EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Nro 6 Agosto 2016

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EL NARRATORIO

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iNDICE imposibilidades FEBRERO

pablo cAZAUX 5

león salcovsky 12

Constelaciones familiares OLALLA

Frantz Ferentz 18

VERSIONES SOBRE EL RÍO moscas LA MUÑECA

NANCY AGUILAR QUINTERO 31 raúl cardillo 38

Ana María Caillet Bois 42

DEL MISMO BARRIO martingala

ANGIE PAGNOTTA 24

héctor garcía 27

EL BOTERO Mi socio

Luciano Doti 15

CARLOS M.FEDERICI 46

Sergio Gaut vel Hartman 51

EL ALARIDO DEL HIP HOP

Ana María Manceda 61

ETERNO COMO EL HIELO

daniel abrego 66

EL PUEBLO MARCHITO Eduardo Vázquez Hernández 71 UN SASTRE PARA EL ALMA CECILIA J. RAMOS MONTES 76 Corazón enfermo (Manual de Cardiopatología) Ye Eun KIM 85 la visión correcta (machu picchu) Patricio peralta 89 imposible amor Damaris Gassón 94 amina

Silvio Jovarny 99

El estorbo Daniel Zetina 101

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C

uento los pasos que hay entre la plataforma donde posabas y la cámara. Siete exactamente. Y por más que se haya convertido en un ritual que no puedo abandonar me sigue pareciendo imperioso hacerlo porque, de alguna manera, es

como estar invocándote. Vayas a creerlo o no, eso es lo que hacía todos los martes a la tarde media hora antes del encuentro acordado: invocarte, llamarte con la mente, hacer que tu presencia se concretara y permaneciera quieta esas dos horas que me tardaba en buscar la imagen perfecta, la que le hablara al mundo de vos y nunca encontraba. El contrato de alquiler se me vencía, los contratos para la muestra se vencían, mi amor por Carla tenía fecha de vencimiento. Es decir, todo se derrumbaba a mi alrededor y yo no podía hacer otra cosa que encontrar alguna vez la fotografía que te mostrase tal cual eras. No, porque tampoco era eso. Era la fotografía que mostrara tu alma a través de tu cuerpo, como quien caza tu sombra y la guarda para sí. Repito las escenas con pudor porque no quiero arruinarlas, no me gustaría que algo tan bello se vuelva banal. Entrabas por la puerta lateral, la de madera de hoja simple. Siempre mirando el piso. Subías a la plataforma y te desnudabas como un pájaro que se saca el plumaje con el pico. En tu caso era una delicia, una melodía sinfónica ver tus manos sacando la ropa y dejándola caer al azar en el piso. Y una vez desnuda esperabas a que yo prendiera las luces adecuadas (no cualquier luz, no una luz que lastimase o que mostrase por demás) y te ponías 6


como yo necesitaba. Y el secreto que nunca te conté pero que vos adivinaste apenas pusiste un pie en el estudio fue que mis indicaciones no servían, carecían de autoridad, sonaban a falsas y fingidas. Eras vos la que decidías dónde y cómo ponerte. No era yo quien retrataba tu belleza sino era tu belleza la que distraía el foco de mi cámara. Hasta que pasaban las dos horas y no sé cuantas fotos disparadas con el ansia de que esa vez lo hubiera logrado. El ansia siempre ganaba a la realidad. Después de que te vestías, mientras lo hacías, yo jugaba a desarmar los objetivos, el trípode, la música de Parker, pero en realidad te miraba. Sin ninguna otra intención que descubrir lo que no había podido hacer en dos horas sacando fotos de todos los ángulos. Quería ver si en la fragilidad de tus movimientos aparecía ese algo distinto, eso que no me podías mostrar en cada pose. Por eso empecé a seguirte cuando te ibas. Primero, a distancia razonable para ver dónde vivías. No me importaba si tenías novio o novia o vivías de tu soledad. Quería saber dónde volvías cada noche. Llegamos hasta un departamento viejo de San Telmo. Entraste con tu llave, esperé y vi cómo se prendía la luz del 4º y último piso. Corrías las cortinas, te desnudabas y te ponías una remera estirada y nada más. Lamenté ese día no haber llevado la cámara. Después las persecuciones se hicieron más intensas: dos días primero, después tres, hasta que empecé a perseguirte por toda la ciudad desde la mañana, cámara en mano, mezclándome con los turistas, comiendo en fondas y ocultándome detrás de los árboles. Nada de lo que 7


la gente dijese o pensase me importaba: había entendido que no era el confort sino el sacrificio lo que me haría ver tu esencia. Tenía que despojarme, incluso de la cámara para saber qué era lo que tenía que ver. Y te seguí de noche y de día, durmiendo con vagabundos o sólo entre cajas de cartón y corriendo el martes al departamento a bañarme antes de que llegases. Fue como volverse loco. Tenía de vos un ser multiplicado que hacía diversas cosas durante el día ¿cuál era la verdadera? ¿Dónde estaba el origen de la belleza? La mujer que salía temprano con los ojos hinchados de sueño; la que al mediodía paraba en cualquier lado para comer algo y seguir viaje; la que se desnudaba en el taller para ser fotografiada por alguien que la seguía las veinticuatro horas. Eras todas esas mujeres pero a la vez no eras ninguna. Me desanimaba cada día que pasaba. A veces pensaba en dejarte venir al taller, esperar a que te desnudes y, a punta de pistola, secuestrarte para mirarte las veinticuatro horas seguidas. A veces pensaba en abandonarlo todo, el oficio y más que eso, la necesidad de usar el oficio para encontrar lo que verdaderamente buscaba. Pero no me decidía por ninguna de las dos cosas. Un día yo estaba detrás del árbol frente a tu departamento y vi entrar al edificio una mujer de tu edad. Minutos después estaba en tu ventana, con medio cuerpo afuera señalando algo hacia el lado de la plaza. Me escondí y esperé. Volví a asomarme y las cortinas estaban corridas por completo. Vos y la mujer se estaban besando a la luz de las farolas de San Telmo. Y comprendí en ese breve acto, que vos sabías todo 8


desde el primer momento pero nunca dijiste nada. ¿Por qué? Porque de alguna forma a todos nos gusta ser observados. Esa noche volví al departamento, junté todas tus fotos y las quemé en la bacha de la cocina. No tenían sentido de ser si vos sabías de mis andadas nocturnas. Cuando ya no tuve nada y todo se había caído (mensaje de Arturo diciendo que se suspendía la muestra por falta de material; mensaje del administrador para que dejase el departamento en una semana; mensaje de Carla que se iba a Oriente con sus amigas por dos meses), cuando quedé desguarnecido y a la intemperie, volví a la idea de que el despojo y la humillación podrían ser los caminos beatos para poder ver con el corazón lo que mis ojos me negaban de forma sistemática. Me eché a llorar en el piso y a pedirte que vinieras a hacerme compañía, a que me mostrases tu naturaleza de una buena vez porque ya no podía vivir así. Te apareciste el martes con tu amiga. Yo estaba hecho un desastre: la ropa sucia y desarreglada, el pelo sin lavar y la barba crecida. No importaba. La misión no era conquistarte sino saber. Eso le daría un sentido nuevo a mi vida. Se desnudaron las dos e hicieron el amor delante de mí. Tomé la cámara pero no saqué ninguna foto. No me hacía falta. Veía a los dos cuerpos tan similares, tan parecidos, fundidos los brazos y las piernas y las bocas que ninguna foto iba a captar esa sensación de felicidad, de amor eterno. Me senté en el piso con las piernas cruzadas y esperé a que terminaran. Una vez que esto hubo sucedido, se levantaron, se vistieron y se fueron por la puerta lateral. Yo lloré cuando las vi partir, pero no de lástima sino de emoción. 9


Cuando me echaron del departamento, fui al centro con mis cosas y vendí la cámara, los objetivos, los filtros y la computadora. Las cosas para revelar se las dejé a los futuros dueños. Con el dinero encima, fui a una agencia hípica, aposté todo a un caballo y perdí. Ahora sí: estaba en la ruina y no me quedaba nada de nada. Ni siquiera mis amigos que no me querían recibir. Todos ponían excusas que a mí poco me importaban porque ellos eran parte del otro mundo, el delicado y sutil mundo del arte. Con lo que tenía me fui hasta tu departamento, toqué el botón del 4º piso y escuché el ruido de la puerta para que la abriese. Subí las escaleras para cansarme, para renegar de la comodidad hasta del ascensor. Golpeé la puerta y me abriste. Tenías una bata puesta y el pelo recogido. No importaba que viera tu desnudez sugerida, qué importancia podía tener cuando te vi a través de una lente durante dos meses. Y vos sabías que no era eso, que no quería verte desnuda sino que quería otra cosa. Pero no podías decirlo. Tu mudez de nacimiento, tus palabras vacías de contenido, el idioma gutural de los muertos en vida, todo eso hacía que no pudiéramos comunicarnos más que con los cuerpos y los deseos. Te pedí de rodillas que me mostraras cuál era la esencia, dónde debía mirarla. Te encogiste de hombros y señalaste hacia la ventana. Era verdad, el mundo se estaba viniendo abajo, la gente había tomado las calles y el presidente huía en helicóptero, pero a mí no me importaba. Yo estaba allí para descubrir el final de mi caída, o para convertir esa caída en un renacimiento. 10


Fuiste hasta el cuarto y volviste con una foto vieja, cuadrada, descolorida. Eras una niña y estabas en las rodillas de Papá Noel. Sonreías. Lo hacías de una forma tan natural, tan de las entrañas que me quedé pasmado. Eso era lo que nunca había visto: tu sonrisa horizontal naciendo como un niño. Y eso era lo que nunca había escuchado: el extraño sonido que acompañaría a esa risa. Era imposible. Por más posiciones, filtros, luces importadas y demás argucias de mi oficio, jamás podría sacarte una sonrisa así, una sonrisa que hasta podía escucharse después de veinte años. ¿Qué sentido tenía mi trabajo si detrás de cada imagen no había un sonido imaginario que la acompañase? Me levanté, te di las gracias, te besé en la mejilla y me fui. La policía reprimía en todas las esquinas. Estaban matando gente. Me saqué la camisa, abrí los brazos en cruz y corrí hacia ellos.

PABLO CAZAUX

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C

aminaban de la mano por las calles húmedas y amarillas de febrero. Las nubes se encimaban negruzcas en un cielo de tristeza. Ella desde su rubia infancia contaba entusiasmada los tiempos que habían sido y los que estaban por venir.

Preguntaba y escuchaba las respuestas monosilábicas de él, que transitaba otros recuerdos y fantasías de esos mismos tiempos, que trataba de explicarse cómo si fueron tan cálidos le dejaron tanto frío. Ella cantaba y bailaba sola, o tal vez con alguna compañera de baile inventada,

que

seguramente

la

miraba

deslumbrada

más

que

acompañarla. La vista de él se posaba en ella, sonreía y se volvía a meter en el cosmos cerrado y ausente de un ayer perdido. Pensaba y sentía, sentía y se atormentaba, cambiando recuerdos de lo que fue por anhelos imposibles. Ahí estaban los árboles, los mismos árboles enamorados y abrazados a los mismos techos de siempre, en una alianza sin tiempo, sin reproches, sin amarguras. Caminaban por las veredas apacibles, y melancólicas de un presente aislado, anónimo. Gente, siluetas, historias, todos estaban allí pero ellos andaban solos. Sus ojos cristalinos y húmedos volvieron hacia la niña, y por un momento salió de ese vaho de lejanía y soledad. Ella le tomó la mano, él no podía dominar la desesperanza que lo desmoronaba

bajo mil sensaciones de un cielo

perdido, que se escabullían en su alma, mientras ella le transmitía una dosis de paz con cada palabra, en cada confidencia, sus preguntas abonadas con la frescura en su infancia. Ella se alejó a jugar confiada, mezclándose con tantos otros chicos que volaban sin angustias, 13


custodiados por la mirada de sus mayores. Ella jugaba, vivĂ­a, mientras ĂŠl lloraba y se esfumaba en ese febrero interminable, insoportable, amarillo.

