EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Nro 12 Febrero 2017

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 12 - febrero 2017 Edición y Diseño de tapa:

Renate MÖRDER Imágenes:

Pixabay / FOTO QUE ILUSTRA EL CUENTO "hOrmigas": Marco Rodriguez Garrido

copyright: EL COPYRIGHT DE LOS CUENTOS PUBLICADOS PERTENECE A SUS AUTORES, QUIENES RESPONDEN ACERCA DE LA AUTORÍA Y ORIGINALIDAD DE LOS MISMOS. Bajo Licencia Creative Commons Atribución-NoComercialSinDerivar 4.0 Internacional

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Índice HORMIgAS VICTORIA MORA 5 los dedos de monk david fionn 10 ME GUSTA MARCOS TABOSSI 17 PERLA ROSA DEL REINO DE LAS SOMBRAS CARLOS M.FEDERICI 22 EL NIÑO YOLANDA SA 30 "QUERIDOS AMIGOS" ANA MARÍA MANCEDA 38 ZONA DE ANGUSTIA CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 42 FUE EN VENECIA ARNOLDO ROSAS 46 LOS VOTOS LILIANA MACHICOTE 48 NOCHE ROJA, LUNA ALEGRE Francisco J.Pérez Ruíz 56 ¡APOCALIPSIS, POR FIN! ÁLVARO MORALES 64 NEGOCIOS SUCIOS ANDRÉS FORNELLS 69 DE LO QUE CONTÓ EL DR. GUNTER EN EL CALIFORNIA CAFÉ HÉCTOR D. VICO 74 LUNA PATRICIA RICHMOND 81 TIEMPO TORMENTOSO ROLANDO J.DI LORENZO 83 LA DESILUSIÓN DE LA PUERTA CAOBA LOREN KILLDEER 87 la tierra de los no queridos león salcovsky 95 aitor robe ferrer 98 luces ana maría caillet bois 105 el gitano graciela vargas 107 aries lolabistrot 111 delirio de amor damaris gassón pacheco 113 la loca de los gatos pilar olvera 117 el vagido luis salvatore 120 TODAVÍA COMO DE AQUEL PAN NICOLáS RODRíGUEZ PEREIRA 123 la ejecución alféizar 127 DESALMADOS DANIEL SÁNCHEZ POITEVIN 129 y que dirán tati jurado 132 la marcha fatal nancy aguilar quintero 135 EN BUSCA DE UN NOMBRE Lydia Raquel RabuñaL 138 la rosa amArilla zandro zás 144

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San Vicente, 1976

L

as hormigas lo perseguían hasta en los sueños. Rodolfo ya no sabía

qué

hacer

con

ellas,

avanzaban

silenciosas,

multitudinarias. Una noche llegó a soñar que, yendo al almacén, se encontraba con una gigantesca. La hormiga le

arrebataba el carrito de los mandados y le daba dos cachetazos. Se despertó transpirado, y cuando se pasó las manos por la cara, ya sentado en la cama, sintió que tenía lágrimas en los ojos. Se levantó al baño dando tumbos, se lavó la cara y volvió al dormitorio. Intentó recuperar el sueño. Ya no pudo. A la mañana siguiente entre mate y mate se lo contó riéndose a Lilia, ella lo escuchó atenta. ¿Qué te parece que hagamos? le preguntó. Seguí buscando el libro de Maeterlink, de ahí vamos a sacar la información que necesitamos dijo él. Estuve preguntando, hasta ahora nadie lo tiene. Mañana cuando vuelva a Buenos Aires averiguo en otras librerías. A Rodolfo lo obsesionaba ese libro donde se hablaba de la vida de las hormigas. Desde que por primera vez había visto una fila avanzando en surco perfecto en el medio del terreno donde estaba la casita, insistía en conseguir ese libro. Necesitaba conocer muy bien al enemigo para saber qué hacer con él. La tarde que las había visto fue apenas unos días después de llegar a San Vicente. Se había acordado de su padre y el campo. Él habría tenido unos siete años y estaban en el jardín de la casa donde vivían, en Choele Choel. Mirá, Rodolfo, este es uno de nuestros peores enemigos, son peores que los del banco, había dicho su papá y se había echado a reír con una mueca. ¿Sabés lo que le hacen a los ranchos? Mientras vos te creés que son hormiguitas inofensivas, ellas se vuelven miles, cuando te querés dar cuenta se metieron en tu casa y ya no las podés sacar más. Más de un gaucho ha tenido que dejar su casa transformada en tapera escapando de las hormigas, eso lo leí en un libro. No hay que dejarlas, apenas las ves, hay que matarlas. 6


Tantos años y no se olvidaba. La imagen de lo que podrían hacer las hormigas en el terrenito de la casa que había podido conseguir con Lilia, no era algo de lo que pudiera reírse aunque delante de ella lo intentara. Había elegido San Vicente por su laguna. Recordaba esos momentos en que se sentaban con Lilia frente a un mapa abierto de la provincia de Buenos Aires buscando el camino, de lo que él había llamado, la expedición al sur. Nos sacaron el río pero nos quedan las lagunas, mirá, le decía a Lilia señalando el mapa, Buenos Aires está llena de lagunas. Así habían llegado una tarde de diciembre. Bajaron del tren y fueron directo a la inmobiliaria del pueblo. Rodolfo llevaba los clasificados con esa casa marcada. Apenas estuvieron frente al lugar supo que no se habían equivocado. Unos días después de la llegada, a pesar de la falta de luz eléctrica, y de tener pisos de ladrillos y paredes de adobe, la máquina de escribir tenía su lugar sobre la mesa y sus papeles se apilaban a los pies de la cama. Los libros que lo acompañaban descansaban por los rincones, esperando el turno de ser leídos. Cuando había que comer o dormir las cosas encontraban otro lugar. Estaban cómodos. Ahora, un mes después de ese primer día, el sol empezaba a caer en un atardecer cálido. Tenía que levantarse de la máquina de escribir para preparar los faroles. Una vez que encendió los cuatro que usaban dentro de la casa, buscó un cigarrillo y salió a la vereda a ver si ya volvía Lilia en el tren de las siete y veinte. Mientras fumaba pensó que ojalá ella hubiese encontrado el libro. En ese momento pasó un vecino. ¿Cómo le va, Beto? Bien y usted ¿Cómo anda? Contestó él. En este tiempo que se llamaba clandestino él era Beto. El hombre le contestó que estaba bien y siguió por la vereda, Rodolfo exhaló una nueva bocanada de humo. Volvió a mirar la calle por la que ahora venía caminando Lilia a unas dos cuadras. Después de la última pitada tiró la colilla de cigarrillo y caminó hacia ella. Cuando llegó a su encuentro la saludó con un beso y le preguntó cómo le había ido. 7


Si te referís al libro de Maeterlink, no lo conseguí. Lo demás, todo bien, sin novedades, dijo ella y siguieron caminando hasta la casa. Llegaron y pusieron las bolsas con la comida sobre la cama porque la mesa todavía tenía los papeles y la máquina de escribir. Él le pidió ir al fondo a ver qué hacían con las mierdas esas. Cada uno con un farol en la mano salieron al jardín. Vieron el ir y venir de las hormigas. Siguieron la fila para encontrar dónde estaba el hormiguero. Él llevaba un palo para destruirlo en caso de encontrarlo. Había probado envenenarlas con distintos productos y nada, imperturbables volvían y cada vez que lo hacían parecían ser más. El final del camino de las hormigas coincidía con un costado de la casa para el que Rodolfo tenía planes: el hormiguero estaba justo donde él pensaba simular un galponcito con cuatro chapas, con una boca en el piso que se abriría como túnel en caso de emergencia. Si los milicos llegaban a reventar la casa, Lilia y él tendrían una vía de escape. Se quedó así con la mirada fija en el volcán de hormigas que Lilia iluminaba. Fue un quedarse mudo, sin saber qué carajo decir ni qué hacer con ese palo frente a unos seres que se multiplicaban sin control y lo acechaban hasta en los sueños. A pesar de las pesadillas a la mañana siguiente se despertó apenas sintió el sol que se metía por la ventana, aún no había cortinas, lo había visto como una ventaja, no necesitaban despertador. Era sábado y Lilia podía seguir durmiendo. Se levantó y puso la pava a fuego. Tenía que seguir escribiendo la carta, faltaban tres meses para el primer aniversario del golpe, tenía doce semanas para escribir y corregir todo lo que hacía tanto le daba vueltas adentro, una realidad apenas creíble. No esperó a que el agua estuviera a punto, se sentó frente a la máquina de escribir que del suelo subió a la mesa. El repiqueteo incesante no logró despertar a su mujer. Buscó una carpeta que había dejado en la silla, recorrió anotaciones, las leyó, volvió a sentarse. El silbido de la pava indicando que el agua ya no servía para 8


tomar mate no logró frenarlo. Esa carta iba a marcar su vida, lo sospechaba. No sería sin consecuencias. Tendrían que volver a mudarse, seguir hacia el sur. Pensaba en eso mientras escribía, un impulso más fuerte que todo el dolor que había sentido lo empujaba a seguir. Pensó en su hija, en Viqui, resistiendo con su risa y su camisón sobre la terraza, metralleta en mano. Borró el recuerdo que había construido gracias a los dichos de otro. Si no lograba mantener la angustia a raya no iba a poder seguir. Se secó unas lágrimas y se levantó, por fin, a apagar el fuego.

VICTORIA MORA

Argentina

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E

l aroma de las sábanas me resulta familiar. Cada movimiento que doy, perezoso, hace que el olor fluya y se mezcle con el aire. Intuyo trazas de bergamota, jazmín y limón. La cama es grande y aunque la persiana está cerrada puedo ver

perfectamente, gracias a la luz que sale por el borde de la cabecera. Es una luz tenue, azul. Presiono el interruptor que está a mi derecha, la persiana sube en silencio descubriendo una terraza que parece lo suficientemente grande como para montar un mini golf. Afuera el día está despejado. El sol inunda la habitación, en la pared que tengo al frente cuelga una fotografía tamaño real de una mujer posando desnuda, en blanco y negro y con el fondo difuminado. Ella mira directo a la cámara, no es lo que se podría llamar una mujer hermosa, pero posee un atractivo extravagante, místico. Al incorporarme, la alfombra me produce un cosquilleo agradable en la planta del pie. Por las vistas que se aprecian supongo que estoy en un ático al oeste de la ciudad. Noto un dolor intenso en la zona occipital, como si una apisonadora me estuviese asfaltando el cerebro: cada camino, cada pliegue. La masa encefálica caliente y densa bulle dentro, haciéndome sentir, por un momento, que los globos oculares van a estallar y a saltar de sus órbitas para liberar la presión. Creo que necesito un trago. El salón es grande y tiene salida a la terraza. Fotografías en gran formato cuelgan de la pared. Una barra en forma de U divide el salón del comedor. Es una barra de bar muy completa, nevera, máquina de hielo, lavaplatos, cava de vinos. La estantería, hecha en madera de iroko, exhibe una hermosa colección de licores, me decido por la botella de Grey Goose y sirvo un vaso hasta la mitad, añado hielo y piel de lima. A medida que el líquido pasa por la garganta, los poros se abren y el dolor de cabeza mengua significativamente. En ese momento me doy cuenta que tengo una erección magnífica. Las venas laten, siento las pulsaciones a través del pantalón. 11


Orinar con el pene erecto es difícil, debo relajarme, espero unos minutos hasta que empieza a salir un chorro, al principio con poca fuerza y entrecortado. Me lavo la cara, en el tocador hay un frasco de agua de rosas que pulverizo sobre el rostro pálido y ojeroso. Con los ojos entreabiertos, para no quitar con la mano el exceso de la esencia de rosas y que así mis poros absorban la mayor cantidad posible, deslizo la mampara de cristal templado con motivos serigrafiados semejantes a la hoja de arce. Tanteo el grifo y lo giro, el sonido del agua cayendo me relaja. Dejo la ropa bien doblada sobre una cesta de teca y entro a la ducha. El vapor me acaricia la cara, suave y cálido. El cabello de la chica que yace boca abajo en la ducha bloquea el desagüe, ocasionando que el agua se estanque, lo cual resulta terriblemente desagradable. Con el pie, aparto lo que puedo. Cuando el agua vuelve a fluir, me pongo un poco de gel corporal y lo reparto hasta conseguir una espuma homogénea con un delicioso aroma a leche de almendra y aloe vera. Debe rondar los veinticinco, la cabellera azabache abierta como la cola de un pavo real serpentea en los surcos que marca el agua al correr hasta perderse en un camino sin retorno por las cañerías de la ciudad, sobre su piel morena explotan las gotas de agua que caen, como una lluvia de estrellas en el desierto frío. Vuelvo a notar mi pene hinchado y duro como un castillo de feria. Con la toalla envuelta hasta la cintura y los pies todavía mojados, tomo otra copa para relajarme. Me quedo contemplando las nubes que pasan como en una película antigua, ligeramente aceleradas. Las imágenes vienen a mí en forma de rostros: hablan, ríen, fuman, besan, maldicen, lloran. Rostros sin nombre, aunque resultan cercanos, familiares. Todos tenemos un pasado, supongo. El timbre del teléfono me trae de vuelta, sigo en el mismo lugar tan habitual y desconocido a la vez. Levanto el auricular y lo acerco al oído, —un gesto en apariencia sencillo; pero que en este momento se me hace difícil—. Al otro lado de la línea hay interferencia. Permanezco en silencio.

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Al otro lado de la línea, más allá del ruido como de arena seca parece haber una voz. Continúo sin decir nada, los gritos al otro lado se hacen evidentes, aunque son ininteligibles. Es una resaca de voces que emerge de las profundidades del teléfono en forma de canto de ballena o de sirena o de delfín. No lo sé. Con la mano libre alcanzo la nota que está sobre la mesa: viernes 12, cena. Nueve confirmados. La caligrafía es magnífica, ligeramente inclinada. Las líneas exteriores, redondas y achatadas en la parte superior, perfectamente alineadas unas respecto a otras, se me antojan deliciosas. De un tirón, arranco la nota y en la siguiente hoja copio el texto. No cabe duda que esta nota fue escrita por alguien con una letra tan cautivadora como la mía. La cocina es amplia, hay espacio suficiente para preparar los alimentos con holgada comodidad. También está dotada de todo lo necesario, desde utensilios hasta condimentos. Una gran variedad de especias exóticas, plantas aromáticas, aceites, vinagres se reparten por todo el lugar. En un recipiente de amaranto, tallado en motivos geométricos más bien complejos reposan frutas diversas. El conjunto forma un bodegón digno de ser plasmado por un gran pintor. Quienquiera que haya hecho esto, entiende la cocina en un nivel elevado. No es un simple espacio, burdo y ordinario donde elaborar platos para paladares mediocres. Sería más correcto darle la denominación de santuario gastronómico. El calor comienza a apretar. Enciendo la climatización, encuentro un viejo disco de Monk, lo hago sonar y me siento desnudo en el sofá de piel. He llenado el vaso de hielo hasta arriba, he sustituido la piel de limón usada y he puesto un poco más de Grey Goose. Esta vez lo rebajo con tónica. La música de Monk me fascina, siempre lo ha hecho, basta con oírle tocar las dos primeras notas para empezar a flotar entre los espacios de silencio y las notas disonantes intercaladas. Pienso en la chica tendida en

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la ducha, su piel fría en contacto con la cerámica. Sería muy descortés que los invitados no puedan usar el baño por su culpa. Debo desaparecer cualquier indicio de un futuro inconveniente. Regulo la temperatura del agua lo más caliente que puedo soportar. Necesitaré agua abundante, y unas buenas herramientas. Mientras busco, los dedos de Monk suenan y danzan alrededor mío y me pregunto cómo eliminaba Monk, las notas que le estorbaban. Volteo el cuerpo, el agua humeante se abalanza sobre su rostro pálido, lo abraza, lo rodea y se escurre por el cuello como largos dedos que intentan llegar más allá de lo que la vista abarca; entonces, de repente, siento como si le estuviesen insuflando aire caliente a un globo aerostático entre mis piernas. Con un pequeño puñal hago incisiones en la región femoral, justo debajo de la cintura pelviana. También secciono el triángulo anterior del cuello, unos cortes pequeños y profundos. Aunque ha aparecido cierto rigor mortis, la ausencia de lividez me hace pensar que no lleva mucho tiempo en ese estado. La sangre que no se ha coagulado mana, espesa y perezosa. Hago un corte en el bajo vientre que no logra atravesar la capa de grasa bajo la dermis, repito la acción en el mismo sentido del corte; esta vez, a medida que el cuchillo va abriéndose paso, las vísceras saltan a la intemperie, ven la luz por primera vez. En una bolsa introduzco intestinos, estómago y vejiga con cuidado de no romper para que no se derrame su interior. Son sustancias mal olientes, despojos. Elimino el cabello con una máquina de rasurar y con un pequeño soplete remato, quemando el vello sobrante. Con la elegancia de Monk, la desuello. Completo la transformación mientras suena Epistrophy. Ha mutado a otro estado, toda la mascarada que la aislaba del exterior ahora es piel floja y arrugada. La esencia real de su ser se evidencia en músculo y grasa. Los tonos del rojo al rosado dibujan formas hermosas, inusitadas. Por un instante puedo ver un cuerpo que va dejando de ser cuerpo, a su lado yo estoy ridículo con todos mis órganos contenidos, la sangre circulando en un ir y venir

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carente de sentido dentro de la piel tensa como la cuerda de un funambulista. Abro la ducha y limpio bien mi piel y la lavo a ella. Quitarle la piel a un cuerpo es agotador. Tomo un descanso, el Grey Goose me espera en el mini bar. Las extremidades no las quiero. No sirven para nada. A la altura de muñecas y tobillos doy golpes certeros con el hacha de cocina. Separo manos y pies definitivamente de lo que una vez fue un ser único, femenino, un ser atado a tantas cosas efímeras, amor, odio, dolor, piel, sangre, hueso, fibra, grasa. En cierto modo, dividiendo a ese ser único, ha expirado cualquier condición o género, convirtiéndolo en un hecho en sí mismo. Lo he liberado. Lo he evolucionado. Mientras preparo el fuego de la chimenea, el vaso que sostengo en mi mano suda y gotea. Lo que he hecho es, mediante una técnica precisa, separar toda la carne del hueso. La carne la he reservado en un gran recipiente de cristal de bohemia. Los huesos los he lavado con lejía hasta dejarlos limpios de cualquier resto de carne. De uno en uno, voy metiéndolos en la chimenea, es una pieza metálica y acristalada en el centro del salón, es posible observar el fuego desde cualquier ángulo. El diseño es hermoso y funcional que recuerda al módulo de mando de las antiguas naves Apolo. El pequeño estallido que hacen los huesos al quebrarse por el calor es reconfortante, parecido al de la madera, pero más grave. Me siento en el sofá a ver el espectáculo de fuegos artificiales en miniatura. Me doy cuenta, en ese momento, que sigo desnudo y que el pene lo tengo inflado y duro como el neumático de mi Royal Enfield. A los huesos reducidos a ceniza les añado el despojo. Todo aquello que no voy a usar, que fue y ha dejado de ser, absolutamente todo, convertido en humo. Recuerdo un rostro y un nombre. Ramón Alvarado. Nariz chata, cara redonda. No recuerdo el año, pero estoy seguro que era algún lugar 15


de la selva amazónica. Me enseñó la mezcla perfecta de especias, una salsa única, que él mismo había inventado, después de años de investigación, probando sabores, texturas. Se debe preparar con calma, vertiendo los ingredientes en el orden correcto. La carne la corto a dados y la mezclo con la salsa. Es importante que macere bien. Con la lengua, el corazón y los sesos hago un guiso para el relleno de los canapés. Echo más leña en la chimenea, para mañana lo que quedará solo será escombro humano, cenizas con un pasado indescifrable. Vuelvo al trago, a contemplar el fuego. A lo primitivo. Cae la noche y la ciudad se enciende. Apenas se pueden ver las estrellas, pero allí están. Pronto muchos estarán en sus refugios, creyéndose a salvo. Mañana los recibiré como el perfecto anfitrión que soy. La iluminación correcta, la música apropiada, una cena exquisita. Solo tendrán que hacer el esfuerzo de salir de la oficina, ir a casa, tomar una ducha, masturbarse o hacer el amor; vestirse, perfumarse. Sacar dinero del cajero, tomar una copa. Tocar el timbre, estirar los músculos de la cara y sacar sus mejores ingenios para pasar una velada inolvidable. Y beber... Y comer.

DAVID FIONN

Venezuela

Twitter: @david_fionn Instagram: gdrincon

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L

a madre recostada en el sofá, cansada de algo o de todo. Cansada. La hija inquieta que no llega al metro de altura y que tiene hormigas en el trasero (o eso le dice su madre) avanza como puede con esas piernitas que se mueven con un poco de

tembleque y que amenazan con el derrumbe que no llega a producirse porque sus bracitos son movidos con eficacia manteniendo el equilibrio. La primera, sube las piernas a un banquillo y abre su celular con la mano derecha. Sopla y resopla y mira a la criatura un poco con amor y otro poco con odio —si es que se pudiera mirar así. Demasiado esfuerzo hace todo el día, todos los días, así que merece un descanso. Desbloquea el aparato y revisa las fotos y el WhatsApp, borra algunas aplicaciones porque tiene poca memoria y repasa los últimos videos que subieron al grupo “las chicas”: algunos machos en pelotas y unos audios graciosos de gente pobre que castellaniza letras de canciones en inglés. La pequeña se abalanza a la cocina con las manos hacia adelante en posición en que se imita a los sonámbulos. Se cae, pero sigue. Una o dos veces. Viene acumulando chichones y moretones desde que empezó a andar. Es lo común, por eso la madre ni se mosquea, porque los chicos son de plástico y viven en el suelo pero no se hacen nada, qué se le va a hacer. Dos, tres pasos y cae, pero se levanta y llega hasta la mesada, pone sus deditos por encima de la misma como si deseara escalar. Apenas roza el mango de la cuchilla con la que la madre cortó el zapallo un rato antes, pero no se rinde. Una y otra vez va apenas tocando el arma blanca con un esfuerzo descomunal y ganando un par de centímetros, cuando se aviva de ponerse en puntas de pie. Todo en un perfecto silencio que relaja a quien, en el sofá, acaba de entrar al Facebook porque tiene dos notificaciones pendientes. A Gerardo Martínez le gusta la foto que Luisa Galván le etiquetó y además comentó “guapas” con dos signos de admiración. En la foto que vuelve a mirar está ella con su amiga abrazada, inclinada de tanta risa y con una copa en la otra mano. Hay mucha piel y poca ropa porque esa noche fue verano y el calor es un

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buen argumento para la mini y el escote. De a poco la cuchilla se acerca al borde como si un millón de hormigas debajo la movieran al precipicio. Sus deditos sienten el frío del metal y la chiquita se alegra aunque no pueda ver nada de lo que sucede encima de la mesada. Un esfuercito más y entonces ve cómo el arma va cayendo de punta en dirección a su entrecejo y qué casualidad que justo se mueve y la cuchilla cae frente a ella. El ruido pudo haber sido cualquier cosa y la alarma, en este caso, podría pensarse en el llanto de la nena, pero como la nena no llora, en el sofá sigue su madre descansando, con los pies levantados y entrando, ahora, al perfil de Gerardo para ver si lo conoce. No, no lo conoce, pero aceptó su amistad porque tienen tres amigos en común y porque esas gafas negras de su foto de perfil le calientan. Ella se asoma por un momento y alcanza a ver las piernitas de su hija estiradas en el piso, al resto del cuerpo lo tapa la puerta entreabierta. Está sentada, jugando vaya a saber con qué, pero hay que aprovechar que está tranquila, callada. La nena inspecciona la cuchilla pero no le encuentra nada interesante, por eso la deja a un lado y va hacia la heladera un poco gateando y otro poco caminando. Si la maraña de cables que están detrás del artefacto le llaman la atención, el enchufe que los aúna a todos mucho más. Un enchufe donde hay un triple que sostiene tres adaptadores donde están conectados la heladera, el microondas y la pava eléctrica. De esta última hay un segmento del cable que está pelado pero difícil de ver porque queda oculto entre la heladera y la pared. Allí va la niña a toda velocidad dispuesta a experimentar de qué se trata todo eso. Por suerte la excitación se desplaza al pedazo de manzana con pelusas que encuentra debajo de la heladera (así son los chicos de dispersos e inconstantes). Mientras come el fruto de Adán, “comida Gourmet” sugiere que le des un “me gusta” a su página, y la mujer del sofá lo hace antes de comentar la foto de Emilia García besando a su hija bajo la inscripción “ella es TODO en mi vida” y varios hashtags con palabras como “amarla”, “felicidad”, hijos” y algunas otras. La foto de su amiga con su hija tiene

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67 megusta y ella abre la opción para estudiar quienes son los que dieron el like, y recuerda que la foto que había subido hace dos días de su propia hija -que ahora se dirige hacia la escalera que da al sótanocontaba con tan solo 43 megusta y no puede evitar sentir un poquito de envidia, sobre todo porque su propia hija había salido hermosa con el vestidito nuevo. La puertita que impide el acceso a la escalera que va al sótano está abierta y los ojos de la infanta se abren aún más y brillan de emoción. Sus rodillas raspadas de tanto gatear hacen un esfuerzo más para llegar a destino mientras ¡qué hermosa ropita infantil vende Estefanía! que acaba de ser aceptada como amiga. Consultar por inbox los precios y de paso preguntar si tiene esos hermosos zapatitos en talle 20. Decidida a bajar las escaleras, la chiquilla se para frente al abismo cuando aparece Coqui que le lame la cara y le mueve la cola. Ella intenta en vano quitárselo de encima pero el can está dispuesto a jugar, y lo logra. Los dos, ahora, se van al lavadero. En la pantalla del celular aparece el título ¿A que no sabés de quién habló mal Pampita? y cómo no hacer un link al enlace, no sin antes abrir los 145 comentarios. En ese momento el aparato vibra y entra un WhatsApp de un video que tarda en descargarse pero que seguro se trata de alguna caída graciosa porque lo mandó Marcela al grupo “las chicas”, y a ella le encantan esas cosas. Al lado del detergente y la lavandina, sobre el piso, quedó el veneno para ratas, vaya a saber por qué, y ¡qué mala suerte! que al voltearlo con la pierna derecha se le sale la tapa y la beba, intrigada, toma un buen trago pensando que es agua, o simplemente porque suele llevarse todo a la boca. La pequeña casa velatoria no da abasto de tanta gente que va a despedir a la niña. Nadie entiende cómo el mundo es tan injusto de llevarse a una pequeña bebé a pocos meses de su nacimiento. Un centenar de pesares y de besos recibe su madre durante toda la jornada que la encuentra pegada al pequeño cajón donde descansa su hija. Cruza las manos aferrada a un Rosario y Padre nuestro que estás en los cielos,

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santificado sea tu nombre, cuando un ring suena en su celular. Lo desbloquea con la inicial de su hija y ve que Juana Martínez comentó el álbum de fotos de la pequeña difunta que su madre subió junto con una hermosa carta, y que ya tiene el récord personal de 231 megustas y 78 comentarios.

