EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 51 MAYO 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 51 — mayo 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE TRES NOCHES DE INICIACIÓN ADÁN ECHEVERRÍa 7 EL CAZADOR DE MIRADAS VERÓNICA MIRANDa 11 EL PANAL MARINA GÓMEZ ALAIs 15 EL PAYASO ASESINO JUAN VELIs 18 EL SÓTANO OSWALDO CASTRO ALFARo 21 NO SE LAMENTEN EDUARDO BARRAGán 24 YOGA JUAN MERCHán 27 MÁRTIR RAÚL GARCÉS REDONDO 31 MARIAN BELÉN AGUILERA 33 EN MI GUARIDA WILLIAM DOVE ESTRELLa 37 DÍA DE LOS DESAMORADOS IV GUSTAVO VIGNERa 43 HECHIZO DE MAR JORGE GARCÍA GARRIDo 47 URBI ET ORBI JUAN FERNÁNDEZ RAMÍREz 52 TEORÍA DE LA EXTINCIÓN DE LAS ESPECIES DANIEL FRINi 56 lluvia osvaldo villalba 61 EL PASADO yOLANDA GIL JACa 64 saori j.r.spinoza 67 nuevos comienzos álvaro morales 71 resorte carlos m. federici 77 ¡HOLA! ¿CON QUIÉN HABLO? IÑAKI FERRERAs 81 ME PIERDO EN TU MIRADA ARTURO MARIO ROJAS HUERTa 84 CARNE DAMIÁN FURFURo 88 A TRAVÉS DE UN CRISTAL BEATRIZ OSORNIO MORALEs 92 EL GORDO LUIS DIEGO GARCÍA 96 PARECÍA DEMASIADO FELIz JONATHAN CAICEDO GIRÓN 102 DELEGACIÓN DE DEFUNCIONES JESÚS CHÁVES FERNÁNDEZ 112 EL FINAL DE LA PANDEMIA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 119 5


ENTRE NOSOTRAS DAMARIS GASSÓN PACHECO 125 LA REVANCHA JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES 128 PROFUNDO SUEÑO CARLOS TRUJILLO ÁNGELES 130 URGENCIA LUIS ÁLVAREZ AVENDAÑO 132 PRESENTE REMOTO MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI 135 DESCONSUELO JESÚS FUENTES Y BAZÁN 138 GENTE PEQUEÑA JOSÉ A. GARCÍA 141 CAYÓ POR ÉL COMO LLUVIA EN EL PAVIMENTO BRISA GÓMEZ 144 MIS DIEZ NO MANDAMIENTOS VALEN2 147

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G

ilda Mex era una mujer imponente. Como salida del vientre de su madre hecha ya vaca bravía, de pie y lista para embestir sobre cualquiera que se le pusiera enfrente. Entre sus hermanas era la escogida, la agraciada con la fuerza de mil carneros, la rapidez del viento que bajaba desde las colinas. Su pelo era como río navegable, y sobre sus espaldas podían asentarse las estrellas. El mundo era pequeñito para sus poderosas piernas, para sus brazos como troncos de árboles pelados. Por su estatura, las burdas intenciones de los hombres de su región jamás le estarían veladas porque nada podían hacer ellos para hacerla menos, o para dejarla de lado, porque no había varón alguno que quisiera enfrentarla. Gilda era su propio refugio, la guarida para aquellos que querían ser protegidos. Era incapaz para el miedo, y nada podía hacerla sentir culpable. Su demoledora naturaleza comenzó al momento del parto, con la muerte de su madre. Nacer y asesinar. Su padre había gritado maldiciones a la niña monstruo por su nacimiento o imposición y asesinato. Era del doble de tamaño de lo que cualquier niño o niña hubiera visto antes, y nadie se dio cuenta porque venía doblada en el vientre materno, doblándole la espalda y ocasionando cientos de complicaciones a su madre, desde la gestación. Tal vez todo se haya debido a que fue engendrada el día del eclipse, a que había en la ventana cuatro chotacabras mirando a los amantes en su ritual, o que en verdad aquella mina de cadmio, de las cercanías, haya contaminado el pozo donde su madre se lavara todos los días que durara su embarazo; porque de ese pozo había sacado el agua serenada con que cocinaba y servía el café a su marido. Cualquier cosa pudo ser, pero ahora Gilda estaba en el mundo, y el mundo le quedaba pequeño. Los otros tres hijos anteriores de los Mex eran de talla normal, o niños niños, o niñas gráciles y tiernas. No así Gilda Mex, que mostraba ese poderío en sus piernas, en sus muslos, en su talle, su vientre, sus brazos y aquel cuello que la mostraban como un enorme Golem, como un ser con la estructura de tótem. A los cinco años mató su primer carnero, doblándole el pescuezo con las manos por haber derribado a su hermana mayor, Acelia, y Gilda no había querido reconocer la afrenta; tuvo que cobrarse la afrenta. Nadie jamás tocará a mis hermanas, nadie se burlara de mi familia, solamente yo puedo castigar a mi padre, y a mi hermano mayor. Y así ocurría, con la muerte de la madre, el padre de Gilda pudo pensar que todo tenía que terminar en que su hijo primogénito tuviera la voluntad de ayudarle para sacar a las otras tres niñas adelante, pero Gilda siempre fue su fortaleza, era más rápida que el hermano mayor, era más fuerte, era más alta, más ancha de hombros para cargarse el arado y 8


hacer los surcos para la semilla de los cultivos que sostenían a la familia. Gilda no quiso aquello de la escuela, prefería junto con su padre y su hermano trabajar el campo. Que vayan las nenas al colegio, que aprendan y luego que me enseñen, y así pudo ser siempre hasta que cumplió los doce años, y medía un metro setenta de estatura, pesando ochenta y dos kilogramos de puro músculo. Sus grandes muslos, sus enormes senos, su cuello de vikingo, su espalda como un roble, imponían miedo en todos aquellos que se le acercaban. Pero aquella tarde que sus dos hermanas trajeron a la casa a Cecilia, el mundo de Gilda Mex cambió. Los Mex eran pobres, sí, pero sabían trabajar la tierra. Pobres sí pero limpios, pobres pero higiénicos, y las dos nenas de la casa siempre se portaban coquetas, y sabían que la presencia de Cecilia en la casa podía significar el enamoramiento de su hermano mayor, un joven de diecisiete años, demasiado grande, quizá, para el amor de aquellos valles, pero que aún con todo podía recuperar el tiempo perdido con la presencia femenina; y quienes sino sus hermanas podían presentarle a una mujer que fuera capaz de sostener en las caderas el amor por aquel joven familiar, trabajador y hogareño, y brindarles el ansiado reconocimiento y permanencia del apellido Mex. Nadie pudo fingir no entender lo que pasaba. Lo que ocurrió entre la joven visitante y la hermana menor. Estaban seguros que debieron prever lo que en cualquier momento ocurriría, porque terminó por suceder y nadie tuvo los arrestos para evitarlo. Gilda los encerró a todos, cargó en sus hombros a Cecilia, y se la llevó a una cueva encima del único monte que se levantaba en la región. Gilda intentó hacerle la corte, pero la chica no entendía qué cosa era lo que estaba pasando y lloraba, Gilda la abofeteaba: ¡Cállate niña, que yo te quiero querer, cállate y ten por seguro que sabré cuidarte!, porque nadie te podrá proteger como yo. Y los ruegos y las explicaciones no podían contener la rabia de amor contenida en los músculos de Gilda. La tomó por mujer, y la fue disfrutando algunos pocos días. Los hombres del poblado salieron con antorchas a buscar al monstruo, pero Gilda era tan temida como peligrosa, por lo que todos apuraban al otro para hacerle frente. Al final, temerosos, cansados, frustrados por el miedo llamaron a la Guardia Rural. Los Mex no sabían cómo proceder, no querían que su Gilda terminara muerta. ¿Qué pasará con Cecilia?, se preguntaban unos a otros. Gilda no quiso hablar con nadie más que con su hermano mayor. Y fue Ricardo quien la convenció que dejara ir a Cecilia. Ellos van a matarte, Gilda. Y esta pobre mujer ya es apenas un andrajo, déjame llevarla, necesita un médico. No quiero que muera, quiero que viva contigo, Ricardo, reconoció Gilda, llena de ternura, quiero que la cuides siempre. El hermano tuvo que aceptar el casamiento, pero no 9


por temor a su hermanita, en verdad amaba a Cecilia. Tuvo que aceptarlo porque era la mejor forma de romper su timidez, de hombrecito taciturno. El cuidado que el joven dedicara a la pequeña Cecilia, fue creciendo como una pequeña llama de lástima, hasta convertirse en un matrimonio bajo el perdón otorgado a la secuestradora. Cecilia se había recuperado en los brazos de Ricardo, y no guardaba rencor alguno a la mujer que la había retenido en aquella cueva. Hay un horizonte, siempre lo hay. Gilda Mex, pudo volver a los dos años a la tierra de su familia. Era ahora más monstruosa. A sus catorce años, su metro noventa y cinco de altura y sus noventa kilos de peso, habían convertido parte de su tejido adiposo en músculo y fibra, que la hacían más temible. Las poblaciones entonces vivieron aquella ola de terror. Gilda bajaba todos los viernes al poblado para llevarse a una doncella. Y las regresaba al amanecer del lunes. Tres noches bastaban para saciar sus apetitos sexuales con las féminas, y lo que al principio era un acto de violencia, se fue volviendo sacrificio, luego tradición y después entrega. En toda la comarca se establecieron concursos entre las jóvenes de edad quinceañera que quisieran irse con Gilda Mex a la montaña. Y eran sumamente concurridos. Las chicas de las poblaciones esperaban con ansias tener la edad para poder participar de aquella fiesta. Todas querían ir, y al final, poco a poco, la mayoría lo conseguía. Las tres noches de iniciación se las llevaban niñas y las devolvían mujeres. Mujeres entrenadas en el sexo con aquella mujer encerrada en el cuerpo de un hombre rudo, y la violencia sexual y la ternura cálida que Gilda les podía y sabía ofrecer las transformaba. Gilda sabía arrancarles la culpa, sabía encender en ellas los ideales y la fortaleza para saber dar y exigir. Y entre los escarceos, las caricias, el rasgar de pieles y el despertar de las hormonas, las volvía mujeres generosas, entregadas, que luego sabían brindarse en matrimonio a hombres que sabrían valorar aquella sana voluntad de la mujer con quien ahora formarían una pareja en equilibrio. Porque si las maltrataban, tendrían que vérselas con Gilda.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

Foto: WENDELIN JACOBER 10


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U

n vaso con agua en donde flota una dentadura postiza, una tetera despostillada, una mesa de aglomerado de madera cuya superficie va siendo devorada por la polilla y las cucarachas. Un rollo de papel higiénico de hoja barata, gris, sin peso, maloliente. La mano del viejo que se estira para buscar unas gafas gastadas de cristales opacos y armazón de hueso humano. Se las acomoda, la visión sigue siendo borrosa, aguza la mirada, mientras se levanta lentamente, apoyando sus manos largas y artríticas sobre sus rodillas, siente que los huesos van a quebrarse con algún movimiento torpe. Alcanza el bastón de fémur y base de quijada limada hasta la perfección, el barniz conserva restos de un color rojo oxidado. La mirada del viejo busca la última pastilla de metoprolol, con dificultad la deglute, mientras bebe del mismo vaso de agua donde flota la dentadura. Escupe el resto y pasea su lengua entre las encías. Mira cansado hacia la puerta, ahora le parece una maratón llegar hasta la manija, sabe que debe hacerlo, que debe de salir. Antes, se ata un paliacate grueso en la frente, lo dobla y lo coloca de tal manera que el nudo queda hacia la parte frontal, relame sus bigotes gruesos que ocultan el eccema de la parte baja de la nariz. Se coloca un cinturón de cuero mal teñido con pintura para zapatos, este objeto no tiene hebilla, está hecho de piel, con un agujero en un extremo y un cordón pequeño para reforzar el amarre. Viste sandalias elaboradas artesanalmente, suela de neumático y cuero con remaches de clavo. La camisa lleva semanas sin lavarse, guarda una plasta de sudor en las axilas y manchas de mugre, saliva y comida. Las mangas largas ocultan las cicatrices de cortes desesperados en la piel de sus brazos. Toma un morral de carnaza vieja y con dificultad sale de su cuarto. El día comienza, son quince minutos antes de las seis de la mañana, camina hasta la avenida y espera el camión. Sube con dificultad, la gente no se compadece de su condición senil, lo empujan, les odia, le miran con asco, él se echa un pedo, y levanta como puede la axila para incomodar. El chofer lo mira con desprecio y le exige avanzar gritando sus razones, “la bajada es por la puerta trasera”. Señoritas recién bañadas, se miran entre sí al sentir como el viejo empuja tocando “accidentalmente” sus cuerpos, los enfrenones hacen imposible la llegada, y después de quince minutos de lidiar, por fin lo logra, justo cuando tiene que bajar. Llega a la terminal del metro. Desciende y se para en la entrada, estira su brazo, las monedas irán cayendo conforme la turba de transeúntes pasa. Las guarda en el morral, se va llenando poco a poco, nadie pensaría que ese miserable pueda juntar más de mil pesos al día, pero así es, aunque no sirvan para nada. Por la tarde, y de regreso se detiene en la panadería, solo para oler el aroma que emana el horno. Es 12


en extremo tacaño y vive de lo que la gente le da durante el día, un taco, sopa, agua, gelatinas, tortas. Él no compra nada, ni el medicamento, ni la dentadura postiza, ni los lentes, ni la casa que habita, nada, y así vive, así pernocta, así ha vivido. A las tres de la mañana del tres de abril de mil novecientos noventa y tres, el corazón del anciano deja de latir, primero un dolor profundo, después la desesperación, el ahogo y al final el ataque. Los estertores desnudan su pecho y un rictus doloroso queda grabado en su última expresión facial. Avanzan los días, los gusanos primero y después las ratas dan comienzo al festín que se ofrece en el cuerpo putrefacto del anciano muerto. La pestilencia atrae a los perros y en la desesperación por querer entrar a esa casa derriban la verja construida con láminas y madera vieja. Las ratas han devorado casi todo, los perros hambrientos roban los huesos y roen los últimos podridos restos de carne. Terminan de devorar al anciano, depredan todo de él, todo excepto las córneas de los ojos. Terrible gusano que no se atreve a tocar, hambrienta rata que evade la mirada del viejo, miserable perro que prefiere hurgar el culo a meter su lengua en los agujeros de las córneas. Si la muerte presta la mirada, nos dará oportunidad de saber qué es lo que observan los ojos del viejo. Si la muerte otorga el permiso de prestar voz, le escucharemos: “Yo, el cazador de miradas, el asesino ignorado, de remotos ayeres regodeados en el placer de sentirme dueño y señor de las miradas de los niños que hice mis víctimas. Yo, dueño y señor del dolor de los padres de hijos extraviados. Yo, dueño de las pesadillas que propinan la eterna ausencia. Yo, cazador de miradas, el asesino oculto en la casa vecina, en el transporte, en la mano ausente del padre que distraído abandona un instante al hijo. Yo, suspiro del viento que hace mecer la soga con la que arranco las vidas, y corrompo los cuerpos. Yo, cuerpo veloz que se asoma un instante en las vidas ajenas y espera el descuido para robar lo más bello. Yo, cazador profesional, que conservo el caos de notas de niños extraviados y restos de cuerpos enterrados en el patio de mi casa. Yo, embalsamador y sacerdote que da el perdón de los pecados de aquellos que en su última hora me suplicaron por su vida. Yo, evasor de la justicia, coleccionista de gritos y córneas en frascos de mayonesa y café. Yo, tan humilde que incluso, el padre generoso me extiende su mano mientras 13


yo robo la miel de su mesa y el beso del ser amado. Yo, letra anónima que escribe en un diario los nombres de los niños que yacen en mi fosa personal. Yo, mente perfecta que vence la esquizofrenia y convoca a los fantasmas en las noches mientras la edad avanza. Yo, risa oculta cuando la madre da vuelta y la niña acepta un caramelo de mi mano. Yo, sangre envenenada por el odio, y alejada de la gracia divina desde el momento de nacer. Yo, maníaco, hijo de nadie, pero padre de todos y dueño de la vida que palpita en mis manos Yo, ahora muerto, miserable y vil, ¡vuélveme! ¡Oh, muerte! ¡Vuélveme a la vida! ¡Quiero jugar de nuevo, jugar con los ojos de los niños muertos!”.

VERÓNICA MIRANDA

México

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on cientos, miles, millones. Segundo a segundo van cambiando las cifras. No imaginamos la magnitud ni el impacto. Habría que detenerlo, pero todavía consideramos que está bajo control. Continuaremos un tiempo más para entender las conductas y aprender del caos. Miro por la ventana y allí sigue. Hoy no llora, pero apenas parece respirar. Tiene la mirada triste y el café que sostiene entre las manos se enfrió, de eso estoy seguro. Noté que ya casi no se arregla. Hay algo tan estático en ella que asusta. Pienso que será mejor dejar de observarla porque me quita el aire. Él cree que no lo veo y no entiendo porqué. No son tantos metros los que separan los edificios, los árboles ya están pelados... qué le hace pensar que es invisible. Simulo un estado casi vegetativo y él hace que cocina, pero sé que nada de lo que actúa tiene sentido porque su vida se vació de historias personales desde que me instalé en su mente. Todos se comportan parecido. El encierro los hace apaciguarse, lentamente. Hubo quienes se mantuvieron reacios al principio, hasta que los venció el miedo. Otros, comprendieron desde el primer día que llevaban ganada la derrota. Pero en ambos casos, el impulso superviviente los mantiene en estado de alerta. Todos intuyen que alguien más decidirá en algún momento terminar el juego. No saben de qué modo ni cuándo ni porqué. Hoy no son ellos quienes nos preocupan si no los que circulan invisibles. Perdí la conexión, no hay señal, cayeron las redes. La gente salió a los balcones a tomar sol. Ella sigue allí, detrás del vidrio, con los ojos cargados de melancolía. Quisiera saludarla, preguntarle su nombre. Está desnuda, envuelta en una sábana arrugada. La curva del hombro se inclina hacia adelante y necesito acariciarla, a riesgo de teñirme de gris con su aura cenicienta. Hay algo salvaje en su pelo desgreñado, en su curiosa manera de agazapar el cuerpo. No quiero mirarla más, pero no puedo porque siento que dejo de existir si no la veo. Anoche me dormí ideando maneras de alimentar su curiosidad, invadirlo sin que lo note, mantener sus ojos colgados de mi ventana. Habitualmente, no tengo proyectos, nadie que me aprecie ni nada que me entusiasme; paradójicamente, en el encierro planifico mis días, hay alguien obsesionado conmigo y me siento, así suene estúpido, un poco ilusionada. De hecho, disfruto en este preciso instante, que muera de ganas por morder mi hombro desnudo. Intencionalmente, lo evado con la mirada y me muestro taciturna. Ya casi olvidé el cautiverio y el motivo de mi verdadera tristeza quedó en tiempos remotos. 16