LeĂłn Salcovsky

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uentan que Horacio Quiroga mató sin querer a un amigo. Él estaba limpiando una escopeta y se le disparó un tiro. Así comenzó una historia de vida trágica que ayudó a construir el mito de escritor maldito que se ha ganado. No es que su obra

por sí sola no sea digna de admiración. Con él ocurre algo parecido a lo que sucede con Edgar Allan Poe, su historia de vida es tan interesante como su obra. Ficción y realidad se unen para consagrar a uno de los más grandes escritores rioplatenses. Quiroga estaba emparentado con la familia del caudillo riojano Juan Facundo Quiroga, “El Tigre de los Llanos”, quien a su vez provenía de familia sanjuanina. Yo, quien escribo esto, provengo de una familia sanjuanina de aquella época también. Uno de mis bisabuelos se casó en segundas nupcias, y allí en San Juan, con una mujer de apellido Quiroga. Pienso en Quiroga y en si tendremos algo en común, y se me ocurre que Misiones, el lugar en el mundo que eligió para vivir, me podría gustar. Hace calor todo el año y está el río: paz y tranquilidad para escribir, leer y disfrutar la naturaleza. Pero no sé si yo podría soportar algo así. Soy lo que se dice una rata de ciudad, y vivir alejado de la metrópolis me haría sentir perdido. Suena el teléfono. Atiendo. Es un amigo. Avisa que va a pasar por casa. Lo espero. Nada sucede por casualidad. Todo tiene que ver con todo. Lo que creemos fruto del azar es una pieza de un rompecabezas que encaja justo 16


con lo demás. Por algo sucede lo que sucede y hay cosas que se transmiten de una generación a otra. En el estudio del árbol genealógico puede estar la explicación para mucho de lo que nos pasa. Según la terapia de constelaciones familiares, aunque sea en modo involuntario, nuestros ancestros nos han dejado programados para algo. Llega mi amigo y me encuentra limpiando una escopeta. Es vieja, es una reliquia de familia y ya no recuerdo si está cargada. No sé por qué mi dedo índice jala el gatillo; sí sé que lo hago en modo involuntario. Del pecho de mi amigo, que ahora está tirado frente a mí, comienza a manar abundante sangre. Entonces pienso en los Quiroga de San Juan, en su relación con mi bisabuelo y el posible parentesco político con el escritor, y en las constelaciones familiares que son como un sino.

LUCIANO DOTI

Argentina http://lucianodoti.blogspot.com Twitter: @Luciano_Doti

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O

lalla era una mujer llena de desamor, desencantada de la vida, pero siempre soñadora. Tenía los ojos oscuros y el cabello negro, su estatura era más alta del habitual en las mujeres de su entorno. Vivía en una ciudad andina donde los cóndores a

veces se dejaban ver. Como tantas mujeres de su tierra, se casó joven y sufrió la violencia del macho durante décadas. Sin embargo, las mujeres de su generación habían empezado a zafarse de aquellos hombres-machos y se dispusieron a luchar por su libertad. Libertad, sí. Y libertad significaba divorcio y cargar con todos los gastos familiares, los del ex incluidos. Olalla era una de aquellas mujeres. Con su trabajo apenas podía afrontar todos los gastos. El ex-marido no daba un centavo de pensión, nada. Pero ella era fuerte, era una de esas mujeres hechas a sí mismas… o casi. Mientras, se había enamorado del Chingo, cinco años mayor que ella, de la capital, en los últimos años de su infierno de matrimonio. Él era un hombre casado en el que ella se había apoyado. Él fue su fuerza y la ayudó en aquel horrible proceso de divorcio. ––Cuando yo me divorcie, ¿dejarás a tu mujer y te vendrás a vivir conmigo? ––preguntaba ella. Él le acariciaba el cabello y la besaba dulcemente en los labios. Cuando ella al fin se divorció, él no dejó a su mujer, aunque siempre había dicho que no la amaba, que ella, Olalla, era su verdadero amor. 19


––¿Por qué? ––le preguntó ella. ––No es el momento ––dijo él––. Ahora te toca ocuparte de tus hijos. Te necesitan. Ella amaba a aquel hombre, pero él le había roto el corazón. Sin

embargo,

unas

semanas

antes

había

comenzado

a

intercambiar mensajes en las redes sociales con un extranjero. Era un europeo. A Olalla le gustó enseguida, le gustó su manera de expresarse, su sensibilidad ––era músico aficionado– y hasta se reía de las fallas que cometía cuando se expresaba en la lengua de ella, una lengua extranjera para él, pero que a él le gustaba usar. Se llamaba Pierpaolo y le había dicho que algún día iría hasta el país de ella para conocerla personalmente. Los dos compartían el gusto por la música. Olalla necesitaba un confidente. Así, tras varias semanas de intercambiar mensajes, ella le contó su dolor. Él escuchó atentamente, ni interrumpió para preguntarle por el significado de expresiones o palabras que desconocía. ––Él no te ama, o no te ama lo suficiente y no tiene coraje para dejar todo e irse contigo ––fue la conclusión de Pierpaolo. Ella supo que él tenía razón. Aquella noche, mientras escuchaba Chopin bajo la luz de las estrellas en el balcón de la casa de sus padres, donde había tenido que irse a vivir tras el divorcio por haberse quedado sin casa, se puso a pensar en Pierpaolo y en la promesa que él le había hecho de ir a visitarla algún día. 20


Mientras daba sorbos a su café instantáneo, pensaba en el encuentro con él. Antes habrían intercambiado miles de mensajes, no solo escritos, también de palabra. Ya había oído su voz dos veces, sonaba divertida, juvenil, aunque él fuera mayor que ella. Su acento extranjero aumentaba su encanto. Se imaginó que él vendría en primavera. Ya le había dicho que lo presentaría a sus padres. Adoptarían un gato, sí, porque ella siempre había querido tener un gato, pero ni a su ex ni al Chingo les gustaban los gatos. Además, el día de la llegada de él, vestiría algo ligero, algo que permitiera mostrar que ella era mujer muy linda, que su cuerpo era deseable. A él, ella le gustaría físicamente al instante. Ella ya le había dicho que no era mujer fácil, pero para él… para él aquella primera noche ya habría sorpresa. Sabía que a él le gustaría el sexo con ella, porque las mujeres de su tierra saben usar el sexo muy bien para hacer que los hombres se sientan ángeles. Y se llevaría a Pierpaolo a pasear por la ciudad. Él se quedaría fascinado con todo. Miraría a las jóvenes bonitas que por allí habría. Olalla tendría que estar muy atenta. Tendría sexo con él todo el tiempo para que no pensara en otras mujeres. Y le vigilaría el móvil. Sí, estaría muy atenta a su móvil para descubrir si se escribía con otras mujeres. Desgraciado de él si lo hiciera. Lo peor es que él diría que necesitaba su libertad. Ella le diría: ––Eres como todos los hombres. 21


Él querría entonces acariciarle el rostro, pero ella se alejaría de él. Tal vez él viniera con flores. Pero la herida ya estaría hecha. No confiaría en él. Y así, tras dos semanas, él tomaría un avión de vuelta y ella sería solo una historia de él, mientras ella soportaría que su corazón se volviera a romper. De hecho, él se llevaría consigo el gato que adoptaron, porque ella no resistiría verlo correr por la casa, solo le traería recuerdos de él. Sí, ella estaba segura de que sería así. Conocía muy bien a los hombres. Si alguien tenía que perder en aquella historia, que fuera él, pensó Olalla mientras se terminaba el café. Porque ella continuaría gozando de la música en su soledad bajo las estrellas. Al día siguiente, sin previo aviso, Pierpaolo se encontró con que estaba bloqueado en los programas de mensajería instantánea que compartía con Olalla y hasta el número de teléfono de ella le resultaba inalcanzable. También estaba bloqueado en el perfil de ella en las redes sociales. No tenía ningún acceso hasta ella. No entendía nada. Intentó releer los mensajes antiguos para encontrar cuál era la causa de aquel comportamiento de Olalla. Nada, no encontró nada que le diese pista alguna. Se limitó a encogerse de hombros, no estaba para paranoias. Desconectó el ordenador y salió de su estudio. Echó en falta entonces a su verdadero amor, su ukelele. Fue a buscarlo a su cuarto. Cuando fue a sacar el ukelele del estuche, lo que de él salió fue un gato, aparentemente un gato callejero, vagabundo, que le había destrozado todas las cuerdas del instrumento. 22


Frantz FERENTZ

EspaĂąa Facebook: https://www.facebook.com/frantz.ferentz

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A mi Fogwill de Boedo, Tommy.

D

e pronto me despierto del coma. El olor a encierro me ha curado. Veo mis manos y noto que no tengo más que vendas que cubren cada centímetro de mi piel hasta dejarla inmóvil o eso pienso al intentar moverlas. Miro a la derecha y veo un

botón sobre una mesita de roble repintada de blanco aceituna. Con las manos así no puedo hacerlo; no puedo extender mi brazo hacia la mesa. Desisto. Grito, pido ayuda. Grito lo más fuerte que puedo a la espera de una esperanza absolutamente inútil: que una enfermera me asista. Imagino que estoy en un Hospital público de pésima atención pero después de unos segundos miro a mi alrededor y noto que soy el único en la habitación y veo, además, un led a medio prender del que no escucho el sonido, ¿esto anda, o no? Pienso, me digo. Sigo mirando la habitación y las paredes están plastificadas, como laqueadas, cubiertas con un empapelado que a mi gusto es horrible pero que, sin embargo, noto que combina con las sábanas que tengo y el tapizado del sillón de corderoy que está a mi costado. La enfermera no llega. Sigo mirando mis vendajes, trato de recordar y no puedo. Miro mis manos firmes, tiesas, tullidas ¿qué me pasó? Nadie aparece. Miro las ventanas para ver si es de día o de noche pero no logro distinguirlo. No tengo nada cerca que me diga nada, pero tengo conectados unos tubos y unos cables que, presumo, son vitales. Nadie viene. El techo es bastante alto y aunque no 25


puedo ver bien porque siento la espalda cansada, la cama está bastante alta del piso. Delante de mí veo un escritorio con un pequeño ramo de fresias. Pienso entonces que las fresias solo se venden en primavera pero no puede ser septiembre, era verano. Recuerdo algo vago, extraño, lento. Me veo embarcado. Me veo naufragando en el Río de La Plata. Sigo solo. Naufrago. El río nunca estuvo tan picado. Es de noche y estoy en el río. Hace frío, bajo a las cuchetas a buscar un abrigo. Estoy perdido en mi cabeza. La enfermera no viene. Grito de nuevo pero, ¿me escucharán? En la televisión veo algo del Papa y de una visita a Cuba. Estoy naufragando, de nuevo. Vuelvo a la cubierta del barco, ¿o eso fue antes de bajar? Nadie viene. Náufrago. Veo el rostro mudo de Melisa. La veo en el puerto, caminando por el muelle o, más que verla, siento su pelo perderse en el viento y entonces veo el contorno de sus ojos. Veo sus ojos llevándose todo el río. La veo. Nadie viene. Ya no grito. Salgo del río pero el viaje termina, otra vez, termina; no hay terreno donde anclar.

Angie Pagnotta

Buenos Aires, Argentina. Facebook: https://www.facebook.com/Angie-Pagnotta-185943934842163/?fref=ts

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I

smael A. Hopkins, el antropólogo más controvertido de los últimos tiempos, estudió durante años la relación histórica entre el hombre y la mosca. Producto de sus esfuerzos

podemos citar dos obras colosales: por un lado, su tratado de once volúmenes Sobre la influencia de las moscas en la vida social y espiritual del Homo Sapiens y sus ancestros, donde describe de qué modo este insecto inspiró verdaderos sistemas culturales y religiosos, que en muchos casos sentaron las bases de algunas de las civilizaciones más poderosas de la Edad Antigua; y por otro lado, el libro de divulgación Las moscas del Señor, un intento de giro copernicano lleno de ejemplos que buscan demostrar, de manera contundente, que estos dípteros son en realidad nobles y dignos del más acérrimo respeto. Cada uno de los tomos de Sobre la influencia..., fruto de una investigación meticulosa y de un trabajo científico impecable, se encuentra impregnado de incontables datos reveladores. Allí mismo se habla del culto a Baal-Zebub, el Señor de las Moscas, muy difundido entre ciertos pueblos de Asia Menor y del norte de África. Los adeptos se reunían y danzaban alrededor de ciclópeos ídolos de arcilla, imitando el revoloteo de la mosca en torno a un cadáver, para reforzar vínculos con el plano inmaterial de sus existencias, ya que veían en la aglomeración de estas criaturas la manifestación incorpórea o los remanentes del alma de lo que alguna vez fue un ser vivo. Si deseamos indagar más profundamente en el origen de este tipo de costumbres, debemos remontarnos a los albores de la humanidad. 28


Hopkins, tenaz defensor de la hipótesis de que fue el Homo Habilis el primer primate en desarrollar el sentido de lo espiritual, encontró evidencia de que algunos de estos homínidos veneraron a la mosca como deidad relacionada con la Vida, al notar el surgimiento de larvas sobre diversos tipos de materia orgánica en descomposición, anticipándose en varios miles de años a la aparición de la teoría de la generación espontánea. Pero también existen indicios de que, simultáneamente, otras tribus asociaron a este insecto con la mismísima Muerte: el conjunto de moscas que rodea a un cuerpo inerte y putrefacto trabaja en él para llevar el alma al Más Allá. «Vemos que el hombre consideró a la mosca, entre muchas otras cosas, como su primer Dios de la Muerte y como su primer Dios de la Vida. Dos aspectos de la Naturaleza tan antagónicos proyectados sobre un único objeto de culto; ¿no es esto prueba suficiente de la importancia que han tenido estas criaturas en la historia de la humanidad? ¿No resulta por lo menos execrable, entonces, que el género humano, haciendo caso omiso de estos hechos, haya terminado vilipendiando y persiguiendo por tanto tiempo a tan ilustre especie?», escribiría posteriormente el destacado investigador en Las moscas... Sin embargo, todos saben que su ardua tarea no fue bien recibida en el ámbito científico mundial. Famoso es el altercado que protagonizó en el Séptimo Simposio Internacional de Especies Extintas. 29


—Vamos, amigo, tanta espiritualidad no borra ni justifica la masacre que exterminó a los humanos hace tres siglos. Sólo ha conseguido dejar en claro que las moscas, además de ser bichos desagradables, son de lo más vengativos —le espetó un colega odonato en medio de una acalorada discusión. Hopkins, molesto por el improperio, zumbó dos o tres injurias y voló raudo en busca de algo dulce con que entretener sus velludos palpos maxilares.

