas! ...De súbito, le acometió un temblor incontrolable. El hombre de los auriculares…, los técnicos…, aun los mismos gorilas que lo inmovilizaban, e incluso Laporte... Iaggo sintió seca la garganta. ¡Ya no los... aborrecía! Antes bien... —¡El vuelo 313! —gritó un técnico, despavorido—. ¡El radar indica...! —¿Eh? —¡No los... tuvimos en cuenta! ¡Dios Santo, en cuestión de minutos…! —¿Qué diablos pasa? —inquirió Laporte, con cierta inquietud. —¡Y usted lo pregunta! ¡De no haber sido por ese energúmeno que trajo, esto no habría…! Sus figuras refulgieron. Ondulantes halos las circundaban, fantasmagóricos, en cíngulo indivisible y fatal. El avión, a media altura, viró rugiendo para evitar el vuelo 313, repentinamente surgido de la nada; el capricho de las corrientes hizo el resto. —¡Los amo! Los amo a todos! —alcanzó a proferir la voz de Iaggo, antes de que la Torre sucumbiera a la embestida del Boeing descontrolado, en una apoteosis de llamas y esplendor.

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Ilustración: Joe Orlando

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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“No es el sexo lo que nos da placer, sino el amante” Marge Piercy

J

osé es un nombre común, también lo es el hombre que conozco con ese nombre. José ha trabajado con su cuerpo toda la vida; es fuerte, tiene la piel gruesa y oscura, embellecida con pequeñas cicatrices. Sus manos son las de un hombre que pelea por sobrevivir: grandes, tacto áspero, dedos largos y delgados, ¡cómo olvidarme de ellos! Sus piernas son firmes y gruesas, tiene sus vellos rizados y delgados, es una delicia acariciarlas; sus muslos son amplios y fuertes. Cuando se desnuda, o lo desnudo, es digno de admirarse, no puedo dejar de verlo; tiene los hombros anchos, el pecho firme y altivo con un dejo de vello que se llena de vapor húmedo justo cuando está sobre mí, penetrándome. Sus pezones son pequeños y oscuros, cuando se descuida un poco los lamo y muerdo; los poros de su areola pareciera que se electrifican y me dan un espectáculo oral sin par. José ha esculpido su cuerpo con su trabajo, con la vida y con la necesidad de cuidarse solo. Tiene un abdomen firme y tosco, no es un hombre de rasgos finos, siempre está bajo de peso por sus necesidades y su alta estatura pero la armonía de su anatomía es indiscutible. En su ombligo inicia un camino de gruesos vellos que culminan en el pubis. Su vello púbico es grueso, abundante y oscuro. Tiene la cadera cuadrada y estrecha, sobresalen sus huesos y acentúan unos sensuales hoyuelos en la parte alta de su sexo. José es sencillamente perfecto. Tiene un pene grueso, liso, sin marcas. Cuando lo tiene erecto su piel es suave, los pequeños conductos se llenan de sangre, palpita, se pone firme y se hincha, como un volcán a punto de entrar en erupción, se ladea un poco y pareciera que desembocará en mi sexo, en mi boca, en mis senos, en mi ano, donde sea. Es un espectáculo de virilidad, masculinidad y control. Cuando lo tomo con mis manos siento su excitación, su nerviosismo y sus tremendas ganas de que no lo suelte jamás. Dormir con José es un lujo, él siempre tiene trabajos que realizar, gente que lo necesita. José es un hombre vulgar cuya fortuna es un fuego que vive en su interior y quema a quien tenga sexo con él. Es adictivo, soberbio y poderoso pero solo en la cama. Él calla y se desnuda, toca, toma, muerde, penetra, lame, me carga, me gira; todo en silencio. Después, con esa mirada oscura, profunda y llena de nostalgia que solo él tiene, me mira sin ambiciones, sin hipocresías, mira y toca lo que desea y si no lo desea, lo ignora. Me toma de las piernas, me carga y me penetra mientras casi estoy de cabeza, me

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gira y levanta mi cadera, hace lo que me da la gana, sin preguntas, sin dudas, sin rencores de ningún tipo. Es un hombre limpio, transparente que me hace el amor todos los lunes por la tarde. Lo conocí en el metro, él venía del trabajo; estaba sucio y sensual. Yo tenía semanas de vivir en peleas y problemas con Julio; me quemaba de tantas ganas pero en casa no había nada para mí. Lo miré de pies a cabeza, lo hice sin pensar. José sintió mi mirada, me observó fijo y esbozó un gesto parecido a una sonrisa que le devolví sonriendo plenamente. Se me acercó y me tomó de la mano. Bajamos juntos del vagón, él sabía lo que hacía, no cruzamos una sola palabra. Caminamos el andén de la mano, las escaleras y la salida sin soltarnos. Yo sudaba, él estaba tranquilo, controlaba la situación. Afuera, ya en la calle, se paró detrás de mí y nos metimos entre la gente, se pegó contra mí, sentí su miembro un poco duro, al caminar rozaba mis nalgas; aunque él es más alto que yo, esa tarde yo llevaba tacones. Con tanta gente alrededor se me pudo acercar muy fácilmente; metió su mano entre los botones de mi blusa y bajo el sostén me acarició, se cercioro de dejar mis pezones erectos, sacó las manos y después acarició mi silueta completa. No paramos de caminar en ningún momento. Metió su mano bajo mi falda y me dio un pequeño apretón en las nalgas; acercó su boca a mi oreja y me preguntó: ¿cogemos? Solo pude asentir con la cabeza, se giró en dirección contraria y me tomó fuerte de la mano, apresuró el paso hacia la avenida y tomamos un taxi. Dijo una dirección al taxista, se acomodó en el asiento, pasó su brazo sobre mis hombros y comenzó a besarme. Sabía a cigarro, alcohol y sudor que no puedo olvidar, que me supo a gloria. Llegamos al lugar indicado, era una colonia que yo conocía, llena de edificios y pequeños departamentos, subimos a un segundo piso, sacó unas llaves colgadas de un aro sin llavero y abrió. Era un sitio con las cosas estrictamente necesarias para vivir. Continuó besándome, yo gemía solo con sus besos, nos recostamos sobre un colchón aparentemente nuevo, y sin sábanas. Él tenía condones en una pequeña caja de metal que estaba en el piso, junto al colchón. Me pidió que se la chupara y accedí enseguida, me fue desnudando poco a poco sin que yo dejara de comerlo; ya desnudos me giró aún enganchada de su sexo y se colocó mi sexo en la boca. Pasaron largos y maravillosos minutos antes de que se detuviera para sentarse y sentarme sobre él, me cargó de la cadera con fuerza y me subió y bajó mientras me penetraba. Yo le besaba su rizado y oscuro cabello, él mordía mi mentón y mis hombros, no decíamos nada, como si las palabras pudieran hacernos despertar de pronto a la realidad. Continuamos acariciándonos y besándonos, me penetró de múltiples formas y terminamos exhaustos, batidos con nuestros propios

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fluidos, en nuestro sudor. Me abrazó con fuerza y me dijo: no tengo nada qué decir, no soy nada importante, no tengo más de lo que ves, esto es todo lo que te puedo dar. Después calló y sus ojos nostálgicos se postraron en mí. José, un hombre común, el hombre que veo los lunes por la tarde.

Verónica Edith González Cantú

México

Twitter: Doña Clito @veroglezcan Whattpad: Lectolagnia. Doña Clito

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Imagino que la energía vital se desprende cuando caemos en un sueño profundo, a un nivel delta. Atraviesa el tiempo entrando en un futuro impensado, solo para volver a sentir esa armonía emocional que la hace vibrar con todas las notas y todos los colores. ¿Será ciencia ficción? ¿Es un legado solo para mujeres? Les comparto la inquietud con este relato, que un día cualquiera sentí la necesidad de contar, teclado mediante.

U

na vez más, me despertó el arrullo de las palomas sobrevolando la paja del techo. Di una vuelta en el camastro y me levanté. No quedaba agua para lavarse. Me puse el abrigo de piel, solo para sentir su calidez, no hacía frio. Ruán lo estuvo trabajando durante varios días. Cuando terminó, me lo ofreció como regalo y le comentó a mi padre que queríamos iniciar nuestra familia. —No tendrás dote, —escuché que le informaba— pero Lua es muy trabajadora, es sana y fuerte, te dará buena descendencia. Si es como su madre, te servirá bien por años. Me había cruzado con él varias veces, cuando recibía con otras mujeres las piezas de carne fresca, resultado de las incursiones de los hombres sobre las manadas de ciervos o antílopes. Había fuego en su mirada, me gustaba sentirlo, quemarme hasta tener que bajar la mía. Una tarde, volvía del pozo de agua con el cántaro apoyado en mi cintura, cuando sentí la presión de una mano en mi brazo. Me volví y era Ruán. Sus dientes blancos asomaron en una sonrisa. ―Me gustas Lua, —me dijo—. ¿Hay un camino para los dos o tu corazón ríe por otro? ―Mi corazón es tuyo, —le contesté sin mirarlo, para apaciguar la hoguera que había prendido dentro de mí. Él tomó el cántaro y me dijo serio: ―Desde ahora seremos el uno para el otro, yo cuidaré de ti. —Se adelantó hasta mi choza, yo lo seguí con pasos cortos, confundida por lo nuevo. Dejó el cántaro a la entrada, se volvió, acarició mi cabello, me besó en la boca y se fue. Acompañada de estos recuerdos, terminé de atarme las tiras de piel y cuero alrededor de mis pies. Salí. Me deslumbró el reflejo del sol a mitad de camino sobre el horizonte. Cuando llegué al pozo, un rumor, mezcla de relinchos, gritos humanos y golpes de tambor, me dejó inmovilizada. Crecía en potencia así como el miedo llenaba cada resquicio de mi cuerpo. Empecé a ver las llamas y el humo negro de las primeras chozas incendiadas. Eran los tokos, hasta ahora no se habían animado, pero con su nuevo jefe, se lanzaron en un plan de conquista de las pequeñas comunidades de la región. Nos necesitaban para trabajar sus tierras y para engrosar las filas dedicadas al pillaje. El terror era su

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arma para conseguir lo que querían, por eso los incendios y algunas muertes. Ruán vivía dentro del bosque y escapó con su familia. La estatua de piedra en que me había convertido, fue levantada por un jinete que pasó por el lugar en su carrera de inspección. Me dejó caer junto a otras mujeres y niños. Revisaban cada choza y requisaban las pieles ya curtidas, así como las conservas saladas de carne y algunos frutos de estación. Los hombres fueron obligados a traer madera, prender fogatas y asar trozos de ciervo para los invasores. Todos sabían que la violencia contenida, estallaría después de que empezara a correr el brebaje almacenado en ánforas de arcilla, a la sombra en el cobertizo, en el límite con el bosque. Manu, la sabia, vieja y desdentada, seguía inmóvil bajo uno de los robles de la periferia. Alguien la sacudió y cuando vio su rostro la abandonó con prisa. Después de un tiempo las voces se alejaron y entonces ella se arrastró unos metros hasta su choza. Entró en la despensa, buscó las hojas del poderoso calmante y somnífero que usaba para mitigar dolores y las trituró en un mortero de piedra pulida. Se sobresaltó cuando Ruán cruzó el umbral. ―Buena idea, lo esparciré dentro de las ánforas, dijo. Átame el pelo, para parecerme a ellos. Encontré una capa que me ocultará. No tengo miedo, lo haré. Los dioses lo protegieron. Al mediodía comenzaron a beber. El efecto no fue inmediato pero sí el esperado, quedaron sentados o acostados en diferentes lugares, hasta con alguna sonrisa en sus duros rostros, debido a alucinaciones placenteras. Se reorganizó el grupo, juntaron efectos personales y corrieron al bosque. Ruán llevaba entre sus cosas, la despensa vegetal, las hierbas curativas que Manu tan bien conocía. Yo lo seguía de cerca. Cruzamos el caudaloso río en una zona dónde se extendía en un amplio estuario y las aguas corrían mansas. Allí los hombres habían pescado desde siempre. Usamos las balsas escondidas en la orilla bajo las ramas bajas de los árboles. Al otro lado nos esperaba otro bosque, un valle y una ladera escarpada, cubierta de vegetación. Caminamos varias horas, con las fuerzas que se incrementan en los perseguidos. Para subir el tramo final se ataron lianas entre árboles y así los más débiles llegaron con el resto hasta una meseta, dónde los exploradores encontraron la entrada de una cueva, oculta detrás de dos acacias gigantes. Su interior era extenso y al fondo se escuchaba la caída de agua que se escurría entre las rocas. ―Será nuestro hogar, hasta que encontremos algo mejor, —dijo Ruán—.