MARcos tabossI

Argentina

Sitio Web: www.marcostabossi.blogspot.com.ar Twitter: @marcostabossi Facebook: Marcos Tabossi

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¡S

ervime otro, pues, que la noche es joven!... ...Te digo que la mina tenía algo, sí. Ya sé, no me digas. Ni metro y medio de estatura, y las crenchas como rastrojo, y flaca como espantapájaros... Pero así andan todas. ¡Con lo

que morfan, qué se puede esperar! Pero esta era distinta, no sé si me entenderás. ¡Tenía “algo”, qué sé yo! Por eso me salí de mis carriles, si me entendés lo que te digo, y dejé el trabajo un poco a un lado para atender al cuerpo, ¿te das cuenta? Se me metió en la cabeza..., una idea fija, y ya me conocés: no me quedo tranquilo hasta que no me salgo con la mía, qué querés. ¡Salud!... ¿Que no me ves muy satisfecho, después de...? Podés opinar lo que quieras, pero que me saqué el gusto, me lo saqué; porque, como te digo, cuando me emperro con una, ni Dios me impide que... Andá, llenámela de nuevo, que me quedé con sed.

Cuando me espetó, así, en la cara, que venía a violarme, en cumplimiento, parece, de las órdenes generales que se les impartían, supe que estaba parada en el filo del abismo. Por un momento negro y aterrador, casi llegué a rendirme a las sombras acechantes, burlonas, que no cesaban de sitiar la ciudadela de mi reducto de fe. El súmmum de las humillaciones, el capítulo final, pensé. Que hicieran lo que se les viniese en gana, incluso con mi espíritu… …Pero fue justamente eso, mi espíritu, que se alzó en rebeldía, encrespado, potente, y se impuso a la debilidad de la carne y de la mente. Una especie de costra me endureció, desde adentro hacia afuera. Me erguí lo más dignamente que pude, dentro de mi triste atavío carcelario, sostenida por los endebles pilares de estas piernas desnutridas y contusas y, mirándolo directamente a los ojos estriados de rojo, le dije: —Qué triste, viejo… ¡Qué triste que te escudes tras esos pretextos! 23


Y un momento después, sin una sola palabra, se había ido, y yo volví

a

respirar,

me

circuló

otra

vez

la

sangre

en

las

venas

semiparalizadas y pude volver a pensar en lo que de verdad tenía importancia: Soledad y la promesa luminosa que incubaba. Me acerqué hasta su catre. —¿Cómo estás, negra? —le pregunté bajito. Ella me sonrió, con ese gesto que era como la funda de una sonrisa verdadera —de esas que posiblemente aún florecieran en el lado externo de las rejas, fuera de las sombras en que nos confinaban—, y me tendió una mano, en tanto la otra se ahuecaba, con amorosa cautela, sobre el misterio convexo de su vientre. —Me duele un poco —confesó. Traté de mantener una máscara alegre. Dentro de mí, temía. ¡Era preciso que a Soledad la viera un doctor! —No te preocupes —le aconsejé, porque no cabía decirle otra cosa— . Son dolores normales, no pasa nada. ¡Te veo lo más bien! Porque, para evitar que las sombras lo impregnen todo, incluso los más secretos huecos del alma, a veces hay que mentir.

No la quise forzar, así, a lo bestia. Porque uno tiene cierto estilo, ¿entendés? Además, ¿qué gracia tendría acostarse con una tabla? Me pareció preferible no apurar la cosa. De cualquier modo, yo tenía la ventaja del factor tiempo: no había forma de que se me escapara... Ya sabés que los que entran ahí, si salen alguna vez es para ir al hospital. Tarde o temprano se me iba a doblegar: no me faltan mañas para eso, ya me conocés. Yo era algo que ella no podía eludir indefinidamente, como no podía dejar de mover el intestino, aunque yo me quedase parado mirándola mientras evacuaba.

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No la creas idiota, a pesar de haberse dejado embaucar por el chamuyo de ellos: sabía muy bien que nuestra convivencia forzada era algo fatal. Nada ni nadie la iba a sacar de ahí, ni iba a sacarme a mí. Así que al final no tendría más remedio que agacharse. ¿Comprendés?... ¡Pero servime otro, que la garganta se seca de hablar tanto, pues!

Soledad era el nutriente de mi fuerza vital. Ella, el milagro que pronto protagonizaría, y mi querido cuaderno. Me habían dado lápiz y un cuaderno, ¡gracias al Cielo!, y así la negrura voraz retrocedía, cada vez que me inclinaba sobre la página blanca, con líneas celeste claro, y daba expresión al torrente de mi pensamiento desbocado. ¿Poemas?... No, tan solo jugo de espíritu, reflejo de aguas limpias, aún sin contaminar, que guardaba con celo muy en lo hondo de mí. —Léeme otra vez lo del nene, Clarita —pedía Soledad. Y yo la complacía, porque también a mí me daba gusto: “Pienso en ti, que todavía no llegaste, pero ya tocas a la puerta de mi ser. Pienso en ti, ojitos de cielo, boquita de caramelo, y con solo pensarte, crecen rosas y lirios entre las grietas de los muros, y helechos de esmeralda serpentean por entre las tablas del piso. ”Buscan la luz. ¿No es eso lo que hace todo lo que vive, ir en pos de la luz, sin importar cuántos celajes —de maldad, ignorancia o injusticia— se le interpongan? Las hojas verde-sueño de los helechos-alma ascienden; día a día se levantan, esperando. ”Porque está a punto de obrarse el Milagro en el Reino de las Sombras, y quieren

aclamarlo con docenas de pequeños brazos-

esperanza…”

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Bien sabía yo que el asunto estaba pintón, de manera que no vayas a creer que me agarró muy de sorpresa cuando se presentó a verme. Golpeó un par de veces a la puerta y se metió sin esperar a que la invitara. —¿Qué pasa con el médico para Soledad? Levanté la vista del montón de papeles que a propósito había largado encima del escritorio…, para hacerme el ocupado, viste, y la miré como si me preguntara por la crisis del Medio Oriente. —Acá está todo bien previsto —dije—. La visita médica tiene su programa, y las fichas de cada una están perfectamente controladas. No veo qué tenés que ver vos con todo eso, disculpá. Me miró como si... No, ese tipo de gesto no lo sé describir. Qué querés que te diga, la mina tiene ese aire de… acusar, o exigir, no sé; siempre parece que se le debiera algo, ¿me entendés?, cuando la que está pagando es ella, y quién sabe en qué año va a saldar la cuenta... Pero, en fin, uno como que se sugestiona con tipas como esa; y aparte que, como te decía, ya la tenía bien metida, así que qué iba a hacer, ¿no? —¿Vas a dejar que lo pierda? —me preguntó, sin tapujos—. La oíste quejarse varias veces. ¡Tiene que venir un doctor ahora mismo! Si sigue perdiendo sangre… Carraspeé. (Me parece que tengo algo en el gañote, ahora que veo. No termino de despejármelo...) Junté unas treinta hojas en un mazo y golpeé los bordes contra la mesa para hacer una pila bien prolija. Las acomodé al lado de la máquina de escribir, alineé una libreta que estaba algo torcida con respecto al escritorio y recién después de todo eso me digné contestarle: —Yo estoy a cargo de la parte administrativa y disciplinaria. El rubro sanidad tiene su titular. Ellos saben lo que hacen... Yo ya tengo bastante en qué ocuparme como para invadir competencias ajenas. Siguió acercándose. Como yo estaba sentado, ahora hasta parecía más alta, ¿sabés?, ¡y esos ojos porfiados!… 26


—Pueden morir los dos si nadie la atiende. ¿Podrás dormir tranquilo después que pase eso? Vi la oportunidad. No la miré directamente; aparenté sacudir una motita de polvo del Libro de Entradas, y dejé escapar: —Dormir bien, lo que se dice dormir bien, hace semanas que no lo consigo... —¿Y eso?... Levanté la vista de golpe, ¡porque ese tonito era como de cachada!, pero no había ni sombra de risa en la cara de ella. —A lo mejor te molesta la conciencia —murmuró. Y ahí me hizo perder los estribos. ¡Porque tenía esa característica, también! Me levanté de golpe y la agarré por los hombros. ¡Vieras qué flacuchos los tenía! Ni pestañeó, a pesar de que la sacudí bastante. —¡Basta de circunloquios! -le dije-, ¿Querés que Soledad tenga la visita médica adelantada? Hay una sola manera de conseguirlo. Me entendió. Siempre parecía entenderlo todo; por eso nunca, en todo el tiempo que nos hemos conocido, la vi mentirse a sí misma.

Estoy de nuevo junto a Soledad. En la penumbra —porque el avaro sol de agosto a estas horas ya no alcanzaba al ventanuco—

distingo

apenas su carita enflaquecida y cubierta de sudor. Las marcas del sufrimiento están veladas por un palio grisáceo. Se me antoja muy bonita, allí tendida. —¿Sos vos, Clarita? ¿Y el... doctor? ¿Viene? —Viene. Quedate tranquila. —¡Ojalá no se demore! —Sus dedos como alambres se prenden a los míos—. ¡Ay, Clarita! No soporto pensar en perder... —¡Shh! ¡Las chicas sensatas no dicen bobadas, eh! Las chicas sensatas se quedan muy quietitas y calladas, pensando en lo felices que van a ser cuando el Cielo les haga su regalito vivo. ¡Todo va a salir bien! 27


—¿Vas a quedarte conmigo? Él..., él no te va a sacar de aquí, ¿verdad? ¡Quiero que me des ánimo, Clari! Sin vos, no sé si... —¡Shh! Apretá fuerte... De acá no me muevo, nena. ¡Nadie me va a echar! Podés estar tranquila. Sí, puede estarlo. Hice lo que debía hacer: todo está cumplido ya. Vida por vida..., o algo así. Me sentí morir cuando lo hacía, pero el pensar en lo que estaba intentando salvar me sostuvo. Ya estamos casi disueltas en la sombra. Pero no es la misma sombra ominosa, congelante, que durante tantos meses nos han echado encima de mil formas distintas, pretendiendo matarnos los espíritus. Esta de ahora es una sombra buena, acogedora, suavizadora de crudezas. Reposamos en su seno, paréntesis de un ciclo martirizante y violador de conciencias. ¡Estamos tan cerca una de otra! Como si la sangre, y no el infortunio, nos ligase. La comba de su vientre es como un domo, como la cálida valva de una ostra magnífica. —Un poco más de espera —le susurro—. Un poquito nada más, y ocurrirá el portento... ¡Va a brotar una perla, una tibia perla rosa, una gema viva que alumbrará por doquier y disipará la oscuridad! ¡Y será tu obra, Sole, tu obra! ¡Vas a ver qué orgullosa te pondrá! Siento aumentar el calor de esa mano delgada. Y vibra su voz tensa: —Nos pondrá. ¡Nunca lo podré lograr si no te quedás conmigo!

Así que me hice el gusto, como te contaba... ¡No, si bien porfiado me hizo la vieja, sin despreciar! Tendré cuarenta mil defectos, che; pero que no descanso hasta salirme con la mía, contra viento y marea, eso te lo garantizo... ¡Pero serví, dale, serví! ¿No ves que tengo sed? ¡La pucha! Hasta parece que tuviera un fuego adentro... ¡No se me va esta sensación de resequedad! ¿No me podés mezclar algo más fuerte?

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¡Al fin y al cabo, a qué vengo a este bar atorrante sino a entonarme bien! ¿Vos sabés lo que cansa un laburo como el mío? ¿Te haces una idea de los sacrificios que cuesta? Si no fuera por tus copas... …¡Maldita garganta! ¡Nunca la tuve tan seca!

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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T

oda la semana se arremolinaron nubes blancas: llegaban de a dos, de a tres, con formas fantasiosas y se iban fundiendo en una gran masa compacta que tapaba el sol y daba respiro a una tierra reseca que clamaba por agua. Después, el viento las

dispersaba y desaparecían, quedando solo el azul celeste, rota la promesa del alivio esperado. Sin embargo, aunque escondidas, quizás sobre el mar, se compactaban y volvían más densas. Al quinto día comenzó la actividad eléctrica, las capas estaban saturadas y se disparaban relámpagos que las atravesaban, iluminando una imagen del infierno. Cada tanto un rayo caía sobre la tierra cuarteada, chamuscando la hierba rala, o quemando ramas al azar. En poco tiempo, el cielo fue una masa gris, al principio revuelta y con diferentes matices, y después cerrada, del color del plomo y pesada como éste. La masa no aguantaría más su contenido, unos goterones fueron cayendo, avisando a los desprevenidos que buscaran refugio; después siguió un granizo y se desataron los vientos. Las ventanas abiertas comenzaron a cerrarse. Nilda levantó a su hijo y entró. Le preparó la leche, que todavía tomaba en mamadera y untó unas rodajas de pan con dulce de frutillas. Las pocas casas edificadas cerca del arroyo, formaban una isla segura, mientras no hubiera desbordes. En la ciudad, se lavaron los techos, las veredas, algunas calles se volvieron ríos. A la noche la lluvia pasó a llovizna, dando un respiro. Ramón se movía en bote. De la casa a la Fábrica de quesos, construida en una zona baja. Por la mañana volvió a llover con intensidad y el cielo no presagiaba cambios. Pasaron así dos días. Dejaron de circular los automóviles, se suspendieron las clases. Comenzó el trabajo de defensa civil, requisando los botes que se usaban en las jornadas de pesca. Todo el Litoral se declaró

en

emergencia

hídrica.

Muchas

abandonaron sus casas.

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familias,

en

el

interior,


—Nilda, Ramón, se escuchó desde la lancha que recorría el arroyo Nogoyá, salgan, hay crecida. Los llevamos con el bebé hasta el refugio Municipal. —Gracias Fermín, contestó Nilda, que conocía al vecino rescatista y sabía que Ramón no abandonaría el lugar. —Hace una semana hicimos la compra mensual. La casa está levantada, tenemos las bolsas de arena. Diosito no va a dejar que nos suceda una desgracia, sigan nomás. Cerró la puerta, recorrió el comedor y fue a levantar a su hijo de un año y medio, que estaba jugando con los deditos de los pies, gorjeando en su idioma, monosílabos repetidos. Le limpió la boca y le cambió el pañal. ¡Era tan hermoso! Por él vivía en ese lugar olvidado del mundo Tenía su cabello oscuro, sus labios finos, aunque los ojos...los ojos eran del otro. Nilda nació en Las Marías. Tenía una hermana cinco años mayor. Cuando terminaba la escuela primaria, el padre viajó a Buenos Aires con la promesa de un trabajo y no volvió más. Quedaron las tres mujeres solas y hacía falta un sueldo más. Nilda se empleó en la Fábrica de quesos. Trabajó hasta los 22 años, en largas jornadas que comenzaban muy temprano. Un día le propusieron otra cosa. Entró a trabajar en La Ferretería de Las Marías. Cambió el uniforme blanco y el pañuelo en la cabeza por un par de vestidos coloridos. El trabajo silencioso en serie, por las breves conversaciones con los clientes. Empezó a crecer su autoestima. Coincidió con el tiempo en que su hermana fijó fecha para el casamiento. Bailó hasta cansarse en la fiesta esperada, con familiares, vecinos, la mayoría mucho mayores que ella, pero no le importaba, empezaba a ser visible. Ramón la conocía de la Fábrica. Esta vez se animó a sacarla a bailar. No hablaron, apenas un roce cuando se cortaban los chamamés y se reemplazaban por lentos brasileros. Cuando se repartieron las cintas

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de la torta, le tocó el anillo. La aplaudieron, sería la próxima en casarse, y tendría hijos. ¡Cuánto añoraba tenerlos! En la Ferretería conoció a Manuel, después a Esteban, a Lucas. Apuestos, conversadores, con chispa. Ella se enamoró de todos, pero nadie le hizo una propuesta seria. Salían a tomar cerveza, a bailar y cuando le proponían coger, todo se transformaba en humo, ante la negativa de ella. La madre y la hermana la habían asfixiado con sus sermones. No podía. Ramón era diferente, comenzó a rondarla, la invitaba a bailar en las instalaciones del Club, le pagaba un refresco, pero seguía siendo serio, sin sonrisas ni pizca de poesía, que consideraba acciones de los tontos y si no se decidía a proponerle matrimonio, era porque su madre no la quería. Su hijo, con estudios secundarios completos, se merecía otra mujer, no esa tilinga. Pasaron tres años. Nilda abrazaba a sus sobrinos y sus deseos de ser madre, eran una hoguera dentro de ella. Ramón quería asentarse, formar una familia. Los diques desbordaron, lo visible se hizo invisible y la unión se realizó. Fueron a vivir a doscientos metros del arroyo Nogoyá, a una casa que Ramón fue construyendo en sus fines de semana, sobre terrenos que había cedido la Municipalidad para aumentar la urbanización. Los vecinos, subieron la cota, sobre la que edificaron. Había sauces, paraísos y ceibos, a la vera del torrente inquieto que lustraba todas las piedras. Todas las noches iban a buscar al “hijo”, casi a la misma hora, como una ceremonia con comienzo y final, a veces perfumada por los paraísos en flor, sin caricias previas, a veces un beso, la luz apagada. Los meses pasaban pero Nilda no quedaba embarazada. —En Concordia hay un Instituto dónde te podes hacer chequeos más completos, le dijo, una mañana, Ramón. Yo te llevo, tengo entregas, desde allí hasta Colón. 33


Pasaron unas semanas y cuando estuvieron los resultados, los dos se sentaron, detrás del escritorio del Especialista, para escuchar las recomendaciones. Todo estaba bien con Nilda, determinaron los días más fértiles, había que seguir intentando. Ramón comenzó a realizar viajes más largos y Nilda, cada vez más triste en esa casa vacía, consiguió el permiso para trabajar medio día en una Panadería. Una tarde pasó por la casa de su hermana. Sus sobrinos la llamaban para mostrarles sus juegos, sus libros de colores. Estaba desesperada. ¿Y si el infértil era Ramón? La pequeña llama, que todavía alimentaba, en la relación con Ramón, se iba debilitando. Si no había hijos, estaba decidida a una separación. Nunca hubo pasión, solo acostumbramiento a esas prácticas en que su marido, le parecía que gozaba. Su hermana la calmó, y le hizo prometer que no realizaría locuras. Los hijos vendrían cuando Dios lo decidiese. Había que esperar. En la Panadería conoció a Lorenzo, unos años menor que ella, que había conseguido trabajo en el Vivero Municipal. Él le contó que había venido a investigar una plaga de los limoneros y, según sus expectativas, tardaría unos meses en sacar resultados. Le preguntó por un alojamiento económico, una habitación en casa de familia. Nilda le dio la dirección dónde vivía su madre y su hermana. Quedaba el cuarto de ella y una entrada les vendría bien. A Lorenzo le vendía pan todos los días. Le recomendó un zapatero, la Ferretería dónde había trabajado. Lo esperaba para charlar un poco, le preguntaba sobre el Vivero, qué convenía plantar. Varias tardes, se acercó para comprar plantas, escuchando lo que mejor les convenía: luz o media sombra, poca o mucha agua. Él le tenía paciencia, tenía una sonrisa fácil. Ella estaba encantada, empezaba a enamorarse. Mientras preparaba la cena, instalaba a Lorenzo en su mente y cuando se acostó con Ramón, empezó a sentir distinto, a jadear, a sentir explosiones y después una relajación igual que su marido.

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Ramón se dio cuenta del cambio, le preguntó si estaba tomando algo que la hacía comportarse como una puta. La prefería sumisa como antes. Transcurrió otro tiempo lleno de pesares. Nilda lo pensó y lo pensó y la idea implantada en su mente fue perdiendo su tono prohibido y se volvió mansa como el agua de la poza, debajo de las piedras grandes. Así fue que le comentó a su marido, quedarse en casa de sus familiares, durante su próxima ausencia. —Solo una noche. Mamá no está bien, quiero hacerle compañía, mintió. El día era uno de los fértiles. Cuando llegó Lorenzo a comprar el pan, ella se invitó a tomar unos mates, con el pretexto de asesoramiento sobre enredaderas, llevaría medialunas. El hombre aceptó con ganas. Trabajó unas horas más y al atardecer se dirigió a su casa natal. Tenía la llave de su habitación y lo esperó. Fue una noche impecable, lo que había imaginado en sus sueños. A los dos meses, ya tenía el resultado positivo. Lo celebraron con Ramón. Él dejó de poseerla, para no dañar al bebé. Ella dejó el trabajo para disfrutar de su estado. Él construyó una cuna de mimbre y traía ropita de Concordia. Ella hablaba con sus plantas nuevas y le cantaba a su hijo. Cuando se produjo el nacimiento, Lorenzo ya no estaba en la ciudad. La vida volvió a sus carriles. Pasaron unos meses. —Me gustaría darle un hermano, comentó Ramón, mientras cenaban. Volvieron a estar juntos pero Nilda no quedaba embarazada. Esa mañana lo notó raro. Estaría preocupado por el crecimiento del arroyo o por haber tomado la decisión de quedarse. Conocía el desastre. Preparó más bolsas de arena, mientras ella amasaba el pan para entrarlo en el horno caliente. 35


No besó a su hijo, apenas lo miró mientras jugaba con unas piedras blancas. Volvió a llover. Ella estaba intranquila, él la evitaba. Fue a casa del vecino, para llenar más bolsas con arena. El agua estaba cerca. Se quedó toda la tarde tomando mate y hablando de sus viajes. A la noche solo tomó vino. —¿Te sentís mal? le preguntó Nilda. Te preparo un té de boldo. Dejó de llover, si pasamos esta noche, todo va a ir mejorando. —Esta noche vamos a tener crecida y todo se va a ir al diablo, se rió nervioso. Tomás ya está durmiendo, vamos a acostarnos. Mañana tengo que hablar con vos. Nilda se despertó con el ruido del agua golpeando contra la arena. Lo sacudió a Ramón. —Fijate si Tomás está bien. Si hay agua traelo con nosotros. Ramón salió y volvió diciendo: —Está todo bien, volvé a dormirte. Voy a vigilar. El agua empezó a entrar silenciosamente. En la habitación de Tomás había veinte centímetros, cuando entró Ramón. Con una patada volcó la cuna. El pequeño quedó boca abajo y empezó a manotear para incorporarse. Apoyó un pie sin mucha presión sobre la espalda del infante hasta que dejó de moverse. Después tomó la escoba y el secador y se puso a sacar el agua del comedor. Nilda se levantó al rato. Tenía que ayudar. Estaba preocupada por Tomás. Cuando entró al cuarto, quedó inmóvil, los ojos muy abiertos. No podía creer lo que veía. Levantó a su hijo, pero ya no había nada que hacer, colgaba inerte de sus brazos. Salió afuera gritando: Ayuda, ayuda. Salieron los vecinos. Uno tenía un bote. Ramón subió también. Parecía estar en estado de shock, la cara escondida entre sus brazos. Nilda insuflaba aire en esa boquita que cada vez estaba más rígida. En la Sala de Espera, Ramón le susurró: —Ayer me dieron los resultados de mi estudio de fertilidad. Ya no hay más ataduras, hacé lo que quieras con tu vida.