HÉCTOR GARCÍA

Argentina Facebook: https://www.facebook.com/leonidas.wolframio Twitter: https://twitter.com/Tweeturri

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C

lotilde había muerto. Mariana, su única hija de veinte años, se sintió más desamparada que nunca. Habían transcurrido catorce años desde aquella tarde calurosa del mes de abril

cuando su madre la llevó a conocer el circo que días antes se había instalado en las afueras del pueblo. Mariana, una niña de apenas seis años, demasiado alta para su edad, recordaba perfectamente los acontecimientos de aquel día, grabados en su memoria para siempre, como si el tiempo se hubiese detenido en una imagen persistente. Ese día maravilloso y grandioso, su madre le compró su primera muñeca. Era preciosa, con rizos dorados y vestido azul y blanco, con zapatos y todo…y al moverla decía “mamá”. ¡Qué sueños e ilusión para una niña acostumbrada a la soledad! De pronto su pequeño mundo triste y limitado a las paredes de su casa se amplió con una nueva esperanza. Su madre, una mujer endurecida por el trabajo y los desencantos de la vida, nunca se había preocupado por esas nimiedades de los juguetes como ella decía, a los cuales consideraba un gasto innecesario. Fue la tarde más feliz de la niña. Los payasos, los trapecistas, el enorme oso que hacía llorar con sus gruñidos al niño pálido sentado delante de ellas, fueron atracciones secundarias comparadas con la inmensa alegría y satisfacción que sentía al acariciar su muñeca. Al terminar la función su madre le compró una enorme chupeta roja que Mariana saboreó con verdadera delicia de regreso a su casa. Vivía Clotilde con su hija y una prima lejana llamada Evarista, que le servía de compañía y a la vez le ayudaba con los quehaceres domésticos, en una pequeña casa situada 32


en las afueras del pueblo, pintada de blanco con techos rojos y un hermoso jardín en contorno. Esta casa y una pensión vitalicia que ella cobraba cada fin de mes, fue el único patrimonio que le dejo su marido al morir. Como ésta apenas alcanzaba para subsistir, Clotilde, mujer emprendedora, estableció en su casa una pequeña dulcería que ocupaba casi todo su tiempo y cuyos ingresos le permitían cubrir los gastos del hogar, colegio de la niña y algún que otro pequeño lujo. Ese contacto amoroso que debe existir entre padres e hijos, sobre todo en la infancia, no existió nunca entre ellas. Clotilde se levantaba al despuntar el alba para atender su pequeño negocio de dulces, dejando todas las otras labores hogareñas en manos de su prima, incluyendo el cuidado de la pequeña Mariana, que pasaba la mayor parte de la tarde, después de regresar de la escuela, jugando sola en su cuarto. Fue este aislamiento de la madre y el poco compartir con otros niños, lo que forjó la personalidad solitaria y taciturna de Mariana. Recordaba ella el día que Evarista entró sofocada en su cuarto la tomó en brazos y corriendo la llevó hasta la puerta para que viera el desfile de payasos, trapecistas, bailarines y animales del circo que había llegado al pueblo unas horas antes. Pasaron los días y la niña esperó con paciencia, sin atreverse a pedirlo, que su madre la llevara al circo, que ya de antemano la emocionaba. Qué angustia e incertidumbre sentía el alma de la niña esperando el gran momento. Este llegó un sábado cuando Clotilde ordenó a Evarista que la vistiera porque irían a la función vespertina del circo, que desde tempranas horas un camión con su parlante invitaba a 33


los residentes del pueblo a la función de la tarde ya que había un descuento de la mitad del precio de la entrada. Ese fue el día, grandioso para ella, en que su madre le compró la muñeca. En la noche se durmió más temprano que nunca, abrazada a ella, considerándola su tesoro más preciado. Esa noche tuvo sueños anhelados, su madre amorosa jugaba con ella. Como sucede en todos los sueños, siempre hay un despertar. Para Mariana ese despertar se transformó en una pesadilla de la cual no había posibilidades de escape. Su miedo, aunado a la impotencia de no poder protestar ante una madre excesivamente rígida e imperiosa, se convirtió en terror frente a la realidad que se presentaba ante su alma impúber, sedienta de afecto. Su muñeca, su tesoro, con la que había jugado tan feliz la tarde anterior, estaba colocada cuidadosamente encima de la repisa de su cuarto, inalcanzable, lejana. Acostumbrada a reprimir sus emociones y sentimientos delante de su madre y de cualquier persona mayor, esta vez el dique se rompió fluyendo a caudales. Lloró hasta el atardecer, pero su madre ocupada como estaba en los preparativos de los dulces, apenas si se dio cuenta de su llanto. La decisión estaba tomada. La muñeca se quedaba donde estaba por órdenes de su madre. Según ella, lucía mejor en la repisa que en las manos de la niña, ya que ésta podría dañarla, ensuciarla y perdería su encanto. Desconociendo totalmente la naturaleza infantil, Clotilde no comprendía que precisamente el encanto de los juguetes está en las manos de los niños. Los años fueron pasando y Mariana se convirtió en 34


una hermosa joven, que sólo tenía contacto con su madre, ya que ésta le había prohibido todo trato con personas de su edad. Evarista se marchó un día sin dar ninguna explicación y sólo ella y su madre compartían los momentos de soledad y de tristeza. A los veinte años no había tenido novio, ni siquiera un amigo y sus perspectivas de la vida terminaban en la puerta de su casa. Cuando su madre enfermó de gravedad, sólo el cura del pueblo solía visitarlas, no porque sintiera afecto por la enferma, que nunca fue ni siquiera a misa, sino por un alto sentido de la caridad. Murió Clotilde una fresca mañana de primavera, sin haber exhalado un solo quejido, rígida y autoritaria como fuera durante toda su vida. En su lecho de enferma le hizo jurar a Mariana que no lloraría ni se lamentaría por su muerte y mucho menos delante de sus vecinos, ejerciendo con ello su control sobre la joven aún después de muerta. El cura Nemesio y algunos vecinos se hicieron cargo de los preparativos del funeral, ya que Mariana después que su madre recibiera la extremaunción no volvió a pronunciar palabra. Al regreso del cementerio, algunas vecinas la acompañaron por un rato y luego una a una se fueron marchando comentando sobre el incierto futuro de la joven, sin parientes cercanos ni amigos que pudiesen estar con ella en estos aciagos momentos. Verdaderamente estaba sola en el mundo. Su mente no atinaba a pensar ni organizar sus ideas. Se sentía desamparada y con miedo. Cerró puertas y ventanas refugiándose en su dormitorio con la mirada perdida fija en el techo. Aterrorizada, sin encontrar una vía de escape que la librara de la prisión en que la mantuvo sometida su madre durante toda 35


su vida. De repente su memoria se remontó hacia el pasado y los recuerdos comenzaron a fluir suavemente. Se acordó de su muñeca, su tesoro. La puerta herméticamente cerrada durante tantos años se abrió de pronto de par en par. Mariana se levantó del lecho y comenzó a buscar por toda la casa a su tesoro, su aliciente, su refugio… ¿Dónde la pondría su madre, Dios mío?...Ella que tenía la manía de guardar tanto las cosas que después no sabía dónde estaban. Los pensamientos se agolpaban dentro de su cabeza. Recordó el día que su madre guardó el costurero y luego no lo encontró. Ese día fue al colegio con el dobladillo de la falda descosido. Buscó desesperada, registró todos los rincones de la casa, anhelante, transformada totalmente por la emoción. ¡Su muñeca! ¿Dónde la guardaría su madre? Ella sería su salvación, estaba segura que de encontrarla la calma y la felicidad volverían a ella como aquel día remoto cuando su madre se la compró a la señora gorda de pelo azabache, en el bazar del circo. La casa era un caos, todo revuelto, en desorden, todas las cosas tiradas al piso. Se sentía liberada, como si un gran peso se le hubiera quitado de encima. Total, su madre no estaba para regañarla o llamarle la atención. Después se ocuparía ella de arreglar

todo-

ya

habrá

tiempo…De

pronto

¡qué

emoción,

qué

felicidad!..Escondida en la parte más alta del armario, detrás de unas sábanas, estaba su muñeca- ¡su preciosa muñeca! Con una emoción casi febril la abrazó y besó, llorando intensamente, con un llanto nervioso y alegre a la vez. Se encontraba un poco maltratada, no por el uso, sino por estar guardada tanto tiempo. Un poco despeinada y el vestido azul y 36


blanco lleno de polvo y moho. Qué importancia tenía esto con la inmensa alegría de hallarla. Ya se ocuparía de peinarla y hacerle muchos vestidos, todos con telas muy brillantes y coloridas. Sería la muñeca más linda, despertaría la envidia de todas las niñas del pueblo, las cuales desearían jugar con ella. Para Mariana en un instante todas las otras cosas ocuparon en su mente un lugar secundario. Lo más importante para ella en estos momentos era la recuperación de su tesoro, su linda muñeca y que ya nadie se la podría quitar. Ahora sí estaba dispuesta a luchar, a defenderla, si había alguien con la idea de separarla de ella. A los tres días los vecinos alarmados llamaron al padre Nemesio para informarle que les parecía muy extraño que la joven no hubiese salido de la casa y tuviera puertas y ventanas herméticamente cerradas. El sacerdote solicitó una orden judicial para abrir la puerta y poder entrar. Dentro de la casa todo estaba fuera de lugar. Mariana en su dormitorio, sentada en el piso abrazando a su muñeca los miraba asustada con los ojos desorbitados, dispuesta, ahora sí, a defender su tesoro hasta la muerte.

Nancy Aguilar Quintero

Venezuela Blog: incongruenciaschachiblog.blogspot.com Twitter: @aninagat11 Facebook: www.facebook.com/nancyaguilarquintero

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38


E

l Pastor me ayudó en estos nueve meses que pasé en la granja. No lo hubiera logrado sin su palabra y su atención. Muchos fallan, desaparecen de la noche a la mañana, abandonando el tratamiento.

Hasta dejan las escasas pertenencias permitidas. Yo perseveré hasta el final poniendo de mi parte toda la voluntad. Abriéndole mi corazón al Pastor, entregándole mi alma. Al Señor, me corregía. Sí, así es, pero quién trajo la Luz fue él, el Pastor. La terapia consiste en muchas charlas, grupos y la introducción de cambios en la conducta y las creencias. Esto significa lo que uno piensa, ya que el tema religioso se soslaya a pesar de ser un pastor quien dirige el lugar... Sólo al final, próximo al egreso, uno puede optar, si así lo desea y lo siente, por profundizar los temas espirituales. Así en mi caso, muy tardíamente revelé la oscuridad de mi corazón, mi afición por el Heavy Metal, por los grupos oscuros, satánicos. Fue entonces cuando el Pastor trabajó activamente sobre mi alma, convirtiéndola, adueñándose de ella, salvándome. Llegó el día en que abandonaría la granja para volver a Buenos Aires. Cruzaría el río para llegar hasta la estación terminal de ómnibus. El Pastor, como si hubieran sido pocas las amabilidades, me acompañó. La pequeña lancha que hacía un servicio entre islas, por algún motivo no apareció. El joven que solía conducir el bote tampoco. El Pastor me llevaría. Me deshice en agradecimientos. Sonreí. 39