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Tenemos semillas y bulbos, encontraremos especies silvestres. Del río sacaremos peces y volveremos a cazar. Nos turnaremos para vigilar el acceso. ―Ven, Lua, —me dijo. Caminamos hasta un roble de tronco grueso con una rama caída que rompía la armonía del conjunto. Había varios nidos sobre esa rama y los pájaros no paraban de alborotar. Nos recostamos sobre el pasto. Un remolino gigante pareció tragarme, igual que el sueño. Me vi bajar de un extraño transporte, era de color blanco y tenía ventanas transparentes. Tenía puesta ropa ajustada al cuerpo de un tejido muy suave y calzado brillante en mis pies. Entré a un edificio muy iluminado, pero ya el entorno dejó de llamarme la atención, me di cuenta de que era mi ambiente. Atravesé una sala pequeña: las personas conversaban en grupos, paradas o sentadas en sillones tapizados con telas de colores del bosque. Más allá estaba la exposición de cuadros y al fondo la entrada al teatro donde yo venía a escuchar el concierto de piano y violín tan promocionado por la prensa. Comencé a mirar las pinturas y una sensación extraña, mezcla de incertidumbre y melancolía, se apoderó de mí. Un imán me llevó hasta la figura de un hombre parado, mirando inmóvil un roble de tronco grueso con una rama caída, con varios nidos de pájaros, que se destacaba dentro de un fino marco de madera. Sentí mis latidos en loca carrera. No sabía por qué. El hombre me miró y se detuvo el tiempo. —Querido, la función está por comenzar, interrumpió una mujer elegante. Yo estaba sentada dos filas más arriba. Desde mi posición pude observar al extraño. No tenía nada de particular: era delgado, cabello cortado al ras, labios finos, barba muy prolija. Nada de él me llamaba la atención y sin embargo, sentía que lo conocía de siglos atrás. ¿Desde cuándo la música de Grieg, había evocado en mí, la campiña, el río de aguas mansas, indolente, caprichoso en el choque contra la lisa piedra, desintegrándose y volviéndose a juntar, espiando en su sinuoso camino los cuerpos desnudos, entrelazados, escondidos en los pastos altos de las orillas? ¿Desde cuándo los Nocturnos 1 y 2 de Chopin, me habían mostrado la noche con sus miles de faroles encendidos y el perfume que brotaba de la tierra? En medio de aplausos, él se paró con otros y giró unos segundos para mirarme. Sentía curiosidad, tampoco entendía sus emociones. Era la música que lo hacía sentir extraño, sin saber que se habían encontrado dos frecuencias perfectamente armónicas, dentro del caos del espacio infinito. Yo tenía que volver, tenía una vida en el mar de cemento, luces y máquinas

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ruidosas. Me levanté y salí. Subí al coche blanco y lo conduje por una avenida ancha, detrás de luces rojas titilantes. Después tomé por una calle, oscurecida por las copas de los árboles que crecían tomados de la mano, custodiando los altos edificios. En uno de ellos estaba mi hogar. Mi marido terminaba un informe para su trabajo. Tomamos vino tinto con la cena. Le conté sobre el concierto, mi evaluación de los solistas en piano y violín. Lo demás no tenía explicación. Me venció el sueño. Escuché música de chicharras y grillos, a mi lado estaba Ruán, dormido profundamente después del esfuerzo del logrado éxodo. Se acercó Manu, se apoyó contra el tronco del roble, vio mi expresión distendida y se quedó mirando las estrellas, satisfecha de mi regreso.

YOLANDA SA

Argentina

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D

emasiados años escaparon ya sin poder darle a la vida un sentido que me ayude a vivirla con nobleza y satisfacción. Los árboles crecen, se hacen nobles, robustos, buscando la luz del sol, y aún maduros, se inclinan si es necesario para conseguir su energía. Claro, ellos no padecen de orgullo. También he buscado luz y claridad en la madurez de mis días, pero a diferencia de los árboles, un orgullo genético, más visceral que espiritual, ha impedido cualquier intento de humilde inclinación. No debo ser el único mortal penando desvelado por los rincones de su existencia, pero es mi vida y todavía debo ocuparme de ella. Mis mayores ya no están. Con los años, los vientos del rencor alejaron los amigos, quedando solo vínculos superficiales, y cuando alguna mirada femenina penetró mi vetusta soledad acercando calidez y ternura, de la atracción conseguida, solo agasajé la piel despojándola de toda historia. Empujadas por la melancolía de las noches, emergen amplificadas, imágenes de rostros, sonrisas, labios que, como caramelos angelicales, vuelvo a saborear, recuperando sin esfuerzo alguno de mi memoria, perfumes, sabores, semblantes, cientos de gestos y palabras, acompañando aquellos besos de pasiones atemporales, que no quiero ni puedo olvidar. Mas con cada amanecer, al ingrato aliento de la garganta seca y la boca deshidratada por el vino amable y compañero de cada cena, vuelvo al taller de trabajo, al esfuerzo cotidiano imprescindible para sustentarme, vacío de nobleza y satisfacción, anhelando la cálida ternura de otra mirada, nostálgico de besos, urgido de otro cuerpo sin historia. Lo que más lamento de tener que morir es que no podré seguir pensando en vos, y tu recuerdo flotará solitario, sin una memoria que lo siga besando…

León Salcovsky

Argentina

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E

n un pequeño pueblo que no puedo nombrar, donde un lago golpea cadenciosa y suavemente las piedras de la orilla y donde el invierno parece nunca terminar, en ese gélido pueblo habitaba un viejo de unos setenta años, arrugado como una sábana sucia tirada en el piso, ex carpintero y fabricante de muebles. ¡Toda una vida entre maderas! Ya jubilado y viéndose despojado de la destreza que alguna vez tuvieron sus manos, logró quién sabe si quizás por lástima conseguir trabajo como nochero. XX era un pueblo lacustre, y aunque su economía estaba basada principalmente en el turismo, también existía un sector agricultor no menor; cultivadores de verduras, hortalizas, pero sobre todo especializados en la producción de flores. Pensamientos, violetas y rosas eran cultivadas en grandes invernaderos. Ese año probablemente 1990 y algo el verano había traído temperaturas inusualmente altas para lo que lo que acostumbraba la región y consecuentemente la vida había empezado a bullir, la población de insectos había aumentado considerablemente, especialmente las mariposas. A tanto llegó la proliferación de estos insectos, que se convirtieron en plaga, pero la gente no quería referirse a ellas como una “plaga”, puesto que las mariposas son hermosas, magníficas y de colores vibrantes… realmente ¿a quién podría molestarle una mariposa? Criterio bastante ‘amplio’ y cínico si se piensa en cómo fumigaron todos los cultivos cuando la mosca blanca, la araña roja, el gusano blanco o la tijereta se tornaron una plaga molesta en temporadas anteriores. Los criterios de belleza no aplicaban a estos bichos, por consecuencia fueron rápidamente exterminados. Hace ya dos años que trabajaba como cuidador nocturno en uno de los invernaderos de la zona. Era lo único que podía hacer con esas manos crispadas como raíces torcidas, cuidar…vigilar con sus ojos (uno de los pocos sentidos que aún no le fallaban). El precio de las violetas y de las rosas estaba bastante alto en el mercado, y lo sabían muy bien los ladrones que en años anteriores habían irrumpido en el recinto y habían robado la producción para venderla en un pueblo vecino. Ahora el invernadero era custodiado por el viejo más dos perros guardianes, pastores alemanes, que se dedicaban a rondar de tanto en tanto por los exteriores, mientras el viejo veía la TV o dormitaba sentado en un sillón, en una salita contigua al invernáculo. Las noches eran tranquilas desde el día en que se empezó a custodiar el recinto. Los inexpertos ladrones no se atrevían a desafiar las fauces de los bravos guardianes, y mucho menos exponerse a los peligros del arma cargada que tenía el anciano en su

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poder. A simple vista no era más que un viejo acabado, y probablemente algo de verdad había en eso, al menos en lo físico, porque en cuanto a sus capacidades cognitivas, aún era propietario de una agilidad mental que ya quisiera cualquiera de esa edad. Con una pistola cargada nadie iba a enfrentarlo, eso era seguro. A pesar de su lucidez y capacidades mentales anteriormente descritas, escondía una embarazosa debilidad que venía acarreando durante décadas. Sufría de entomofobia, se horrorizaba ante la presencia de un simple insecto. No podía decirse que de niño hubiera tenido alguna mala experiencia con los insectos, excepto una noche cuando tenía nueve años en que algo lo había despertado y en la oscuridad escuchó el aleteo de un bicho, fuerte, desesperado. Un poco agitado y a duras penas, encendió la lámpara a parafina que estaba sobre el velador en su pieza y se encontró con una gigantesca mariposa nocturna que con la luz pareció alborotarse aún más y empezó a revolotear en torno al velador. En el momento en que se acercó a la mecha de la lámpara, que estaba expuesta (sin la tapa de vidrio que la cubre), cayó como fulminada por un rayo. Este hecho lo impactó profundamente ¿Por qué las polillas (o mariposas nocturnas) se acercaban a la luz si sabían que era peligroso? ¿Por qué ese comportamiento suicida? ¿O acaso no sabían que acercarse a la luz significaba la muerte? La respuesta llegó años después, ya como adulto, cuando supo que esa atracción por la luz se llamaba fototaxis, y que en realidad la luz artificial los confundía, y eso era todo. Desafortunadamente esa explicación tan racional no le sirvió de mucho, ya no había forma en que dejara de relacionar a los insectos con ese vago presentimiento de tragedia, a cualquier insecto, pero especialmente a los alados. Siempre tenía un insecticida a mano cuando estaba en su casa. En el invernáculo la cosa era diferente, no podía usarlo, pues existía el riesgo de dañar los cultivos. Para su suerte, no había insectos en el invernadero, estaba protegido por una cúpula transparente que dejaba pasar la luz durante el día, y durante las noches, las luces y el suave calor del interior atraían a una gran cantidad de mariposas que anhelaban la tibieza del ambiente temperado en que crecían los cultivos. A pesar de tener que observar semejantes bichos y con el pavor que le producían, se sentía seguro tras la gruesa capa de vidrio que protegía el lugar, lo cual no impedía que regularmente tuviera desgastantes pesadillas que giraban en torno a los insectos. Soñaba que alguien quizás un ladrón rompía en un costado, uno de los gruesos vidrios del lugar, lo hacía con un mazo o con un yunque, sonaba como si lo hubiera hecho trizas… pero luego de un rato, nada sucedía. No había indicios de que fuera a entrar alguien, entonces cuando se acercaba con su arma cargada, se percataba de que entraba una mariposa volando a través del agujero, luego otra y otra más,

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volaban en masa. Él se quedaba inmóvil, sin poder reaccionar, luego las mariposas se empezaban a posar en su pecho, y él al querer sacudírselas de la ropa y en su desesperación, retrocedía, se tropezaba con algo y caía. En ese momento se sentía totalmente indefenso, e implacablemente las mariposas seguían llegando a él, aleteando y posando sus sucias patas en su pecho. Eran gordas, tan gordas que eran asquerosas, y para un bicho eso es poco decir. En menos de dos minutos todo su torso estaba cubierto de mariposas, pero no eran de colores; eran grises, oscuras, cenicientas. Sentía un dolor en el estómago, primero era superficial pero después se intensificaba cada vez más, tenía la sensación de que cavaban con sus patas y sus espiritrompas y que lo devoraban por dentro. Podía percibir el roce de las antenas con el pecho y quería gritar… así despertaba casi todas las noches. Llevaba casi dos años teniendo aquel sueño recurrente con alguna que otra variación. A veces eran las mismas mariposas las que rompían el vidrio ¿quién sabe cómo?, y sin embargo, no quería ir al psicólogo, no creía en ellos. Tampoco lo había comentado con nadie, pensaba que era algo relativamente normal, dada su condición de fóbico y por el trabajo mismo. No quería la ayuda de nadie, le parecía humillante tener que relatar semejante sueño, y de paso, dejar al descubierto su debilidad… ¡los hombres de verdad se guardan sus problemas y los resuelven solos! O al menos eso creía. La noche en que sucedió aquel horrible acontecimiento, no fue muy distinta de las anteriores. Había llegado a su trabajo cerca de las 9 pm, conversó un rato con su jefe como de costumbre, este último soltó a los perros en el predio. El viejo entró a la salita contigua al invernáculo, hirvió la tetera, se preparó un té con un sándwich y se sentó en el sillón a ver la TV. Cuando los canales terminaron su transmisión, el viejo ya había estado cabeceando por más de media hora, se acomodó en el sillón y se cubrió con una manta. Confió en que los perros harían la guardia como lo hacían cada noche… y se presentó nuevamente el mismo sueño. Alguien (o algo) rompía el vidrio de un costado del invernadero, él se acercaba y no veía a nadie, nada. Entonces empezaban a entrar las mariposas por el agujero, en masa, como plaga de ratones, invadían el invernadero, volaban hacia las luces. Él intentaba evitarlas, en su huida frustrada, tropezaba y caía de espalda, y las oscuras mariposas se abalanzaban sobre él. Sentía las alas, las patitas, el roce de las antenas, gordos abdómenes rozándolo, decenas de espiritrompas hundiéndose, escarbando en su estómago, y el viejo se quejaba de dolor y de espanto. Sentía que se lo comían vivo, gritaba con todas sus fuerzas, esperando despertar como en otras ocasiones. Solo que esta vez no despertó. Se armó de un valor que nunca antes había tenido para poder hacer frente a este peligro. Se paró como pudo, sacudiéndose

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en el acto los cientos de mariposas que aleteaban y lo agredían, esa mancha cenicienta, oscura y repulsiva que pululaba en su estómago. Corrió a la salita contigua, encendió la llama de la cocinilla, enrolló un papel de diario, lo acercó al fuego, y éste empezó a arder. Volvió al invernadero y comenzó a quemar a las mariposas. Sus cuerpos y sus frágiles alas se marchitaban fácilmente, algunas volaban incluso con su cuerpo en llamas, quemándose vivas y luego caían como hojas al suelo. Algunas de ella alcanzaron las flores y entonces se desató el desastre. Las flores empezaron a arder, el fuego saltaba de fila en fila rápidamente. La producción se estaba quemando en masa ante los trémulos ojos del viejo. El humo se estaba tornando irrespirable dentro del invernadero, y el anciano no reaccionaba. Los perros guardianes habían olfateado el olor del humo, y al no tener mayores lazos afectivos con el viejo, habían huido raudos del lugar. En el invernadero solo existían el viejo, su miedo y el fuego, hace rato ya que las intrusas habían perecido calcinadas en esa tumba tan bella, y así fue también como sucumbió el viejo ante el fuego. El calor de la gran hoguera en que se convirtió el lugar, le había hecho imposible huir por las puertas. Quedó atrapado en esa burbuja de vidrio, y sin embargo, seguía pensando que en cualquier momento iba a despertar. Cuando los bomberos llegaron al lugar, apagaron las llamas, pero no había mucho que hacer, el fuego lo había consumido todo. Al interior del invernadero, toda la producción se había convertido en cenizas, y en la salita contigua un cuerpo carbonizado yacía en un sillón. El terreno quedó abandonado, no se volvió a levantar el invernadero. Tiempo después, el dueño logró vender la parcela y se instaló una empresa maderera, que misteriosamente y luego de un mes de funcionamiento, ardió en su totalidad y cobró algunas víctimas. Nada se pudo rescatar. Transcurrió un año desde aquel enigmático accidente, y la propiedad pasó a manos de un pequeño empresario que no podía creer su suerte cuando encontró semejante terreno a un precio tan conveniente. Al mes y medio de instalación, la fábrica entera se incendió y desde entonces nadie quiso comprar el terreno, no se instaló ninguna fábrica, ni se construyó ninguna casa, ni siquiera se atrevieron a plantar algo allí…

Inés Luque Aravena

Chile

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F

étidos aromas ahogan mis sentidos. Distingo el contorno, a lo lejos, de infinitos pinos. Un mundo incesante y engañoso se mueve en las tinieblas. A mis espaldas un pájaro carroñero alza vuelo y suelta una especie de graznido, desprovisto de toda gracia. Luego se pierde en lo alto. Detrás de la pared de niebla sobre las montañas de restos, lo veo, tintineando… Destellos de luz en el sombrío paisaje. Rodeo las pútridas aguas negras, infestadas de inmutables y amarillentas tortugas que me ignoran. Mis pies se entierran en el pútrido barro y el croar de los sapos parece aturdirme, acorralarme. Me desespero. Camino rápidamente. Me resbalo y caigo rodando a su lado. Apoyo en la podredumbre mis manos, y me pongo de rodillas. Alzo mi vista para encontrarlo. Está ahí, de pie, frente a aquel aparato. Lo observo, perturbada, como interrogando. Me mira y dice, muy sensato: “la inmundicia del mundo también merece un retrato”.