El gran interrogante es si se puede hablar de dominio. Previmos levantamientos, olas de violencia, insurrección y reclamos. Recibimos como respuesta sumisión, confianza y resignación. Y, lo más asombroso: esperanza en dosis altas. La pulsión de vida gana frente al temor y a la incertidumbre, los vuelve resistentes. Nos sorprende que con el transcurso de los días no decaigan, por el contrario, se vean fortalecidos y solidarios. Hice contacto visual, ella sonrió y nos saludamos. Entendí, después de tantos meses, que ambos jugábamos improvisando distintas reglas. Sabía que yo la miraba y se dejaba ver, recién me doy cuenta, le habré parecido un idiota. Va a ser divertido engañarla de ahora en más, haciendo como que me sumerjo crédulo en sus ausencias ficticias y fisgoneo ingenuo su aparente desconsuelo. Quién domina y quién invade, ya no importa, porque entiendo el lazo como un mutualismo uno sostiene al otro, me parece que así funciona. Lo único interesante es el puente que nos une de una ventana a la otra, mientras los días van pasando: sentirnos libres, a pesar del claustro, es lo que nos salva. ¡Ay! Punto para él. No pude hacer otra cosa más que sonreír y responder su saludo. Un segundo mío de flaqueza y se cruzaron las miradas. Pero el juego sigue en pie. No llego a develar si descubrió que fingí mi desánimo, que vengo dedicando mis días a exponerme en la vidriera solo para él. Pero, si así fuera, no lo siento como una derrota, si no como el comienzo de algo que no puedo precisar porque no soy buena en esto de relacionarme. Así recluida, me siento menos aislada que antes: creo que nos estamos salvando el uno al otro. El día que lo concebimos, la soberbia y la ambición no nos permitieron predecir los alcances. No existían fisuras en el proyecto, el objetivo era claro y la idea de control parecía una certeza absoluta. Hoy ya no está en nuestras manos interrumpirlo. Muta insubordinado, se agrupa y fortifica con astucia solapada, dando muestras de ingenio y organización en nuevos órdenes imposibles de prever. Abandonó patrones pautados inicialmente y escindió, por completo, el vínculo de dependencia. Ya no estamos seguros de quién baraja las cartas y el experimento es un rotundo fracaso. Nuestro destino quedó librado al capricho del microcosmos sublevado: la idea de salvación es un abstracto absoluto.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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-¿A

sí que ya no te doy miedo? ¿Así que ya no te asusto? — gruñó el payaso asesino horripilante y sanguinolento. —No, ya no. La verdad… ya no. —le respondió el cabo Zarra. —¿Por qué? Si antes me tenías un miedo terrible… siempre lo tuviste. Ahhh, sí, eh… a mí no me engañás. ¡A mí no me engañás! Siempre le tuviste miedo a los payasos, siempre te meabas en la cama por miedo a los payasos asesinos, sanguinarios y asesinos de niños inocentes como yo… Nunca te dormías por las noches sin tu mamá al lado acariciándote la espalda, susurrándote tibiamente al oído que “iba a estar todo bien”, que “los payasos asesinos y sanguinarios no existen, hijo, va a estar todo bien” y cuando ella se iba…. ahhh, cuando ella se iba y yo desde mi escondrijo entre las sombras veía que dejaba la puerta entreabierta para que ese hilito ínfimo de luz amarillenta asomase y entonces… ¡Zás! ¡El ataque del payaso sanguinario, horripilante y devorador de niños inocentes! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí, sí! ¿O no, Julito? ¿Te pensás que no me acuerdo de tu nombre? ¡¿En serio te pensás, ingenuamente, que no me acuerdo tu nombre, Julito?! ¡Me acuerdo tu nombre! ¡Me acuerdo tu nombre y el de muchísimos otros niños más, que devoré… acorralé, atrapé, devoré, despedacé y tragué! ¡Tragué y despedacé, mastiqué y tragué! ¡Miles de niños como vos, Julito, miles! ¡Porque yo soy el rey del mal, yo soy el amo del más allá, el patrono de las tierras imperecederas del multiverso, que desembarca en el exánime mundo de los mortales para saciar su apetito voraz! Y no me vengas, Julito querido, Julito delicioso, no me vengas… con ese discurso del mundo adulto, de que el tiempo pasa y uno madura, y uno se educa, se forma, se desarrolla y aprende cosas importantes como trabajar, tener sexo, reproducirse y mirar la televisión y ahí, de repente, como si fuera un mero acto de magia, se olvida de los miedos de su niñez… No, no. No, no y no. Yo ese verso no me lo como. Los adultos también pueden temer, porque los adultos también pueden ser devorados, porque aunque hayas cumplido dieciocho años hace dos meses no significa que no puedas ser engullido por mis negruzcos y chorreantes dientes asesinos… Porque yo, Julito, porque yo soy el payaso asesino horripilante y sanguinario devorador de inocentes que viene desde la más remota tierra de…. —¡Callate! ¡Callate! ¡Te callás! ¡Ya no creo más en vos, ya no me aterrorizás! ¿Entendés? Ya no aterrorizás más… Ya no. ¡Te callás! exclamó entonces Zarra. Pausa. Silencio atroz, vibrante, tenso. El aire era denso. Una humareda espesa y tórrida abundaba la atmósfera. Dos moscas, inquietas y alarmadas, revoloteaban por la habitación. 19


—Pero, entonces… ¿para qué me llamaste? ¿Pa-para qué…? preguntó perplejo el payaso asesino, de dientes afilados y piel resquebrajada. —Para despedirme. —Supuse que ya tenías otros miedos nuevos… hace rato que no aparecía en tus sueños. Es así al final, existen los nuevos miedos, los miedos de adultos, los miedos de… —Sí, tengo nuevos miedos. Por eso ya no te temo a vos. Tengo nuevos miedos… pero este nuevo miedo es absurdo. Ni siquiera es un “miedo de adulto”, como decís vos. No está a la altura. Es un miedo… absurdo, injusto. Es un miedo injusto. Es una verdad absurda. El payaso asesino horripilante, sanguinario y devorador de niños inocentes empezó a llorar. El cabo Zarra le dijo que se tenía que ir, que los suyos ya lo estarían esperando. Que tenía que salir a pelear por su país, por su patria, o algo así. No se acordaba muy bien cuáles eran las palabras exactas. Zarra despierta. Lo despiertan, a los gritos. Tiene dieciocho años pero parece de quince. “La guerra no tiene rostro, la guerra no tiene nombre”, piensa Julito, “la guerra no es un payaso asesino… o tal vez sí”. “Miedos de hombre, miedos de adulto… no hay que tener miedo. Es eso. No hay que tener miedo”, se irgue Zarra. Suena el primer estallido. —Miedo injusto. —dice Julito en voz alta, mientras se dispone a vestirse y salir de la habitación, envuelto en esa cálida y áspera humareda.

JUAN VELIS

Argentina

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A

ntes de tener uso de razón, el trajín de mamá yendo y viniendo hacia el sótano me tenía intrigado. Más que curiosidad por saber qué guardaba ahí, me llamaba la atención el sigilo con que hacía esas idas y venidas. Tal vez en alguna ocasión me vi tentado a preguntar, pero la distracción de un niño imaginativo pudo más que la averiguación. Hoy que tengo siete años de edad, mi conducta ha cambiado respecto a ese afán de mamá. Algo importante debe esconder ahí porque un sótano solo alberga objetos inútiles cuando no está lleno de polvo e insectos. La rutina de mamá es predecible y repetitiva. Muy temprano abre la puerta del sótano y la cierra por dentro. Baja con una bolsa llena de cosas y luego de un rato sube con otra más ligera. Se alista para ir al trabajo y me prepara el desayuno. Espera la llegada de Abilia para irse. La empleada, su mano derecha desde hace años, me lleva al colegio y regresa para las labores domésticas. A las dos de la tarde me recoge para retornar y almorzar. Aguarda la llegada de mamá para retirarse. Mamá se encarga de hacerme estudiar y repasar las tareas escolares. Vemos televisión un rato, me obliga a darme la ducha diaria, cenamos y damos por terminado el día. Me acompaña a mi dormitorio para acostarme. A veces no me duermo rápidamente y escucho cómo echa llave a la puerta del sótano. En las noches, su permanencia ahí toma más tiempo. Me devano los sesos tratando de encontrar explicaciones y el sueño me vence. Ante mis insistencias por saber qué hay en el sótano, un sábado a media mañana descendemos la escalera del misterioso lugar. Al final de la misma aparece ante mis ojos una habitación con muñecas y ositos de peluche. En una esquina hay una cama de color rosado y sobre ella duerme alguien. El ruido que hago lo despierta. Horrorizado veo algo que parece una niña con pañales, a la que le faltan algunos dedos en las manos y un ojo. Tiene el labio superior partido y la oreja izquierda implantada en el borde del mentón. Es calva y se nos aproxima apoyando los codos sobre el piso. Se abalanza sobre mamá y la llena de lamidos. Mamá la tranquiliza y le besa la frente. La criatura me mira con el ojo rabioso y balbucea sonidos guturales. Ella es Mía, tu gemela. La niña se separa de nuestra madre y se abalanza sobre mi cuello. Con los pocos dedos que tiene intenta estrangularme. La ira que destila es intensa y estoy a punto de perder el conocimiento por falta de aire. Mamá la separa de mí y con sus manos frágiles y delicadas le dobla la cabeza. Escuchamos el chasquido de una vértebra deslizándose sobre la otra. Mía deja caer la cabeza sobre el pecho y tiene la fuerza suficiente para balbucear algo. 22


Mamá y yo nos abrazamos y sabemos que la pesadilla recién comienza.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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n efecto, quiero que esa oración de cuatro palabras que acaban de leer les quede muy clara a todos los que están leyendo esto. Yo solo busco darles una oportunidad al narrarles un acontecimiento que ocurre todo el tiempo alrededor de nuestro mundo, sin que ustedes siquiera lo sospechen. Debo apresurarme, ya que puedo sentir como mis recuerdos comienzan a abandonarme poco a poco. Pronto mi anterior identidad no será ni un simple recuerdo para mí. Sin embargo, en este momento aún puedo rememorar algunas de aquellas felices vivencias que pasamos mi amo y yo. Antes de ese día donde todo cambió para los dos. Son estos recuerdos los que me dificultan entender por qué él actuó como lo hizo, cómo pudo hacerme eso. Siempre fui muy leal y obediente, y él constantemente me demostró que era recíproco. Me alimentaba todos los días, jugaba conmigo y siempre afirmó que los de mi especie “son el mejor amigo del hombre”. Creo que lo único que cambió en mí fue el tamaño de mi cuerpo. Antes yo era muy pequeño, pero crecí bastante con el paso del tiempo ¿Será ese el motivo por el que cambió su modo de ser al tratar conmigo? Pensándolo bien, pude haber atravesado más cambios, aún más difíciles de notar para mí. Cambios que pudieron haber influido en el cariño que mi dueño sentía hacia mí: creo haber empezado a ladrar cada vez con más frecuencia e intensidad que antes, paralelamente al aumento de mi edad y de mi tamaño así como al de mi energía y mis deseos de jugar (no estoy seguro de que efectivamente yo haya cambiado en todo esto, es solo una posibilidad en la que pensé, reflexionando en retrospectiva). Fuera su razón la que haya sido, yo subí a su auto aquel día sin sospechar lo que me quería hacer realmente. Ya empezaba a anochecer cuando detuvo el auto en mitad de la nada, y arrojó con fuerza su pelota de tenis, como siempre hacía para invitarme a jugar con él. Ya llevaba una considerable cantidad de meses sin hacer eso; por ese motivo me lancé tan emocionado en su persecución, pensando que nuestro vínculo empezaba a restablecerse finalmente. Cuando, fuera del coche, me volteé hacia este, con la pelota entre mis afilados dientes, ya no se encontraba ahí. Se alejaba rápidamente del lugar, a la vez que se acercaba cada vez más al horizonte. Luego de efectuar una corta e inútil corrida, en dirección al vehículo, llegó el momento en que me detuve y me di cuenta de lo que estaba pasando. Eso sucedió instantáneamente. En un parpadeo yo ya no me encontraba parado ahí, con esa pelota dentro de mi hocico, sino que estaba sentado frente al volante del auto del hombre que había 25


sido mi familia en otro tiempo, haciendo uso de las habilidades para manejar que acababa de adquirir en un santiamén, así como de mis nuevas manos y piernas humanas. Mi nueva vida, en mi nuevo cuerpo, comenzó en ese preciso instante. Lo mismo se aplica a mi antiguo amo. Supongo que algunas personas aplaudirán mi decisión de dejarlo ahí, donde él planeaba dejarme a mí, condenado a vivir la vida que él mismo iba a imponerme; mientras que otros me reclamarán el no haber vuelto a buscarlo para vivir juntos una vida con los roles intercambiados. La razón por la que no lo hice no fue la venganza. Eso no me interesa. Fue para no correr el riesgo de que esta especie de castigo divino se revierta en cuanto estemos uno frente al otro, pues ninguno de los míos conoce todos los efectos, y todas las reglas, de este intercambio que simplemente ocurre en cada situación como esta. Además, ahora estoy seguro de que me volvería a abandonar si se le diera esa chance. El destino dirá lo que le corresponde vivir. Lo único que pido es ser mejor que él cuando pierda todos los recuerdos de mi vida pasada. Tengo mucha fe en esto. Bueno, hablando de eso, cada vez es más fuerte la sensación de pérdida de memoria (desconozco si mí antiguo amo también perderá los recuerdos de su identidad anterior, o si los conservará por el resto de sus días), así que iré concluyendo mi narración. Quiero que entiendan bien lo que estoy tratando de comunicarles: este no fue un caso especial, ni nada parecido. Como ya dije antes, ocurre todo el tiempo en todo el mundo. El que no se den cuenta no lo hace menos real. No estoy seguro de si hago lo correcto al hacérselos saber, si ustedes realmente se lo merecen, si el resto de los míos aprobaría mí proceder. Pero sentí que debía aprovechar mientras aún conservo algunos de mis recuerdos (en cualquier momento creeré que esto es solo un cuento escrito a raíz de un simple impulso creativo que tuve). Pueden creer o no en mis palabras, la decisión es toda suya. Si optan por ignorarlas y comportarse como el anterior dueño de esta vida que ahora es mía… bueno, como ya les dije en el rótulo del presente texto, en las primeras palabras con las que sus ojos se encontraron al iniciar este “cuento”, no se lamenten después.

EDUARDO BARRAGÁN

Argentina

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e dejaré de escribir. Prefiero volver a los momentos con mi familia, retomar la vida de tranquilidad, de control. No envió el mensaje. Supuso que era más impactante subir las fotos del reencuentro con su esposo, de esa tarde de helados y cine de superhéroes. Tendría toda la carga semántica de las palabras, pero aún así sería un acto demoledor, tajante, sin lugar para los resquicios de la duda. Se aseguró de que ella viera las fotos. Las subió en cada una de sus redes, las compartió en sus historias. Sabía muy bien que ella nunca dejaba pasar cualquiera de sus actividades en línea. Modificó las fotos para incluir las palabras Re-unidos - Plan de Viernes, Familia unida - Los amo y añadió dos corazones saltarines, risueños. En las fotos, su esposo y su hijo sonreían mientras la miraban. Ella estiraba su brazo para tomar las fotos. Supuso que era el corte más limpio, más quirúrgico y, a la vez, el más sano para las dos. Sin embargo, aquella misma noche, al recordar todos esas noches de viernes a su lado, viernes de remezón emocional, de pieles tiernas que se rozaban, de lenguas activas dentro de la profundidad del sexo, pensó en que la unión había sido muy compleja y profusa, y que quizá debía llamarla también. Temía que no todo quedase claro. Mientras dudaba, su esposo la tomó del brazo y le pidió ir a la cama y ver juntos la serie norteamericana sobre la casa embrujada. No se atrevió nunca a comprobar si el mensaje había sido asumido. Sin embargo, la mantuvo a ella en sus redes sociales. Asumió ese espacio incógnito dentro del olvido completo y la presencia virtual. Con el pasar de los días, su ser consciente intuyó que, además de querer dejar las cosas muy claras, el convulso impulso de Baco retornaría, y con él volvería el resplandor del placer a demoler su rectitud. Quería dejarle puertas abiertas. Y luego, muchos viernes más. Muchas temporadas más de las series de misterio, más cenas y comodidad de fines de semana en la noche, en familia. Inicialmente, lograba sentir algún dejo de aburrimiento, pero rápidamente lo extinguía con la rutina imparable de la maternidad y el matrimonio. El placer marital, en la cama y en posiciones tradicionales, se imponía como única forma de verter su deseo, y lentamente iba impulsando en ella viejos idealismos del sexo como deber marital. Tenía la tranquilidad a la que había querido retornar. No encontraba indicios de amor en ningún momento, pero había un apego creciente a esa calma incomparable del despertar cada mañana y sentirse satisfecha con su moralidad. Pero luego llegaron los domingos y arremetió de nuevo el demonio meridiano. 28


Eran esos domingos en la tarde donde acaecen, irrefrenables, la abulia y el desdén. Cerca de las 5 pm, al encontrarse en casa viendo a su esposo alistar los documentos para presentar en el juzgado el lunes, y a su hijo pedir ayuda con alguna tarea, la invadía rápidamente un tedio imparable. Lograba soportar hasta las siete, hora en la cual se metía en la ducha para aplacar con sus dedos los impulsos quisquillosos de su clítoris. La temporada de series de misterio terminó. Después de intentar con varias plataformas, su esposo propuso una historia que su amigo fiscal le había recomendado. En esta nueva serie, el protagonista se presentaba como el mejor político de la nación. Hombre de familia ejemplar, líder cercano a las minorías, impulsivo y carismático. Hombre que, al mediodía, tres veces por semana, cuando medio país lo creía ocupado en almuerzos de negocios, visitaba aquella casa de dos pisos del centro financiero de la ciudad, casa de vidrios negros y amplios garajes y de donde entraban y salían mujeres con altos tacones y cortos vestidos. Con cada episodio ella reconocía ideas. Encontró entonces formas de activar un drenaje al discurrir desesperante de sus tardes de domingo que ya la ducha no podía aplicar. Al terminar la primera temporada, analizó opciones, hizo un par de búsquedas en su computador. La siguiente semana decidió combatir el tedio con un par de horas en clase de yoga, los domingos en la tarde. Con esto retomó su fulgor emocional y físico. Su presencia arrojaba en los otros una imagen de esposa feliz, trabajadora líder, amiga cercana. Había más vida en sus fotos, en la música de fondo en cada historia en las redes sociales, en los comentarios de su esposo en cada foto juntos. Aguardaba cada día, con cada publicación, que más de un centenar de individuos celebraran con emoticones su familia ejemplar y su presencia carismática. Sus amigos y sus compañeros de trabajo resaltaban esa sonrisa constante, ese relajamiento ante la presión, ese cambio de figura. Ante la pregunta, Yoga y familia, nada más, recomendaba. Bueno, y un par de cervezas los lunes. Sábado en la noche de una semana más. Mientras su esposo ve el partido de fútbol en Alta Definición, al lado de su hijo, ella disfruta viéndolos atentos frente a la pantalla que destila verde. Les toma fotos, les graba un par de vídeos. Al mismo tiempo, intenta confirmar su clase de yoga del día siguiente y ella, su entrenadora, le pide que vista el pantalón de licra gris que tan bien le hace al ejercicio y el estiramiento. No notó en qué momento su esposo fue a la cocina. Sus ojos se mantenían fijos en las fotos de las rutinas a seguir el día siguiente. Se fijaba con interés en la 29


fricción, en los masajes estimulantes. No notó tampoco los pasos livianos pero que se dejaban escuchar detrás de ella. Escuchó vagamente la pregunta del hijo, sorprendido, expectante y subió su mirada que se encontró con los ojos brillantes del niño. Se dispuso entonces a tomarle otra foto, quería registrar en imagen la belleza del destello de esas pequeñas lágrimas en los ojitos completamente abiertos. La cámara frontal del celular estaba activada por defecto. Solo ahí notó a su esposo con la cuerda, abarcando la anchura de su cabeza y ubicándose sobre el cuello. Mientras dejaba caer el celular, sintió el repentino jalón y los ojos que parecían salirse de su órbita. Entonces te veo en el hotel a las 5 pm. Te deseo. Mensaje no leído

JUAN MERCHÁN

Colombia

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uiteria era una santa. Y la chica de mi colegio con la mirada más triste que haya visto nunca. Motivos no le faltaban, esa es la verdad. A veces, los niños pueden resultar muy crueles. Y con ese nombre pronto se convirtió en el objeto de las burlas de sus compañeros de clase. Ya saben: ¡Quita Quiteria! acompañado de un empujón. Y cosas por el estilo, que en esto de las mofas no es necesario ser ingenioso, basta con tener la intención de hacer daño. Si a eso le añadimos que era espigada, pecosa, de cabello bermejo y que un amasijo de hierros se ocultaba en su diminuta boca (por aquel entonces los aparatos de dientes no eran tan discretos como los de ahora) no era pues de extrañar que le sobraran los motes y le faltaran los amigos. Era la mayor de nueve hermanos. Todos ellos con nombres poco habituales. Aunque esto, como todo, va por modas. Y si algo tienen las modas es que siempre regresan (como las hombreras, los pantalones de campana o las pobladas barbas) En aquella época no se llevaban los de origen bíblico. En cambio ahora, vuelven a estar de plena vigencia. A Quiteria le hubiera divertido conocer chicos llamados Joel (como el profeta) o Aser (el octavo hijo de Jacob) y chicas de nombre Betsabé (mujer del rey David) o Nazaret. Y aquel físico enclenque suyo pronto se hubiera tornado hermoso como el de su tocaya, la bella Quiteria, aquella novia de las fastuosas bodas de Camacho que tan fabulosamente describiera Miguel de Cervantes en su Quijote. Pero en aquel momento era tan solo una niña. Una niña atemorizada por una salvaje jauría de críos empeñados en convertir su día a día en un auténtico infierno, no dejándole otro camino para escapar de aquellas feroces dentelladas de odio que el que acabó con su vida. Tras este trágico episodio, los ladridos cesaron. Con la marcha de Quiteria, toda esa ira que habitaba en aquellos niños y que los llevaba a transformarse en canes enloquecidos desapareció de pronto. Y como si de un milagro se tratara, se convirtieron en dóciles perros, fieles al recuerdo de aquella pobre niña. Por algo Quiteria es la santa sanadora del mal de la rabia.

