EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Nro 13 Marzo 2017

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"DOCtor PESTE" por Andrés galindo

México Flickr: https://www.flickr.com/photos/andresrsgalindo/ Tumblr: https://andresrsgalindo.tumblr.com/ Twitter: @andresrsgalindo 2


EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 13 - MARZO 2017

Edición y Diseño de tapa:

Renate MÖRDER Imágenes:

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Índice LA MESETA OLGA CANETTI 7 el cantar de wilebaldo andrés galindo 10 las muñecas yolanda sa 12 el aro de fuego daniel antokoletz huerta 16 por la noche, vientos moderados del norte miguel ángel di giovanni 20 NOCHE LIBRE RENATE MöRDER 24 drama de amor carlos maría federici 27 el amor en tiempos cibernéticos salomé guadalupe ingelmo 33 las dos tierras maría gabriEla brazón h 39 el niño y el tren rOlando di lorenzo 41 acuérdate de todo menos de mí javier puchades 44 lA mensajera silvana alexandra nosach 46 cOnociendo blancanieves luis jesús goróstegui ubierna 48 668 mónica marchesky 51 La quiromántica plácido romero 55 acacio, bibliotecario, inventor de la nada (el décimo signo) daniel frini 57 ce-Ácatl aldo albert0 sánchez martínez 62 cuestión de química alféizar 66 enamorado ana maría caillet bois 69 juan y las luces álvaro morales 71 clarividencias ana milán 74 se siente en blanco fátima romina arroyo 76 triángulo damaris gassón pacheco 79 solos eran cecilia janet ramos montes 83 cuentos que no son cuentos dante vázquez m 87 falta de comunicación josé ricardo gonzález sánchez 92 juntamiserias zandro zás 97 inolvidable pilar alejos martínez 102 la leyenda del diente de león daniel abrego 104

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#CARNAVALESDECUENTO

nancy aguilar quintero 112 mónica altomari 112 jorge velázquez 112 isabel galindo 113 fátima alba 113 carolina barrera 113 gonzalo iván 115 fede marongiu 115 yolanda sa 116 liliana machicote 116 luciano doti 118 damaris gassón pacheco 118 patricio peralta r 119 isaura chevalier 119 renate mörder 120 falso conejo 121 rob 121 lydia raquel rabuñal 121 Carlos enrique saldivar 122 extraño enemigo 124 los desb0rdados 124

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A

somada al ventanuco Florencia observa las nubes que como gigantes adormilados se arrastran presagiando tormentas. —Si lloviera nos quedaríamos sin camino —suspira mientras escucha el

lejano balar de los corderos. —No llegará la comparsa, adiós esquila. Otro año más encerrada en el arenal. La vieja lo había vaticinado: —La meseta atrapa. No creas que el amor te alcanzará. Aquí los días son eternos y solo el viento canta. Pero ella, embrujada por los ojos de Fabián y las estrellas enormes que bailaban en el cielo no le creyó, pensó que sería un tiempo, que un par de años alcanzarían para después establecerse donde la arena no castigara, donde no le temiera a los espejos. El trueno sonó como mil aludes y a pesar del calor sofocante se estremeció. Las primeras gotas, gordas, rotundas arrancaron humo del suelo calcinado y una gota gorda y salada resbaló por su mejilla ajada por el viento. Fabián dejó el mate en el fogón y mintió cariñosamente: —Va a llover solo para aplacar la arena, vas a ver que mañana llegan. Florencia ni respondió, las hilachas de amor le cerraron la boca. Las chapas del techo sonaban como clavos cerrando el ataúd de sus ilusiones. A la luz de los relámpagos lo vio cubrirse con el capote y salir con los perros. Iba a guardar la manada; la lluvia embebería su lana ya demasiado crecida y habría riesgo de pérdidas, se ahogarían las más débiles. —Las cuida como si fueran nuestras. Nuestro no es ni el camastro donde dormimos. Ni un hijo nuestro pudimos tener. Se secó las lágrimas y salió también. Atrás del rancho, protegida por una tapia tenía su esmirriada quinta, si la lluvia anegaba la huella las pocas verduras que cosechaba se perderían, no tendrían para comer más que capón y papas así que había que protegerla. Abrió surcos para drenar el agua, puso piedras sujetando la lona y volvió a entrar buscando algo de calor. Estaba mojada, se sentía enferma, como en

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sueños oía los ladridos de los perros y el silbido de Fabián. —Mejor me acuesto un poco —pensó y se durmió antes que él volviera. Soñó. Soñó con aquellos días en que las mariposas le enloquecían la panza cada vez que lo veía. Soñó con la emoción con la que él le propuso irse juntos a la meseta, donde las estrellas bailarían para ellos y la luna, enorme, iluminaría esa felicidad chiquita que los colmaba. Cuando despertó Fabián dormía a su lado y el canto del agua continuaba con su melodía monótona. Lo amaba, a pesar de las tristezas y las estrecheces seguía amándolo por su empeño, por su capacidad para sonreír en medio de todas las penurias que soportaban, por haber sabido disimular la amargura del aparente fracaso. La meseta era una trampa sin salida, se lo había dicho la vieja en ese rato que compartieron en la mudanza. Ella se iba, su compañero acababa de morir ahí mismo, junto al alambrado y la pobre sola era inútil, la echaban. Con una ficticia actitud misericordiosa el patrón pagaría el asilo donde la llevaban. Para ella no habría más amaneceres mágicos, cuando el sol incendiaba la nieve y el cielo era un mar profundo donde las aves se vestían de peces fantásticos. Ahora la vieja vería paredes blancas, no olería los perfumes que trae el viento, solo olor a orina ajena. Volvió a dormirse, esta vez abrazada a su hombre y sin sueños. Cuando abrió los ojos era de día. Fabián tenía el mate listo y un extraño silencio la sorprendió. —Te lo dije ¿No? Dejó de llover, el camino está bueno, las ovejas secas, en cuanto lleguen los esquiladores empieza el trabajo. Con este pago nos alcanza para poner el almacén. —¿Sabés algo Fabián? Mis tomates van a madurar en un mes, creo que mejor nos quedamos. —Si vieja, tenías razón, la meseta atrapa.

OLGA CANETTI

Argentina Facebook: Olga Caneti

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W

ilebaldo era el caballero más valiente y esforzado de todo el orbe; su fama corría más allá de las praderas azules de los elfos. Esa, y no otra, es la razón por la que fue elegido para rescatar a la princesa.

Cabalgó su brioso corcel, negro como la noche, y emprendió la consabida

aventura. Luchó contra los infieles, se embarcó en el puerto de los piratas salvajes y no se dejó seducir por las sirenas del Mar Muerto. Trolls y orcos conocieron el filo de su espada y la furia de su lanza. Los inmortales del lejano oriente no hicieron honor de su nombre ante las desenfrenadas acometidas de Wilebaldo, que para esta parte de la historia ya se había ganado el epíteto de “el empalador”. Arpías, gorgonas, quimeras y hasta uno que otro sátiro se rindieron ante los embates de nuestro héroe invicto. Todavía le alcanzó la fuerza a Wilebaldo para atravesar las frías praderas azules de los elfos, quienes no sin lascivia ya cantaban las victorias del caballero de la lanza dorada, surtidora de ríos escarlatas. Apacible encontró a la princesa Maritornes, cuyo sereno sueño era custodiado por el ronquido de un dragón y el calor de un fuego fatuo. Atravesó el invencible guerrero con su cruel garrocha la garganta del dragón y apagó con bestial aliento la llama del inocente fuego fatuo. —¿Por qué he de comportarme ahora como un ser razonable? —dijo Wilebaldo el seductor, que también quería probar el pudor de la doncella, y desenvainó su espada ante la espesura de la noche.

ANDRÉS GALINDO

Twitter: @andresrsgalindo Blog: www.misimposturas.blogspot.mx

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T

ac, tac, tac, el cuchillo contra la tabla de madera, y en el medio la cebolla. Juana pasó lo picado a un plato y fue hasta la heladera. Quedaban dos huevos. Por un instante dudó.

Víctor fue a buscar la paga, pensó, a la tarde saldo las cuentas y traigo una

docena. Tomó los dos, los cascó y vació en un recipiente de vidrio. Con la carne picada y un poco más de pan, salen albóndigas para todos. Voy a ver que hacen las nenas, se dijo. Dejó la cocina, atravesó el comedor, demasiado grande y vacío, y salió al jardín de adelante: era amplio y lo único de esa casa en construcción que tenía mucho color. Un cerco de madera lo separaba de la vereda, después tierra y la zanja para recoger el agua de la lluvia. Sus hijas jugaban sobre el pasto, al lado de las arverjillas y las margaritas. La pequeña Sofía, de dos años, pasaba cantos rodados de un recipiente a otro. Catalina y Leonor de siete y de cinco eran: la vendedora y la compradora en una verdulería improvisada, dónde la estrella era la balanza de dos platillos con pesitas de hierro, regalo de la navidad. Ángela y Patricia, dos vecinas, esperaban su turno, hipnotizadas por ver llegar el fiel al equilibrio. Juana, volvió a la cocina, revolvió los ingredientes con sus manos regordetas y se puso a tararear un bolero, mientras daba forma y pasaba por pan rallado la carne condimentada. Se estremeció al escuchar el portazo. Corrió al comedor y allí estaba Víctor golpeando con sus puños la pared. —No pagaron los hijos de p, no pagaron, gritó, liberando bronca. —¿Pero porqué? Estaba todo terminado, las inspecciones aprobadas. —Dicen que la plata no les alcanza. Aumentó el número de cuotas sociales, pero no les alcanza. Ahora tienen agua, agua caliente en las duchas, gas para las estufas, la cocina, pero para mí, no les alcanza. Iluminaron el frente del Club, compraron mesas y sillas… Vuelva el mes que viene. —¿Qué vamos a hacer? Hoy es 5 de enero. Las nenas están ansiosas.

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—Este año no habrá Reyes. El sábado me paga Catania y la semana que viene Di Marco. Contá con eso. Me cambio y comemos, ¿sí? Llegó la tarde, la temprana y la vespertina. Juana se acercó hasta la tienda de Franca, una siciliana que tenía un polirrubro bien surtido, el único en ese barrio obrero en gestación. Estaba lleno de mujeres que esperaban comprar desde juguetes hasta ropa. Recorrió las estanterías, pero le dio vergüenza ponerse en descubierto con el fiado y se volvió. Sorprendió a sus hijas, decidiendo cual se quedaría despierta para espiar a los Reyes Magos. —Si los reyes descubren que no están dormidas, pasan de largo, les dijo. Se lavan y se acuestan. A la mañana siguiente, Juana y Víctor estaban desayunando. —Mamá, no pasaron, dijo Cata, con angustia. —Yo revisé hasta debajo de la cama, no hay nada, agregó Leo con lágrimas en los ojos. —¿Se durmieron como les pedí? preguntó la madre. —Siii, contestaron al unísono. —Bueno, papá va a mandar una nueva carta desde el centro de San Justo. Vamos a dejar una ventana abierta y seguramente esta vez van a pasar. Por la tarde, Juana volvió al negocio de Franca. —Estoy buscando algo barato para mis hijas mayores, le dijo. —Ayer arrasaron con todo. Dejame pensar… Queda un juego de té, hebillas para el pelo, ahh... y dos muñecas de goma, las dos últimas. —Buena idea, ¿dónde están? —Al lado de las pelotas, envueltas en bolsas de celofán. Te las dejo a mitad de precio. Juana se acercó, pero quedó desorientada. —Solo hay una, la otra es negra, dijo.

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—Llegó dentro del lote, nadie se la quiso llevar. Bueno, podes pasar por lo de Sara, ella tiene más surtido, dijo Franca. —Es que… tendríamos que anotarlo en tu libreta. Víctor cobra el sábado. Me las llevo, la negra es muy simpática y si mal no recuerdo, uno de los tres Reyes, también era negro. A la mañana siguiente, Catalina corrió a la cocina a mostrar su muñeca, tenía un vestido y zapatitos rojos. —Le voy a coser otro blanco y en la parte de abajo va a tener vainilla, como me enseñaste hacerlas en las fundas. Mirá mueve las manos y los pies. Es hermosa. —Mamaá, vino corriendo Leonor, se la olvidaron en el horno. —Si hija, pero es bonita con su vestido amarillo, tiene los labios rojos y sonríe, dijo Juana. —Sí, se ríe, la voy a querer mucho, le contestó, mirando la muñeca de reojo. —Ahora a desayunar.

YOLANDA SA

Argentina Facebook: Yolanda SA

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L

a espesa niebla se cierra a su alrededor como un sudario, impidiéndole conducir. Estaciona su Mercedes ML320 al costado de la ruta y enciende las balizas que iluminan la bruma con fogonazos rojizos.

Se había extraviado durante la noche, así que todo lo que quedaba por hacer

era esperar la mañana. Con su dedo mayor golpea suavemente la antena del GPS. En la consola, en vez del mapa de la región, aún aparece el cartel “BUSCANDO SATÉLITES”. Recuerda esos momentos de gozo cuando lo trajeron junto a sus compañeros para que reemplazara a aquellos que tuvieron un final abrupto y sombrío. Fue hace mucho tiempo. Sabe que lo estuvieron vigilando de cerca esperando que cometiera errores, que se precipitara a su propio final abrupto y sombrío. Siempre se cuidó mucho y, por supuesto, dejó de lado sus malos hábitos. Mierda que le costó. Manejar semejante poder sin sucumbir a las tentaciones, que eran cada vez más fuertes a medida que avanzaba. Los vigilantes no eran precisamente sus amigos. Al principio lo trataban como a un perro de circo, si no lograba atravesar el aro de fuego lo sacrificarían sin vacilar. Y sería su final abrupto y sombrío. Pero atravesó los aros incandescentes. Una y otra vez. Cada vez que sus “amos” se lo solicitaron. Ahora estaba a punto de convertirse en uno de los amos y no murió en el intento. Ellos se lo prometieron y ahora cumplirían. Hace tiempo, cuando decía que sería uno de los amos, sus compañeros se reían y burlaban de él. Todos tuvieron un final abrupto y sombrío. Algunos en sus propias manos… muchas veces, ellos fueron su aro de fuego. Pero con el objetivo en mente, jamás le tembló el pulso. Y ahora será uno de los amos. Le es imposible olvidar a alguno de esos “aros”. Ver sus cuerpos sanguinolentos, vapuleados, destruidos con el único objetivo de poder subir otro escalón de esa terrible escalera que era su vida. Recuerda especialmente a Macayono. Él siempre fue su mayor competencia. En una época eran compañeros, y querían convertirnos en amos. Pero Macayono no llegó, hace muchos años que se convirtió en uno de sus aros de fuego. 17


Llegó a sentir que estaba flotando en el océano de la muerte, y que no tenía forma de regresar. Pocas veces su torturada mente buscaba fervientemente un escape pero, él cerraba sus ojos, se veía como uno de los amos y continuaba adelante. Cuántos, en sus estertores, le gritaban, le suplicaban, pero esas palabras se perdían en el hueco ambicioso de su pecho. Muchas voces le dijeron que jamás lo lograría, que un perejil podría crecer mucho, pero jamás se convertiría en un árbol, y que él era menos que un perejil. Otros descreían de los amos… Y tenían un final agónico. Pero él los sobrevivió a todos. Y su nuevo auto era un buen indicio que obedeció lo suficiente para ser él mismo poderoso. Es más, hasta le permitieron tener un hijo. Cuando sea un amo, lo entrenará personalmente para que también pueda convertirse en un amo y así fundar una nueva dinastía. Porque seguramente los amos también deben tener sus dinastías. Sabe que los nuevos lo admiran. Ya es una leyenda. Para algunos, él fue y será su aro de fuego. Pero quedaron y quedarán en el camino. Porque pronto él será uno de los amos. Y este es su viaje consagratorio. Decide bajarse del auto para estirar las piernas. El caminar por esa niebla espesa no hace otra cosa que agitar sus propios fantasmas, disparar esos recuerdos que, por necesidad y para su cordura, trata de olvidar. Desde la ventanilla vuelve a mirar la consola del GPS: “BUSCANDO SATÉLITES”. Maldice por lo bajo y se aleja un poco del auto. La niebla lo abraza con una humedad helada. Vuelve su vista y el titilar rojizo se difunde formando imágenes tenebrosas. Una silueta brumosa se perfila a unos metros. Se arroja, con su costoso traje al piso, y desenfunda su arma. Mira a su alrededor y observa otras siluetas. Aparentemente, vagan por la oscuridad, sin dar con el camino que los lleve a destino. Pasan a su alrededor sin verlo, sin hablarse y todos con el mismo paso cansino. No parecen peligrosos. Quizás escaparon de algún manicomio cercano. Se acerca a uno de los entes y trata de detenerlo, pero su mano pasa a través de él como si fueran parte de la bruma. Su corazón da un vuelco. Levanta su Colt Anaconda y dispara hacia los seres hasta que el tambor se vacía. Ellos siguen vagando 18


sin prestarle la más mísera atención. Se acerca a otro de los entes y se paraliza. Macayono pasa caminando a su alrededor. Aún puede ver la sangre manando del corte que él mismo le hizo en el cuello. Retrocede espantado y tropieza con otra de sus víctimas, y una tercera, y una cuarta… Se para delante de uno de sus aros de fuego, y mira a sus ojos. Recuerda a esa mujer, observa su pecho y tiene el orificio que le provocó su Colt. Ella lo mira imperturbable. —¿Dónde estoy? —le pregunta a la mujer. —Donde vamos todos —le responde enigmática y sigue su camino. Pasa a su lado un imbécil en patineta. Él recuerda que ayer mismo le disparó en la cabeza. Embotado, se dirige hacia su auto. Apenas puede distinguir el resplandor rojizo. Casi a la carrera, se acerca a su vehículo, y solo ve un amasijo de hierros retorcidos carbonizados. Mira a su alrededor buscando al cretino que se ensañó con su auto. —¡Malditos sean todos! —grita a sus muertos. —Bienvenido… —le dice con ironía una mujer que acuchilló hace un tiempo. La bienvenida se repite una y otra vez en la niebla, y a la voz de la mujer, se van uniendo otras voces en una letanía. Retrocede aterrado y se lleva las manos a los oídos para acallar el murmullo ensordecedor. Pero no encuentra sus orejas, en su lugar, dos muñones quebradizos se deshacen cuando son tocados por sus ásperas manos. Con pavor mira sus manos y ve dos carbones que mueven unos dedos aún más carbonizados. —Parece que al cruzar uno de tus “aros de fuego”… te quemaste —le palmea la brumosa espalda Macayono y se aleja con una tenebrosa carcajada.