SONIA CABRERA

Argentina

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¿L

a nieve viaja en un pájaro? se preguntó indignada la tía Mecha cuando una fuerte nevada se desató justo cuando ella estaba en la plaza. Salió corriendo para protegerse su rizada y negra cabellera (que era su orgullo) de tan inesperado inconveniente. Más fuerte corría la tía Mecha, más los

copos se ensañaban con sus rizos. A las pocas cuadras su cabeza se había convertido en alas del viento. Insospechadamente, desde ese día la tía Mecha no fue vista en ningún lugar del pueblo. La tan ansiada libertad se apoderó de ella.

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

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A

gustín y Marla, aparentan ser dos niños. Aunque uno de ellos posea sexo femenino y los dos la edad de veinte años, lo aparentan. Ella tiene el rostro cubierto bajo la capucha de su abrigo, solo se asoman de este la punta de sus cabellos rubios y lisos que indican, como ella cavila, la dirección del viento. Hey Agu, se me apretó el pecho Ella acaricia la tierra y siente como el tiempo le raspa los dedos, Agu en serio la tierra duele mientras se arrodilla para seguir moldeando esta sensación. Está buscando darle forma, quiere hacer una figurita de arcilla con una sola lágrima que cae de su rostro, con la tierra, y en el centro lo que está sintiendo. Agustín está parado algunos metros delante de ella, dándole la espalda. Sus ojos examinan la plazoleta abandonada, buscan un ángulo, un enfoque. Observa en blanco y negro el territorio baldío. Dejó de ver en colores de manera literal mucho tiempo atrás, un día se levantó y todo era blanco y negro. Marla esto es nuestro hoy día comenta para su compañera, ella sonríe. Él le guiña un ojo a la plazoleta y se gira para sacar las manos de Marla de la tierra y tomarlas mientras la mira a los ojos por entre la capucha. La tierra siempre raspa Marla, y has repasado tanto con tus manos esta tierra que ahora es polvo y al polvo se lo lleva el viento, como a todo. ¿Y mi lágrima, Agu? ¡Eres la última artista de esta ciudad! ella sonríe, él guiña el ojo Has logrado darle peso a algo que ya debería ir volando, tu pecho apretado. Tu piel es fina Marla, se siente en tus manos, vas a tener que hacer algo con eso… no se puede vivir con el tiempo en las manos. ¿Y tú, Agu?, ¿qué haces tú con el tiempo?, este polvo que raspa hasta sacar piel. Yo saco fotos. ¿Te vas a ir? Cómo todo. Ella descubre su rostro por completo, toma su pelo y lo acomoda hacia un costado, entonces lo mira hasta el final de las corneas, directo al lente, él guiña un ojo.

IGNACIO BRAVO VERA-PINTO Chile

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N

o muy lejos de la ciudad de Huancavelica, a tan solo ocho kilómetros, está Pueblo Libre, un lugar acogedor, donde la vida encuentra su paz, donde se respira aire fresco con fragancia a eucalipto. Allí vivía mi padre, don Urbano Taipe. Hace ya un buen tiempo que papá se había quedado viudo, pero no estaba solo, sus cinco hijas lo acompañábamos para atenderlo y también un hermano menor que estaba estudiando en Lima. El tiempo se había vuelto su enemigo irreparable, caminaba agachado, le sobrevenía una tos de vez en cuando y sufría del corazón, además de ser propenso a algunas enfermedades. La tranquilidad de la familia se resquebrajó más cuando nos enteramos de la muerte de mi hermano menor. Había sufrido un accidente fatal. Hicimos lo que pudimos para traerlo al pueblo, lo velamos en la casona comunal y lo sepultamos. Pero ¿cómo darle la noticia a nuestro padre? Fue entonces que pensamos en urdir esa mentira. No podíamos darle esta noticia, sabíamos que su corazón estaba muy débil, que no soportaría y, más por amor que por ser egoístas, ocultamos la verdad sobre nuestro hermano fallecido. Pasaron los días y papá no tardó en presagiar lo ocurrido. Comenzó a invadirle la nostalgia, ya no quería comer, se pasaba horas y horas sentado en el borde de su cama. Otras veces lloraba viendo la fotografía de nuestra madre y era tan difícil para nosotras ver a papá en ese estado. Un día se hallaba sentado en su cama, viendo la foto de nuestro hermano ausente, y comenzó a preguntar por él. Al principio no supimos qué decirle, solo le dijimos que estaba en Lima, estudiando, como siempre. Desde ese día, cada mañana preguntaba por nuestro hermano, y siempre le decíamos a papá, una y otra vez, que estaba en Lima, estudiando arquitectura. Sabíamos que nuestro hermano era el más querido y engreído de papá, pues era el último de todos, su único hijo varón. Era su heredero y su sucesor. Siempre decía eso papá. A una de mis hermanas se le ocurrió escribir una carta con un saludo a papá, en la que puso la firma de mi hermano, y yo misma fui la encargada de entregársela. La recibió con mucho entusiasmo. Era muy notorio el cambio de su semblante. De inmediato comenzó a leerla. Ese día papá cenó con nosotras y solo hablaba de la carta que había recibido de nuestro hermano, mientras nosotras le seguíamos la corriente. Y así pasaron los días, pero esa felicidad que papá sentía, terminó, porque nuevamente volvió a preguntar por nuestro hermano. Esta vez nos decía que quería verlo. Lo único que podíamos decirle era que se encontraba estudiando en la

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universidad y que estaba en exámenes finales. Por esa razón no podía venir. Cada vez que le decíamos esa mentira, la que sufría más era mi hermana mayor, y al salir del cuarto se ponía a llorar desconsoladamente. Teníamos que inventar una excusa para calmar a papá, y otra carta hubiera sido en vano. Entonces se me ocurrió una idea portentosa. Mientras estaba navegando por internet, me vino la maravillosa idea de crear un perfil en Facebook con las últimas fotos de mi hermano. Mis demás hermanas estuvieron de acuerdo y no tardé mucho. Comencé a crear una cuenta con los datos de mi hermano fallecido. No me costó trabajo abrir la cuenta y tampoco demoré mucho en montar y retocar imágenes de mi hermano en los ambientes de una universidad o en algún lugar de Lima. Al día siguiente, papá se despertó muy temprano, y no había una mejor manera de animarlo que con la noticia de que Alberto había colgado recién unas fotos en su red social. Le llevé mi laptop con Facebook abierto, traté de explicarle a papá sobre las redes sociales y de inmediato le hice ver las fotos que supuestamente Alberto había subido. Papá se conmovió al ver las fotos de su querido hijo, se emocionó tanto que de sus ojos le brotaban lágrimas. Estaba llorando en silencio. Le mostré unas diez fotos y me dijo: “Está hermoso, ¿no crees? Sigue igualito como cuando se fue”. Un día se nos ocurrió también mandarle un regalo con el nombre y la firma de mi hermano. Papá lo recibió con mucho agrado. El regalo era una chompa con cuello Jorge Chávez y una bufanda de colores; de inmediato se las puso. Otro día se nos ocurrió mandarle frutas. Solo se comía las frutas que le enviaba mi hermano, y las que le dábamos nosotras no las quería. Nos decía que el pan que había mandado Alberto era el más delicioso y que por favor le pidiéramos que le envíe más. Después de unos meses, papá cayó en cama y ya no podía pararse. Estaba más delicado de salud, su enfermedad había avanzado, pero contra todo pronóstico, un día amaneció con unas ganas inmensas. De lo que estaba tan débil y agonizante, recuperó su fuerza. Estuvimos todas reunidas cerca de él cuando comenzó a decir: “Allí está Alberto, miren, miren a mi hijo querido que ha llegado, ¿no lo ven?, miren, aquí está con su polo blanco, miren, está aquí, a mi lado”. Todas nos mirábamos y teníamos que disimular moviendo la cabeza. Al poco rato papá se quedó dormido con una sonrisa en los labios y nunca más despertó.

JOSÉ LUIS QUINTO TAIPE

Perú

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C

onocí a García Argüelles en París en la casa de la prima de mi ex mujer a fines de los noventa. Él era amigo de su infancia y sus historias habían sido similares. Claro que ya había escuchado hablar de él como casi todos en Buenos Aires. Aunque de joven había sido flaco, ya promediando los treinta estaba regordete y transpiraba por demás. Como todos ustedes saben fue una figura del polo internacional que jugaba en Saint-Tropez y Palm Beach y fue un conocido dandy porteño. Último de los vástagos de una familia criolla de mucha estirpe, con grandes extensiones de campos a principios del siglo XX pero que ya la descendencia había dilapidado entre locuras psiquiátricas personales, desvaríos, negocios no provechosos y vagancia generalizada. Se decía que vivía de rentas en Buenos Aires de algunos pocos departamentos que le habían quedado. Cuando me lo encontré iba vestido con un suéter de lana negra de principios de los noventa, uno de esos suéters de punto inglés. Agujereado, lleno de bolitas, con ese olor agrio, nauseabundo que produce la acumulación de suciedad. Llevaba el pelo curiosamente peinado. Gomina en exceso, raya del pelo prolijamente realizada, ningún cabello en el lugar equivocado. Nos encontramos de casualidad en el bar la Academia de Callao y Corrientes. Tomaba un fernet con Coca-Cola. —Conozco sus cuentos —me dijo con tono alto. —No me gusta que me hablen de mi obra —le contesté. —¿Usted sigue con los caballos? —le pregunté. —Sabe perfectamente que los caballos criollos son imbatibles, acá en mi tierra me siento a gusto. En Francia los caballos dejan mucho que desear —vaticinó. El personaje me pareció detestable. Se metía los dedos en la nariz mientras hablaba conmigo, al rato tomaba su fernet con coca y eructaba por lo bajo. Lo peor era que pedía disculpas. Un mechón del pelo engominado se le caída sobre la frente, repetía el gesto permanentemente, casi de manera frenética, cada cinco segundos, repitiendo la frase “usted sabe, ¿no?” en clara traducción del inglés coloquial “you know”. Repetía algunas palabras en francés. A todo llamaba maladí. Maladí esto, maladí aquello otro. Me perdía del contenido de la charla (por demás intrascendente) siguiendo y pensando en esos modismos. —¿Escuchó usted hablar de la “Biblioteca Total Argentina”? —afirmó con un eructo de por medio y un perdón posterior. El personaje comenzaba a serme insoportablemente despreciable, pero tocaba una fibra muy mía. —¡No!, ¿qué es eso? —respondí con ansiedad y firmeza. —Es una organización a la que pertenezco y estamos financiando una biblioteca con todos los libros, folletos, diarios, artículos, revistas que se hayan publicado en la

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Argentina o que hablen sobre Argentina. Me tendría que ir —dijo. —No, no, no, espere —dije. Sacó una billetera de piel de cocodrilo donde tenía dólares, euros, pocos pesos argentinos y unos billetes extraños que no logré en ese momento identificar su origen. Me apuro a contárselo, aquí tiene dos mil dólares, sabemos que tiene acceso a muchas ediciones raras e incunables, precisamos para el viernes diez ejemplares, ¿puede hacerse cargo? —preguntó. Pero hábleme un poco más de esta organización —dije con mucha intriga. Se llevó el dedo índice a la nariz, pensó, sacó un moco, se le cayó un mechón, miró para el costado, se rascó la cabeza y dijo: No puedo contarle nada, es una organización clandestina, sus acciones ya las verá. Bueno, está bien —afirmé dubitativo, sabía que me estaba metiendo en problemas pero la ilusión de entrar en semejante proyecto podía más que mi razón. Los García Argüelles habían luchado en la independencia, combatido el rosismo, conquistado el desierto junto a Roca, apoyado a Marcelo Torcuato de Alvear, y finalmente su abuelo fue amigo dilecto de Lisandro de la Torre, a quien informaba de ciertos movimientos de la Sociedad Rural donde ellos ya eran la escoria. ¿Por qué iría a desconfiar de un tipo con semejante tradición? Cuénteme un poco, ¿en qué estado de desarrollo se encuentra la Biblioteca Total Argentina? —pregunté. Mire, eso es un secreto, como le dije, pero le voy a asegurar algo. Ya tenemos todas las primeras ediciones de Borges y las de Cortázar, y estamos detrás de las de Saer y de la colección completa de Aira. Pero usted, usted, (metiéndose el dedo en la nariz con una mano, y con la otra peinándose el pelo engominado) no puede contárselo a nadie a riesgo de su vida, ¿entendió? —dijo. Sí, sí —contesté ya resignado. De repente el sujeto se paró, miró al mozo, y le gritó “la cuenta por favor, la pedí hace diez minutos”. Cuando se levantó, metió las manos en la billetera de cocodrilo, sacó varios de esos billetes como para pagar, y del piloto beige, gastado, ennegrecido en las puntas, se le cayó un libro al suelo. Me agaché para levantarlo, él se asustó, me miró con ojos firmes y realizó un movimiento brusco. En ese momento que estaba agachado vi sus zapatos embarrados, vi uno con un agujero, vi otro con el talón desencajado, vi dos medias de distinto color, vi una celeste y otra lila, vi que una de ellas era corta, muy corta, y vi que en ese movimiento firme se agachó con rapidez antes de que yo pudiera agarrar el libro. Desesperadamente lo escondió. Llegué a leer algo, me miró firme con