RAÚL GARCÉS REDONDO

España

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odría estar unas mil horas pensando en ti, y otras mil horas escribiendo sobre ti. Así que: heme aquí, pintando con palabras escritas con mala caligrafía todo lo que me haces sentir. Todo tú. Desde tus ojos opacos, tus labios delgados y quebradizos en esta época del año debido al frío; hasta tus temblores suaves cuando una ventisca te llega más de lo que te gustaría, y ese bendito cabello grisáceo. Ya no somos las jóvenes que solíamos ser, Marian. Ya no conseguiste enseñarme a tener una mejor caligrafía. No se puede hacer mucho al respecto tampoco si la artrosis va ganando terreno cada día que pasa, el cuerpo no es el de antes, las experiencias vividas y las personas conocidas tampoco lo son; pero el aleteo de esas mariposas en la barriga ha ido acompañándome desde esa tarde de agosto, nublada y gris, en la que te conocí. No éramos tan jóvenes como nos gustaría hacernos creer, estábamos justo en esa etapa de la vida en la que si mueres eres muy joven, pero si vives eres muy viejo. Los cuarenta, edad gloriosa en la que tuve mi segundo divorcio y ya se me estaba yendo el tren, o eso me decía reiteradas veces mi madre. Pero yo no quería hijos, no era tan difícil de entender. Tú, por tu lado, estabas en plena crisis de la edad, no parabas de intentar andar en skate como los adolescentes de moda. De un lado para otro te movías sin parar, viajando, conociendo y aprendiendo cada vez más. Una de esas tardes, ajetreada hasta el alma, andabas veloz sobre la patineta, intentando no caerte ni empujar a alguien en el camino. Recálquese el intentar. Creo que todavía me duele la cadera de solo pensar en la tremenda caída que nos pegamos, yo apurada por llevarle los papeles al abogado y hacer oficial mi libertad y tú preocupada de llegar a tiempo a la clase de kayak. Sonrío como idiota solo con recordar, nunca había visto a mujer más excepcional —y considera que conozco a mi mamá—, tenías puesta una coleta despeinada que no cumplía su función de apartar el cabello castaño entrecano de tu rostro de porcelana, e ibas vestida de forma aleatoria: unos aretes grandes verde chillón, una playera negra tres veces tu talla con el logo de Batman amarrada con un nudo que dejaba ver tu abdomen morocho. Los pantalones —¿cómo no? — eran de yoga, y la mochila de un asa llena de chapas de marcas y países varios cruzaba tu espalda de un modo desordenado. Eras todo un caso cuarentón ¿para qué negarlo? Pero en la monotonía de dos matrimonios fallidos y un trabajo de oficina por lo demás, aburrido. Conseguiste colarte en mi cabeza una y otra vez, tanto que se convirtió en rutina y cuando pensé en besarte ya no me asusté. Estaba decidida a 34


encontrarte otra vez y pedirte una cita ¿siquiera recordaba cómo era eso? ¿Hace cuántos años no tenía una cita? ¡Y con una mujer! ¡Mírame nada más! Créeme cuando te digo que me volviste —y vuelves— loca. Entre mi desesperación, angustia y nervios no conseguía pensar una forma de encontrar a una mujer con tales características en la gran ciudad. Podías ser llamativa, pero nunca tanto para que todo el mundo te conociera. Por fin unos meses después, por pura casualidad y autocompadecimiento, decidí ir al cine a ahogar mis penas amorosas —inexistentes— con palomitas de maíz y una película de romance empalagoso barato y cursi, pero no terminé en esa sala de cine, sino que te vi a lo lejos mientras compraba bocadillos y te seguí, mi querida Marian, a ver una película de terror de lo más cutre que me sigue causando pesadillas cuando me acuerdo —vas a tener que abrazarme esta noche porque si no, no duermo, te lo advierto—, pero ¿qué importaba? Por fin iba a poder pedirte esa cita, aunque sentía que los nervios me iban a traicionar en cualquier momento. Pues, qué podía decir que no sonara espeluznante —aún más que seguirte a tu sala de cine—, no podía llegar y pararme frente a ti diciendo “¿Me recuerdas? Me chocaste con tu skate hace unos meses y no he dejado de pensar en ti. ¿Quieres ir por un café, aunque a mí no me guste el café?”. Era impensable, o bueno, casi impensable. Porque si recuerdas bien fue justo lo que dije —ay de mí, doy vergüenza ajena—, y para mi inesperada y grata sorpresa aceptaste ese café. Aunque fue una mala idea porque resulta ser que a ninguna le gusta el café, y mejor nos fuimos a comprar unas papas fritas por ahí. Pero no me arrepiento de nada, estaban deliciosas... y además me diste una oportunidad, aunque soné extraña en mi petición, lo cual se agradece siempre. Así pasaron muchas cosas después y eso ambas lo sabemos muy bien. Entre risas, juegos y travesuras, malos ratos y discriminación, tormentas y días soleados hemos navegado esta extravagante marea que se considera nuestro amor. Me enseñaste muchas cosas Marian, cómo el amor es igual a las aves: volando alto cuando es libre y amargo cuando lo encierran con cadenas de oro. Me enseñaste que hay que vivir con pasión y orgullo de quienes somos, que lo que dicen los demás vale un comino, y que nunca se es demasiado viejo para volver a ser niños e imaginar un mundo mejor. También con tus obras y murales por todos los rincones de la casa dejaste atrás a esa mujer tan estructurada e infeliz que era yo hace cuatro décadas atrás, así que te digo gracias cariño, por todo lo que haces y más sin llegarlo siquiera a notar. Porque aún hoy sigues con la crisis de los cuarenta a tus ochenta años siendo 35


igual de loca que siempre, mientras que yo feliz te digo que no tuve otro divorcio ni matrimonio infructuoso, solo una relación muy larga, romántica —y apasionada— con la mujer que amo. Esa hermosa y colorida mujer con más experiencias y aventuras que canas y arrugas. Y esa eres tú. Mi Marian, que no es mía ni del mundo, pero que aun así nos tiene a todos entre sus manos arrugadas manchadas de pintura y grasa de su confiable patineta. Pues con una de sus sonrisas aperladas y una mueca de sus avejentados rasgos de porcelana nos consigue a todos hipnotizar y dejar el corazón de muchos en vilo, incluyendo el mío. Marian, mi dulce, loquilla y feroz Marian.

BELÉN AGUILERA Chile

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uando Sara abrió la puerta del aula por primera vez, todos mis compañeros de clase giraron sus cabezas, casi simultáneamente, para observarla. Llevaba una mochila colgando de un solo hombro, había adquirido una postura rígida ante el olor de las miradas de tantas personas y frotaba sus manos como si fueran dos piedras con las que quisiera generar fuego. Había algo en su timidez que me hacía sentir unas ansias abrasadoras de abrazarla como si fuera un oso de peluche. Quizá eran sus ojos teñidos con el color de la dulzura y tan profundos como el universo, ampliados por las lentes de sus gafas; quizá era la manera en que movía su cabeza cuando examinaba sus alrededores; o igual eran sus labios. La profesora, tan acogedora y alegre como siempre, la recibió con una sonrisa de oreja a oreja y le dijo “bienvenida, Sara, estoy muy contenta de poder hacer tu primera clase en este magnífico colegio, siéntate en algún asiento libre”. Por supuesto, el único pupitre vacío era el que estaba a mi lado, en el rincón más aislado del aula. Sospechaba que todo era culpa de Héctor y sus burlas. Todos mis compañeros me llamaban yeti; antes el apodo era ogro, pero a Héctor le parecía más gracioso yeti. Sabía que, con mi físico que hacía justicia a mi sobrenombre, podía pelear con Héctor y hacerle mucho daño. Lo suficiente para que lo hubieran de hospitalizar. Sin embargo, jamás me armé con el suficiente coraje y locura como para solucionar problemas mediante métodos violentos. ¿Qué consecuencias habría de asumir? ¿Cómo miraría a mis padres cuando estos supieran que su hijo había dañado a otro ser humano? Por ello, cuando Héctor me decía gigante, eres un gigante, o se reía de mi voz similar al sonido de un saxofón, hacía todo lo posible para ignorarle, a pesar de que a veces no podía evitar una lágrima que quería salir desesperadamente de mis ojos. Sara se sentó a mi lado y extrajo todo el material escolar que necesitaba de la mochila. La observé con discreción y con el mismo interés que un biólogo estudiando la anatomía de una especie de insecto recién descubierta. Quería decir hola, cómo estás. No tenía ningún problema en articular aquellas palabras, en realidad. La dificultad estaba en el tono. Consciente de mi estado de ánimo —mi corazón palpitaba demasiado rápido, respiraba con mucha más dificultad de lo normal—, decidí no abrir la boca, puesto que, si lo hacía, hablaría con una voz ridícula. Así pues, intenté mantener mi vista clavada en la pizarra mientras cruzaba mis dedos debajo de la mesa, deseando que ella no me dijera nada. Afortunadamente, ella solo se concentró en tomar sus apuntes. La lección terminó unos minutos más tarde. Sara salió del aula para ir al 38


lavabo, moviéndose con mucha más seguridad, aunque a veces parecía algo desorientada. Héctor, aprovechando que estaba de nuevo solo, se acercó a mí y me dijo mírame, coño. Lo ignoré, por lo cual él agarró mi barbilla con odio y levantó mi cabeza. —Que me mires, te he dicho. Resoplé, cómo si ya conociera la sucesión de eventos que iba a transcurrir a continuación. —¿Qué quieres? —dije. —No te hagas ilusiones con esa chica —dijo Héctor—. Ya he visto cómo la mirabas con cara de imbécil. Parecías retrasado. Cómo se te caía la baba. Si se ha sentado a tu lado, es porque no tenía ninguna otra alternativa. ¿Quién querrá salir con un gorila tan feo como tú? —Muy bien —intenté disimular el dolor que me provocaban aquellas palabras, porque, en el fondo, eran ciertas—. ¿Algo más? —Sí, muérete —fue el modo de Héctor de concluir aquella conversación antes de regresar con sus amigos. Sara regresó nada más me hallaba de nuevo solo. —Hola —dijo en voz baja—. Perdóname por no decirte nada antes. Quería estar atenta para no perder el ritmo de la clase. Le sonreí de la mejor manera que pude y le dije mi nombre. Me dispuse a darle la mano, pero al final opté por no hacerlo, pues aquella hubiera sido una introducción demasiado formal. —Qué nombre más curioso —dijo Sara—. Me gusta. Yo me llamo Sara. —En… encantado. —Cuando he entrado en este cole, he pensado que era muy chulo —se acomodó en su silla—. Me gusta mucho este barrio, aquí casi a las afueras de la ciudad. —Sí… Se está muy bien aquí, vivo cerca. —Ah, ¿sí? Pues eres un privilegiado. Yo tengo de estar todo el día soportando el ruido del centro de Barcelona. Tengo de dormir con tapones y todo, si no, no hay manera. El profesor de ciencias, quien había de hacer la siguiente lección, estaba tardando más tiempo de lo esperado para llegar al aula, pero no lo advertí, pues estaba sumergido en el mar paradisiaco de la voz de Sara. —¿Y qué te gusta hacer en tu tiempo libre? —fue la manera de Sara de reanudar nuestra conversación, que se había frenado por mi carencia de dotes 39


comunicativas. —Pues… no suelo salir mucho. Prefiero quedarme en casa —entonces pensé ¿se lo explico o no?— con mis cosas. Música, videojuegos, libros, películas. Sobre todo, escuchar música —entonces pensé venga, se lo explico, por una persona que me hace caso—. También me gusta ir a la guarida. —¿Qué guarida? —No es ninguna guarida. Es un sitio que llamo guarida. Sara hizo una vuelta de noventa grados, de modo que su cuerpo apuntaba hacia mí. —¿Y qué es ese sitio? —dijo. Tomé aire para tener el valor de decir: —Si puedes y quieres, cuando salgamos te lo enseño. Es mejor verlo que imaginárselo. Ella aceptó sin dudar y, por el resto de clases que hicimos aquel día, me lanzó unas miradas de intriga, como si no pudiera sacar de su cabeza el enigma de la guarida. Yo, por mi parte, me sentía alegre por primera vez en demasiado tiempo. A las cuatro de la tarde, cuando el timbre sonó, Sara corrió hacia mí y dijo, llévame a la guarida, quiero ver lo que es ya. Sonreí para mí mismo, pero no disfruté del trayecto que hicimos juntos, puesto que temía decepcionarla tras dejarla en vilo durante tantas horas. Anduvimos por las calles desiertas de mi barrio, en las cuales los padres del colegio aparcaban en doble fila para recoger a sus hijos rápido y entrar en el coche antes de que llegara la policía. Tras cruzar un par de calles, llegamos al descampado, al cual accedimos a través de un sendero delimitado por cañas de bambú que, a mi juicio, parecían rascacielos. Sara observó por primera vez el descampado, que estaba lejos y cerca de la ciudad al mismo tiempo, y me preguntó si estábamos cerca. Yo dije: estamos a punto de llegar. Penetramos en una pequeña arboleda, hasta que llegamos a una pequeña casa aparentemente abandonada. —Esta es la guarida —dije, esperando ver en Sara una expresión de agradable sorpresa. Era una estructura que preservaba muchos muros de ladrillo y, en general, estaba en excelente estado. No obstante, me había visto obligado a reparar alguna parte, por lo cual había algún trozo de chatarra o material de aspecto atroz. Aun así, mantenía su encanto, no tanto por su estética, sino por su localización. Ella y yo éramos libres porque estábamos aislados; libres de la supervisión de cualquier 40


persona; libres porque los árboles, al cubrirnos del exterior, nos permitían romper las reglas. —¿Te gusta? —dije. —¿Esto es tuyo? —dijo Sara. Solía refugiarme en la guarida cada viernes por la tarde. Lo había hallado cuando tenía solo ocho años, mientras huía de Héctor y sus amigos. Desde entonces se había convertido en el rincón en que me relajaba y me olvidaba de mis inquietudes. —Sí —dije—. ¿Quieres entrar? Sara asintió. Con el paso de los años, había introducido más muebles en la guarida para poder realizar todas mis aficiones dentro. Primero unas sillas y una mesa, los muebles más fundamentales, que mis padres querían tirar porque estaban algo desgastadas. Después hallé un antiguo reproductor de discos de vinilo cerca de un contenedor y varios discos de los años sesenta y setenta. También tenía una estantería con manuales y libros rotos. La posesión que más apreciaba, sin embargo, era mi guitarra, que por supuesto pocas veces dejaba dentro de la guarida por temor a que alguien la robara. Sara observó el interior sin decir nada. Por sus ojos sabía que tenía muchos pensamientos circulando en su mente. Mis muebles no eran de la mejor calidad, pero había intentado distribuirlos de modo que generaran algún efecto estético. Inserté mis manos en los bolsillos, a espera de algún comentario de Sara. —Qué chulo es este sitio —dijo, a mi alivio—. Me encanta. —Cuando quiero estar solo, vengo aquí —dije—. Nadie me molesta. —Ya me lo imagino… no sabes cuánto me gustaría tener un sitio así. Pero vivo en el Eixample, y por tanto no puedo. Ahí hay gente por todas partes. ¿Hay alguien más que sabe que este sitio existe? —Solo tú. Ni siquiera mis padres lo conocen. Intento mantenerlo en secreto, pero, mientras hablábamos esta mañana, pensé que sería buena idea llevarte aquí. En mi guarida sentía que podía hacer lo que quisiera. No había de reprimir ninguna sensación y tampoco había de soportar a Héctor. Ni siquiera había de regular mi conducta para ser educado con nadie. Era, en definitiva, mi paraíso terrestre. Muchas veces tenía la sensación de que el edificio estaba vivo, que tenía un alma dentro que me conocía a la perfección. Me había visto reír, llorar, hacer locuras, bailar fatal, tocar música, leer, escribir poesía. Muchas otras actividades más. Y ahora, me había visto disfrutar del placer mágico de interactuar con mi primera amiga. Sara halló mi guitarra, que estaba yaciendo en el suelo, tonto de mí, me la 41


había vuelto a dejar, algún día me la iban a robar. —¿Sabes tocar la guitarra? —dijo. —Poco y mal —dije. —Me encantan las guitarras. Mi padre me regaló una cuando tenía seis años. Era una mierda, estaba hecha de un plastiquillo de mala calidad y sonaba fatal, pero me encantaba tocarla. Desde entonces la guitarra ha ocupado una gran parte de mi vida. —Qué bien. —¿Te importa si toco alguna cosa? —No, me encantaría oír cómo lo haces. Sara se sentó en una silla y tocó una serie de melodías. Las reconocí todas, aquella música era magistral, pero en lo que más me fijé fue en sus dedos y cómo se movían entre las cuerdas. Casi podía sentir el tacto de su piel. Ella no me vio porque tenía los ojos cerrados. Al terminar, me preguntó qué me había parecido. Le dije increíble, ojalá pudiera tocar algún día así. Después hablamos sobre nuestra música favorita y ella me enseñó unas técnicas de guitarra que antes desconocía. —Nunca has hecho una clase de verdad, ¿no? —dijo. —No, con vídeos en internet ya tengo suficiente. ¿Hay algún problema? —Deberías apuntarte algún día conmigo a las clases. Aunque no sepas demasiado. En internet hay mucha mierda y a veces te dan consejos que lo único que hacen es empeorar tu nivel. Silencio cómodo de unos minutos. Era la primera vez que me sucedía aquello con cualquier persona. Ni siquiera se me ocurrió que aquello pudiera ser malo. Sara miró el reloj y dijo “¡huy!, ya son las seis, qué tarde, bueno, me lo he pasado muy bien, mañana nos vemos”. Me miró a los ojos y me besó en la mejilla. No tuve tiempo de decir nada y, mientras se iba, yo la observé mientras tendía mis dedos donde la huella de sus labios fríos se había cristalizado, aún no enamorado del todo.

WILLIAM DOVE ESTRELLA

España

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-¿E

ugenia? —fue lo primero que atiné a decir cuando vi su rostro reflejado en el espejo de la recepción del restorán. No podía ser otra, su hermoso cuello y su piel color caramelo estaban intactos a pesar de los veintisiete años que nos separaban de aquella noche de amor en estado puro. Yo le había mentido, lo sé, pero quién no miente cuando de amor verdadero se trata. Yo estaba casado, pero la piba me había roto todos los esquemas. Estaba dispuesto a todo, si no se hubiese desvanecido como un espejismo en la peligrosa ruta del olvido. Me vino a la mente aquel anochecer en el Cerro Catedral, cuando le prometí amor eterno. Primero fue como un juego, quizás como un engaño para lograr mi cometido, pero ese señuelo que había preparado con tanta astucia hizo que yo cayera en mi propia trampa, la trampa de uno de los mayores males: el amor. El mozo nos trajo la carta y a continuación dos copas de champán. Mi nena no estaba bien, la muerte de su madre le había cambiado el humor, la pelea con su ex tampoco la había ayudado ni un poco. Sentía que ella esa noche quería hablar conmigo y contarme cosas, pero la presencia inesperada de Eugenia me había desconcertado. No podía dejar de mirar hacia la mesa en que estaba ella con ese tipo. Evoqué el momento aquel en que estábamos sentados bajo el cielo estrellado de Bariloche, cuando quise explicarle cómo los montañistas lo utilizan para ubicarse cuando pierden las referencias. Ahí le mostré, ostentando mis magros conocimientos de astronomía, las Tres Marías, la constelación de Orión, la Osa Mayor y Sirio, la estrella más brillante, la que los antiguos egipcios llamaban la estrella roja. Después de ese viaje yo también había perdido las referencias, estuve perdido por años a pesar de que para muchos haya sentado cabeza. Nunca me había olvidado de ella, por algo cuando supe que mi esposa iba a parir una nena no dudé un segundo en ponerle también Eugenia. Lo que fue un tremendo error, ya que más allá de homenajear al verdadero amor de mi vida, esa estupidez se había convertido en mi pequeña y cotidiana tortura. Ese día de los enamorados mi hija me invitó a cenar. Realmente era poco común que una chica con su belleza y juventud quisiera ir a festejar ese emblemático día con su padre. Quizá pensó que yo estaría solo, tan triste como ella por la ausencia de su madre, pero la veía rara ya hacía un buen tiempo en el estudio, por eso fue que acepté la invitación. Yo sabía que ella era una chica madura y que cualquier problema que tuviese 44


sin duda lo sabría superar. Sin embargo, sin ser muy perspicaz, percibía en el aire que algo no estaba nada bien. Mi atención hacia ella era tan fugaz como esas estrellas que surcan el cosmos. La miraba, le decía dos palabras, tomaba la copa y de forma inevitable volvía a mirar hacia la mesa de Eugenia. Uno cree que los recuerdos son una especie de pan lactal, que se van apilando uno tras otros sin ninguna jerarquía, pero en mi cabeza solo aparecía aquella carita, con su campera de abrigo, abrazándome hasta que el mundo parase de girar. Reviví el instante en que le sugerí que hiciéramos un pacto, ese pacto que cumplí como un mandamiento. Consistía en que si las circunstancias de la vida nos separaban, cada noche que nos sintiéramos solos, cada uno de nosotros, en el lugar donde estuviésemos, buscaríamos a Sirio en el cielo y esa iba a ser la señal de que aún estábamos unidos. El mozo me trajo el salmón, no sé si estaba insulso, mal cocido o si todos mis sentidos estaban tratando de localizar a ese ser que había sido tan importante en mi juventud. Solo probé dos bocados. Yo había salido con varias chicas, era una especie de latin lover. Era fácil para mí tener sexo con ellas, yo era el guía y ellas las guiadas, enloquecidas, liberadas, tratando de romper con todas las reglas y volver transformadas a una vida adulta que las esperaría repleta de sorpresas. Hace un par de años descubrí el tema de Coldplay Sky full of stars en la radio, y el recuerdo de Eugenia me atormentó cada instante de mi existencia. Había abierto una cuenta en Facebook a pesar de mi aversión a las redes sociales solo para tratar de encontrarla. Recordaba el nombre de su colegio, el María Auxiliadora, pero jamás había logrado aprender su apellido, con lo cual mis largas búsquedas desesperadas habían sido en vano. Por eso verla reflejada en ese espejo fue para mí una especie de milagro, algo que aunque parezca ridículo lindaba con lo sobrenatural. Mi hija fue al baño y mi otra Eugenia se levantó de inmediato y se dirigió al mismo lugar. Yo había fantaseado miles de veces con encontrarla como a Penélope, sentada, tejiendo, en una estación, con su bolso de piel marrón y su vestido de domingo. Pero jamás pensé reencontrarme con ella, después de tantos años, en una situación tan particular. Fue por eso que la felicidad de volverla a ver era tan extraña que, más que un encuentro, parecía una despedida. Pensé en levantarme y esperarla a la salida del baño solo para poder decirle un par de palabras, todo lo que la había extrañado durante todos estos años, pedirle perdón y preguntarle si era feliz con ese tipo que había dejado en la mesa. Pero me 45


censuré inmediatamente, no quise avanzar más de lo que correspondía, no me parecía correcto tratar de reconquistar a una mujer casada y para peor estaba el riesgo de ganarme un escándalo por lo mal que me había portado con ella al ocultarle mi estado civil. Las dos volvieron a sus correspondientes asientos. Mi hija seguía con cara de resignación, y la otra Eugenia ahora me miraba con un dejo de odio. Pedimos un café y la cuenta. Me quería escapar de ese lugar lo más pronto posible. Nos dirigimos a la puerta del restorán para esperar a que el valet parking nos trajese nuestro auto. De pronto salió Eugenia y me saludo con una frialdad que cortaba el aire. Se puso a hablar con mi hija como si le estuviera haciendo una indagatoria. Le preguntó su nombre, y al ver que eran tocayas su rostro se llenó de luz. Sin pensarlo miramos juntos el cielo de Buenos Aires tratando de ubicar a Sirio, la estrella roja, y así nuestro punto de vista celestial nos abría un nuevo camino en el intrincado firmamento de la vida.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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«Basado en la vida de María de Zozaya nacida en 1530 y cuya defunción fue causada por torturas inquisitoriales en 1610. Vivió en Rentería y murió en una mazmorra en Logroño.»