DANIEL ANTOKOLETZ HUERTA

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Si alguien empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. THOMAS DE QUINCEY

C

reí que no iba a poder subir las escaleras. Pero valió la pena el esfuerzo. Tirada en la cama y agarrada del pico del White Horse, todo gira. Fue un día agitado, merecía relajarme. Así que me dije: Jimena, al

supermercado. Crucé al súper, compré unas papas fritas y queso untable, y robé una botella de whisky. Me apuré para evitar las groserías del viejo que mendiga en la puerta, ja: se cree que le muevo el culo a él. Pero no fui tan rápida para esos ojos que lo ven todo. Cuando me iba, clavó una mirada acusadora en el morral que apenas disimulaba la botella. Morite, roñoso. Al entrar en el pasillo de casa, me di cuenta de que los vecinos no estaban. Unos insoportables. Siempre jodiéndome con Jimenita esto, Jimenita lo otro. ¡Jimenita la puta que los parió! Me había prometido no tomar cuando no estuvieran. Les tengo miedo a los fantasmas, que no me dejan estar sola. Estar sola hubiera sido ideal para terminar de leer "Confesiones de un opiómano inglés", pero la botella pudo más. Y ahora, Jime, abrazada a la botella vacía, apenas podés asegurarte de que abajo de la cama solo hay un par de zapatos: ningún monstruo acechando. Sola, y sin vecinos, es lo mínimo que podés hacer. Además, si fuera necesario vomitar, tenés el baño más cerca, ¿no’cierto, Jime? Más temprano, el plomero pelotudió como tres horas por un cuerito de mierda. Todo para tirarme los perros. Al final, unos lengüetazos, y al muy puto lo vigilantea la mujer por celular y sale todo cagado. Sí, amore. Ya estoy saliendo, amore. Pollerudo de mierda. Así que, con la botella abierta, nada de esperar una reunión con amigos ―de tenerlos―, o traerme a algún pendejo. No. Jimena, de a poco, trago a trago y del pico, se vació el White Horse ella solita. 21


Se hace de noche. Miro y vuelvo a mirar por la puerta de la habitación hacia la escalera. Todo el tiempo creo que algo está por subir. No me gusta. El viento sacude puerta y ventanas. La puerta. ¿Cerré la puerta? Sin los vecinos, el corredor es un páramo. Qué pelotuda, Jime. ¿No quedamos en que no tomabas si estabas sola? Por alguna hendija entra algo de viento que mueve las cortinas. Tranquila, Jime: esas sombras contra la pared de la escalera son de las cortinas del living movidas por el viento. Nada más que eso. El viento. El mismo que juega con las hojas secas en el pasillo, Jime. Esa hojarasca que hace ruido a chancletas de viejo subiendo por la escalera. Sí, el viento y el whisky haciendo su trabajo en la cabeza de una pelotuda. ¿No es cierto, Jime? ¿Para qué tomaste sabiendo que ibas a estar sola? ¿Extrañabas los demonios? La sombra de la pared debería describir unos movimientos medianamente regulares, Jimenita. Debería mantenerse en la base de la escalera. Porque es el viento el que mueve las cortinas. ¿O no? La cama ya no gira, y a pesar del frío estoy toda mojada, sudada, hecha sopa. Y entre las piernas también. Y esta puta escalera. Por qué no me tiré en el sillón del living a dormir la mona. Por qué carajos no esperé a que los vecinos estuvieran, para volver a tomar. Escalera de mierda. Por qué ese ruido tiene que ser de chancletas de viejo, y no de zapatillas de cualquiera de los pibes del supermercado. Miro la escalera mientras me hundo en la cama empapada de mi sudor y mis jugos. Intuyo al violador. Me arden las piernas, la panza, las tetas me arden. Maldita escalera, maldito viento, maldito ciruja de mierda. La botella rueda por el piso. 22


El colchón pantano nos traga. Ya no hay sombras ni viento. Solo quiero gritar, sacármelo de encima. Y alcanzo la botella para defenderme. Un rayo de sol que atraviesa la ventana, más el escándalo en el pasillo, me taladran la cabeza. Apenas podés abrir los ojos pegoteados. Mejor, Jime: el espectáculo no es alentador. Y no sabés si alucinaste otra vez, o qué. Vas a tener que esquivar unos vidrios para llegar al baño por una ducha. ―Esta vez sí, juro solemnemen… ―¡Jime!¡Jimenita! ―¿Queeé? ―Soy yo, tu vecina. ―¿Qué querés, la puta que te parió? ―Qué boquita. Me parece que vas a tener que bajar urgente, nena… Y sí, Jime, no fue alucinación: mataste. Y menos mal que cirujas sobran. Tampoco es la primera vez que robás. Hace rato que dejaste de ir a misa. Ay, Jimena. De Quincey te preguntaría: ¿Qué sigue ahora? ¿Dejar todo para mañana?

Miguel Angel Di Giovanni

Argentina Facebook: Miguel Ángel Di Giovanni

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a morocha lo miró sin reparar demasiado en él y eso lo excitó notablemente. Esa era la clase de mujer que más lo calentaba, la que no le daba bola. Él, por suerte, no era como esos infelices a los que le había

tomado declaración aquella semana. El Oficial Alonso, con una sonrisa sobradora que le torcía levemente la boca, recordó al viejo que había entrado en la comisaría el día martes. El tipo se levantó una putita vestida de colegiala debajo de la autopista y terminó con la cabeza rota cerca del bajo Flores. Le robaron el auto y le desvalijaron la casa. Su esposa lo tuvo que ir a buscar. Un bajón, una humillación. Ni hablar del pendejo del día jueves. Ese se había ofrecido a llevar a una pelirroja de tetas grandes, que le apuntó con un revólver y lo obligó a bajar de su auto a la entrada de una villa. Le sacaron todo, en calzones lo dejaron. ¿Qué se puede esperar de minas así que te las levantás como basura en la calle? Vibró su celular y sin mirarlo lo apagó, le había dicho a su esposa que se iba a un operativo y no quería ser molestado. La morocha se puso de pie y se dirigió hacia el baño y él como atraído por un imán se desplazó en la misma dirección. Intentó cerrarle el paso pero ella lo esquivó. —Hola —le dijo con voz de galán. La mujer lo ignoró, y siguió su periplo. Esa noche era para estar con Roberto. La morocha se miró al espejo, el cabello negro muy corto enmarcaba su rostro de bellas facciones, los pantalones y el sweater azul disimulaban sus formas voluptuosas y la hacían ver más esbelta. Le gustaba que él la viera así, para variar, al natural, vestida como una novia para complacer a su suegra. Satisfecha con su apariencia, volvió al salón y se dirigió a la barra a esperar a su hombre. Pidió una cerveza y le dio la espalda al pesado que la había saludado y no dejaba de mirarla. Fantaseó con que Rober llegaba con un ramo de flores y la llevaba al mejor hotel para pasar una noche de pasión, después de todo, se lo merecía, había hecho mucho dinero aquella semana. Roberto entró al bar, no traía flores y en lugar de ir al encuentro de su amante se ubicó al otro extremo de la barra. La morocha lo vio e iba a levantar su mano para

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saludarlo, cuando sonó su teléfono celular. Sonrió al ver en la pantalla que se trataba de su amor, pero la frase que escuchó le borró la sonrisa: —Un interesado, a tu derecha, rubio con sonrisa idiota. La mujer sintió como una ola de desilusión la bañaba dejándola empapada y fría. Con resignación siguió con la mirada a Roberto en su camino hacia la puerta de salida. Luego comenzó su rutina. No le fue difícil sacar a su presa del boliche, nunca era difícil, bastaba con saber qué le gustaba a cada uno, y al imbécil de la barra parecía gustarle acosar a las mujeres. Jugaron al gato y al ratón a lo largo de una hora. Ella, deliberadamente, prolongó la salida, estaban en invierno, y quería que Roberto al menos padeciera frio. Finalmente pagó su cerveza, se puso el abrigo y salió a la calle. Como si fuera una damisela en apuros, caminó con prisa, Alonso fue detrás de ella como un perro excitado. No lo vio venir a Roberto, nunca lo veían. Tras recibir el golpe, cayó pesadamente sobre el asfalto del callejón solitario. Como de costumbre, la pareja revisó los bolsillos de la victima para ver qué provecho podían sacarle, pero la chapa policial, los desanimó. —No sirve, es rati —dijo él. La morocha lo miró con disgusto, odiaba que le arruinara su noche libre. Se giró y comenzó a caminar para no ver como Roberto hundía el cuchillo en el corazón del policía. Estaba llegando a la esquina cuando su amado la alcanzó. Intercambiaron miradas, Roberto le dio la nueve milímetros del policía y ella la guardó en su bolso. —¿Y si empezamos de nuevo? —le preguntó en tono conciliador. Ella sacó un pañuelo y le limpió una gota de sangre que tenía en el rostro. —Ok, pero quiero que me compres flores. Roberto sonrió y la besó en los labios. —Y que me llevés a cenar —agregó ella. Abrazados como dos tortolitos, se perdieron en la oscuridad. Fueron por fin a disfrutar de su noche libre.

RENATE MÖRDER

Argentina Blog: http://renatemorder.blogspot.com.ar/ 26


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ERDONE, amigo Vernet. Acaba usted de expresar un juicio equivocado. Por favor, no piense que quiero desautorizarlo. Sabe usted bien cómo aprecio su labor de crítico y estudioso de nuestro teatro. Pero es que para

juzgar a Armando Vila y a Felipe Mistral con toda propiedad hace falta tener conocimiento de ciertos hechos que nadie que no los haya tratado íntimamente podría llegar a adivinar. Tuve el placer y el honor de ser muy amigo, casi desde los tiempos de la escuela, de Vila y de Mistral. Éramos un trío inseparable. —¡Como los tres mosqueteros! —decía Felipe—. Todos para uno… Pero cuando llegó, la gloria fue casi toda para él. Los otros no nos quejamos, porque sin duda se lo merecía. A partir de su primera obra, Máscara de la vida, puesta en escena cuando escasamente contaba diecinueve años, su éxito fue arrollador. Lo tenía todo: sentido de lo dramático, profundidad, amenidad, vigor en los caracteres, mensaje… Y como persona no desmerecía Mistral su calidad de autor. Triunfaba por igual en los salones y en los cenáculos literarios. Supo ganarse un sitial entre los inmortales, como decía usted muy bien hace un momento; eso ni por asomo se lo voy a discutir. Pero si fue justo en su apreciación, amigo Vernet, debo decirle que, en cambio, no lo fue en su comparación. Armando Vila, a quien se refirió usted un tanto despectivamente como “un buen autor ligero, que es a Felipe Mistral lo que un gato es a un tigre”, no merece ese juicio. ¡Le juro que no! Claro está que usted se basa en la obra conocida de Vila: tres comedias brillantes y un par de sainetes. Y, por otro lado, no se puede negar que, junto al esplendor del semidiós Mistral, la silueta de Armando Vila se difumina y se opaca hasta perderse en el olvido. Solo unos pocos conocimos la grandeza que llevaba adentro. Quizá hoy día sea yo el único que ha quedado en esta tierra entre todos aquellos. 28


Se trata de una verdadera historia de amor. O, mejor, voy a llamarlo un drama de amor, porque sus protagonistas fueron gente de teatro, y todo pasó hace más de un siglo, cuando el teatro era el espectáculo por excelencia y no el simple “divertimento” para eruditos en que se ha convertido en estos días. En aquellos tiempos dichosos, todo el mundo hablaba de teatro (el cine era apenas una curiosidad) y los avatares de las estrellas de las tablas circulaban de boca en boca. Creo que no habrá ninguno de los sobrevivientes de esa época que no recuerde el ruido que hizo la boda del celebérrimo Felipe Mistral con Carmen Caballero. Una pareja ideal: el más brillante unido a la más hermosa. Carmen era una de las mujeres de belleza más perfecta que pisara los escenarios de entonces. Todo el público masculino la adoraba. Hubo un lagrimeo general cuando ella por fin entregó su corazón a Mistral; pero todos tuvimos que admitir que no era sino lo que correspondía. Después de casados, ella dejó el teatro —en el cual, fuerza es reconocerlo, no tenía gran porvenir— y se consagró por entero a aquel hombre que idolatraba con la intensidad más conmovedora. Yo, que tuve el privilegio de tratarlos con confianza, recuerdo siempre ese matrimonio como el más admirable que jamás conocí, aun comparándolo con los que creaban los dramaturgos para sus obras. Eso lo supo todo el mundo. Lo que nadie llegó a saber jamás (tal vez yo fuese el único enterado de ello) fue que Armando Vila, el callado Armando Vila, había estado silenciosamente, dolorosamente enamorado de Carmen Caballero, desde que la vio encarnar a una malísima Nora en Casa de Muñecas… Vila era extremadamente sensible a la belleza, y la de Carmen, estéticamente considerada, era impresionante de veras. La mirada se perdía en la perfección de sus líneas, sin hallar ningún defecto que rompiese la armonía tibiamente escultural del 29


conjunto… Disculpe. Confieso que yo también estuve un poco enamorado de ella, a mi modo. Todavía me emociona recordarla. Nadie podría imaginar cuánto sufrimiento debió haber soportado el circunspecto Vila cuando circuló la noticia de la boda de ella con Felipe Mistral… Demasiado sufrimiento, sin duda, pues fue entonces que se quebró el dique de su habitual reserva y él se me confió. Jamás lo vi probar una gota de alcohol: puedo asegurar que las lágrimas que se le escaparon eran verdaderamente zumo de dolor. Lo consolé como mejor pude, y él me dijo: —No creas que estoy triste del todo. Ella y él son felices y yo me siento muy contento por los dos. ¡Haría cualquier cosa por ellos! En ese momento no interpreté el sentido de su última frase; posteriormente se me aclararía. He dicho ya muchas veces que Carmen era hermosísima; pero no agregué nada. Y si no lo hice fue porque no había nada que agregar. Era hermosísima. Punto. —¡Pero me siento tan torpe! ¡Tan sin color, al lado de él! Ay, Armando, querido amigo, a veces tengo tanto miedo… No podría soportar perderlo. Y cuando pase el encanto de la luna de miel, él va a empezar a ver las cosas como son y... —¡Te prohíbo que hables así! —la voz de él sonaba baja y vehemente. Quizá no debí haber escuchado esa conversación, que sorprendí por casualidad a través de los decorados de un escenario que suponía desierto; pero hoy por hoy me alegro de mi indiscreción. Me iluminó. Unos días después, fue el mismo Felipe quien me confesó sus dudas, casi sin darse cuenta, en una conversación intrascendente. —No sé… —me dijo—. A veces Carmen me desconcierta… De pronto le hablo en serio, de algún tema profundo, y ella me sale con cualquier frivolidad. Otras veces insinúa una ignorancia… casi grosera… Tal vez… —¡Coqueterías de jovencita! —le respondí para tranquilizarlo. —Sí —dijo en voz baja, como para sí mismo—. Es tan joven… Luego nos besamos y me olvido de todo. —Me miró de pronto, sonriendo feliz—. ¡Es tan 30


hermosa! ¡Nunca vi otra mujer como ella! Todas tienen algún defecto: el cutis, las manos, los dientes. Pero Carmen… ¡La adoro! —Felicidades, entonces —le dije; aunque yo mismo empezaba a dudar. Yo estaba junto a la novia el día de la boda, mientras Felipe, embobado como buen recién casado, la asistía en la delicada operación de cortar la torta. Armando Vila (a quien no había visto en la iglesia) se acercó para saludar a Carmen. Mistral se había apartado un poco en ese momento, abrumado por las constrictoras efusiones de una actriz madura que lo felicitaba, y fue entonces que Armando se inclinó hacia Carmen como para besarla en la mejilla y le susurró: “Yo me encargo de todo. No te preocupes”. Yo lo oí, y no supe qué pensar de ello. Con el correr de los años, la fama y el aplauso crecieron como la espuma para Felipe Mistral. No parecía envejecer como autor. Vila, a su sombra, se borroneaba cada día más. Ya casi no escribía para el teatro, y apenas se le oía cuando hablaba. Era visita frecuente en el hogar de Carmen y Felipe, y también lo era yo. Allí he pasado las veladas más agradables de mi vida. Felipe mostraba el encanto y el ingenio que lo caracterizaban; Vila, su cándida bondad; y Carmen… era otra. La muchacha torpe había florecido en una espléndida mujer, tan elegante como discreta. ¡Era asombroso! Todo cuanto decía era indefectiblemente lo atinado. Felipe estaba arrobado; y Vila…, Vila parecía más feliz, si cabe, que cualquiera de nosotros. El destino tiene bromas trágicas. La muerte de Felipe Mistral, ocurrida en el séptimo año de su dichoso matrimonio, hallándose en la cúspide de su celebridad, sacudió dolorosamente al público. Fue un accidente tan absurdo como horrible, de esos que no tendrían que producirse. En el automóvil donde viajaba Mistral, para asistir a una cena en su honor, iba también su amigo Vila. Un enorme camión, guiado por un conductor ebrio, los 31


embistió. Mistral murió instantáneamente. Vila alcanzó a llegar al hospital, pero no había esperanzas de salvarlo. Yo acudí tan pronto como me dieron la terrible noticia. Vila intentó sonreír al verme, y me apretó la mano. Se me saltaban las lágrimas. ¡Lo apreciaba tanto al pobre!... Carmen llegó enseguida. Estaba muy pálida (sabía ya lo de su esposo), pero no lloraba. Se acercó al lecho y le tomó a Armando la otra mano. El la miró con una mirada que nunca podré olvidar. Allí estaba todo lo que callara durante tantos años. —¿Hice… un buen… trabajo? —consiguió articular, penosamente. —Si —dijo ella, con voz conmovida—. Gracias, querido amigo. Y lo besó en la boca; pero ya era la boca de un cadáver. Entonces se volvió hacia mí, vio que mi pena era tan grande como la de ella y se echó en mis brazos, sollozando. Luego se separó un poco, para mirarme entre lágrimas, y me dijo: —¿Sabe lo que hizo este hombre? Este hombre grande, bueno, este gran autor dramático…, hizo mi matrimonio, mi felicidad entera… Me consagró la vida, el alma, el inmenso talento que poseía… ¡Me escribió palabra por palabra el diálogo que le correspondía a la esposa de Felipe Mistral! Conociéndome como me conocía, sabiendo muy bien cómo era Felipe y lo qué esperaba de mí…, ¡me preparaba día a día y me entregaba escritas, para que las aprendiera, las frases que yo debía pronunciar… para dejar de ser una mujer vacía y tonta, y representar dignamente el papel de esposa de Felipe Mistral..., la que él merecía!... Felipe jamás lo supo, ¡y fuimos tan felices! Ni Felipe ni nadie. Y ahora yo le pregunto, joven Vernet: ¿quién de los dos fue más grande, Mistral o Vila? ¡Hay una sola respuesta!