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Nilda lo miró con horror y perdió el conocimiento. En el Hospital se encargaron de todo. Ella quedó internada y a la semana volvió a casa de su madre. Pidió recuperar su habitación.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

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L

a tarde tibia y luminosa era una fiesta. Ya se sentía en el aire el típico olor a azahares y los gorriones aturdían desde la arboleda de la calle siete. Octubre en La Plata, Anouk iba hacia el encuentro de Michael, estos nombres la divertían,

había sido una propuesta del profesor de la Alianza Francesa que cambiaran sus nombres por seudónimos franceses, ellos aceptaron. Michael estaba esperándola en el Café, sentado en una de las mesas de la vereda, con sus ojos verdes chispeantes de picardía, como asegurándole otro encuentro divertido. Se saludaron y la tarde estalló de primavera. Tenían que repasar lecturas y memorizar poesías. Sartre. Jacques Prévert. Las risas interrumpían los estudios como compitiendo con el bullicio que producían los gorriones. En un momento de extraño silencio la mesa se fue oscureciendo, toda la energía fluía en cámara lenta. Una sombra se interponía entre el sol del atardecer y la mesa repleta de libros, cafés, puchos y las juveniles siluetas. Levantaron la vista; altanera, inmensa, doña Teresa los miraba desde su altura de matrona adinerada, envuelto su gordo cuello con cadenas de oro. Una niña de unos doce años, de aspecto humilde, estaba a su lado, haciendo equilibrio con los paquetes de las compras de la doña. Saludos corteses, miradas huidizas y ahí partieron la matrona y su pequeña víctima. Ni bien se alejó la extraña pareja, la risa estalló entre los amigos, luego prosiguieron sus lecturas. Llegando a la Alianza reconocieron a lo lejos la figura alta y con tendencia a la obesidad de Amelie. La querían mucho, era una treintañera con mohines de adolescente, solidaria y buenaza. Amelie los esperaba ansiosa, necesitaba de ellos, eran su salvación, ese fin de semana organizaría un té en su departamento del cual sería invitado especial el hombre por el cual, según ella, estaba rechiflada. Alberto era maestro, morocho y ayudante de un cura en una villa de emergencia, su madre, doña Teresa, lo detestaba. Si ellos iban ayudarían a Amelie a distraer a su madre y

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aflojar tensiones. Por supuesto los amigos aceptaron, no sin gastarle bromas y pidiéndole la tarta de frutillas de la cual Amelie era especialista. Llegaron cuando el sol jugaba a esconderse tras la fronda de los tilos. No quisieron esperar el ascensor, subieron los dos pisos tomados de la mano, entre saltos y comentarios risueños. En un momento Anouk sintió como que algo la afligía, giró la cabeza hacia atrás y le pareció percibir que una sombra grotesca iba hundiendo los escalones por ellos pisados. Fue un segundo, la angustia desapareció al llegar al elegante departamento. Al sonar el timbre abrió la puerta la chiquilla-víctima. Los jóvenes amigos miraron con ternura a la patética presencia vestida con delantal y cofia de puntillas, entraron a la sala donde se serviría el té. Como siempre estaban tentados por la risa, pero debieron admitir en su fuero íntimo que el departamento estaba decorado con muy buen gusto, donde se mezclaban objetos antiguos y modernos de alto valor. Se sentaron e inmediatamente entró doña Teresa, elegante, dominante, en su mano portaba una campanilla de plata, sus dedos estaban adornados con anillos de oro, uno de los cuales lucía un zafiro cuyo brillo azulado parecía querer hipnotizarlos. Al sentarse hizo sonar la campanilla, como aparecida de la nada llegó la chiquilla con masas y confites. Al rato arribó Alberto y Amelie radiante salió a recibirlo. Su atuendo escapaba del buen gusto dado el tipo de invitados y la hora de la reunión, el vestido de lamé resaltaba su gruesa figura, pero su cara parecía competir con el brillo de la tela, irradiando una luz que solo provoca el amor. Alberto, de manera apasionada, comentaba los problemas sociales de la villa. Anouk pensaba que a pesar de las ricas tortas, la suave melodía, la elegancia del lugar y algunas risas de compromiso, era un sufrimiento estar en esa jaula de oro de atmósfera surrealista. Con Michael aceptaron una copa de jerez, milagrosa bebida que aflojó un poco la tensión que fluía en el lugar. De pronto, Alberto, siempre espiado, despreciado, por la mirada atenta de doña Teresa, comenta que pidió una licencia de seis meses en el colegio para acompañar al Padre en un

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trabajo social en el Noroeste. Pobre Amelie, se apagó, se marchitó y su madre se iluminó. La fiesta no daba para más, Alberto se despidió. Con un dejo de dignidad Amelie lo acompañó hasta el ascensor, cuando regresó parecía destruida. Los amigos aprovechaban para retirarse pero su compañera les pidió que se quedaran un rato más —Les traigo los poemas de Prévert, ya vuelvo. Otra copa de Jeréz y la charla se hizo amena; películas, actores, pinturas. El tiempo pasó, Amelie no regresaba. La niña fue enviada a buscar a la señorita, sus compañeros ya se retirarían. Un chillido de terror invadió la casa, corrieron hacia el interior, la chiquilla estaba al lado del ventanal que daba por medio de un balcón hacia la calle, se fueron acercando. Anouk, asustada, se aferraba al brazo de su amigo. La doña, que había llegado primera al balcón, se balanceaba como una masa sin sentido. De una de las ramas más gruesas de un añoso Tilo, pendía el cuerpo ahorcado de la desgraciada Amelie. Una atmósfera de irrealidad rodeaba a la escena, lo único que escapaba de la tragedia eran las frondas de los árboles que se tocaban por el susurro de la brisa, dejando pasar las luces de neón que iluminaban la silueta inerte de Amelie. Pasaron los años, otra juventud, otras sombras recorren la calle siete, pero siempre en cada primavera resurge el canto de los gorriones que habitan su arboleda, como festejando juveniles risas y los sonidos fantasmales de poéticas voces que recitan poemas de Prévert: “... Y después dormirnos, despertarnos, padecer, envejecer. Dormirnos de nuevo. Soñar con la muerte. Despertarnos, sonreír y reír y rejuvenecer...”

Ana María Manceda

Argentina

Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda Twitter: @amtaboada

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-¡M

A D.

aldita sea! ¡Mierda! ¡Puta madre de mierda! No sabía de dónde extraía las fuerzas para poder emitir

palabras,

angustioso.

Las

su

mareo

era

laceraciones

destructivo,

provenían

del

tremendo golpe que se había dado. Continuó

vociferando hasta sentir que la garganta se le secaba. Dios... No, Dios no tenía nada que ver en todo aquello. Su formación había sido católica, pero ni la medalla de San Martín de Porres que tenía junto al espejo retrovisor pudo impedir que chocase. Se dijo a sí mismo que mencionar al Creador resultaba una total hipocresía, es más, dentro de su mente comenzó a insultar a dicha entidad, a maldecirla por condenarlo a tan nefasta suerte. Logró desentumecer sus músculos, de este modo pudo salir a rastras del carro volcado. Notó que la gasolina chorreaba y se formaban algunas chispas en el lado del motor. No. Escapó a toda carrera de la escena. Diez, veinte, treinta metros... Se tropezó y cayó de costado sobre el pavimento. Se percató de que aún seguía en medio de la autopista. ¿Qué debía hacer a continuación? Huir, correr sin ser visto por nadie; esa era su única salida. Se puso de pie y avanzó un buen tramo, cojeando. En todas las células de su cuerpo (sobre todo en las de su cráneo) se agolparon un conjunto de miedos inherentes, sus temores más cercanos. Comenzaba a sangrar por la ceja izquierda debido a una herida no grave. La sanguinolencia llegó a sus labios, probó el sabor de su propio fluido, no sabía mal, la sensación de devorarse a sí mismo resultaba reparadora en ese ambiente mortal e inseguro. Dejó de andar, pudo ver aquel marco desgarrador desde otro ángulo. En ese momento supo que ella estaba cerca, que debía buscarla con la vista. Se colocó encima de un arbusto: un improvisado colchón de hojas. Desde ahí atisbó una masa retorcida, informe, en definitiva sin vida. Sintió un terror gigantesco. Era la primera vez que se hallaba en una situación así. Había visto noticias de accidentes en las carreteras cientos de veces, empero, nunca 43


creyó que pudiese pasarle a él, ni a ella. Se sintió débil, desnudo, acobardado, comenzó a hurgar en el arbusto, el cual parecía agigantarse hasta cubrirle y asfixiarle. ¿Qué buscaba? Tal vez su cordura. La cabeza podría explotarle de un momento a otro, en algún resquicio de su mente su culpa le martillaba. No solo eso, el alcohol aún estaba presente en su organismo y tardaba mucho en extinguirse, al menos en parte. Por eso, pensaba, su desequilibrio total, por las endorfinas liberadas, debido al repentino y breve estado de shock. Esperó unos minutos hasta sentirse mejor. Poco a poco la conmoción se fue disipando. El auto siguió echando gasolina por un par de minutos; ya no había chispas. No conseguía ver a Mariana. Decidió permanecer tras el arbusto unos cuantos minutos. Su cerebro y el resto de su cuerpo ya no se resistían a estar dentro del tornado en que se encontraban. Su esencia buscaba algo más: lucidez, bienestar, certeza. Sin embargo, le costaba mucho y no pudo lograrlo. Cuando alcanzó a vislumbrarla, su intranquilidad anterior mermó; de inmediato hubo una sensación distinta, más cruel y punzante, que comenzó a sacudirlo. Esta vez no pensó en lo que decía, erráticamente redujo a Dios, de tanto mencionarlo, al nivel de un nimio balbuceo. En ese instante lo envolvió la consciencia de su propia voz: Ay, conchasumadre, no, no, no, no... Ella estaba tendida en el pavimento. Carajo, mierda, ¡no puede ser! Así la recordaba: quieta, bonita, después de aspirar la cocaína que él le alcanzara, tras besarla con una intensidad solo posible en los instantes que precedían al coito. No puede ser... ¡Puta madre! La muchacha se movió, estaba herida. Él recordó su voz dulzona e hipnotizadora: —A que no abres la puerta del... Daniel saboreó la droga, la adrenalina se desbordó en su organismo con gran ímpetu. —No, deja de joder. —Entonces yo lo haré, precioso. 44


—Cierra ya, huevona. ¡Cierra!, te sacarás la concha de tu madre. Una de las avenidas, que cruzaba la larga vía por la que se deslizaban en cuatro ruedas, quedó atrás, obstruida por un devastador choque que no les importaba; a pesar de que ellos lo habían ocasionado, casi adrede. —¡Cierra ya, por la puta madre, estamos con roche. Tenemos que largarnos ahorita. Su desacuerdo con la travesura era sincero, no obstante cuando hablaba, él se reía, este acto de incoherencia daba una impresión contraria. Mariana no le hizo caso y abrió la puerta del carro. Él se enojó y con suma torpeza quiso alcanzar la puerta del copiloto. —¡Daniel, cuidado! ¡Caraj...! Sus propios gritos fueron audibles por nada más dos segundos. A continuación, silencio. Por lo menos lo hubo hasta que un pensamiento quebró aquella contrariedad fatal. ¿Pero qué pensamiento claro se podía tener después de la muerte? Ninguno, él ahora lo sabía. Se encontraba corriendo lejos del auto de su suegro, del impredecible arbusto y de su novia. Mierda, ¡carajo!, avanzaba a trompicones sin saber a dónde. La meta estaba lejos. Muy lejos. En un lugar donde pudiese hallar equilibrio, donde lograse cerrar el círculo. Donde evitara darse por enésima vez de cara contra la maletera del Peugeot. Donde cesara de contemplar a su novia recuperándose, levantándose junto al pegajoso charco de sangre, caminando lento (como no queriendo moverse) y tomando conciencia del desastre, con la suficiente lucidez para ver el cuerpo apretujado y llorar.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS Perú

Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com Facebook :www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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S

é que hay una gran historia allí. Un relato de amores profundos, de superación, de conflictos sociales y familiares. Una lucha contra el destino. Quizá más, mucho más. Fue en Venecia.

Los canales, las góndolas, los vaporetos, las lanchas de madera

perfectamente enceradas. El vaivén de los turistas por los negocios, las aceras, los puentes. El bululú de los compradores y vendedores, el inquieto examen de los que solo miran. Un hombre de piernas chuecas, de pies convulsos, casi se arrastra medio abriéndose paso por entre la multitud, sobre las imperfectas calles empedradas, cargando como a un bebé contra su pecho la bolsa del mercado. Tras él un niño de tres o cuatro años. Suenan las campanas a lo lejos, desde alguna iglesia, alguna catedral. El niño llora y se detiene. Dice algo en italiano que entiendo o creo entender es un «papá, ya no puedo más, cárgame». El hombre, sin voltear, sin detenerse: «Vamos, que falta poco». El niño cruza los brazos, patea la calzada, arruga el entrecejo, hincha los carrillos: «No. Ya estoy cansado». El padre, manteniendo el ritmo de su escueto paso, toma, de la bolsa que arropa contra su pecho, un trozo de pan y se lo asoma al niño en la palma de la mano, como si se lo ofreciese en la plaza a las palomas. El niño hace un remilgo y avanza unos metros, toma el pan y comienza a comerlo y de nuevo a seguir al hombre. Poco más allá la escena se repite. «Papá, ya no puedo». «Falta poco». La oferta del trozo de pan. El niño que retoma la marcha y vuelve a parar. Un nuevo trozo de pan como cebo. Y así. Una y otra vez, por entre el tumulto, los edificios de ensueño y los enormes cruceros que a lo lejos irrumpen en el horizonte del puerto. Sé que hay una gran historia allí. Se me escapa.

ARNOLDO ROSAS

Venezuela

Twitter: @arnoldorosas Facebook: https://www.facebook.com/arnoldo.rosas.10

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L

a muerte no nos sorprendió. Los curas sabemos que rezar ayuda a sobrellevar lo inevitable pero difícilmente tuerza un designio de Él. Nos dolió a todos, especialmente a mí. Cuando estaba recién ordenado me enviaron a ser su adjunto. Él, me

mantendría a raya, dijo el Principal. De los votos que hice cuando me ordené, pobreza, castidad y obediencia, yo había faltado a los tres. Me habían aplicado castigos, suspendido el uso del auto, quitado las vacaciones y retirado del contingente de jóvenes que viajaría al Vaticano, pero

querían

que

esta

vez,

aprendiera.

De

nada

sirvieron

mis

explicaciones, que el auto lo usaba para recorrer las villas, las vacaciones para visitar a mi familia y que el viaje anterior había sido un éxito pastoral. El Prepósito Principal Padre José, dijo, entre otras cosas: “…terminaste con los chicos en una disco…” No había excusas. Me trasladaban. Tenía vocación de servicio, pero me gustaba la idea de tener una carrera eclesial. Con muchos pecados que redimir, acepté silenciosamente mi nuevo destino. Cada acto de desobediencia, retrasaba mi objetivo. Estaba advertido.

Había conocido a Santiago, cuando yo era un aspirante, lo habían mandado a Roma a cursar una maestría. Sobrio, correcto, hablaba varios idiomas; leía los clásicos en su idioma original; hablaba de los griegos como si se hubiera criado con ellos; podía recitar El Cantar de los Cantares; sabía de memoria las Cartas de los Apóstoles. Había viajado varias veces a medio oriente y siempre participaba de los encuentros ecuménicos. Actualmente era formador, por eso la presencia de un novicio en la casa, ya tenía los votos provisorios y estaba a unos meses de los definitivos. Ese suele ser el período en el que más dudas surgen, por eso lo enviaron con Santiago, era tanta su disciplina que podía manejar la voluntad más díscola. Por eso también me enviaron con él. 49


Poco sociable, rechazaba siempre las invitaciones, aunque fueran simples cenas. Le pedíamos permiso para asistir, en realidad, el novicio, yo solo debía notificarle que salía. Era solemne y no se permitía errores.

Durante mis primeros meses allí, se hizo el encuentro anual de la orden, en el que, después supe, le habían pedido expresamente, que se abriera a la comunidad, habían llegado noticias de que nos estaban abandonando fieles, yéndose a otra parroquia. Sí, también nos fijamos en la competencia y tampoco nos gusta que los clientes se nos vayan. Parecía que Santiago había hecho caso del consejo —sugerencia— orden, porque empezó a estar un poco, solo un poco más sociable. Hasta apuntó algún chiste en misa. Una noche me contó algo de su historia. Criado sin padres, no había sido particularmente religioso y había recibido los sacramentos, más para darle el gusto a una tía, mujer de comunión diaria, que por decisión propia. Más tarde, sin probabilidades de continuar una carrera, acompañaba a unos amigos a un asentamiento y conoció a unos curas. Los escuchaba fascinado por los conocimientos que tenían y fue descubriendo que con ellos tendría la posibilidad de estudiar. Vocación no tenía, pero el voto de pobreza no le preocupaba, siempre había sido pobre; la obediencia tampoco era un freno, sería dócil; la castidad, a sus casi diecinueve años, no le preocupaba. Recién una vez que estuvo en el seminario y que llevaba cursados dos años, recibió el llamado. Sentado en un banco de la capilla, de repente, sintió que algo lo tocaba y simplemente comenzó a llorar, miró el crucifijo que tenía frente a él y sintió que Jesús lo miraba. Y que lo necesitaba, alguien lo necesitaba realmente. Comenzó a trabajar más en la villa, a hacerse carne de lo que los demás padecían. Se sentía acompañado, y sobre todo, se sentía amado por Él. De ahí, a ordenarse, fue solo un paso y lo demás ya es historia. 50


Los domingos a la misa de las siete, venía una mujer siempre dispuesta a leer en el altar. Nos había llamado la atención porque es difícil conseguir alguien para las lecturas. Muchos se avergüenzan de leer en público, o no les interesa; pero esta mujer, Vera, estaba siempre dispuesta. Esa ceremonia la concelebrábamos con Santiago por ser la misa dominical a la que asistían más personas y cuando salíamos a despedir a los fieles, nos saludaba con un movimiento de cabeza y le perdíamos rastro. Un domingo, se acercó a mí y pidió si podía verme en la semana. Le dije inmediatamente que sí, que pasara cualquier día por la tarde. El martes, llegó y la hice pasar al despacho en el que nos turnábamos con Santiago para atender a aquellos que deseaban confesarse o simplemente charlar un rato. Vera era divorciada y tenía dos hijos. Primero le dije que no se preocupara por su estado civil, que nosotros acompañábamos a todos, solteros, casados y divorciados. Todos eran recibidos. Ni siquiera teníamos prurito con la sexualidad. Omití decir, aunque todos lo sabían, que la directora del coro de adultos era lesbiana y vivía con su pareja, también miembro de nuestra comunidad. Me agradeció la franqueza y dijo que había sido, si bien no rechazada, bastante relegada en otras iglesias donde no parecían ser muy "abiertos", dijo, en ese sentido. Tenía gracia, se reía con los ojos cuando me contó algunas anécdotas de otros templos. De pronto me dijo: —Padre, tengo algunas dudas a veces. —¿Dudas? ¿Dudas de tu fe? —Dudas… a veces ni siquiera puedo resolver mis propias crisis aún hoy. Solo dejo que el tiempo se lleve las dudas. —Mirá Vera, yo creo que, si a vos te parece, podrías hablar mucho mejor de este tema con el Padre Santiago. Seguramente puede ayudarte mucho más que yo a encontrar respuestas. —No sé, es tan serio. Pero si, si a usted le parece… 51


—¿Mañana? Vení y te lo presento, te fijás si te puede ayudar. Igualmente, yo siempre estoy acá y podés venir a verme, a charlar cuando quieras. Cenábamos y le dije a Santiago que le había aconsejado que lo viera. Levantó la vista del plato y me escudriñó, gritó: —¿Por qué me la mandaste? —Me pareció que era… bueno, no podes negarte. Para crisis de fe, sos el mejor. Nadie como vos... El novicio sonreía un poco escondido. —Muy graciosos. A ver, vos, lavá los platos, y vos Tadeo dejá de tomar vino que te está haciendo decir pavadas. Vera llegó a la hora acordada y la hice pasar al despacho. Santiago estaba parado detrás del escritorio con su semblante habitual y yo detrás de Vera haciéndole gestos para que sonriera. —Pase, Vera, pase. Podemos sentarnos en el patio, hoy es un día de mucho calor. Caminó hacia el patio señalándole las calas que habíamos plantado el último otoño. No podía saber qué decían. La escuchaba seriamente. Después, movía las manos y hablaba. Vera asentía. Me entretuve con unos chicos del colegio y se me pasó la hora. Estaba anocheciendo, cuando escuché sus voces detrás de mí. Venían riendo y el padre Santiago hacía un comentario gracioso sobre una película. —Fue un placer, Vera, te espero el miércoles. Nos vemos en la misa del domingo. Ella sonrió levemente y se fue. —¿Perdón? ¿Qué pasó entre el “Pase, Vera” a “fue un placer, Vera”? —Madurá, Tadeo. Madurá de una vez por todas. Hablaban todos los miércoles, en el patio o en el despacho. Las catequistas, atentas a todo, comentaban: “Las seis, ya llega la amiga del Padre Santiago”. Escuché y entendí el tono que usaban: —Tanto hablar de los pecados, deberían saber que chismorrear con mala intención es uno bien grande. 52


Se cuidaron de volver a hacerlo en mi presencia.

Asistimos con enorme alegría a la ordenación de nuestro novicio. Este muchacho callado y simple iba a ser un gran cura. Santiago estaba muy orgulloso. Lo extrañaríamos. Lo destinaban a Brasil, a una capillita en Foz de Iguazú donde todos los días varios argentinos cruzaban la frontera para asistir a la iglesia. En pocos días llegaban otros novicios. Teníamos un largo año por delante.