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angre de la tierra, de la vida y del espíritu carente de libertad. Mar magnético que me arrastró hasta sus límites para gozar con el arenal fruto de su generosidad. Alimenté mi mente con viajes que atravesaban su ondulada superficie a bordo de veleros, carabelas o manejables txalupas sin llegar nunca a un destino fijado, sin esperar nada distinto al mecer de mi cuerpo por el arrullo constante de sus aguas y ese olor salado que desprende. Dejé las montañas, pobladas de verde colorido, tan acogedoras y rebosantes de recursos, para admirar su inmensidad. Joven, niña e ingenua, me acerqué hasta el lugar más próximo donde el océano acariciaba la costa, insistente, tenaz, cariñoso como un buen amante sabedor de conseguir poco a poco el fruto de su perseverancia. En la ciudad prometida, construida bajo su amparo, San Sebastián. Todavía recuerdo ahogarme ante tal descomunal presencia, anulando mi propia existencia con el único anhelo de aprender sus secretos, esos misterios que rondaban por el aire con el que todos los mortales respirábamos afortunados. Vegetales, alimañas, aves y animales pequeños o grandes se mostraban transparentes ante mis cada vez más desarrolladas facultades, pero esa extensión azul, oscura, escondía riquezas inalcanzables. Esta lejanía las hacía, si cabe, más atractivas. Las gaviotas podían sobrevolarlo sin encontrar la manera de recorrer toda su extensión. El horizonte infinito desesperaba a cualquier aventurero impaciente por llegar a cruzarlo. Podría albergar todos los sueños de los seres humanos desde el comienzo de los tiempos. La juventud, bendito coraje inconsciente, me bañó de energía necesaria para enfrentarme a todos los retos que marcaban mis pasiones. En los ojos de varios mozos encontré otro tipo de placer y un asombro continuo al verme depositar mi ropa en el banco del batel, con el que salíamos a alta mar, lejos de la costa, lejos de las miradas morbosas y donde antes de perdernos en la excitación de nuestra piel me lanzaba desnuda, como una punta de flecha, hacia las profundas aguas que nos sostenían. Intentaba atravesar todas sus capas para encontrar la esencia reveladora que me ayudara a comprender hasta dónde llegaba este hermoso continente, buceando en su contenido. Era un pez compartiendo mi vida con el resto de los animales marinos. Incluso me consideraba parte del mar. Yo golpeaba las rocas hasta convertirlas en polvo de arena. Cobijaba a todos los seres que poblaban mi interior y 48


engullía barcos repletos de tesoros con los que decorar mis estancias. Alguna vez me pareció sentir la presencia de una enorme ballena viajando a algún lugar fantástico donde sería venerada como un dios mundano. Y el pueblo cantaba. Si lanzas al mar todos tus problemas no se van sin más, vuelven con la marea Elige un lugar sin castillos de arena Cuida tu amor y olvida tus penas «Forma parte de Dios», me decía a mí misma. Algo tan complejo repleto de criaturas excepcionales, como los mismos cetáceos, avalaban, en mi cabeza en gran medida la figura de ese ente superior al que adorábamos. Dios. Se suponía que era portador de justicia, bondad y humanidad. Todo estaba al alcance de todos y podíamos utilizarlo. En qué momento se torció el camino que partía de él y nos unía al final de nuevo con su presencia. A nuestra imagen y semejanza los incontables cambios de humor del océano, que delimitaba el territorio, dejaban entrever su carácter divino mezclado con lo humano, confundiéndolo todo en un borrón ennegrecido. La clama se perdía de repente como un mal gesto ante algo reprochable. Un aviso de pura violencia. De origen celestial sin ninguna duda. Aguantaba mis ganas observando el poder de las incontables fanegas juntas por un mismo fin y sincronizadas en movimientos hipnotizantes. Me fastidiaba no poder navegar por esos lomos salvajes, envidiando a los también innumerables habitantes de las aguas profundas, que participaban en todos los estados de ánimo de su fiel cobijo. Una mujer no podía trabajar en un barco pesquero. Incluso, no debería pisar ningún cascarón que flotase, bajo pena de mal fario. Se me escurría entre mis manos, con el tiempo, el sueño de aprender a moverme por un ballenero y explorar lugares lejanos. Ver situaciones o pueblos que pocas personas habían visto fue quedando en un segundo plano desplazado por la necesidad de seguir una trayectoria marcada por la sociedad. La vida cotidiana y ordinaria se apoderó de todos a mi alrededor y sucumbí sin remedio. Aunque el papel de inquieta marinera desapareciera de mis posibles roles no abandoné la necesidad de empaparme con lo que la naturaleza me ofrecía. Hierbas, insectos, árboles, plantas, animales y seres vivos en general tenían algo que ofrecer en mayor o menor medida al ser humano. Obra toda ella digna de su creador. Y pude aprender a utilizarla para el beneficio de la comunidad. Construí una vida junto a un buen hombre con el que compartir el frío invierno y las cálidas tardes de verano. A 49


pesar de todo, los paseos por las playas y acantilados llenaban de gozo nuestros cada vez más ancianos corazones aportando las dosis adecuadas de fuerza para aguantar los distintos temporales. De la mano de los defensores de Dios. Esa extremidad temida por creyentes y herejes se llevaba más almas que el prodigioso mar. El carnaval al que sometían a las más puras intenciones hacía las delicias de oscuras perversiones reprimidas por votos imposibles de cumplir. Solo así se explicaban las atrocidades cometidas. Los nubarrones se posicionaban sobre los afectados como si intentaran evitar que alguien en las alturas pudiera ver lo que estaba pasando. Rompía el aire un ruido cortante fruto de la fricción del látigo agitado con saña con intención de castigo. Fui condenada a reconocer al diablo como un ser superior facultado con un conocimiento profundo del que yo me beneficiaba. De esta manera reconocía la ignorancia de nuestro Señor, el Creador y su incapacidad de enseñarme lo que sabía. La imaginación, como arma de doble filo, es capaz de alimentar el espíritu hasta empujarlo a realizar acciones maravillosas y también, puede poblar tu cabeza con imágenes insanas, sin sentido, que te acercan a herramientas de tortura. El poder siempre se manifiesta cuando lo sufren las personas a menudo los más débiles. Si viene envuelto por hábitos de cualquier tipo de interés se convierte en una prolongada tragedia. Yo era un juguete en manos del mal. Me lo repetían y estaba de acuerdo al ver mi estado y quien me lo decía. Las fuertes tormentas que asolaban los mares cumplían mis deseos de sesgar vidas en el nombre del príncipe de las tinieblas. Asistía a aquelarres mientras un diablo me suplantaba en mi hogar yaciendo con mi marido y relacionándose con el vecindario con el fin de encubrir mis abominables reuniones. Con más huesos rotos que sanos el hombre bueno con el que enlacé mi vida, acusado de gran hechicero, me echó en cara el haber tenido encuentros carnales con un demonio, con mi aspecto, mi olor, mi calor. ¿Cuál era la verdad en toda esta historia? Mi mente se encontraba colapsada por tantos hechos fantásticos y tantos maltratos. Cuando caí de rodillas en la húmeda mazmorra, me encontraba contenta y tranquila por haber vivido tanto tiempo. Gotas de sangre mojaban mi temblorosa mano. El rojo líquido cubría todas mis arrugas llenándolas hasta desbordarlas al igual que la lluvia cubre las heridas creadas sobre las montañas y los valles, confluyendo en caudalosos ríos que acaban por verter su contenido en los inmensos mares. Las fuerzas se me escapaban y no podía dejar de pensar en la arena mojada bajo mis pies, en la fría caricia del agua en la orilla sobre ellos, constante, agradable, relajante. Ahora me podía liberar del cuerpo, ancla terrenal, e ir a explorar sus vastas 50


extensiones sin miedo a los temporales, sin nadie que me atase.

JORGE GARCÍA GARRIDO

España

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a tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades —exclamó el papa Francisco sujetando temblorosamente su escapulario—. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. Calló un instante, dejó el escapulario a un lado y miró a su alrededor. Nunca se imaginó que estaría bendiciendo a un mundo imaginario y virtual. «Las cosas se han salido de control», pensó, «realmente, ¿nos has abandonado, Señor?». Cerró sus pequeños y pesados ojos, suspiró como quien no aguanta más una mentira, abrió sus ojos ya vidriosos y miró hacia ese cielo gris y oscuro que se posaba sobre una ciudad sepulcral, sobre un país azotado por una pandemia inventada. Bajó su vista y observó la plaza de San Pedro vacía, ni siquiera las palomas estaban. Empezó a dudar sobre su fe cuando vio cómo se dibujaban unas ondas circulares sobre el gran charco de agua que se extendía sobre la plaza. —Con la tempestad se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar —dijo súbitamente encajonado en vacilaciones y nerviosismo—; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos —calló un momento, levantó la mirada de su libro y miró, a lo lejos, las cámaras que transmitían al mundo su mensaje—, esa pertenencia de hermanos. El fuego a su lado se estaba extinguiendo así como su fe en la salvación del mundo. El agua empezaba a penetrar las tejas de aquella capilla improvisada, sentía cómo las gotas, desprendidas del techo, caían sobre su sotana blanca. La tristeza consumió la pasión con la que había hablado al inicio de su evangelio. Ya todo estaba próximo a terminar. —Descargamos en ti todo nuestro agobio, Señor, porque sabemos que tú nos cuidas —dijo exhausto. Cerró su libro, volvió su mirada hacia una plaza enteramente vacía, dirigió sus ojos al obelisco del Vaticano y vio aquella cruz en lo alto. «Que todo pase, Señor, bendícelos a ellos. Que este pueblo se salve». Hizo una venia a las cámaras que lo veían, y se dirigió, caminando lenta y pesadamente, hacia el ícono de la “Salus Populi Romani”. «Acaso esto es un castigo, Padre, por las tinieblas que hemos sembrado en todos estos años. Nadie te dijo que el mundo te desobedecería. Tú no lo sabías, ni mucho menos yo, Señor, que estoy aquí por emisión tuya. He recorrido muchas tragedias, tal parece que las tinieblas y el mal me persiguen. Padre mío, ¿por 53


qué no te has pronunciado estos meses?». No se dio cuenta de cuando había llegado al ícono, había caminado por inercia, como un autómata. Pensó que debía concentrarse, que el mundo necesitaba fe y alguien seguro que transmitiera esa fe, pero, ¿él tenía fe? Vaciló unos instantes, no sabía qué hacer, cómo actuar. «Es más fácil aparentar cuando hay público» se dijo asimismo. Miró a Jesús en su cruz, cerró los ojos y como quien ya sabe lo que sigue, alzó su mano y tocó los pies de Cristo. Abrió los ojos y continuó su camino hacia el interior de la iglesia de San Pedro. Allí se puso su estola blanca con filamentos dorados, encendió los cirios que estaban alrededor del altar y se sentó en su silla de nogal. Enfrente de él estaba la custodia y una imagen de Jesús en la cruz. «Acabemos con esto, Dios». —Líbranos, Señor, del poder de Satanás y de las tinieblas del mundo. Líbranos, Señor, del orgullo y las presunciones del mundo. De los engaños, del miedo y la angustia, líbranos, Señor. De la incredulidad y la desesperación, líbranos, Señor —. En este momento Jorge Bergoglio sintió cómo su fe se desprendía de sí. Había dejado de decir la palabra de Dios con convicción y con fe. No era solo leer por leer y calmar al mundo. Era una muestra de seguridad y de fe. También, en este preciso instante, el papa Francisco sintió cómo ardía su garganta. Quería toser, quería desprenderse de su voz y botarla lo más lejos posible, pero no podía. Calló un instante, los colores de su rostro cambiaron. Se puso totalmente rojo y una gran vena brotó de su frente. Estaba intentando no toser y controlar su fe. Cerró los ojos e imaginó a Dios que le decía, en palabras energúmenas, que él no debería estar sentado en un trono con poder. Abrió los ojos y tomó una gran bocanada de aire. ¿El mundo lo había visto? Al parecer nadie había notado aquella caída, ni siquiera sus acólitos. Se acomodó sus gafas y continuó con la oración. —De todo los males que afligen a la humanidad, líbranos, Señor. Del hambre, de la escasez y del egoísmo, sálvanos, Señor. De las enfermedades, de las epidemias y del miedo, sálvanos, Señor. De la locura devastadora, de los intereses despiadados y la avaricia, sálvanos, Señor. De la información maligna y de la manipulación de las conciencias, sálvanos, Señor —con su mano se tapó la boca y carraspeó su garganta—. Consuélanos señor, admira a la humanidad aterrorizada del miedo y de la angustia, consuélalos, Señor. Mira a los políticos y a los administradores que cargan con el peso de las decisiones, consuélanos, Señor. Danos tu espíritu Señor para afrontar este peligro que se vuelve dolor. Por último, Señor, si la muerte nos aplasta, si el odio nos consume y si la desesperación nos corrompe y nos cierra el corazón, ábrenos a la esperanza, Señor. Cerró su libro, cerró sus ojos y con su mano acarició la estola; sus dedos 54


seguían la fina forma de los bordados dorados. Se levantó de su silla, fue hacia el altar y agarró con firmeza la custodia de oro. La observó airosamente y salió con ella a la plaza. La mostró a las cámaras. El mundo católico estaba estremecido. La soledad y las oraciones habían conmovido a los habitantes que se encontraban en la casa, encerrados, rezando para que no se enfermaran y no cayeran en la muerte ni en la desesperación. —Bendito seas tú, Señor y todos los santos —dijo con una felicidad que se empezaba a vislumbrar en su cara. Las puertas se cerraron y la transmisión terminó. Dentro de la iglesia de San Pedro, el papa Francisco se arrodilló y tosió imparablemente, tosió como si su vida dependiera de ello. Se arrastró a gatas hasta el altar, y allí tomó el cáliz, sirvió un poco de vino y lo tomó para calmar aquel ardor que sentía. Se quitó la estola, hizo señal a los acólitos que se fueran, y se quedó completamente solo. La llama de los cirios titilantes, veían la desesperación del papa. El cáliz, ya vacío, se tornaba frío e indiferente ante sus manos cansadas y tremulosas. Jorge Bergoglio continuó tosiendo sin razón, aquella tos reverberante chocaba con todas las paredes de la iglesia y formaba un eco de perfecta sincronía con la lluvia que se extendía en el Vaticano. Cuando las llamas de los cirios se apagaron súbitamente, el Sumo Pontífice comprendió que ya todo estaba hecho, que nadie en el mundo se salvaría, ni siquiera él, pues el nuevo coronavirus estaba indudablemente en él y en su fe.

JUAN SEBASTIÁN FERNÁNDEZ RAMÍREZ

Colombia

Página WEB: https://meditaismovanguardia.blogspot.com/ Twitter: https://twitter.com/JuanJuanfer9530

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ra la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda. —Padre. —¿Sí, Jafet? —Tenemos un problema. —¿Cuál, mi primogénito? —Resulta que… —¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano. —¿Qué querés? ¿No ves que estoy hablando con Jafet? —¿Quién carajo hizo estos planos? —dijo Cam, ignorando a su padre. —¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahvéh Elohim! —Entonces, el boludo sos vos, viejo… —¡Blasfemo! —el padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Entonces, interrumpió Jafet: —Espera, padre. Aunque impetuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema. —¿Cuál? —¿Qué te dijo, precisamente, Yahvéh Elohim, respecto a las medidas? —A ver… Acá está. Dijo: «Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura.» —¿Y los codos tomados en qué sistema? ¿Babilonio o asirio? —¡Codos son codos acá y en Egipto! Cam terció diciendo: —Y me querés decir, viejo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro? —Pero… —Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet. —No puede ser… —Sí, padre, ya lo comprobamos. —Pero… ¿Y qué hacemos? —Pregúntale a Yahvéh Elohim. —¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arreglase como pudiera! —Y… vos ya lo molestaste bastante. Y por cada tontera. A quién se le ocurre preguntarle si poníamos cable… En ese momento, entró Naama a la tienda: 57


—¿Qué pasa acá? —Madre… —comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió. —Vieja: están mal las medidas. —¿Cómo? ¿Seguro? —Sí, madre —insistió Jafet—. Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre… Pero entonces, Naama estalló: —¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije: «¿Estás seguro?». «Sí» me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada? Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos mignones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino, y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada ¿Qué vas a hacer, ahora? —Y no sé. Yo… —No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando poner optimismo, pero Naama estaba fuera de sí: —¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que quiso bañarse! Cam insistió: —No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos… —¿De qué están hablando? —dijo Sem, el menor de los hermanos mientras entraba a la tienda. Naama continuó, furiosa: —¡Tu padre! ¡El elegido! ¡El justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le erre en las medidas! ¡Y le echa la culpa a Yahvéh Elohim! —¡Yo no le echo la culpa…! —se defendió el padre. Pero Naama siguió: —¿No pensaste en los vecinos? Estoy cansada de oírlos: «Ahí va el loco del barquito», «¿Así que va a llover mucho, don?», «¿Y por qué, mejor, no inventa el paraguas?». Y vos vas, y le das de comer a esa manga de chismosos que se nos ríen en la cara. Ya los escucho: «¿No le queda algún camarote para alquilar?» «¿Y un gomón? ¿Por qué mejor no sube al hipopótamo a un gomón?» «¿No quiere llevar a mi suegra que es una arpía?» —¿Y cuál es el problema? —dijo Sem, tan pragmático como siempre. —¿Cómo? —dijo Naama. —¿Cómo? —dijo Cam. —¿Cómo? —dijo Jafet. 58


—¿Cómo? —dijo el padre. —Desháganse de algunos bichos… Si bien a Naama no se le pasó por alto que el «desháganse» era una clara referencia al «háganlo ustedes, que yo miro», tan clásico en Sem, inmediatamente vio la ventaja de la propuesta. Y decidió defenderla, como una manera de salvar algo del inminente escarnio al que la someterían las chusmas del barrio. —¡Jamás! —dijo el padre. —Callate, viejo —dijo Cam. —Podría ser… —dijo Jafet. Esa misma noche, en la carpa y a la luz de una débil vela de sebo, mientras afuera Sem bailaba al compás de una música machacona que hacía con sus crótalos; la familia confeccionaba la lista, ante la temible mirada de Naama. —¿Triceratops? —preguntó el padre. —No. Dijimos que ningún bicho de más de doscientos cincuenta mil talentos de peso —dijo Jafet. —¿Y el elefante, entonces? —Ese zafa justito… —¿Sirenas? —preguntó nuevamente. —Claro —dijo Naama—, el señor quiere mirarle las tetas… —Es un bicho de agua —dijo Cam—, que se arreglen solas. —¿Unicornios? ¿Centauros? ¿Pegasos? —Ya pusimos caballos, y son parecidos. —¿Yetis? —Se van a morir de calor. —¿Ñandúes? —¿Y esos? —Más o menos como el avestruz. —¿Y cuál es cuál? —No sé… —Dejalos a los dos. —¿Dragones? —Nos van a quemar el barco. —¿Esfinges? —¿Para qué queremos leones con alas? —¿Mamuts? —No entran los cuernos. Y además ya lo tenemos al elefante. 59


—¿Megaterio? —Ya está el otro perezoso que es más chico… Y así continuaron toda la noche. Un mes después, empezó a subir el agua y el arca se alejó. En cubierta, sin mirar atrás, Noé sonreía. Yahvéh Elohim se regocijó con él. Los animales que quedaron en el islote en que se transformaron las tierras de la familia, miraban sin entender. Algunos lloraban.