—No sabía que manejaba estos bichos Pastor. —Pero por supuesto, siempre he sido botero, diría que soy EL BOTERO —rió alegre a su vez. No tuve miedo al agua, confiaba en él, mi alma era suya. La tarde era un crepúsculo incendiado y luminoso. Iniciamos el viaje. Casi a mitad del río el sol desapareció, cayendo la noche oscura como la luna nueva. Creo que era un fenómeno común en el litoral. Yo veía tan negro el río como el cielo, sin reconocer orilla alguna. Sintiendo apenas el rumor lloroso de la brisa entre los invisibles árboles. El Pastor sacó una especie de farol halógeno, a pilas o batería. —No tengas miedo, llegaremos enseguida, tenemos luz, siempre la llevo. El juego entre las sombras densas y esa luz blanca, parecía modificar el rostro del Pastor. Su tez se hacía más morena. Sobre la frente, las entradas de sus cabellos se acentuaban, dando lugar a la aparición de dos protuberancias que hubiera jurado, crecían. La cola, roja y larga, rematada en un triángulo, se apoyó sobre mi rodilla, tan suave como una caricia. —Te he venido observando, siguiendo y protegiendo hasta elegirte. Es el momento que pertenezcas a tu Señor. —Si Luis...perdón, Pastor Luis...Zifer —respondí con emoción, excitado, mientras mis ropas caían en la nada y ÉL, con dulzura me poseía. 40


RaĂšl Cardillo

Argentina Blog: necropsiassa.blogspot.com Twitter: @raulcardillo facebook.com/raulcardillo instagram.com/raulcardillo

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42


T

omé un taxi hasta el centro; no podía ir a buscar el auto al garage y no tenía tiempo de ir en ómnibus. Me senté y me puse a mirar por la ventanilla; necesitaba poner en orden mi cabeza. Habían sucedido tantas cosas en las últimas horas

que mi sangre bullía y mi corazón palpitaba aceleradamente. Siempre fui un hombre pacífico, incapaz de matar una mosca, y de pronto me había convertido en un asesino. Creí que lo tenía todo: una hermosa familia, una empresa próspera… ¿Qué le iba a decir a Delia y a los chicos? Lo más sensato sería irnos del país, huir antes de que la policía descubriera que maté a mi socio. ¡Pobre Alejandro! No logro sacar de mi mente la imagen del cuerpo ensangrentado sobre el piso de la oficina. ¡Tantos años trabajando juntos! Y con la confianza que le tenía… Las cuentas las llevaba él, claro; era contador y yo apenas había terminado el secundario. Más aún: tuve que ponerme a trabajar desde chico porque en casa nunca sobró un peso; éramos muchos hermanos y por más que mi padre trabajaba como un burro el dinero nunca era suficiente. Me casé joven y con Delia formamos un dúo espectacular; planificamos

una

familia

con

dos

hijos

para

poder

darles

las

oportunidades que nosotros no tuvimos. Y ahora pasarán a ser los hijos de un asesino, se van a convertir en parias, nadie los va a mirar y están en plena adolescencia, una edad difícil. ¡Qué espanto! De pronto, sin pensarlo dos veces, le dije al taxista que volviera; debía enfrentarme a los hechos, no era hombre de huir. Y ahora que 43


tenía apuro por llegar y ponerme a disposición de la justicia, el auto no avanzaba. —¿No puede ir más rápido? —¿No ve que el tránsito está imposible? Por fin llegamos; pagué, no esperé el vuelto y entré a la oficina. ¡Qué raro! Todo estaba tranquilo, no había policías, los empleados trabajaban como en un día normal… y mi socio gozando de buena salud, sentado ante su escritorio. Ahí me di cuenta de que todo había sido un sueño, llamémosle una premonición; no lo había matado, no. Por fortuna mis hijos no eran los hijos de un asesino. —¿Te pasa algo? —dijo Alejandro levantando los ojos de los contratos que estaba revisando. —N-no, nada. —Le pedí que me esperara, que iba a hacer un trámite y me dirigí a toda velocidad hacia el banco que manejaba el grueso de nuestras operaciones, y cuando hablé con el gerente casi me desmayo, quedé a las puertas de un infarto, realmente Alejandro había retirado todo nuestro dinero. Me repuse como pude y regresé a la oficina hecho una tromba. Apenas me vio, mi socio intuyó que me había enterado de lo que ocurría, mientras yo pensaba en Delia y los chicos para no matarlo. Sin embargo, logré calmarme; no me iba a convertir en un asesino, aunque mi primer impulso fue pegarle hasta destrozarle la cara. 44


—¡A ver qué explicación tenés para justificar lo que hiciste! — exclamé. Se puso pálido y tartamudeando contestó: —Estoy en un… problema, Rodrigo. Sos hombre y me tenés que entender. Me enamoré de… Claudia, ¿sabés? A nuestra edad una pasión te devuelve la vida. Claudia, nuestra secretaria. ¿Qué le había visto a esa mujer? La esposa de Alejandro era bella, inteligente. Alejandro dejó de tartamudear y siguió tratando de justificarse—. Me voy con ella; nos escapamos a Brasil y no pienso volver nunca más. —¡Con mi dinero! —bramé—. ¿De qué sirvieron tantos años de amistad y confianza? ¡Traidor! —Se me hizo un nudo en la garganta y supe que me largaría a llorar como un niño. Pero en vez de eso, en mis labios empezó a dibujarse una sonrisa. ¿Qué era lo terrible de esa tragicomedia? Yo no me había convertido en un asesino, mis hijos no tendrían que avergonzarse de su padre, todo lo que me había robado era un poco de dinero… y yo no tenía la certeza absoluta de que en algún momento del futuro no me cruzara por la cabeza la idea de fugarme con una joven veinte años menor que yo. Lo urgente era conseguir un socio que recompusiera el capital de la empresa, y poner un aviso para conseguir una nueva secretaria.

ANA MARIA CAILLET-BOIS

Argentina www.facebook.com/ana.cailletbois 45


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E

ran del mismo barrio. Se habían conocido desde chicos, pero de vista, nada más. Hasta esa noche. —¿Qué hicimos, Brian? (¡Qué nombre le fue a poner la vieja,

con lo pardito que es!) —Y bueno… La música…, los tragos…, eso de bailar tan apretados… ¡Qué sé yo! Pero lo hecho, hecho está, ¿no? ¿Ahora te vas a arrepentir? Gloria, vuelta de espaldas sobre la cama, tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad. Mejor, se dijo, que esa bombita roja no la dejara distinguir las manchas de humedad del techo, los muebles ordinarios y la lámina chillona en la pared del hotelucho. ¿Arrepentirse? ¿De lo hecho? Ahora no pensaba en cosas pasadas, sino en lo que se le iba a venir encima de ahí en más. Las consecuencias. Que las hubo, por cierto. —¿Vio, doña, lo de la Gloria? ¡Qué triste para los padres! —¿Por qué? ¿Acaso quedó…? ¡Ay, vecina! —¡Si eso fuera todo! —la mujer, consciente de lo grave de la confidencia, se aproximó a la convecina para susurrarle al oído—. ¡Le pasó una de aquellas, también, aparte del hijo! Esto era para cubrirse la boca con la mano, de puro pasmo. —¡No me diga! ¿El… sida, Dios no lo quiera? —No, pero una de las otras… ¿Y si la paga el inocente, cuando nazca? 47


—¡Qué injusticia, pobre criatura! ¿Por qué no pensarán lo que hacen, estos chicos inconscientes? Era tarde para lamentaciones. Y de todos modos, se decía Brian — que se mantenía prudentemente eclipsado mientras se desarrollaban los sucesos—, con lamentarse no se arreglaba nada. Mejor esperar. Lo torturó un poco la conciencia (se acordó del padre Martín, que insistía tanto en eso, y él nunca le había hecho mucho caso), pero dejó pasar los meses. De algo se fue enterando, parando la oreja y deslizando alguna pregunta aquí y allá. Por fin se decidió, después que todo estuvo consumado, y la fue a esperar en la esquina de la tienda donde ella trabajaba. Con ramo de flores conciliatorio, de claveles y margaritas. No quiso comprar rosas, no por no gastar, sino porque le parecían demasiado “romanticonas” para el caso. —Hola —fue lo único que le salió, cuando se encontró frente a ella. La encontró tan bonita como siempre, con aquel escrupuloso tono rubio del cabello, que nunca se olvidaba de renovar, para que no fueran a notarse las raíces oscuras. —¿Cómo estás? —él se tranquilizó con esa respuesta tan mansa. —Quise ir a verte antes, pero tu padre y tu hermano me corrieron… Estaban como fieras; no les quise hacer frente. Por no escandalizar más, viste. —Sí, te entiendo —los labios de Gloria se curvaron en una sonrisa triste—. Pero no te preocupes; el nene está bien. No se contagió… — 48


Reparó entonces en el ramo, envuelto en papel de seda, que él sostenía con torpeza—. ¿Eso es para mí? —¡Claro! Y…¿sabés? El mes pasado me ascendieron. Ahora manejo un camión. Gano muy bien, llevo los pedidos a todos los rincones del país… —Qué bien. Te felicito. Brian avanzó un paso más hacia ella. —Así que podemos… No sé, si vos querés, si te parece… Le pareció. Y tras conversaciones previas con los respectivos padres, la unión se consumó. Con ceremonia religiosa y todo, aunque hubo que aguantar alguna que otra cita de Héctor Gagliardi por parte de más de una vieja del barrio: “¡Vestirse de blanco, después que pecó!” Poco tiempo después, a Brian volvieron a promoverlo. Hay que admitir que se aplicaba mucho; ya no era el muchachón irresponsable de otros tiempos, se decía Gloria, complacida. Se mudaron más cerca del centro, a una zona de más categoría. Otros vecinos, otra realidad. Con el correr de los años, ella se puso más gordita y dejó que el tono castaño natural le invadiese todo el pelo; él, por su parte, perdió bastante del suyo, pero en cambio ganó una pancita poco favorecedora. Al nene lo habían dejado con los abuelos (los padres de ella), porque los dos trabajaban y no podían atenderlo como hacía falta. Y pasó toda la primaria con los viejos, y cuando entró al liceo, como se había acostumbrado tanto, lo dejaron seguir viviendo allí. Los fines de semana lo iban a ver, y él no reclamaba más. 49


Un día, Gloria se dio cuenta de que estaba hastiada. Brian ya no era lo que había sido para ella; y posiblemente tampoco la apreciaba como antes. No era difícil que anduviese con otra (sobraban los indicios, pero no valía la pena hacerle una escena; ¿para qué?). Miró a través de la amplia ventana de su casa actual, más grande y más cómoda que la de su niñez y adolescencia. El cielo estaba gris. De arriba, lentamente, comenzaron a derramarse gotas. Como lágrimas, pensó. Y se le escapó una queja, en voz alta: —¡Cómo extraño al barrio! ¿Para qué nos habremos mudado?

Este cuento, junto con “Guardián” y "Último examen", se originaron en sueños del autor y forman parte de la trilogía intitulada "La estofa de los sueños". La ilustración que acompaña el texto es de Martha Barnes http://marthabarnes.blogspot.com.ar/

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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E

staba cansado de ser zurdo y aunque sabía que aún logrando escribir con la mano derecha no probaría nada —tal vez que era un viejo obstinado—, lo entusiasmó el desafío. Encontró un talonario en desuso y un bolígrafo en el cajón del

escritorio. Mientras pensaba qué escribir empuñó el bolígrafo con la mano izquierda; un gesto automático. Lo cambió a la otra mano y se sintió raro: llevaba más de medio siglo escribiendo con la izquierda; probablemente era el zurdo más viejo del mundo, ya que en su época de escolar los maestros eran muy rígidos en lo referente a ese asunto y solían castigar a los que no se corregían. Pero ese no era el punto. ¿Qué escribir? "Prueba número uno". Subrayó. Hasta subrayar le costaba un gran esfuerzo. "Dextrógiro, por oposición a levógiro, indica una particularidad de la luz polarizada". Observó el resultado: no estaba mal. Lo más difícil había sido inducir a los músculos no entrenados para que efectuaran los giros y espirales que exige la escritura. Habitualmente usaba la derecha para cortar, aferrarse, sostener, rascarse; todos movimientos simples y toscos. Dominar la técnica de la escritura con la mano inhábil, escribió, involucra a la voluntad del individuo considerada como un conjunto, como una masa homogénea, la misma que se requiere para modificar cualquier otro rasgo de la personalidad, eliminar un vicio, superar una frustración. También subrayó las tres últimas palabras. 52


En realidad el contenido era lo de menos; escribía para ejercitarse. Sin embargo la intención escondida había salido a la luz: superar una frustración. Ser zurdo lo hacía infeliz; en el pasado había sentido envidia de los otros chicos, aunque se empecinara en ocultarlo. La escritura automática con la mano derecha había desnudado la verdad en el segundo párrafo. También reparó en otras tres palabras, modestas, casi invisibles, forzadas no por uno, sino por muchos deseos insatisfechos: "modificar cualquier rasgo". ¿Se podía modificar algo tan básico con sólo desearlo?

Eso

era

pura

fantasía.