Después de cenar, Santiago dijo: —Tadeo, ¿cómo te llevás vos con el tema de… de..? —¿Los pecados de la carne, Santi? Los dos reímos. Tuvimos en el seminario, un cura viejo que vivía persiguiéndonos para prevenirnos sobre “los pecados de la carne”. Cuando lo veíamos venir, nos dispersábamos rápidamente, con suerte, agarraba a uno solo para sermonear. Pobre viejo, estaba obsesionado. Tiempo después, tanto Santiago como yo, habíamos tenido esa charla con el Principal, que nos había dicho: —Yo no voy a explicarles acerca del voto de castidad, el invento de los jerarcas. Aunque después estos mismos sean los que hacen oídos sordos a las denuncias por pedofilia y silencian con traslados. Saben lo que opino. Yo mismo los entrego para que los destrocen en la cárcel. Con las mujeres, sean prudentes, discretos. Y esta conversación nunca existió. No se olviden, somos pocos y siempre estamos en la mira del obispado. Años atrás, el obispado nos sacó la dirección y administración de un colegio porque uno de nuestros sacerdotes dejó los hábitos y se casó

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con una mujer que enseñaba plástica a los chiquitos de un hogar donde él cumplía la pastoral. —¿Qué pasa? ¿Es Vera? No soy el más indicado para hablar de eso. —Porque no sos el más indicado... ¿Crees que no sé que cada tanto sacás el auto de madrugada? Te quiero Tadeo, por eso te la dejo pasar. Pero no importa, solo conversaba. Hasta mañana, Tadeo. No te preocupes. Llegaron las comuniones y la festividad de nuestra patrona. Los novicios se adaptaban a la casa y Santiago tenía sus charlas y clases todas las mañanas. Me gustaba ver cómo lo escuchaban, hablaba con tanta pasión que lo envidiaba. Las festividades fueron muy bonitas y emotivas. Ese día noté que Santiago estaba raro. Apenas si me dirigió la palabra. Volvía a su natural hosquedad. No quise preguntarle. Él sabía que yo estaba ahí para lo que necesitara. Todo se precipitó, al día siguiente viajó a ver al principal, volvió y me dijo: —Me voy Tadeo, me voy al norte, me reemplaza el Padre Jorge. —¿Te vas? ¿qué pasó? ¿te trasladan? —Es lo que debo hacer. Te voy a extrañar, hermano. Sé que vas a estar a la altura de las circunstancias.

Vera venía los domingos y cruzábamos alguna palabra. Nunca hablamos de Santiago. —Vera, pasá a verme, siempre estoy durante la semana. —Gracias Padre Tadeo. Adiós.

Pasaron treinta y dos años. Acá estoy en mi despacho, una semana después de la muerte de Santiago, mirando una carta que él pidió que me entregaran después de su fallecimiento. Sabía de su estado y de su 54


agravamiento. El sobre contenía una esquela y un sobre pequeño dentro. Las pocas líneas decían: “Tadeo, hermano, te pido que localices a Vera, entregale esta carta. Recé mucho por vos todos estos años. El Señor te ha recompensado” —Vera, qué gusto verte después de tantos años. —Señor Obispo, qué honor. Nos abrazamos. —¿Supiste..? —Sí, Tadeo. Estaba al tanto. Es muy triste. —Me hizo llegar esta carta para vos. Tomó el papel, temblaba. Miró detenidamente sin abrirlo. —¿Sufrió? —No. Lo tenían muy sedado al final. —Gracias, Tadeo. Por esto. Por todo. —Vera… —No lo puedo creer, siempre quisiste estar en esta posición. Santiago estaba muy orgulloso de vos a pesar de tus… escapadas. —¿Vos sabías? —Gracias Tadeo. Debo irme. Gracias otra vez. —Espero que vuelvas a verme, o que me llames, cuando quieras o cuando lo necesites. Golpeó a la puerta mi secretaria y entró a dejar unos papeles. —Lo voy a hacer. Buenas tardes, Monseñor. —Buenas tardes, Vera. Me di cuenta de que me hablaban y por la cara de mi asistente, llevaba haciéndolo unos cuantos minutos. Mi mente estaba en otra parte, en algún lugar hace treinta y dos años.

Liliana Machicote

Argentina

Twitter: @lilianarsvp

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56


Y

a era invierno. Luis y Orlando sudaban asquerosamente dentro de su Chevy gris, manchando los asientos de cuero sintético recién lavados. En la radio sonaba una versión reciente de Te Extraño, de Armando Manzanero. Luis, a

diferencia de su primo, podía soportar sin chistar aquel calor bochornoso; acababa de mudarse desde Sinaloa al Estado de México, así que esto no era sino un pellizco cálido a comparación de la parrilla desértica en que se convertía el norte de México durante el verano. La luna era hermosa, amarilla y más vistosa que de costumbre, como si en el cielo se hubiese vestido tan delicadamente solo por motivo de aquella noche, lista para bailar en cualquier momento. —No mames, qué pinche calor tan horrible está haciendo, y eso que ya estamos en Diciembre. Vale madres. —dijo Orlando en el asiento del conductor, secando con un pañuelo aquel sudor que desde la frente y cuello se le escurría, a veces, hacia debajo del traje. Acababan de salir de una junta. Luis, en la parte trasera, usaba unos pantalones de mezclilla hechos jirones y una playera holgada manchada con salsa tabasco. —Qué puñetas te has vuelto desde que te movieron para acá —dijo Luis. —Tcha, güevos. Nunca me gustó el calor, ni siquiera en Sinaloa, lo bueno es que el patrón me movió para acá, y mira que ni así me salvo del todo. Y luego dicen que el calentamiento global no existe. Luis se limpió los mocos con el antebrazo derecho, luego se limpió el brazo en sus pantalones y dijo: —Está buena esta rola. —A huevo. Esta estación es así, puro jazz en español. —¿A poco eso es jazz? —Sí güey. Deberías de darle una oportunidad a algo más elaborado que tus corridos de narcos. —Oh chingá, déjame, son para entrar en ambiente. —Ajá. Pues ya ves que sí te pueden gustar otro tipo de cosas, y está bien que experimentes, que expandas tus horizontes musicales. 57


—Uy, ¿ves? Ya vas a empezar de puñetas. —dijo Luis negando con la cabeza, burlándose, riéndose entre dientes de su primo. —Ya Luis, en serio. Si tienes el dinero... —No empieces, güey. —Escúchame. Si tienes el dinero ve presentable a las juntas. Está bien que no somos una industria políticamente correcta, pero tampoco somos pandilleros, somos hombres de negocios. —Óyete, hombre de negocios. Chale. —No puedes seguir apareciéndote a las juntas así, desentonas, nos haces quedar mal. —¿Quedar mal con quién? ¿Con otros pinches mafiosos como nosotros? —Cállate, ya te dije que somos hombres de negocios. No somos salvajes, Luis; estamos en pleno siglo XXI por si no te has dado cuenta. —¿Ya se te olvidó cómo son las cosas en el norte, Orlando? Esto es una guerra, es una selva, puñetas. Aunque ustedes se quieran lucir y ver civilizados como empresarios a toda madre, con sus juntitas y sus negociaciones. Es una puta guerra. —Allá, aquí no es el norte, y no estamos en guerra. —Todavía. —Ojalá no. —Bueno ya, ya. Chale, hasta pareces mi papá. —Dios me libre, puros corajes hacía mi tío contigo. Sobre todo cuando te volabas la feria de las tortillas para jugar tu estrit faighter. —Estás ardido porque nunca me pudiste ganar. —Pinche vago —ambos hombres soltaron una carcajada, la cual sonaba incluso un poco nostálgica.

Se quedaron callados un momento. Unos segundos de silencio sepulcral inundaron el interior del automóvil tras finalizar la canción de Manzanero, hasta que el locutor inició su discurso y una ronda de 58


saludos a los radioescuchas. Una calma inquietante se cernía en la calle. Afuera del automóvil se escuchaban los cables de luz tronando por la corriente eléctrica, además de un murmullo musical proveniente de la fonda frente a la cual Orlando había estacionado. Llevaban una hora ahí fuera, vigilando a través del ventanal a un hombre moreno vestido de saco azul marino. —Luis, sabes... Aunque no quiero una guerra, creo que hay algo de razón en lo que dices. —¿Cómo? —Aunque creo que Los Zorros son un grupo estúpidamente agresivo, el patrón se está confiando mucho, nada típico de él. Los Zorros están aprovechando esto y se expanden, rápido. Han ganado mucha fuerza, y como van las cosas... —¿Vas a jugarle de chivo con Los Zorros, puñetas? —Solo digo que... viendo las cosas... hay que estar preparados para brincar al lado ganador si se presenta la oportunidad. —¿Por qué me dices esto? —Eres mi familia, quiero que vengas conmigo. Luis soltó un aullido de honesta sorpresa. —¡Quién te viera, puñetas! No me lo esperaba de ti. Tan recto, tan cuadrado y mamonsito que eras, y resulta que bien listo saliste... bien guardadito te lo traías. —Se vale ser fiel, pero no pendejo, ¿no Luis? Digo, tampoco somos ganado. Al fin y al cabo vida nada más hay una y no voy a terminar como carne de matadero. —Te escucho... —Primero necesitamos un contacto con Los Zorros. —Creo que puedo ayudarte con eso. —¿En serio? —Bueno... la verdad es que yo ya llevo un buen de tiempo en contacto con Los Zorros. Todo esto que me dices... Llevo sintiéndome así por mucho tiempo. 59


—Júralo. —Por Diosito y La Virgencita que sí. La neta esta organización está yéndose a la chingada, y no soy el único en darse cuenta. Ya no damos miedo, ya no inspiramos respeto, han olvidado sus raíces, se han olvidado de la calle. Los Zorros no se andan con mamadas, son más mi estilo, carnal. Aunque ustedes digan que son unos salvajes, míralos, ese miedo que tienes, ese respeto que les dan, eso es lo que quiero. La neta qué bueno que te diste cuenta. —Y qué buenas noticias me has traído. —Mañana voy a verme con mi contacto, deberías acompañarme, les va a gustar saber que tú, siendo tan unido con el patrón, estás de nuestro lado. —¿A qué hora? —A las diez en el desgüesadero, al lado de la estación de camiones. —Interesante... ¿Cuántos topos hay además de nosotros? —Unos cuántos. No somos los únicos que quieren cambiarse de lado, pero tampoco somos muchos. Aún así, contigo ya tendremos un as bajo la manga. —¿Y este contacto...? —Le decimos El Mocho, es que le falta una oreja. Pero este güey es el conecte entre todos los soplones; se está armando algo súper cabrón: Vamos a quitarles la plaza enterita. El patrón no va ni a saber de dónde le llovieron las balas. —Me parece bien, Luis. Mira nomás, bien listo que saliste también, cabrón. —Para que veas, y tú que siempre me tirabas de pendejo. —Aguanta, primero hay que encargarnos de este güey de azul, no hay que quedar mal con el patrón, no todavía. —¿Quién es éste? —Uno de sus contadores, quiso ir de chivo pero con los federales. —Y no mames que se enteró el patrón.

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—Te digo que no hay que quedar mal. Debemos movernos con cuidado, ingenuo o no, el patrón parece tener oídos en todos lados. — Luis asintió con la cabeza, atento a las palabras de su primo. —Ya está pidiendo la cuenta. Acuérdate, no le vayas a disparar, necesitamos saber lo que le cantó a los federales. —Pues voy, ni pedo. Orlando sacó un revólver de la guantera, calibre .38 SUPER. Luis acarició la automática de 9mm bajo su playera, salió del auto y caminó discretamente a un lado de la entrada, mientras Orlando movía el auto hacia la esquina más cercana. El hombre de azul salió, dio vuelta hacia la izquierda, Luis fingía escribir un mensaje de texto en su teléfono celular. Cuando el objetivo pasó frente a él, el sicario rápidamente se incorporó y hundió el cañón en la espalda baja del hombre, agarrándolo fuertemente del antebrazo para detenerlo. Se acercó y le susurró amenazante, "Si te mueves, si gritas, si haces algo pendejo, te meto un plomazo aquí y sin escalas. Muévete, cabrón". El hombre empezó a sudar, temblaba un poco. Luis le soltó, enseguida lo encaminó para cruzar la calle hacia el Chevy gris. Se metieron en la parte trasera, Orlando volteó y saludó al hombre de azul. —Buenas, Don Lalo. No se espante, el patrón nada más quiere hablar con usted. Flojito y cooperando, esto no tiene porqué ponerse violento. Creo que todos en este auto somos adultos maduros y razonables, ¿no? —El hombre estaba petrificado. Al ver que no respondía, Orlando le apuntó con su revólver. —¿No? —El hombre asintió levemente con la cabeza, con esfuerzo sobrehumano, como si su cuello estuviera congelado, sus ojos seguro que lo estaban. —Por favor, Don, levante las manos y deje que mi asociado aquí presente le haga una revisión. Don Lalo obedeció. Luis guardó su arma y empezó a revisarle la cintura. De pronto un dolor punzante le perforó la mandíbula al sicario. Cayó doliente sobre el hombro del que hace unos momentos era un objetivo más. 61


—Qué listo nos saliste, "pu-ñe-tas". —¡Mi traje! —Gritó Don Lalo. —Ya, Lalo, con lo que ganas puedes comprar 50 más como ése, que por cierto está bien culero. —Pero este me lo regaló mi esposa. —Odias a tu esposa. —Lalo lo pensó un momento. —Buen punto. Luis gimió, el disparo había destrozado su quijada, pero no le había matado. Sus manos temblaban, intentaba moverlas bajo un mero reflejo pero sus intenciones eran opacadas por el dolor creciente. En su piel y en su lengua podía sentir los chorros de sangre cálida escurriéndose entre los dientes que le quedaban, navegando entre pedazos de carne. Medio consciente, se limitó a gemir. Orlando apretó los dientes, "Chingada madre", pensó. Había sido un mal tiro, afortunadamente aún se podía reparar, aunque no de manera limpia. Le dio instrucciones a Lalo, quien acomodó al agonizante boca arriba y con el pecho descubierto para después salir del auto. Tras ello, Orlando vació el resto de su cargador en el tórax de su primo. El auto apestaba a pólvora. Orlando abandonó la pistola y caminó junto con Don Lalo hacia un segundo automóvil, estacionado a dos cuadras. Eran cuidadosos, nadie podría rastrear la pistola hacia él, incluso si lo intentara. Llegaron, arrancaron el motor y avanzaron, lejos.

—Llama al patrón, dile que el trabajo está hecho, y que tenía razón sobre Los Zorros. Debemos avisarle también que hay más ratas. Mañana me encargaré del contacto de Luis y haremos que salgan de sus madrigueras. —¿Qué hacemos con Los Zorros?

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—Antes de cazar a las ratas les vamos a poner su "estate quieto”. Bola de pandilleros pendejos, creen que por saber disparar una pistola ya pueden jugar a ser gánsters. Orlando y Don Lalo se perdieron en la carretera, cubiertos por el estrellado cielo nocturno. Orlando prendió la radio. <<Muchas gracias a todos los radioescuchas de hoy por sus llamadas, sus preguntas y sugerencias. Les recordamos que son ustedes quienes hacen el programa. Con esta hermosa canción me despido: Como Fue, de Armando Manzanero con la Big Band Jazz México. Yo soy Gerardo Robles Blaes, y nos vemos mañana en punto de las 10, aquí, en 86.6 fm. Esto fue Jazz-En Tu Idioma…>>. <<Cómo fue, no sé decirte. Cómo fue, no sé explicarme qué pasó, pero de ti me enamoré...>>.

Bajo los tronidos de los cables de luz y al son de Manzanero, bajo la misma luna, bajo el mismo cielo; con una quietud reinando tras su ausencia, la sangre carmesí de Luis escurría en los asientos de cuero como una pintura violenta y abstracta. Bailaban sobre el Chevy: La luna, amarillenta

y

colosal,

con

sus

estrellas

acompañándola

en

una

contrastante alegría.

Francisco Javier Pérez Ruíz

México

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E

s cierto que un buen día el incognoscible, incomprensible e incomprendido Dios decidió solucionar el tema de los numerosos Apocalipsis. Desde hacía tiempo que las noticias habían dejado de estar a cargo del Vaticano. Al fin y al cabo

las leyes humanas son un reflejo de aquellas que rigen a las altas esferas y el marketing funciona igual en cada rincón de todos los universos. En su lugar se utilizaba una red de distribución de alta influencia, disimulada en manos de una familia ancestral de noble linaje. El tema de las confusiones burocráticas con respecto al apocalipsis anunciado por el demente de Juan era un tema que venía desarrollándose desde hacía unos años, digamos que algo así como dos mil. A cada año las agencias de noticias oficiales se veían obligadas a difundir novedades al respecto. Y la ciencia exacta detrás de estos anuncios es indescifrable, recordemos que dios es misterioso (o en otras palabras: que hay cosas que nadie va a responder), por lo que la mayoría de las veces la predicción no está ni cerca de ser acertada. Rememoremos la anécdota de los dos sabios y su diálogo. Cuando uno le dice que Dios es incomprensible, el otro le llama la atención de que esa es la razón por la que no hay que pensar mucho en Dios y sus potencias, porque todo lo que podamos comprender de él, lejos de tratarse de una revelación hacia un nivel más elevado, se trata de una mentira. El primer sabio le responde que entonces ese juicio tan elegante que acaba de hacer debe ser también falso, y la confusión se terminó al buen estilo latino, es decir con uno de los sabios muerto: por la gracia de Dios, el que mentía. Por otro lado, el carácter del fenómeno lo vuelve impredecible hasta el límite del absurdo. Se trata de un hecho que solo puede ocurrir una vez, por lo que es necesario que de las numerosas predicciones, todas menos una sean falsas o incorrectas. Y por cierto que cuando llegue la predicción acertada terminará con la era de las predicciones, será la última. Por lo que la continuidad de noticias apocalípticas solo parece demostrar la falsedad de todas las anteriores. En cierto momento se creyó

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que era inapropiado estar engañando así a la gente. Después de todo aún quedaban personas que podían llegar a merecer cierta sabiduría. Pero, de algún modo, el temor de ese evento grotesco que en realidad desconocían (si lo hubieran conocido no tendrían por qué temerle), causaba en las personas cierto recelo a la hora del dejarse llevar por el insistente llamado de la tentación. Pero la gota que colmó el vaso fue el momento en que desde las altas esferas observaron, cuando el año mil era venidero, a los guerreros musulmanes disfrazarse de los cuatro jinetes y sembrar el pánico a sabiendas de lo que consideraban una ridícula superstición cristiana. Dios se decidió a actuar. Pero aquí intervinieron otras dos leyes celestiales. Un día para el señor es como mil para un hombre. Y me temo que esta proporción no sea del todo exacta y que esto se combinó con la segunda ley, que es que lo que hay abajo es una imagen de lo que hay arriba. Y esto también se aplica a la burocracia. De modo que cuando el tema fue abordado de nuevo el mundo estaba al borde de un nuevo milenio. Se tanteó a la población con otra ola de pronósticos de Apocalipsis. Al principio funcionó, pero luego, ante la evidencia de los fallos garrafales, su efectividad disminuyó a un ritmo sostenido. Apenas pasado el milenio poca gente prestaba atención a los anuncios y nadie los creía, por lo menos al nivel de la acción. De modo que la orden atravesó todas las esferas. No habría más anuncios de Apocalipsis; era hora de que llegara el único verdadero, el real, anunciado hacía ya tanto tiempo. Para esto Dios replegó a sus ejércitos olvidados. Sus arcángeles al principio no detentaban potencia alguna; oficiarían de escribanos en la numerosa documentación que había que estudiar para darle luz verde al proyecto. Y es que ocurría que en todo este tiempo las leyes habían cambiado tanto como las definiciones. ¿Aún podían seguir aplicándose las concepciones de pecado de la época de los faraones, cuando Dios aún se dignaba a sacudirse el polvo de la tierra? Por supuesto que no. Tampoco

podía

tomarse

una

costumbre

actual

y

aplicarla

con

retroactividad. Como podrá apreciarse, en las altas esferas las leyes lo

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son todo. Y existe una tan antigua como el tiempo. No puede aplicarse una ley a alguien que la desconoce. ¿Quiénes deberían salvarse y quiénes perderse una vez concluido el tan promocionado Apocalipsis? Era una pregunta clave si se quería seguir con los planes una vez que el último ángel terminara el último solo de trompeta y el cielo dejara de arder. Tal era la indignación en los palacios celestiales que se requirió una solución tajante a todo este entuerto. No tenía practicidad alguna intentar definir el sentido del pecado y las condiciones de salvación. Habían sido tantas y tan variadas a lo largo de los siglos, y era tan alto el porcentaje de aquellos que no entendían nada del asunto y que se manejaban con otros criterios, que no parecía justo para nadie más que para una reducida minoría el ponerse de acuerdo en esto. La decisión tajante fue la siguiente: se indagaría en el alma de los seres humanos vivos para saber a quién salvaría cada uno y a quiénes condenaría. Era la solución más democrática de la historia. El pueblo decidiría, por votación equitativa, quienes serían salvados por el jinete blanco y quienes caerían junto con las bestias. La votación se realizó en un instante, y las potencias angelicales (que desde hacía tiempo indagaban en las tendencias humanas para sus propios y también misteriosos proyectos y sabían bastante de esto) pronto ofrecieron el resultado. Este era de lo más inaudito. Pero repito que los misterios… Si se seguía el resultado de la votación, la totalidad de la creación de Dios se vería envuelta por las llamas eternas, y los palacios celestiales, con capacidad infinita, seguirían casi vacíos como desde el momento de su creación cuando el tiempo se escurrió de la materia como una babosa asquerosa. ¿Qué había ocurrido? Bueno, qué podía esperarse de la misteriosa creación. Unos votaron contra otros. Los amarillos votaron a sus primos menos amarillos, comunistas a capitalistas, socialistas a anarquistas, negros a blancos, blancos a tiradores de dardos, ciegos a mudos, sordos a mancos, mancos a pencos, pencos a corredores maratonistas, asistentes sociales a Psicólogos, los Psicólogos a sus pacientes, los

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pacientes a los activos, los activos a los tapados. Nadie se salvó. Y en esta hecatombe el viejo Dios se sintió parte del misterio que lo definía, pero cumplió con lo acordado. El infierno (la tierra) permaneció superpoblado y los palacios celestiales vacíos. No desactivó la propensión a las noticias falsas y exageradas sobre la siempre presente posibilidad de un Apocalipsis por sus ventajas estratégicas. Eso sí, se abstrajo un rato (que para él…) en un incomprensible rincón de la galaxia, en otra de sus creaciones y en otros asuntos.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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A

Susi la saqué de un burdel de carretera donde me detuve una noche. Andaba más caliente que los palos de un churrero y pegar un polvo me hacía tanta falta como el comer. Era un local pequeño. Mobiliario funcional. Bebidas alcohólicas en

las estanterías con un espejo detrás para verse el careto. Iluminación escasa y roja, el color del morbo. Docena de clientes y cuatro empleadas. Ella atendía la barra. Tenía el pelo color caoba, los ojos negros y los labios mamones. —¿Me invitas a una copa, rumboso? —me preguntó provocadora la mirada, buena parte de sus tetas igual que naranjas de buen año asomadas por encima del gran escote, cuando se inclinó delante de mí. —Vengo demasiado caliente para perder el tiempo con protocolos (dándomelas de tío culto). ¿Qué me vas a cobrar por un completo? —Desesperado, ¿eh? Cincuenta euros y pongo mi envase bien calentito y jugoso para tu botella cargada de leche —irónica, cachonda. Saqué del bolsillo de mis pantalones vaqueros un rollo con dinero (las carteras para los finolis y amariconados) y le di un billete. Me gustó que lo cogiera sin prisas, risueña, sin mostrar codicia. Se lo metió en un bolsillito de su exagerada minifalda. Acto seguido abrió un cajón, tomó de su interior una llave y guiñándome un ojo me dijo que la siguiera. Cogimos la escalera. El alfombrado rojo que cubría los escalones estaba sucio, desgastado y con pegotes negros de esos cerdos que mastican chicle y cuando se cansan de castigarlo con las herramientas de comer lo sueltan en cualquier parte. Ella me había cogido la delantera y mis ojos gozaron viendo la casi totalidad de sus piernas bien torneadas y su culo que movía con tanta voluptuosidad que me puso la sinhueso a punto de disparar. Entramos en el cuarto y entonces se volvió hacia mí, los ojos medio entornados, su boca carnosa de color frambuesa entreabierta, balanceando levemente el cuerpo, la cabeza algo ladeada y la mitad de su melena sirviendo de cortina a su rostro atractivo.