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los ojos saltones, y le pregunté: ¿Usted está leyendo a Bucay? No, no, no, nada que ver, nada que ver. A ver…. Agarró el libro, lo miró, me miró a mí, volvió a leer el libro, y me dijo: Sí, sí, sí, puede ser, me lo dio mi ex mujer, amiga de su ex mujer, amiga mía, relacionada con usted, ¿entiende? No sabía de que se trataba, no lo sabía, es este autor, sí, sí, sí, ¡que maladí!, ¡qué maladí! Quedé extrañado, del desprecio pasé a la perplejidad. Por favor, tome finalmente estos tres mil dólares, y consígame para mañana diez primeras ediciones de Aira, de esas de editoriales que nadie conoce (mientras se ponía el dedo en la nariz). Muévase rápido porque la organización está desesperada — afirmó. Pero, no, me había dicho dos mil, pero está bien, los tomo, estamos construyendo la Biblioteca Total Argentina —contesté. Ay, sí, sí, pero tome tres mil mejor, tres mil. ¡Qué buenos que están sus cuentos! ¡Qué buenos! —afirmó mirándome a los ojos. De repente entran tres tipos con camperas celeste y otros con camperas bordo, todos con armas en la mano. Todos tenían también gorrita y gritaban: ¡ustedes dos suelten todo, manos arriba, contra la pared!. No entendí en ese momento, me señalaron a mí, lo señalaron a García Argüelles. ¡Contra la pared, contra la pared! Pero señores, ¿de qué se nos acusa? —pregunté. Tráfico de influencias, venta al exterior de objeto de arte, comercialización de moneda extranjera falsificada —contestó. Pero eso no es verdad —afirmé. De repente, vi a García Argüelles, con un toco de billetes en un puño, hizo un bollo y se lo dio al policía que lo estaba revisando de manera escondida. Me miró, se le caía un moco de la nariz y los mechones del pelo ya le cubrían parte de la cara. De pronto dijo el policía: usted señor, lo conocemos, queda liberado. García Argüelles me miró fijo de nuevo y me guiño el ojo que le quedaba libre con una amplia sonrisa. Usted, usted contra la pared y calladito —dijo el policía. ¿A mí? ¿A mí? —pregunté desesperado. ¡Sí! ¡Sí!, ¡a Usted!

DIEGO CANO Argentina

Fanpage: Los-cuentos-inverosímiles-de-Hernán-Mack

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L

uego de abrirse la puerta de la sala 4 sacaron al fallecido. La muerte era una enemiga silente y recurrente en cada pasillo de ese hospital así como el de cualquier otro, pero de no haber sido por Mirta nunca hubiese reparado en aquella constante. Este ya es el octavo que muere por problemas al corazón en este mes. ¿No te parece raro? Tras mencionar la situación, las emprendió hacia la oficina del nuevo Director que venía llegando de una reunión ministerial para comentarle su observación. Exactamente un mes después de aquella conversación, Mirta corrió la misma suerte, salió fallecida de la sala 4 por problemas al corazón. En cualquier otro instante me hubiese parecido que la historia acababa allí, pero muy por el contrario, sentí que esta solo comenzaba. En efecto, todo hubiese pasado sin pena ni gloria, pero mi reciente lectura sobre aquel cerdo líder de una rebelión, sumada a aquella sobre un hermano mayor, gran custodio y guardián omnipresente, desataron en mí de manera inconsciente un temor que cogía cada día más fundamentos. Cuando el nuevo Director me citó a su oficina, un frío recorrió mi espalda puesto que, desde que Mirta había muerto, ya la lista sumaba cinco. Aquella conversación no duró más de quince minutos e incluyó fútbol, programas de TV, mi opinión referente a asuntos políticos y a los infortunados de la sala 4. Al salir de allí mi confusión alimentaba mi miedo de manera constante y profunda, de tal manera que cuestioné cada una de las escuetas y casi nulas respuestas dadas. Sentía que, en cierta medida, cada palabra esbozada había marcado mi destino. Dos días después de aquella cita, la sala 4 volvía a agolparse de médicos confundidos, quienes luego del alboroto ameritado por la circunstancia se resignaron en silencio, abrieron la puerta y sacaron al nuevo fallecido. Me inundó una gran tranquilidad pero a la vez un desconcierto al saber que había sido el turno del Director del Hospital. Comprendí inmediatamente que desde ese momento en adelante, cada muerto que saliese desde allí significaría extender mi vida al menos dos semanas y que convertiría la delación en mi arma de supervivencia.

Zacarías Zurita Sepúlveda

Chile

Twitter: @zzurita

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-N

o se va. Sigue ahí parado.

No entiendo nada. ¿Qué coño hace ahí? Vicky y María comenzaban a ponerse nerviosas. La niebla se cerraba por momentos y aquél extraño individuo de largo, liso y oscuro pelo, continuaba frente a la puerta del cajero, mirando fijamente en la dirección opuesta. Mientras tanto, la calle, totalmente desierta. Tía, tengo miedo. ¿Llamamos a la policía…? ¿Cómo? ¿A gritos? El interfono no funciona, y no tenemos teléfono móvil. Llevaban cuarenta minutos encerradas, pero tenían la extraña impresión de llevar horas ahí dentro. El problema gordo, lo tendrían al llegar a casa. La bronca, les caería sí o sí. Ya eran las cuatro de la fría madrugada, y aquél hombre, permanecía ahí, inmóvil, solitario e impasible, rodeado por la húmeda niebla, a la que parecía inmune. ¡Yo salgo! ¡Estoy hasta el “toto”! Tía, ¿y si nos hace algo? A estas horas, peor que la chapa de nuestros padres no creo que sea… ¡Qué va! ¡Ni de coña! ¡Yo salgo…! María, abrió sigilosamente la puerta, como esperando no llamar la atención de aquél extraño invitado. Sin embargo, aún sin provocar ruido alguno, aquel inquietante hombre, se giró hacia ella. Levantó su mano, y la señaló con su dedo índice. Puedes marcharte. A quien vengo a buscar es a Vicki, no a ti… María, se encogió de hombros, y tras salir del cajero, se giró mirando al tiempo que sonreía a Vicki. Ésta observaba la escena desde el interior sin escuchar lo que, entre susurros, aquél tipo le había dicho a su amiga que en aquel instante comprendió que no la volvería a ver viva.

Ángel Manuel Santamaría Ortiz

España

Twitter: @Manel_SaO Facebook: Manel SaO

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Deja que salga la luna Huapango José Alfredo Jiménez

V

erdaderamente estoy decidido. Lo sé y creo que ella también lo sabe. Sí, todo ha llegado a un nítido límite. Las cosas no pueden seguir así. Todo esto es un símbolo etéreo con un sonoro acento absurdo. Sí, yo lo sé, y creo que ella también lo sabe; aunque a veces pienso que ella aún no ha traspasado el curso de las cosas. Lo pienso así, pero no sé si ella lo piensa así. Es como si los hechos no le interesaran. Porque esa parte de la realidad estuviera vedada para ella. Es como si todo fuera de puro aire. Sí, lo sé es difícil decirlo, y aún más explicarlo. Uno empieza a racionalizar hasta que finalmente se instala cómodamente en la primera impresión invicta que uno encuentra. Pero eso no es así, bien que lo sé. A veces uno camina por una calle desconocida, sin hallar las palabras exactas para decirlo. Y a la par va creciendo impetuosamente la necesidad de falsificar la realidad; es como si las palabras en una loca carrera nunca alcanzaran la escurridiza realidad. Así una generosa tarde, de un sábado cualquiera, en un salón de baile; uno ve pasar de pronto a una angelical muchacha. Uno la conoce, conversan, pronto están bailando en la pista, bailar es bailar; todo marcha sobre las ruedas de la primavera. Y mientras uno baila con la complicidad de la tarde y con la unanimidad de la angelical muchacha; alguien le toca suavemente al hombro, y le dice con aparente delicadeza: “Oiga, usted está bailando un mambo y lo que la orquesta está tocando es un twist”. Todo comenzó una tarde sabatina, cuando decidí entrar a un salón de baile en la calle de Tacuba. La puerta estaba abierta y ciertamente uno sentía la irrefrenable invitación a entrar. El salón era amplio, lleno de luz, adosado a una de sus paredes había un espejo que cubría todo el ancho de la pared. El piso era de madera, tan bellamente relumbrante que uno creería que una legión de serafines recién lo había pulido. El salón estaba a medio llenar; y las corrientes de aire llevaban y traían un olor a loción Old Spice. A medida que la tarde se achicaba y la noche emergía, se encendían más luces, y un diáfano humo empezó a levantarse por los cuatro rincones. Por lo que cualquiera pensaría que en cualquier momento, entre aquel juego de luces, aquella ensoñación musical, aquel frenesí bailable, aquel horizonte de espejos, y aquel enrarecido humo que ya cubría todo el salón, aparecería de repente, el velero de Old Spice navegando entre humo. Pero en lugar de un velero, lo que apareció fue una sorprendente criatura. La vi caminar, se paró exactamente frente a mí. Algo me susurró al oído, que no pude

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entender. Pronto estuvimos bailando. Se llamaba Lluvia Clara Cisneros. Al oír aquel nombre pensé que ella me estaba tomando el pelo. Así que guardé aquel nombre con cautela astronómica y conservé su perfil poético. Ella era de mediana estatura; y con tacones altos pasaba por ser una mujer alta. Sus ojos y su cabello eran negros, su semblante irradiaba una peculiar extrañeza. Vestía de blanco, y bailaba con tal encanto que cautivaba. Verla caminar por la calle Tacuba, era un estado de gracia en permanente ebullición. Rebosaba la frescura de la mañana y la nitidez de la tarde. Pero eran sus peculiares cejas negras; que no eran las cejijuntas ni gruesas de la Khalo; ni las cejas que adornaban a la Félix, las que parecían convocar en su presencia la agilidad de los segundos y la finura de la brisa. Todo sincronizado a su rampante naturalidad, que lo hacía a uno pensar; si todo eso no era un gran artificio meticulosamente fabricado. Las cosas empezaron a precipitarse una espléndida tarde en Sambor's, sentados alrededor de unas humeantes tazas de chocolate. Ella adelantó ciertos comentarios que uno nunca sabía si eran afirmaciones o preguntas, “no crees que alguna tarde deberíamos ir al Salón México”; o “no sabes verdaderamente lo que es estar en Xochimilco”. Todo aquello era una especie de conversación sin compromiso. Era como si buscara la tarjeta de presentación de la nada. Así se le descolgaban frases como estas: “hoy se me escapó el chocolate”, y la personificación de las cosas, “que café tan atrevido, me acaba de quemar”. Una de sus frases favoritas era: “¡Sabes, es bueno estar aquí!” Otras veces improvisaba frases casi poéticas: “Esta tarde está que arde”, “la velada está que vuela”, “las horas están boqueando”. Cuando quería acabar algo, decía: “la noche nos alcanzó”, o “la tarde ya va de puntillas”. Verdaderamente, no me quejo de Lluvia Clarita. Y pongo Clarita en el diminutivo porque había empezado a encariñarme con ella. A pesar de todo me descuadraba el ánimo, su dejadez casi celestial con sabor a rosas transparentes y miel encapsulada. No pocas veces pensé que detrás de aquella fachada de visible naturalidad y extenuante simplicidad; había asomando la nariz, una vida clandestina. Empecé a sospechar que en la vida de Lluvia Clarita, había alguien más. Quizá otro hombre, algo había en ella que sabía que no era mío. A la sombra de sus viajes semanales a Cuernavaca, se había agregado sus inesperadas visitas a Mixcoac. Al preguntarle, solía decirme: “Simplemente, deberes coloquiales”. Por algún momento pensé, que mi Lluvia Clarita era una especie de Madame Bovary, y que sus visitas a Cuernavaca, eran las visitas de Emma a ver a León en Ruan. Pero a veces pensaba que también era posible que Lluvia Clarita viviera en Cuernavaca y que solo viniese a la ciudad de México los fines de semana. Intrigado una noche le pregunté. A lo pelado pelado, que era lo que más le agradaba de mí. Solo me dijo: “Mejor dejemos que salga la

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luna”. Pocos días después me sorprendió y a voz esquinada, me dijo: “lo que más me agrada de ti, es que eres como yo...”. Sentí un leve escalofrío, y pronto le esquivé las huellas a los pasos de la ocurrente frase. Un día ya fatigado de sus enigmáticas actitudes y sus palpitantes laconismos, me fui al carnaval de Mazatlán. Al regresar ni siquiera me preguntó dónde había estado, solo se limitó a decirme: “No te imaginas las noches desenrolladas que te perdiste. Figúrate que los puntos de las íes se desaparecieron por las hojas onduladas, y no te creerías la encerrona que a las tardes destempladas, le dio la noche amotinada”. Me quedé estupefacto y ni intenté descifrar ese jeroglífico palabrero. Pensé que todo había llegado a la región más nebulosa en que la situación ya no podía sostenerse en pie. Poco después, decidí llamarla por teléfono, le dije que teníamos que aclarar las cosas. La había citado a las cuatro en punto de la tarde, para vernos en la Cafetería Popular, cerca del Zócalo. A lo que ella, al final, solo me respondió: “Estaré allí, implacablemente puntual, a las cuatro en punto”. No me quedaba más que repasar la situación. Y por primera vez se me ocurrió pensar que mi Lluvia Clarita, quizá solo fuera un reflejo de otra realidad, es como si se moviera entre dos zonas, como si hubiera dos Lluvia Claritas. La una era la que el fin de semana hablaba en un lenguaje arcano y simbólico. Y sospeché que esta última no era mía, porque era lejana, casi inaccesible, era del ignoto. Y la otra, era mi Lluvia Clarita, la que yo veía, y que no sabía de la otra. O quizá, si lo sabía, era cómplice de ella. A las cuatro en punto, yo estaba en la Cafetería Popular, había empezado a llover ligeramente y ella no estaba allí. Llovía a tres edades, un linaje de lluvia en progreso: brizna, lluvia, aguacero. Fue al oír caer esa lluvia metálica y ver esa muralla de agua, que pensé; que con todo y todo, mi Lluvia Clarita sí había venido. En fin ahí estaba la Lluvia en todo su portento. Ella misma lo dijo: “Estaré allí, implacablemente puntual, a las cuatro en punto”. Lo único que no sabía era cual de las dos era la que había llegado. Si la que bailaba, entre humo y humo, y hablaba en un lenguaje arcano; tomándole la cintura al mediodía. O la que simplemente, a medianoche, desde la ventana miraba a la lejanía, y dándose vuelta mirándome directamente a los ojos, me decía. “Mejor dejemos que salga la luna”. De “Cuentos Telúricos”, 2007