DANIEL FRINI

Argentina

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Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza. Paul Géraldy

ómo disfrutaba la lluvia! El repiqueteo de las gotas en mi ventana o el ruido en el toldo del departamento de abajo eran una música increíble. Hasta aquel sábado... Sábado sin programa, recostado en mi sofá, vaso de whisky, escuchando a Piazzolla mientras la tormenta sacudía con fuerza las copas de los árboles. En esa época vivía en un departamento antiguo en Paternal, sobre Espinosa, casi Seguí, con un pasillo largo, cuatro departamentos en planta baja, con patio, al que confluían todos los ambientes y cuatro en planta alta, donde estaba el mío. Escalera de mármol con escalones muy gastados, ambientes amplios, altos, puertas y ventanas mitad madera y mitad vidrio, con banderola y balcón con postigos metálicos. Los gritos de la calle me sacaron de mi trance. Me acerqué a la ventana y el panorama ante mis ojos era aterrador. La calle parecía un río que venía desde Juan B. Justo haciendo olas al rodear los árboles. Las veredas ya no se veían. La corriente había arrastrado un par de autos estacionados y los había amontonado contra el camión de mudanzas, siempre estacionado en la esquina, dejándolos atravesados en el medio la calle. Los vecinos de la vereda de enfrente sacaban agua con un secador, pero la fuerza de la corriente los vencía una y otra vez. Llevaba cinco años viviendo allí y nunca se había inundado de esa forma. No había salido de mi asombro todavía, cuando se cortó la luz. Fui a la cocina a buscar una linterna y fue entonces cuando escuché un grito desgarrador. “¡¡Nooo!! ¿Por qué?” gritó doña Julia, la anciana del departamento de abajo. Corrí al pasillo de mi departamento y me asomé a la pared que daba a su patio. Le pregunté si estaba bien. “Se mojó, se mojó” me respondió entre sollozos. Le pedí que no se moviera y baje corriendo. En la calle el agua me llegó hasta las rodillas. El umbral de entrada era alto por lo que, tanto en el zaguán como en el pasillo, el nivel del agua era menor. Por suerte doña Julia tenía la puerta de su departamento abierta. Entré, alumbré el patio y alcancé a divisar las macetas, una mesa con sillas y el lavarropas al lado de la pileta. El agua tendría una altura de cinco centímetros porque solo me cubría las zapatillas. La llamé y me respondió desde el dormitorio. Entré a la habitación, hice un paneo con la linterna y la vi sentada, a los pies de la cama, con algo sobre su regazo. Su rostro estaba desolado. Repetía una y otra vez “se mojó, se mojó”. La pieza tenía poca agua, y no afectaba al viejo ropero ni a la mesa de luz o la cómoda porque tenían patas. Apoyé la linterna sobre un mueble de manera que iluminara un poco, y me senté a su 62


lado. La abracé, intenté tranquilizarla, ofreciéndole levantar las cosas para preservarlas del agua. Me miró con tristeza y repitió “se mojó, estaba bajo la cama”. Busqué la linterna, la alumbré y entendí. Sus manos temblorosas acariciaban con ternura… ¡un álbum de fotos! Subí a los muebles más altos las cosas mojadas, levanté la heladera, que por suerte era pequeña, sobre dos bancos de madera, el lavarropas sobre dos sillas, y llevé a doña Julia a mi departamento, junto con su gato Bandido, para que descansaran en lugar seco. Cuando volvió la luz, con un secador de pelo, estuvimos varias horas secando el álbum y las fotos, que para tranquilidad de la anciana, no se habían dañado. A medida que lo hacía comprendía más y más su angustia. ¡Toda su vida, toda su historia, estaba en ese álbum! “Para ella debe ser como si se me quemara el disco rígido de la computadora”, pensé. “Y tal vez peor, porque son cosas que no se podrían replicar. ¡Mañana mismo, sin falta, hago un backup!”. El agua bajó al día siguiente. Otras vecinas la ayudaron a limpiar su departamento. El álbum, con algunas arruguitas y ondulaciones, quedó bastante bien. Quedó tan agradecida que una vez por mes, cuando cobraba su pensión, me hacía un bizcochuelo. Jamás se alejó de mi memoria la triste imagen de Doña Julia, abrazada a su álbum de fotos, chorreando agua. Pasaron muchos años, me mudé varias veces, me fui aviejando por afuera y sigo amontonado recuerdos por adentro, pero desde aquel sábado, nunca, pero nunca más, pude disfrutar la lluvia.

OSVALDO E.VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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stoy muy nervioso, no sé qué va a ocurrir. Pero me presento, soy Ernesto Pimentel. El pequeño de la foto. Las que me cogen de las manos son mis hermanas, Patricia y Helena. Patricia es la mayor, la que sonríe. Helena la que está despistada mirando al cielo. Esta es de las pocas fotos que se conservan de nuestra infancia. Estaba en el dossier del orfanato con alguna más. No había ninguna en la que aparecieran nuestros padres. O quizás las hubo y las monjas se deshicieron de ellas para que no los añoráramos si las llegábamos a ver. No lo sé. Esas fotos, por lo que me dijo la directora del orfanato, son de la misma época en la que ellos murieron. Yo no recuerdo nada, ni a ellos ni el accidente ni otra cosa que no fuera mi vida con mi familia adoptiva (que yo creí biológica hasta los quince años). Me adoptaron a mí, pero no a mis hermanas. Mis padres no conseguían procrear y al final recurrieron a la adopción para tener un niño que heredara el negocio familiar y mis hermanas no entraban en sus planes. Sin embargo, siempre mantuvieron en el aire la posibilidad de la reunificación familiar, según la monja. Por lo visto hicieron un ingreso mensual para el bienestar de mis hermanas hasta su mayoría de edad, pero nunca materializaron la adopción. De hecho, yo no supe que tenía hermanas hasta hace unos años. Mi madre, preocupada por su vida al ser diagnosticada de cáncer, me lo contó. En ese momento pensé en buscarlas, pero la preocupación por la salud de mi madre me hizo posponerlo y, posteriormente, dejarlo correr. Para ellas, que sí debían de tener recuerdos, tuvo que ser muy duro tener una vida normal y, de repente, perderlo todo porque tus padres mueren en un accidente de tráfico. Y luego ver que se llevan a tu hermano y a ti no. Según la directora, mis hermanas lo pasaron mal los primeros días, preguntaban por mí y por cuándo volverían los señores a buscarlas a ellas. Pero que, después de un par de semanas, ya no preguntaron más. Aunque reconoce que empezaron a comportarse mal. No es que hicieran trastadas, pero empezaron a aislarse del resto de los niños y no obedecían cuando les daban una orden. Había que decirles varias veces las cosas para que las hicieran. Pero como no eran conflictivas, no le dieron más importancia. Se convirtieron en niñas tristes, me dijo la monja, taciturnas y poco comunicativas, fueron exactamente sus palabras. Pero que ese era un comportamiento habitual en el orfanato, por mucho cariño que ellas les dieran, los niños huérfanos siempre echan en falta a sus padres, fue la excusa que me dio. Cuando Patricia cumplió la mayoría de edad, tuvo que dejar el orfanato, pero entonces Helena pidió irse con ella. Se lo permitieron, haciendo a Patricia la tutora de 65


Helena. Las monjas les consiguieron un trabajo en una empresa de limpieza y lo último que supieron de ellas fue que, al año de empezar, dejaron sus puestos sin avisar ni dar explicaciones. Hasta hace unas semanas, que la Policía acudió al orfanato a recabar información. Ellas, mis hermanas, habían sido detenidas, acusadas de la muerte de varios niños. Niños que habían ido secuestrando a lo largo de los años pensando que eran yo, su hermano pequeño. Me resulta muy doloroso contar esto. Cuando, en un momento de lucidez, se daban cuenta de que el niño no era quien ellas pensaban, en lugar de dejarlo libre, lo mataban. Luego enterraban el cuerpo en el huerto que hay en el patio trasero de la casa donde vivían, en uno de los barrios de la periferia. Por lo visto, el shock que les causó la pérdida de nuestros padres y después la mía les dejó un grave trauma que evolucionó en un problema psiquiátrico grave. Muy grave. Todo se descubrió cuando Helena, más débil, a las órdenes de Patricia, que es más fuerte y decidida, intentaba llevarse el último niño que les recordaba a mí. Ellas explicaban una y otra vez que buscaban a su hermano Ernesto. La Policía investigó y halló el nexo con el orfanato. Y las monjas dieron mi contacto. Quizás si cuando supe de su existencia, las hubiera buscado, habría evitado muchas muertes, no todas, porque ellas empezaron a actuar a los dos años de salir del orfanato. Pero sí muchas. En total dieciséis. Dieciséis criaturas, ¡Dios mío! Los psicólogos que trabajan con la Policía consideraron que sería conveniente que me vieran. Primero tuve que hacerles llegar fotos de mi vida, donde se viera que yo había crecido para que ellas se situaran y comprendieran que aquel niño que separaron de ellas ahora es un hombre. Y esta tarde tengo que presentarme en el psiquiátrico en el que están ingresadas bajo vigilancia para que me vean en persona. No sé qué decirles ni qué me van a decir ellas. No sé si sentir pena por el abandono que sufrieron o el rechazo más absoluto por esa sangre de mi sangre que tan terribles crímenes ha cometido. No sé si verme les ayudará o empeorará su estado mental. Tengo miedo de enfrentarme a esa parte de mi pasado.

YOLANDA GIL JACA

España

Blog: http://elarcondelasmilcosas.blogspot.com.es/ Facebook: https://www.facebook.com/yolanda.giljaca Twitter: @YGilJacaSCR

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A

rrojé mi mochila contra la ventana de aquella casa justo antes de que los soldados me aprehendieran. Mientras me derribaban, pude ver como el vidrio se rompía y mi mochila atravesaba con éxito hasta el otro lado. Entonces sonreí, satisfecho. Lo había logrado. Nunca había vivido una cuarentena. Viví la crisis sanitaria de la influenza porcina, H1N1, en aquel lejano 2009. En aquella ocasión, no fue necesaria una cuarentena total —por lo menos no en mi ciudad—, no hubo toque de queda, ni tampoco se requirió de la vigilancia del ejército en las calles, so pena de arrestar a quien se le ocurriera salir de su casa. Con el COVID-19 era diferente. La gente estaba cada vez más histérica, corrían rumores de toda índole acerca de su origen. Desde una extravagante sopa de murciélago, un virus de laboratorio —en algunas versiones creado por China, en otra por Estados Unidos— diseñado para controlar la economía —en alguna versiones la población— mundial; una mutación natural del virus, como producto de la selección natural, incluso el sujeto de cabellos extraños de History Channel dio una conferencia de como el virus era culpa de los aliens. El día treinta y cinco de cuarentena, el presidente emitió un decreto para extenderla por veinte días más, junto con la utilización de las fuerzas armadas para vigilar las calles y hacer cumplir el toque de queda. Por supuesto, era imposible que vigilaran todo el día, así que la vigilancia consistía en rondines a ciertas horas en determinadas zonas. Por eso no era tan extraño ver personas en la calle, a través de la ventana, aunque con cada día que pasaba, eran menos. Para mí, no era tan difícil permanecer dentro de casa. Me despertaba, almorzaba un par de huevos mientras veía Bo Jack Horseman, después veía un rato pornhub (para desahogarme, claro). Al terminar, jugaba Injustice o echaba una partida de League of Legends. Por la noche descongelaba una pizza y veía una película. Más o menos así era a diario… hasta el día treinta y ocho. Eran las dos de la tarde de ese día cuando la vi. Se ocultaba detrás de mi vehículo, un viejo Chevrolet color verde del año 97. Su cabello era liso, tenía la piel morena, los labios gruesos y los ojos grandes. Cuando se puso en cuclillas noté lo enorme de su trasero, aprisionado por un short de mezclilla azul. Quizá fue eso lo que me animo abrir la puerta. Ella lo notó de inmediato y corrió hasta el interior de mi casa. —Muchas gracias —dijo abrazándome. Luego se retiró, pude ver que tenía algo de miedo en los ojos, así que retrocedí unos pasos, ella se relajó un poco y 68


depositó las bolsas de plástico que traía en las manos. —¿Qué hacías afuera? …¡A un lado! —la jalé lejos de la puerta. Un camión militar pasó frente a la casa. —¡Gra…gracias! —me abrazó, ahora con mayor seguridad. Entonces vi el interior de las bolsas. Eran traslúcidas, pero no había reparado en su contenido. Leche en polvo, fórmula para bebé. —Son para mi hija —dijo como si me leyera el pensamiento. «¿Tienes una hija?, ¿estás casada?». —¿C…cómo se llama? —fue lo que me animé a decir. —Saori, me respondió. Tiene seis meses, yo…yo no le puedo dar más leche. Miré por instinto a sus senos, que me parecieron normales, después reparé en su incomodidad. Para congraciarme con ella fui por mi mochila, la vacié y metí las latas de leche dentro. —Habrá que esperar una hora, en lo que los soldados acaban su rondín de la zona. —Tú… —Iré contigo, tenemos que salvar a Saori. Tenía mucho que una mujer no me sonreía de esa manera. Nos conocimos un poco en la espera, se llamaba Karina, era operadora en una fábrica que hacía volantes, tenía veintiséis y le gustaba Linkin Park igual que a mí. Descubrí que la leche la compró en una tienda clandestina a dos cuadras de mi casa. Quise preguntarle si era casada, pero me acobardé. No tenía anillo en el dedo, aunque eso no era determinante. Transcurrida la hora tomé la mochila y nos escabullimos fuera de la casa. Era importante hacerlo con el mayor de los sigilos, pues había visto en internet, vídeos sobre personas que denunciaban por gusto o por un mal encausado sentido del deber a quiénes andaban en el exterior. En todos los casos la milicia llegaba a los pocos minutos y aprehendían al fugitivo. Por esa misma razón no utilizamos el auto. Estando afuera comencé a sentir miedo, como no lo había sentido desde niño, una parte de mí pensaba en regresar a casa corriendo, pero me dominé. Quería hacer esto por ella, por ambas. —Ya casi llegamos —dijo después de veinte minutos de avanzar, ocultándonos tras vehículos— esa es —anunció triunfante señalando una casa pintada de amarillo. Sacó un celular del bolsillo de su short, escribió en él y lo guardó nuevamente. Estaba por preguntar a quién le escribía, cuando la puerta de aquella casa se abrió y 69


un hombre de barba y cabello negro se asomó. Le hizo una seña a Karina y la animo a correr. Yo me quedé paralizado. Ella llegó con el hombre, este la tomó de las manos y… —USTED ESTÁ VIOLANDO LA LEY MARCIAL, ENTRÉGUESE DE INMEDIATO —el camión estaba a menos de treinta metros. No tenía salvación, pero Saori sí. —¿Me está diciendo que, en ese momento, pensó primero en la niña? ¿En lugar de tratar de huir? —Le estoy diciendo que no pensé. No sé por qué hice lo que hice, solo ahora, mirando hacia atrás me doy cuenta de que fue algo bueno, quizá lo más valioso que haya hecho en mi vida. Ahora, haga lo que quiera conmigo.

J.R.SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza

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-¿H

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a conseguido trabajo en la planta industrial? — preguntó el agente inmobiliario. —Sí —respondió Jorge—. Tenemos que abandonar durante un tiempo la ciudad. Es un nuevo comienzo. Permanecieron unos segundos en silencio. —La crisis... —aclaró Jorge un tanto incómodo. —Le entiendo perfecto. No se hace una idea de la cantidad de gente que se ha vuelto de la ciudad en los últimos tiempos. Comenzar de nuevo siempre es una opción alentadora. Acá en todo momento hay lugar para gente trabajadora. Trabajo hay. Es más duro que en la ciudad, pero con esfuerzo nada les va a faltar. —¿La casa es vieja? —Pero confortable. Ha vivido mucha gente ahí. Es de los primeros lugares que alquilo apenas queda libre, de modo que ha tenido varias remodelaciones. —El precio nos parece adecuado. —Entonces que no se hable más. Bienvenidos al pueblo. Cerraron el trato con un fuerte apretón de manos. 2 —Jorge, Jorge... —llamó ella a través de la cocina. Miró hacia atrás y no vio a nadie. Secó sus manos con un repasador y colgó el delantal en una silla. La casa transpiraba ese particular aroma mezcla de hipoclorito y polvo de los días que siguen a una mudanza. —Jorge —volvió a llamar cuando llegó al centro del comedor. Dio varios pasos hacia el corredor que llevaba al baño y a los cuartos. —¡Jorge! —dijo en un tono cargado de impaciencia. Nadie le respondía. Se asomó a la ventana del primer dormitorio. Observó hacia el jardín. Jorge plantaba unas margaritas junto al camino de entrada. Abrió la ventana. —¡Jorge! —le gritó. El marido levantó la cabeza y observó en su dirección, con esa cara que ponemos los maridos cuando creemos que hemos sido descubiertos en algo. —¿Qué pasó? —preguntó exagerando el gesto. Ella lo pensó unos instantes y se sintió ridícula. —Nada... —dijo y desapareció en el marco de la ventana. 72


A los pocos minutos Jorge entraba por la puerta del frente. —¿Qué te pasó? Ella lucía contrariada. —Nada. —¿Nada? Pensé que se estaba incendiando la casa. —Me siento un poco ridícula... Él la miró para que continuara. —Hubiera jurado que escuché como me hablabas. Pensé que estabas en el baño. —Yo estoy en el jardín hace una hora. Quiero aprovechar el solcito. —Sí, ya sé. —Estoy escuchando la radio, tal vez el viento te trajo... —No, no. No era la radio. Era como un murmullo. Un murmullo de voces. Estaba lavando la cocina y lo escuché como viniendo desde el corredor. Pensé que estabas charlando con alguien en alguno de los dormitorios o escuchando la radio en el baño. Estaba tan distraída que no razoné nada. Cuando te llamé, todo quedó en silencio. 3 —La casa tiene una habitación secreta —dijo él y pareció un niño que revelaba una posible travesura. —¿Cómo que tiene una habitación secreta? —contrarrestó el gesto ella, sin apartar la vista de la novela. —Eso. No tenemos los planos, pero miré en detalle. En estos meses que llevamos acá, cada vez que paso por esa esquina me quedo pensando. La pared del comedor que se está descascarando por la humedad no da a ninguna parte. Los cuatro metros del corredor no pueden nunca corresponder con el baño de abajo. —Jorge —sonó a preludio de reproche—. ¿Desde cuándo te recibiste de arquitecto? Es como si fueras un niño explorando todos los recovecos. Él se recostó contra la cabecera de la cama, perdió la mirada en la penumbra que lo separaba del techo, y se enfrascó en sus propios pensamientos. —De cualquier forma hay que arreglar esa pared del comedor. Se está cayendo a pedazos. —Es yeso sobre la piedra original. —Bueno, habría que comprar yeso entonces. ¿No? —Claro. Pero lo que yo te digo es que la estructura original de la casa es un cubo de paredes de piedra. A mí me parece que en un principio hicieron un cubo 73


dentro de otro. Las paredes interiores de piedra le dan solidez a la estructura. Las subdivisiones y el revoque son posteriores, por eso la estufa de piedra parece salida de contexto. —No te entiendo. Él hizo un gesto de impaciencia. —Hay una pieza interior de cuatro metros cúbicos a la que no se accede por ningún lado. La casa entera está construida alrededor. Hasta es posible que no sea una habitación, que hubiera algo en el terreno que quisieron sortear y usar como pilar de la estructura, como una roca grande, o un defecto como un pozo. —Deberías hablar con el hombre de la inmobiliaria. 4 —No sabemos bien cuándo fue construida esa casa. —¿Cómo? —Digamos que el pueblo no es tan viejo, apenas tiene poco más de cien años. La casa es más antigua, ya estaba aquí cuando se fundó el ayuntamiento. —Estoy convencido de que tiene una habitación central tapiada. —Es posible. Jorge no pudo evitar mostrar su asombro. —Ya sabe algo al respecto… —dijo. —No son los primeros inquilinos que manifiestan inquietudes sobre eso. —Creo que tal vez no sea una habitación. Que sea una recamara de piedra para sostener una ampliación futura. O una base sólida para sortear algún obstáculo. —Eso me parece a mí muy posible. —¿Que hayan evitado un defecto del terreno? —Hace tiempo se pensaba que donde está la casa había un pozo de agua, un aljibe. Y que los constructores levantaron la casa alrededor para aprovechar el suministro de agua. Con las conexiones modernas el sistema quedó obsoleto. Pero como la casa está construida en una colina, la idea del pozo ahí arriba, antes de que la construyeran, parece una locura. Yo nunca lo creí. Las historias más antiguas dicen que las piedras con las que se construyó el pozo eran las ruinas de alguna otra construcción de un pasado lejano, de la colonia. No me pida que profundice demasiado en esto. Lo único que me imagino es que pudo ser una torre colonial con un extraño subsuelo. Pero no he realizado ninguna investigación al respecto, de modo que no me haga caso. —Ha dicho que muchos inquilinos se han quejado. —No. He dicho que mucha gente ha vivido en esa casa en las últimas décadas. 74