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—¿Qué hacemos para empezar? —Quítatelo todo menos las medias negras y los zapatos —eran de tacones muy altos y hasta con ellos puestos era más baja que yo. Se dio prisa porque leyó en mis ojos que lo mío era muy urgente. Tiró la ropa sobre una silla. En contra de lo habitual en las hembras, se quitó las bragas primero y el sujetador después. Le caían un poco los pechos, pero en cambio tenía unos pezones con grandes areolas que siempre me han gustado a mí. —Arrodíllate y vacíame las pelotas que llevo llenas a reventar —le dije, convirtiendo mis pantalones en un acordeón al desabrochármelos y dejarlos caer patas abajo. Igual como digo que ningún ser humano es igual a otro, afirmo que tampoco lo es una boca. La de Susi tenía magia, y yo tardé demasiado poco en darle todo lo que tenía de sobra. En esto iba pensando mientras mi moto devoraba carretera. Tenía uno de esos días cabrones en que uno piensa que su vida debería ser otra. Uno de esos días en que yo me arrepentía de haber dejado mi tranquilo empleo de albañil para meterme en negocios tan peligrosos como el que iba a realizar aquella noche. Arrepentimiento que se me pasaba nada más recordar la mierda de sueldo que ganaba todo el día subido en andamios o tejados. Mierda de sueldo con el que nunca habría podido comprarme la magnífica Harley Davidson que estaba conduciendo en aquel momento. El encuentro con el Manosnegras (apodo que aquel hijo de puta se había ganado por llevar guantes de piel de cabritilla de este color, lo mismo en verano que en invierno) a las doce de la noche en la abandonada fábrica de ladrillos lo consideraba sumamente peligroso. No me fiaba de él, aunque quien nos había puesto en contacto, en la gasolinera del Cruce, me había asegurado que era fetén. Sin embargo yo vi algo en el fondo de sus ojos que no me gustó.

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Llegué al lugar de encuentro, puntual. El potente círculo de luz de mi motocicleta lo enfocó. Se hallaba con el culo apoyado en el capó de su descapotable. <<Este hijo de puta está forrado>>. Detuve la Harley Davidson junto a su lujoso automóvil manteniéndola al ralentí. —Apaga las luces, coño, que me ciegas. ¿Has traído la guita, tío? — preguntó él con su voz áspera, desagradable. La luna se hallaba en avanzado cuarto creciente y nos procuraba la suficiente claridad para vernos —¿Y tú la nieve? —quise saber a mi vez. —En la mano la tengo. Hagamos lo acordado. Yo te doy la nieve con una mano y cojo la guita con la otra, al tiempo que tú haces lo mismo. Lo hicimos así. —¿Está toda la pasta? —preguntó para distraerme al tiempo que su mano libre la metía por dentro de la chaqueta. Siempre tuve muy buenos reflejos. Así y todo antes de poder arrollarlo con mi moto, el muy cabrón tuvo tiempo de meterme una bala en el costado. La herida era dolorosa, pero no mortal. Conduciendo con una mano y taponándome el boquete de la bala con la otra, conseguí llegar a la chabola de un menda que ejerce la medicina aunque no tiene título. Mientras él preparaba los instrumentos con los que iba a extraerme el proyectil, rompí una esquina de la bolsa que me había dado el Manosnegras, le hundí un dedo previamente humedecido y me lo llevé a la boca. Le dediqué al Manosnegras tan exagerado chorro de maldiciones que me quedé sin aliento: —Antes que me metas el bisturí voy a hacer una llamada —le dije al guarro mugriento que acababa de desinfectarlo con la llama de un mechero. Llamé a Susi y le dije que viniera a buscarme con el coche de segunda mano que yo le había comprado. —¿Estás bien? Te noto la voz rara.

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—Es que me estoy riendo por dentro. Y era verdad. Yo me había quedado con los polvos talco y una bala, y el hijo de puta del Manosnegras con un buen puñado de recortes de periódico y el atropello mío.

ANDRÉS FORNELLS

España

Twitter: @AndresFornells

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E

l famoso astrofísico, Oscar Gunter, hombre de sólido conocimiento científico y una de las mentes más lúcidas de este siglo, siempre tiene problemas al momento de explicar cómo desarrolló su célebre teoría de los universos paralelos y

de cómo fue que se le ocurrió. Al enfrentarse a esta pregunta generalmente comenta que recuerda todo: el momento, las circunstancias, los lugares pero, dice, hubo un instante en que todo desapareció y quedó simplemente la teoría tal como se la conoce hoy. Para aclarar aún más lo sucedido suele referirse a una situación similar acontecida a Einstein cuando a bordo del metro de la ciudad suiza de Berna, vio alejarse la torre del reloj y fue allí que comprendió la relación de la velocidad de la luz y el espacio, es decir los fundamentos de la teoría de la relatividad. Al pedírsele detalles, cuenta que estando en el California Café, en Palo Alto, cerca de la universidad de Stanford, bebiendo un simple refresco antes de su hora de cátedra, se encontraba pensando en la posibilidad de que existieran universos paralelos muy próximos a nosotros y, a pesar de ello, invisibles. Una derivación quizá, especula, de la teoría de las cuerdas: universos separados por un velo o membrana muy delgada, que se tocan pero sin tener conciencia uno de otro, salvo en la teoría. Recuerda también que le vino a la mente una creencia de los indios mapuches del sur de América que al referirse a las estrellas dicen que son una especie de agujeros por donde bajaron todas las cosas que forman nuestro mundo. Esas estrellas son los lugares por donde pueden verse los otros universos, aquellos desde dónde llegaron los animales, las plantas y los hombres. Siempre con esta vieja leyenda en mente, cuenta que terminado su refresco, subió a su automóvil para recorrer los casi 40 kilómetros hasta Stanford y dice, con algo de vergüenza, que lo último que recuerda es haber tomado la University Avenue y el gran cartel que más adelante 75


indica la salida hacia San Francisco. Ignora todavía hoy, como llegó al Campus de Stanford pero sí, y lo tiene muy fresco, es que al momento de estacionar ya no tenía dudas: los universos paralelos existen. Gunter no está siendo del todo sincero, la explicación que brinda es una verdad a medias. Convivimos con mundos paralelos pero no todos accedemos a ellos. Este tipo de afirmaciones solamente las hace en el seno de una muy secreta cofradía de científicos de Stanford que, luego de sus cátedras, reunidos en el California Café, se dedican a explorar aspectos pocos desarrollados de la astrofísica que, en muchos casos para el lego, suelen confundirse con la ciencia ficción. La mayoría de esas charlas, que ocurrieron mientras degustaban exquisitos manjares regados con incontables botellas del mejor Pinot Noir del valle de Santa Clara, y que llegaron luego a la literatura fantástica, merced a su originalidad y exactitud, se transformaron después en célebres obras. Tal es el caso del cuento “Exilio” de Edmond Hamilton, quién a través de su personaje Carrick relata cómo a partir de su imaginación creativa creó un mundo paralelo en el que luego acabó viviendo. También se especula, aunque nunca pudo saberse la verdad, que el matemático y escritor británico Charles Lutwidge Dodgson, más conocido por su seudónimo Lewis Carroll, plasmó en su célebre libro “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas” su teoría de que este mundo es una ilusión y que el verdadero universo es el del conejo blanco, el gato de Cheshire y la Reina de Corazones. En este sentido, el más emblemático autor de ciencia ficción Philip K. Dick, deja a lo largo de toda su obra una reseña de las conversaciones de estos catedráticos cuando especula en sus novelas y relatos acerca de la frágil naturaleza de la realidad que percibimos. Un caso parecido se dio también con Aldous Huxley en su obra “Un mundo feliz” en dónde cuenta que la sociedad del futuro será mecanizada y fría, precaria en valores y sentimientos.

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Lo que a continuación se relata son los hechos tal cual acontecieron el día en que el Dr. Gunter dio a conocer a sus colegas su experiencia respecto de los universos paralelos. Todo ocurrió de la siguiente manera. Un día cualquiera, no importa cual, al terminar sus clases y casi por instinto desanduvo los 40 kilómetros desde la universidad hasta el California Café y llegó puntualmente al habitual almuerzo con sus colegas. Cuando se sentó a la mesa, Ralph Cárdenas se explayaba acerca de las últimas especulaciones sobre el movimiento del tiempo. Ralph decía: —Acaba de surgir una nueva posibilidad o mejor dicho un nuevo enfoque sobre los universos paralelos. —¿A qué te refieres Ralph? —preguntó Scott Solomon, que sentado a su lado luchaba con el caparazón de una langosta. —Estuve leyendo el trabajo de Julian Barbour, Tim Koslowski y Flavio Mercati. Plantean algo muy interesante. Dicen que es muy probable que existan universos conectados y opuestos. —¿Opuestos? —terció Tobías Steiger, sentado frente a él. —Opuestos en relación al eje del tiempo, es decir, en un universo el tiempo avanzaría tal como lo percibimos nosotros pero en otro, en cambio, y siempre desde nuestra perspectiva, el tiempo retrocedería. ¿Qué te parece Gunter?, estás muy callado. —Sumamente interesante –dijo lacónicamente. —Es verdad aunque lamentablemente son todas especulaciones, empíricamente aún no pudimos demostrar nada. Es una lástima. —Te equivocas Ralph —agregó Gunter de manera tajante. —¿A qué te refieres?—pregunto Cárdenas desconcertado y algo molesto por el comentario. —Lo que acabas de comentar está mucho más allá de ser solamente una especulación. Te diría que es una realidad.

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—Explícate por favor. Según entiendo estás queriendo decir que conoces a alguien que comprobó que existen otros universos —preguntó Scott con un tono entre fastidioso y burlón. —Precisamente eso —respondió Gunter. —¿Nos dirás quién es el afortunado? —intervino nuevamente Ralph. —Yo mismo —dijo Gunter. La carcajada fue general. Algo así como un sentimiento de alivio recorrió la mesa —Por un momento pensamos que hablabas en serio dijo Steiger. —Es que hablo seriamente. No estoy bromeando —respondió secamente Oscar. Las sonrisas desaparecieron. —No somos ingenuos, Oscar. Esta vez te estás excediendo con tu broma —replicó Steiger evidentemente exasperado por los dichos de su colega. Gunter miró a todos con gesto grave como para que no quedaran dudas que decía la verdad. Tranquilamente pero en un tono que dejaba a las claras que no admitía interrupciones, dijo: —Desde hace ya bastante tiempo quería hablarles de una experiencia que tuve pero no tenía el valor. Temía que pensaran que mi salud mental estaba alterada, pero hoy al escuchar el tema que trataban me decidí. Fortuitamente hice ese descubrimiento pero ya no soporto mantenerlo en secreto solo para mí. Sí, es verdad, yo conozco otro universo. Tres pares de ojos desmesuradamente abiertos se enfocaron en él. La expresión de incredulidad de sus amigos le indicó que debería explicar todo inmediatamente a riesgo de terminar internado en algún loquero. Aspiró profundamente y prosiguió: —Ocurrió en las proximidades de la central atómica de Palo Alto. Fue como un parpadeo. Por un instante, muy breve, todo desapareció. La oscuridad me rodeó pero inmediatamente volvió la luz. En un principio

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no noté nada, todo parecía normal, no obstante al tiempo advertí cambios sutiles, casi imperceptibles y al centrar mi atención en algunos detalles llegué a la conclusión de la que les estoy comentando. —¿Nos puedes contar sobre algunos de esos cambios?, interrumpió Cárdenas. —Desde luego. Fueron alteraciones en el patrón de conducta de las personas. Se me hizo evidente el estado de alienación de la gente. Noté que todo el mundo vivía pendiente de sus teléfonos celulares. Casi nadie hablaba, solo interactuaban con sus móviles. Se enviaban millones de mensajes de textos por hora en todo el mundo. Eso llevó a que se alteraran las reglas de ortografía y el lenguaje se transformó en una jerga ininteligible por el afán de que esa comunicación virtual fuera lo más rápida posible. Vi que en las reuniones de dos o más personas todos estaban pendientes de los mensajes que llegaban a sus adminículos pero nadie mantenía una conversación ni se miraba a la cara. El aislamiento pasó a ser el patrón de conducta de los individuos. También pude ver que en la televisión solamente se difundían contenidos chabacanos y se mostraba a la mujer como un objeto. Me llamó la atención un programa del canal local, que con el formato de un certamen de danza, se mostraban mujeres jóvenes con poca ropa y se simulaban peleas del elenco con el simple propósito de ganar audiencia. Esas situaciones eran luego motivo de discusiones en todos los ámbitos de la ciudad. Se hablaba

del

programa

en

las

oficinas,

en

las

reparticiones

gubernamentales, en los noticieros y periódicos. En todos lados se debatía sobre la suerte que correría cada participante. Ante mí se abrió un mundo casi desconocido. Se educaba para la ignorancia con la finalidad de poder sojuzgar a la población con mayor facilidad. Los medios de comunicación estaban al servicio del poder de turno, desinformando y generando opiniones funcionales a los gobiernos. Diariamente los titulares mostraban atentados terroristas en todo el mundo, muchos de ellos cometidos por grupos radicalizados financiados

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por las mismas potencias atacadas y otros eran cometidos por los mismos

gobiernos

víctimas

del

terrorismo

con

la

intención

de

incrementar los controles y la vigilancia de los habitantes tal como lo contaba George Orwell en 1984. Se acuñó una expresión para definir estos falsos atentados, se decía que eran ataques de falsa bandera. La diferencia entre las clases sociales era abismal. Los ricos hacían ostentación de su riqueza y los pobres eran cada vez más pobres en un mundo que tenía superproducción de alimentos pero que a la mitad de sus habitantes no le llegaba la comida. Se inventaban las guerras bajo pretextos humanistas pero en realidad eran producto de las ambiciones de poder y riqueza de los países centrales. Ese salto a otro universo me reveló un mundo atroz. —Suerte que pudiste regresar —dijo Steiger. —Ese es el punto mi amigo, dijo con pesadumbre Gunter, nunca pude volver.

HÉCTOR D.VICO

Argentina

Página Web: http://cuentosyaudios.blogspot.com.ar/

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¿P

uede el nombre de una persona determinar su destino? Me diréis que no… pero es que se llamaba Luna. Su infancia fue un tormento, siempre dormida durante el día y despierta de noche, sin que nadie comprendiera

que esa era su naturaleza. Cuando tuvo edad para asistir a la escuela nocturna lo aprendió todo sobre las estrellas y los planetas. Ella misma se fabricó un telescopio y, mientras los demás dormían, pasaba las noches observando el universo. Así aprendió a viajar por el espacio. Lo recorrió palmo a palmo y no quedó asteroide que no visitara. En uno de ellos encontró el mapa. Pasó meses estudiándolo, trazando rutas, sopesando riesgos y planificando las etapas del viaje. Lo dejó todo escrito en un diario, el mismo que he leído centenares de veces, buscando un indicio que me permita llegar hasta ella. Yo la espiaba por las noches. Desde mi ventana, muy quieto, la veía escrudiñar el cielo estrellado, pero, a veces, me descubría y me saludaba riendo. Nunca me atreví a decirle mi nombre y nunca supo que estábamos predestinados. En cuanto desapareció, sus padres me entregaron su cuaderno. ¿Quién mejor que Sirio, el vecino matemático, para entender aquellas extrañas anotaciones? Registré la habitación, pero es inútil. Jamás la encontraré. No dejó el mapa.

patricia richmond España

Twitter: @PatriciaRichm_ Blog: patriciarichmond.blogspot.com.es

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E

ra una noche de perros, llovía y con viento del sur. No andaban ni los gatos por la calle. “Para qué habré salido — me dije— Siempre igual”. De pronto vi el cartel luminoso del bar: “Salvado, ahora a tomar un buen trago”. El bar no

estaba muy concurrido, apenas una mesa en el fondo con dos tipos, empeñados en ganar una vieja discusión, frente a dos vasos casi vacíos. Me acomodé en la barra, sentarme en una mesa me pareció hacer gala de mi soledad y no pretendo demostrarle nada a nadie. El barman, sin hablar y casi sin mirar, se paró frente a mí y esperó que le pidiera algo, automáticamente dije: —Un Johnny doble con hielo. Al cabo de unos minutos, no tuve más remedio que repetir el pedido. Un rato después creo haberle pedido otro. La música que sonaba era de primera, Jazz. Sinatra y Basie, un viejo disco que me sabía de memoria. Mejoraba la noche. De repente, como salido de la nada, un tipo estaba sentado a mi lado. La barra del bar era larga, pero se sentó en la banqueta junto a la mía. “Qué raro — pensé— ¿querrá pedirme algo?”. Yo un poco turbado, seguí con mi Johnny. Entonces él, con una voz que me sonó conocida, pidió un Jack Daniels. Lo miré de reojo y me produjo una mezcla de asombro y risa. “Mirá que va a ser él, no seas ridículo”. Él hombre volvió la cabeza y me dijo: —¿Tenés un cigarrillo?, acabo de terminar mi paquete y con esta lluvia... En ese momento lo miré de frente y sí, era él: Sinatra, se había corrido el sombrero hacia atrás, era el Frank de los 40, con traje negro y moño, vestido para un espectáculo. Miré para todos lados primero, eso me dio unos segundos para recuperar la voz, cuando pude le dije: —¿Me estás cargando…no…no estás cantando? —Eso fue todo lo que me salió, señalando tímidamente los parlantes del bar

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—Tengo unos minutos, ahora la banda sigue sola en este tema — me contestó, también señalando los parlantes que sonaban sobre el espejo de la barra. Pero no me animé a mirar el espejo. Rápido saqué el atado de mi saco y le di uno, “Un faso de los míos —pensé— una cosa de locos”. Frank lo encendió con un viejo Dupont plateado, aspiró profundamente, largó el humo despacio, canchero, luego tomó el vaso y le dio un buen trago, se lo quedó en la mano y con la mirada perdida en los reflejos del bourbon, dijo por lo bajo: —No tengo ganas de cantar esta noche —Tenía la mirada triste y distante, buscando algo muy lejos— con este tiempo tormentoso — terminó diciendo mirando hacia la puerta. —¿Lo decís por lo de Ava? —Se me escapó y me debo haber puesto colorado, lo sentí en las mejillas. Pero no me pareció que le molestara, siguió fumando y tomando pensativo. —Eso

y

más,

mucho

más

—contestó—

Tengo

que

ir

a

buscarla…tiene que ser mía de nuevo —no dijo nada más por un rato. Me sorprendió que la banda siguiera tocando sin cantante. ¡Qué le podía decir yo! que también estaba sufriendo lo mismo, también estaba solo y dolía como si fuera Ava Gardner, la flaca de mierda que me había dejado; lo comprendía, pero a este tipo no le puedo decir nada, las sabe todas. —¿Y vos, la vas a dejar ir? —dijo sin mirarme, envuelto en una nube de humo— Hay que pelearla muchacho, la vida no nos puede ganar así nomás —levantó la cabeza, tenía la mirada cansada— No hay nada mejor que estar enamorado. —Terminó con su Jack, aplastó el cigarrillo con el zapato de charol y se fue. El barman, me tocaba insistentemente el brazo, me despertó y amablemente me dijo: —Amigo, mejor si duerme en su casa, además ya tengo que cerrar —movía la cabeza mostrándome el salón vacío, en el que no quedaba nadie más que yo, acodado en la barra, con la espalda dolorida y saliendo del sueño.

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—¿Frank se fue? —pregunté mirando hacia los lados sorprendido y despegando los ojos. —¿Quién? —El barman, preocupado siguió— No vino nadie con usted. Le hice un gesto como diciéndole que se olvidara, mientras le pagaba. Tenía que volver a encarar la calle, se había hecho tarde. Estaba solo y con este tiempo tormentoso.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo book.com/rolandojose.dilorenzo

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A

ugust despertó con los oídos silbando y un penetrante dolor en su cabeza. Estaba acostado en el suelo, un suelo de cemento sucio, lleno de esquirlas y piedras. Gruñó mientras se levantaba con dificultad. Observó el lugar a su alrededor y

se percató de que estaba en un departamento, en un alto piso, lugar que le era completamente desconocido. Se le despertó un sentido de alarma. La sala de estar era pequeña, había una mesa rectangular en el centro, un viejo televisor sobre una cómoda en el lado opuesto de la habitación, cuya pantalla estaba rota y solo se podía escuchar el sonido de la estática. A su lado se paraba un sillón descosido y roto, con el relleno que se asomaba a través de algunos cortes. Tomó la banda elástica de su muñeca y la golpeó varias veces contra su piel, pero no había un apéndice de realidad conocida a la que aferrarse. Caminó arrastrando los pies hasta el corto pasillo, el cual terminaba en puertas cerradas en ambos extremos. Pudo observar la cocina frente a él, con sus armarios sin cajones, el contenido de la heladera sucio y a medio descomponer desparramado sobre el cerámico. Habían roto la tapa del horno y agradeció que no se pudiese oler el gas en el aire; el servicio debía de haberse interrumpido hacía ya mucho tiempo. Entró al baño. La bañera tenía el cerámico roto en uno de los bordes y había una pileta de agua sucia que se llenaba, gota a gota, a través de una sucia canilla. Había algunos productos de limpieza, como un shampoo vacío, un jabón un poco sucio y papel higiénico aún en su envoltorio original. Abrió la canilla del lavamanos y dejó correr el agua marrón hasta que esta se volvió clara. Observó su rostro en el espejo, bajo la enfermiza luz amarillenta y descubrió el golpe en la sien. La sangre se había secado en la mitad de su cara. Se asustó. Como solía hacerlo. Sabía que solía asustarse. Apoyó la espalda en la pared lateral y se dejó deslizar hasta quedar sentado, golpeando la blanca banda elástica contra la piel de su muñeca. Quería despertar.

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Finalmente logró tranquilizarse. Volvió a pararse y volvió a enfrentarse a su reflejo en el espejo. Y se repitió a sí mismo. —Mi nombre es August. Tengo veintiséis años de edad —Le parecía que las facciones de su rostro se borroneaban, se duplicaban. El efecto desapareció tras unos segundos. Observó la banda de la muñeca izquierda, la que contenía sus datos personales. Se lavó hasta que le pareció que lucía más o menos decente e intentó abrir la puerta de salida. No estaba abierta. Intentó golpearla, para

así

tirarla

abajo,

pero

fue

inútil.

La

puerta

caoba

era,

probablemente, lo único de calidad en todo el departamento, lo único que se había mantenido sano y en pie. Decidió intentar otro plan completamente diferente, por lo que se asomó por la ventana de la sala de estar. Enfrente había otro edificio igual de alto pero igual de lánguido y observó las ventanas rotas sin demasiada esperanza. Abajo, demasiado abajo, había una calle vacía con unos agotados y esqueléticos árboles que morían bajo el sol. Tomó aire y gritó con todas sus fuerzas. —¡Ayuda! —Pero todo lo que lo rodeaban eran edificios vacíos, pálidos y esqueléticos, como los dedos de un muerto que se asoman desde la tierra buscando un último respiro —¡Hey! Se escuchó un golpe y un gruñido en la otra habitación. Luego una serie de golpes que debían de pertenecer a alguien tan confundido como él, intentando pararse y tiró abajo aquello en lo que se había apoyado. La puerta se abrió con un golpe y un chico, un poco más joven que él pero igual de desaliñado se asomó a la habitación. —¿Gustav? —Le reconoció al instante. Era su hermano— ¿Gustav? —Sí, sí, claro que sí. ¿Por qué estas gritando? —dijo con un gruñido, todavía sin estar despierto. August se acercó a una distancia prudente. Su hermano también tenía un poco de sangre seca, en las manos, y olía terriblemente a alcohol.