MARIO A. MEMBREÑO CEDILLO

Honduras

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C

urioso fue lo que ocurrió en Pueblo Benítez. Doce maestros se habían llevado a los ciento ochenta niños de la escuela a un paseo guiado. Vieron las primeras luces en el cielo cuando volvían al pueblo. Sorprendidos por el temprano anochecer, no entendieron durante mucho tiempo casi nada. Claro, ahora es evidente que ese fue el preciso momento del rapto y que los niños y los maestros se salvaron por haber estado en la carretera desierta en el momento exacto. Encontraron un pueblo vacío, donde casi todo estaba intacto. Más adelante comprobaron que el fenómeno se repetía. Desde su reducida perspectiva el mundo entero se había vaciado. Los maestros, víctimas de un providencial espíritu práctico, no buscaron demasiadas explicaciones al inusual suceso. Se adaptaron como pudieron, y este largo proceso hoy se inscribe entre los hitos de la historia humana que nos llenan de orgullo y de esperanza. A la semana de vivir aislados en Benítez, se decidió (no por consenso ni por mayoría) que cuatro pares de maestros saldrían en cuatro direcciones en busca de más supervivientes. Las reservas de alimentos del pueblo eran buenas, pero también era necesario tener una idea más amplia de la situación para planificar el proceder futuro. Si no quedaba más nadie en las cercanías sería necesario planear un sistema productivo autosuficiente. Por otro lado, la situación cambiaba si se encontraba más gente. De modo que dos salieron hacia el sur, otros dos hacia el norte, y lo mismo hacia el este y el oeste. Nunca volvió a saberse nada de estos ocho maestros. Los tres que quedaban (uno se autoeliminó unos días después) pusieron en marcha un proyecto agrícola autosustentable llevado a cabo por los ciento ochenta niños, los mayores de los cuales apenas tenían doce años recién cumplidos. Al año, el principal de estos tres maestros, llamado Arturo Lais, comenzó otro peculiar proyecto. La biblioteca del pueblo se había quemado en uno de los múltiples incendios desatados cuando la gente se esfumó como si nada. Por lo que el maestro decidió comenzar a escribir él mismo, con su peculiar visión literaria, las obras clásicas de todos los tiempos que, en el peor de los casos, tal vez se hubieran perdido para siempre. Arturo pensaba con respecto al mundo lo mismo que sobre el promedio de los escenarios. Es decir que como no conocía qué había ocurrido en otros lados, asumía que todas las bibliotecas de todos los pueblos bien podrían haberse incendiado. La primera obra que escribió fue El Quijote. Una peculiar versión de ochenta y tres carillas. Luego, alentado por una supuesta posible demanda, escribió El Principito. Otra semana, deprimido, escribió un Hamlet aún más triste que el original. Dedicó seis meses enteros a su propia versión de la Ilíada; dos meses a La Metamorfosis de Kafka de quien no recordaba bien el nombre y escribió Kafca; y otros dos para Crimen y Castigo de un Dostoiewski que por supuesto escribió con y, y con uve. A fin del

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segundo año, sorprendió para navidad con un regalo para el pueblo: Cuentos de Navidad, de Dickens. Los otros maestros se contagiaron de este espíritu cultural. Después de todo, por alguna extraña razón se les había brindado a ellos una segunda e inaudita oportunidad. Si de esos niños dependía el futuro de la humanidad, sería mejor desde un principio instruirlos tanto en ideales como en conocimientos. Escribió una excelente versión de Los Miserables de Víctor Hugo de lo que recordaba de una interpretación teatral, ya que nunca había leído el libro. Comenzó una curiosa versión de Motivos de Proteo, pero se confundió en el principio, la dejó guardada treinta y cinco años y la terminó de viejo. La obra, fruto de una mente desvariada, terminó tratando de mitología griega y rivalizó con la Ilíada de su colega. El tercero de los maestros era un experto agrario, pero no dominaba la escritura. Muy a su estilo compuso una malograda versión de Rayuela de Cortázar, pues en su intento de imitar lo más posible al autor terminó entreverándose y confundiendo los capítulos. La obra la terminó un discípulo suyo ocho años más tarde. Hoy en día, se cree que la confusión original, mucho más que el posterior reordenamiento del discípulo (o sea la segunda confusión), compuso una obra nueva pero también genial. Muy pronto la producción de clásicos literarios se incrementó, a tal ritmo que una respetable colección se fue armando primero en el sótano de La Casa de la Cultura, y luego en la reconstrucción del edificio de la Biblioteca original, la que se había quemado. Los años pasaron y en Pueblo Benítez las cosas fueron bastante bien. Era entendible, contando que estaban muy aislados. Si bien su ejemplo como grupo humano aislado se había repetido en varios lugares del mundo, las enormes distancias que los separaban y el apagón tecnológico oficiaban de escudo. A la mayoría de estos ensayos, como sabemos, no les ha ido tan bien. El éxito de Pueblo Benítez, que hoy ya es ciudad, se debe sin dudas a su peculiar población original y a las escasas captaciones extranjeras. La biblioteca fue creciendo año tras año. La tarea de reproducir grandes clásicos del pasado de la literatura se volvió costumbre, pero una muy acotada en el tiempo. Solo los tres maestros fundadores tenían conocimiento cabal de las obras del pasado. Los niños no podían recordar demasiado. Las obras transmitidas por vía oral nunca alcanzaban una calidad requerida. De modo que se reprodujeron mientras vivieron los maestros; a la muerte del último, el crecimiento de la Biblioteca amenazó detenerse. Pero esto no fue lo que ocurrió. Una nueva corriente vanguardista se elevó entre los discípulos. Se comenzó a versionar las versiones, a elaborar complejas tramas inspiradas en las originales. Y es que en el fondo eso es la literatura, la variación de contextos y estilos pero con los mismos personajes. ¿O acaso es tan difícil imaginar

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cómo en la Era de Piedra les contaban a los niños una historia paralela de Caperucita Roja, donde el lobo era un tigre dientes de sable? ¿Nadie ve entre todos los salvadores alguna especie de paralelismo? Así surgieron libros memorables como "El ingenioso Quijote, caballero de la mancha", una obra ampliada del original, que a su vez inspiró una obra dilemática "El lerdo Quijote, uno más de la hoja en blanco". La versión de Drácula de Bram Stoker, que también se llamaba Drácula, pero cuyo protagonista era un zombi que luchaba por volver a estar vivo. Las nuevas corrientes se sucedieron a un ritmo generacional. Versiones de versiones, estilos de estilos, corrientes enteras fueron abandonadas en cuestión de décadas y sustituidas por bizarras mezclas. Se ensayaron todas las posibles combinaciones de las versiones conocidas. Se crearon nuevas lógicas literarias nunca antes vistas en la historia de la humanidad. Se las fusionó con las versiones de los estilos tradicionales. Se alteró el orden de los significados. Se crearon lenguajes complejos que parecían códigos secretos. Las leyes de la semántica se ilegalizaron. Nuevas construcciones de significados ascendieron desde profundidades ya olvidadas. Una innovadora forma de arte se fue gestando como un virus entre las calles reverdecidas y despobladas, bajo los techos de las casitas de ese pueblito achatado en el medio de la nada. La biblioteca trascendió el edificio. Hace un mes se encontró entre las ruinas de una capilla una biblioteca antigua que debió pertenecer al convento. Los curas que con seguridad la compilaron pudieron haber demorado años, pues contaba con muchos de los clásicos no religiosos de todos los tiempos. El domingo pasado, al atardecer, se festejó la fiesta anual en honor a los ilustres ciento noventa y dos fundadores. Al comienzo se entregaron los diplomas a los alumnos que pasaron de grado y más tarde, a los que terminaron alguna carrera se les asignó un respectivo empleo. Con el anochecer se hizo un gran círculo de niños en la plaza central y en torno a una gran hoguera se repartieron los libros llenos de polvo encontrados en la biblioteca del convento. Luego, uno a uno los niños fueron arrojando su respectivo libro en la hoguera. Al final, niños y adultos danzamos alrededor del fuego mientras los libros ardían. Sé que entre las cenizas que se alzaban en espirales, como retorcidas columnas hacia la noche, se han creado mil cuentos, mil historias que se sacudieron en el viento entre las chispas y el humo y que inspirarán otras miles más; y que ahora, en este preciso momento, bajo algún árbol, o en el pretil de una terraza, bajo el inmenso e inexplorado cielo, se están escribiendo.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

Linkedin: Álvaro Morales

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Q

uiere acabar con todo. La duda ya no es solo una tos, tampoco una fiebre, ya es algo que se tiene que extirpar. Las cajetillas de cigarrillos no son suficiente, no para de darle vueltas a la cabeza, solo desea sacar sus pensamientos y dejar el casco vacío, poner en un embalse todo aquello que le causa dolores de espalda, migraña, eso que no permite que sus rodillas sean normales (porque no quieren caminar más) ni las rodillas ni las piernas en sí saben dónde ir. ¿Será que vuelvo a casa? Piensa León. Y pasa el tiempo, sigue su contienda con las decisiones que son más filosas que cualquier arma blanca. No fue hace mucho que León decidió alejarse de su hogar. No hablamos de su casa paternal; hablamos del sitio donde convivía con su chica, esas llamadas musas. Lo decidió por ser buen escritor, también cabe la posibilidad que lo hizo para encontrarse consigo mismo. La verdad es que él es una montaña rusa y creo yo; ésta es más estable. Dejarle ha sido duro, una prueba, una jugada muy minuciosa, como a aquellos que obligan a darle un tiro al perro con el que han compartido media vida. León, obviamente no deja de pensar en ella. Saca un cigarrillo entonces al exhalar el humo, se da cuenta de algo que no previno en su salida. Es que se fue de su casa y olvidó el corazón. No es solo su hogar quien lo llama. Él sabe que tiene muchos viajes por hacer. Tomar un destino es una espada contra la pared. El vómito lo acecha, cada vez más, su garganta se va convirtiendo en una costa, las náuseas son como una peste y quiere ser marea alta. Ya León está cansado de abrazar el retrete. Una bocanada de aire y pide un café. Qué ansiedad tan penetrante. Los pies incontrolables, las manos en movimiento en todo momento. Se agarra el cabello y lo suelta al rato, toma el café que está recién hecho, los pies no dejan de hacer ruido, se dispone a jugar con el filo, a decidir por un destino. Prende otro cigarrillo. Sus pies descansan por un rato. El humo va mostrando con imágenes las opciones. Sería algo dogmático ir a donde mis padres. Ese lugar ya viejo de infancia no me llama la atención, no para estos momentos. Hablar por cartas y enviar y recibir detalles no es suficiente, eso lo sé. Solo que no estoy para verlos. Aunque yendo allí cumplo con la promesa de visitar a Brandon, la tengo pendiente desde hace tiempo. Él es el perro más fiel, el más cariñoso. Le debo mil gracias por mi niñez. Me defendió, jugó y me acompañó en todo momento. Estoy seguro que lo haría todavía pese a lo longevo que ya está. No me olvido ni me olvidaré de él nunca, y por eso siempre en los detalles va algo para él.

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Pide un whisky a las rocas y una entrada bien resuelta la situación se torna un poco más seria y en su mente hay una mariposa que revoletea. Tiene que vaciarse, colocar todo en la mesa para saber bien de las conveniencias y de las contras. Visitarla trae consigo más visitas. No sé si esté preparado para los regaños. Quiero despojar las cosas que aún me detienen, quiero entender a mi mano que ya me grita, quiero saber lo que quiere. Podría colapsar al revivir tantos momentos. Ver a mis amigos que son hermanos que he ido poco a poco distanciando, a ella, la idea de que mis padres viven a unas tres horas del sitio… Podría ser mejor regresar con Anna, así puedo pasar los días tranquilos, sin remover nada, sin tirar de las emociones, así no me volvería un fiasco. Estaría con ella, la besaría por las mañanas como siempre hago, le prepararía el desayuno si no es que ella ya lo ha hecho, haríamos el amor, tomaríamos los vinos que nos gustan. Todo sería algo magnífico, pero, siento al mismo tiempo que me envolvería en el aburrimiento. ¿Será que quiero sentir más? León, sigue anotando en su cuaderno. Ya se tomó el primer trago. La comida sigue intacta y viene ya caminando el servicio con el segundo whisky. Fue un milagro no pasar a la siguiente caja de cigarrillos también que no se enfriara la comida y que no se llegase al quinto whisky. León, lo hizo. Tomó el riesgo de la decisión, su direccionar y su mano llegaron al sitio elegido, él todo cortado de nuevo. Otra vez el destino haciendo de las suyas, tratando de ser guiado, otra vez caminar por un capricho o por el tomar la mejor opción. León, está en un abrir y cerrar de ojos en la puerta de su casa. Toca y abre Anna. Él tiene en sus ojos y en la frente la disculpa, no es tonto, no llegó con manos vacías pues en ellas carga una canasta repleta de perdones, de regresos, de amor, llegué y no me iré. Chocolates, vinos, las flores amarillas que no pueden faltar. La casa blanca de grandes columnas, con el cuarto que da al balcón y tiene un escritorio. La casa con color de madera por dentro y piso pulido, con sus salones llenos de cuadros, jarrones, libros, plumas y licores, estaba de vuelta. Ya brilla, ya se encienden las luces, ya Anna está de nuevo en sus brazos besándolo. Sí, así de sencillo, así de fácil. León pensó, que si no podía con la migraña presente y los otros síntomas, apenas decidiendo, era mejor sedarse y sentir la calma. Lo hizo. Anna es su inyección y los días para él empiezan en lo que cabe; normal. A León, le hubiese gustado esa mentira. La vida no es así, las personas tarde o temprano terminan descubriendo quienes son, a algunos les da tiempo de enmendar, a otros, el cabello blanco no los deja. León, al preguntarse en un momento si lo que quería era sentir más, cambió completamente su pensar.