Algunos, la amplia minoría, han manifestado inquietudes acerca de la forma de la casa. Supongo que la falta de ese espacio parece evidente. Pero la verdad es que no sabría qué decirle. He escuchado muchos argumentos. Pudo ser un depósito de carbón o vaya uno a saber. —¿Qué es lo que quiere decir que mucha gente ha vivido en la casa? ¿Nadie se queda mucho tiempo? El agente inmobiliario sonrió. —Esa casa es lo que yo llamo un negocio feliz. Jorge imitó la sonrisa. —¿Es tan así? —Han tenido una suerte tremenda de encontrarla vacía. No se imagina la cantidad de parejas que llegan con una mano adelante y otra atrás y a los pocos meses levantan su vida y regresan a la ciudad. Es un lugar mágico. He visto mucha gente desmoronada levantarse en esa casa y salir altivos. Parece que transformara a las personas. 5 —La puerta está abierta, Jorge. —¿Cómo? —La puerta tapiada que encontraste detrás de la chimenea. El revestimiento se estaba descascarando. Hoy vi la madera de la puerta debajo de lo poco que queda del yeso. —Ya hablamos de esto. No es para preocuparse. —Jorge, por favor. Acabo de venir de la cocina. Un aire frío me dio en la nuca. Fui al comedor a ver si habíamos dejado una ventana abierta y no. Lo que está abierto es la puerta. Jorge, me escuchas. —No deberías preocuparte. —¿Cómo que no debería preocuparme? Te estoy diciendo que tenías razón, hay una habitación secreta en la casa. Y es como la boca de una cueva. Supongo que la humedad descascaró esa parte de la pared primero porque es un último agregado. Detrás había una puerta... Y ahora..., ahora está abierta... Jorge no respondió. —Jorge... Por favor... ¿Me estás escuchando lo que te digo? Hizo silencio durante unos segundos intentando en vano escuchar la respiración de su marido. —¡Jorge! —gritó y se incorporó envuelta por la oscuridad. —Ya no soy Jorge. 75


Se quedó petrificada. De pie y en silencio, intentó escudriñar la distancia que los separaba. Entonces sintió el aire frío en la nuca. Giró sobre sí misma y el viento gélido le dio en el rostro. Un viento que ingresaba a través de la puerta abierta del dormitorio y que transitaba el corredor que daba al comedor, giraba en ángulo recto del otro lado de la esquina que formaba la chimenea de piedra, y atravesaba la puerta putrefacta de la habitación condenada, proveniente desde muy abajo y muy adentro en el pozo negro en su interior. Permanecieron unos segundos más en silencio, envueltos por la densa oscuridad. Volvió a acostarse en la cama. —Y yo ya no soy Marta —dijo en un tono apagado. Él sonrió. —Ya no. —Ya no. —Esto fue rápido… —Nunca entendieron. —La puerta ya se cerró otra vez. —Sí, ya está. —Mañana vuelvo a revestirla. —Y luego nos vamos. —Claro, mi amor. Luego volvemos a la ciudad, otra vez, después de tanto tiempo. Nos merecemos un nuevo comienzo.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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odía sentir cómo aumentaba el miedo de ella..., angustia mezclada con terror puro y alguna retorcida veta de oscuro deleite allá en el fondo. Percibía su propia excitación, también creciente, burbujeándole desde el bajo vientre, por el corazón y los pulmones, arriba, arriba..., hasta rebasarlo por completo, derramarse fuera y alcanzar la emoción pulsante de ella, machiembrándose ambas sensaciones y uniéndose en una sístole de progresiva fiebre. Entonces, como siempre (madre, Mamá, Su Madre), aquello se le colgaba de los huesos y las carnes y el alma (Mamá, Mamá-boa constrictor-lapa-rémora Mamá) y lo volvía fláccido, como cuello de pavo, como miel chorreando hacia el suelo, abajo, colgante, gelatinoso. ¡SCHICK! La yema del pulgar rozando el botoncito apenas; el juego restallante del resorte (nunca falla, había asegurado el judío)..., y la hoja se erguía, recta, deslumbradora (madre, mamá) y avanzaba irresistible para penetrar, para abrirse paso y dejarlo introducirse a él, de alguna forma (madre, ma...). El grito. Y el Juego aquel, su Juego (¿mamá...?), que lo devoraba todo. Siempre era así..., de noche. Laura arrancó la hoja de un tirón de su mano fuerte y muy bien manicurada en escarlata. Gruñó el rodillo de la máquina de escribir y, casi como en respuesta, oyó abrirse la puerta a sus espaldas. Reconoció los pasos... ¿cuándo no?: desiguales; siempre parecía que Tito esperase hallar algún pozo en el camino. —¡Qué horas, nene! —¡Y bueno, qué! Estuve por ahí. Se volvió a mirarlo. Su voz sonaba tan desamparada... —¡Podrías haber llamado! Sabés de sobra que me preocupo si no llegás para almorzar... —¡Por favor, eh! ¡Sermones, no! ¿Cuándo pensás dejarte de tratarme como a un chiquilín de teta? ¡Tengo veinte bien cumplidos! Laura sonrió. Había que disimular esa grosería de él. Era tan niño... Sus ojos verdemar, perfectamente maquillados, se pusieron tiernos al albergar la figura del hijo, delgaducha, vacilante. —¡Seguí con tus artículos, y a mí déjame hacer mi vida! —La cara del muchacho estaba encarnada por la excitación—. ¡Y para que sepas, esta noche voy a venir bien tarde! ¡No te molestes en esperarme! Ella suspiró. ¡En algunas cosas era tan parecido al padre!... (¿Dónde andaría Julio? 78


¡Ah..., Quijote-Lenin de bolsillo!...) ¡Hacer su vida! ¡Tito era tan indefenso! Ya se estaba comiendo las uñas otra vez. —Mi amor... ¡Esa costumbre...! —¡Oh, déjate de fastidiar! Portazo. La madre meneó la cabeza... Parecía que había sido el día anterior, pensó; y sin embargo... Los tres juntos... Tito con carita de manzana madura, y Julio corriendo detrás de alguna causa perdida... Ahora Tito había crecido; estaba en la edad peligrosa. ¿Quién sabe si alguna chica...? Lamentó tener que volver al diario; pero no podía dejar aquel asunto. El público estaba en vilo, y ella, periodista, se debía al público. Lo de las mujeres atacadas se hacía cada vez más grave: ya sumaban ocho, cinco de ellas heridas de gravedad. Era imposible soslayar su responsabilidad en el caso. La madre tendría que ceder el turno, se dijo Laura. —¡Hasta luego, Tito! Voy al diario… Juicio, ¿eh? La voz llegó a través de la puerta cerrada: —Sí, mamá, sí... Noche. Detrás de la oscuridad, bajo la media de seda que lo enmascaraba, era otro. Era el Jefe. Paladeó la atención de los demás, centrada en él. Masticó lentamente aquella dependencia que había sabido imponerles, la autoridad de que gozaba sobre ellos. (Unas siglas, algunas frases aparentemente profundas, y muy bien elegidas... Las suásticas prendidas en las camisas negras... Era fácil manejarlos). —Mucho ojo. — (Ni él mismo reconocía su voz, a través de la seda) —. Esta calle es más peligrosa que las anteriores. No hay que dejarla gritar hasta que estemos en lugar seguro. ¿Entendido? Tragó, con un suspiro de éxtasis, el asentimiento unánime. La espera. El pulso que latía más y más acelerado, los globulillos grasientos sobre el labio, la humedad de las axilas y la entrepierna. Todos uno, como seudópodos de una sola entidad rapaz..., acechando, protegidos por la noche y por la seda despersonalizante sobre las caras tensas. Taconeo. ¡Llegaba la víctima! Una nube (Madre, Mamá)..., un relámpago de violentas vivencias (fin de la espera), dolorosas, erógenas… …Luego…, la víctima acezante, frente al ansia expectante de los otros, en torno. La víctima... Recién ahora podía verla bien. Por un momento, sintió que el suelo se encabritaba por debajo de sus suelas…; que intenta79


ba arrojarlo lejos o quizás tragárselo. Nube. Náusea. —Mamá... No salió de sus labios; quedó muy adentro, como un terror supremo, una blasfemia. Sintió que comenzaba a desleírse, lenta, muy lentamente, desde los tobillos hacia arriba..., como si estuviera hecho de sebo, y lo quemaran. Se llevó una mano a la frente, y el tacto de la seda contra la palma lo estremeció. Entonces recordó: ella podía seguir siendo ella; pero él, de noche, no era más él. Era El Otro, El Jefe, el no-blando..., el del apéndice chasqueante, infalible, cegador, que desgarraba, que violaba, que penetraba y lo liberaba al fin. Era la hora de la prueba suprema; y él iba a vencer. Avanzó..., un tanto turbado todavía por el desafío verdemar de esos ojos asombrosamente desprovistos de miedo, que lo miraban sin reconocerlo (Madre, Mamá, por fin voy a ser libre.., es obra del destino que esto haya tenido que pasar así). Temblaba. Metió la mano en el bolsillo y extrajo el instrumento de su victoria. Se pasó la lengua por el labio de arriba, para enjugarlo. Sus dientes se clavaron en el de abajo, y hubo otra humedad, roja. Deslizó el pulgar con lentitud, demorando el instante del clímax..., regodeándose en su propio padecimiento. Rozó el botón. ¡Plap! …Sus ojos incrédulos seguían detenidos en el blando balanceo de la hoja..., pendiente del extremo del mango de hueso como un lamentable colgajo…, inútil, floja. (¡Maldito judío tramposo! ¡¿Infalible...?!) Su propio ser colgaba también (le parecía, Madre, Madre, Madre) de algún punto del Universo, fofo, inoperante..., nulo. Se desplomó. Sintió el choque doloroso del cemento contra las rodillas, a través de la tela del jean. Su cabeza se hundió, ya desnuda, entre la blandura de las polleras de ella, que seguía de pie; sus dedos casi desuñados aferraron desesperadamente la tela suave, las piernas firmes. —Mamá... ¡Ay, mamá! —sollozó, rodeado de silencioso estupor.

CARLOS MARÍA FEDERICi

Uruguay

Wikipedia: Carlos M. Federici

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ola! ¿ Con quién hablo..? Conmigo… ¿ Y quién es usted..? Soy la voz de la esperanza…

Yo no he pedido que me llame ninguna voz. Con la mía tengo bastante… Y la estoy perdiendo de no hablar… Por eso, le llamo para que la recupere… Pero, ¿y si no quiero recuperarla? La verdad es que, últimamente, antes de esta situación, me estaba sirviendo de poco. Nadie quería escucharme. Siempre hay alguien a quien le interesará lo que usted diga… No lo creo, a mi edad y en esta sociedad que prima lo nuevo y lo joven yo ya estoy de más… Le veo, es decir, le escucho muy pesimista. Es que la vida me ha dado muchos palos y ahora, esto. ¡Quién me lo iba a mí a decir...! Tómeselo como una prueba, como un aprendizaje… ¡Váyase a la mierda…! ¡Qué prueba ni qué aprendizaje! Yo ya he pasado muchas pruebas y he aprendido lo que he tenido que aprender. Ahora, lo que necesito es estar tranquilo con mi soledad. ¿Por qué no prueba a conocer gente nueva? Supongo que muchos de sus familiares y amigos ya han desaparecido… Ya no me queda prácticamente nadie: Solo un hijo con quien no me hablo. A él también se le han quitado las ganas de hablar con el mundo… Lo siento. Pero quizás, ahora sería un buen momento de reconciliarse. ¡Oiga, me está haciendo hablar demasiado y, desde el principio, le he dicho que no me apetecía…! Pues lo está haciendo muy bien. ¿Ve? Ya le he sacado unas cuantas palabras… Pero, oiga, dígame quién es usted o le cuelgo. Quien yo sea qué más da…Lo que importa es que, a partir de esta conversación, su vida cambiará… ¡Vaya, resulta que sin saberlo, estoy hablando con el genio Aladín! No recuerdo haber frotado ninguna lámpara… Usted sí ha frotado algo, pero no se da cuenta. 82


¡Oiga, no me tome el pelo, que estoy muy deprimido y justo antes de coger el teléfono no sé ni por qué lo he cogido, pensaba poner punto y final a mi vida! Piense, piense qué es lo que ha frotado para que esté tan dicharachero hablando conmigo… ¡Mire, me tiene harto! Voy a colgar… Pues, cuelgue. Mi misión ya estaría completa por hoy: he logrado distraerle por unos minutos… ¿Me va a decir quién es usted o no..? (En ese momento, se corta la comunicación y el hombre se queda con la boca abierta en actitud de sorpresa)

¡Vaya, pues sí que he hablado…! Hacía tiempo que no parloteaba tanto. ¿Qué habré frotado? ¿De quién sería la llamada? ¡Qué misterioso es todo! Volvió a tumbarse en la cama y a fijar la mirada en el techo. Dejó el cuchillo a un lado. Ya no quería morir, al menos, ese día. Cerró los ojos y vio la imagen de su padre. ¡Era él quien le había llamado, quien le había prevenido del suicidio, quien le decía que, a pesar de todo, la vida merece la pena vivirse porque es la única verdad. La vida, tan bonita si se sabe vivir, pero tan dura si no se comprende y se quiere. Se levantó de repente y se puso a limpiar la casa, después de semanas de dejadez. Y puso la radio para escuchar el programa de entrevistas a gente de la calle. ¡Hola! ¿Con quién hablo? Decidió llamar….

IÑAKI FERRERAS

España

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or ser sábado, no hubiera querido salir a trabajar de noche con el taxi, aunque a veces la necesidad puede más que el temor. Cuando los acreedores te llaman e insisten constantemente, entonces se debe tratar de lidiar de la mejor manera con los borrachos y los ladrones que abundan sobre todo esos días e identificarlos antes de que se suban al auto. La falta de policías en algunas zonas de la ciudad es otro problema o se le puede considerar buena suerte también, pues solo para la gaseosa te andan pidiendo. Seis de la tarde, las luces de los postes se encienden a pesar que en verano los días son más largos y las noches más cortas. Manuel presiente que será una buena noche con muchos pasajeros. Pasa varias veces por el centro de Huacho, recoge uno, dos, tres pasajeros rumbo a Carquín, luego a Augusto B. Leguía y otro a Manzanares. Cuando pasa por la avenida 28 de Julio altura Jirón La Merced observa a los ambulantes salir con sus cochecitos en los que llevan su mercadería o tienden sus mantas sobre las veredas: zapatos, ropa, CDs o cualquier otra chuchería. Como a las ocho de la noche, la gente, sobre todo jóvenes, caminan de un lado a otro sin que nadie sepa por qué el apuro y hacia donde se dirigen. A esta hora de la noche el centro despierta de la larga siesta que tuvo en la tarde. Se le viene a la mente la mujer pata de cabra que se oye mucho mencionar en estos días y se habla que solo se aparece de noche y mayormente a los hombres medio movidos. Hace un tiempo encontraron en la playa de Hornillos a un hombre echado boca abajo botando espuma por la boca, sus amigos contaban que la última vez que lo vieron fue en la discoteca bailando con una mujer blancona y delgada. Los médicos determinaron que murió de un paro cardiaco fulminante y que la combinación de cervezas y la pastillita azul fueron letales para su corazón. A la mujer pata de cabra dicen que la han visto bailando sensualmente una salsa o un techno o parando taxistas incautos en las inmediaciones de las calles de Huacho y que se la puede reconocer por sus delgadas piernas peludas parecidas a las de una cabra. En cuanto a su aspecto no se ponen de acuerdo, algunos dicen que es una mujer blancona y delgada, otros dicen que es una cholita simpática, otros que es una medio pecosa, otros que rubia y así van. Algunos viejitos que siempre se sientan en la tarde por la plaza de armas a conversar dicen que es un brujo campiñero que transformado en una bella mujer va en busca de almas sobre todo de hombres para darlos como ofrendas al tío en compensación por los favores recibidos; y para hacer más creíble su versión mencionan a un tal Yancunta que fue el brujo más famoso de la campiña que se podía convertir en cualquier animal que quisiera, y que vagaba así por las noches en busca de almas o de aventuras de todo tipo, sobre todo sexuales. 85


Pero esas son tonterías se dice a sí mismo. De pronto deja de pensar en eso y se acuerda que antes de aceptar el trabajo de taxista, no encontraba ningún otro empleo, por más que currículum por acá y por allá, que déjalo nomás nosotros te llamaremos y siempre era la misma respuesta, así pasaron los días, las semanas, los meses y no volvió a encontrar trabajo de lo que había estudiado cinco años en la universidad. De un momento a otro sin trabajo, de un momento a otro con preocupaciones, de un momento a otro con deudas y el hambre y las cuentas no esperan ni dan chance y sus ahorros se fueron rápidamente. Que los pasajes, que las fotocopias, que las entrevistas, que su mamá enferma, que la novia lo dejó, que hay un taxi disponible y menos mal que tenía brevete. Para trabajar por el momento en esto y tragarse el orgullo de ser profesional que los demás no le darán de comer ni para comprar medicinas. Dos de la mañana, conduce por el puente de Huaura, y después entra por la avenida Cincuentenario, mira de reojo la tranquilidad de los muertos en el nuevo cementerio huaurino. Dos y cinco, entra por la Avenida Hualmay que a esa hora está desierta no se divisaba ni a los vagos fumando con su pelotita. Enciende la radio para distraerse, escucha “didodee didodee” que es lo único que entiende, baja la ventanilla, siente un aire muy fresco. Cruza por la Avenida San Martín, no le ha ido mal, piensa, cuando ya está por llegar a la avenida 28 de julio, una muchacha trigueña, alta, jeans ajustados le indica con su mano que se detenga. La chica tiene labios carnosos, cabello negro, largo y lacio, muy linda; por Manzanares le dice, con una voz baja, calmada y sensual. Quedan el precio y sube ella. Manuel se dirige a la Av. Salaverry, dobla por Echenique y luego conduce a toda velocidad por la avenida Mercedes Indacochea. Sin embargo, sus pensamientos estaban solo en esa chica que está en el taxi, ¿qué haría a esta hora de la noche totalmente sola?, que tal vez se peleó con el novio pues se le nota la cara un poco triste, ¿Cómo se llamará?, por lo menos sabré donde vive y tal vez algún día quién sabe ¿no? La mira por el espejo retrovisor, le gustaba mucho, era bien linda. Tiene una cara trigueña angelical que le hacía recordar a alguien; su cabello largo, sus ojos, sus labios, sus pechos, sus caderas, sus piernas; toda ella es una delicia y así manejaba distraído, pensando y mirando a la chica, no se animaba a hablarle, y como que perdió la noción del tiempo y del espacio. Cuando se fija para saber dónde están y cuánto falta para llegar, no logra ubicarse. Baja la velocidad del auto para poder reconocer en qué parte van. La neblina que de un momento a otro se hizo más espesa se lo impide. La luna se comienza a ocultar por lo mismo, detiene el auto a un lado de la pista, le dice a la muchacha que espere un momento que por la neblina 86


parece que me he perdido, se lo dice con temor. Suponía que ella podría pensar mal, pero solo le responde que no se preocupe, que hay mucho tiempo aún. Cuando baja del vehículo camina por el lado izquierdo y derecho. La pista está desierta, no hay ningún alma viva y el silencio es de pavor. La niebla se hace cada vez más espesa, por lo que trata de no alejarse mucho del auto. Sin saber que hacer estuvo buen rato así cuando de pronto, la chica se baja del auto y le pregunta si pasa algo. Él la mira a los ojos, a los labios, al rostro. Se la aproxima y se da cuenta del parecido que tiene con ella. Siempre te tengo en mi mente, amor mío, pedacito de mi alma, aún sigues en mis sueños y no sabes cómo te he extrañado y solo le responde: no pasa nada, Andrea. Ella solo lo mira y él se le acerca más y la sujeta de su estrecha cintura, siente sus pechos, le besa las mejillas, la frente, el cuello de manera desenfrenada y le da un largo e intenso beso. Ella le corresponde y están así un buen rato. Él siente algo en sus labios, un sabor raro como pastoso, se aleja un poco y la vuelve a mirar completamente, ella le sonríe y de pronto se sorprende, al observar todo su cuerpo, se da cuenta que sus piernas son semejantes a las de una cabra. Se asombra, se le hace un nudo en la garganta, le recorre un escalofrío por toda la espalda, siente un temblor en las piernas. La vuelve a mirar y su cara, su cabello, sus ojos, sus labios, su mirada, todo es diferente en ella. Manuel lanza un grito de espanto, quiere correr, quiere escapar y al hacerlo se enreda con sus piernas, trastabilla y cae en medio de la pista, boca arriba. No puede respirar, le falta el aire, se ahoga, siente una presión en el pecho, ve todo en blanco. Comienza a convulsionar, bota abundante espuma por la boca y en unos pocos segundos ya no se mueve. Cuando amanece, a pesar de la neblina, se puede divisar un auto rojo estacionado al lado derecho de la pista Panamericana a la altura de las Salinas. Los trailers, los ómnibuses y otros automóviles transitan a toda velocidad, pero no se percatan que hay un cuerpo aplastado que como alfombra cubre una parte de la pista.