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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E

l leve carraspeo que llega desde el otro lado de la pared baja por su columna vertebral convertido en una descarga eléctrica gélida. Los finos dedos quedan suspendidos sobre las teclas como una nube de vacilantes

mariposas. Inmóvil, sin atreverse a respirar siquiera, espera algún signo más que haga presagiar una inoportuna interrupción. Finalmente en la habitación contigua se escucha de nuevo el firme y regular sonido de las teclas; el peligro ha pasado. A pesar de la tensión a la que se ve sometida, debe reconocer que la cercanía de su esposo cuando chatea con él, el riesgo de ser sorprendida un día, convierte esa relación en una aventura aún más excitante. Sin duda entrar a formar parte de esa red social ha sido lo mejor que le ha pasado en los últimos años; con sus mensajes ha vuelto a sentirse cómoda consigo misma y ha recuperado la seguridad de antaño. Su esposo suele encerrarse al regresar del trabajo. No obstante le preocupa que el día menos pensado elija el momento más inoportuno para hacerle una visita. Él es totalmente distinto de su misterioso amigo, que la conoce muy bien. Amante Desconocido sabe siempre qué decir y cuándo hacerlo. En sus interminables diálogos, él escucha solícitamente. Sabe darle exactamente lo que ella desea en el momento en el que más lo necesita. Jamás ha hecho uso de un lenguaje grosero. No recuerda ni un comentario que pueda considerarse lejanamente soez. Por eso llamó su atención inmediatamente. Por eso le escogió entre tantos otros. Desde el momento en que leyó su primer mensaje, supo que era él. Se trata de un hombre excepcional. Ni siquiera al principio recurrió a esos juegos que parecen casi obligados. Ella, extrañada, al poco de comenzar su relación le había preguntado si no deseaba saber lo que llevaba puesto. “Lo cierto es que podrías llevar un traje de buzo o uno de esos horrendos pijamas de franela con flores. Yo seguiría deseándote incluso con rulos, cubierta de crema antiarrugas hasta las cejas y con un par de rodajas de pepino en lugar de ojos. Una mujer tan inteligente y sensible como tú es apetecible a cualquier edad y en cualquier circunstancia”, había aparecido escrito sobre la pantalla. 34


Él ha conseguido que de nuevo merezca la pena levantarse cada mañana. La ha hecho sentir deseada de nuevo, ilusionada y viva otra vez. De hecho está convencida de que esa relación clandestina, involuntariamente, ha mejorado incluso la convivencia con su marido. En los últimos tiempos su esposo, que probablemente ha percibido los cambios en su personalidad, se muestra menos irascible e intransigente. Recuperar al amante solicito que en otro tiempo tuvo en su marido, aunque ahora vista las ropas de otro hombre, la ha devuelto a un mundo del que creía haberse despedido definitivamente: el del deseo, la sensualidad y la pasión. Siente otra vez ese cosquilleo en el estómago, la impaciencia mientras espera el próximo encuentro en la red con ese desconocido cuyas manos casi puede percibir por las noches. ―Lo voy a hacer― dice en voz alta para infundirse valor. El inesperado sonido le sobresalta. En un acto reflejo, minimiza la ventana por si ella decidiese entrar sin previo aviso. Aunque parece harto improbable, pues siempre llama escrupulosamente a la puerta y, además, lleva meses sin hacerle ninguna visita. Antes era frecuente que, aun trabajando en habitaciones separadas, ella aprovecharse cualquier pretexto para interrumpirle ―quizá más frecuentemente de lo que a él le habría gustado―, pero eso ya no sucedía. Es como si esperase a que él diese el primer paso. Como si pensase que él tiene la obligación de conocer las respuestas acertadas, de adivinar lo que le pasa en cada momento por la cabeza. Por eso le vuelve loco Boca de Fresa: ella no teme comunicarle todos sus deseos y esperanzas. Con ella no se siente sometido constantemente a un examen que está casi seguro de suspender. ―Mañana, a las 21:00, en el hotel del que te hablé el otro día. ¿Te parece? ―escribe conteniendo a duras penas la emoción. ―Por supuesto. Decide no añadir la frase “duerme bien, amor mío”, con la que se despide siempre de él, pues siente que ese día es totalmente distinto: ese día comienza una nueva vida. 35


Cierra el portátil y se dirige a la cocina dispuesta a preparar una frugal cena. No tiene ganas de complicarse la vida; solo le apetece pensar en lo que se pondrá al día siguiente. Además siempre que se esfuerza por hacer algún plato sofisticado, él tiene mil críticas ―aparentemente inocentes― preparadas en su recámara. Mejor que la critique por no haberse esforzado lo suficiente que por haber perdido un tiempo precioso. Desde la cocina escucha un leve ruido procedente del cuartito de trabajo de su esposo. Seguramente dentro de poco saldrá de su madriguera a mesa puesta, como casi siempre, esperando encontrar la cena en el plato. La velada transcurre tranquila: un capítulo de una teleserie y a la cama. Pero apenas consigue dormir. Permanece bocarriba inmóvil, con los ojos muy abiertos, a pesar de que la total oscuridad no le permite percibir ningún detalle de la habitación. No puede dejar de imaginar el ansiado encuentro: lo que llevará puesto, su olor, su forma de caminar, sus manos… El día pasa demasiado despacio. Sin embargo, el tiempo parece volar a primera hora de la tarde, a medida que la cita se aproxima. Ella llega antes a casa y comienza a prepararse para su “cena de trabajo”. Se mueve muy lentamente al compás de un CD, disfrutando de cada segundo como solía hacer cuando se arreglaba para él tanto tiempo atrás. Poco a poco vuelve a tomar conciencia de su cuerpo. Esa familiar sensación, casi olvidada, la embriaga. Ahora que la ha recuperado, no logra entender cómo ha podido sobrevivir tantos años sin ella. Coloca delicadamente cada una de las prendas sobre la cama de matrimonio. Mientras su doble la espera tumbada indolentemente sobre el lecho, se dirige hacia el baño y enciende una varita de incienso. Ha escogido cuidadosamente el aroma entre su amplia colección. El olor a lirio del valle, profundo y sensual, es la señal que da comienzo a la ceremonia. Tras la ducha con el gel exfoliante a la joroba, llega el insistente masaje con la leche corporal al albaricoque. Ya está lista para maquillarse y enfundarse el vestido. Pero queda aún otro placer especialmente apreciado: ponerse las medias, casi transparentes y ajustadísimas. Tanto como para regalarle unas nuevas 36


pantorrillas turgentes que no se cansa de recorrer con la palma de la mano. Gracias a los tacones altos, sus tobillos parecen aún más dedicados. Le sobresalta el sonido de la llave en la cerradura. Entonces recuerda vagamente que su marido mencionó una cena de amigos, la despedida de soltero de un compañero o algo así la noche anterior. Se coloca los últimos complementos y decide salir temprano de casa. Así no estará en medio mientras su esposo se prepara, cosa que le vuelve extremadamente irascible. No desea llamar su atención, no quiere que la vea tan atractiva; le molesta que solo se fije en ella cuando se viste de forma llamativa. Él sería incapaz de excitarse si la viese con un pijama de franela, a pesar de haberlo hecho en el pasado. Además le apetece tomarse con calma el trayecto y gozar de las miradas que atraerá a su paso. Al llegar al hotel se sentirá aún más segura y satisfecha. Le esperará en el bar mientras toma una copa. En pocos minutos, aquel se convertirá en su hábitat natural. Cuando finalmente llegue, él podrá comprobar que ha conseguido la mujer más deseada de toda la sala. No se merece menos. Aunque se prepara con una cierta premura, pues ha salido más tarde de lo previsto del trabajo, elige cuidadosamente la camisa y presta una especial atención al perfume y a la crema para después del afeitado. Todo marcha perfectamente, hasta que atraviesa la puerta del hotel. Entonces empieza a notar sensaciones que no había previsto: deja de disfrutar y comienza a tener remordimientos. No es mujer que dispare por la espalda; le gusta ir de frente. Gira sobre sus talones en el vestíbulo y vuelve a salir. Lo desea, pero no puede. En el ascensor de casa se retoca torpemente el maquillaje. Ha estado deambulando por la ciudad con dos churretes de rímel que le surcan las mejillas. Aunque ahora eso le parece lo de menos. Se cambia precipitadamente y se mete en la cama. Supone que su esposo llegará tarde, pero no quiere tener que dirigirle la palabra si por un casual regresase

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antes de lo previsto. Esa noche escoge un viejo pijama de franela con flores… pensando en él. Cuando está llegando al hotel, sus dedos se ponen a juguetear con algo dentro del bolsillo, es una entrada de la última vez que fueron al cine. Hace ya mucho tiempo, pues apenas salen juntos. El descolorido y arrugado papel le trae a la memoria el dolor que se dibujó en el rostro de su esposa al encontrar, en cierta ocasión, otro ticket similar en el bolsillo de sus pantalones cuando se disponía a lavarlos. Comprendió enseguida que dudaba de él. Sin embargo hasta aquel momento no había hecho nunca algo así. Y ahora es consciente de que esta vez tampoco podrá. Entra en casa sigilosamente. Ha recorrido varios bares y supone que ella ya estará allí. No quiere despertarla. Además no se cree capaz de mirarla a la cara. Al día siguiente seguramente resultará más fácil. Se mete lentamente bajo las sábanas. Ella sigue inmóvil, como un conejito asustado, y aprieta aún más los párpados. Al poco, el único sonido que reina en la habitación es la respiración pausada de ambos, que permanecen tendidos boca arriba como dos cadáveres tristes, con los ojos enormemente abiertos, capaces quizá de ver más allá de la densa oscuridad que los envuelve.

Salomé Guadalupe Ingelmo

España Información sobre su trayectoria literaria: http://sites.google.com/site/salomeguadalupeingelmo/ y http://salomeguadalupeingelmo.blogspot.com/ Facebook: @SalomeGuadalupeIngelmo

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L

legó del hospital cabizbajo y sin fuerzas. Ahora tenía que enfrentarse a esa habitación vacía. Aún se filtraba aquella luz matinal que formaba un triángulo en el que muchas veces se miraron. Ella se había ido, se la había tragado la

tierra. Mejor dicho, se la había tragado la muerte. Esa tierra de todos y de nadie. La muerte es terrible. No tiene miramientos. No discrimina. Y ahora él se sentía un inmigrante, ajeno y apátrida de aquella otra tierra en la que se había quedado solo: la vida. Por ella, era esa otra tierra. Nunca se sintió tan vivo como cuando estaba con ella. Ella era la vida misma. No pensó en aquellos tiempos mozos en los que se creía el dueño del mundo, que más tarde se quedaría sin suelo, sin ella, sin su tierra prometida. Esa que le había costado tanto encontrar. Ahora no tenía raíz que lo anclara, ni brazos que lo sostuvieran, ni alas que lo elevaran. La tierra de la muerte con su mano poderosa se la había arrebatado de un tajo. Y se quedó solo. "Qué ironía", pensó él. Ser inmigrante en la tierra prometida que creí mía... Tú. —Bueno, qué más da. Tendré que buscarme acomodo en esta tierra extraña que es vivir. Aún no sabía por dónde comenzar.

MARÍA GABRIELA BRAZÓN H

Venezuela Twitter: @marelaga Tumblr: http://marelaga.tumblr.com/

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-¡P

apá, papá, vení, vamos a viajar en el tren!— Así le gritaba Guillermito a Claudio, mientras le tironeaba insistentemente del suéter. —¿El tren…de que tren me hablás?— Sorprendido Claudio al

escuchar a su hijo— Querido no pasa por aquí ningún tren, está todo abandonado y hace muchos años. —No papi, vos no sabés…cuando lo vea venir de nuevo, te llamo y nos subimos— Claudio no se animaba a insistir en su negativa, le daba lástima, pero sabía, de la imaginación de los niños. Dejó todo así por el momento y se fue a trabajar, pero no se sintió bien en todo el día, se le aparecía la imagen de Guillermito entusiasmado con viajar en tren y si bien no tenía remedio, pensaba cómo o qué tendría que hacer para compensarlo y darle algo que le gustara tanto como eso. Cuando llegó a la casa y antes de cenar, se fue caminando con su hijo hasta la vieja y derruida estación de trenes, que estaba a solo dos cuadras de su casa. Se sentaron en los restos de un banco del andén y comenzó a explicarle al nene lo que sucedía allí, cuando de pronto y como surgido de la nada, apareció el tren. ¡El tren! como antes, con sus ruidos, sus humos y olores, se pusieron de pie y los gritos de emoción del niño superaban a los bramidos de la enorme máquina. Guillermito saltaba y arrastraba de la mano a su padre, hasta que lo hizo subir en el vagón más cercano. En ese mismo instante, y respondiendo a los silbatos del guarda, el convoy arrancó y los fue llevando hacia el norte, como lo hacía antes, como lo había hecho siempre. Sentados a la derecha del vagón vieron cómo se fue alejando la estación y la ciudad y entraron en una zona, que luego de unos minutos se tornó desconocida para Claudio. Ese tren los llevaba por lugares insólitos, no alcanzaba a comprender. No conocía ese río que desembocaba en un enorme lago azul, ni tampoco el bosque cerrado que ahora atravesaban y ese paisaje distante de montañas violáceas. Lo miró a su hijo y lo vio pegado a la ventanilla riendo feliz por ese viaje, sin importarle los lugares, ni el tiempo, ni el vacío total del vagón, donde no había nadie más que ellos

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—¡Viste Papi, viste!…este tren pasa todas la tardes por la estación y el maquinista me saluda y el guarda hace sonar el silbato, por eso te decía que deberíamos tomarlo. El niño hablaba con total conocimiento de esos viajes y Claudio no sabía que responder, lo miraba azorado y al mismo tiempo feliz de verlo tan contento. De pronto el guarda comenzó a hacer sonar su silbato insistentemente, no lo veían, pero seguro que era él, y sonaba fuerte el llamado, un silbido, un pito, o mejor dicho un timbre y siguió y siguió, hasta que despierto Claudio le dio un manotazo en el lugar justo al despertador y saltó de la cama asustado. En el instante se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Pero mientras se preparaba el café mañanero, garabateó la historia en el primer papel que encontró, no quería perder la idea, sobre ese niño, el viaje y el tren y le surgió primero el nombre del cuento: “El niño y el tren”, eso estaba bien, cuando volviera de la editorial escribiría un nuevo cuento, uno más para el libro que estaba preparando. Cuando estaba abriendo la puerta, escuchó la voz de su hijo que le gritaba: —Papi, luego cuando vuelvas, tenemos que ir a ver el tren que pasa a la noche, es hermoso.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo

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A

cuérdate de lanzar mis cenizas al mar, así comenzaba la carta que Juan dejó a María en aquel sobre que ponía “cosas que deberás recordar cuando yo no esté aquí”.

La casa estaba inundada de notas para que ella no olvidara nada. En el espejo

del baño había una que decía “me llamo María y mi marido es Juan”, así al levantarse ella recordaba quienes eran ambos y por lo menos durante un instante le llamaría por su nombre, y en ese mismo instante aún serían pareja. Luego durante el día, Juan, podría ser su padre, su hermano, aunque la mayoría de las veces un desconocido. Pero aún así, desprendía tanto cariño, tanto amor, que uno caía rendido ante ella. Su sonrisa, su mirada lo decían todo cuando sus palabras no podían salir de su boca. Y a ella solo le podías dar eso, cariño y amor. La carta terminaba, me fui antes que tú, no era lo previsto, ya que tú y tu memoria no podéis estar solas. Te echaré de menos, aunque sé que tú por desgracia mañana ya te habrás olvidado de mí.

JAVIER PUCHADES

España Twitter: @xokotonto Blog: http://eldecantadordeletras.blogspot.com.es/

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L

legó a la puerta de mi casa puntual como siempre. Traía en la mirada un aire de nostalgia. Sin mediar palabras la dejé entrar. No había otra opción. No podía negarme a recibirla. No había forma de evitarlo. Las palomas

blancas que siempre la acompañaban volaron desde sus hombros hasta el respaldo de una silla y desde allí nos observaron a ambas. Se la notaba cansada. Venía de tierras remotas, trayendo entre sus manos mensajes desconocidos. Su viaje hasta mi casa era largo, mas nunca se retrasaba. Sobre la mesa ya había preparado de antemano los balances del año que estaba por finalizar, deudas del alma saldadas, algunas con fecha de vencimiento postergadas, otras con saldo a mi favor. También estaban los mensajes correspondidos con amor y otros que nunca habían obtenido respuestas. Una extensa lista de agradecimientos y otra tan extensa de reclamos. En fin, todo estaba dispuesto para el rutinario intercambio anual. La Mensajera tomó lo que era suyo, me miró de soslayo mientras las palomas volvían a apoyarse sobre sus hombros. Luego, me sostuvo las manos y sin dejar de mirarme, me entregó mi lista de pendientes para el año nuevo que estaba pronto por llegar. Antes de marcharse, me besó en la frente, señal que volvería a verme dentro de doce meses.