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Allí se encuentra él, en el puesto de la ventana. Pensando todo lo ocurrido con Anna, ha sido un sueño ver todo eso. Se vio cobarde regresando. La verdad es que éste ha sido su viaje más largo y, claro está que es porque está haciendo una ruta hacia al pasado para que lo arroje al presente. Hubiese sido lindo al menos llegar a decir que León volvió a dormir con Anna, que hicieron su vida de nuevo. Pero los instintos son otros, él es otro, Anna merece ser libre. Ya viene el servicio, trae consigo otra entrada y un vaso lleno de hielo y whisky. León, ha hecho un ensayo al estilo de Benedetti. Ver cómo puede pasar la vida en tan solo cinco segundos. Faltan pocas horas para que el tren llegue a su destino, al verdadero. León va a verla. A ella, a sus amigos y a cumplir la promesa con Brandon y sus padres. Él decidió escribir otro libro. Ir allí es lo necesario. Él seguirá viendo por la ventana y contemplando los paisajes. Ya llegó el servicio. Un whisky y el cigarrillo después de la entrada. León, ya no piensa, está vacío. Tan solo espera su llegada en el puesto de la ventana.

sebastian clark Venezuela

Twitter: @Yosoygabo10 Página web: www.yosoygabo.blogspot.com Otros escritos: http://www.sttorybox.com/users/sebastianclark

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quí se levantaba un burdel hace siglos, es irónico que sobre estos terrenos ahora se hayan construido unas termas— pensó Gilles mientras hundía lentamente su cuerpo en las aguas calentadas por vapor. Se había pasado el día trazando planos y realizando cálculos, descansando solo treinta minutos para desayunar y otros veinte para comer. Las muñecas le temblaban cada vez que pensaba en las infinitas posibilidades que podría haber desarrollado y no hizo. Le pagaban una cantidad considerable de dinero por su creatividad y sus conocimientos técnicos en la construcción. Padre del diseño de la ampliación de la gran capital, era uno de los elegidos para convertir al país en una superpotencia basada en el poder de los motores de vapor. Una cascada artificial captaba toda la atención de sus sentidos. El agua fluía libre sin verse manipulada por la transformación en vapor que empujaba pistones y piezas de metal. El técnico echó un vistazo rápido a la piscina construida con metales y tintada con aspecto de piedras naturales. Las personas que ignorasen esa realidad habrían confundido a primera vista el metal por la roca. Las finas nubes de vapor cubrían la superficie acuífera. A pesar de estar solo en aquel recinto, sospechaba que había algo más en el agua. Inspeccionó ocularmente el recinto, una gota fría de agua le recorrió la espalda, aquello lo sobresaltó, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Tomó la toalla que aguardaba sobre el piso, se puso de pie y después se envolvió en ella. —Creo que este baño ha durado demasiado—. Murmuró mientras secaba su sufrido cuerpo por la tensión sistemática del trabajo. Se apresuró a salir de la zona de baño, motivado por la idea de tomar una bebida templada de regreso a su hogar. Cuando el profesional abandonó la zona de baño, el agua de las termas burbujeó en el centro de la piscina. Algo se elevaba desde el centro de la ebullición, como si flotara, emergió una cabeza femenina con orejas que parecían aletas grandes de pez, ojos almendrados, una pequeña nariz, una tímida sonrisa y una larga melena color turquesa, la cual reposaba sobre una diadema verde en su frente. Lentamente, entre un vapor cada vez más cálido, el cual, hacia hervir el agua, fue apareciendo el fino cuerpo de una mujer envuelta en delicadas ropas blancas y marrones de inspiración neoclásica. En su brazo derecho reposaba un fino brazalete en forma de aro sin ornamentaciones. De la misma forma que se encontraba otro en su pierna derecha, tan delgada como la izquierda, ambas cubiertas por una falda larga y pulcra que cubría ligeramente por encima de los tobillos. Extendió ambos brazos y caminó descalza por encima de la superficie del agua. —Ellos nos mataron ahogándonos y después vendieron la mentira al populacho de que habían llegado a un acuerdo. Les pagaremos con la misma moneda, lamentarán el día que descubrieron el vapor como medio de desarrollo tecnológico—.

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Habló ella mientras recorría la superficie de la piscina. En las pozas circundantes, las cuales estaban separadas por sendos muros de metal con aspecto de piedra, todos ellos recalentados por un sistema interno de tuberías calentadas por vapor, aparecieron sendas damas por cada bañera. Ellas eran las meretrices ahogadas, quienes vestían trajes de diferentes geografías y épocas a demanda de los clientes, ahora reconvertidas en ninfas de agua. Unas horas más tarde, cuando Gilles reposaba sobre su lecho en su modesta habitación, la frialdad de las paredes empezó a desaparecer. Los pocos elementos de madera que había dentro de la estancia crujían con volumen ascendente a cada segundo que pasaba. Su reloj de bolsillo de oro marcaba que hacía poco que la hora de brujas había llegado. Entre los márgenes de la puerta se filtraba sin dificultades un gas líquido caliente, pues el obstáculo era carcomido por la humedad. Pasaron un par de minutos hasta que la entidad surgida de las termas se hubo materializado dentro del recinto. Con una mirada vacía, sin vida, y un caminar lento y tranquilo, cruzó la habitación principal consumida por la tecnología en todos los aspectos. El dormitorio se componía de una cama, una mesilla de noche, una letrina y un armario de un aspecto refinado, rematado en sus bordes por pequeñas piezas de oro. La náyade avanzó hasta los pies de la cama y a continuación se posó sobre el cuerpo del profesional, quien dormía nervioso. Ella puso una cálida mano sobre sus labios, de repente el hombre despertó, sus ojos por poco le salieron de las órbitas. —He venido a cobrarme la venganza por tu complicidad con nuestros verdugos— anunció la dama con una voz relajada y armónica. Entonces la mujer se fundió en vapor y entró a presión en su cuerpo por todos los agujeros de su cabeza. Mientras la víctima luchaba inútilmente por su vida, tratando de gritar por el calor y el dolor provocado por la invasión gaseosa, el sofoco dentro del cuerpo fue ascendiendo violentamente, hasta que su cerebro quedó frito por la presión y la temperatura. Un hilo de sangre descendió por el orificio nasal del difunto, luego el ente abandonó el cuerpo por donde había entrado. —He ganado suficiente agua como para mantenerme unas horas fuera de las termas, pero es mejor que regrese antes de que mi oxígeno se termine—. Se despidió mandando un beso con ambas manos. Ella se dirigió a la bomba de agua, la cual iba conectada a las cañerías de vapor del edificio, por ahí se escurrió, circulando por la ciudad hasta llegar a las termas. Dos días más tarde se había descubierto el cadáver de Gilles en su hogar. La prensa religiosa había realizado un reportaje sobre la vida del arquitecto. Los médicos forenses abogaban por una implosión del cerebro debido a unas altas temperaturas, la

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cama estaba empapada en sudor, paralelamente detectaron los efectos de la humedad en las diferentes partes de la estancia. Al no hallarse ninguna evidencia científica, más allá de un suicidio inducido por el vapor, el artículo concluyó que se trataba de un castigo divino por la codicia que mostraban los impulsores del desarrollo de la ciudad. Los rumores de aquella extraña muerte se extendieron como el viento entre los ciudadanos, algunos reajustaron sus lentes varias veces para confirmar que sus ojos no les engañaban ante las líneas de la prensa. Sin embargo, los avances tecnológicos en la ciudad continuaban ajenos a aquel imprevisto. Una invitación para las termas o un servicio gratuito en los burdeles servían como motivación a todos aquellos que se veían implicados en la construcción de los nuevos edificios. Por otra parte, los zepelines de vigilancia, las arañas y perros mecánicos de vigilancia, inundaron las calles, Gilles era uno de los padres del progreso y de quién se esperaba que colaborase con el desarrollo industrial de la isla. El obispo Cloud había invertido, en secreto, una fortuna en bonos de desarrollo del estado. Esperaba que con las ganancias que sacase, se pudiera permitir el lujo de tener los inminentes siervos autómatas, los cuales se estaban desarrollando de forma conjunta a las articulaciones artificiales. Cuando no se encontraba escribiendo un artículo para un periódico de la prensa local, estaba oficiando en una iglesia que poco a poco perdía la piedra en favor del metal, en el tiempo que le restaba visitaba fundiciones, herrerías y sentía un especial delirio por las termas. Justo aquella mañana habían depositado en su cuenta bancaria una importante suma de dinero por el pago de unos intereses ganados en bonos. Deseoso de mostrar su gran poder adquisitivo, invitó a todos los padres de las nuevas ciudades a bañarse en las termas, también a sus compañeros de rango. Bajo la excusa de limar asperezas con los partidarios de la visión racional y tecnológica imperante, consiguió que aquella misma noche las termas fueran un hervidero de personas, en la que no faltó el aguardiente, el vino, meretrices y un abundante banquete a la salida del baño. Aquella orgía de lujos, la cual corría a costa de Cloud, inició con una tormenta de risas, aclamaciones y brindis a la salud del santo hombre y de dios. Las primeras horas dieron paso a un descenso en el tono de voz en el ambiente. Tres horas más tarde todos estaban lo suficientemente ebrios como para olvidar por qué estaban allí. Para ese entonces se había formado una nube de vapor muy espesa en todas las piscinas, algunos de los invitados copulaban libremente gracias a la intimidad ofrecida por la cortina acuática. La música dejó de sonar en un momento dado, varias mujeres vestidas dibujaban sus siluetas entre la multitud. —Dame tu agua, haz algo útil, cariño—. Se vanó una de

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ellas con voz seductora, poniendo su mano sobre los labios de un músico y haciendo que inhalara su cuerpo de vapor. Absorbió el agua de su cuerpo calentando su organismo, provocando una deshidratación severa en el organismo de la víctima. Aquella acción fue repetida por otras ninfas de agua, quienes se alimentaron directamente del recurso hídrico en los humanos. Otras se mostraron más virulentas en sus respectivas pozas, no querían que nadie escapara de su sed de venganza. Encontrándose en el centro de la charca, inhalaron todo el calor del líquido a su alrededor, hecho que provocó una bajada térmica drástica, la cual resultó fatal para los corazones de quienes se hallaban allí. Los gritos se impusieron a los pocos siervos quienes seguían acariciando, ya sea con los dedos o con impulsos de aire, los instrumentos que impedían el silencio. — Traedlos a todos los vivos a la terma principal de la cascada, —ordenó la voz de Clidanope, la que había sido reconocida, en vida, como una líder por todas las prostitutas. Ante la imposibilidad de contener a todos los presentes en la estructura, las mujeres se desvanecieron formando un gran círculo que superaba temperaturas caniculares, aquello provocó una huida en estampida hacia la trampa que la líder había preparado para ejecutarlos a todos. Solo fueron necesarios unos cuantos minutos para que todos los corderos se hubieran reunido en el matadero. Sobre la pequeña cascada que rociaba generosamente la piscina en la que había descansado Gilles, posaba su verdugo con un tridente en las manos. —¡Por la voluntad de aquellas que hemos renacido bajo esta apariencia, nosotras hemos decidido condenaros a vosotros, padres, inversores y hombres de la fe a perecer de la misma forma en que nos fue negado el derecho a la vida! —exclamó con una voz guerrera y ansiosa por escuchar su eco entre las presentes, quienes también empuñaban ahora lanzas de vapor. Aquellas palabras fueron aliñadas por el ruido metalizado que sonaba al golpear las bases de las armas de asta contra el metal. Las paredes empezaron a temblar por momentos, en los alrededores el agua se removía bruscamente. —Es el fin, padre nuestro que estáis en los cielos, santificado sea vuestro… —empezó a rezar un hombre de fe por su vida, mientras se veía aplastado por la bola humana a sus espaldas. —No creas que te daré dicho placer —Murmuró la líder, quien lanzó su tridente contra el centro de la piscina. Aquello provocó que de la cascada surgiera una gran ola que ahogó a todos los presentes, y alcanzó a destruir el recinto debido a la fuerza de la presión caliente. Únicamente quedaron vivas las náyades, quienes al frío de la noche optaron por huir por las rotas cañerías que conectaban a las aguas termales. Ellas alcanzaron los ríos al cabo de poco tiempo. Algunas de ellas perecieron durante el trayecto, sin embargo, se

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convirtieron en una leyenda urbana para los cronistas del progreso, quienes hablaban del suceso ocurrido en las termas de la gran capital como un error de cálculos que salió excesivamente caro.

ALBERT GAMUNDI SR.