Había

comprobado

que

podía

transformar la torpeza de la mano derecha en una cierta destreza, pero no había más que eso. La paradoja lo hizo sonreír: su mano izquierda era diestra, ¿se volvería siniestra la derecha porque la obligaba a un esfuerzo inusual? Observó las palabras, satisfecho. Había ganado en soltura y, aunque la caligrafía era claramente diferente, pronto no podría distinguirse al zurdo del diestro. Era tentador explorar otras áreas, especialmente las negativas. Haría una lista de las cosas que merecían ser cambiadas. Escribió "cambiar" en la parte superior de una hoja en blanco, y al hacerlo notó que acertaba el punto de la i como un experto. Subrayó. Puso "personalidad" debajo de la palabra subrayada. Escribió "trabajo". Eso caía de maduro, como consecuencia natural de lo anterior. Si cambia mi personalidad no resistiré tres horas en esa cueva de ratas. "Sexualidad". Para un hombre de edad, solitario y tímido, que jamás ha 53


vivido en pareja, ese asunto merecía un cambio radical. "Hijos". Se detuvo. Era una exageración. El mecanismo puede ser el mismo para cambiar la mano, el carácter, el trabajo, soledad por compañía. Pero algunas cosas, la Luna, el premio Nobel, quedan fuera del alcance del aficionado. Descartado. ¿Descartado? No se animó a tachar lo escrito; escribió abajo. Televisor. Heladera. ¿No se estaría equivocando? Sacudió la mano; la estaba sometiendo a un esfuerzo despiadado. Leyó lo que había escrito. Por primera vez le pareció una rotunda estupidez,

aunque

el

objetivo

primario

se

estuviera

cumpliendo

satisfactoriamente. Las últimas palabras mostraban una caligrafía sutil, elegante; nadie que conocía era capaz de producir una letra tan bella con la mano inhábil. —¿Un mate, querido? —La voz, que venía de la cocina, lo arrancó violentamente de sus cavilaciones. ¿Un mate? ¡Quién! ¿Quién era? ¿Quién había hablado? Vivía solo, desde siempre. Un solterón en una gran casa vacía. —No —contestó con voz trémula, inseguro. Nunca había tomado mate. ¿Quién era esa mujer? —¿Café, entonces? —La voz sonó más cerca. —¿Té? —Café, bueno —dijo tragando con dificultad. La mujer quedó en silencio, aunque era evidente que manejaba los enseres de cocina con la familiaridad de quien lo ha hecho durante años. ¿Años? ¿De dónde había salido? ¿Era posible que los rasgos de la escritura, al nadar contra la corriente, fueran capaces de invocar fuerzas 54


desconocidas, produciendo cambios verdaderos? Debía haber una buena explicación alternativa, algo relacionado con bloqueos o amnesia. —Está servido, ¿te lo llevo yo? Tenía que ver a esa criatura fabricada con palabras. ¿Cómo sería? ¿Joven? Un premio excesivo. No lograría llevársela a la cama. O sí, y haría un papelón. —Voy —dijo sin convicción. La ansiedad lo mataba, y la mano volvía a dolerle. —¿Dos de azúcar, como siempre? —dijo la mujer cuando él entró a la cocina, sin mirarlo. Debía tener poco más de treinta años; era morena y limpia, tal vez una sirvienta con la que se había terminado juntando por falta de agallas para conseguir algo mejor. Era linda; y cuando lo miró por primera vez a los ojos notó que los de ella eran verdes y grandes, hermosos ojos. Se despertó a las cinco y media. La mujer, contra todos los pronósticos, no se había desvanecido durante la noche. ¿Quién lo hubiera imaginado? Le dolía cada hueso, cada músculo del cuerpo, y la mano, como si cambiar la realidad demandara un esfuerzo físico análogo al que requiere el acto sexual. En silencio, para no despertarla, se sentó ante el escritorio y sacó el talonario del cajón. Ahí estaba, intacto, lo que había escrito la noche anterior. ¿Y si lo borraba? ¿Desaparecería la mujer sin dejar más huellas que un hormigueo en los testículos? No se atrevía a correr el riesgo. 55


La persistencia de la alucinación, escribió, se apoya en las perturbaciones que padece el sujeto y no en cualidades intrínsecas de lo alucinado. Cuanto más creíble sea la alucinación, más profundo será el trauma que la provoca. ¡Santo Dios, estoy loco! ¿Cómo puedo tomarme esto en serio? No obstante, era lo mejor que le podía haber pasado, ya que actuaba como si no lo estuviera. El fenómeno se oficializaba al fijarlo en el papel, al ser sustentado mediante una teoría. Releyó lo escrito y advirtió que, por primera vez, el contenido se imponía a las palabras. Quizás estaba sumido en una anomalía temporal. En ese caso los cambios durarían lo que tarda en volver una pelota de goma que rebota contra el frontón. ¡Ahí estaba la clave! La entropía se disponía a rebobinarse; durante un período indeterminado la lucha entre el orden y el caos dejaba una cantidad de fenómenos atípicos a la deriva, y en ese lapso todo era posible. —¿Por qué te levantaste? —dijo la mujer, soñolienta—. Es muy temprano. Escribió apresuradamente. Cambiar esta sexualidad de viejo... —¿Te pasa algo? —insistió la mujer. —Nada, un momento, ya voy. —Lo asustó la posibilidad de perder el control de los cambios, ya que ignoraba cuánto duraría la anomalía, pero la urgencia del deseo lo dominaba. Desde cierto punto de vista estaba conforme con lo obtenido aunque no lograra un sólo cambio más. El ímpetu con que abrazó a la mujer despejó sus últimas dudas. 56


—No te reconozco —observó la mujer. Él rió en silencio. Soy otro, sí. Le acarició el cuello y olió su perfume natural. Trató de no pensar en la pelota de goma, a punto de abandonar el frontón para iniciar el camino del rebote. Aunque bien mirado: si la entropía había gastado millones de años para llegar hasta ese punto, no veía razones opuestas a su deseo de adherirse a la pared como una lapa. —Me pasaría el día metido en la cama, con vos —dijo finalmente. —Pero estás pensando en otra cosa; ¿en qué? —Es un secreto. —No deberíamos tener secretos. —Esto sí. No te metas. –Una pizca de su ordinaria aspereza asomó en las palabras. No estaba dispuesto a dejarse manejar por la mujer, o por los cambios mismos, aunque lo hubiera logrado él, con su propio esfuerzo. Aceptó quedarse unos minutos más, pero se escapó en cuanto pudo. Se le habían ocurrido nuevos cambios; tenía que modificar la realidad mientras fuera posible. Lo acosaban fantasías de poder; una nueva sensualidad lo tomaba por asalto. Cambiar, escribió, la inclemencia de los poderosos, la enfermedad por salud; eliminar la hipocresía, incrementar el amor. Lamentablemente no podía verificar el resultado de esos cambios, pero no tenía derecho a detenerse. Cambiar sueños desmoronados por sueños realizados... —¿Qué te pasa? —dijo la mujer, sobresaltándolo. 57


—Estoy mal, y seguiré mal hasta que me digas cómo apareciste. Ayer no existías. —¿De qué estás hablando? Hace más de veinte años que estamos casados. —¡Imposible! —Las líneas que por un momento permanecieron cruzadas habían empezado a separarse. No coincidían las edades, la casa se modificaba ante sus ojos, como en los sueños. Pero mientras se sueña es real, sólo deja de serlo al despertar. Encontró algo interesante, al vuelo. —¿Tenemos hijos? —preguntó. —Claro que tenemos, pero no viven con nosotros. ¿A qué viene esa pregunta? No es posible que los hayas olvidado. —Estaba asustada. —¿Dónde trabajo? ¿Soy un empleado de mala muerte o un genio? —La mujer no contestó. —¿Te das cuenta que nada encaja? ¿Con qué mano escribo? —Con la derecha —dijo la mujer. —¿Siempre escribí con la derecha? ¿No soy zurdo? —Que yo sepa, no. –Ahora estaba muy asustada. —Tal vez fui zurdo hasta hace unas horas. Soñé una vida en la que era un viejo solterón, amargado y gris; escribía con la mano izquierda. —Con intentar escribir con la izquierda... no vas a poder. —¡No! Podrían ocurrir cosas que no deseo. Quiero quedarme solo por un rato; necesito pensar. La mujer se fue. No tardó en escuchar los sonidos indicadores de que había empezado a preparar la comida. 58


Cambiar el humor, escribió. ¿No logré cambiar la personalidad? Era peligroso. A un cambio como ese seguirían otros, menos deseados. Tachó cambiar el humor; seguiría siendo agrio. La mujer, desde la cocina, protestó. —¿Qué dijiste? —Que termines con esas listas idiotas y vengas a estar conmigo. —¡Estuviste revisando los cajones! —¿Por qué no? ¿Soy la sirvienta acaso? Cambiar a esta bruja insufrible, escribió, por una dulce soledad. Se detuvo; olió, escuchó, observó. El bolígrafo, suspendido entre el índice y el mayor bailaba una danza tribal. Se levantó bruscamente. Recorrió la casa de punta a punta. Ni rastros de la mujer. Le estaba tomando la mano. ¡La mano! Sin embargo, volvió a sentir el temor de

que

los

cambios

se

anularan

al

restablecerse

el

equilibrio

termodinámico. ¿Y si la pelota quedaba pegada a la pared? Eso podía perjudicarlo a él. Busquemos, escribió, una manera de estabilizar los cambios, solidificarlos. La realidad se comporta negociando acuerdos, contrayendo compromisos con los hechos. Lo real es si existe un documento que lo pruebe. Son los papeles, y no el aliento, la saliva, las heces, los que demuestran que existieron Newton y Torquemada, Goethe y Parménides, Cleopatra y mi abuelo. Hoy por hoy, ¿es más real Swift que Gulliver, Shakespeare que Hamlet? 59


Pasó revista a la realidad que había creado con la mano derecha y la encontró satisfactoria. Tal vez fuera posible crear otra con la mano izquierda, pero no arriesgaría el pozo jugando a ciegas. Le restaba coronar la secuencia con un lance tan perfecto como invisible al ojo del profano. Inspiró y exhaló. Podía ser la última vez que lo hacía, conjeturó. No le preocupaba. Cambiar, escribió, mi discutible condición de ser humano vivo, consciente de sí mismo, por la más firme y definitiva, de personaje de ficción en un relato que alguien, algún día, tal vez llegue a leer.

Sergio Gaut vel Hartman

Argentina

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Sergio_Gaut_vel_Hartman

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Q

uería incrustarme en el pizarrón, traspasarlo como una madura “Alicia en el país de las maravillas” ¡Cobarde! En un segundo eterno hurgué desesperada en mi enciclopedia mental todas las filosofías pedagógicas para encontrar la más brillante

y poder enfrentarlo. Sentía su mirada en mi nuca ¿Qué esperaría de mí? Mi mano, ignorando mi desesperación, amiga piadosa, dibujaba el perfil de la placa euroasiática. Y me di vuelta, lo miré como a los demás alumnos, mi voz parecía venir de un lugar hueco y lejano. Pensé en la importancia de la educación, cierto, pero que soledad y vacío se enredaban en esa verdad. Era una carrera contra el tiempo, sus pulmones ya estarían achicharrados de tanto aspirar pegamento ¡Bendito seas! A uno de ellos se le ocurrió interesarse por el tema, sus preguntas hicieron derivar a la configuración actual del planeta, otros se interesaron en la vida existente durante la Deriva de los Continentes. Todo en el universo es movimiento, me pregunto por qué lo único estancado es nuestra actitud de indiferencia social respecto a nuestra propia especie. Por fin el timbre, algunos alumnos se acercaron, seguían interesados. Nano se puso a mi lado, por primera vez se veía humilde, desamparado, mimoso. Tenía un aire de ¡Estoy aquí, con mi profe! Lo tomé del hombro, sentí su aún cuerpo de niño, casi me puede el llanto, no me lo iba a permitir, él me necesitaba protectora. —Nano ¿En estos días bailan de nuevo el hip-hop? —Sí, el viernes ¿Qué, quiere venir? —me preguntó con su dicción cantarina y esperanzada. 62


—Sí, claro, me gustó, además es una expresión cultural de grupos que nos dicen muchas cosas—, dije estúpidamente. Le di un beso en la frente y me fui. Caminé las veinte cuadras que quedaban entre mi casa y el colegio, me hizo bien el aire fresco. Cuando había entrado al salón de clase y lo vi sentado, mirándome fijo, sentí vértigo. En ese trayecto recordé lo ocurrido con Nano. Acepté ir a la presentación de los Talleres Municipales. La sala estaba repleta de chicos, se lucieron con las guitarras, bailaron folklore y tango. Casi al finalizar la muestra le tocó el turno al Hip-Hop. En el grupo estaba Nano, pantalones anchos, buzo y gorra de lana negra, una cruz pendía de su cuello. Su carita de dieciséis años tenía una expresión incierta, solo sus ojos oscuros transmitían una fiereza desolada. La música, extraña para mí, provocaba que los jóvenes contorsionaran sus cuerpos en el piso del escenario, las piruetas eran increíbles, sólo ellos podían realizarlas. Mientras unos bailaban otros hacían coro con letras de protesta. El mensaje me llegó, lo sentí en el estómago, era un alarido, una denuncia por la marginalidad de sus vidas, un alegato a la indiferencia social. Decidí que luego de la cena me acercaría hasta el departamento de Nano, sabía donde vivía, había visitado a su familia, muy humilde y sin padre, en ocasión de un censo escolar. Al salir del teatro compré una caja con bombones, se los llevaría de regalo, una pequeña manera de halagar su actuación y de alguna manera demostrarle que había estado presente. Rechacé de manera constante sentirme culpable, en lo que hacía me brindaba entera, no los estafaba. 63