SILVANA ALEXANDRA NOSACH

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/silvanaalexandra.nosach

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E

ntré en el cuento más que nada por curiosidad, para ver cómo era por dentro. Solo lo conocía de oídas, pues nunca había estado en él. Elegí «Blancanieves» sobre todo porque me gustan las manzanas, y me dijeron

que en ese daban unas muy sabrosas, sobre todo unas coloradas que eran muy apetitosas –aunque me avisaron que solo eran para la protagonista–; pero aún así decidí entrar. Allí los conocí a todos. Lo cierto es que eran muy amables; bueno, todos no, porque la vieja de nariz aguileña era inaguantable: todo el día repitiendo una y otra vez que ella era la más guapa —a la pobre de Blancanieves la traía frita—; que no nos engañáramos con su aspecto, que solo era por la maldita pócima transformadora; que ella aún estaba de buen ver, que si esto, que si aquello…, y esa voz desagradable… como a hierro oxidado. Ya digo: una verdadera bruja. Sin embargo los enanos eran geniales, siempre contando chistes y gastando inocentadas. A Blancanieves solo la pude ver un momento, entre escena y escena. Muy simpática. Leía a «Alicia». Por lo visto estudia para un Máster en Relatividad General y, en ocasiones, el gato de Cheshire le echa una mano para aclararle algunos conceptos enrevesados. El príncipe era muy cortés y educado, pero algo ñoño para mi gusto. Al del espejo no le llegué a ver. Según me dijo Gruñón —que, por cierto, es tan cascarrabias como dicen, os lo aseguro; aunque si le tratas con respeto no es tan arisco—, bueno, a lo que iba… me aconsejó Gruñón que mejor dejarle en paz, que no era muy amistoso que se dijera; lo cierto, me confirmó, es que más bien era un engreído sabelotodo que casi nunca salía del espejo, aunque no llegué a entender bien el motivo de su encierro: algo relacionado con un hechizo al que estaba encadenado o algo parecido. No sé, quizá pueda hablar con él en otra ocasión…, tengo curiosidad por conocerle, la verdad. Al final, sin embargo, nadie me ofreció una manzana. Ya sé que no debí hacerlo, pero no me pude resistir, y, cuando me iba, vi una cesta en un rincón con un montón de manzanas rojas, y sin pensarlo dos veces tomé una y le di un bocado. ¡Para qué lo haría!…, ¡estaba malísima!... ¡Sabía a truenos!..., ¡realmente asquerosa! Y eso que tenía un aspecto espléndido. ¡Casi me muero!... Al verme en el suelo, con convulsiones, todos vinieron preocupados a ayudarme… — 49


alguien dijo que eso se curaba con un beso, pero no comprendí bien a cuento de qué venía aquello. El caso es que, afortunadamente, logré devolver el trozo de manzana y me repuse, aunque estuve una semana con retortijones y dolor de tripas. En una ocasión alguien me dijo que quien entra sin permiso en un cuento de hadas corre el peligro de quedar por siempre encerrado en él. No ha sido este mi caso, pero, de todas formas, de una cosa estoy seguro: la próxima vez no me pasará… ¡ni hablar!… ¡la próxima vez me traigo las manzanas de casa!

LUIS JESÚS GORÓSTEGUI UBIERNA

España Twitter: https://twitter.com/ObservaParaiso Página Web: https://observandoelparaiso.wordpress.com/

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U

n líquido gelatinoso se deslizó por su garganta, sabía a wasabi siliconado. Lo tragó lentamente y sin respirar. Atrás habían quedado los códigos de barra e identificadores personales, aplicados en todas las combinaciones

posibles en nuestro mundo de tres dimensiones. Se había vuelto al sistema decimal. 668 había sido atrapado por los brazos metálicos entre la multitud que se apiñaba en los sótanos de la ciudad amurallada. Sabía que los científicos estaban haciendo pruebas con un nuevo producto que tal vez fuera la panacea milagrosa para la raza humana. Una vez que la máquina seleccionaba, no había lugar donde esconderse. Habían sido testigos de las infructuosas rebeldías de los apiñados y sabía que resistirse no conducía más que al cansancio. Se dejó trasladar hacia el laboratorio de la parte superior. Luego de un baño con un elemento blancuzco que parecía desinfectante, le fue rapada la cabeza y llevado desnudo ante una tarima donde se le había presentado el recipiente con el líquido gelatinoso que parecía un caldo cuántico, creyó ver como interactuaban partículas brillantes cuando lo llevó a la boca. Se separó al instante una ranura a sus pies y la base se deslizó como por un tubo hacia abajo. Pasó dos estancias y fue escupido hacia el exterior, desnudo, sin protección, sin armas, sin transmisores. Comenzó a caminar. Desde las múltiples pantallas del laboratorio, seguían sus pasos como en un juego. Los apiñados pertenecían a la raza de humanos y no estaban agrupados socialmente, se comportaban como animales que copulaban, nacían y morían. 668 había nacido en los sótanos y no en los laboratorios, su vida se había desarrollado en ese ámbito hasta la edad adulta. Podía entender algunas cosas, pero sabía que su destino estaba jugado, solo restaba esperar el día que la máquina lo seleccionara. Los nacidos en el laboratorio dedicaban su vida a estudiar, aprender y desarrollar un arma para defenderse de la amenaza que se cernía fuera de las murallas.

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Se hizo un silencio cuando las pantallas comenzaron a transmitir en el laboratorio. Allá abajo los apiñados, ajenos a los sucesos, continuaban apareándose y reproduciéndose. Se tenía una vaga idea, por restos que habían sido encontrados, del avance tecnológico que había alcanzado la raza anterior. Pero un buen día, sin explicación aparente toda la sociedad se había derrumbado, sin dejar más rastros que evidencias de un desarrollo, el cual los científicos habían retomado. Los humanos ya no tenían la supremacía sobre la tierra. En principio se habían reproducido los insectos, luego las plantas carnívoras habían diezmado a los mismos, colonizando el territorio. El líquido que le habían hecho ingerir al explorador 668 era un producto químico que se pegaba a las paredes del estómago, el cual era reconocido por las plantas como clorofila. —En cinco minutos comenzará a buscar el agua— resonó en el laboratorio una voz electrónica. Efectivamente, 668 comenzó a sentir una sed que le carcomía las entrañas. Se deslizó por entre las plantas como un insecto, sin ser detectado por las mismas y comenzó a escarbar la tierra, sentía la humedad en sus pies y en las palmas de las manos. Bebió el agua lodosa con avidez hasta saciarse. Ante él se extendía un campo de girasoles que reflejaban una tenue luminosidad. 668 no supo nunca el peligro que corría entre esas plantas carnívoras. —El proceso ha comenzado, ¡Todos a sus puestos!— gritó en voz de alerta el transmisor. Sintió que su estómago se calentaba, un torrente de partículas subió por su esófago y las vomitó. No pudo contener las otras, las que pasaron a través de su piel desgarrándola, dejándolo expuesto. Las partículas se adhirieron a los tallos de los girasoles, colonizándolos, hasta dejarlos vencidos, sin reacción.

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Desde los salones del laboratorio una algarabía explotó. Risas y abrazos se prolongaron a lo largo de las pantallas. Los restos de 668 fueron absorbidos por musgo terrestre y raíces rastreras. Se realizó el registro del experimento: “Proyecto caballo de Troya” nanoclorofila: POSITIVO.

MÓNICA MARCHESKY

Uruguay Páginas WEB: http://monicamarchesky.wixsite.com/monicamarchesky http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ Facebook: https://www.facebook.com/monica.marchesky

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e mostró la palma de su mano. La estudié durante unos instantes. Adiviné la ruina económica familiar después de que la despidieran del trabajo. La volverían a contratar y la volverían a despedir. Y ya no

trabajaría más. Vi un trágico accidente de coche en que moriría su único hijo. Vislumbré el ataque al corazón que mataría a su marido. Solo hallé una buena noticia: superaría el cáncer de laringe, aunque perdería una cuerda vocal. Observé años de soledad, dolor y tristeza. Presentí una larga vejez en el olvido. Como siempre, le dije que en el futuro sería muy feliz.

Plácido Romero

España Twitter: @Plcdrmr Blog: placidario.blogspot.com

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l silencio domina la tarde calurosa en el monasterio eutiquiano de Deir Mar Takla, a orillas del Éufrates, en un día del año que siglos más tarde será conocido como setecientos cuarenta después del natalicio de Jesús el

Cristo.

Acacio es un hombre inteligente y lector ávido de los textos griegos y árabes que enriquecen la biblioteca a su cargo, lo que le ha conferido un merecido prestigio de hombre sabio y santo. Pasó los últimos meses abstraído en una idea apasionante, sugerida por los libros, que lo sobresalta y emociona. Hace semanas que duerme poco y nada, descuida las oraciones, apenas come y se muestra distraído y ausente. Solo esta mañana compartió su razonamiento con los otros diez monjes, mientras comían unos mendrugos de pan ácimo, y agitó la atmósfera tranquila y centenaria de los claustros ganados a la roca. La respuesta, tal como lo esperaba, ha sido de duda, en el mejor de los casos, y de escándalo en la mayoría. Solo el abad se mantuvo callado y meditando las palabras del bibliotecario. Ahora, en el tiempo quieto que sigue al mediodía, Acacio decide que una buena manera de ordenar sus pensamientos es ponerlos por escrito. Está en su kalbbia y, por el ventanuco abierto en la piedra, mira sin ver el horizonte árido, más allá del río. En un gesto mecánico, con su mano, limpia el palimpsesto sobre el que va a trabajar. Hunde el kálamos en el recipiente con tinta — hecha por el hermano especiero con leño de espino, nuez de agalla, piedra negra, miel, vino y vitriolo azul—, escurre el sobrante y lo dirige a la superficie, detiene su mano en el aire durante un segundo, dudando, y finalmente escribe: «¿Porqué, mi Señor y Dios, me es dado hacerme esta pregunta? ¿Es el Gran Enemigo quien quiere hacerme pecar dudando de Tu Sabiduría? ¿Me he dejado ganar por la soberbia? Si has querido que algunos conocimientos permanezcan vedados a los hombres, ¿por qué encuentro que mi reflexión no es equivocada? He conocido el ingenio sutilísimo que poseen los sabios de la India, con el que superan a los demás pueblos en aritmética y geometría, el mismo que heredaron los 58


infieles muslimes: un valioso método de calcular, que sobrepasa toda imaginación, de manera tal que parece cosa de magos o demonios; y que manifiestan mediante nueve signos, con los que pueden indicar cualquier grado de magnitud, desde Tu Unicidad hasta la cantidad total de días de la Eternidad». Un carraspeo lo detiene. Acacio gira la cabeza y se encuentra con la figura diminuta y encorvada del abad que se recorta en la puerta baja de la kalbbia. ―Bendiciones, hermano bibliotecario. ―Bendiciones, hermano abad. Acacio baja la cabeza en señal de sumisión y, aunque sabe por qué su superior está allí, pregunta con cortesía: ―¿A qué debo el honor de tu visita? ―Seré franco y directo, hermano. El Señor me ha dado la gracia inmerecida de una inteligencia que me permite apreciar el trabajo de hombres eruditos, como es el caso de los hombres del Panyab o de Bendosabora; o el tuyo propio, querido hermano. Me gratifico y sorprendo con la grandeza de Dios que ha negado Su Persona a los infieles, y sin embargo los ha iluminado para que con nueve trazos convenientemente ubicados resuelvan lo que ha sido un esfuerzo extraordinario para los latinos y nuestros padres griegos. Y está bien que así sea: nueve lunas necesita la madre para traer un niño a la vida, Parménides dice que el nueve es el número de las cosas absolutas, Porfirio dice, en sus Enneádes: «he tenido la alegría de hallar el producto del número perfecto, por el nueve»; nueve son las órdenes de los ángeles, hay nueve clases de demonios y nueve piedras preciosas; nueve puertas permitían el acceso al kodesh ha-kodashim del Templo de Jerusalén; tres mundos hay ―cielo, tierra e infierno— y en cada uno de ellos hay una tríada; por ello el nueve es el número que cierra el tercer ciclo a partir de la unidad, y con ello, la creación. Pero no entiendo, querido hermano, tu empecinamiento en decir que a los sabios que nos precedieron se les ha pasado algo por alto… ―Hermano abad, en mis meditaciones me he encontrado con cierta anomalía que es la raíz de mi desasosiego. Los Padres latinos enseñan que el Hijo de Dios volvió 59


de entre los muertos al tercer día, y así lo aceptamos. Es nuestra fe que entregó su alma a la Misericordia del Hacedor el día viernes, que contamos como el primero; transcurrió el sábado, que es el segundo día, y resucitó para la Gloria del Padre y nuestra salvación eterna, el domingo, que contamos como el tercero. Sin embargo, tal forma de contar los días jamás me resultó clara y he dado con otra, que no hallo errónea: Jesús el Cristo murió a la hora nona del viernes. Y las horas transcurridas hasta la cuarta vigilia del domingo, cuando María de Magdala descubre el sepulcro vacío, hacen apenas un día y fracción; y no tres días como nos han enseñado nuestros Padres y profesamos en nuestro Símbolo de Fe, cuando decimos «Padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras». Ahora, hagamos el mismo razonamiento contando al revés: partiendo de la última vigilia del domingo hasta la última vigilia del sábado, contamos un día; pero la cantidad de horas desde la última vigilia del sábado a la hora nona del viernes, no hacen un día. Esto quiere decir —y esta es la clave de mi agonía― que hubo un tiempo en que no hubo días. Los nueve signos de la India no contemplan este dilema ¿es necesario un signo nuevo? ―Ni los hindúes, ni los muslimes mencionan nada acerca de este acertijo. ―Es verdad. Y solo en Ptolomeo, en el sexto tomo de su Hè Megalè Syntaxis, he encontrado un símbolo al final de una cantidad para indicar un centenar; y no puedo saber si él llegó a la misma conclusión a la que he arribado, pues nada aclara sobre el tema, y si así fuera, su notación no ha sido utilizada otra vez. ―Pero Acacio, hermano; si tal signo existiese, debería ser un signo ideado por el maligno y contrario a la Voluntad del Señor. ―Eso me inquieta, hermano abad. Tal signo representa la ausencia de cantidad. Cuando deseo adicionar a cualquier cifra la ausencia de cantidad, el resultado es la misma cifra; en cambio, cuando intento usar la tabla de Pitágoras para hacer el producto, agregando a ella el signo de la ausencia; transformo cualquier cantidad en nada. Aún cuando repetí innumerables veces éste procedimiento no encuentro equivocación en mi razonamiento… ―¿Te das cuenta, hermano, de lo que propones? De existir tal signo, Acacio, sería arquetipo de la ausencia y paradigma de la nada. Tendríamos a mano el Poder del Señor para destruir mundos mediante un simple signo. 60


―Lo he visto. Y me asusta este descubrimiento. Ruego por que la Sabiduría de Dios me guíe y me indique el camino. ¿Qué debo hacer? ¿Dar a conocer mi descubrimiento a los sabios para que ellos también conozcan Su Poder y nos acerquemos a Él? ¿Debo ocultar lo que me ha sido permitido vislumbrar? El Abad respeta la erudición de Acacio y lo admira; y no puede más que asombrarse de la lógica del razonamiento del santo. Él ha recorrido todo el Oriente defendiendo la doctrina de Eutiques en disputas cristológicas desde Nicea hasta Antioquía. Es un hombre capaz y sabe reconocer el poder inmenso que ha descubierto Acacio en el décimo signo. Y esto lo asusta más que los daimones, diábolos y espíritus impuros a los que ha vencido; más que Asmodai, Choronzon o Jaldabaoth. Acacio, que aún no ha soltado el kálamos, baja su cabeza y cierra los ojos. El abad, veterano de mil batallas contra el Indigno, se mueve rápido. Toma el instrumento de caña de la mano del monje y lo clava, con todas sus fuerzas, en la garganta del bibliotecario que no alcanza, siquiera, a sorprenderse. Minutos después, Acacio muere. El Abad sabe que el peligro está aún latente: él mismo ha visto el fruto del Árbol del Conocimiento que le fue prohibido al Padre Adán y desea olvidar con toda la fuerza de su viejo corazón, pero entiende que no podrá hacerlo. Sabe, también, que en el futuro podría ser engañado por el Oscuro y persuadido a revelar el misterio. Entonces, toma el recipiente de tinta y bebe el contenido de un trago. Se acuesta en el suelo caliente del pequeño cuarto. Reza en voz inaudible pidiendo perdón. El calor de la tarde que se alarga hacia la noche lo adormece. Recuerda la melodía de una vieja canción que le cantaba su madre; y, aunque se empeña, no consigue recordar la letra. Luego, los venenos de la tinta apagan todo para él también.