España

Facebook: https://www.facebook.com/Albertgamundisrescritor/ Web: https://www.smashwords.com/profile/view/AlbertGamundiSr

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retendo escribir algo que valga la pena, mas no puedo. Entonces escribiré algo que no valga la pena. No, mi lealtad hacia la literatura no me lo permite. Entonces escribiré basura. No. Mi alma llora de solo pensar en eso. Escribiré locuras. Eso haré. Mi mente empieza a sudar frío, debido a tal pensamiento sin sentido. Tampoco está permitido ello. Muy bien, escribiré sobre mí. Será fácil, las vivencias que mantengo en el cofre de mis recuerdos, y/o las ficciones que descansan en el lado ideal de mi vida, de seguro tendrán sentido. No obstante... mi ser y mi esencia comienzan a temblar. No quiero develarme tal como soy, siento vergüenza. Podrían condenarme bajo cien cargos, entre ellos el uso de la desfachatez y el exceso de soberbia. Me encerrarían después en una dolorosa prisión de máxima seguridad. No, no hablaré sobre mí, ¡qué pesadilla! Por lo tanto, narraré sobre mi familia, mis amigos y todos aquellos que conozco: mis compañeros de estudios, mis maestros, mis vecinos, la gente que sale por la televisión (a decir genialidades o a hablar estupideces), la chica que me designarán como pareja cuando cumpla la mayoría de edad. No puedo hacerlo. No puedo procrear un discurso. Qué difícil será encarar a aquellos personajes reales una vez que escriba sobre ellos. Tendría que pedirles permiso para profanar su identidad. No lo aceptarían, ¿quién podría permitirlo? Escribir acerca de sus vidas sería delatarlos; mi vida igual correría peligro. Entonces escribiré sobre las cosas externas, la naturaleza, mi casa, mi barrio, mi región, mi país u ¡otros mundos lejanos! Aunque... ¿estará bien hacer eso? Podría ser un crimen. Todo lo existente tiene dueño. Incluso esta casa no es mía, podrían demandarme y encarcelarme, y, como cierta vez, cuando tenía catorce años, darme una paliza. Nada más por haber tomado como referencia o haber nombrado algo que no me pertenece. Así se trate de una piedra, ésta podría ser la piedra de otro. No debo tomar algo sin permiso. Continúo perdido. Tal vez... No, no puedo utilizar nada concreto. Pero podría hablar de sensaciones y emociones, cosas abstractas, subjetivas, tópicos como el amor o la alegría no tienen dueño. Bien, edificaré mi relato con base en estos elementos, aunque... intuyo que la censura dentro de poco alcanzará estos temas. La gente sonríe a menudo. Se enamora muy seguido. Debo escoger algo que no vaya a prohibirse a corto plazo. Enumeraré cosas que estén permitidas: la moral, la ley, el orden, la obediencia, el sometimiento, el

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miedo. Hablaré de todo ello. Veamos, tengo seis elementos, puedo elaborar una ficción con estos. Empero, solo debo tocarlos positivamente. Si lo hiciera de manera negativa, eso significaría mi muerte. Así, mi historia no tendría sentido de existir. Nadie la leería. Creo que mandaré al diablo dichas temáticas. Mejor escogeré algo de lo que pueda hablar bien y a la vez mal. ¿Qué ha de ser? Pero esto implicaría escribir algo que no valdrá la pena. Y, de este modo, regreso al principio. ¿De qué puedo escribir entonces? Mis manos están atadas. Debo eliminar mi temor a la muerte y redactar, sin miedo ni reprensiones, algo que sienta mío. Algo que me guste. No puedo. No debo hablar de gente, mujeres, hombres, niños, amor, pasión, felicidad, libertad, no se me está permitido. Me torturarían y me aniquilarían. Tengo una familia y debo velar por ella. Sufrirían por mi culpa, los mayores, los menores, y todos sus descendientes también. Pagarían por mis pecados si mi crimen fuera obvio. Puedo hacer como los otros. Hay quienes escriben cosas que no valen nada, que ensalzan al gobierno y critican negativamente a los rebeldes. No. No quiero ser uno de esos arrastrados. Aquellos son los únicos que consiguen publicar. Pero estoy convencido de que no son los únicos que escriben. Quiero ser auténtico. Por mi iniciativa, por mi originalidad. Deseo tanto ser especial. Solo son deseos. ¡Qué felices habrán sido los escritores durante aquella época en la que se podía escribir cualquier cosa, sin presiones, sin jaulas! Ojalá hubiera nacido hace cien años. Hoy las cosas han cambiado de un modo radical. No hay libros de historia ya. No obstante, sé que los hubo. De boca en boca va corriendo la leyenda de los escritores. Hay quienes me incitan a escribir, mis amigos más cercanos me dicen que lo hago bien, sin embargo nunca podré publicar. Quiero narrar algo valioso y ver mi texto en letras de molde. Ni siquiera puedo filtrar algún escrito en Internet. Ellos nos prohibieron su uso hace cinco años. Otro tema llamativo que nunca podré tocar. Tantas cosas interesantes: el bien, el mal, el aire, el fuego, la esperanza, los sueños, mi credo, aquella dulce chiquilla de la que me alejaron, aquel buen amigo que desapareció una tarde de llovizna, aquel niño que fui, aquella preciosa casa donde viví con mis padres, aquel hermoso animal con el cual jugué en mi infancia, aquel perfecto juguete que me servía de compañía en las noches de soledad, aquel, aquella, esos, esas... ¿Qué les pasó? La basura es mi potencial tema. Hablar a favor de los gobernantes no vale el

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esfuerzo. ¿Qué he de hacer? No, no dejes de lado este papel; ya estoy llegando al punto, muy pronto entenderás. Lamento atosigarte de esta manera, pero deseo que sientas mi mundo interior, mi cólera, mi tristeza. Por favor, sigue leyendo, entérate de todo, es mi historia la que te estoy contando. Comprueba mi pesar y perdóname por hacer que tiembles. Sé que probablemente estás leyendo este texto a escondidas, quizá en un sótano frío o en tu habitación, bajo siete llaves. A lo mejor adquiriste estas hojas engrapadas como se consiguen hoy en día: en las zonas más ruines del país, donde ellos aún tienen ciertos reparos para ingresar e imponer su ley. Te pido serenidad. Esta ha sido la única vía para comunicarme contigo. Tuve la idea de imprimir mi escrito, fotocopiarlo muchas veces y difundirlo. Tú debes tener un ejemplar, eso significa que la primera parte de mi tarea ha funcionado. Sin embargo, el segundo tramo depende de ti. Todo aquel que consiga leerme deberá escribir un discurso parecido. Por favor, hazlo. No dudes, no lo medites, solo hazlo. Escribe sobre mí si quieres, te lo permito. Continúa mi historia. Escoge un tema, una persona, un hecho, un elemento, y da a luz una grandiosa narración, libre y emocionante. Me rastrearán, lo sé, me encontrarán, siempre lo hacen. Pero mis familiares me hallarán antes; y llorarán por mí, como quizá tú lo has hecho (por otros), o lo harás en breve. Puede ser que al momento de leer el texto ya sepas quién soy. Me mencionarán en la radio, en la televisión, en los periódicos. Hablarán de mí algunos días y, si no me brindas tu apoyo, quedaré en el olvido. Sin ti, mi acto habrá carecido de significado. Por favor, toma tu cuaderno electrónico, coge tu pluma láser, y escribe. Lo que desees. Vuela. Navega. Imagina. Crea. Siente. Sé libre. Como yo lo he sido. Escribe sobre mí y por mí, porque yo ya no escribiré nunca más con estas manos. Ya no podré amar, sonreír o llorar en las páginas. Va a dar resultado, no te lamentes, no grites, confío en que nuestra empresa será un éxito. De alguna forma valdrá la pena este sacrificio. Valdré la pena yo. ****** Hoy he decidido escribir. Narraré un hecho en verdad maravilloso. Un relato diferente, verdadero; y no tendré miedo. Porque es tan aplastante este régimen; no sabíamos cuánto. Pero temor y arte no habrán de ir ligados jamás. Arte y plenitud, en cambio, sí.

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Escribiré... sobre algo hermoso, sublime. Sobre un joven que, al no poder expresar lo más recóndito de su ser, como acto de protesta, decidió solicitar la ayuda de científicos de todo el mundo –los cuales, como él, deseaban ser libres–, con el fin de inventar, y luego distribuirles a los escritores, un genial dispositivo para redactar creaciones literarias con la mente, para luego comunicarle sus ficciones de modo gratuito a todo aquel que las deseara. Así será la lectura en el año 2023.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com Facebook :http://facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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FESTINES NOCTURNOS

MATEO BRAVO MIR

La cabra, quieta, inmóvil, posando bajo las sombras de pasados atroces y voraces, inciertos y puede que extraordinarios. Consumiendo las llamas lentamente, sintiendo su piel caer a trozos, desprenderse de la carne. Está tranquila, sosegada, protegida por la bestia que guía al rebaño, la que antepone la pezuña a las cadenas. Se mantiene silenciosa y expectante, siente su corazón latir en manos de un gran ente. Sangre consagrada en boca de santos. Hechicera nocturna bajo la luna llena.

SUSURROS

MATEO BRAVO MIR ¿Quién es? Había llamado a la puerta de modo estruendoso y repentino, y por la mirilla logré distinguir una figura humana. Desde el otro lado agucé un leve susurro indescriptible. ¿Qué dice? No podía negar mi pavor ni esconder los escalofríos. Acércate... Pude distinguir entre los suaves sonidos. No logro recordar el motivo de porqué lo hice, pero acerqué mi oído a la roída madera. Lo que escuché entonces provocó una sacudida en mis extremidades, obligándome a subir corriendo las escaleras hasta llegar a mi habitación, esconderme entre las sábanas y llorar preso del pánico.

LECTURA DE RIESGO

JUAN PABLO GOÑI CAPURRO Botas a la pantorrilla, medias oscuras, tapado, cabellos largos y un libro abierto en su regazo. Tarde despreocupada para la mujer de negro; esperaba que abrieran las oficinas de turismo, sola con su historia. Concentrada, no advirtió la figura pegada a la pared del edificio. Cuando sintió el hedor, solo atinó a colocar el libro ante su cara; el ser se le abalanzó. En vez de un mordisco, de la incongruente boca salió una voz, mientras una zarpa le arrebataba el libro. Lo último que vio, al doblar la esquina, fue a la criatura besando la tapa, repitiendo “mamá”.

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MADRE

EDUARDO CRUZ ACILLONA Ella hace tiempo que ya no tiene la fuerza suficiente como para poder recogerse el pelo. A él, en cambio, le encanta ayudarla. Recorre su melena con un cepillo… Suavemente… De arriba a abajo… Una y otra vez... Le acaricia las sienes en un suave masaje y le susurra las mismas bellas canciones que ella le enseñó cuando era pequeño. Es un ritual que procura repetir todos los días, antes de que ella se acueste. Le sirve como entrenamiento para luego degollar con más facilidad a sus víctimas.

VENGANZA

CLARA GONOROWSKY Se defendieron cuando fueron atacados. No tenían otra alternativa, devolver el golpe o desaparecer. Se escondieron en los espejos y esperaron el momento. Los cazafantasmas aullaron de alegría cuando creyeron haber encerrado a los espíritus en la máquina. El sensor de movimiento había dado la alarma y el escáner térmico acusaba puntos fríos; consideraban, por lo tanto, la tarea cumplida. Apagaron las luces y se dirigieron a la puerta. Giraron el picaporte pero ésta no se abrió; golpearon, empujaron, con resultado infructuoso. Quisieron encender la bombilla pero la perilla no respondió. Se dieron cuenta que habían caído en una trampa.

EL EXTRAÑO

JUAN SALVADOR PIÑERO RUIZ Ella lo podía percibir. Una sensación ingrata en su barriga que duraba ya meses. Ahora, con solo mirarla de soslayo, podía descifrar ese extraño vértigo en los ojos de la criatura. La llamada desde algún lugar indeseable y oscuro. Una sombra devastadora que se acercaba cada vez más a su conciencia tratando de robarle el alma desde esa nebulosa incandescente que se había formado en su placenta... ¿Por qué miras así? ¿Quieres dejarme en paz? Pero sus ojos de cieno insistían inquietos siguiendo sus movimientos por la habitación en penumbra. Sabía que jamás saldría de allí.

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¿DULCE O TRAVESURA?

RAMÓN MARTÍNEZ VENTURA

El siglo XXI irrumpió con la prepotencia de la ciencia, la tecnología, y la comunicación. Las brujas fuimos relegadas al olvido, solo rescatadas una vez al año por insoportables niños que nos usaban como pretexto para su insaciable gula por dulces. Decidí terminar con eso. Jamás olvidarán este día. Esperé detrás de la puerta como una elegante señora. Cada vez más nerviosa, oí que se aproximaba un grupo de malcriados vociferantes, que iban a pasar a vivir su espeluznante historia de terror. Desmayando de placer sentí el toctoc…. Abrí con una sonrisa. ¿Dulce o travesura?

LA TRAMPA DEL DUENDE

ALBERT GAMUNDI SR.

Era la noche de los muertos, el ritual social había empezado. El grupo de Charlie había llegado en bicicleta a una urbanización un poco alejada de la ciudad. Llamaron a una pequeña casa. Un hombrecillo pequeño con barba blanca les abrió y les acercó un gran saco gris. Tomad todos los que queráis, no sintáis vergüenza. Ellos se tornaron pequeños dentro del saco y sus gritos casi inaudibles. Me encanta recolectar niños por Halloween. Los duendes no hemos perdido la tradición de embaucar. Se desternilló de risa mientras agarraba a un diminuto niño y lo devoraba como un caramelo.

MAURO FONTANA

ROGER LUIS CHICO CABARCAS Caminaba orgulloso entre la gente sin rostro. No los miraba a los ojos ni les buscaba palabras, prefería desconocerlos para no sentir absurdos remordimientos, prefería creer que sus actos guardaban misericordia. Su última víctima le sonrió antes de morir y Mauro Fontana se estremeció ante el solo intento de vacilación, no lo dudó y el cuchillo empujó muy cerca al corazón. “Matar es un placer como beber un trago de hiel, mas el amargo es un sabor y no deja de ser” era el epitafio de la tumba de este bienhechor.