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Debía de tener resaca. Arrastró los pies hacía la rota cocina y revolvió el lugar buscando algo para tomar. —¿Dónde estamos? —le preguntó August, mientras se acercaba a la cocina. El joven encontró entonces un vaso que no estaba dañado y abrió la canilla, pero nada salió de la misma— La canilla del baño funciona bien —le recomendó. —Gracias —dijo con la voz gastada— ¿Estás teniendo otro de tus episodios? —Creo que no. Quiero creer que no— respondió e inmediatamente se sintió un poco paranoico. —Bien. Estamos en la zona del bombardeo. Los chicos querían hacer una fiesta anoche y fue tu idea cruzar el enrejado para venir acá. Encontramos este departamento, aún con la llave puesta en la puerta. ¿Ellos ya se fueron? —Estamos solos —le aseguró él, aunque bien sabían los dos que el lugar era demasiado pequeño como para que alguien más se escondiese. —Que malditos —se quejó el otro— Pues bien. Volvamos. ¿Dónde está la llave? August movió la cabeza de lado a lado, con nerviosismo. Su hermano dejó escapar un suspiro de irritación y empezó a buscar en sus bolsillos. Él lo imitó y dejaron sobre la mesa todo aquello que habían guardado desde la noche anterior y que consistía en algunas piedras, tapas metálicas de botellas, un par de billetes rotos y un celular destrozado que no podía arreglarse. Ninguna llave ni nada que pudiese ser de utilidad. —Bien. Entonces empecemos a revisar. No nos podemos haber quedado encerrados, la llave tiene que estar en algún lado. August entró a la habitación en penumbras e intentó encender la luz, pero la bombilla reaccionó mal y explotó en miles de filosas esquirlas. Se encontró golpeándose la muñeca con la banda elástica. Las paredes azules parecían cerrarse sobre él, como si la construcción hubiese

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decidido ser su tumba y enterrarlo en un frío abrazo. Intentó tranquilizarse y volvió a abrir los ojos. Las paredes seguían en su lugar, firmemente paradas. Levantó la mesa de luz y revisó los cajones, pero no encontró más que piedras, un reloj roto y algunos insectos que se movieron nerviosos. Revisó el armario, revolviendo las mantas sucias y llenas de polvo. La mujer que había habitado el lugar había dejado atrás algunas prendas, tal vez creyendo que alguna vez podría volver a recuperarlas. No recordaba el bombardeo y durante un momento se preocupó si aquella mujer había, siquiera, sobrevivido. La madera de los estantes estaba húmeda e hinchada, y debido a las larvas que habían empezado a consumirla, los alacranes habían decidido que era una buena idea vivir allí. Finalmente se trepó y palpó el último estante, arriba del todo. Sus dedos se movieron hasta llegar a la esquina más alejada y allí fue cuando su piel encontró el frio y redondo metal de una llave. Su corazón dio un vuelco y respiró aliviado mientras caminaba a la puerta. Intentó insertarla en la cerradura pero de alguna forma la llave se resistía. La dio vuelta y volvió a apretarla contra la cerradura mientras golpeaba el picaporte. Se acercó la llave a la cara, un poco frustrado y se percató que aquello no era una llave. Dejó caer el vidrio roto al suelo y cerró los ojos. Para cuando los volvió a abrir seguía en el mismo lugar, con la frente apoyada sobre la puerta, su mano había dejado se sangrar, no sin pintar el suelo de rojo. Estaba más oscuro. Estaba sucediendo otra vez. Le pareció que a medida que se separaba de la puerta un rostro como el suyo se grababa en la madera y le devolvía una mirada vacía, a medida que se multiplicaba y las caras querían acercársele. Cerró los ojos y golpeó la banda contra la muñeca derecha, respirando lentamente. Intentó concentrarse. Una puerta es una

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puerta. Para cuando volvió a abrir los ojos, los rostros se habían extinguido y solo quedaba la penumbra. Su hermano se sentaba de brazos cruzados en el sillón. Echaba la cabeza hacia atrás y la brisa pasaba a través del cabello y de la ventana rota. Finalmente se percató de la sombría figura que se paraba en el marco de la puerta pero no se sobresaltó al respecto. —Despertaste— le comentó. —¿Cuánto tiempo estuve así? —Solo un par de horas —dijo, y volvió a la posición original— Hay algunas cucharas y algunos cuchillos en la cocina. Si desarmamos los goznes de la puerta, tal vez podamos hacer palanca para romper la cerradura. —¿No encontraste la llave? —Busqué por todos lados. No hay nada, salvo mugre, alacranes y más mugre —se quejó él y se levantó de un salto— Empecemos ya. Estoy cansado de estar acá —se quejó. Los goznes tenían una rendija en la parte superior, la cual forzaron haciendo palanca con los cuchillos. Lograron desarmarlos, pero no lograban despegar el ala que se adhería a la puerta. Gustav soltó un gruñido de desesperación hasta que resolvió meterse en la habitación. Tiró el sucio colchón a un lado y observó la vieja estructura de metal. Tras forcejar logro desprender una barra de metal de tamaño y fuerza considerable, pero tras hacer un poco de palanca, pese a que la puerta cedió momentáneamente, el metal se dobló, inútil. Para cuando agotaron todos sus recursos, había empezado a amanecer y la luz bañó de color anaranjado a los dos hermanos que descansaban en el suelo. Lucían peor que nunca y cada vez más desesperados y desesperanzados. August sentía como su mente se iba a la deriva, cada vez con más y más fuerza, y le costaba volver en sí. Golpeó la banda sobre la muñeca, cuya piel se había vuelto colorada debido a la irritación.

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—¿Gustav? —le llamó tras unos momentos. Observaba la puerta y veía las caras que volvían a asomarse en la madera —¿Dónde dijiste que estaba la llave cuando encontramos el departamento? —En la puerta —respondió, casi sin mirarlo. Él lo observó largamente. Su hermano y él se parecían bastante, aunque su hermano lucía mucho más joven y no tenía el rostro tan demacrado como él. —¿De qué lado?, ¿del lado de afuera o del lado de adentro? —¿De qué lado pensás que podría estar la llave que abre una puerta? August se paró y observó el cerrojo. Allí estaba descansando la brillante llave. Se golpeó la muñeca, respiró lentamente y volvió a observar. La llave seguía allí. Pero su mente no había querido ver lo que no sabía que estaba allí. Tomó la llave, la hizo girar, escuchó el clac del cerrojo que se destrababa y empujó el picaporte. Del otro lado se abría un pasillo igual de roto y abandonado, pero corría el aire de la libertad. Se volteó para ver a su hermano, que le sonreía. —La llave estaba allí desde un primer momento. ¿Por qué no me lo dijiste? —No lo sé. Quería ver que tan lejos llegabas. Cuánto de todo esto estaba dentro de tu cabeza y cuanto estaba fuera. August se tocó la sien, donde aún le dolía el golpe que lo había despertado. Sintió que enfurecía, y cruzó la distancia que los separaba y le lanzó un puñetazo a la cara. Su hermano hizo el mismo movimiento, riendo. Escuchó el ruido de los cristales rotos, cayendo sobre el lavamanos. Le ardían los nudillos. Miró el lugar confundido, se miró la mano lastimada y observó su rostro en el espejo. Observó el baño a su alrededor, los cerámicos azules, el goteo de una canilla rota en el suelo, la cortina tirada en una esquina. La luz blanca que se filtraba a través de una pequeña ventana. El lavamanos roto y la única botella de jabón líquido, también rota. Se asomó afuera. No reconocía el departamento.

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Del otro lado del pasillo se cerraba la misma puerta de madera caoba, imposible de abrir.

LOREN KILLDEER

Argentina

Blog: lorenhasapen.wordpress.com Twitter: @LorenKilldeer Instagram: Loren Killdeer

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L

a oscuridad se yergue seductora en veredas, esquinas y rincones con su estimulante presencia, tentando a las almas enfermas

a

buscar

en

tóxicas

y

venenosas

dulzuras,

adrenalina para sus espíritus aletargados y dispersos, que no

tienen más mañana que la próxima botella. Murmullos que suben sus tonos hasta convertirse en aullidos desafiantes, entremezclados con risotadas estentóreas que se combinan con las crujientes explosiones de los vidrios reventando contra toda superficie sólida. Siluetas escondidas, acechando, esperando la proximidad del distraído, donde el daño se puede transformar en un goce atrapante. La plaza está quieta de sombras. Muriel se abraza a la penumbra hundiéndose en el espacio solitario, tragando los espasmos de dolor que golpean su vientre con cada contracción. Llora sin saber porqué. Piensa en su abuela, ojalá nunca se entere, la santa vieja no lo soportaría. De su madre nunca supo más nada y su hermano debe estar junto a otros por ahí, encontrando en el alcohol lo único que buscan de esta vida. Muriel se apura, gruñe, y se pone el puño entre los dientes para amortiguar todo sonido. Por sus piernas se precipitan lluvia de gotas cálidas que inundan sus zapatillas y hacen incómodo su andar. Está mareada, respira fatigada, pero el pozo ya está cerca. No necesita ver para encontrarlo. En esa plaza transcurrió buena parte de su niñez, rebosante de juegos, amistades, amoríos y vicios. El cielo parece haber desaparecido y el silencio es un muro que rodea su dolor. Mira hacia atrás. Todo es noche. Las pocas luminarias encendidas parecen desganadas, el brillo de sus focos se derrama unos pocos pasos. Muriel cierra los ojos, su mandíbula aferra un trapo, tal como le aconsejó risueña su amiga Damiana que la invitó a tomarse una birritas cuando haya terminado con el trámite. Siente como su pasado miserable va cayendo fuera de su cuerpo. Se ayuda con las manos, tironea y escucha como eso cae en el pozo. Respira profundo, siente una temblorosa debilidad, jamás vivió tan sufriente

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soledad. Se recuesta en la tierra, dura, seca y polvorienta. Escucha voces no tan lejanas. Mejor irse. La espalda algo más relajada, toma el camino por donde sabe no encontrará a nadie. Tiene sed, llora, llora y llora. Su indeseado pequeño ya está en la tierra de los no queridos.

LEÓN SALCOVSKY

Argentina

Google : León Salcovsky

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A

itor es el nombre de mi amigo de la infancia, mi primer amigo. Nos habíamos conocido en el pueblo, durante las vacaciones

de verano del año 83 u 84. Éramos tan pequeños que ni lo recuerdo, solo sé que durante los siguientes diez años deseaba que llegara el mes de agosto para volver a reencontrarnos y disfrutar del descanso estival juntos. Durante todos aquellos años compartimos multitud de cosas y nos pasábamos la vida uno en casa del otro. Mis padres se convirtieron en los suyos y los suyos en los míos. Compartimos todos los veranos de nuestra niñez y del inicio de nuestra adolescencia. Recuerdo que el uno al otro nos descubrimos la lectura; bueno, realmente fue su hermano mayor el que nos descubrió la lectura a ambos con los tebeos de Mortadelo y Filemón. Nuestras tardes comenzaban en su patio o en el mío leyendo cada uno los tebeos del otro. Cada vez que me acababa uno, antes de empezar el verano, pensaba: “este seguro que le encanta a Aitor”. Cuando alcanzamos los catorce años, yo seguí con mis tebeos, sin embargo, él había cambiado la lectura, había madurado y ya leía libros de adultos como Frankenstein o Cementerio de animales. Aquel verano me di cuenta de que tenía que evolucionar yo también en mis lecturas, que ya no era un niño y debía comenzar a leer cosas acordes a mi edad (aunque nunca he dejado de leer tebeos de Mortadelo). Al empezar el instituto, el primer libro que cayó en mi poder fue uno de Sherlock Holmes, y desde aquel día cientos de libros han pasado por mis manos. Por ese hecho, jamás dejaré de agradecer a mi amigo que me inculcara el gusto por la lectura. En los años de la niñez, mucho antes de aquello de los libros, nos dedicábamos a ir hasta el campo de fútbol a darle patadas a un balón, creyendo que sabíamos jugar y que llegaríamos a ser profesionales de aquel deporte. También íbamos hasta el río a coger ranas, las hinchábamos y las lanzábamos al río para ver como flotaban. A mi edad

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adulta sé que aquello era una crueldad, sin embargo, con diez años lo veíamos como un experimento sin maldad. Al principio del verano del 91, nos construimos un tirachinas con un globo y la boquilla de una botella de plástico (en el pueblo a aquello le llamaban tirahuevos o capalobos) y todas las tardes, cuando bajaba el sol y comenzaba a atardecer, nos íbamos hasta el basurero, recogíamos todas las botellas y botes de cristal que había y los poníamos en fila para practicar nuestra puntería. Lo mejor era cuando conseguíamos un bote lleno de tomate y al irse rompiendo soltaban la salsa aparentando ser sangre. Nuestros juegos eran inocentes y no le hacíamos daño a nadie (al menos intencionadamente). Buscábamos aventuras y emociones fuertes. Otro verano nos dio por irnos a la parte trasera de la iglesia del pueblo y escalar por las rocas que allí hay. Cada vez nos buscábamos rocas más altas y más difíciles de escalar, hasta que finalmente conseguimos trepar por todas las grandes piedras del lugar. Aquello era muy divertido: escalar, ayudarnos el uno al otro, encontrar otros caminos por los que llegar a la cima (de apenas unos metros de altura) y después descender para empezar de nuevo. Era divertido, pero llegó un momento en el que buscábamos más emoción y la encontramos un día en un campo segado de trigo. El cereal había sido recolectado y con los restos habían creado alpacas y las habían almacenado formando una gran torre. Con la valentía de dos muchachos de doce años, nos encaramamos a los bloques hasta la parte más alta y saltamos al vacío sobre un montón de paja. Nos arriesgábamos a rompernos una pierna o un brazo, pero cuando eres adolescente te crees inmortal. También fuimos descubriendo el mundo a nivel personal y emocional. Recién empezada la adolescencia, en el pueblo apareció una chica nueva que se unió a nuestro grupo, el cual formábamos Aitor, su hermana, otras dos vecinas y yo. Desde el primer día en que la vi, aquella

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niña con trenza me gustó. No sé cómo explicarlo, pero sabía que a mi amigo también le gustaba. Ni yo le dije nada a él, ni él me lo dijo a mí, pero ambos conocíamos cuales eran los sentimientos del otro. Siendo realistas, ¿qué posibilidades tenía un chico como yo, moreno, con gafas y bastante parado contra un chico divertido de ojos azules, con el pelo rubio y rizado? Ninguna. Físicamente, me recordaba a los querubines de blanca piel y pelo ensortijado de los dibujos medievales. Cuál fue mi sorpresa, cuando a punto de acabarse el verano, aquella niña de la trenza se acercó una noche a mí, me dijo que yo le gustaba y me dio un beso. Cuando se lo dije a mi amigo, noté que algo en él se venía abajo, pero lo aceptó con la mayor dignidad y aplomo que he visto nunca, y apenas contábamos con doce años. Nunca se lo dije, pero, pasados algunos, años, tuve un pequeño romance con la chica de la trenza. Al año siguiente, mi amigo Aitor se fue con su familia a pasar todo el mes de vacaciones a un apartamento que tenían en la playa y no nos vimos. Paradójicamente, aquel verano de 1993 fue el primero de los mejores de mi vida. Y en ninguno de ellos estuvo él. Así fue como nos perdimos la pista y no supe de Aitor durante diez años. Vi alguna vez a sus padres y me hablaban de él. Mis padre se lo encontraron una vez, les preguntó por mí y les dijo que tenía muchas ganas de verme. Entonces, fue cuando busqué su teléfono en una vieja agenda de papel a la que le faltaban la mitad de las hojas y, milagrosamente, lo encontré. Hablamos dos o tres veces y quedamos. Teníamos ya veintidós años y llevábamos más de diez sin vernos, pero enseguida nos reconocimos el uno al otro y nos fundimos en un fraternal abrazo. Nos pusimos al día sobre nuestra vida y me alegré mucho de saber que él estaba estudiando una ingeniería y que era de los primeros de su clase (siempre me pareció la persona más lista que conocía). Hablamos, fuimos al cine, tomamos algo y nos intercambiamos

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los correos electrónicos y la (falsa) promesa de volver a vernos. Mantuvimos durante un tiempo el contacto mediante Messenger y nos enviábamos algún correo. Con la llegada de las redes sociales, fue cuando más contacto volvimos a tener. Nos hablábamos por Facebook y me contó que él estaba viviendo con su novia, yo le conté que me había casado y que iba a ser papá. Él me dijo que tenía sobrinos, pero que hijos todavía no. Otros diez años después de vernos por última vez, en el 2012, recibí una llamada de mi padre diciéndome que Aitor había sido ingresado en el hospital y le habían detectado un cáncer en el sistema digestivo. Enseguida le escribí por Facebook (la única manera que tenía de contactar con él) y me contó un poco. Algunas semanas después me llegó la noticia de que ya había sido dado de alta y de nuevo le escribí para decirle que me alegraba mucho. Me respondió diciéndome que le quedaba una larga recuperación y un tratamiento de seis meses y que esperaba que no fuese muy duro. Antes de pasar esos seis meses, un amigo común me dijo que lo habían tenido que ingresar de nuevo para poder alimentarlo por una sonda. Me contestó que lo de la sonda iba por buen camino, que había llegado a quedarse en treinta y cinco kilos, pero que ya pesaba cuarenta y uno e iba en aumento. Eso estaba bien, que fuera evolucionando. A un chico de treinta y tres años no puede pasarle nada, y menos a mi amigo. Pero me equivocaba, la inmortalidad que nos creíamos tener a los doce años, se estaba riendo de él dos décadas después. Mis últimos mensajes fueron los siguientes: 15/01/2014 Aitor, ¿cómo vas? Me dijo mi padre que tenías que alimentarte otra vez por sonda.

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Espero que pronto te la quiten y mucho ánimo. No sabía si estabas en casa o en el hospital y si tenías modo de conectarte. Le pregunté por ti a tu hermana y me dijo que sí puedes conectarte. Pues lo dicho, mucho ánimo y un abrazo. 17/02/2014 Me dijo mi padre el otro día que estabas mejor. Me alegro mucho que sigas evolucionando. Un abrazo y sigue con tu recuperación. No obtuve respuesta a ninguno de ellos. Justo dos meses después, mi padre me llamaba para decirme que había fallecido y que al día siguiente lo enterraban en el pueblo por expreso deseo suyo. No tuve el valor para visitarlo en el hospital, pero sí tuve la suficiente vergüenza para ir a presentar mis respetos a su familia y acompañarlos en el trágico momento del entierro. Cuando la madre se bajó del coche fúnebre con la urna de sus cenizas en la mano, se abrazó a mí y me dijo “Aquí traigo a tu amigo” y lloré abrazado a ella y al marido hasta que no me quedaron lágrimas. Cuando acabaron de sellar la losa del nicho y sus familiares más allegados se retiraron, me acerqué a llorar en solitario su pérdida. Antes de irme, me aproximé a sus padres y hermanos para despedirme de ellos y reiterarles mi pésame. Entonces su madre me dijo: —Se acordaba mucho de ti, sobre todo al final. Me decía todos los días “Mamá, me acuerdo mucho de cuando era pequeño, y de los que más me acuerdo es de Roberto y de Jéssica (la niña de la trenza)”. En ese momento creo que se me rompió el corazón. Me di cuenta de que no había estado a la altura de nuestra amistad. Ahora ese niño de ojos azules, pelo rizado y rubio viene todas las noches para preguntarme por qué no fui a visitarlo al hospital cuando su vida se apagaba. Y no soy capaz de explicarle que no tuve valor.

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ROBE FERRER

EspaĂąa

Blog :http://robeferrer.blogspot.com.es/ Facebook: https://www.facebook.com/sangrandopalabrasweb

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J

uan vivía en el campo, era un muchacho fuerte, bueno, hasta inocente para su edad. Un día salió a cabalgar, ya cansado se sentó a la sombra de un árbol; algo llamó su atención, algo

que brillaba debajo de la tierra. Intrigado comenzó a cavar con sus propias manos: un barrilete con luces apareció en todo su esplendor. Juan lo tomó y de cada luz, palabras, palabras que lo hacían temblar. Las luces se apagaron, pero Juan no volvió a ser el mismo. Se convirtió en un corrupto que engañó a su propia madre para robarle el campo. Sus amigos no reconocen a Juan: el violento, soberbio, frívolo, envidioso. Un incendio de silencio lo envolvió. Dicen los que lo conocen que se le metió el diablo en el cuerpo.

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

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A

ntonio, gitano de cuna, conoce todas las artimañas habidas y por haber, sin temor a nada en lo que concierne a la suerte diaria.

Sagaz, perspicaz, con el don de una gran labia y amo y señor de mil artilugios. No cree ni en el bien ni el mal, solo en el versátil dinero que fluctúa en sus manos por poco tiempo. Timador profesional, de las timbas clandestinas y de incautos y con gran suerte en las lides del amor. Convence con amenazas, conjuros y maldiciones, pues conoce las supersticiones y temores innatos en la persona común, en especial la gente humilde y de campo, hacia el ocultismo. Cuando alguien se niega, o simplemente no cree en sus profecías, profiere hechizos y conjuros en palabras masticadas, que nadie entiende, lo que aumenta temores y desconfianza de sus incipientes clientes. Transita por los caminos polvorientos, perdidos y alejados de las grandes ciudades. —La gente campesina es más fácil de envolver, se dice, mientras arma un tabaco. Conduce un carromato desvencijado y oscuro, tirado por una yunta de burros empacados y de mal carácter. Lleva sus petates, potiches con hierbas exóticas, brebajes traídos desde el oriente, más allá de las montañas donde habitaban los monjes tibetanos. En sus ojos, surcados de marcas, se ve el transitar de la vida; solo cree en el santo dinero, descreído de todos y de sí mismo. Le despierta risa cuando percibe el miedo que ocasiona en los pocos pacientes que, por vaya a saber qué causas del destino, se le cruzan en su vida. Tira con maestría los tarots gitanos. La mitad de la videncia es mentida ya que sigilosamente hace averiguaciones previas de quien cae de turno.

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Ya no es un molzalbete gallardo y guapo que despierta suspiros en las féminas de los diversos lugares visitados. —¡Vaya! Cuántos corazones conquisté y de cuántos maridos y novios despechados tuve que huir…¡ja! Ahora comienzo a experimentar el paso del tiempo en mi cuerpo. Es ya noche cerrada, muy calma y extraña. El silencio corta como navaja. Antonio, cansado, contempla el fuego que emite una extraña danza y crepita más que nunca. —¡Qué día duro! No he tenido suerte con los clientes…(medio refunfuñando) He arribado a un pueblo demasiado pequeño. Cuando he recorrido las desoladas callejas, la gente desconfiada cerraba puertas y ventanas. Meditabundo, acaricia las cartas en sus manos. —Hace mucho que no me tiro las cartas… Decide hacerlo. Una y otra vez tira, tira y tira…siempre el mismo resultado… —¡Qué extraño! De pronto los personajes de las cartas cobran vida; amenazadores avanzan hacia él. —¿Estaré delirando? El loco le hace muecas; burlas la muerte, quien con su dedo descarnado lo llama. El zorro lo quiere atacar…lo mismo el oso…que se agiganta y le tira zarpazos. Las estrellas y la luna bajan a una velocidad que impresiona. Le zumban los oídos. El fuego que danza toma cuerpo, se estira, y dentro sale el diablo que a carcajadas, avanza hacia él, en sus torpes patas de cabras. —¡Ayyyyyy! ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! Grita… grita…con terror.

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Intenta defenderse y saca de su cuello el crucifijo tratando de impedir su avance. —¡Dios! ¡Te ruego que sea una pesadilla! ¡Esto no puede estar pasando! ¡Ayúdame a que amanezca pronto. El día llega con los albores y trinar de cientos de pájaros. El campamento permanece en quietud. Un forastero que pasa por allí se detiene ante el inquietante silencio —¿Qué habrá pasado? Hay cartas desparramadas y cortadas por arma blanca. —¡Parece que se mueven! ¡No!, debe ser efectos visuales. Unos metros más adelante del carromato, encuentra al gitano muerto con el espanto pintado en su cara. Un crucifijo en la mano, y una botella de un brebaje raro en la otra… —Hay que avisar a la policía…

GRACIELA VARGAS

Uruguay

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E

se mismo día supo que él comería allí. Se puso nerviosa y de inmediato buscó en su guardarropa. Lo primero que halló fue una falda larga negra cuyos laterales descubrían sus piernas hasta los muslos. Encontró también aquella blusa con

estampado de flores azules y guindas. Y eligió un par de zapatos altos de terciopelo. Acto seguido, se dirigió al salón de belleza. Escogió un chongo. En cuanto a maquillaje, algo sencillo, nada espectacular: rímel, delineado y labial color vino. Al mirarse al espejo se dio cuenta de que sus propias pasiones estaban plasmadas en cada detalle de su cuerpo. Su cabello, sus ojos oscuros; su cintura, cadera, pies; toda ella era un mar de emociones. Así lo dictaba el agua, su elemento. Su personalidad acuática debía impresionarlo y hacer que la deseara. Llegó al lugar a la hora exacta. Lo vio de lejos. Al entrar de inmediato percibió la llama de su presencia. Estaba sentado en la última mesa de aquel restaurante de comida ecléctica. Pasaron cinco segundos. Por fin, el primer contacto visual. Aquel mirar verde la traspasó como una brasa. Luego fueron dos, tres o quizá decenas de veces que sus miradas se cruzaron. Bastaron dos minutos. Ella recibió un recado. Se acercó discretamente por un costado y en algún momento se escabulló por debajo de la mesa. Quitó el cinturón y bajó el cierre. Con su boca probó la flama que adivinó en él hace años. Su lengua reptó por esa piel ardorosa. Él respiró agitado hasta que su hoguera interior explotó. De pronto no supieron de sí mismos. Se deshicieron uno en el otro. Pequeña muerte que los hizo renacer. Encuentro de agua y fuego. Licor divino. Néctar deleitoso. Ella saboreó la última gota y se alejó. Él solo se reacomodó para encender un cigarrillo.