Luego del espectáculo, al llegar a casa, abracé como nunca a mis hijos. Cuando terminaron de cenar les repartí unos bombones que compré sueltos, los de la caja eran para mi alumno. Ya todo organizado y brindando explicaciones vagas me despedí de los niños, no tardaría mucho en regresar. Solicité un taxi y fui hacia las torres donde vivía Nano, pedí al chofer que me esperara, eran las diez de la noche. Me acerqué a un grupo de adolescentes que estaba sentado en la vereda, se veían botellas de cerveza vacías tiradas en el piso, sus voces sonaban guturales, altisonantes, provocativas. —¿Qué querés vieja? ¡No jodás! —Dejala che, es mi profe. Mi mano, temblorosa, se extendió hacia Nano, entregándole la caja de chocolates. Sus ojos, de pupilas dilatadas, me miraron oscuros y asombrados desde el abismo. Lo tomó dócil, sin agradecer, mientras fumaba de manera profunda su cigarrillo, luego se lo pasó a un compañero. Uno de los chicos, como si tal cosa, aspiraba pegamento de una bolsa de nylon. Los olores del pegamento y la marihuana me provocaron náuseas, atiné a decir —Chau Nano, te veo en clase. En el trayecto de regreso hasta llorar me parecía estúpido, me sentía acorralada, furiosa, impotente. No sabía cómo iba a mirarlo a los ojos luego de esa noche, los dos éramos conscientes que una triste complicidad nos uniría de ahora en más. Ese día de clases había sido al primero que vi luego de mi visita a su barrio. 64


Las veinte cuadras me dejaron exhausta, mis movimientos de rutina eran rápidos, intensos, cortos. Quizás de ahora en más cambie mis pasos, pero mis manos están vacías. Al llegar a mi hogar, voy divisando una luz, con la certeza que en los acontecimientos cotidianos, la causalidad se inserta en la red de la vida y estoy segura que mi mirada no se cerrará más entre los límites de mi realidad. En esa red de ahora en más estará Nano, estoy segura, él estará.

Ana maría manceda

Argentina Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda

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A

rturo! ¡Arturo! ¿Puedes escucharnos? —decía una voz lejana con gran insistencia. El oso apenas movía los parpados intentando al menos asentir, aunque era poco menos que incapaz de hacerlo.

—Es inútil, casi estoy seguro de que no puede oírnos, y mucho menos vernos —dijo una de las voces. —Pobre…la ha pasado mal este último año. Deberíamos de ayudarlo a descansar. —Sí, quizá habría que hacerlo, pero no me atrevo… veamos cómo evoluciona el fin de semana, ¿Vale? —Vale… Y las voces se esfumaron sin más. El oso Arturo quiso alzar el rostro para ver partir a los humanos que habían hablado de él hacía apenas un momento. No pudo. Solo fue capaz de suspirar y entrecerrar los ojos. Tenía calor. Necesitaba refrescarse urgentemente. Usó sus últimas energías para estirar la cabeza lo más cerca que pudo del aire acondicionado. El aire frío lo reconfortó un poco, pero no lo suficiente. Rugió débilmente, como si solicitara ayuda, mas el sonido apenas resultó audible. Y no había ningún humano cerca. Ya a nadie le gustaba mirar al último oso polar de Argentina. Ni siquiera los niños se detenían un segundo en su morada. Así que simplemente, no había a quién pedir ayuda. 67


Lloró con furia y algunas lágrimas se escurrieron en su pelaje transparente. Nadie pudo escucharlo, pero no por eso su llanto desgarrador dejó de ser cierto. Apretó los ojos y puso la mente en blanco con la intención de dejar correr el tiempo. Un día, una semana, un mes más, ¿Qué importaba? Vivir o morir carecía de importancia. Para Arturo, el último de los osos polares en Argentina, la vida no valía absolutamente nada. Los oídos comenzaron a zumbarle. Primero lo atribuyó a uno de esos recurrentes momentos de dolor provocados por la vejez. Pero luego, el zumbido comenzó a cobrar forma de voz. Eran palabras, frases, con un tono muy distinto al que salía de los humanos… —Arturo, estoy aquí. Volví a este lugar solo por ti. —¿Quién eres? —preguntó el oso, sorprendido por ser capaz de responder. —¿Es que no me recuerdas? ¡Soy Pelusa, tu compañera! —¿De verdad? ¿En serio eres tú? —¿Y quién más, viejo gruñón? He venido por ti… —¿Por mí? ¿Por qué? —Porque es tu momento. Es hora de volver. Dame tu pata. —¿Volver a dónde? ¿De qué estás hablando? —A donde perteneces, Arturo… mira, ¿la ves? ¿Te gusta? Arturo se puso en pie. Estaba maravillado, tenía meses que no lograba incorporarse tan fácilmente. Miró sus patas y la sorpresa creció. 68


Su pelaje relucía bajo una extraña luz. Unas enormes patas gordas sostenían su pesado cuerpo. ¡Incluso dudó que fuera él! Y debajo de sus pies había algo que no fue capaz de reconocer. Era un polvo frío y blanco. Metió el hocico dentro y probó su sabor. Era agua. Agua congelada… ¿Nieve? ¿Esa era la nieve de la que tanto había oído hablar? Volteó hacia Pelusa en busca de una respuesta. Ella asintió. Estaba en lo cierto, aquello que rodeaba su cuerpo era nieve… Caminó sobre ella y luego corrió. Dio grandes zancadas con todas sus fuerzas. Avanzó decenas de metros a gran velocidad. Dio un gran brinco y cayó de bruces en la nieve. Luego rio estrepitosamente y miró alrededor. Hielo. Montañas de hielo se alzaban majestuosas en distintos rincones del lugar. Dirigió la mirada al cielo, y pudo ver un frio sol que apenas y emanaba calor. Se echó en la nieve y dio algunas vueltas sobre su lomo. No quería que esa sensación se acabara. Esa maravillosa dicha debería de durar para siempre… Cerró los ojos, y cuando los abrió, Pelusa estaba frente a él, sonriendo. Le hizo una seña con la cabeza, indicando un lugar adelante. Arturo dudó. Dejó escapar una lágrima en protesta por la inminente partida. No te pongas triste, Arturo. Es el momento. Ven, es hora de irnos.

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Arturo asintió y caminó junto a Pelusa, su amada compañera. La volteó a ver un par de veces, buscando algún indicio de su próximo destino, pero la expresión de su pareja era indescifrable. Decidió confiar y se limitó a seguir caminando. Dos pilares de hielo se presentaron frente a él. Parecía que mostraban la entrada a algún lugar. Suspiró y cruzó a través de ellos. Luego una luz cegadora lo envolvió, y todo el dolor que una vez sintió, simplemente desapareció… De vuelta al mundo humano, los veterinarios se percataron de algo. Arturo había dejado de moverse. Ni siquiera parecía respirar. Corrieron alarmados hacia él, pero cuanto lo tuvieron de frente, solo pudieron sentarse frente a él y acariciar su rostro. Había fallecido, pero había algo curioso en su expresión. Parecía que estaba sonriendo…

Daniel Abrego

México Facebook: https://www.facebook.com/loscuentosdevientodelsur/ Twitter: https://twitter.com/Viento_del_Sur1 Blog: https://vientodelsurweb.wordpress.com/

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E

n cierto pueblecillo alejado totalmente de los lujos que poseen las grandes ciudades, como también falto de pavimentación y drenaje, ubicado en la región sur de México vivía un humilde campesino al igual que muchos, pero este en particular

azorado por infortunios de todo tipo. Vivía con su esposa y sus tres hijos en una pequeña choza que él mismo había construido y proveía de comida vendiendo lo que su paupérrima siembra daba, pues poseía un pequeño terreno de tierra casi desértica que con mucho esfuerzo y sacrificio apenas lograba cosecha para ir a venderla a la plaza del pueblo, en la que tenía que lidiar con compradores que regateaban el precio y terminaba conformándose con lo que quisieran pagarle y así poder comprar tortillas y frijoles que era la comida diaria de aquella familia. Pero este campesino le tenía mucho cariño a su tierra pues aún sabiendo que desde que la trabajaba su padre jamás se había logrado gran cosecha, era lo único que le evitaba morir de hambre a él y a su familia y por eso la trataba con respeto y la dedicación del mejor relojero suizo. Pasó que una tarde el campesino se quedó dormido junto a su tierra, cobijado por la sombra de un gran ahuehuete y el cansancio acumulado, cuando de pronto, un tintineo constante y la sensación de rocío en la mejilla lo despertaron…una lluvia acompañada de granizo lo tomó por sorpresa y lo único que pudo hacer fue guarecerse en el ahuehuete. 72


Y fue desde ahí que vio como el granizo destrozaba sus mazorcas, y sintió que un peso enorme le comprimía el pecho, ya nada podía hacerse, y se llenó la cabeza de imaginarse a su mujer y a sus hijos muriendo de hambre y él sin poder remediarlo. Pero como muchos campesinos mexicanos solo agachó su sombrero y tragó saliva. Cuando la lluvia y el granizo cedieron se abrió paso entre los surcos de su milpa para tratar de recuperar unas cuantas mazorcas para vender, y fue allí, mientras buscaba entre el lodo, que encontró la pequeña figura de barro con forma humanoide, él sabía exactamente lo que era pues cuando niño lo aterrorizaban con historias de pequeños seres que podían ser benevolentes y llenar de suerte y riquezas al que lo posea como bien traer enfermedad y muerte. El campesino sonrió por primera vez desde hacía mucho tiempo pues pensó que después de años de carencia y hambre al fin tenía una oportunidad de cambiarlo todo, tomó la figura y fue corriendo a casa sin contarle nada a su familia. En

la

madrugada,

mientras

su

familia

dormía,

limpió

cuidadosamente la figura de barro, era la figura de un hombrecillo sentado que el folclor llamaba aluxe. Según la tradición se le debe construir un altar o “casa” cerca de la siembra para que pueda cuidarla y traerle beneficios. Y así fue que el campesino mezcló paja y lodo para construir el altar, puso el aluxe dentro viendo directamente su parcela y le pidió generosa lluvia y cuidados. 73


Sobra decir que a partir de ese día el campesino y su familia disfrutaron de vastas cosechas que se veían reflejadas en grandes ventas llegando a ser una de las familias más ricas y por consiguiente respetadas del pueblo. Pero como siempre, junto con los logros vienen las envidias, y fue así que una noche mientras él disfrutaba de un trago en la cantina del pueblo una señora irrumpió gritando que lo acompañara porque su casa se quemaba. Al llegar, el aire impregnado de ceniza no permitía ver todo el horrible panorama que se le presentaba al campesino: un incendio había acabado con todo su patrimonio, mientras caminaba por los restos aun humeantes de su casa encontró a su familia… de sus cuerpos descarnados emanaba el hedor de la muerte, y de sus rostros quedaba nada. Pero el campesino no sentía tristeza ni vacío, era como si aquel escenario le hubiera arrancado de golpe el alma, tomó ceniza de los cuerpos de su esposa e hijos y huyó a su parcela. Al llegar, fue directamente al altar donde se encontraba el aluxe y sacó las cenizas, secó las lágrimas de su rostro y con ellas y la ceniza hizo una figura humana, sin ojos ni oídos, y la puso junto a la figura del aluxe al mismo tiempo que decía: “te hice ciego para que no juzgues lo que veas, y sordo para que no escuches sus plegarias…mátalos a todos”. Derribó el altar y sepultó las figuras para que nadie las encontrara. 74


Nadie en el pueblo despertó al siguiente día…todos murieron calcinados y el pueblo entero se llenó de una densa niebla que jamás se disipó. Al pueblo ahora lo recorre la muerte y nadie se atreve a caminar por sus calles, los cuerpos aun después de años siguen emanando cenizas. De aquel campesino jamás se supo nada.