Daniel Frini

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/DanielFriniEscritor/ Blog: http://danielfrini2.blogspot.com.ar/

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ientras la niebla se iba disipando del lago, Ce-Ácatl caminaba despacio, evitando pisar los cadáveres. No se escuchaba nada en las calles, con excepción de sus pasos sobre el pavimento. Hacía tiempo que había

olvidado todo lo que habría aprendido de sus mayores: el orgullo de ser un mexica, el llevar la sangre de un guerrero, el morir en batalla para ir con sus dioses. Ahora, su único deseo era el de comer y beber un día más. Su ruta era siempre la misma: salir de la plaza del mercado antes de que amaneciera, volver a Tenochtitlan y buscar entre los escombros todo lo valioso que pudiera encontrar, antes de que el Sol estuviera alto en el cielo y comenzaran a disparar los cañones. Removió piedras, empujó muros y tuvo que reprimir su asco para revisar los cuerpos de los guerreros, en busca de algo que comer. Al poco rato, encontró una pequeña bolsa de tela entre las pertenencias de un Caballero Águila asesinado; su peto blanco se había teñido de un rojo oscuro y tenía una mirada triste. El niño evitó mirarlo por segunda vez a los ojos y abrió la bolsa, mientras su estómago gruñía: lo único que encontró fue un pedazo de carne podrida, junto con un pequeño glifo que llevaba una inscripción: el nombre de su hijo. Lanzó la bolsa al lago y siguió caminando, mirando hacia el cielo, rogando a sus dioses que retrasaran el amanecer. El Sol comenzaba a salir de entre la bruma del lago y Ce-Ácatl aún no había encontrado nada decente para comer, ni siquiera una lagartija. Tomó un poco de relleno de una pared y se la llevó a la boca: era difícil de tragar y le dejó un gusto reseco, pero calmaría su hambre por un rato. Se acercó a uno de los canales y tomó un poco de agua sucia con la mano, bebiéndola y obligándose a pasarla para no tener que vomitarla. Había olvidado también el sabor del agua limpia. Cuando el sol estuvo en lo alto, la niebla ya había desaparecido y subió a los restos de un templo para ver el paisaje. Frente a él, el lago entero se expandía a su alrededor: a lo lejos, podía ver al Hombre y a la Mujer, juntos por siempre y vigilando el valle, así como las calzadas destruidas por los guerreros y también a los pueblos que vivían en las orillas del lago. En ese momento sonó el primer cañonazo. 63


Desde el sur, por Coyoacán, dos pequeños barcos se acercaban, disparando hacia las canoas que habían aparecido por entre los canales de la ciudad. Se escucharon gritos, chillidos y ululares debajo de él, mientras una tropa guiada por un Caballero Jaguar avanzaba con sus escudos y espadas en mano, a punto de atacar a una avanzada de los hombres blancos. Bajó lo más rápido que pudo del templo y corrió tanto como sus piernas se lo permitieron; lejos quedaron los gritos y el estallido de los cañones cuando se adentró en la plaza del mercado. Allí lo único que había era silencio. Ce-Ácatl había visitado el mercado alguna vez: solía ser un lugar hermoso, lleno de color. Los vendedores gritaban los productos que vendían, la gente se movía de aquí para allá regateando, examinando y comprando comida, vasijas, ropa, figuras de los dioses talladas en madera. Había frutas, semillas, animales y peces en abundancia diariamente, pero la plaza ahora se encontraba vacía: niños, mujeres, ancianos, todos ellos sentados por todas partes, esperando encontrar algo para comer y beber, para sobrevivir. Muchos fueron muriendo con el paso de los días por comer comida rancia y beber agua salitrosa del lago; otros peleaban por un pedazo de carne correosa y bebían con asco el agua sucia de los canales. Ninguno de ellos opuso resistencia cuando los hombres blancos entraron en la plaza; estaban demasiado cansados para seguir viviendo. La última noche de su vida, Ce-Ácatl se encontraba sentado frente a un canal sucio y estrecho, mirando las estrellas. La luz de las antorchas no llegaba hasta donde él se encontraba y los supervivientes miraban en silencio cómo los hombres blancos construían una honda gigante, con la que decían iban a terminar con los mexicas de una vez por todas. El niño se recostó en el suelo de piedra, apenas sintiendo el frío del piso en su espalda, sin quitar su mirada de las estrellas que poblaban el firmamento. Habían estado mucho antes de que sus antepasados formaran la ciudad y seguirían ahí aún después de que él y los hombres blancos hubieran muerto. A lo lejos, el lago reflejaba la luz de la Luna y la luz de las antorchas que se podían ver en la ribera. El silencio y el murmullo del viento le daban a la ciudad un toque espectral, donde los guerreros muertos seguirían combatiendo hasta el final de los tiempos. 64


De pronto se escucharon gritos de sorpresa y el niño miró una enorme bola de fuego cruzando el cielo, en dirección al lago. Cuando cayó, el agua del lago se levantó y chisporroteó al contacto con el calor. Pronto las llamas se apagaron y volvió el silencio a la ciudad. En ese momento, el niño recordó todo lo que había vivido en un instante: su más tierna infancia, sus breves estudios; recordó cuando los hombres blancos aparecieron por la calzada y a los guerreros que murieron en combate cuando trataron de ahuyentarlos. Más que nada, pensó en los muertos: en el olor, en la mirada triste de todos ellos. Pensó en su hambre, en su sed, en su tristeza. Ce-Ácatl se hizo un ovillo en el suelo y cerró los ojos, escuchando el murmullo del agua en el canal y dejándose llevar lejos, muy lejos.

ALDO ALBERTO SÁNCHEZ MARTÍNEZ

México Twitter: https://twitter.com/DragonQuesters Facebook: https://www.facebook.com/lao.jinouga.9

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orge suspira. Ya es abuelo; hace poco más de dos años nació Beatriz, su primera nieta y hace apenas tres meses, Tobías, el encargado de asegurar la continuidad del apellido Barón por una generación más. Empuja el carro de

metal por las calles de la ciudad, amplias y frías. Añora el descanso dominical en su casa propia, la compañía de su esposa y leer a sus anchas el contenido informativo de su diario favorito. A pesar de su avanzada edad, aún no tiene la suficiente para recibir una pensión, pero al menos consiguió este nuevo empleo y un salario que le da para pagar un cuarto de alquiler y a veces, una buena comida. Trabaja a la intemperie, después de haber perdido su cargo de oficina, de toda una vida, en el laboratorio farmacéutico que cerró cinco años atrás para irse a operar desde China. Durante ese lapso de privaciones no solo perdió la casa a manos del banco sino a su mujer, vencida por el despojo, la tristeza, la muerte. Se detiene en una esquina con una sensación entre pesadumbre y alivio. Empuña el recogedor y desliza la escoba, despojando la acera del lastre de publicidad y residuos orgánicos que han dejado los transeúntes nocturnos. Nada se le escapa, excepto una página arrugada del diario local. La desdobla con el pie, haciendo como si arañara el cemento con sus elementos de aseo y, ávido de lectura, se pone al día en materia noticiosa. Algo llama poderosamente su atención: en medio de los titulares, una invitación de la Universidad de la Nación a que los jóvenes que culminan sus estudios secundarios se inclinen por la carrera de Ingeniería Química, bajo la premisa de asegurarse un futuro prometedor y un largo ejercicio profesional. Frunce el ceño, toma el trozo de papel y lo aprieta con rabia, arrojándolo al fondo del recipiente de basura que transporta en su carro. Evoca al Doctor Bernat, ese viejo y sabio maestro de quien adquirió la devoción por el número de Avogadro; el director de la tesis que le permitió recibirse, con todos los honores, como Ingeniero Químico de la Universidad de la Nación. Jorge, que ya es abuelo, suspira. 67


ALFÉIZAR

Colombia Twitter : @AI_Feizar Blog : al-feizar.tumblr.com

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iro la película una y otra y otra vez y siempre termino soñando con ella. Ya no tengo amigos ni ganas de salir; lo único que deseo es estar con ella, tan lejos y tan cerca.

Siempre, antes de sentarme, preparo una picada con jamón serrano, aceitunas y un buen queso, todo regado con un delicioso vino tinto. Ella me mira desde la pantalla con sus grandes ojos, cálidos y curiosos. El cabello húmedo le da un aire de seductora inocencia. Hay noches en las que nos excedemos un tanto con la bebida y el ardor de los diálogos se potencia. La charla fluye con total naturalidad y su voz dulce y ligera me acaricia. Bailamos toda la noche, con las caras muy juntas, y la gente se agolpa en la ventana para mirarnos. Ya peino canas y ella también; se nota que se tiñe el cabello y eso me enamora aun más. Me siento nuevamente en mi sillón favorito, que ha envejecido sin que yo me diera cuenta. Esta noche estoy cansado. Casi por inercia pongo de nuevo la película. De pronto un actor muy joven y apuesto me clava la mirada; traspasa la pantalla y se sienta en mi sillón. Y yo, al instante, me encuentro en medio de la película. Por fin protagonizo mi propia historia de amor; siento una enorme paz y felicidad. La vida ha recobrado sus colores y la tibieza de mi amada me cobija. Llegó el tiempo de vivir, me repito, ya no estoy solo. En la nueva película nuestro sillón está recién tapizado, los muebles brillan y nuestro amor se desliza sin sobresaltos. Pronto nos casaremos y tendremos muchos niños. A veces me desvelo pensando en el actor que quedó sentado en mi viejo sillón. ¿Tendrá que esperar tantos años como yo para alcanzar al fin la felicidad?

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

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uan era el borrachín del barrio. Uno de los simpáticos, de los que reciben monedas de las viejas porque ellas consideran que les cuida la cuadra; porque aleja a personajes más nefastos; porque siempre tiene un aceitado comentario

oportuno. Era él quien estaba al tanto del clima venidero y de noticias de interés general como la ocurrencia de paros del transporte o accidentes de tránsito. Era el único que sabía si se había roto un caño de agua, si se había extraviado un perro, si se mudaron ladrones nuevos a las cercanías, cuál era la verdulería con las naranjas más dulces y baratas. Por otro lado lo conocían desde hacía treinta años, desde niño; y nadie podía imaginar su destino desde esa época en la que jugaba por las mismas calles en las que ahora dormía. Cada tanto alguien le dejaba darse un baño, nunca se sabía quién. Ya casi no pedía. Había creído empezar a aprender algo de esa peripecia que era su vida. Una noche alguien lo convidó con algo que superaba su poder adquisitivo. La combinación de esto con todo el alcohol que circulaba por su cuerpo y con unas inhaladas de cemento tuvo un efecto casi fatídico. Lo tuvieron que internar y solo regresó tres días después, con la mirada cabizbaja y un humor sombrío. Las malas voces decían que se había escapado del hospital, las otras dejaron que el suceso pasara de largo. Pero a partir de entonces Juan demoraría mucho en volver a ser el mismo. Con tristeza, las viejas atestiguaron lo que parecía el previsible inicio de la locura. Comenzó a decir que veía luces en el cielo, enormes bolas de luces estáticas, carentes de movimiento pero llenas de una inteligencia silenciosa y oscura. Bajo cualquier variante meteorológica insistía con su delirio. Así, una tarde despampanante, con la totalidad de la bóveda celeste despejada, preguntaba a cualquiera de los que se iba cruzando: Sandrita... ¿Vio las luces en el cielo? ¿Qué luces, Juancito? Las que llenan el cielo. Están en todos lados. ¿No las ve? Y un atardecer prematuro de tan tormentoso, con el viento agitando las ramas altas de los árboles contra los techos de las viviendas y sendos nubarrones poblando el cielo, preguntaba: Ramón... ¿Vio las luces en el cielo? No, Juan. ¿Qué luces? Las del cielo. Parece que siempre hubieran estado ahí, como el cielo, como la tierra, desde antes del hombre y todo lo que ha construido. No sé por 72


qué recién ahora es que solo yo las noto. Amílcar... ¿Vio las luces en el cielo? Andrea... ¿Vio las luces en el cielo? Omar... Sandra de nuevo, y así con todos los que se cruzaba. El tiempo pasó una vez más de largo, tal vez los años, y el barrio siguió pareciendo el mismo a pesar de ir cambiando casi que de una forma imperceptible. Juan y su delirio, seguían siendo los mismos. Hasta que un día todo cambió, de una vez y para siempre. Porque todos vieron las luces en el cielo, enormes esferas inmóviles, inalterables, casi que ajenas. La inteligencia detrás de sus formas se mantenía imperturbable a pesar de todo el ahínco humano. Y las teorías sobre sus motivos, y si los había, se expandieron como un virus hasta el punto de lo absurdo. La gente escandalizada se cruzaba con Juan. Sandra decía: ¿Vistes las luces en el cielo? Ramón exclamaba: Juan, las luces... ¿Vistes las luces en el cielo? Todos preguntaban lo mismo. Y Juan respondía a diestra y siniestra, a veces a dos personas al mismo tiempo. No. ¿Qué luces? No, yo no vi nada. Y por lo bajo reía, como un loco.

Álvaro Morales

Uruguay Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=100004283896091 Linkedin: https://www.linkedin.com/in/%C3%A1lvaro-moralesb165618a?trk=nav_responsive_tab_profile_pic

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“El recuerdo, a veces, se puede tocar” CARLOS FUENTES

-¡M

ami! ¡No me digas que papá...! ―desgajó el aire con pausada voz la niña, mientras incorporaba su cuerpito entre las mantas con que la abuela había intentado protegerla del mundo. Aquella certeza amordazada se clavó como un punzón en el cerebro alelado de la madre y un torbellino de sonidos

batalló por palabras. Pero tendió sus redes ese silencio seco que cae de la vida cuando la arrancan de pronto y de cuajo ―un silencio boquiabierto, de ojos desorbitados y manos acalambradas―, y las mujeres no pudieron escapar de él. Como fieras lastimadas se arrebujaron en la cama grande, esa guarida donde la familia nace, crece, gasta su carne y libera su luz. El abrazo fue interminable, casi como si alguien lo hubiese preparado para que durara por siempre. Y hoy, todavía es siempre.

ANA MILÁN

Uruguay PÁGINAS WEB: elrevesdelapiel.blogspot.com Blog: bocalcorazon.blogspot.com

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oy te veré nuevamente y no es que acepte gustosa nuestro encuentro, mi conciencia me dice que no, pero mi cuerpo anhela ser llenado, saciado, perturbado… ¿Quién no termina convirtiéndose en esclavo de sus

sensaciones y deseos? Cada vez que recorres mi cuerpo, cada vez que lo tocas, cada vez que haces el intento te encuentro contemplando con tus ojos de artista, las sensaciones se activan y mi cuerpo se estremece cuando las caricias florecen sobre mi piel. Todo en una explosión repentina que da génesis a un puñado de estrellas fugaces. Me encuentro preguntándome: ¿Cómo un acto tan bajo puede dar lugar a sensaciones tan tersas y puras? Tú eres pasión, tú eres deseo, tú eres tú, tú eres el artista. Te he dado el poder. Es por ello que me ocupo de vaciar mi cuerpo antes de que tus manos manchadas de tinta quieran escribir sobre él. He pensado en que querrás derramar tu néctar sobre mí y como buena musa, he limpiado con ansia cada recoveco (pensando en que deseas ensuciarlo, mancharlo o quizá solo entintarlo). Mi cuerpo está húmedo, expectante, tembloroso, inquieto… ¡Aficionado! Las palabras se han escrito sin que hayas movido un solo dedo. Me basta tu mirada teñida de inquietud, la figura que tu lengua traza a través de mis labios, el grito tenue de mi deseo acumulado, la leve presión motivada por mis más bajas fantasías y anhelos, la calidez de mi sexo, deseoso de interiorizarte. Tu mirada fugaz traspasa suave y descubre deseosa el horizonte terso de mi desnudez. Yo también quisiera escribir sobre tu cuerpo vacío. Es así que nuestro encuentro da lugar a la victoria resultante de una conflagración pérdida. La guerra es mía y he sido derrotada, cual esclava fiel he venido a entregarme en cuerpo herido: La victoria es tuya, soy presa fácil de tus instintos. Mi vista voraz encuentra a tu miembro ansioso por saciar mi cuerpo: Dominante, duro, dulce. Soy musa y tú el escritor, denso, caliente, rítmico, la lucha corporal se impone sobre el silencio. 77


En este momento tus ofensas son mi orgullo, agradezco ser entintada por tu inspiración, palabra tras palabra la agitación se agudiza y agradezco estar vacía para ser llenada. Me estremecen las exclamaciones y órdenes burdas: enredas mis suspiros con tu talento narrativo, ordenas la sintaxis de mis gemidos titubeantes, aturdes con poesía mis ganas temblorosas, haces brotar palabras rimbombantes, que decoran la poesía más carnal. Tus manos sucias terminan de llenarme y recorrerme, tu audacia ha terminado por adornar mi piel vacía, ha llegado el momento de terminar con un final dramático. Así, tus ansias se derraman sobre mí empujándome a sentir pulsaciones salvajes. Nuestros cuerpos han sido entintados. Ha llegado el momento de trazar el final sobre este cuerpo mancillado, ansia por volver a sentirse en blanco...

FÁTIMA ROMINA ARROYO

México Facebook: https://www.facebook.com/fatima.rominador Blog:http://fatimarominawriter.blogspot.mx/

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ebate del Amor. Marcos compró el apartamento que extrañamente estaba a precio de remate y que junto con su flamante esposa convertirían en un hogar

cálido y lleno de amor, en la espera de los hijos que llenarían los espacios ya colmados con la dicha de la anticipación. Habían tenido unos comienzos un poco tormentosos debido a su hermano Antonio, que compitió con él en la conquista de Juliana, pero al final su personalidad más perseverante y confiable se ganó el amor de la dama. Mientras hacía la mudanza, abrió el ropero del cuarto matrimonial y encontró un baúl con los muñecos de Pierrot, Colombina y Arlequín, así como una carta amarillenta que no tardó en leer: Misiva de una Traición. Pedro vivía su idilio con su adorada Paloma, una mujer que si bien no era ni la más hermosa o la más inteligente, poseía un magnetismo sensual fuera de lo común. Sus comienzos estuvieron marcados por los devaneos de su no tan cándida Paloma con Aquiles, hombre astuto y necio, intrigante e indolente, sensual y grosero, brutal y cruel, extraña mezcla que por más que se le busque el sentido, no se puede comprender. Pero Paloma se decidió por Pedro, por su seguridad y el amor romántico e incondicional que él le sabía proporcionar, y a pesar de que transcurrieron los años en este plácido amorío, a Pedro de un tiempo para acá, una idea obsesiva lo ha empezado a atormentar. Todo empezó por pesadillas en las que encontraba a su Paloma y a Aquiles retozando en su propia cama, se paraba sobresaltado para comprobar que su amada dormía a su lado arrebujada en sus cobijas, tranquila y soñando el sueño de los justos. Las pesadillas continuaban, y cuando creía despertar y volteaba a ver a su amada, creía ver también en su cama al otro, al pícaro indolente y mordaz, a ese que había logrado de nuevo instalarse en su mente. Comenzó a observar a Paloma con atención, la veía más hermosa que de costumbre, más apetitosa, con un olor 80