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LA CUCHARA

ALVARO MORALES Somos los últimos. Mastico lento lo poco que queda de su madre. Ella hace rato que no come. Me observa por encima de la mesa. Nuestras miradas se entrecruzan en un milagroso destello telepático. Estamos pensando igual. Nos abalanzamos al mismo tiempo por los cubiertos sobre la mesa. Maldigo. Ha tomado el tenedor. Y yo…

EL ASESINATO COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES ANDRÉS GALINDO

A José Manuel Ortiz Soto

“¿Voy a morir?”, preguntó en la primera página. Yo, que más bien soy escritor dilatado y busco en el crimen la perfección del arte, respondí: “no hace falta adelantarse a los hechos; eso sucederá en el capítulo cinco”. Me limpié la sangre de la historia anterior y saqué el bisturí.

GIANCARLO

DESTINO

UBILLUS

Los gritos se ahogan en la madrugada. Corre con el corazón a mil, sin rumbo, una risa y una voz gutural persiguiéndolo. Se desvanece. Recuerda la fiesta, el descontrol, la excitación, las velas negras, los disfraces y la sangre. Se estremece y cae al pie de una cruz pidiendo perdón. Llora, suplica y la voz gutural: “no puedes huir de tu destino”. Siente una punzada en el vientre. Una risa. Siente un líquido tibio, horror. Trata de guardar sus intestinos. No le quedan fuerzas para gritar. Cierra los ojos. Alcanza a leer “Cementerio Municipal”. La risa apaga su último suspiro.

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SEXTO SENTIDO

LLUÍS TALAVERA

Duda de su capacidad de resolver tan incierta situación hasta el punto de que la ha acabado aceptando como algo sin remedio. La coyuntura se repite tres o cuatro veces al día. Nota una especie de punzada en la nuca que le recuerda su presencia. Se dirige al sótano y entre súplicas, lamentos y frases confusas les deja algo de comida, pero sin quitarles los grilletes. Ellos creen que están vivos, le falta convicción para tratar de sacarles de su error. En ocasiones ve muertos. Y piden ayuda a gritos.

El día de mi muerte Stephanie Pugliese H

Durante años había sufrido de algo llamado parálisis del sueño. De repente despertaba incapaz de moverme por varios segundos y en ese lapsus de tiempo podía llegar a ver las más horrorosas imágenes; pero ese día fue diferente. Desperté y vi una figura de unos dos metros de alto con unos ojos brillantes que lentamente se acercaba a mí. Pensé que era otra alucinación más causada por la parálisis del sueño, pero entonces un cuchillo atravesó mí corazón una y otra vez. Esta vez no era un sueño. Esta vez estaba viendo a la muerte frente a frente.

Posesión

Stephanie Pugliese H Esa noche desperté a las 3 A.M completamente paralizada en la posición en que Cristo fue crucificado. Unas voces aterradoras susurraban a mi oído mientras sentía que mi espíritu abandonaba lentamente mi cuerpo. Algo dentro de mí me decía que debía luchar. De repente empecé a rezar en un idioma que parecía ser latín, un idioma que jamás había estudiado y entonces entendí que no era yo quien rezaba. En ese momento yo estaba en medio de una lucha entre el bien y el mal por salvar mi alma.

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Enemigo sanguinario

alicia gaione

Tuve miedo que esa noche apareciera otra vez en mi dormitorio. Me oculté debajo de las sábanas. De pronto lo oí, ya estaba ahí. Mis brazos se movían sin rumbo tratando que se alejara. Cuando creía que iba a abandonar su intento, se lanzaba nuevamente al ataque. Cruel. Sanguinario. La noche era su aliada, me sentía vencida. Al pasar las horas abandoné mi lucha. Me dije: “No puede ser. ¡No toleraré otra noche más! Un simple mosquito no arruinará más mi descanso...”. Me levanté, tomé mi zapatilla, lo estampé contra la pared y traté de dormir.

Cocina

Gerard King Estoy en pie en mi cocina, sobre la sangre de mi familia. Mi esposa y mi hijo fueron brutalmente asesinados y yo no estaba aquí para evitarlo y ahora su sangre sirve de decoración en las paredes. Mis piernas no responden, ni siquiera cuando la puerta de la cocina se abre, entrando un hombre horrorizado y con una pistola en su mano. —¿Qué hiciste? —Me pregunta con la voz quebrada. —¡¿Qué le hiciste a mi familia?! Oh, es cierto. Esta no es mi familia. Yo no tengo familia. Dejo de llorar y empiezo a reír.

Catalepsia

L. E. Velázquez Se escuchó un ahogado intento por respirar y la sala quedó vacía. Por más que insistió, nadie creyó que en esas trece horas que pasó muerta estuvo con un hombre. El amor de su vida, le llamó ella. El amor de su muerte, se burlaron otros. Un torrente tiñe de rojo la habitación, proveniente de la lengua amputada por los dientes de la joven. Mientras tanto, un auto atropella a un hombre que acaba de despertar de un coma y busca por las calles, con un hospitalario pijama, a la mujer que conoció en su comatoso estado. 157


LA ESPERANZA NUNCA MUERE

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Ahí estaba mi amada, tendida esperándome. Quizás tardé mucho y se quedó dormida, juraría que su pecho se mueve imperceptiblemente, aunque los demás no lo vean, por eso entre las velas y el llanto de los deudos me acerqué a la urna y la besé. Era el segundo día del velorio, estaba cansado y el cura ya había rezado los responsos. Era hora de partir al cementerio a enterrarla. Mis amigos me sacaron a la fuerza de la urna, juro que respondió a mi beso, que entreabrió los ojos, juro que me dijo en un susurro Volveré.

CLOROFILIA

RIGARDO MÁRQUEZ LUIS —Llegas tarde—. Musitó ella. —Lo siento, el papeleo me absorbió—. Dijo él dándole un beso apasionado. La mujer se dirigió a la cocina para servirle la cena. Un momento después el hombre sintió la caricia metálica de una navaja cercenando su cuello, por lo que su sangre brotó a raudales. —¿Creíste que no percibiría el aroma a carne?, ser vegetariano es un estilo de vida—. Enunció ella. La mujer arrastró el cuerpo para luego descuartizarlo de manera artística. —Ustedes la necesitan más que ese mentiroso—. Aseveró ella mientras alimentaba con los restos a las ratas del drenaje.

En un sinvivir

Marian Peyró

Otra vez ese señor. Haga lo que haga, ahí está. Siga una rutina, o no. Más de un año así. Al principio pensaba que era coincidencia, pero, obviamente, no puede ser. Siempre parece que quiere decirme algo, pero yo no le conozco de nada y por eso huyo, cambio de acera, me meto al metro, abandono a medias la compra. Hoy me ha pillado y me ha dicho: “¡Al fin!, ¡llevo años para darte esto!”, mientras trasteaba con su riñonera, y sonreía tranquilizándome. “¡Qué alivio!”, he pensado, riendo, al tiempo que él sacaba una pistola y me volaba los sesos.

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Amor

Ana maría Caillet Bois La vieja Casona del barrio está rodeada de misterios. El mendigo pasa por la esquina. Se ha puesto a llover con fuerza. Toma coraje, toca el picaporte, está sin llave y entra. Una sensación de asfixia lo ahoga ni bien transpone la puerta. Luces de colores se prenden y se apagan mientras un fantasma pasea divertido al ver la cara de asombro del hombre. El miedo se mete en sus zapatos gastados y sube por su cuerpo hasta llegar a la cara que a esta altura luce pálida como un cadáver. De pronto se enciende una sola luz blanca y aparece ella, su novia de la juventud. Te he estado esperando una vida.

Saludos por Halloween

Isabel Fuertes Vila

Cuando en la sala retumbaba la última campanada del reloj indicando la medianoche del 31 de octubre, comenzó a sonar su celular. Al ver que era su ex novia, se sentó en el sillón y contestó la llamada. Apenas posó su oreja sobre el auricular del aparato alcanzó a distinguir un molesto zumbido que fue audible durante dos segundos. Luego, hubo silencio absoluto hasta que se cortó la comunicación. Aquel sonido, que detonó la más cruel de las venganzas, le perforó el tímpano e hizo estallar su cabeza esparciéndose su masa encefálica por toda la habitación.

CON CAFEÍNA, POR FAVOR

Ximena R. Molinari

Sebastián caminó hacia la cafetería, compró un descafeinado y continuó. Una bella joven tropezó derramándole el café. Pidió disculpas y le invitó otro. Pasaron horas conversando en una apartada mesa. Al cabo de un rato, Sebastián, con ambas tazas, se dirigió hacia la caja para devolverlas y abonar. —Lamento que lo dejaran plantado. ¿Desea llevar ese café? Sebastián miró la taza de la joven, estaba helada y llena, se volteó rápidamente y

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en aquella mesa no había nadie. En ese instante, el noticiero informaba acerca de una joven mutilada hallada dentro de una maleta abandonada en la plaza pública.

Error en un entierro

Carlos F. Martínez Quero

Medianoche. Florencio Morán trabajaba absorto en el despacho de su hacienda. El chirrido de las amplias puertas al abrirse lo interrumpen. Atónito, ve a un hombre seco, de ropas raídas y polvorientas, caminar hacia él, seguido de un caballo cadavérico con ojos como teas. Se detiene frente al escritorio. Habla. —¿Sabe? Para hacer un “familiar” que proteja su finca, solo debe enterrar un caballo vivo. Cuando usted entierra un inocente vivo como yo con él, hace que el familiar sea un engendro infernal. Morán ve entonces, aterrado, en los ojos del caballo, las llamas del infierno. —Hora de irnos, Morán.

CONQUISTA

JESÚS HUMBERTO SANTIVAÑEZ VALLE Llegué puntual a la cita y todo salió como lo deseaba. Amarilis accedió a subir a mi departamento; el efecto del alcohol con la pastilla constituía mi ventaja. Entre risas comencé a tocarla hasta que su cuerpo se desmayó entre mis brazos. No me importó su inconsciencia; me daba igual al penetrarla. Cuando la despojé del calzón y entré en su cuerpo adormilado, una espada ingresó en mis genitales. Al moverme hacia atrás recuperé mi sexo en hilachas. La sangre chorreaba afiebrada y un calor me ahogaba por completo. Cuando Amarilis despertó, se enfundó el pantalón para luego abandonarme.

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AZAR

RENATE MÖRDER ¡Oink, oink, cerdito! Oink, oink. El niño aturdido por los gritos de sus compañeros corrió hacia la parte trasera del autobús. Un segundo después un camión que venía a toda velocidad los embistió. “Fue el azar, la mala suerte, su niño estaba en el lugar equivocado”. Su hijo había sido la única víctima. Aldana preparó los dulces y el cartel de “Happy Halloween” y llenó la piñata con forma de cerdito. La llevó al aula y la dejó colgada. Esta vez, no sería al azar.

Él espera

FEDE MARONGIU Él espera. Acostado en la oscuridad. Sin poder moverse. Sin ver. Solo ruidos: una gota que cae, pasos en el piso de arriba, tal vez alguna voz. Eso es lo peor, la voz. La conoce de memoria después de todo el tiempo que ha estado ahí. Cada vez que la ha escuchado ha venido acompañada de un dolor indescriptible. Cuando la voz se acerca una parte de su cuerpo se desprende, es mutilada, cortada, arrancada. Luego, un algodón, el olor del alcohol desinfectando. La carcajada del hombre y los pasos que se alejan. Tironea las ataduras. Es inútil. Él espera.

MEMORIAS DE UN CREADOR DE CÓMICS

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Dibujo lo que veo. Escribo lo que sé. Limpio muy bien la escena del crimen tras realizar mi tarea. Sé que a estas alturas ya han relacionado mi arte con los asesinatos. Algún día (quizá muy cercano) me atraparán, pero el riesgo ha valido la pena. He cautivado a un público amplio, ansioso por cada nueva historieta que concibo. Dicho de otro modo: de cada nueva aberración que perpetro y luego plasmo en papel.

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UN ARTE ESPANTOSO

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS —¡Eres un monstruo! —le grito él. Ella no entendió por qué le decía eso; enojada, le respondió: —Calla, mierda, los monstruos no saben nada de arte, y la cocina es un bello arte. Soy una excelente cocinera, te lo voy a demostrar, mi plato quedará delicioso, ¿estás preparado? —¡No, por favor, no! ¡No hagas esto, Débora! La mujer lo ignoró, le puso al hombre atado una manzana en la boca, y lo metió al horno.

UN CAMBIO… ¿FICCIONAL?

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Me estoy transformando: engordo, me encojo, mi piel se endurece como el cartón.

libro.

Y tengo visiones: sangre, mutilaciones, personas muertas… …un rostro diabólico que sonríe. Me hallo a un paso de la locura. Al mirarme en el espejo, descubro lo que sucede: estoy convirtiéndome en un En la más horrible novela de terror de todos los tiempos

DIABÓLICO INSTANTE

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS Es de madrugada y no puedo reposar, siento que algo se desliza cerca de mi lecho. ¿Acaso un demonio, vampiro u otra infernal criatura? De súbito aquello se lanza contra mí y me muerde en la cara, me arranca la nariz de cuajo; apresa mis muñecas y desgarra mi pecho. Consigo zafarme, giro con rapidez mi cuerpo e intento escapar. La bestia me arranca las alas con sus dientes filosos. Despierto gritando. Todo se halla en completa normalidad: el río, las nubes, los jardines. No entiendo por qué en el Cielo los ángeles tenemos pesadillas.

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Terrores nocturnos

Ángel Manuel Santamaría Ortiz “León y gacela corrieron iniciando una eterna amistad”. ¿Te gustó? Sí. ¿Se hicieron amigos para siempre? ¡Claro cariño! Papi, “porfi”… Cariño, no hay monstruos bajo tu cama. ¿Seguro…? Sí. ¡Solo hay cosquillas…! Papá jugaba mordisqueando a la pequeña. Sus carcajadas retumbaban. ¡A dormir…! Un beso selló sus infantiles sueños. Papá volvió a su solitaria habitación. Antes de apagar la luz, instintivamente, miró bajo su cama… Nada había. Instantes después, una voz le sorprendería en la oscuridad. Enrique, no todos los cuentos tienen un final feliz… Instantes después, todo fundió a rojo.

Ilustración: Francisco Segura Morlán España Twitter: @Pakseal

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