Eduardo Vazquez Hernandez

México Twitter: https://twitter.com/uroraboreal

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L

levaba ya un año sumida en la melancolía, cuando lo conoció. Contemplaba su paso, observaba sus movimientos, escuchaba su voz sin siquiera conocerla realmente. Lo miraba. Con el

miedo sutil que caracterizaba su timidez, ella siempre se alegraba al mirarlo subir al tren, al bajar del bondi, al compartir su vida con su novia, con otros que, al igual que ella, reían siempre con sus ocurrencias cuando viajaban juntos. Un día común y corriente, al subir al tren, ella notó que él la miraba. Iba solo esta vez. Su corazón latía tan rápido que no sabía cómo comportarse ahora que estaba segura de que él también la observaba desde lejos, que se había dado cuenta de su fragilidad. Ahora, que él había notado su melancolía siempre presente al mirarla, observando por la ventana, como si no hubiese nada más que su respirar callado, las nubes y el tren. Le sonrío con miedo y mirándolo a los ojos, él le devolvió la sonrisa y una profunda mirada que a ella le recorrió el cuerpo y por poco logra que se le escape el alma. —¡Hola! —dijo él con voz tranquila y animada, sentándose a su lado. Ella sólo sonreía y, tartamudeando, pudo responder al saludo. Sentía las manos frías, pero el corazón tibio y contento. Ese saludo había cambiado su día, sin siquiera saber que le cambiaría la vida. Todo a su alrededor parecía haberse fundido en esa sonrisa, tan suya, tan de él, tan única. Todo seguía igual, todo era como siempre había sido, pero, por 77


unos minutos, todo parecía haberse ausentado. Eran sólo ellos dos, hablando por primera vez. —No encontraba un pretexto para hablarte —le dijo él con sincera expresión, mientras su mirada parecía acariciarle el cabello con delicadeza. —Yo menos —contestó ella, sonrojada al notar las caricias que él le hacía con la mirada. Siendo consciente de que él tenía novia, ella no quería obviar lo obvio. —Arrojarse a los brazos de un chico con novia, es lanzarse a un precipicio lleno de serpientes —pensaba para sí misma. Continuaron

platicando

de

temas

intrascendentes

mientras

compartieron ese viaje. —¡Mira, que nubes tan bellas nos regala hoy la vida! —le dijo ella mirando a través de la ventana. —No tanto como los ojos que las miran —contestó él, haciéndose el galante. Ella se rió de nervios y, sin ignorar el halago, le respondió: —Tu novia debe estar mirando también. Él soltó una carcajada y le dijo: —¡Pero, qué observadora! —Y, alistando su bajada sacó un pedazo de papel, garabateó algo, se levantó, le dio un beso en la mejilla y se esfumó. 78


Ella, con el rostro ardiendo de emoción, miró por la ventana, y ahí estaba él, sonriéndole y agitando su brazo en señal de adiós, mientras el tren seguía su curso. En el papel, un nombre y un teléfono. Saber su nombre fue como entregarle córneas nuevas a un ciego, pero ahora el balón estaba de su lado. ¿Debía llamar? ¿Y si era una broma de la vida y ese número y ese nombre eran falsos? ¿Y si sólo jugaba con ella? Un mar de dudas caía sobre sus hombros, no sabía qué había sucedido, pero, sobre todo, no sabía qué iba a pasar. Guardó el papel y continuó su viaje. El sonido de su voz y el perfume que emanaba él se quedaron impregnados en su memoria, hasta el siguiente encuentro. Esta vez, subieron al tren él y su novia. Ella los miraba a lo lejos, había pasado ya una semana sin atreverse a llamar. Él la retaba con la mirada, pero ella prefería mejor mirar por la ventana. La novia, miraba a ambos con cierta sospecha, pero al no asociar a esa chica con nada, ningún nombre, ningún antecedente, ningún círculo social vinculado a su novio, no presentaba ningún síntoma de celos. Ahí, viajando separados, ella se atrevió a enviar un mensaje. —“Hola...soy Ainhoa” —decía el texto. Ella continuaba mirando por la ventana, pero esta vez no miraba el paisaje. Miraba el reflejo de él leyendo el mensaje, disimulando una sonrisa, que sus ojos no podían negar. —¿Quién es? —preguntó la novia. 79


—¿Eh? No sé, no registra el número —contestó él en modo indiferente. Ainhoa, al sentir que se había equivocado en su decisión, se levantó apresurada y se bajó del tren en la siguiente estación, y ni siquiera volteó a mirarlo. Tampoco había nadie mirándolo por la ventana cuando el tren siguió su curso. El día, antes soleado, se tornó lluvioso y tranquilo.

Ella

dejó

pasar

el

momento

como

algo

sin

mayor

trascendencia, aunque le dolía el ego. —“¡Qué lindo nombre!… ¿Qué significa?” —decía el texto, después de un tiempo considerable. Pasaron varias horas antes que Ainhoa respondiera. Estaba nerviosa y aún rencorosa por lo sucedido. No le gustaba esa sensación de ocultamiento, aunque sabía que era lo obvio. Al cabo de un rato, y sin más, respondió: —“Tú, ¿Qué significas?” Él sabía que era una pregunta que no se contestaba a la ligera, no quería arruinarlo, pero tampoco quería parecer de los que dicen cosas bellas sólo por atrapar en sus garras a mujeres como Ainhoa, él sabía qué tipo de chica era ella, no quería lastimarla por lo de la novia, pero dentro de él había un deseo tan profundo, como el que nunca había sentido antes. Sin siquiera haber tocado su piel, la sabía de memoria, sabía que cada mañana al abordar el tren, ella estaría ahí, delicada como una flor que se rompe, mirando por la ventana, sacudiendo de su mente Dios sabe qué, mirando todo y a la vez nada. Sabía que para lo único que 80


apartaba la vista de la ventana, era para mirarlo, ocultando más de la mitad del rostro detrás de algún libro que siempre llevaba en las manos. Percibía su aroma dulce, y podía leer a través de su cuerpo un alma transparente,

rota,

pero

hermosa,

sensible.

Y eso

le

atraía

de

sobremanera. Sólo deseaba atraparla entre sus brazos, protegerla de no sabía qué y nunca dejarla ir. El mensaje de fragilidad que ella emanaba, le dejaba a él la sensación de hacerse cargo y quererla, cuidarla, pero a la vez, de poseer con locura esa sensualidad oculta tras su timidez. Mirarla a los ojos aquella vez que conversaron, inconscientemente le había atrapado y no se quería soltar. Sabía que era una mujer para tratar con suavidad, y quería conocerla. —“Lo que quieras que sea, lo seré” —decía el mensaje de texto. Pensativa y sabiendo que cosas como ésta tienden a salir mal, tardó nuevamente en responder. Algo en su interior la impulsaba a querer, más que pensar, pero era inteligente y la lógica le decía que esto podría salir bien. La presencia de la bella novia la hacía sentir tan pequeña e insuficiente para un hombre como él, pero… al menos quería conocerlo y no perderse la oportunidad de ser su amiga; así que respondió: —“Te veo en el tren”. Ambos, inquietos por su cita “no-cita”, no pudieron dormir fácilmente. Él pensaba en su largo cabello, sus ojos, sus labios y su curvilínea figura. Sentía sus labios sobre los suyos y deseaba tanto tocar su piel, que la extrañó aquella noche. 81


Ainhoa pensaba en él de otra forma: desde que lo reconoció, entre tantos, él lograba algo que nadie más podía hacer, le hacía sonreír con sólo mirarlo. Con frecuencia, Ainhoa era consciente de los suspiros que tenía cuando él bajaba del tren. Esa noche, ella pensaba en él mientras sonreía. Al dibujar con sus dedos en el aire su rostro varonil, esa nariz perfecta y su barba bicolor, soñó que lo besaba y durmió feliz como hacía mucho, mucho tiempo, no le sucedía. Al día siguiente, todo transcurrió como siempre, Ainhoa estaba nerviosa por la posible presencia de la novia, pero él abordó el tren sin ella. La buscó, desesperado. Ella lo vio por el pasillo y le hizo una señal. Él sonreía, contento de mirarla. Lucían como siempre, pero de sus cuerpos emanaba ese destello de luz único, que aparece cuando se encuentran dos almas que se buscaban sin saberlo. Sentados juntos, no necesitaban palabras para expresar lo que querían decir. Ella lo miró, de frente y sonriendo. No tuvo tiempo para pensar en la novia que hoy no estaba ahí. Sin decirle nada, él la tomó del rostro con ambas manos. Ella respiraba agitada, nerviosa. Sus ojos almendrados se iluminaban tanto que el sol se sentía ofendido. Él tomó valor y le dijo: —Ainhoa, estoy aquí, y no me quiero ir nunca de ti. Ella sin decir una sola palabra, consciente de que era sólo un momento detenido en el tiempo, de los que no vuelven a pasar, dibujó sus labios con las yemas de sus dedos y lo besó despacio, como dudando. Él la tomó en sus brazos y la besó igual, suave y cuidadoso, como si ella se fuera a romper, reconociendo ese sabor dulce y tierno que 82


siempre imaginó. No se sabe cuánto duró el beso, porque el tiempo se detuvo en ese instante; pero la vida no. La realidad les golpeó en la cara. Sobre todo a ella, quien era la única libre en verdad, y apartándose de momento rompieron el silencio que exclamaba a gritos su mutuo interés. Comenzaron a hablar, a conocerse como dos personas comunes que se cuentan todo lo bueno, lo malo, lo común, lo que les interesa y lo que no. Sin darle importancia al tiempo, sin siquiera notar que el tren los llevaba a direcciones distintas a su rutina. Y así es que comenzó su historia, el amor y deseo en uno mismo, se apoderaron de ambos, eran uno desde siempre y sólo hasta entonces lo supieron. A partir de ese momento, muchos trenes los miraron tomarse de la mano, acariciarse, abrazarse, besarse en ese secreto a voces que les desnudaba y zurcía el alma y que, desde siempre, todos parecían guardar. Pasó el tiempo suficiente como para desilusionar a cualquiera, a excepción de Ainhoa, a quien desde entonces la melancolía le había abandonado, tanto como a él la novia que ya no era la novia. Para él, Ainhoa era la mujer que siempre tuvo en mente y hasta ahora conocía, muchas habían pasado en su camino y nunca dejaba de pensar en ella sin haberla conocido. Esa ternura que siempre se desencadenaba en pasión, fue suficiente para amarla desde entonces, y hasta ahora. Mientras que, para ella, él se había encargado de hacer a su alma un diseño de amor a la medida, no era más ni menos de lo que ella siempre 83


había soñado: era el exacto e indicado, era amistad, era cariño, pasión, ternura, protección. Era ese equilibrio que siempre le faltó. Por fin…era amor. Para vos, que sabes que a la distancia, Sin mirarnos, sin tocarnos, Sin aún conocernos… seguimos esperando ese tren. Te amo.

Cecilia Janet Ramos Montes

México Página web : http://elocuenciasdecassiopeia.blogspot.mx/

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C

uando el corazón se encoge, éste desmorona todo tu cuerpo lentamente. Primero, entumece lo más profundo del tórax como si tuvieras frío. Alguna gente carece de la sensibilidad para advertir ese granito del mal y aunque alguien lo perciba

tiende a no darle importancia. Entonces ese tumorcito crece y crece hasta saturar el pecho gracias a las miradas secas, palabras mal escupidas y saludos hipócritas que rondan por la calle. Ya no es como si tuvieras

frío;

te

pesa

el

corazón.

Tus

hombros

se

agachan

instintivamente para abrazar al corazón, pero es obvio que los hombros no alcanzan a tocar ni la puerta del corazón. Esos hombres frustrados dan una imagen taciturna de ti. Me preguntarás: ¿Qué hace que el corazón se encoja? El corazón se encoge —se enferma, mejor dicho— por alguna infección, infarto, parasitosis u obstrucción que se debe al cualquier susto o pena. Cuando te suceda esto, revisa si no te has tropezado alguna gente rabiosa, noticias trágicas, gestos odiosos o animales tristes. Dicen que los vinos amargos, los libros mal escritos y la lluvia ácida también pueden provocarlo. Asegúrate de alejarte de todo eso y procura seguir estos consejos que te voy a dar: Unos baños de burbuja con agua calientita siempre caen bien. Salir a tenderte debajo del sol, y tantito mejor si es en la playa, perderte en la ciudad con algún amigo gracioso y caminar descalzo por un pasto bañado en rocío pueden ayudarte a deshacer ese quiste. Acaricia a un perro callejero, prueba el chocolate envinado, escucha el ruido blanco de 86


una fogata o saca a bailar a la mujer que te gusta. Y si tienes pareja, definitivamente tienes que pedirle que te haga cariñitos. Lo importante es hacerle entender a tu corazón que sí tiene un espacio en este mundo. Suena fácil, pero muchos no logran disfrutar de un tratamiento exitoso. Algunos aplazan el tratamiento alegando que están bien y otros no juntan la voluntad suficiente para comenzarlo. Varios se adaptan al malestar y hasta lo aceptan como parte de sí. Es triste que esto suceda porque la enfermedad empieza a distenderse una vez que el paciente se muestra debilitado o indispuesto a mejorar. La molestia que se encerraba en el pecho avanza hacia los brazos y los tensa. También se extiende hacia el abdomen y el cuello quemando cada punto por el que pasa. Cuando esta llega al abdomen, se convierte en ardor como si fuera gastritis. El cuello se paraliza y tu rostro va perdiendo la vivacidad, así como tus ojos que se apagan cada vez más. El ardor de las entrañas baja por las piernas y las aísla de toda coordinación. A este punto, la mayoría de los afectados ya se dan cuenta de su condición y buscan alguna cura que funcione de maravilla. Investigan sobre previos casos clínicos y acuden a médicos generales que apenas recuerdan algunos nombres de los vasos sanguíneos. Pero el corazón doliente no tiene piedad; poco a poco, el deterioro invade hasta el dedo más pequeño de tu pie. Y cuando no sientas el último dedo de tu pie, ni intentes derrochar tu dinero en fármacos y cirugías. No te funcionarán los baños de burbuja, ni el sol, ni la playa. El perro, el chocolate, el baile y la fogata no 87


podrán salvarte. Ni siquiera el amor de un gato podría deshelar una pizca de tu corazón y tu pareja, en vez de dedicarte afecto, se marchará asustada de tu casa. No sé tú… pero yo pienso que, una vez en ese estado, hay que admitir que ya estás más en el otro lado. ¡No te alarmes! Las cosas no son como lo pinta la gente: es sólo una salida más, un descanso… como una siesta. Quizás no perteneces a esta vida y por eso nunca encontraste tu lugar. Quizás allá te esperan con dulces, flores, música y pancartas. Quizás tu alma siempre te ha recordado de lo feliz que podrías ser allá y nunca supiste entenderle. O, quizás, deberías de considerar la posibilidad de que nunca le caíste bien a ese tal Dios. Pero yo no sé. Yo solamente soy un mísero cuentacuentos que divaga por la ciudad, coleccionando historias y corazones que vender.