ARTURO MARIO ROJAS HUERTA

Perú

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ra todos los días igual, repitiéndose sin pausa una y otra vez desde que fui destinado a la planta. Me la pasaba cortando presas en trozos, moviendo los carros de metal que llegaban a mi puesto, patinando sobre el piso inundado de sangre. Cada uno de mis días estaba lleno de carne, trozada, procesada, empaquetada al vacío, almacenada en cámaras de frío y enviada después a las ciudades. Todos los que estábamos en la planta trabajábamos, dormíamos y vivíamos todos los días de nuestras vidas en ese lugar. Nos alimentaban con una sopa espesa, hecha con los restos hervidos de la misma carne que procesábamos. Vivíamos en grandes edificaciones rodeadas por los bosques donde vivían los animales y las plantas que estaban prohibido comer. Dentro de la planta pude ver a muchos jóvenes no soportar esa vida y marchar a la salida por su propia voluntad, hartos de ese lugar. Varias veces me acerqué a esas puertas blancas, al final de ese largo pasillo bien iluminado, pero nunca me animé a abrirlas. Nunca escuché nada ni pude ver lo que pasaba del otro lado de esas puertas. Soñé muchas noches con escapar, vivir entre los árboles, ríos y lagos junto a los seres de la tierra y del agua. También fueron muchas las veces que subí a la terraza burlando a los guardias para ver la lejana línea verde del bosque. Los edificios eran todos iguales, de gran altura y formaban una cuadricula que se extendía hacia todos lados casi sin fin. A lo lejos se podían ver las verdes copas de los árboles que rodeaban las edificaciones. Un día, trabajando dentro de la planta, descubrí un área que no conocía, vi que preparaban presas completas, sin trozar, sin procesar. Me interesé por esta área y con el tiempo logré que me trasladaran para averiguar de qué se trataba. Una vez ahí aprendí como preparar presas para ser trasladadas enteras y con vida. Se les inducía un estado de coma que las mantenía con vida para ser trasladarlas a las ciudades más allá de los bosques. Nunca pude descubrir el objetivo de estos cargamentos. Averiguar de qué se trataba se convirtió para mí en una obsesión. Pasaron meses hasta que llegó el momento en que me di cuenta de que tenía un plan, uno que parecía infalible y que tenía que iniciar cuanto antes. Una mañana me levanté decidido, llegué a mi puesto donde aplicaba los químicos necesarios a las presas vivas listas para ser trasladadas, esperé el horario del almuerzo y cuando la seguridad se encontraba más vulnerable lo hice. Me desnudé, me introduje en una de las bolsas, me metí en la boca una ampolla que me haría permanecer en estado vegetativo, en una dosis menor a la que se aplicaba a las presas y que me permitiría despertar en poco tiempo. Desnudo dentro de la bolsa, colgado de un gancho en la cinta transportadora, apreté el botón del tablero cercano a la cinta 89


que se puso en movimiento y cerré la bolsa por completo desde dentro. Me inyecté el suero que me alimentaría durante mi viaje, me puse la máscara de oxígeno en la cara, mordí la ampolla dentro de mi boca y me preparé a que hiciera efecto. Desperté entre vibraciones, de a poco fui saliendo de un sueño profundo. Sentía la aguja de suero en mi brazo, la máscara de oxígeno en mi cara pero no podía ver nada en la oscuridad. Pude darme cuenta de que estaba en proceso de traslado hacia las ciudades, pero al rato me volví a dormir hasta que desperté de golpe cuando el vehículo se detuvo. Vi algo de luz, imaginé que habían abierto las puertas y estaban a punto de sacarme de ahí junto con las presas. La cinta que sostenía los ganchos se puso en movimiento otra vez y me sacó de la oscuridad del vehículo a la luz del exterior. Escuché los sonidos de la calle, los pájaros, las personas, pero poco después la luz se fue y supe que estaba otra vez bajo techo. Sentí personas moviéndose, hablando y el sonido de las bolsas al ser sacadas de los ganchos. Hasta que llegó mi turno y mi cuerpo fue retirado del gancho del que colgaba. Me tiraron sobre una superficie plana que comenzó a moverse, rato después se detuvo, me mantuve inmóvil, con los ojos cerrados mientras me retiraban de la bolsa, me sacaban las mascara y el suero. Me pasaron un líquido por todo el cuerpo y me colocaron algunos parches y agujas. Primero había dos voces, pero al rato una se fue, sentí sus pasos fuera de la sala y supe que éramos solo dos ahí dentro. Acercó un carrito hasta mi lado y se movió como preparando todo. Me recordó como yo lo hacía con mis herramientas en la planta, para desmembrar las presas, cortando músculos, tendones, cartílagos y huesos entre la sangre. Se aproximó y sentí que me estaba poniendo una máscara, olí el aroma del químico cuando abrí mis ojos. Él se paralizó, me miró asustado y no le di tiempo. Miré a mi lado, vi las herramientas, tomé la más larga, punzante y se la clavé en la garganta. Se alejó a los tumbos tirando todo a su alrededor hasta terminar en el piso desangrándose con los ojos desorbitados. Me levanté y me paré junto a la camilla desnudo y pisando la sangre con los pies descalzos. Una de las paredes tenía una pantalla que mostraba paso a paso lo que se debía hacer, igual que en la planta pero esta vez el procedimiento era más delicado y preciso. Debía extraer los órganos de la presa y colocarlos en unos recipientes que estaban almacenados en unas estanterías sobre una de las paredes de la sala. Busqué un uniforme limpio, tomé el cuerpo, lo coloqué sobre la camilla y procedí. Seguí meticulosamente las indicaciones de las imágenes, textos y voz que emitía la pantalla guía hasta que logré completar el procedimiento. Guardé los recipientes en la cámara de frío de la sala, ordené y limpié por completo el lugar, de la 90


misma forma que lo hacía en la planta. Tome su ropa, llaves y tarjeta de identificación, fui a la sala contigua donde había duchas y me bañe. Me puse su ropa, pasé por varias puertas sin guardias con su tarjeta de identificación hasta que estuve en la calle. Una vez afuera pude ver altos edificios hacia mi derecha y el bosque a lo lejos hacia mi izquierda.

DAMIÁN FURFURO

Argentina

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l fin de semana estuve rodeado de gente, como sucede en el museo los días festivos. En medio del bullicio, me sentí ajeno a la realidad de los visitantes. Su nacionalidad solo tiene importancia para registrarse en la bitácora de entradas, para mí eso sigue siendo vago, nadie lo nota porque sonrío y hablo con amabilidad, brindo la ilusión de buena disposición y, sin exagerar, hay días que yo mismo creo en el trato que ofrezco, pero al final del día, al final del sábado y el domingo estoy fuera de todo, estoy fuera de mí. Hay otros instantes en que a través del cristal de la ventana, aprendo el jardín casi nunca solitario, excepto a tempranas horas de la mañana, las parejas se abrazan y se besan en las bancas de cantera, comparten un helado, un gazpacho de frutas, o un cigarro; unos van, otros vienen, cobijados por las frondas de árboles añosos con follajes huecos y retorcidos, rodeados de flores de temporada. En los cafés se encuentran conocidos, hablan largamente, como si en esos momentos el mundo estuviera bien con todos. A veces, solo a veces, desde esta ventana de botica antigua, desde el mostrador, entre pócimas y contenedores farmacéuticos, siento ser uno de ellos; en esos instantes soy un hombre ordinario, uno que siempre encuentra buenas razones para sentirse bien y mezclarse con la realidad, la realidad y yo estamos hechos de la misma sustancia: A través de un cristal la vida es de la misma sustancia que los autos en movimiento y los narcisos de abril, los pensamientos rojos y cobrizos del otoño, los puestos de periódicos, el hielo invernal sobre las fuentes, los boleros lustrando calzado donde se reflejan a sí mismos lo mejor que pueden, las rosas en verano son de la misma sustancia que los semáforos de la esquina, la fuente del gallo, el Ángel de la Independencia, la Alameda, El Arco del Triunfo, y las aves de paraíso un poco menos perecederas. A través del cristal todos somos peces en el mar. Tengo que pensar: el proyecto para la exposición en Paris, el rotulador, pinturas acrílicas, aceites, thiner, éter, aguarrás, lienzos, papel craft, colores laminados, punzones, resinas, placas, tintes, pinceles, marcos, modelos y un motivo para trazar la línea. El tema llega con la primera línea como llega la lluvia con la primera gota que cae. Pero todo pierde importancia cuando el cuerpo está cansado, el pensamiento, viene con nostalgia de imprevisto a posarse en el pecho, con el peso de un animal pequeño o con la opresión de lápida abandonada. Extraño a Rosa, cómo la extraño. Curí, mi gato da la bienvenida a mis nostalgias, sabe que entonces estoy más cariñoso, se cree, y por todos los cielos que yo mismo he llegado a sentir, que podemos 93


racionalizar como iguales. Sentado en mis piernas mientras fumo, ronronea atento a lo que digo, hablar de Rosa con Curí es al menos un desahogo. Ella no sospecha la falta que me hace en estos momentos de aislamiento. He querido decirle muchas veces, el gato sabe, pero la misma imposibilidad de poder escribir un poema, la misma que me impide poder dibujarle a ella una sonrisa, me mantiene siempre al borde de la palabra. Le escribo brevemente sin proponérmelo haciéndola sentir que es una contestación a sus mensajes atrasados, me disculpo por la esporádica comunicación y menciono el mucho interés que tengo en su vida, su obra, sus mensajes, cuando eso sucede es ya un estado desesperante, un no poder más sin saber… Cuando Curí talla su pelambre blanco en mi suéter borgoña, quiere decir que ya fue suficiente de conversación, que apague la música de Luis Eduardo Aute, no sea cobarde y vaya tras ella, lo dice con sus palabras de gato siamés. Ya es tarde para eso. Ella es feliz donde está, con quien está puede hacerla más feliz que yo, ¿no crees Curí? El gato levanta la cola, da la vuelta rozándola en mi cara y se va, es señal de que he llegado al punto patético. Estas líneas pueden parecer planas de un páramo, interminables páginas de un silencio desdibujado; no son a los pentagramas a los que se les saca la música sino al instrumento. Yo solo sé hablar con líneas una nota de sol en el ombligo colores labios rojos texturas de madera rugosa en las paredes atmósferas el ácido del frío en este cuarto de azotea con la fuerza de mi mano contra el punzón inundo la Oceanía de su parte cálida la precisión del corte en el papel de china el seno precipitado tras un velo de palabras la figuración de sueños, conjugación de hombres abyectos y mujeres ardientes; el verbo de la pasión. La pasión es una necesidad existencial, el acercamiento de la piel es lo más sublime en este haber de la humanidad, después las palabras, pero esas siempre han sido para mí una imposibilidad, frustración contra la que encuentro pocas armas para pelear. Me distraigo fácilmente con los placeres del artista, ver la vida y beber de ella. Para encontrar a la gente, voy al carnaval de la Candelaria usando una máscara demoníaca, la que mejor me va, ella lo sabe…sabe que a través de un cristal, el árbol nos mira, pero no nos escucha, somos peces en el mar. …quiero mezclar las sustancias con las palabras en la paleta, para que su cuerpo sea como la vida a través de un cristal, y la palabra árbol sea un árbol y no un concepto. Quiero pintar su cuerpo habitado. Al final la mano traza la primera línea. En este momento las palabras son líneas, trazos en el pensamiento donde nos esperan largas horas de insomnio y de 94


poesía.

BEATRIZ OSORNIO MORALES

México

Blog: Osorniobeatriz.wordpress.com

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uis, tenía todo preparado, absolutamente todo estaba listo, esta vez nada podía fallar, “a mí no me vuelven a cagar”, murmuraba entre dientes. Había planificado todos los movimientos, ensayó la entrada y la salida varias veces, nada dejado librado al azar. Era esta, como dicen en la tribuna, “es hoy muchachos, hoy tenemos que ganar”. El último intento quedó trunco por un detalle, algo que jamás se lo perdonaron, esto ocasionó su alejamiento de la organización, él, Luis, le quería demostrar a esos tipos, a los muchachos, como le gustaba decir, que no tuvo nada que ver, que el “rengo” se la mandó en la última corrida. Estudió con dedicación el lugar que asaltaría, tuvo la duda si en un banco privado o un banco estatal, “total ladrón que le roba a ladrón tiene cien años de perdón” decía solo escuchando la quínela mientras abría el segundo atado de Derby. Fumaba dos paquetes diarios de rubios en estado tranquilo, cuando había conga clavaba cuatro y diariamente un kilo de yerba mezclada entre dos o tres marcas, costumbre que heredó de sus abuelos. # Estuvo meses observando quiénes entraban y quiénes salían del Banco de la Provincia, los empleados, los horarios que tenían para almorzar, si rotaban en los puestos de trabajo o si siempre estaban en el mismo sitio. El laburo de inteligencia fue grande, no consultó con nadie, quería dar la sorpresa, quería estar en la tapa del diario de derecha local. Luis nació en Bahía Blanca, ciudad del sur de la provincia de Buenos Aires. El gordo tenía dos pasiones, una era el fútbol y la otra las relaciones tormentosas, además siempre fue el tipo que se dedicaba a las sociales, a las juntadas, cosa que le encantaba, organizaba eventos para los muchachos, le gustaba las jodas de los martes, nunca supo el porqué de los martes. # El día en cuestión comenzó tranquilo, lo encontró sereno sin dudas acerca de cómo lo iba a hacer para lograr mostrarle a “esos” que él no se había equivocado aquella vez. Una sola cosa lo dejaba un poco intranquilo y era donde dejaría el Dodge naranja que usaría para la disparada, para la retirada. Pensaba en escapar por la avenida principal, agarrar la 33, meterle hasta un camino vecinal que conocía bien yendo para Sierra de la Ventana, refugiarse un tiempo en la casa que le dejó el divorcio con Elvira. # 97


Esto no lo tenía muy claro, era algo secundario que en algún momento pasaría a ser primordial. # Comenzó a acomodar las cosas dentro del baúl del Dodge, el bolso con la ropa lo armó y desarmó un par de veces, la linterna tenía pilas nuevas y había comprado un par más por las dudas que fallen. Salió de la habitación que alquiló en una pensión de la calle Soler, saludó al empleado, pagó. Che nene, ¿qué bondi me tomo para ir a la terminal? ¿De colectivos? interrogó rápido el chico que estaba del otro lado del mostrador mirando el celular. Sí contestó mientras revisaba la billetera. No jefe, si tiene tiempo, salga caminando por Israel, llegue a Chiclana y de ahí le mete derecho, el camino lo lleva a la estación describió el pibe mientras contaba la plata que le entregó Luis. Ah, sí tengo tiempo, siempre hay tiempo pibe dijo con un gesto sarcástico bueno nene, gracias por todo, nos vemos saludó con la mano en forma de abanico y salió por la puerta de entrada que ya tenía la cortina de sol primaveral que acariciaba la mañana. # Mientras prendía el primer derby murmuró, “que día de la puta madre para estar con alguna mina en las sierras o en una de esas playas de las postales con palmeras, aguas transparentes y esas bebidas de color anaranjado o amarillo” y ahí nomás se acordó de Elvira, la buena Elvirita como siempre le decía. Para sí se preguntó ¿Qué estará haciendo? ¿Tendrá hijos con el tipo ese? Tras un par de suspiros terminaba otro pucho. # Ella fue su única mujer, se casaron de chicos con dieciocho recién cumplidos formaron una familia. Sus dos hijos llegaron rápido, Luciano y Laura. Él tuvo varios laburos, taxista, plomero, puso un kiosco en la casa de los padres de ella en pleno barrio Bella Vista. No anduvo porque Luis levantaba quínela y algo salió muy mal. Cayó en cana para la navidad de 1990. Elvira soportó la situación, lo aguantó, iba todos los fines de semana de visita a la cárcel de Floresta, llevaba la torta favorita de Luis, la de ochenta golpes, 98


milanesas de carne y dos cartones de Derby o Le Mans. Ella se armó de paciencia y amor, ocupó el lugar de padre, cosa que haría todo la vida, arregló la casa en la cual vivían, los amigos de la familia la ayudaron a conseguir otro trabajo, ya no daba para cortar fiambre en el almacén de la esquina, ahora necesitaba un laburo estable y mejor pago. Su primo, Juan Pablo, le consiguió una entrevista con el gerente de un banco con nombre de país europeo. La idea era ocupar un lugar administrativo, ella tenía mucha capacidad para el manejo de computadora, se las arreglaba bien con las cuestiones de los números, en el almacén se encargaba de los proveedores y del pago de los impuestos. Luego de la entrevista se quedó con el trabajo. El banco, los nenes, la rutina, los tiempos, llevaron a Elvira a pasar con menos frecuencia por la cárcel, esto ocasionó en que podía llevarle las cosas cada tanto y esto trajo problemas. Luis supo del cambio de trabajo de su mujer por un amigo que fue a visitarlo, este abrió la boca antes de que ella pudiera contarle, algo que lo alteró mucho. Ese acontecimiento marcó el inicio del fin de matrimonio. Ya no era lo mismo, el desgaste que ella sufrió era demasiado, todos los fines de semanas se preparaba para ir con los nenes hasta la cárcel, esperar tres a cuatro horas para estar un rato y encima discutir con su marido por todo. Elvira se agotó, no soportó más, un domingo fue sola, se plantó en la mesa de visitas, “gordo no vengo más, no doy más, el próximo domingo viene tu hermana con los nenes”, se levantó y se fue. Lo último, el ocaso del matrimonio quedó graficado en una triste pieza de visitas de la cárcel. # “Gris y opaca, así es la ciudad”, dijo Luis entre copa y copa. A esta altura no sé si es la pieza de la cárcel o la ciudad. # Una mañana de octubre salió en libertad. Camino por la calle Mallea solo. Elvira ya no iba, sus padres eran grandes y no daba para que vayan decía él. La hermana no estaba en la ciudad y los amigos laburaban o estaban en cana. Llegó a unas de las avenidas principales y comenzó un paseo hacia la zona céntrica, pensaba en cómo habían cambiado las cosas en tan poco tiempo, miraba las chicas desfilar y no podía creer lo viejo que estaba. “tendría que haber estudiado contador como quería mi vieja”, entre lágrimas y sonrisas se dijo mientras miraba la universidad. 99


Se tomó la 9 que lo dejaba en el barrio. # Pasaron varios años, sus hijos crecieron, Luciano estudió contador y terminó cosa que lo llenó de orgullo. Laura se fue a vivir a Mendoza, se recibió de Veterinaria y se quedó allá. Elvira formó pareja con un compañero de trabajo y se fue para el centro. Mientras que Luis yiraba por varios trabajos, en su mayoría nocturnos, hasta que sucedió lo del rengo. Eso sí que lo marcó para siempre, más que ir en cana. # “Es que yo no sabía nada de nada, te lo juro Toto, me cagaron”, vociferaba en cada encuentro que el tema se tocaba. “Muy fácil de explicar, yo fui al lugar que me dijeron, se acuerdan que manejaba el remis, y a la hora señalada, de la casa salió el rengo con un bolso, se tropezó, detrás de él salió un tipo con un revólver, el rengo tiró el bolso contra el suelo y explotó de verdes que cayeron por cualquier lado, el rengo se me tiró del lado del acompañante y me dijo que arrancara que nos mataban, eso fue todo”, mil y una vez contó lo mismo con todos los detalles. Luis jamás esquivó el tema, mientras los demás miraban para otro lado. # Este episodio oscuro le provocó el definitivo alejamiento de la organización, los muchachos lo dejaron de lado, abandonó el remis, las minas, la quínela, todo. Lo que sucedió se lo montó una y otra vez en la cabeza, año tras año vivió lo mismo, repitió en su memoria cada movimiento, olores, sensaciones, miradas, gestos. La duda no lo dejó dormir por mucho tiempo, “¿me habrán hecho la cama?” # Con los nenes lejos y ya divorciado de Elvira volvió la idea del robo al banco, en la cárcel maquinó todo, encerrado entre las cuatro paredes grises pensó el cómo, cuándo, dónde, armó su propia pirámide invertida, sus cinco W. Dos años después comenzó a ejecutar el plan. El Dodge se lo compró a un pescador que vivía en Ingeniero White, era un tipo que estaba de paso por ahí, se embarcó a los días de la venta y no volvió más por esos lugares. La ropa que usaría ese día la tenía guardada hacía mucho tiempo en el altillo de la casa de sus viejos, se había dejado crecer el pelo castaño claro, la barba asomaba como una sombra en su rostro, hasta entrenó tiempo antes. Salía a correr por el parque independencia, subía por el empedrado hasta llegar a la puerta del 100


cementerio, se persignaba y volvía. Tres veces a la semana le metía al mismo circuito. Toda la preparación la hizo, todo planeado, los tiempos a la perfección, con su cabeza recorrió cada lugar una y mil veces, no quería dejar ningún cabo suelto, nada de nada. # Mientras caminaba no podía evitar su cuestionamiento, apagó el primer pucho para prender el segundo, se sentó en el banco de la plaza que esta sobre la calle Cuba, “¿es necesario esto que voy a hacer? ¿A esta altura del partido tengo que demostrar mi capacidad? ¿Por qué se los quiero demostrar?”. El banco quedaba a pocas cuadras, no más de diez, la hora se acercaba, faltaban unos minutos, la adrenalina le comenzó a marcar los ritmos cardíacos, las manos empezaron a transpirar, agua entre los dedos y garganta seca. El bolso color marrón oscuro y de falso cuero le molestaba mientras camina hacía el banco. Ya se iba imaginando, ya sabía cómo y por dónde entraría el lugar en cuestión, por qué puerta encararía y a qué cajera apuntaría, así saldría disparado por donde entró ya que el Dodge estaba a la vuelta, sobre calle Pueyrredón. Ahí estaba con todo su pasado a cuesta, sin más nada para organizar, solo era cuestión de iniciar. Encaró la puerta elegida, lo demás esperaría, tres pasos sutiles, ya estaba adentro del banco, Luis, el gordo Luis.