embriagante que creyó no era tan intenso antes, la vio estar más pendiente de las cartas, con sonrisas disimuladas y sonrojos súbitos que sabía ocultar pero que un ojo enamorado puede fácil captar. Con su angustia a cuestas caminaba cuando un teatro callejero encontró, de esos que con marionetas a la antigua representan comedias y dramas que una y otra vez la raza humana revive sin siquiera darse cuenta. En este drama nacido en Francia aparecería Pierrot, triste y de cara blanca, el payaso romántico herido de amor, pies juntos, brazos colgantes….la historia se repite cada noche, melancólicamente sueña con su amada, aquella Colombina hija del día y repleta de alegría, mientras ella cansada de su personalidad aburrida se marcha con Arlequín, un amor más colorido aunque superficial, de ahí que a Pierrot solo le quedase el amor a la luna solitaria como él, siempre fiel a esa tristeza, lleno de sentimientos ocultos a los demás a excepción de esa única lágrima en su rostro. Mensajes, presagios o anuncios, nada sucede por casualidad, se siente inmerso en este triángulo que se repite en la historia sin cesar. No soporta la idea ya obsesiva, la certeza opresiva, de que su Paloma ha vuelto con el traidor, lo huele en el pelo de ella, lo adivina en su mirada enamorada. Compra el cuchillo con el que vengará su traición y monta la trampa, le dice a su amada que por negocios debe partir, tres días a lo sumo, que lo espere, pues sin ella puede morir. Pasa el primer día fuera de casa, trastornado, tomando y soñando con los actos lascivos que los amantes prohibidos deben estar llevando a cabo. El segundo día, borracho e idiotizado, se va a su casa y ahí los encuentra: cuerpos entrelazados y sudorosos, gemidos largos y placenteros, tanto es el gozo y el instinto animal que no lo vieron llegar. Murieron así, los amantes traicioneros aún en brazos del éxtasis y el traicionado amado con el cuchillo en el corazón. § Se sorprendió con el contenido de la carta y se preguntó si no sería una especie de broma morbosa; el único que sabía su afición por la ópera Il Pagliaccio era su hermano, pero su temor de vivir algo semejante a esa historia siempre se lo guardó; los actores protagonizando el mismo triángulo, el payaso triste, la esposa infiel, el amigo 81


alegre y traidor, la muerte rondando. Sin embargo, no botó la carta, la guardó de nuevo en el baúl y puso a los muñecos sobre la repisa de una de las ventanas. Cuando Juliana llegó, quedó encantada con los muñecos, le dio las gracias por la hermosa sorpresa con un gran beso y cantando se puso a preparar la cena. Pero Marcos no pudo evitar que el contenido de la carta le penetrara el corazón como un ácido insidioso. Empezó a vigilar a Juliana, sus idas y venidas y las visitas cada vez más seguidas y prolongadas de su hermano, sintió más que vio miradas de complicidad entre ellos, buscaban sentarse juntos y creyó percibir que rozaban sus pies bajo la mesa o sus manos como por casualidad. Comenzaron las pesadillas en que se los encontraba juntos en su cama, y era tal el nivel de detalle de las mismas que se despertaba excitado y ofuscado, con la necesidad de masturbarse furiosamente en el baño. Con cada día que pasaba aumentaban sus sospechas y decidió llevar a cabo el plan del fallecido Pedro, ya que al fin y al cabo los celos no le daban vida. Rebuscó en el baúl a fin de releer la carta antigua y en esta oportunidad encontró un cuchillo, con restos de sangre seca. Y Marcos reprodujo el viaje, el regreso al segundo día, los traidores en la cama. Pero justo antes de matarlos, vio cómo los muñecos que antes estaban sobre la repisa de la ventana y que ahora estaban sobre el copete de la cama remedaban el drama que se estaba dando a cabo, Arlequín y Colombina abrazados y Pierrot con un pequeño cuchillo sorprendiéndolos. Así que los asesinatos se dieron en paralelo, Marcos mataba a los traidores y el muñeco Pierrot hacía lo mismo, luego la daga en el corazón y luego el estruendoso silencio. El equipo forense llegó al apartamento a fin de levantar los cuerpos de otro más de los crímenes pasionales que les tocaba analizar. Mas el inspector Ferrer movió la cabeza de lado a lado al ver a esos extraños muñecos, cada uno al lado de un cadáver, con las mismas heridas y hasta el mismo cuchillo en miniatura en uno de ellos. No concebía cómo la gente podía ser tan tétricamente morbosa a veces.

Damaris Gassón Pacheco

Venezolana Twitter: La Dama @damarisgasson

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e cansó de esperar quien la quisiera. Se levantó y se fue. Jazmín, es una mujer que en cuya madurez no alberga la madurez. Su madre

dice que tiene una madurez a conveniencia; sus conocidos dicen que su inmadurez radica en lo emocional; su padre, que casi no la conoce, la considera madura. Ella se sabe insegura más que inmadura; pero cuando se aferra a una decisión no hay quien le detenga. Hace poco conoció a Gilberto, un chico foráneo al menos cinco años menor que ella, él no lo intuye; pero para ella, esa situación incómoda de la edad se convirtió en su curiosidad. Ella, quien fuere la curiosidad de más de quince, quería saber qué se sentía ser "la mayor". Le atrajo esa cara que él pone al querer explicárselo todo, la manera de discutirle todo lo que ella dice; pero sobre todo, que no se concentra en darle la razón para obtener algo que al final todos quieren obtener. No es que a ella le enamore eso que puede (para sus propios términos) rayar en la patanería; no. A ella le mueve la curiosidad, y se conoce tan bien, que sabe que cuando algo le causa curiosidad, significa problemas. Después de tanto rondar la idea de un primer encuentro íntimo, Jazmín decide ver a Gilberto, se siente deseada, poderosa y sensual. No sabe de dónde provienen todos esos nuevos destellos, pero le gustan. Y si radicaran en el cinismo y la segura posterior indiferencia, a ella no le importa. Está tan llena de inquietud, que esta vez no tiene reservas, no piensa consecuencias. Y eso le hace sentir liberada. Llevó a Gilberto a casa, desafiando todas las leyes de la decencia marcadas por la abuela, invadida por el miedo a ser descubierta, no puso ni siquiera el seguro a la puerta. Sentía esa misma emoción en su pecho, de cuando hacía travesuras en su niñez. La sonrisa de su rostro era imborrable y eso a Gilberto le hacía ponerse nervioso, ella lo notaba en su mirada, lo notaba en el no saber cómo tomarla, ni saber 84


más que pelear para sentirse poderoso. A ella, eso le causaba tanta gracia y ternura que lo dejaba ser. Quiso besarla y ella se movió, quiso tocarla y ella le tomaba de las manos, huía porque quería quedarse, tanto deseo por él que estaba contenido, le hacía querer ponerle pausa para estudiar su cuerpo por completo, para recorrer una a una de sus pecas, para acariciar su cabello revuelto, o simplemente para posar con lentitud sus besos tiernos sobre él, como nunca antes hizo con nadie. Todo eso pasaba en su mente, pero la realidad era otra, eran un par de inexpertos, aunque con diferentes edades. Él no sabía cómo hacer que ella se entregara, ella no sabía cómo entregarse porque siempre la habían guiado. Así que todo aquello se convirtió en más diálogo que acción. Podríamos decir que es el mejor sexo oral que hemos tenido en nuestras vidas. ―Comentó ella entre carcajadas de ambos. Pasaron algunas horas, el atardecer comenzó a cobijarlos, mientras el silencio comenzaba a llegar con un tono cómodo para ambos. Sin darse cuenta, sus manos se habían entrelazado, habían tomado mutua confianza, ella se había recostado ya en el hombro de Gilberto, mientras él no paraba de jugar con sus pies en los de ella. De pronto, Jazmín sintió un impulso de levantarse y apoderarse de sus deseos contenidos, así que se posó sobre Gilberto, comenzó a besarlo con más deseo que ternura, le gustaba mirar como Gilberto se retorcía cada que ella lo acariciaba con toda la intención de despertar su cuerpo, su propio cuerpo ardía en deseo, la ropa estaba de más, lo desnudó sin permiso, se desnudó sin pausas, se colocó sobre él y su cabello le cubría la cara pero no la mirada dominante que ahora se había dibujado en ella, no se reconocía a sí misma y eso le encantaba. La sensación de tener el poder y hacer de él lo que a ella se le ocurriera, le llenó el cuerpo de vibraciones nuevas. Les alcanzó la noche. Los mismos impulsos que a ella le habían surgido, se despertaron en Gilberto, ahora era él quien quería dominar la situación, Jazmín que había dejado hace rato ya sus miedos e inseguridades, le cedió el poder. Sin entregarse,

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tímida y sumisa, miraba a Gilberto con un gesto retador, provocándolo a dar todo de sí. En donde evidentemente el amor no existía y no importaba, explotaba la pasión. Al final eran solo dos sujetos viviendo algo nuevo, tan único para cada uno, que las sonrisas reflejadas en sus rostros, no eran compartidas, pero tampoco egoístas, solo eran. Solos eran… Cansada de esperar quien la quisiera, la mente de Jazmín se levantó y se fue. Tan lejos estaba ya, que no reparó en la presencia de Gilberto. Lo que más le gustaba de ese chico, era que no tenía aroma, era como si no existiera. Ella sabía entonces, que sería fácil de olvidar...

CECILIA JANET RAMOS MONTES

México Blogs: http://elocuenciasdecassiopeia.blogspot.mx/?m=1 http://elmundodecassiopeia.blogspot.mx/?m

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I) Ray

L

e falta una oreja y tiene labio leporino; pero aun así les fascina a algunas de las nenas más chulas de la preparatoria, y parece imán de buscapleitos. Lo bueno de él es que sabe defenderse, y cuando puede los ignora. Dice que

responderles pone la segunda palabra a un cuento con final abierto, algo así como darle continuidad a un juego de supremacía sobre el Otro. O que es como abrir un candado de una casa abandonada: uno nunca tiene la certeza de lo que encontrará en su interior. Lo Re —su exnovia, y ahora mi chica— me dijo que el encanto de Eder está en que a la chicas las hace sentir libres, responsables y parte de lo fantástico del mundo. Lo cual posibilita que piensen en lo que hay del otro lado de la tristeza y la podredumbre humana. ¡Ah! Y que les pega un cunnilingus de lo lindo, entre otras cosas. La verdad ni guardo celos ni coraje contra él, ni lo conozco a fondo; me intimida su presencia. La última vez que lo vi, Eder entraba y nosotros salíamos del billar que está cerca de la escuela. Nos saludó y presentó a la chavala con la que iba: Jet. Se notaba intranquilo. Ojalá se recupere pronto. II) Lo Re

A

ntes de ir a visitar a Eder cerré con candado mi pecho, no quería que fuera evidente lo preocupada que estaba por él. Durante el trayecto al hospital apreté mis puños, suspiré y escuché una y otra vez Listen To

Your Head, para tranquilizarme. Cuando entré a la habitación y vi a Eder leyendo como si nada hubiera pasado, tragué saliva y lo único que se me ocurrió decirle fue: —Escribió Cortázar, Eder: «El cuento gana por knock out; mientras que la novela gana por puntos». 88


—¡Je, je, je! Te pasas, Lo Re. Sééé; pero, en serio, que yo no busqué pelea. Puro amor y paz conmigo, lo sabes. Solo me defendí, fue todo. Y ya ves, knock out el que me pusieron, Lo Re. —Lo sé, y me alegra que estás bien. Bueno, en lo que cabe. Ahora a cuidarse para recuperarte pronto. Mal rollo que cada día la gente sea tan violenta. Uno es lo que es (sin más y sin menos) y a los otros los enfurece. Pero bue’, hay muchos cuentos que faltan por contar. —Así es, Lo Re. Igual lo de las personas es inseguridad propia, o quién sabe. Pero de que hay que andar alerta, hay que andar alerta. —Sipi. Ya me tengo que ir. Te dejo un cuentito que escribí pensando en ti y en la Jet esa. De verdad, aún no entiendo que hay entre tú y ella. ¡Ja! Luego nos vemos, Eder. —Ni yo, Lo Re. Gracias por venir y por el cuentito. Salúdame a Ray. III) El cuento: El espíritu del vino

L

a alacena está bendecida, bendecida, con tumbas de sal y sangre hirviendo. El refugio interior de la flor de loto no es culpable en el camino del exceso, Z. La apariencia no es sincera igual que la sirena varada en la herida de los

placeres de la pobreza, H. Tesoro, nuestros nombres son el espíritu del vino. Recuérdalo, dijo. Y, entre dos tierras y senderos de traición, el mar no cesa de repetir en la avalancha de un para siempre: “Por la Senda’91, un maldito duende y una mujer con nombre de guerra, hace tiempo van como héroes del silencio”. IV) Jet

M

ientras me observaba, traté de pegarle a la bola blanca. ¡Qué fortuna ni siquiera haberla rozado! Eder se acercó despacio a mí, se puso detrás, colocó su cerveza en uno de los bordes de la mesa, me ayudó a tomar 89


bien el taco y me susurró al oído: —Cierra el candado de tu mente. Inténtalo otra vez. Me estremecí, suspiré y preparé para golpear la bola. Sin embargo, cuando estuve a punto de hacerlo, dos tipos borrachos (uno con una playera roja y otro con una gorra blanca) se pararon a un lado de mí. Nerviosa volteé a ver a Eder. Al instante Eder me tomó de la mano y me dijo que nos fuéramos. Como pude agarré mi bolsa. El tipejo de playera roja se paró frente a nosotros y dijo: —No sé espanten. ¿Una reta o qué? —Nel, carnal, ya nos vamos —respondió Eder seguro de sí—. Ya déjanos pasar. Todo tranqui’. —No seas mamón, pinche chamaco —dijo el de la gorra blanca apretando el palo de billar con fuerza. Eder hizo un movimiento con su brazo izquierdo para indicarme que me pusiera detrás de él. Y con el derecho trató de mantenerlos a distancia, al mismo tiempo que insistía en que se tranquilizaran y nos dejaran pasar. Eder me soltó y de inmediato el tipo de la playera roja le dio un puñetazo en la cara. Eder lo golpeó con el codo, lo abrazó y ambos cayeron al suelo. Desesperada quise detenerlos. El tipo con la gorra blanca me aventó, le dio un palazo en la cabeza a Eder, y ambos lo patearon hasta que los encargados del billar los sacaron. Después de unos minutos levantaron a Eder y le preguntaron si estaba bien. Eder respondió que sí. No era cierto: se desmayó. V) Eder

T

enía dos opciones: quedarme a leer, o abrir el candado de casa e ir buscarla para conocerla en persona. Me levanté lo más temprano que pude. Como no había luz, gracias a que

unos delincuentes cortaron y se llevaron varios trozos del cableado eléctrico de la calle durante la madrugada, desde un café internet le escribí: 90


Te espero a las tres de la tarde en la séptima estación de la línea nueve del metro, abajo del reloj. Al mirar el reloj de la estación, cinco minutos de adelanto hicieron que me sentara y abriera una antología de cuentos de horror y ciencia ficción que llevaba conmigo. Monstruos de Bolsillo es el título y en ésta participan varios autores. Leí calmado, y entre breves historias, los trenes fueron y vinieron y la tarde de ese viernes otoñal se fue enfriando. Cerré el libro en la última página y abordé un vagón solitario. Horacio Quiroga escribió en su Decálogo del perfecto cuentista: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas”. Quizás me apresuré a escribir el inicio del cuento por todo y por nada: por Jet, la de largo cabello negro enmarañado; por Jet, la de ojos almendrados. Por Jet, la de sonrisa pesimista. Al bajar del microbús, caminé a casa bajo un cielo alegre y cristalino. Una notificación me hizo abrir la bandeja de entrada. El mensaje era de Jet: Lo siento, me hubiera encantado verte. Apenas vi tu mensaje. Mañana mismo lugar, misma hora, ¿zas? Un beso. Sin duda la vería, ¿qué es la vida sin un poco de riesgo, de un cuento sin un buen final?

Dante Vázquez M

México Blog https://dantevazquez.wordpress.com/

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E

n ese entonces las noticias tardaban en conocerse. Desafortunadamente en esa ocasión, las noticias tardaron de más. Ojalá la tardanza solo hubiera costado pocas calamidades, en cambio, costó una falta de claridad

respecto al panorama actual del país, algunas libertades y todavía algunas otras dignidades, cosas de suma importancia para la época en que vivimos. Esa tardanza, lo digo con certeza, se tradujo en una ignorancia total sobre las decisiones políticas y militares del país. Cosa que usted verá más adelante. Resultó así pues, que el día 26 de junio recién pasado, en asamblea del pueblo se decidió dar conocimiento a nuestros vecinos del Sur, declarándoles en la parte que interesa: “De la manera más respetuosa pero vehemente y en razón de la defensa de nuestra nación, declaramos la guerra contra los vuestros…”, por lo que, desconociendo la autoridad nacional —debido a que esta prerrogativa bélica es única y exclusivamente de ella— y proclamando elocuentemente nuestra enemistad contra los sureños, enarbolamos la añeja bandera de la independencia junto a la actual nacional, para hacerles acción bélica a los incómodos vecinos, y lograr de esta manera nuestra anhelada revancha. Encendidos, iniciamos revueltas en el propio pueblo gritando cosas como ¡Por la Libertad! o ¡Viva la Constitución!, ¡Muera el Sur!, y demás proclamas a favor de nuestra madre tierra y muchas otras más maldiciendo a los declarados contrincantes. Así, llenos de euforia, deseosos de cumplir nuestras sentencias y regresar a nuestras casas para armarnos lo mejor posible, se fijó la Plaza de Armas como punto de reencuentro; ordenaríamos nuestro ejército y partiríamos a enfrentarnos al destino. Desafortunadamente, al regresar, pude constatar una pequeña deficiencia: si bien había algunos uniformados con trajes militares confeccionados, armados con el mejor arsenal, lo cierto era que la mayoría, apenas traían machetes, cuchillos o escopetas. La mayoría cargaba sartenes, ollas y demás utensilios de cocina. Aunque creativos, no dejaba de ser lastimoso ver sus impresionantes e improvisadas armaduras construidas con todo tipo de sartenes, cacerolas y ollas, sostenidas eso sí, con las más resistentes reatas y los más elegantes listones. 93