LOLABISTROT

México

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E

s impresionante cómo la vida te puede cambiar a veces y casi siempre para peor. Te levantas con la alarma del teléfono, te vas medio dormida aún al baño y maquinalmente orinas, te

lavas la cara y te cepillas los dientes. Das un beso a tu pareja (si la tienes) y otro a tu mascota. Te vistes con lo que habías pensado en la noche, preparas el desayuno, sales de la casa y te preparas para otra jornada de trabajo. Es probable que estés en tu oficina tomando café y riendo con tus compañeros de trabajo justo en el momento en que recibes esa llamada que te cambia la vida por siempre. Oyes el repicar del teléfono y con cierta curiosidad contestas al no reconocer el número de donde te llaman: —¿Aló? —¿Hablo con la señora Pérez? —Si con ella habla, ¿quién es? —La llamo de la policía señora, ehmm necesitamos que venga al hospital, se trata de su esposo, pregunte en emergencias. Hasta luego. —¿Aló, aló, pero de qué se trata, le pasa algo? —Tut, tut, tut, tut… Y es justo ahí, cuando el estómago se comprime y empezamos a sentir esa sensación de irrealidad, en donde acabamos de pisar el punto sin retorno. Corrí al hospital acompañada por una de mis compañeras de trabajo y al dirigirnos a emergencias pudimos ver el gran alboroto que había en el lugar. Ambulancias afuera, camillas con gente en lamentable estado, médicos y enfermeras corriendo de un sitio a otro y al preguntar por mi esposo, uno de los doctores me tomó por el codo y me dirigió hacia uno de los rincones para anunciarme que había fallecido y que debía dirigirme a la morgue para reconocer el cuerpo. Como pude me dirigí a la morgue como en un sueño y lo vi, arriba de una mesa metálica terriblemente deformado por el accidente en el que

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estuvo involucrado diez minutos luego de que me dejó. Pero pese a las terribles heridas y hematomas ¡Claro que era mi esposo amado!, ¿Cómo era posible que esto hubiera pasado?, si hacía nada que nos habíamos despedido como todos los días, si él pertenecía a mi círculo mágico, si eso le pasa solo a los demás. Lo besé suavemente en los labios, unos labios muy hinchados y fríos y salí de ahí. Al estar fuera de la morgue llegó el bendito desmayo y por algunos instantes olvidé todo ese horror. Al volver en mi, y ver la cara de mi compañera y los médicos la realidad me inundó de nuevo, asfixiante y plástica al mismo tiempo. Luego el velatorio, el pésame de nuestros amigos y familiares percibidos como por detrás de una bruma, abrazos y besos calientes que resultan sofocantes, «y estas ganas de decirte que salgas de ahí y que nos vayamos a casa», luego el funeral en medio de la lluvia, ver como ruedan las gotas de agua en la urna como las lágrimas que siento contenidas y aún no he vertido, «párate de ahí mi amor, vámonos para la casa». Los hombres del cementerio paleando la tierra que te cubre y colocando las láminas de cemento y la lápida de mármol con tu nombre. «No juegues más conmigo amor, ¡PÁRATE DE AHÍ!», y de nuevo el desmayo, y despertar esta vez en una cama desconocida donde me dan una pastilla azul para dormir por un buen rato. Y paso los primeros días rodeada de una cantidad de gente a la que en realidad no quiero ahí, la única ventaja egoísta que consigo es no cocinar. Pero ahora mi cama está tan fría, tanto que decidí que mi perrito durmiera a mi lado. Y ahora tú apareces en mis sueños, sueños maravillosos en los que hablamos por largo rato, por lo general siempre te veo con tus pijamas puestas pues es de noche cuando te veo. Me paro de la cama y nos vamos a la cocina, ahora no quieres tomar café ni fumar pero igual conversamos. Me paro muerta del cansancio y mi nuevo psiquiatra me explica que son la pena y el duelo los que no me dejan descansar, y que entonces te

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recreo a través de mis sueños porque me resisto a perderte y a aceptar el hecho de que hayas muerto. Tú me respondes que le siga la corriente al médico, pero que mientras te necesite tú estarás todas las noches ahí para nosotros dos, puesto que nuestro perrito también se da cuenta de que estás ahí y se alegra muchísimo, pues tú eres el líder de esta manada. La pensión de sobreviviente me alcanza lo suficiente para no trabajar y ahora tengo invertido el horario, durmiendo y viviendo contigo de noche, pero mi familia está planeando una intervención pues consideran que lo que estoy haciendo es enfermizo, por más duelo que tenga. No puedo dejarte partir amor, pero tampoco puedo seguir viviendo así. Me has dicho muchas veces que no lo haga, que no me suicide para estar contigo, pues el que atenta contra su vida se va a otra parte y nunca más nos volveremos a ver ¿pero dime entonces, qué puedo hacer? ¿Lograr que regreses?, ¿es posible eso? Con otro cuerpo y el ritual especial que me indicaste, parece que es posible. En este lugar apartado maté a este desconocido y ahora vuelve a abrir sus ojos, te reconozco en ellos. Debemos permanecer ocultos por un tiempo, nuestro amado perrito falleció del susto o fue el precio que hubo que pagar por tu regreso. ¡Qué bueno que volviste amor! Me hacías mucha falta.

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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“N

o hable a la policía si quiere volver a ver vivo a su gato. Haga exactamente lo que le diremos en el próximo mensaje y nadie saldrá herido”. Laura leía y releía la nota de rescate. En sus casi

treinta años de vida nunca imaginó que Misifus podría ser la diferencia entre sonreír o llorar. Se lo había regalado su último ex novio después de disculparse por “ser él y no ella” el problema. Tiempo después, se enteró que el verdadero problema eran los 24 kilos de diferencia con la guapa de su oficina. No es que no estuviera acostumbrada a que la dejaran. Siempre sucedía. Los últimos ocho años de su vida había salido con más personas de las que podía recordar. Era una enamorada del amor, no se daba por vencida. Los que al parecer la daban por vencida eran todos aquellos que no tenían el valor para seguir a su lado. Tal vez era su look andrógino, su sobrepeso, o su odio exacerbado por la humanidad lo que la hacía pasar de ser la “rarita cool” a la “gorda amargada” (palabras de sus ex novios). El último de ellos, sin embargo, siempre le dijo que era hermosa. Aunque cada que salían de su pequeño cuarto, en público, nunca tomaba su mano y sus ojos se perdían en las caderas de otras mujeres… de todas las mujeres, excepto en las de ella. Misifus en realidad era lo último que deseaba recibir tras un discurso que conocía de memoria, pero se lo entregó de una forma que era imposible decir que no: justo después del sexo, cobijado entre el limbo de las sábanas. Fueron tres los orgasmos. Probablemente los últimos que conseguiría en mucho tiempo. Cuando llegó esa noche a su departamento y no encontró dentro de él a esa bola de pelos que la seguía de un lado a otro, sintió que su vida se desmoronaba. La relación con Misifus había sido la más larga de su existencia. Después, al revisar detenidamente su correspondencia, encontró 118


una hoja con la letra más fea del mundo. Obediente, no llamó a la policía, pasaron veinticuatro horas y la siguiente nota no llegaba, luego otras veinticuatro, y a pesar de que no llegaba ningún mensaje, ninguna llamada, ella juraba oír las pisadas y los lamentos de su gato a través de las lágrimas que corrían, desesperadas, por sus mejillas. Laura jamás abandonó ese obscuro departamento hasta su muerte, creyendo, incluso el último día de su vida, que la nota, o su gato, llegarían.

Pilar Olvera

México

Tumblr : http://lelimbo.tumblr.com/ Twitter: @facebrooker

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B

ajó de su auto, miró a los cuatro puntos cardinales y se dijo, es aquí. Se dirigió al baúl del coche y sacó el bolso, agarró la pala y se dirigió al basural. Caminó unos minutos, hasta que sintió estar en un buen

sitio para enterrarlo. Apoyó el bolso a un costado y comenzó a cavar. Separaba papeles, escombro, bolsas con restos orgánicos hogareños, botellas rotas, tierra y maleza. Comenzó a llover….la lluvia producía ahora ruidos diversos, orquestados por el repique de vidrio, plástico, papel, nylon y latón. Comenzaba a subir un olor más penetrante y húmedo que el que producían los desechos, más a putrefacción mojada. Recordó cuando pidió el rescate, cuando desde ese hotel maloliente llamó en varias oportunidades para dar las instrucciones de donde tendrían que dejar el dinero y de qué modo deberían mandarlo. Como le daba de comer, como se reía con ella y también como se cayó de aquella mesa. Un ruido entre la basura lo sobresaltó, dejó de cavar y miró atento hacia el lugar del que creyó provenía, sacó su arma y apuntó. Un trueno sonó e inmediatamente un gran relámpago, seguido de una descarga eléctrica y una cortina de agua. El gato pasó delante suyo como una saeta, aterrorizado y desapareció como tragado por la oscuridad de la noche. Maldijo al felino y guardó su arma, se agachó para agarrar la pala y no la encontró. Levantó su cabeza y solo la vio venir, a la altura de su cara, con inusitada violencia. El golpe sonó seco, contundente, de lleno y definitivo. El mendigo agradeció al gato estar cerca para salvarlo y al clima por ayudarlo. Estaba loco de contento por quedarse con lo que iba a enterrar ese hombre. Podría quizás darse un regio banquete, o quizás, muchos banquetes, podría comprar lo que quisiera, cuando quisiera y ya no tener que comer del basurero todas las noches. ¡¡Qué suerte había tenido!! Su

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vida cambiaría. Tomó el bolso y lo abrió y ahí la vio, muerta, abrazando un osito de peluche que tenía un vagido como de un niño. Gritó, lo soltó, su cabeza temblaba, su cuerpo, sus manos, su saliva caía de su boca y sus ojos saliendo de sus órbitas no daban crédito a lo que veía. El bolso y su contenido sin vida cayeron de sus manos y al tocar la tierra sonó un nuevo vagido del peluche. Su rostro desencajado miró a través de la cortina de agua, viento y trueno el cuerpo inerte del sepulturero. Tenía que ocultarlo, la niña no lo tendría que ver, pues le podría hacer daño y además, había que llevarla con los padres que la estaban esperando. Tendría que arrastrarlo y apartarlo de ella. Le dijo a la niña que volvería y apretó entre sus manos el osito que emitía vagidos de niño. Ya vengo, le dijo…no te vayas…¡¡yo te salvaré!! Y tomó al hombre de los brazos y comenzó a tironearlo… Caminó, por momentos corrió, la lluvia golpeaba su cara y los relámpagos iluminaban y apagaban con desenfreno, el camino de lomas y valles de desecho humano, de naturaleza transformada en basural y de basura transformada en esperanza, en vida nueva. Corría, sin darse cuenta de que sus pies ya no miraban lo que pisaban, sangraban, corría y el agua limpiaba su cuerpo. El vagido le avisaba un cielo mejor…sonrió, rió cada vez más fuerte, corriendo cada vez más y más y más y cayó…y el vagido sonó desgarrante, final, desencajado, muerto por segunda vez.

LUIS SALVATORE

Uruguay

Blog : elalmaenlasletras.blogspot.com

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Salto, 7 de Febrero de 1902

M

aría, mi hermana querida: ¿Cómo está? Le escribo esta misiva para darle una señal de vida. A usted, que desde niño me ha apañado y me contuvo

en momentos de infortunio y ha mantenido en secreto mis insolencias, como cuando, tendido de pecho sobre la alfombra hindú de aquella apenumbrada sala, comía pan y usted limpiaba las migajas ¿Se acuerda? Usted, hermana querida, que es mi espejo sobre un pedestal al que contemplo antes de cada paso a dar, necesito contarle un acontecer inquietante que me ha perturbado. La prevengo, y me disculpo por ello: las medicinas para la gripe (láudano de Sydenham) y el revivir los hechos dan pulso ebrio al trazado de las líneas. Bueno, sin más, paso a contarle… En una de esas noches agobiantes de calor, caí en un profundo sueño, muy vívido por cierto: bajé del tranvía con mi valija, el láudano y mi catarro; entre las cartas recibidas de Federico y el olvido de cambiarme las medias negras por blancas, supe que algo no iba a andar bien. Caminé por el muelle y llegué al Ituzaingó, justo con el vibrar del silbato de partida a Montevideo. Con los petates bajo mis piernas y mientras cómodamente en el camarote siete contemplaba el Río, escuché: “Te perdono”. Giré la mirada hacia el boletero: —¡¿Cómo?! —le dije. —Su boleto, señor —contestó el hombre. Recostado

después

en

el

aterciopelado

asiento,

nuevamente

escuché desde el pasillo “Te perdono”; una joven transeúnte de vestimenta negra y rojo fluido en su boca, me observó extrañamente y continuó su camino con paso rápido. Esa voz la conozco, pensé… Desperté en la oscuridad profunda; noté el sudor, el hormigueo en las manos y el tic tac del reloj: doce de la noche. En el baño, me sequé la empapadura, apuré un trago al brebaje y sumergí la cabeza en la palangana. 124


Retorné a la lúgubre habitación, me recosté y otra vez el susurro: “Te perdono”. Con un bombazo, mi corazón trató de salir de mí, cerré los ojos y calmé la respiración. Hipnotizado por el grilleo de la noche salteña, me dormí, y me subí al barco, que pronto se detuvo en Paysandú; el bullicio de los pasajeros que ingresaban me distrajo de aquel raro suceso. Continuando río abajo, en mi camarote, calzadas ya las medias negras, y tras beber la medicina parisina, me dispuse a respirar al ritmo del incansable motor de la nave, cuyo ventanal me mostraba la lluviosa Nueva Palmira; la voz se diluía, al igual que mi conciencia… No sé qué fue, si una explosión, un estruendo, un disparo… Mis tímpanos se estremecieron; sangre y más sangre en mis manos ante mis dilatadas pupilas. Ya en el toilette, me lavé cada falange una y otra vez, casi con porfía, para quitar el transparente líquido. En el espejo contemplé el rostro de los pasajeros observándome, como en Le Cyrano, pero esta vez vi rastros del humor rojo. Otro despertar inquietante en la habitación, otra vez el hormigueo, otra vez el sudor; el tic tac de las tres de la madrugada me llevó al baño, la transpiración tenía olor y color a sangre, y la voz era la misma. Casi con furia, froté mis ojos, ya el fluido era sudor y la voz se había desvanecido. Esta vez dos tragos de la medicina, y retomé mi pernoctar intermitente, bajo el abrigo del calor de mi cuerpo y de la ciudad. En la camareta, contemplé el alba, una vez más acudí a la mágica medicina para calmar el rechinar de los dientes; esta vez dos empinadas; los “Te perdono” fueron mi melodía. El silbato de arribo dio fin a mi dormitada, mas no a la fiebre. Allí, el “¡bienvenido, amigo!” de Federico; entonces despejé la duda: los “Te perdono” también habían sido suyos; decidí no contarle. Como siempre, fuimos a almorzar al hotel Comercio; yo, sumido en el porqué de su voz en mi cabeza, dejé fluir su monólogo: me comentó sobre las polémicas funestas con Guzmán, en el Polo Bamba, y sobre las siluetas en el Tribuna Popular, hasta que la palabra duelo llegó como una

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bofetada y le dije: —¡¿Cómo “duelo”?! En mi habitación, con el claro del amanecer y la maldita palabra en la mollera, me incorporé mareado; no salí, me recosté otra vez… En su pieza de la calle Maldonado, sobre la cama, me dispuse a revisar la Lofouchex. Federico y su hermano, Héctor, mirando: un estallido, un grito, sangre en mis manos, la bala en su cabeza y en el último suspiro un “Te perdono.” El reloj marcaba las ocho, el sudor y el hormigueo volvieron a mi ser, y un nuevo sentimiento: la culpa. Ahí comencé a escribirle. A pesar de que la vida nos ha separado, a través de estas escrituras la siento más cerca, tanto como este abrazo fraternal que pretendo llegue a usted con la misma autenticidad con que viví su presencia en la infancia, presencia que va conmigo adonde yo vaya; la necesito: bien sabe usted que, de los Quiroga, soy el más vulnerable. P.D.: Ya, espero impaciente su respuesta, y que en los venideros meses me reciba en su casa, en la bella Buenos Aires. Su apesadumbrado hermano: Horacio

NICOLÁS RODRÍGUEZ PEREIRA

Uruguay

Blog: elrevesdelapiel.blogspot.com.uy/

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LA EJECUCIÓN ALFÉIZAR

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S

í, recuerdo a Daniel. Compartíamos la calle con los demás niños del barrio y solíamos jugar descalzos a la pelota. Tímido y delgado en extremo, no logro reconciliar esa imagen con su presente.

Oigo sus pasos sobre el piso de madera de este lugar lúgubre y enmohecido, acercándose. Se detiene frente a mí y al matón que me custodia. Me es imposible ponerme de pie: una soga me aprisiona contra el pesado asiento, único mueble en el espacioso salón. Forcejeo, intento hablarle, implorar piedad; a pesar de la poca luz reinante, quizá sí reconozca mi voz. Sin embargo, una muy apretada mordaza me impide articular cualquier palabra. Con la respiración agitada, inclina su sudorosa humanidad y aproxima su rostro al mío, mientras acaricia con lentitud un cuchillo capaz de atravesar el corazón a una vaca.

Alféizar

Colombia

Twitter : @AI_Feizar Blog : al-feizar.tumblr.com

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129


B

ajo el centellante cielo y las nubes desparramando lluvia helada salió un demonio de los callejones a la calle principal, envuelto

en

ropajes

en

franco

desaliño,

sereno

pero

oscilando, eso sí, por ser medio renco, y la acera se

iluminaba de azul metálico por un relámpago, allá lejos, que devenía trueno en instantes, y él contaba, eran seis o siete segundos para que la luz se hiciera sonido; se cerraba el abrigo con la mano izquierda y contaba mientras su barba hacía de pequeña cascada cuyo cauce serpenteaba por sus dedos, como si esta actividad con los truenos amainara también el vendaval en su espíritu, que yacía desde hace tiempo entre brasas de leña verde. Esta bajeza, vil demonio, iba encomendado, como siempre, todo lo vendido está encomendado, adiestrado y nunca es dueño de sí, el desalmado, empapado y sosegado como gárgola que mira desde las altas cornisas pasar los siglos; ahora el nuncio caído entra a una taberna repleta donde se sacude como un perro viejo fuera del aguacero y anda hasta una puerta en el fondo donde un camarero

escuálido

de

boca

entreabierta

y

pelo

relamido

trata

inútilmente de detenerlo, el muy aprendiz, así que se hace a un lado para que suba unas escaleras flanqueadas por cuadros con marcos de pintura dorada desgastada, como sacados de un mercado de pulgas, hay retratos de seres humanos antiguos y oscuros, que ya no llegan a la memoria de nadie, hombres ariscos abigotados, señoras ataviadas con mil encajes y peinados circulares, niños con caireles en la frente y vestidos de pequeños marineros hasta que finaliza la escalera una cortina de terciopelo roja, tan cliché, y al entrar siente en el pecho vacío los bajos por la música mal ecualizada emanada de bocinas gigantes; camina entre la gente y pide en la barra un whisky sin hielos a un hombre joven con barba enchivada, toma de una el trago mientras al fondo las ventanas parpadean de un gris celestial; una joven se para junto a nuestro hombre, extiende una línea de polvo blanco en la barra marmoleada, ahí está su vía láctea, ella inhala y se estremece como si Dios inhalara la vía

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láctea; se queda con los ojos abiertos, de su boca entreabierta se asoman unos incisivos separados, blancos y medio resquebrajados, su rostro es angulado por donde sea, como si ella fuera hecha de origami y no de arcilla; su cuerpo es un armazón de piel tierna, como si hubiera nacido hace unas horas, apenas cubierta por lentejuelas y una explosión diamantina en el nacimiento de unos pechos que nunca acabaron de nacer; vuelve a llenar de polvo la barra, traza dos líneas tan rectas que jamás se encontrarán una a la otra en el infinito; nuestro malvado toma el polvo y lo coloca en los huecos de la clavícula de ella y se acerca a su cuello que huele a manzanas verdes y aspira el polvo con su nariz grande, un trueno que cimbra el edificio lo hace renunciar al sortilegio y camina entre la multitud hacia un hombre que bebe vino blanco junto a otras mujeres, la luz ilumina su mesa con tristeza, ese grupo es como un recuerdo que se va desvaneciendo, tranvías, campanarios, sombreros y abanicos, las cosas desahuciadas, y este nuestro monstruo se queda frente a la mesa y señala hacia el cielo al hombre del vino blanco como si fuera el elegido, el grupo lo mira con inquietud y ansiedad; éste se levanta y tira su silla y tira otras sillas, derrama el vino, desgarra las camisas, lo miran con indiferencia, asco, nuestro peor hombre lo toma por la corbata de moño que lleva puesta y es conducido afuera como quien lleva con la mano su saco por la calle, y ahí en el aguacero imposible, el hombre pide clemencia, con su moño mal acomodado, pero la clemencia pertenece a los perros recién nacidos, a los niños que juegan con varas y piedras, a los peces que se salen de la pecera, y luego, luego vienen los emisarios, los demonios nocturnos, aparecen como diávolos en el silencio de los callejones y van por todo aquello que ha perdido la belleza.

DANIEL SÁNCHEZ POITEVIN

México

Twitter: @dapoitevin Instagram: @dspoitevin

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D

a el primer paso y se detiene un instante. Solo la garantía de la inexistencia de cualquier tipo de curiosidad ajena, aportada por un rastreo escrupuloso, le da luz verde para proseguir en el intento de alterar esa cifra.

Dos, tres, cuatro, Un día más no tiene sentido aquí, diecinueve, veinte, veintiuno, Me cansé de las horas que giran y giran solo porque si, canturrea mientras avanza sin perder de vista el punto de destino. Aunque en verdad, si quisiera, podría completar esa ronda con los ojos cerrados. Un paso y medio equivale a una baldosa. En el paso sesenta y dos pasará por el mostrador, en el setenta y nueve por la ventana. Siempre arranca el recorrido desde la puerta del almacén, por rutina. Después suele trasladar la línea de salida al mostrador, más tarde a la estantería o tal vez a la ventana. Carriles de prueba antes de transitar el decisivo, el que sí o sí debe de dar un resultado distinto. Ochenta y cinco, ochenta y seis, no importa. No necesita una diferencia notoria. Solo precisa que los pasos que recorre para completar el espacio donde pasa más de la mitad de su día no coincida con el año de su nacimiento. Un empeño ridículo, se reprende muchas tardes, pero no puede evitarlo. Lo leyó un día en una revista mientras almorzaba. Coincidencias numéricas que determinan un destino, se titulaba el artículo. Y desde ese día, lo que comenzó como mero entretenimiento para paliar la lentitud de las horas del mediodía, se terminó convirtiendo en una obsesión que ocupa casi la totalidad de su pensamiento. A veces, cuando siente que las paredes de la cabeza comienzan a engrosarse con el único fin de liquidar cualquier atisbo de ilusión que anticipe la posibilidad de modificar esa coincidencia numérica, recurre al uso de alguna maniobra. Pasos más largos, más cortos o algún número salteado. Cualquier estrategia es válida para prolongar el entusiasmo, se

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convence. Y es entonces, cuando la confianza se instala con más aplomo, que se decide a efectuar el último y definitivo recorrido. Con la puerta de entrada a sus espaldas, antes de dar el primer paso, se para con los brazos en jarra y escruta una vez más todo el recinto. Una última mirada, se dice. Y entonces los ojos comienzan a recorrer el espacio con el afán de retener detalles para así edificar un futuro recuerdo. Los platos y sus diversos colores, los vasos, sus detalles y tamaños, las ollas, los coladores y sus respectivos códigos. Finales de etiquetas

memorizadas

de

esos

artículos

que

muda

de

góndola

religiosamente cada dos meses. Por fin respira hondo y se decide a dar el primer paso sin dejar de cantar Un día más no tiene sentido aquí si no encuentro lo mío si sigo un camino que ya repetí. Diecinueve, veinte, veintiuno Y qué dirán cuando el sol se despierte en las horas más negras, continúa tarareando con los ojos fijos en la puerta que da a la calle. Sesenta y nueve, setenta Y qué dirán cuando caigan los muros sembrados de miedo. Ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro pronuncia con emoción y justo cuando se dispone a ejecutar el paso ochenta y cinco en el rellano de la puerta que antecede a la vereda siente, como tantas veces, el tirón de los cinco eslabones de la cadena que le rodean el tobillo.