Ye Eun KIM

Corea Twitter: https://twitter.com/media_lima Blog: https://medialimablog.wordpress.com/

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I

S

e levantó con el aroma del café y le contó a su esposa que había soñado con una paloma que le vaciaba la cloaca en su camisa. Los detalles se diluían trago a trago.

—Eso significa que necesitás una camisa nueva, son todas viejas

las que tenés. Comprate una ahí al lado del puente. No le hizo caso. Llegó al trabajo y se enteró que el portugués Gonzales se retiraba a fin de año, que algunos puestos se reacomodaban y que él era candidato a un ascenso. El otro nominado era Funes, un compañero de toda la vida, un amigo que él mismo había recomendado a la empresa. Aunque

no

dijo

nada,

le

pareció

injusto

que

estuvieran

compitiendo pues él tenía más antigüedad. Esperaba un gesto por parte de Funes y esa espera podría ser larga. Cuando regresaba le aparecieron aquellas imágenes como una visión. Fue justo antes del estruendo del puente de metal, donde cerraba los ojos en una práctica meditativa inventada, procurando no dormirse por temor a que lo roben. Las imágenes fueron breves; confusas en el orden pero nítidas y únicas. Le recordó la época de las travesuras inocentes en la cual él también jugaba con la maquinaria. Revisó su billetera y se decidió. Ingresó a uno de los comercios de la avenida y se compró una camisa. Tardó bastante en elegirla, no le gustaban demasiado. Finalmente optó por una de color gris oscuro. No 90


era la camisa soñada, pero el logo de la marca se le parecía. Los detalles habían reaparecido. II —Linda camisa —le dijo Funes en aquella mañana tibia. —Sí, y baratita, vos… —Vení que conseguí una máquina de café y la estamos probando —interrumpió su amigo casi arrastrándolo del brazo. Funes nunca había llegado tan temprano y no le preguntó por qué venía del segundo piso (recordó esta escena tiempo después, cuando con la familia acordó postergar el viaje a Machu Picchu por un año). III Y fue el siguiente lunes, el día que ve a su compañero jugando con el autoelevador en el otro extremo del complejo. Funes es así, impetuoso, habilidoso y también irresponsable. Y al igual que en aquella visión antes del puente de metal, Funes estaba haciendo piruetas con el aparato, compitiendo con alguien más, haciéndolo recular para luego volcarlo y quebrarse unas falanges. Se le trasponen las imágenes de su mente con las de la realidad y se confunde. Y ve que no vale la pena gritarle, que está un poco lejos, y que no puede explicar en un sólo grito el destino conocido. Luego sale del shock y las imágenes se reordenan. Ve a Funes sonriente y al otro pibe de apellido raro. Es ese otro muchacho el que había volcado la máquina y con el dolor en la mano en esta realidad. 91


IV Tiempo después vino la otra visión. Fue en esos viernes que son más viernes que los demás, cuando los músculos se desinflan al contacto con el primer asiento. El grito de Funes lo exaltó, reaccionó con una sacudida hípnica, como las que parecen provocar el miedo de caernos de la cama. Una sección derrumbada. Retrasos y pérdidas para la empresa. Funes el responsable. Abrió los ojos al mundo real. Frente a él, una mujer con un ojo blanco contenía su risa, lo señala a la cara y luego al hombro y le dice sin tapujos: TE CAGARON. Miró la camisa manchada y comprendió que la no linealidad no implicaba menor certeza y que debería permanecer atento. La imagen de Machu Picchu no encajaba con las restantes. V Otro lunes como todos en la oficina de siempre. Cuando vio la orden impresa se dio cuenta. El formulario celeste era inconfundible. Gracias a que le hacía caso a las instrucciones sabía lo que iba a pasar. Gracias a que sabía algo de estructuras, lo del centro de gravedad, de la necesidad de ir reacomodando los contenedores pues al encastrarse proporcionaban rigidez y todas esas cosas. Lo mejor era echar un vistazo o impedirlo. Y cuando fue, lo verificó. Efectivamente era el B3 y la mitad inferior había sido saqueada. Luego el roce desataría aquel dominó que había 92


visionado. Evaluaba las opciones frente al grito del futuro que ya había escuchado y la sangre vista. Tenía tiempo suficiente y sabía lo que tenía que hacer. Él sabía que era lo correcto. Pero lo correcto para el otro, no siempre es lo correcto para uno.

Patricio Peralta R

Argentina Twitter : https://twitter.com/peraltaptr Blog: https://patricioperaltar.wordpress.com/

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A

unque no me creas, amigo (y sé que no me crees), yo la amo. Amo profundamente a Patricia, pese a su aspecto y a que vivía casi recluida en el hospital. Desde pequeña fue abandonada allí pues nació con una extraña forma de Ictiosis llamada

Epidermolítica Hiperqueratosis, lo que en cristiano quiere decir que nació con grandes hileras de escamas oscuras susceptibles a la infección, escaso cabello y las uñas gruesas. Podrías decirme que me enamoré de un batracio y no te quitaría la razón, pues su estado degeneraba cada vez más: su abdomen se abultaba, tenía unas especies de llagas justo debajo del mentón (como si fueran agallas) y los ojos cada vez más saltones. Pero su infinita ternura y fragilidad me desarmaban amigo y no podía dejar de verla. Tú sabes que soy enfermero, bien pues así la conocí. Me encargaba de mantener su piel hidratada y aséptica, de cambiar sus botellas de suero; en fin, todas las actividades que en un caso tan especial debe realizar un enfermero. ¿Que por qué no se ocupaba de eso una enfermera? Porque le tenían asco, y no soportaban ni tocarla por miedo al contagio, pese a ser una enfermedad genética. A medida que nos conocíamos fui descubriendo a un alma delicada y sensible. Yo le leía cuentos, poesía y ella accedió a contarme sus sueños, y es aquí donde las cosas se empiezan a poner extrañas, pues ella decía que no eran tales, sino la forma de comunicarse en las noches con sus parientes. 95


Ella me hablaba de una ciudad fabulosa bajo el océano, en donde todos sus parientes, quienes se hacen llamar los Profundos, viven en perfecta armonía. Ellos esperan el despertar de su Dios, que mora en esa ciudad sumergida y que espera soñando, pero las preguntas posteriores que le hice no las quiere responder, pues me dice que nuestras razas son enemigas y que lo mejor que me puede pasar es que no maneje mucha información. Todo esto te lo cuento porque Patricia, derramando esas extrañas lágrimas suyas, me ha rogado que la devuelva al mar, que no resiste más estar en el mundo de los hombres, aunque su misión consistiese precisamente en ello, que me lo ruega por el amor que ambos sentimos y en verdad no sé qué hacer, me da temor perder a la que sé es el amor de mi vida, en nada comparable al resto de las que he conocido, así sea de otra raza como ella dice. ¿Qué la complazca dices tú? Bueno, ciertamente el amor es desprendido y no debe esperar nada a cambio. Si se queda aquí, se deformará cada vez más y más hasta morir, si la lanzo al mar, probablemente morirá también; pero feliz, en el delirio de que se ha de encontrar con sus supuestos parientes, ¿Sabes qué? Tienes razón, eso es lo que voy a hacer, gracias por escucharme. II Qué bueno que nos encontramos de nuevo amigo, estoy ansioso de relatarte lo que pasó: Luego de que hablamos, acordé con 96


Patricia el sacarla a hurtadillas del hospital la noche del domingo, que es la más tranquila, y de ahí llevarla en silla de ruedas hasta el promontorio que se alza en la costa. El ambiente era impresionante en verdad, con los reflejos diamantinos de la luna llena sobre las aguas y el mar, que por lo común suele estar encrespado, se mantenía calmo, como esperando el retorno de una de sus hijas, lo podría jurar. Con mucha dificultad la bajé en brazos entre las piedras del promontorio, a fin de dejarla reposar en un claro en el agua poco profundo y ahí los vi. Decenas de seres como ella, pero aún más deformes, incluso con aletas dorsales y agallas claramente desarrolladas. Los ojos parecían más de iguanas que de peces y las bocas anchas y alargadas, sin presencia de nariz sino apenas de dos orificios sobre la boca. Sus actitudes eran claramente amenazantes, pero Patricia les habló en una extraña jerigonza gutural y no salieron del agua, se limitaron a observarme mientras ayudaban a Patricia a sumergirse en aguas más profundas. Antes de partir ella me dijo. -Amor, si quieres unirte a nosotros, acude aquí al risco la noche de Walpurgis. De eso ya pasó un mes, pero no he perdido el contacto con ella ¡De ninguna manera! He nadado con ella y conozco la ciudad de R´lyeh, conozco a sus hermanos y a los fabulosos seres acuáticos que viven en las profundidades abisales, pero también entiendo su odio por nuestra raza, por la manera en que hemos contaminado a los océanos y por los múltiples exterminios a los que los hemos sometido a través de los años. Por si fuera poco, he empezado a desarrollar la Ictiosis ¿ves las escamas? 97


Sí, es extraño, pero no me perturba. ¿Te dije que Patricia y yo tuvimos una hermosa noche de pasión antes de que ella partiera? Imagino que no, no quería que me dieras por loco y me mandaras a internar a un asilo, pero ella ya me comunicó que espera a nuestro hijo. Así que, querido amigo, esta es mi despedida, sí, hoy es la noche de Walpurgis y mi amor espera por mí.

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela Twitter: https://twitter.com/damarisgasson

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A

mina, una atractiva centroamericana que trabajaba en un table dance, conoció a Sigfrido cuando finalizó uno de sus shows. Semanas después, éste le confesó su amor al quedar flechado

por la sensualidad desmedida con que ella movía sus caderas. Amina correspondió sus sentimientos y ambos se entregaron a una relación desenfrenada donde saciaban la sed de sus impulsos sexuales por las madrugadas. Una noche, mientras Amina se dirigía al encuentro con su amante, escuchó la noticia de un hombre que asesinaba brutalmente a muchas mujeres en la ciudad. ─¿Quién será el asesino? ─le preguntó a Sigfrido cuando terminaron de hacer el amor. ─No lo sé ─respondió─ pero yo me encargaré de cuidarte. Al día siguiente, los periódicos de la ciudad publicaron la nota y las fotografías del cuerpo desmembrado de Amina en una sucia habitación de un motel.

SILVIO JOVARNY

México www.facebook.com/jovany.lopez.11794

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U

n reportero de nota roja, de larga trayectoria, se enteró de la infidelidad de su novia. Colérico y pistola en mano fue a ver al amante y lo mató. Salió con sigilo y quemó los guantes de

látex antes de tirarlos en una barranca. Luego esperó el parte policial y a las seis de la mañana regresó al domicilio a cubrir el crimen. Como era común años antes, él redactó la nota y también tomó las fotos. Se encargó de que las imágenes fueran lo más explícitas posible. Un día después, llegó al periódico temprano, tomó un ejemplar y lo metió en un sobre. Subió a su moto y lo dejó personalmente en el buzón de su novia. La mujer lo abrió una hora después. En el sobre también había una nota que decía “Lo que había entre nosotros murió”.

DANIeL ZETINA México Twitter: @DanieloZetina Web page: http://danielzetina.blogspot.com.ar/

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www.elnarratorio.blogspot.com https://www.facebook.com/el.narratorio/ elnarratorioblog@gmail.com

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