Ahí fue cuando pensé —y nos dimos cuenta— que tal vez la euforia nos había ganado un poco. Reflexioné un rato más. Según el silencio, podría decir que no fui el único en repensar la viabilidad de la guerra, además, las provisiones no se veían generosas, ni tampoco las municiones y mucho menos los caballos, que no había. Eso sí, nuestras mujeres parecían emocionadas de vernos partir. Como haya sido, a esas alturas ya no sabíamos si defender con todo coraje y ahínco nuestra nación o si era mejor abstenernos de perder a los nuestros y evitarnos el chancero del mundo. Por desgracia o por fortuna no tuvimos que decidir debido a que, como les informé renglones arriba, las noticias llegaban tarde, y constancia de su lentitud es lo que pretendo dar con este relato. Justo cuando levantábamos nuestras armas y cacerolas, se escucharon los truenos de cañones, de los cuales —no hace falta recordarle— no teníamos ninguno, por lo que, girando la mirada pudimos deleitar un gallardo y numeroso ejército delante nuestro. Había llegado el ejército sureño, nuestros enemigos. Portaban uniformes de color verde oscuro, similar a la espesura de los bosques y marchaban con la mirada al frente, se movían sincrónicamente, e inevitablemente se encontraban instruidos en la guerra. Además, poseían armas portentosas que seguramente no habían sido usadas, pues lucían brillantes, y por fortuna, no las estrenaron —salvo algunas— contra nosotros, pues solo de verlos cerca claudicamos a su favor. Así fue como terminó nuestra ansiada guerra y así fue como nos enteramos de la desgracia. Meses atrás, los sureños, enfadados con las proclamas y declaraciones de nuestra máxima autoridad, tomaron las armas y partieron en guerra contra nuestra nación. Lo hicieron sin proclamas, permisos o trompetas, cruzando de esa manera por el territorio nacional sin encontrar obstáculo de ningún tipo, fuese natural, humano o divino, pues marchaban de día y descansaban de noche, como Dios. Sus líderes se jactaban de haber marchado con una discreción digna del más jurado padre, hasta llegar aquí, este pequeño pueblo, dejándonos sin oportunidad de defendernos. Según nos contaron, ya todas las ciudades del país habían sido conquistadas y las que no, se encontraban sitiadas, dándoles acaso algunos días más de resistencia, e 94


inclusive, las más recias habían sido destruidas por “La tenaz resistencia de sus habitantes y la todavía más tenaz fuerza de sus invasores”, noticia que nos enfrío de golpe, nunca creímos tan avanzada la guerra. Escuchamos algo de los derechos de los prisioneros, pues decían, respetarían nuestros derechos y vida “Hasta lo permisible de las circunstancias”; y, por si dicha declaración no había sido suficiente degollaron a unos cuantos de los nuestros, solo por eso de imponer su autoridad. Llegué a contar cinco días de confinamiento, aunque cabría aceptar margen de error, puesto que cada despertar dificultaba determinar cuántos días u horas habían transcurrido. De sorpresa, con la misma facilidad y expedites con que nos sometieron, fuimos liberados. Los rayos del sol fueron una bendición cuando entraron a nuestra prisión, a la vez que, los portentos libertadores nos entregaban la ansiada dispensa de salir de ese lugar. Resultó que la misma falta de comunicación apeada sobre nosotros, cayó también sobre nuestros captores. Si uno se pone a pensarlo, ¿cómo iba a ser de otra manera?, ya que, si bien —según sus informes— poseían la mayoría de las ciudades del país, lo cierto es que apenas poseían nuestro pueblo. No se habían enterado correctamente, pero no había guerra, solo su incursión, y nada más. Resultó que su supuesto sigilo había sido más bien suerte, así, ante la indiferente mirada de los nacionales al verles caminar, lograron alcanzar nuestro pueblo, ese había sido su petulante aire. Por eso, cuando se preparaban para la conquista de nuevos puntos, no habían recibido comunicación de los suyos, quienes, ni bien recién llegaron a la nación fueron aplastados por las bestias, el clima y la resistencia nacional. Ante este silencio, nuestros opresores enviaron exploradores, pero no regresaron, salvo uno, quien inmediatamente dio parte de la verdad: “Debemos irnos”, —dijo el explorador—, y así lo hicieron, tomaron sus cosas, nuestros hijos, mujeres y sin anunciar, sin liberarnos, se marcharon. Al preguntarles a los soldados que nos liberaron respecto al ejército que nos invadió, nos informaron que no habían visto ninguno, incluso hasta nos tiraron a locos, pues además en el pueblo ya no había nadie más, sino que a lo mucho los

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prisioneros y uno que otro vagabundo, como dije, nuestros hijos y mujeres tampoco estaban. Pasamos el resto del día comiendo y disfrutando de la tranquilidad que la soledad suele ofrecer. Algunos acomodaron los restos de sus hogares y trataron de buscar en vano a sus esposas. Fue en una de esas reuniones, precisamente durante la manduca principal que contamos nuestra fenecida campaña bélica, con todo y el relato de las improvisadas armaduras construidas con todo tipo de sartenes, cacerolas y ollas. Mientras nosotros nos reíamos de lo chusco de nuestra iniciativa y en especial de nuestro arabesco atavío. Los visitantes permanecían en silencio, con cara de sorprendidos, entonces nos revelaron la verdad. Con rostro duro, el comandante en jefe nos dijo que, pues en efecto, durante la llegada al pueblo no vislumbraron ningún ejército, más que, justamente, algunos nacionales vestidos con tan cómicas prendas como habíamos descrito, eso sí, acompañadas de numerosas mujeres e igual cantidad de infantes. Un momento incomodo llenó el ambiente, aunque al final, como se acostumbra en el país de reírse de uno mismo, todos nos fundimos en una carcajada al percatarnos que el enemigo había pasado justo en sus narices, justo delante de la guardia nacional. Después de todo, esos sureños no eran tan malos en eso de la guerra, astutos y sigilosos tal vez regresarían sanos y salvos a casa. Porque, además, dar noticia de ello sería un gasto innecesario, por aquello de la falta de comunicación de calidad. En otro rubro concluimos que no estábamos tan perdidos, pues para fortuna de los que nos quedábamos, se habían llevado a nuestras mujeres con ellos. Y en eso, definitivamente podríamos decir que ganamos la batalla.

JOSÉ RICARDO GONZÁLEZ SÁNCHEZ

México Twitter: https://twitter.com/letrasderesaca?lang=en Twitter: @letrasderesaca

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C

uando leyó en la fachada de la oficina, escrito con pintura negra y trazo seguro: “Cada vez necesito menos para colocarme.

Cada vez necesito más para preocuparme. Es la vejez, hermano. Es la vejez...” Tuvo la seguridad inmediata que el autor de aquel graffiti era Tridente.

También supo al instante que lo había escrito hacía poco, el carácter personal del texto así lo sugería. Desde que había salido de la clínica, hacía ya varios meses, lo que escribía Tridente en los muros era más personal, haciendo referencia a sentimientos propios, prácticamente en oposición a las citas más antiguas. Había llegado, como era habitual en ella en estas situaciones, quince minutos antes de que la oficina abriera. Estacionó en el lugar que tenían reservado los clientes ejecutivos; antes de bajar del auto se miró en el espejo retrovisor, todavía se veía joven, todavía se veía atractiva. Aparecían, sutiles, algunas arrugas alrededor de los ojos que, a decir verdad, le agregaban sofisticación a un rostro acostumbrado a verse bello. Cuando pensaba en Tridente siempre se sentía de la misma manera, algo así como una leve melancolía agradable. La percepción de una leve y cálida brisa otoñal, vestigio de lo que fue un fuerte y caliente viento de verano… de muchos veranos, con sus respectivos inviernos. En aquella época, no tan lejana, las estaciones de transición no existían, del verano más caluroso se sumergían en el invierno más crudo, sin ningún tipo de reparos. Precisamente pensaba en ello mientras cruzaba la calle, en diagonal hacia el café. El olor al entrar al bar a la mañana le resultaba impersonal y, aún hoy, a pesar del paso del tiempo, se negaba a llamarle café. Para ella seguiría siendo Bar, hasta el día en que entrara por última vez; Bar... así como lo había vivido durante tanto tiempo, así 98


como lo había respirado y sudado, así como lo había sangrado... Bar, así como lo seguía viendo, tan de lejos; pero adentro, aún hoy… treintañera, bellísima, ejecutiva exitosa, tan lejana... y, queriendo estar tan cerca... y sabiendo que no podía, por más que quisiera. Sabiendo que estaba tan lejos, aún estando en el mismo lugar físico, tal vez a otra hora, pero en el mismo lugar. Había vivido los mismos lugares y, algunas veces, a las mismas horas; y, sin embargo, resultaba tan aséptico, tan estéril. No miró hacia la barra cuando entró. Simplemente se aproximó a la mesa que descansaba junto a la ventana que, vidrio mediante, se enfrentaba GyE Co. Una gran fachada gris, un gris pintado, elegido, mejor dicho... seleccionado; como la habían seleccionado a ella alguna vez. Una gran fachada gris con una puerta de acero, lateralizada hacia la derecha; y, sobre la izquierda de la gran puerta de acero, las frases negras. Las frases de Tridente. Las frases... Las frases del tipo que, cuando ella aún tenía diecisiete, y el ya tenía dos hijos, y tres o cuatro vicios, la enamoró. Las frases del roquero incorruptible. Las frases del poeta, del sabio, del instruido chamán, del romántico filósofo, del hijo de puta más grande de todos los tiempos. Del cretino idiota, del miserable y vil juntamiserias. De Tridente... Se sentó a la mesa, pidió un café, se calzó los auriculares, instintivamente sacó la caja de cigarrillos del bolsillo y la colocó sobre la mesa, a la derecha. Tomó la carpeta que llevaba consigo, la posó sobre la mesa, enfrente a ella, y la abrió. Al llegar el café, ya estaba leyendo nuevamente el contrato que pensaba hacer firmar al accionista principal de GyE Co. No debería ser muy difícil, un simple contrato de servicios, con uno o dos puntos débiles, que no deberían ocasionarle mayor problema, que se podían disimular fácilmente con algunos artilugios técnicos explicados rápidamente y con gran seguridad y, de ser necesario, alguna sonrisa oportuna al director general y a su abogado. La reunión no debería llevarle más de media hora, y antes de las diez debería estar ya en la oficina con el contrato firmado. 99


Lo único que le restaba por hacer ahora era escuchar música, tomar el café, releer por enésima vez el contrato y mirar a través de la ventana. Primero llegaría el abogado, dos o tres minutos antes de las 9:00, estacionaría su Audi, descendería con el saco colgando del brazo y se dirigiría hacia la entrada principal, donde el guardia de seguridad lo reconocería y le abriría la puerta. A las nueve en punto abriría la compañía. A eso de las 9:05-9:10 llegaría el director, estacionaría enfrente a la entrada principal, no en el estacionamiento, descendería del auto sin apuro, se detendría en la puerta, luego de saludar al portero con un apretón de manos, giraría sobre sí mismo y casi distraídamente le pondría el seguro al automóvil con la llave electrónica, para retomar despacio su ingreso a la compañía. Inmediatamente saldría alguien, presuroso, quien sería el encargado de ubicar el auto en el estacionamiento. Cinco minutos después, tiempo suficiente para que le informaran al director que ella todavía no había llegado, pagaría el café, guardaría los auriculares, pondría la caja de cigarrillos en el bolsillo, con la misma cantidad de cigarrillos con la que entró al bar, cruzaría nuevamente la calle, y entraría a la compañía. Miró el reloj, 8:57. Hacía apenas algunas horas, había tenido sexo. Tenido, justamente esa era la palabra que mejor lo describía; satisfactoriamente había transcurrido la noche, agradable, limpia, musicalizada...pero, no perfumada. Hacía ya años que no tenía una noche perfumada; sucia, ruidosa (no música, ruido...), siempre un poco violenta..., sublime, eterna. Cinco o seis años... Después que dejó de ser parte de la vida de Tridente, lo siguió viendo, a escondidas, en los mismos lugares que antes formaban parte de su cotidianeidad. Encuentros furtivos, prolongaciones de supuestos acercamientos obligados, transacciones que se deshilachaban en presentes de pasados no resueltos, y que se terminaban definiendo como orgasmos desesperados a la luz de la noche, con mordiscos, llantos, gritos, y el siempre infaltable, último pico. Y la frase que quedaba suspendida, hamacándose en el calor dulce de la noche “cuando suspires de dolor, el aire que exhales seré yo” 100


Apuró el último trago de café. Se acarició el antebrazo izquierdo. Suspiró. Los ojos quedaron vacíos por un segundo. Miró a través del vidrio. Estacionó un Audi deportivo en el estacionamiento de enfrente. En los auriculares sonaba “…fue abrir y se metió en mi casa un amanecer. ¡Joder! ¡Qué bien!..” Ahora, en la entrada de GyE Co, el portero saludaba con un apretón de manos al director general. “...que porque no sale sola? Porque no le da la gana...” Levantó una mano pálida, de dedos largos y uñas cortas. Se acercó el mozo. Ella le entregó un billete. Cuando el mozo se dispuso a darle el cambio sonó un: —Está bien, que tengas un buen día. —Hasta pronto, Luna.

zandro Zás

Uruguay Blog: www.letrasquemuerden.wordpress.com Twitter: @LetrasqMuerden Facebook: www.facebook.com/zandro.zas

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arecía un día cualquiera, una mañana soleada sin importancia, pero a veces la vida nos sorprende y lo hace especial. Decidí ir a trabajar dando un paseo, tenía tiempo y la luz radiante invitaba a

ello. Dejé mi mente libre de problemas, intentando disfrutar del ambiente matutino, donde todo el mundo anda con prisas, sin darse cuenta de lo que ocurre a su alrededor. La vi venir desde lejos y llamó mi atención. Pasó por mi lado, distraída, mirando al frente, nos cruzamos sin que se diese cuenta de mi presencia. La miré, y por un segundo nuestras sombras se amaron reflejadas sobre la blanca pared. Un solo instante, un beso entre sombras y la luz de la mañana, hicieron que fuese mágica e inolvidable.

PILAR ALEJOS MARTÍNEZ

España Twitter: @1961_pilar Blog: http://versosaflordepiel.blogspot.com.es/

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ecuerdo aquella mañana con gran claridad. Mi abuelo y yo habíamos salido a comprar algunas piezas de pan para desayunar. Caminábamos de la mano por la acera contraria a donde pegaba el sol cuando nos detuvimos

súbitamente. El abuelo se había frenado con tanta brusquedad que casi caigo de cara sobre el pavimento. Se hincó a mi derecha y recogió una flor silvestre que había brotado de una pequeña jardinera descuidada que se hallaba casi a ras de suelo. Yo apenas era una niña de once años en aquel entonces, y en lugar de molestarme por la inesperada escala, me alegre sobremanera al ver que la flor que había recogido mi pariente ahora se hallaba frente a mí. Sonreí y lo abracé con fuerza. Me correspondió de la misma forma y luego dijo: ¡Sóplale, hija! Duro, para que las “esporitas” lleguen hasta lo más alto del cielo… Acostumbrada a no dudar de nada de lo que dijera mi abuelo, soplé con tantas fuerzas como fui capaz. La bella flor que hace apenas un instante estaba llena de curiosos “pétalos peludos” de color blanco se quedó vacía, desnuda, sin chiste, igual que una hierba mala de las que uno arranca en el jardín. Al ver dibujada la decepción en mi rostro, el abuelo me besó la frente y agregó: No te pongas triste, hija. Porque cada vez que uno le sopla con todas fuerzas a un diente de León, ayuda a que Carmen recorra el mundo en busca de su amado, y quién sabe, quizá algún día hasta pueda encontrarlo… Y en un segundo pasé de la decepción a la confusión, cosa que no pasó inadvertida para el papá de mi papá, que de inmediato se sentó en la guarnición de la acera y me hizo una seña para que hiciera lo mismo. Accedí tímidamente, me senté juntando los tobillos y las rodillas, e intenté ser paciente aunque había mil preguntas rondando mi cabeza. El abuelo me miró con su más amplia sonrisa y comenzó a hablar: Hace mucho tiempo, en la provincia de León, en España, hubo una guerra que enfrentó a dos poderosos reinos: los “moros” y los españoles. Estos últimos querían 105


recuperar su país, pues alegaban que los primeros se lo habían arrebatado injustamente. Fue así como estas dos grandes naciones se enfrascaron en un conflicto que duró años y años… miles de historias se tejieron entre las redes de sus batallas e intrigas, entre ellas, la de Carmen y Diego… ¿La Carmen de la flor? —interrumpí emocionada. Escucha con atención, hijita, luego pregunta todo lo que quieras. Asentí algo avergonzada y metí el dedo índice en uno de los hoyos de la rodilla que tenía mi pantalón. El abuelo suspiró sonriendo y suavemente me retiró la mano de la prenda dañada. Se sobó la barba y prosiguió con su narración: Carmen era la hija de un valiente Capitán del ejército destacado en León. Era muy simpática, inteligente y de conversación agradable, no era una belleza como su hermana mayor Isaura, pero todos los muchachos le buscaban porque no había nada mejor en los bailes que platicar con ella, aunque eso significara tener que hacerlo junto a un nutrido grupo de pretendientes. Sin embargo, ella solo tenía ojos para uno de ellos, el joven explorador de caballería Diego Márquez, uno de los hombres de mayor confianza de su padre. Se habían prometido el uno al otro estar juntos para toda la vida, y su plan era que cuando acabara la guerra, se unirían en sagrado matrimonio para siempre. Pero la vida es cruel, y la guerra en la que estaban inmersos no solo se libraba en el campo de batalla, sino también en los pasillos de los palacios, en los patios de las casas, y en las mesas en las que debían de departir las familias unidas, como la de Carmen. La joven era la hija de “en medio”, e Isaura no toleraba la idea de que su hermana menor se casara antes que ella, razón por la cual urdió un plan para evitar esa posible boda… ¿Ella era mala, abuelito? —pregunté. El bien y el mal son conceptos ambiguos, a veces los buenos hacen cosas malas y los malos hacen cosas buenas. Creo más bien que solo era egoísta, y que ese egoísmo la llevó a cometer actos de terrible bajeza: presa de una terrible ansiedad por la inminente boda de su hermana, la acusó ante su padre de haberse besado con Diego en múltiples ocasiones y en numerosos lugares, incluso algunas veces en público… 106