TATI JURADO

España

Blog : conjugandoloincierto.com Twitter: @tatijur

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C

ada vez que pienso en esos ojitos tristes, resignados y recuerdo esa carita con un tapaboca, de verdad se me arruga el corazón. Y no es que yo sea muy blandito. Desde pequeño

lo demostré. En el barrio, en la escuela, doquiera que hubiese una pelea, ahí estaba yo como protagonista, sin importar si el pleito era conmigo o no. Como decía mi abuela —este muchacho tiene un carácter aguerrido y fuerte, ya dice lo que va a ser…— ¡es perfecto para ser militar! Y yo internalicé sus consejos y al cumplir los dieciocho años me presente como voluntario al ejército. Inmediatamente me aceptaron. Tenía la estatura y el perfil requerido. Soy apenas Cabo Segundo, no es mucho pero en el barrio donde vivo, ser militar da cierto prestigio. Pero todo cambió para mí el día de la marcha, de esa bendita marcha para no decir otra cosa que ofenda más a Dios, cuando sacaron a los niños enfermos a la calle a protestar para solicitar medicinas al Ministro de Salud. Y es que las marchas se han convertido en una institución en este país. Todos los días hay varias. La gente se está muriendo de mengua y hambre. No hay medicinas, ni comida, ni agua, ni electricidad. Todo es un caos. El estado de derecho se fue por la alcantarilla. ¡Esto se lo llevo el carajo! Pero tengo que callarme y no decir nada y tragarme las palabras que se me atoran en la garganta. Claro, como trabajo para el gobierno y ahorita como están las cosas si miras mal a un Superior o dices cualquier tontería te tildan de traidor. Ese día yo no tenía que estar ahí. A última hora me llamó mi Superior para suplir a un compañero que se enfermó de dengue. Y allí estaba yo, con mi armamento deteniendo el paso de la gente. Y de pronto vi a ese niño tan triste y desamparado, sosteniendo con sus manos aquel cartel que le tapaba el pecho, con grandes letras escritas con marcador sobre papel bond o cartón. ¡Yo que sé! Solo sé que decía “¡Quiero curarme, Paz y Salud!”. Tendría a lo sumo nueve o diez años y podría haber sido mi hermanito o mi sobrino. Nuestras miradas se cruzaron y en la de él hubo un interrogante, sin comprender por qué estaba de frente a toda esa gente con mi fusil dispuesto a todo. Tenía cáncer. Uno de esos

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que dan en la sangre con un nombre bien raro que no recuerdo. Salió a marchar con su mamá y su abuela, pensando que el gobierno se ablandaría al verlo tan desprotegido y suplicante. Pero no, este gobierno de ladrones y corruptos no se enternecen con las necesidades y carencias del pueblo. A los tres días falleció. Me enteré cuando un compañero me envió un mensaje por WhatsApp. La noticia estaba en todos los periódicos y las redes sociales. Y lo más triste y aterrador para mí fue verme al lado del niño en la foto que divulgaron. Hoy en el barrio me miran con cierto recelo y bajan la cabeza como para no saludarme. ¡Qué ironía! Me tenía que tocar a mí. Lo único que les falta es que me llamen asesino. ¡Y si supieran! En lo profundo de mi alma y corazón así me siento. ¡Qué rabia e impotencia tengo! Quisiera gritar y decir a todos que no, que yo no debía estar allí. Que fue un error. Pedir perdón si es posible. Pero ya para qué. El mal está hecho. Ya nada, absolutamente nada volverá a ser como antes.

NANCY AGUILAR QUINTERO

Venezuela

Twitter: @aninagat11 Facebook: Nancy Aguilar Quintero Blog: incongruenciaschachiblog.blogspot.com

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“N

oches

tristes

y

solitarias,

mañanas

sin

rumbo,

constante escarbar las huellas del pasado... A veces algunas personas la saludaban y le daban unas monedas…”. Así comenzaba mi primera novela. La

terminé de escribir un veinte de octubre de hace ya unos cuantos años. Cuando mi hermano la leyó me dijo displicente: —Es una novelita destinada a las mujeres pero está buena. Desalentada, le pedí a mi madre que la analizase y me diese su opinión. Ella es una impetuosa y apasionada escritora acostumbrada al éxito, y yo estaba segura de que todas sus observaciones serían acertadas. La narración le gustó mucho más de lo que esperaba y me marcó solamente algunos puntos que no le convencían, entre los que se encontraba el nombre que había elegido para la protagonista: —¡¿María Antonieta?! Hija, a mi modo de ver una vagabunda no puede tener ese nombre —dijo entre dudosa y sonriente. En ese momento me pareció totalmente aceptable la observación, y hasta me sentí absurda por haberla llamado de esa manera. Con el tiempo llegué a preguntarme ¿por qué no María Antonieta? Lo cierto es que por aquella época comencé entonces a buscar cómo llamar al personaje de mi historia, pero por más que pensaba no encontraba ningún nombre que lograse convencerme. Las palabras de mi madre hacían que todos me pareciesen tontos o impropios. Después de buscar en libros, diccionarios y hasta en la guía telefónica, se me ocurrió que no había nada mejor que averiguar cómo se llamaban las indigentes con las que me tropezara en las calles. Me llevó una semana decidirme a hacerlo, pero un sábado por la noche tomé coraje y después de cruzarme con dos de ellas sin animarme a preguntarles nada, al ver una tercera recostada en un banco de una plaza, le di algo de dinero y le consulté: —¿Cómo te llamás? —¿A usted qué le importa? —me respondió, a la par que me tiraba

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el billete que le había dado. Un silencio descarnado y una quietud insondable llenaron el lugar. No sé por qué me sentí mentecata, gansa, agaché la cabeza y me alejé lentamente. Lo cierto es que después de aquel primer intento me sentí intimidada y opté de inmediato por dejar de lado mi ocurrencia. Pero ese incidente no fue lo único que me ocurrió ese día. Cuando llegué a mi departamento otro acontecimiento me dejó apabullada. Me acuerdo como si fuese hoy. En la entrada del edificio, por primera vez desde que vivía ahí, había sentada una mendiga de unos sesenta y pico de años aproximadamente. Juzgué que alguien me mandaba un mensaje que en esos momentos no alcanzaba a entender. La noche era fría, lloviznaba y el rincón era ideal para resguardarse. Me llamó la atención ver que a pesar de su pobreza estaba bien peinada, incluso con las uñas pintadas y aseada. Solo atiné a decirle buenas noches. Ella estaba tapada por una frazada, me miró, se descorrió la manta, me contestó cortésmente y volvió a cubrirse. “¿Es casualidad o me la envía mi ángel de la guarda?” me dije mientras abría la puerta. A la mañana siguiente cuando salí ya no estaba ahí, pero tarde ya, al regresar a casa, volví a encontrarme con la desconocida. Solo la miré y seguí de largo, en esta oportunidad no nos hablamos. Creo que fue la sorpresa la que hizo que la saludase la noche en que la conocí, y mi apocamiento el que esa vez no me permitió articular una palabra. Se fueron sucediendo los días y se hizo costumbre que la mujer se refugiase en ese lugar desde el anochecer. Durante la mañana desaparecía como por arte de magia y retornaba al caer la tarde. A pesar de terminar resultándome familiar su presencia, nunca más volvimos a charlar hasta aquella oportunidad en que, mientras estaba sacando las llaves de mi cartera, dos muchachones intentaron arrebatármela. Ella reaccionó de inmediato, le pegó un botellazo en la cabeza al más bajo y comenzó a gritar. Los rateros asustados, se fueron corriendo sin llevarse nada. Pronto aparecieron unos cuantos vecinos y algunos curiosos que al

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ver que por suerte no había ocurrido nada, en pocos minutos se alejaron del lugar. No pude menos que darle las gracias y ella me contestó que no tenía importancia. Mientras trataba de tranquilizarme y comer algo, se me ocurrió que quizás la mendiga tuviese hambre y le alcancé un pedazo de tarta. No me equivoqué. Me agradeció la comida y antes que terminara de darme vuelta estaba devorando lo que le había llevado. A partir de ese momento tomé la costumbre de alcanzarle algo para que se alimentase y comenzamos a intercambiar algunas palabras, hasta que por fin llegó el día en que le pregunté su nombre. —Gala —me dijo. La cara de sorpresa que debo de haber puesto, no pasó inadvertida para la pobre, porque con velocidad me preguntó ella a mí: —¿Qué tiene de raro mi nombre? ¿Acaso no puedo llamarme así? De inmediato, impensadamente me acordé de la protagonista de mi novela, que para ese entonces había archivado en un cajón de mi escritorio, intérprete a quien finalmente había llamado María a secas y sonriendo le respondí: —Por supuesto, puedes llamarte Gala, María Antonieta o como más te guste. No satisfecha con la revelación que Gala me había hecho quise saber más, y así fue que días más tarde le pregunté quién le había puesto un nombre tan hermoso. Recuerdo que con cierta tristeza en su mirada, me dijo: —Mi madre. Ella admiraba a Dalí. Yo también lo admiro. Hasta no hace mucho tiempo tenía un grabado de él. También tenía un marido y un hijo. Elegí por propia voluntad vivir en la calle, dormir bajo las estrellas sin pensar que me voy a poner al día siguiente, comiendo lo que dan en los albergues y la gente buena como usted... Después dio media vuelta, se acurrucó mirando hacia la pared y se negó a seguir hablando.

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A partir de ese momento no se resguardó más en el edificio donde vivo; lo hacía debajo de un gran portón ubicado en la otra cuadra de casa. ¿Qué le había pasado? De ningún modo pude hablar con ella. Parecía estar arrepentida de lo que me había contado, y cuando inclusive veía que me acercaba, cruzaba en dirección a la otra vereda. Muchas veces me pregunté si no tendría parientes. Me parecía imposible que no los tuviese y que la dejasen vivir así. Pasaron unos dos meses, y al volver de mis vacaciones, después de una semana de no verla, me enteré que había fallecido. Una ambulancia la había llevado en muy mal estado y nada más se había sabido sobre ella, solo que había muerto. Un tiempo después, una vecina al recordarla me dijo que había ido a verla al hospital, y ahí había conocido a una de sus primas. Según lo que la mujer le confesara no habían podido hacerla desistir de su decisión. Al parecer el esposo y el hijo de Gala habían fallecido en un accidente automovilístico. Ella era la que conducía y jamás se pudo perdonar su imprudencia. Por ese motivo había decidido donar sus bienes y vagar por distintos lugares alejados de su Tucumán querido, no sin antes pedir a sus familiares y amigos que se olvidasen de ella, que no la buscasen. En esos momentos sentí la necesidad de modificar esa, mi primera novela, como solía llamarle. Pensé que mi personaje no era por así decirlo, redondo del todo; que debía dedicarme más a su descripción psicológica. Tenía varios recuerdos de Gala y quería escribirlos; hacer ante todo que la protagonista llevase su nombre. ¿Por qué una vagabunda no puede llamarse así, haber sido rica y por propio deseo haber abandonado la vida cómoda y segura? Los nombres de los personajes de una novela son importantes, pero por sobre todas las cosas, uno se tiene que sentirse a gusto con ellos y yo me sentía a gusto con ese nombre. Me llevó un tiempo arreglar la narración de manera de variar la realidad de cada día. Comencé a rehacerla un fin de semana. A

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continuación del comienzo que les comentara al iniciar esta evocación: “Noches tristes y solitarias, mañanas sin rumbo, constante escarbar las huellas del pasado... A veces algunas personas la saludaban y le daban unas monedas…”, que dicho sea de paso se transformó en prólogo, continué la presentación exponiendo: “Señora Gala, en medio de la llovizna de aquella noche que nunca olvidaré, apareció usted de manera accidental en mi vida, en la puerta del edificio en el que todavía vivo. Su historia me conmovió hondamente y por eso decidí ponerle su nombre a esta novela…”. ¿Qué puedo decir de mi historia a quienes no la han leído?: Que traté de destruir costumbres legendarias y demostrar que una mujer de la calle no tiene por qué llamarse Tita, Clemencia o Paquita; es válido que pueda llamarse Gala, María Antonieta o Augusta.

LYDIA RAQUEL RABUÑAL

Argentina

Página Web: lrabunal.wixsite.com/arte

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144


L

a tarde de verano comenzaba a morir lentamente. Mientras el viento nacía y se hacía cada vez más presente, el murmullo del movimiento del río, que horas antes era prácticamente

imperceptible,

a

estas

alturas

era

absolutamente ensordecedor. Fue entonces que Oscar decidió buscar en la mochila azul la flor que había encargado dos días antes; las directivas en aquel entonces habían sido claras: “necesito una rosa amarilla, importada, de buen tamaño.” Lo de importada, lo había solicitado a entera decisión personal, luego de haber leído un artículo de un diario en la peluquería local que informaba que las rosas ecuatorianas este año estarían más cerca del bolsillo del consumidor, gracias a que la temporada de lluvias en aquellas latitudes se había retrasado, y esto había repercutido directamente en el precio de dicho producto; por lo que los ciudadanos se beneficiarían a la hora de adquirir una rosa importada. Algo similar ocurría con lo del tamaño, en ocasión del funeral de su maestra de primer año, su madre le había encargado que comprara claveles y había sido muy precisa al respecto: no importa el color, pero que sean de buen tamaño. Así entonces, no quedaban dudas, a la hora de comprar una flor el tamaño debía ser bueno; si bien aún hoy lo confundía un poco la asociación entre centímetros y bondad. En aquel entonces su mamá le preguntó: ¿eran grandes los claveles? Ni siquiera se mostró interesada en lo joven que se veía Emilia, tendida en su ataúd. Bien, así dos años atrás, y tratándose de claveles, un tamaño aproximado al de un puño (más bien chico) era considerado bueno; al menos por su madre. Le pareció que tratándose de rosas, el tamaño aproximado al de un puño (más bien grande), debería ser considerado cómo bueno; al menos por él, dos años mayor que entonces. Lo de amarillo, maldito color, bueno... en eso no había elección. La rosa que supuestamente había flotado en el aire, era amarilla. Y si bien había alguna pelotuda, obviamente virgen a los dieciséis, que afirmaba que inmediatamente después de levitar el pimpollo en 145


cuestión se había teñido de rojo; de ser ciertos, estos recuerdos visuales eran puras consecuencias de habilidades seudo celestiales. Para él eran seudo habilidades, ya que estaba dispuesto a demostrarse que el visitante no era ni siquiera un impostor; sino, un seudo impostor. Si bien tenía que atribuirle la habilidad, absolutamente terrenal y nada singular, de haber seducido con éxito a la novia de alguien más: la suya. Y ya, casi sin darse cuenta, se encontraba debatiendo consigo mismo la efectividad descriptiva de la frase “seducido con éxito...”. Bueno en éste caso él sabía porque la había usado, y que obviamente se refería a la capacidad de haber logrado lo que supuestamente se había propuesto. Y... ¿realmente se había propuesto éste tipo de treinta y dos años adueñarse de su, ahora, ex novia? Y, muy probablemente, no. Pero así estaban dadas las cosas: él tratando de hacer flotar una rosa a orillas del río; y el rubio pelilargo haciendo transpirar a su ex novia en cuanto paredón ruinoso se interpusiese. Y él sabía muy bien cuanto le gustaban los paredones, a la muy puta. En fin, después de todo, si no hubiera sido el visitante, probablemente habría sido cualquier otro. Y era preferible alguien sin pasado para él, que un antiguo compañero de clase o de equipo. Así que el seudo impostor hasta le hizo un favor... se hizo cargo de lo inevitable. Así masticó su orgullo, y reconoció que “seducido con éxito...” era una frase mediocre, muy poco efectiva y, en exceso aburrida. Pero, bueno, después de todo... ¿qué otra cosa era la vida? Así que se quedó por entero satisfecho con su sintaxis y erudición. Habían pasado ya quince o veinte días desde que el visitante había llegado

a

la

pequeña

ciudad

costera.

De

aspecto

juvenil,

premeditadamente juvenil, a Oscar le pareció desde el comienzo un estandarte que rendía culto a la estupidez. No encontraba nada de intelectual en el hecho de que se sentara a orillas del río a fumar marihuana, justo a la hora de salida de los (y sobre todo las) estudiantes del secundario. Y si bien él, con sus diecisiete años, era plenamente consciente de su natural y temporal idiotez, aún así le resultaba obvio 146


que las ganancias de un artesano no eran suficientes para tomar cerveza importada todas las noches en el boliche de moda y mucho menos para invitar con un trago a cuanta adolescente se le acercara. Parado allí con su mochila en la mano, hasta le parecía estar viendo al visitante sentado a orillas del río, rodeado por sus compañeras de clase, disertando sobre la continuidad de la materia. Y acto seguido, “... y si la materia es la misma, y lo único que varía es la forma, y si la forma no importa, y lo único que importa es la esencia, y si la esencia es liviana, y si lo liviano flota, y si todo lo esencial se comparte, y si todos somos esencialmente iguales, entonces todos flotamos... entonces esta rosa debería flotar...” y aquí venía el momento que todos compartían y que nadie había visto: la rosa arrojada al agua y, luego de un ritual que variaba según quien lo contara, la flor en el aire. Bueno, en realidad, su ex novia le había afirmado haberla visto flotar, describiendo el suceso como un momento de iluminación. Bien, esta opinión obviamente no contaba dada la poca objetividad que esta chica de diecisiete años podía tener dadas las circunstancias; lo que sí le parecía digno de rescatar era la cursilería desplegada al describir sus sensaciones al respecto, momento

de

iluminación...

¡por

dios!.

¿Acaso

la

flor

se

había

transformado en linterna además? También estaba lo declarado por la impulsora de la teoría del cambio cromático amarillo-rojo, bueno, estaba más que demostrado que no estuvo en el lugar, ni tampoco cerca, el día en cuestión; lo ya dicho... una más tratando de sobresalir por algo más que no sea su condición de impenetrada; deplorable y hasta aburrido. Apartó los recuerdos (o al menos intentó hacerlo) y cuanto pensamiento que se le cruzase, con sus naturales e inevitables asociaciones, y trató de mantener la cabeza en blanco. Al menos lo más despejada posible, ya que se sabía por entero incapaz de no pensar en nada. Siempre había algo rondando, agazapado en algún rincón, esperando el momento menos oportuno para salir de la aletargada

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espera, dar el salto y apoderarse por completo de la corriente de pensamiento que estaba desarrollando, y a partir de entonces las interrogantes (con sus varias posibles respuestas) los recuerdos y las proyecciones teóricas se bifurcaban hasta hacerse innumerables, e imposibles de abarcar por completo para ser analizadas y llegar a una conclusión lógica. Si bien últimamente se había sorprendido en algunas pocas ocasiones, encontrándose abstraído por completo de toda la red de pensamientos y enfocándose en una sola cuestión, la más sobresaliente, la más lógica, la más práctica, cosa que, por supuesto, lo preocupaba y mucho. Obviamente estaba envejeciendo y su cansado cerebro de diecisiete años daba cuenta de este proceso, revelándose apto para el análisis pragmático de las cosas. Luego de esta conclusión sintió terror, verdadero terror, por primera vez en su vida. Seguido de un fatigado sentimiento de resignación, y entonces el terror se transformó en tristeza; con lo que se sintió más tranquilo, ya que arribaba a un terreno conocido, dominado por una sensación absolutamente posible de sobrellevar y para nada molesta, y muchas veces aliada incondicional y bastón tan necesario, sí... la tristeza. Al fin respiró aliviado. Así, intentó concentrarse y aislarse lo más posible del entorno; entorno que le era familiar y en el que se encontraba por demás cómodo. Sacó la flor de la mochila, dejó caer la mochila a un lado, y se quedó parado frente al río, con la mano izquierda cayendo a un costado palma hacia adelante, y la mano derecha sosteniendo la rosa a la altura del pecho y él, todo, levemente inclinado hacia adelante... se sintió un reverendo idiota. Volvió a masticar... en la vida a veces se hacía imperioso masticar... y se sentó. Practicó algunos pocos ejercicios de respiración, legado de una madre aficionada al yoga; obviamente todo igual. Y en solemne acto, con frente elevada y nariz apuntando al horizonte, en el que se dibujaba un atardecer enceguecedor, arrojó la rosa amarilla al río. Esta describió una parábola perfecta y acuatizó, como si fuera un sapo despatarrado,

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haciendo un ruido fofo, como a bolsa de nylon levemente inflada y con agua en su interior; y quedó flotando, pesada, como un pescado muerto panza arriba. Hizo un esfuerzo sobrehumano para no levantarse e irse riendo por lo bajo. Tenía una misión, idiota y mediocre, pero misión al fin; y la llevaría a cabo lo más seriamente posible, aunque todo le pareciera demasiado grotesco. Volvió a respirar, ejercicios de yoga mediante, y miró fijo la rosa. Hizo fuerza, con todo el cuerpo, con toda el alma, con todo su ser...y nada. La rosa-pescado muerto seguía flotando panza arriba, con los pétalos apoyados en el agua marrón; pesada, inútil. Entonces movió su mano derecha, lentamente, hacia el costado, y acarició el suelo hasta encontrar lo que estaba buscando, cerró la mano con todas sus fuerzas, y con un solo y exagerado movimiento de su brazo arrojó la piedra que despedazó la rosa, convirtiéndola en un montón de placenteros y dulces pedacitos de mierda amarilla. Todo el pesado y necesario proceso había terminado al fin, concluyendo de la manera ya sabida por él de antemano. Era por demás obvio que una rosa no podía ser inducida a levitación; él lo sabía, su cuerpo lo sabía, su mente lo sabía.... su alma, toda, lo sabía. Pero era necesario ese pequeño e idiota experimento practico, a fin de fijarlo con imágenes, racionalizarlo como un animal poco evolucionado, y no dejar cuentas pendientes con su cabeza; porque sabía que esta, de lo contrario, se las haría pagar en el momento menos oportuno. Pensó en éste instante que había llegado el momento de buscarse una nueva amiga; cuando tuviera más edad, ¿se podría convertir en un tipo de más de una relación a la vez? ¿Podría evolucionar? Nunca lo sabría, hasta llegado el momento. Al pararse y agarrar su mochila se dio cuenta que ya era casi de noche; volvió a meter la mano, esta vez sin mirar, y sacó de la mochila una lata de cerveza. La abrió, respiró hondo, se sintió bien al sentir que inhalaba el tibio aire húmedo proveniente del río, y se mandó un buen trago de cerveza casi tibia. Se calzó los auriculares, subió el volumen al máximo y cuando ese rocanrol estalló y él ya se encontraba caminando,

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se mandó el segundo trago, más largo que el anterior. Esbozó entonces una pequeña, casi imperceptible, sonrisa. Tiró la lata casi vacía hacia el río, que corría a su derecha, sin apartar la mirada de sus zapatos que alternadamente se apoyaban en la calle de tierra. La lata se detuvo en el aire, justo antes de tocar el agua, y permaneció así durante algunos segundos, para luego posarse delicadamente y quedar flotando en el río. Dio otro paso, y luego otro, y la sonrisa se hizo un poquito más perceptible.

Zandro Zás

Uruguay

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