¿La acusó por besarse? ¡Eso no es tan malo! Yo misma lo he hecho algunas veces. Bueno, las cosas eran diferentes hace seiscientos años, y las relaciones físicas entre hombre y mujer no estaban tan toleradas como hoy en día. Además, creo que ese asunto entre tú y los “besos” no es algo que le gustaría saber a tu padre… Solté una risita nerviosa y puse los codos sobre las rodillas. Me sujeté la cara con las manos y al verme interesada de nuevo, el abuelo continúo su relato: Sin siquiera molestarse por comprobar la veracidad de las acusaciones de Isaura, el Capitán encerró a Carmen en el desván de su casa, prohibiéndole salir o recibir visitas. Dado que la muchacha alegaba ser inocente y se negaba a retractarse o disculparse por su supuesta falta, su padre la amenazó con ingresarla a un convento lejos de León, en un rincón olvidado de España, donde ni Diego ni nadie serían capaces de encontrarla. Carmen lloró desconsolada durante decenas de noches, sin saber si su amado sabía o no en donde se hallaba encerrada. ¿Y Diego se enteró de que había pasado con ella? —pregunté. Sí y no. El Capitán le reveló que la había encerrado, y que nunca más volvería a verla, pero omitió el dato de dónde. Fue así como Isaura volvió a aprovechar la situación y le dio información falsa al joven explorador: le dijo que Carmen había sido enviada en una carroza sin ventanas con destino a un convento de Algeciras, al otro lado del país… sin pensar en nada más, Diego se puso en marcha hacia aquel lejano lugar. Cabalgó días y noches enteras sin descanso, siempre con el ferviente deseo de encontrarse con su amada Carmen otra vez… ¡Pero ella no estaba ahí! —exclamé enojada. Pero él no lo sabía. Así que sin querer, presa de su deseo de encontrarse con su prometida, se alejó tanto de ella que prácticamente le sería imposible volver a verla. Satisfecha, Isaura decidió regodearse en su victoria, e imprudentemente dejó salir de su encierro a Carmen para burlarse en su cara. Cuando esta última escuchó de labios de su hermana todo lo que había acontecido durante su cautiverio, reaccionó de la forma más violenta posible y le arrojó a su hermana un candelabro con velas encendidas. El 107


fuego hizo presa del largo cabello de Isaura, y en un arranque feroz, quemó también su rostro dejándole una horrible cicatriz que le recorría de la frente a la barbilla. La hermana egoísta nunca pudo casarse debido a aquella horrible deformidad. Vivió sola hasta el fin de sus días… ¡Me alegro! —grité— Se lo tenía bien merecido, pero, a mí lo que me interesa es saber qué pasó con Carmen. El abuelo me besó la frente y me hizo la seña de que me levantara. Me sacudí el polvo del pantalón, le di la mano otra vez y caminamos con dirección a la panadería bajo los fulgurantes rayos del sol y, justo cuando iba a presionarlo para que me contara el final de la historia, el abuelo siguió con su emotiva narración: Desesperada, Carmen tomó un caballo del establo y emprendió el largo viaje hasta Algeciras, confiada en que tarde o temprano encontraría a su prometido. Lamentablemente los planes pocas veces salen como uno los quiere, y el caso de la valiente Carmen no fue la excepción; una terrible tormenta eléctrica apareció de la nada, dificultando su travesía y, justo antes de cruzar la frontera de León, un rayo cayó con gran furia sobre un árbol cercano. Su caballo se asustó y se alzó sobre sus cuartos traseros de forma repentina. Carmen cayó de espaldas al suelo. Su montura huyó despavorida, y ella, con un profundo corte en la nuca y algunas costillas rotas, fue incapaz de moverse. Quedó tendida bajo la lluvia, lanzando gritos de auxilio que nadie jamás escucharía… Algunas lágrimas invadieron mis ojos. El abuelo lo notó y las secó con las mangas de su camisa. Me abrazó y cruzamos la puerta de la panadería con el sentimiento a flor de piel. Compramos rápidamente diez bolillos, una “oreja” y una dona de chocolate para mí. Pagamos el importe exacto y abandonamos el lugar todavía con un nudo en la garganta. ¿Y luego? —pregunté cuando por fin logró salirme la voz. Bueno, pues después de la caída Carmen decidió que no podía darse por vencida, no tan fácilmente. Reunió las últimas fuerzas que le quedaban y se arrancó algunos cabellos. Los puso en la palma de su mano, luego colocó esta frente a su 108


rostro y sopló… los cabellos castaños se alzaron con el viento, ondeando entre la inmisericorde lluvia y volando lejos de ahí, muy lejos, buscando a aquel que fuera capaz de reconocerlos. ¿Diego? —dije en medio de un suspiro. Sí, mi niña, Diego… —contestó el abuelo— fue así como aquellos frágiles cabellos cruzaron bosques y ríos, montañas y praderas, pueblos y desiertos, hasta llegar al desesperado rostro de un joven explorador, que cuando los tuvo frente a él, supo a quién le pertenecían y, animado, emprendió la marcha con la esperanza de que iba a reencontrarse con su amada. ¿Y la encontró? —pregunté animada. No, hija, no… apenas unos segundos después de lanzar sus cabellos al viento, Carmen perdió la vida, y su cuerpo inerte comenzó a hacerse uno con el suelo. Fue entonces cuando un viejo dios olvidado que fue testigo de sus últimos momentos decidió darle una última oportunidad: la convirtió en una flor. Una que tuviera miles de cabellos en lugar de pétalos, una que pudiera dividirse en mil pedazos para alcanzar todos los confines de la tierra, una que pudiera viajar en el viento hasta encontrar a aquel que supiera interpretar su frágil y dulce beso… la convirtió en un diente de León, la única flor en el mundo a la que no le importa perder su belleza con tal de hacerse una con el viento, pues sabe que esa es la única forma de reencontrarse con su amado. ¿Entonces se murió? ¿Y nunca volvió a ver a Diego? —lo cuestioné enfadada. Si, murió, y jamás volvió a ver a Diego. Pero él sigue buscándola, su espíritu incansable recorre el mundo entero buscándola. Pero necesita ayuda, requiere pistas para poder encontrarla. Es por eso que soplamos sobre los dientes de León, para que esos pequeños cabellos crucen ríos, montañas y mares, y algún día, quizá no muy lejano, ayuden a que Carmen y Diego puedan volver a encontrarse, olvidando la melancolía, las traiciones y el sufrimiento, fundiéndose en un amor que los eleve al punto más alto del cielo. ¿Pero por qué no se encuentran? —pregunté contrariada. 109


Porque ambos están buscándose, y quizá su camino se ha cruzado miles de veces. ¿Entiendes por qué debemos ayudarles? Asentí con tristeza. La verdad era que me esperaba un final feliz. El resto del viaje a casa lo hice con la cabeza baja, mirando al suelo, sumida en mis propios pensamientos. Cuando estábamos a unos pasos de llegar, un pequeño diente de León pareció salirme al paso. Ahí estaba aquella pequeña flor, erguida orgullosa en una grieta de la banqueta. Me hinqué lentamente y sin cortarla, soplé sobre ella con todas mis fuerzas. Sus pequeños cabellos blancos ascendieron hacia el cielo. Pronto los perdí de vista. Suspiré y me di cuenta de que mi abuelo había puesto su mano derecha sobre mi hombro. Le sonreí y luego miré al horizonte. Parece mentira que después de tantos años todavía recuerde con precisión las palabras que dije en aquella ocasión: Vuela Carmen, quizá hoy sea tu día de suerte…

Daniel Abrego

México Facebook: https://www.facebook.com/loscuentosdevientodelsur/ Twitter: https://twitter.com/Viento_del_Sur1 Blog: https://vientodelsurweb.wordpress.com/

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Todos los años los carnavales son de celebración, de permisividad, de descontrol, de máscaras, de carrozas, de disfraces, de desfiles, pero este año, además fueron

A continuación los mejores

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PLAN FALLIDO Alina se despojó del disfraz de Gatúbela, entallado a su cuerpo. Impotente, con los ojos anegados de lágrimas y tristeza, pensó en su plan de conquista en la fiesta de carnaval del Gym. ¡Su famoso plan no había surtido efecto! Julián solo tenía ojos para Nadia, a quien todos consideraban tan poquita cosa, bajita, pelo corto y hasta feíta. ¡Pero así es el amor! Su flecha va dirigida a cualquier desprevenido y no se detiene hasta conseguir su objetivo: ver sangrar el corazón. Recordó el refrán de su abuela, “la suerte de la fea, la bonita la desea”.

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DISFRAZ La vieron mezclarse en el desfile, la oyeron gritar. Nadie hizo nada, creyeron que sus heridas eran disfraz de carnaval.

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El impostor se acercó y dijo “ojalá disfrutes la fiesta”. No le creí una palabra, yo llevaba mi propia máscara. Era carnaval. 112


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EL DÍA QUE MURIÓ EL CARNAVAL El automóvil colisionó con la carroza principal. La reina y varios comparsistas murieron en el acto. Aquel febrero, junto con la reina, la gente de aquel pueblo enterró el carnaval para siempre.

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AMOR PROHIBIDO Miradas furtivas se intercambiaban dos jóvenes cada carnaval, pero ninguna palabra salía más que la música de la orquesta. Ese año el chico quiso romper la barrera que los separaba, pero ella huyó hasta que desapareció al amanecer por culpa de una maldición, dejando tras de sí su máscara en un escalón como símbolo de su amor prohibido. La vio su enamorado y quiso guardarla durante un año, pero entonces se desvaneció susurrándole una caricia en los labios.

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Carnaval de sentimientos que bailas en mi corazón, oculto tras la máscara del olvido, mi amor quedó.

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Fotografía de Andrés Galindo

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AQUEL DÍA ANUNCIADO Comenzó a despertar con lentitud. Por culpa del ruido que venía de afuera. Él creía que se trataba del típico alboroto de los autos y de construcción, que eran habituales durante las mañanas. Pero al darse cuenta en su celular que eran las tres de la mañana, se extraño mucho. Así que, se levantó para dar un vistazo sin abrir por completo las cortinas. Lo que descubrió lo dejó sin palabras. Observó un carnaval por la calle y la acera. Uno desquiciado que revelaba el amanecer de una nueva y retorcida especie.

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HOMBRE SIN ROSTRO Cuando finalmente estuvo a solas en el callejón con el hombre de la capucha quiso conocer su identidad. Él solo le permitió tocar su rostro. Ella había visto su perfil extraño durante los fuegos artificiales de esa noche de carnaval. Luego había sentido su respiración agitada mientras estaban abrazados entre la multitud. Sus dedos se deslizaron en las sombras. Cicatrices, protuberancias, una sensación viscosa. Comprendió entonces su error. El hombre con el que había bailado durante toda la noche no tenía una máscara puesta.

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Se conocieron un sábado de Carnaval, en el baile organizado por la Sociedad de Fomento. Para ella, un deslumbramiento. Para él, una conquista más. Le robó un beso y le pidió la dirección para encontrarse el sábado siguiente. La sonrisa no vio la mueca ni el guiño cómplice de una broma de mal gusto. Ella compró la tela y cosió un vestido nuevo. Lo estuvo esperando varias horas, frente a la ventana, con el celeste estrenado sobre su cuerpo. En la semana se enteró, que ese sábado, él se había casado.

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LAS MASCARITAS Los fantasmas de sábanas viejas y las caretas corren con agua y espuma. En un colchón de papel picado, Momo convoca a ufanas mujeres semidesnudas. El jorobado y el panzón, pelucas y prima donnas. La más linda del lugar. La carroza ya no es para la reina, la banda morada de satén, se usa en otras coronas, las serpentinas vienen en otras formas y provocan ululantes aullidos. La murga continúa, aletargada, ondulante. No es fácil moverse al ritmo de la comparsa, ahora que la mascarita se convirtió en máscara.

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Fotografía de Andrés Galindo 117


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MÁSCARAS Ella le gustaba, pero que fuera su doctora bloqueaba cualquier posibilidad de encuentro. En carnaval fue a un baile de máscaras. Vio entre las mujeres a una que, pese al disfraz y la máscara, le recordó la silueta de la doctora. El tatuaje sobre uno de sus brazos desnudos confirmó que era ella. Bailaron y bebieron toda la noche. El alcohol los indujo a más, en un sector oscuro y apartado, sin quitarse las máscaras. Cuando volvieron a verse, él pensó que ella ni se imaginaba que habían estado juntos. Ella dejó que él pensara lo que quisiera.

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Quisiste conmoverme con tu máscara de tristeza, pero tu pícaro carnaval lo llevabas por dentro. Hasta de la más mínima tontería, hacías un carnaval. Ahora que en verdad tienes motivos de celebrar saboteas la alegría. No sabrás de los que todo el año cargan sus máscaras de alegría y en carnaval se ocultan para no mostrar su agonía.

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Carnaval de risas y poses, pero al caer las máscaras se ven los rictus de rabia y el hambre lasciva que nunca se acaba.

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CARNAVAL —De acá es fácil escaparse. No tanto como de una cárcel narco. La ventaja es que te dejan, no les interesa, no es su responsabilidad. Acá, lo único que importa es que no se maten entre ellos, nada más. Y nos sacan a pasear. Siempre nos llevan a los corsos de Borles por ejemplo. Todos los años. Una vez fuimos como veinte, o casi treinta éramos, no me acuerdo bien. No te imaginás. Volvimos más de cuarenta. Es que cuando te encontrás con amigos te das cuenta de que los extrañás. Después, poco a poco, se van escapando de nuevo.

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Ella, sentada en el parque lejos del ruido del desfile del carnaval, leía un libro en solitario, eso creía ella.

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Fotografía de Andrés Galindo

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EN VENEZIA En Carnaval, desprevenidos turistas se internan en calles oscuras y solitarias. Ella los espera, bebe toda su sangre.

DESDEÑADA Asistió al baile de carnaval. Esperó en vano que le pidieran una pieza. Resentida provocó el fuego, bailarían con ella en el más allá.

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Llegó tarde al carnaval. Y el disfraz de normalidad se apoderó de sus días y una máscara gris cubrió su corazón.

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No sabrás... Tras mi máscara hay un pasado. En Carnaval pinto mi cara. Estoy libre para expresarme.

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Gran cantidad de personas se encuentran disfrutando del Carnaval. Mientras tanto la policía recorre las calles, segura de que entre los disfrazados se encuentra el asesino que están buscando. En una de las tantas callejuelas hacen que un grupo de sujetos levanten sus máscaras para verle las caras. Un integrante de la caravana aprovecha la distracción, y corre desapareciendo en medio de la multitud antes de que puedan apresarlo. En esos momentos las comparsas están desfilando por los alrededores a la par que arrojan harina y reparten albahaca. ¿Era el asesino? La nube de sospechas queda en el aire.

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SALIDA DE FEBRERO La noche es perfecta, las luces del carnaval son potentes, la gente copa la calle con sus insidiosas máscaras. Me encanta celebrar el día de San Valentín del mismo modo cada año. Ella es adorable, me hace seguirla, alcanzarla, seducirla, llevarla conmigo hacia mi casa, cercana al bullicio y relumbres. Es genial sentirse así, tan pleno, contento; la experiencia ha sido fabulosa, evaluaré si disfrutarla más a menudo, no solo anualmente. Todos caen rendidos, como ofreciéndose, cada cual más bello. Antes de deshacerme del cadáver, pongo el órgano ensangrentado en la caja donde está mi preciosa colección de corazones humanos.

CARNAVAL LUMINOSO He empezado «Dark Carnival», de Ray Bradbury; no solía leer en inglés, pero quise fascinarme con los textos en su idioma original. Relatos como «The Jar» me estremecieron; otros como «The Lake» me asombraron; algunos como «The Crowd» me resultaron inquietantes; y estuvieron los que me aterraron, por ejemplo, «The Wind». Las narraciones cobraban vida alrededor mío creando su propia fiesta, su carnaval oscuro, danzaban y gozaban al sentirse apreciadas. Solo dormirían cuando yo cerrara el libro; al retomar la lectura, las historias volverían, divertidas, maravillosas, a seguir celebrando en un mundo al cual podemos acceder quienes usamos la imaginación.

EL OTRO FESTEJO Miré por la ventana de mi cuarto de hotel, la gente celebraba el carnaval en las calles. Música y algarabía. Pensé en unirme a la fiesta, pero mi mente era un vendaval de 122


ideas, tenía mi propio carnaval dentro de mi mente: personajes de fábula: hadas y gnomos que bailaban en la habitación; un dragón, una guerrera y un príncipe; una travesía asombrosa buscando una reliquia mágica. A mi lado saltaban de alegría toda clase de seres: una bruja, un sapo encantado, un ave fulgurante. Sin darme cuenta, escribí toda la noche. Al amanecer, en las avenidas, la celebración continuaba...

EL ROSTRO DE LA CAZA Lo busco desde hace mucho, mató a un ser querido y tenía que pagarlo con su vida. Mis pesquisas me llevaron al carnaval, había encontrado su rastro, no lo dejaría escaparse. Lo pude distinguir entre monstruosas máscaras, solo yo conocía su rostro y era obvio que se hallaba camuflado. Su cara era verde, de aspecto batracio, ojos saltones, boca grande, moteada calva; se sorprendió al verme; quiso huir y disparé. La gente se alejó asustada. Por fin había acabado con ese engendro. Me reí cuando vi que intentaban sacarle la máscara sin conseguirlo. ¡No lleva máscara, tontos! ¿No lo ven?

LIBERACIÓN FESTIVA No más caretas, se dijo. Era carnaval, la fiesta más grande de Lima. Muchas veces las máscaras esconden lo que en verdad somos, una celebración como esta era la oportunidad perfecta para mostrarse tal cual, pues se hallaba escondido bajo un disfraz que había llevado muchísimo tiempo. Bailando de alegría, saltando y cantando en el centro del escenario, decidió enseñarle su verdadero rostro al mundo. Se quitó su máscara, su disfraz de hombre; el ogro se sintió contento cuando otros danzaron con él, nadie se percataba de que era un ser fantástico. Mejor dicho, sí, todos se percataron de ello.

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Twitter: https://twitter.com/_MisterStrange

En aquel pueblo, el carnaval llegaba cada año. Muchos lo esperaban con las maletas en la puerta y las máscaras puestas.

Twitter: @osdesbordados

Santa Fe. Barrio Candiotti Norte. Ninguna plaza cerca. El carnaval y la quema del Rey Momo. Febrero, creo… ¿O marzo? La melodía brotaba de los patios; húmedos e insoportables sobre la muerte de la tarde. Nunca aprovechamos esas cumbias tan sonadas, porque bailar era vergonzoso y estaban todos los vecinos mirando. Entonces, éramos niños. Un momento importante por hermoso: Nos olemos en silencio; temerosos. Movemos nuestras piernas inquietas debajo de las mesas distantes. Hoy me arrepiento de esos espacios solitarios que podían juntarse tiernamente en una canción. 124


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