DIEGO GARCÍA

Argentina

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“Ars longa, vita brevis”. Mefistófeles

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l pasado 23 de febrero de 2018, Mohamed Assad, de treinta y tres años de edad, asesinó fríamente y de un balazo en la cabeza a Francesco Coppola. Al ser detenido por los Carabinieri que hacían presencia en la isla de Cerdeña, el homicida argumentó que lo había matado de ese modo, porque parecía: «demasiado feliz». El fiscal, absorto ante aquella cruda respuesta, decidió enviarlo a prisión durante trescientos sesenta meses, sin el beneficio de la rebaja de la condena. El magistrado replicaba que el crimen había sido doloso. Assad, pasó sus últimos días acompañado de una serie de casetes, y libros raros que nadie leía en la penitenciaría. Su cara pálida no denotaba maldad alguna. (Físicamente se parecía a Bartleby). El comportamiento en la cárcel fue impecable, lo que ineluctablemente le lleva a uno a preguntarse: ¿Cuáles fueron los motivos de fondo que condujeron al asesino a terminar con la vida de aquel hombre? ¿Cómo había sido la infancia de Mohamed para que se hubiese comportado de un modo tan vil? ¿Acaso no pensó en que el señor Coppola tendría una familia que sustentar? ¿Cuál sería la reacción de la mamá del asesinado cuando se enterara del deceso de su único primogénito? ¿Quién recibiría a sus hijos cuando llegasen de la escuela y con quién harían los deberes? Tánger, 2007. El joven Mohamed permanece subido en un camello que lo lleva por las exóticas calles de su ciudad natal. Asiste como todos los días a su escuela denominada la Levita, allí, concurre a las clases de la secundaria. Sin embargo, existe particularmente una clase que lo apasiona, que lo llena, que le satura su corazón. Es, pues, la cátedra de Literatura del profesor Alí Abdou, un viejo lobo solitario que se formó o deformó de manera empírica. Todo su acervo cultural está fraguado en su biblioteca y en sus libros de ficción que publicó durante más de cincuenta años. El discípulo, quedaba impávido al escuchar a su tutor hablar con tanta propiedad sobre las Tragedias Griegas, de hecho, Antígona era su favorita. También, le gustaba centrar toda su atención en ciertas frases célebres y aforismos ocultos que le quitaban el aliento y le reducían la existencia a migajas de pan. El profesor llevó a clase un libro de lejanas tierras llamado El Túnel de un escritor argentino del que no recordaba el nombre. «El viejo lobo» les advertía: ¡ojo con ese librito, no vayan terminar ustedes haciendo una mímesis del pintor! Dichas sentencias habían cosechado una huella imborrable en el subconsciente de Assad. Esa misma tarde de lluvias, el ávido estudiante «devoró» la novelita, le era 103


inevitable no reflexionar cómo el asesino de María era un maldito neurótico que le faltaba el respeto a los invidentes. Nunca olvidaría esa lectura. Decidió firmar sus malos poemas con el pseudónimo: Juan Pablo Castel, pensaba que, efectivamente, aquel artista era el Superhombre, pues asesinó a Iribarne con la lucidez y la libertad propia de un individuo que alcanzó las virtudes más justas y elevadas. Era ineludible no idear reminiscencias acerca de las clases del viejo lobo sobre el existencialismo francés, repensaba a Meursault, personaje nada despreciable, solitario, desinteresado, pero con el que Mohamed se identificaba. Evocaba a Bertolt Brecht y el efecto espejo que producía la literatura y, sin duda, Assad se reflejaba como un ser individualista, amante del nihilismo. Reflexionaba que, él también podría matar a alguien por el calor, de hecho, nunca entendió cómo un escritor de tierra caliente podía sentarse a trazar su narrativa, si él más que nadie, estaba seguro que un buen escritor se hacía «con el culo». Mohamed, era muy joven cuando ingresó a la universidad de Tétouan a estudiar Literatura y Filosofía. Jamás leyó un libro de niño. No conoció ningún poeta, no sospechaba que las letras tenían el poder inescrutable de modelar las conductas y las acciones humanas. Siempre pensó en estudiar inglés, pues, ese título sería el trampolín perfecto para viajar al viejo continente. Nunca especuló con que la poesía abriera mella en el corazón de los lectores. No sabía qué era un verso. No sabía que la literatura era la única resistencia a la muerte, no sabía nada. Era una sombra más en la caverna de la ignorancia. *** Cuando conoció a Dostoyevski, Francesco Coppola, intuyó que había descubierto al verdadero amor. Amó a Raskolnikov por el resto de sus días, y decidió leer a Donnia (su futura esposa) la carta que Pulqueria le envió a su hijo para animarlo a vivir. Esas maravillosas letras conmovieron a su prometida que, sin pensarlo, le dio el sí para toda la vida. Lejos estaba Francesco de imaginar que, años más tarde alguien que también había leído al escritor ruso le quitaría la vida así porque sí. Porque lo notaría: «demasiado feliz». El señor Coppola, llevaba el lastre de tener el apellido de un afamado director de cine que había hecho inmortal a Marlon Brando. Las estadísticas de la época y el boom mediático así lo sugerían. Francesco, era un lector salvaje, por sus ojos desfilaron novelas policiacas, novelas rusas, novelas francesas, y todo lo que tuviera olor a clásico. Amó a Grecia, amó a Wilde. Amó todo lo que se fecundara desde el arte y la poesía. Era un adepto del verso bien logrado. Conquistó a Donia recitándole a Cavafis, en su primer «Ítaca» juntos. 104


Fue padre de dos adorables niños. Pensó en ser profesor de Letras, pero entendió que el desafío de enseñar Literatura no era para cualquiera, y que para educar al espíritu se necesitaba el corazón de un mártir, de un romántico empedernido. Desde entonces, trabajó todos los días en el banco Nazionale del Lavoro, allí era un gentil cajero de turno, culto y responsable con las cuentas y las transacciones monetarias. Pasados los años de laburo, decidió mudarse junto con su familia a uno de los lugares más esbeltos del planeta: la isla de Cerdeña: «Allí seremos felices, no hay peligros, no hay asesinatos, no hay nada» exclamaba con ahínco a su esposa. Se imaginaba leyendo a L. Byron en las montañas, a P. Shelley en el mar, a J. Keats en la soledad de su balcón, a S. T. Coleridge en la Balada de un marinero de antaño. Se sentía en la plenitud de sus condiciones vitales. Se aferraba a la vida, se atornillaba a sus sueños, concebía la alegría que solo podría sentir un recién resucitado. *** Luego de terminar sus estudios, Mohamed pensó que el porvenir estaría en Europa, pertenecía a la áfrica blanca, pero el lastre de ser negro, no se lo quitaría nadie. Embarcó en una mañana en que seguro su Dios seguiría enfermo. La Odisea por aguas mediterráneas no podría haber sido más cruel, sufrió un naufragio de madrugada. Sus notas y escritos contaron con la misma suerte. Las plumas de paloma que había cosechado para escribir, y la tinta china se escurrían por el mar dejando una raya negra que cortaba el azul intenso de las aguas. Recordó entre el mar de candela que eran sus ojos, cómo las hojas blancas se iban lentamente como una pedrada de garzas. Se lamentó de no haber guardado algunos de sus poemas más virtuosos en algunas botellas de gaseosa, cuya finalidad estribaba en que algún Robinson, hubiese tenido la oportunidad de degustar sus sonetos. Apareció ensopado en una isla italiana, lo supo porque vio a mucha gente con la camiseta nerazzurra. Llamaron al listado de inmigrantes, su inexorable destino, la vuelta a casa. Tomó una decisión que marcaría su vida, sus años, sus huellas. Huyó por un monte espeso, curiosamente nadie lo persiguió: «¿Qué consecuencias podría traer un inmigrante sucio y pobre en una isla tan tranquila?» pensaron los brigadistas -, lo dejaron correr a su albedrio. *** Francesco Coppola. Terminó de leer su novela. Pensó irreductiblemente que la vida no le iba a dar más tiempo para leer y releer los libros que anhelaba. Estaba en 105


contra de la televisión. Solo observó buenos documentales en el Betamax que, le había obsequiado su padre. De hecho, prefería las radionovelas. Jamás olvidaría la noche en que escuchó la Divina Comedia. Rememoraba cómo en medio de un frondoso bosque, Dante, se perdía y aparecía de súbito en el infierno, aquel personaje emanaba una luz que atravesaba la buhardilla que dibujó la silueta del poeta bendito, Virgilio, y como un faro en medio del mar veía a su oído atrapar las ondas que emanaba el viejo radio que vivía gracias a las pilas con dibujos de panteras negras. Luego de un tiempo corto de introspección, cayó en la cuenta que, Daniele, su hijo mayor, se encontraba «canaleando», por las noticias se informaba de un naufragio terrible de inmigrantes africanos. «Solo cinco sobrevivientes» apuntaban los medidos. La periodista, perteneciente al medio informativo RAI, comentaba que, uno de los sobrevivientes, huyó despavorido. «Pobre hombre» pensó el signore Coppola . Si lo viera colindando mi casa, estaría dispuesto para auxiliarlo. «Daría la vida por esa persona» se cuestionó en voz baja. «¿Qué secuelas podría traer consigo un muchacho pobre en una isla tan tranquila y segura?» El televisor se apagó y Francesco supo que había llegado el momento de sentarse a leer el Túnel, una novela corta «de bolsillo» que le había traído un amigo de Corrientes. Tenga cuidado, Fran Le advirtió, Julio: ese librito es pura «candela». No se preocupe, Julito Respondió Francesco soy experto en dichos asuntos: la literatura es una lepra que contagia a las personas menos pensadas. Sospecho que, lejos de este trozo de isla, por ejemplo, en África, por mencionar algún sitio, algún joven estará buscando a alguien con quien curar los problemas del alma. Matar de una vez por todas los dilemas existenciales que le apesadumbran. *** Días después del naufragio y dedicado a vivir de la caridad y de los libros que robaba con desdén, Mohamed, comprendió que su existencia podría tener algún sentido: ¿Acaso la mosca por ser mosca, no se sentía el ser más importante del universo? «navegaba en sus pensamientos filosóficos». A través de una disertación comprendió que él era: «El rey de las moscas». Veinte días comiendo y viviendo de la Carroña más putrefacta daban fe de ello. (Era imposible no establecer un símil con el poeta que había escrito sublimes versos sobre lo hediondo, lo que seremos los humanos horas después de que la muerte tocase a nuestras puertas). En aquel instante, evocó un poema de su autoría, de sus sensibilidades, que había escrito alguna vez en el desierto baldío que recorría de joven en compañía de su 106


madre: No pedí nacer En la Nada me encuentro, taciturno, reflexionando lo afortunado que soy al no nacer. ¡Así es!: ¡Prefiero la Nada! Amo la Naditación. Prefiero no sentir el nacer primaveral. «Preferiría no hacerlo». Acá, en la Nada, no busco dinero. ¡Ni putas para follar! ¡Y es que no quisiera nacer! No quiero ser el experimento de un Dios que sufre de cojera. ¡No hay pobreza ni riqueza! ¡No hay codicia ni placer! No quisiera tener que morir. ¡No quiero esa condena! ¡Ahhh! Y no quiero que olviden, que los brazos serviles que cargan el féretro: ¡Pronto serán cargados! Pues, al fin y al cabo, los humanos no son más que un montón de Carroña, que, caminan lánguidamente hacía la Nada de sus pasiones, de sus encantos. La caja de madera está siendo lijada en algún tallercito de mala muerte. El turno, lo tenemos reservado 107


desde el momento en que nuestros ojos se jactaron de luz por vez primera. Después de esta catarsis de versos, de nostalgias y de un sabor espeso en la boca, cayó en la cuenta de que los Carabinieri, lo estaban espantando peor que a un perro. Le advertían que debía emigrar hacia las faldas de las montañas, donde no ahuyentara a nadie. Pensó en volver a casa, pero el mar era inmenso, sentía miedo. No estaba dispuesto a perder sus apuntes nuevamente, labrados a punta de servilletas y de periódicos a medio usar. «Ya había perdido la vida» en el naufragio que eran sus notas. Alguna vez soñó con ser el primer Nobel que ganaría un habitante de la calle marroquí. Se había acostumbrado a leer con la luz del día que, era su única esperanza. Encontró dentro de los basurales una novela antigua de una escritora reconocida: Frankenstein de Mary Godwin Wollstonecraft Shelley, siempre había querido leerla, pero era consciente de que muchos lectores como él tienen una lista de libros y de almas que esperan ser abiertas, y comprendió que la relación sujetos/libros era inquebrantable, insobornable. Se daba cuenta de que su vida no valía ni siquiera un cuarto de lira, de no ser por las letras. Por vez primera se tomó en serio la idea del suicidio. ¿Qué sentido tenía la vida de nuestro personaje, si a la luz del mundo era un inmigrante mal oliente que hostigaba solo con su fétida presencia? ¿Quién iba a pensar que días más tarde Mohamed, se sentiría plenamente identificado con la creación del científico, Víctor Frankenstein? ¿Cuál era el sentido de sus días, si se tenía en la cuenta que, hasta la literatura le taladraba el espíritu desde adentro y lo hacía retorcerse? No le quedó más remedio que maldecir. Su gritó quebró la tarde, la fracturó. Días después de aquella desastrosa jornada y a orillas de la isla, decidió clavar sus ojos de ciruela en la novela. Releía cuando el Monstruo se quejaba de que le hubiesen traído al mundo sin pedirlo, y se le hacía imposible no recapitular aquellos versos que le leyó su adorable «Lobo» en alguna mágica clase, dichos sonetos tomaron casita en su memoria, los recitó con parsimonia moviendo los labios para afilar las ondas del viento: «Yo la adoro. La adoro sin medida, con un amor como ninguno, grande: grande a pesar de que me dio la vida». Mohamed, concordaba sin objeciones con aquellas líneas que le terminaban de quebrar el corazón de cáscara que tenía. Amaba a su mamá con un amor desbordado, pero jamás pudo perdonarle la «canallada» de haberlo traído al 108


fango de la existencia. Él no había pedido nacer y, sin embargo, llevaba a cuestas su soledad. La poesía, tampoco le ayudaba mucho, más bien, desde lo hondo, desde lo desconocido, desde lo poético, le manifestaba imágenes diáfanas de cómo acabar de una vez por todas con esos insectos a los que la comunidad científica osó llamar: humanidad. ¡Qué van a ser estos cerdos: ¡«figlios di puttana, humanidad»! Se dio cuenta que ya pensaba en italiano, pero no se sintió orgulloso. Nada de eso. No quería colonizarse más. En el fondo sabía que odiaba a las personas, sobre todo a los occidentales: ¡«Cerdos blancos de cabellos fósforos»! «¿Qué se creen?» … Mohamed se mordía los labios. Vociferaba, pero cuando creyó que, nada podría empeorar, se dio cuenta de soslayo cómo algunos «Cerdos blancos» maltrataban a los animales de un parque de árboles azules. Nunca estuvo más seguro de querer acabar con todos.  figlios di puttana, dejen en paz a los animales Iba a decirles; pero sintió miedo, temor, era un inmigrante, además sucio, si los «Cerdos» lo golpeasen con una fuerza desmesurada, entonces, no tendría cómo «cuadrar las cuentas después» … Caminando por las arenas comprendió que Castel era su «héroe». Raskolnikov: «un dios», y Meursault un «mártir». ¿«Qué lugar ocuparía él»? Dichas afirmaciones y cuestionamientos rondaban su cabeza. Ahorró dinero durante días de mendigar o de amenazar a los ciudadanos con una navaja de color terracota. La mayor parte de las noches, robaba y espantaba a las familias que, impávidas entregaban cuanta lira hallaran en sus bolsillos. Assad, realizó la combinación más peligrosa y genuina: ratero/existencialista ¡Qué dualismo más sui géneris! Como pudo, se hizo con un arma corta, casi una hechiza, su economía no le daba para adquirir esas pistolas que cargaba The godfather. Emitió su furia al aire. Su canto se perdió. Los demás habitantes de la calle, se preguntaban quedamente: «por qué il signore delle mosche» estaría tan enfadado, tan cambiado de semblante por aquellos días. Al mismo tiempo, y sin meditar en ello, Mohamed empujó y encaró a dos grandototes que, no prorrumpieron reclamo alguno. Sabían que andaba armado. Luego de unos minutos se sentó en el mar y terminó ávidamente la novela de sus pasiones, quería ver cuál era el destino inexorable de su «monstruo». *** Francesco Coppola, curiosamente, y a la hora en que Mohamed se sentaba a «sufrir» su lectura, justamente, en ese momento, y sin saber de aquella curiosa 109


sincronía que deja el placebo que es el tiempo, se sentaba en un sillón de cuerina a degustar la novela de Sábato. Estaba entretenido, lejos del mundo, lloraba de a ratos, se tomaba la cabeza cada vez que se repensaba cómo carajos podía existir un personaje tan despreciable como Juan Pablo Castel. Horrorizado por el final, pero en el fondo conmovido, pensó que había comprendido la advertencia de Julito: «Es pura candela, maestro». Decidió parar de leer durante una semana, para guardarle «luto» a María. A decir verdad, los lectores empedernidos sufren mucho con el devenir de los personajes. Él lo vivía en carne propia, lo sentía. Era su realidad. Las personas que «viven» del arte están condenadas a los recovecos de la nostalgia. Las palabras son implacables con los «leprosos literarios», meditaba, pensando en el cuadro: La maternidad. Donia. La dulce Donia, lo despertó una mañana en la que «Ra» les otorgó un sol de naranja, donde los pájaros susurraban alegremente la llegada triunfal del verano. La noticia que portaba era maravillosa; Amor , empaca las maletas, en los próximos días nos vamos de viaje para San Petersburgo a pasar las «Noches blancas». «Copito» como le decía de cariño su esposa, estaba absorto ante aquella sentencia: era un sueño. Era un tejido onírico. Hace un mes exactamente había leído la novela de Fédor que, curiosamente hacía hincapié en aquella asombrosa ciudad: «Parecía demasiado feliz». Luego de la noticia, Francesco besó a su esposa enérgicamente. Prometió inmediatamente salir a comprar una «Bottiglia di Champagne», dado que celebrarían la vida, luego, cuando los niños se durmiesen, harían el amor como en un campo Aqueo. Tendrían su apogeo en la cama, el uno sobreviviendo al otro en un mar de pasiones que los conduciría al fervoro bosque. Se pertenecerían. Sin saberlo, Donia sería la «Andrómaca» contemporánea. Copito, tomó el llavero con el escudo del equipo de sus amores: Los Nerazzurri. Se despidió con caricias y con manos cosechadas en el aire, Donia, estaba sorprendida, nunca lo había visto, ni sentido tan «feliz» Abrió la puerta. Al salir sus ojos fueron invadidos por un rojo escarlata, ante él estaba un sujeto barbado con un libro en la mano que, por obviedades, el señor Coppola conocía profundamente. En la otra mano y de soslayo vio algo metálico con forma de revólver. Se le pasó toda la vida por la mente, los momentos más amargos y los más dulces. No percibió el estallido, no sabía que había llegado el momento de trascender a otra dimensión. 110


Al escuchar el bombazo. El corazón de Donia se paralizó. Corrió sin pensar en las consecuencias. Lo primero que presenció fue a un sujeto mal vestido que sonreía. Vio cómo levantaba las manos, parecía indefenso. La esposa del recién muerto vio también cuando el sujeto dejó caer tibiamente el libro de Mary Shelley sobre la cabeza ensangrentada del amor de su vida. La sangre chisporroteó las hojas de la novela. (Parecía como si recobrara vida las acciones del Monstruo en contra de los familiares y los amigos de Víctor). Los tenues instantes se reproducían como una película inverosímil, difícil de creer, de asimilar. La crueldad del ser humano en su apogeo. Los Carabinieri, que no demoraron en llegar al sitio de los hechos, lo apresaron reduciéndolo al suelo. El criminal no sostuvo ninguna resistencia. Se dejó caer fácilmente. Una mueca disfrazaba su sonrisa. Nota final: Relatan los diarios informativos más sensacionalistas que, el pasado 23 de febrero, un joven llamado: Mohamed Assad, inmigrante marroquí, dio muerte de un balazo certero en la cabeza a un distinguido empleado del banco Nazionale del Lavoro. Luego de algunos años de investigación por parte de las autoridades, se encontró una extraña y curiosa «relación literaria» entre el verdugo y la víctima. Se llegó a la conclusión que habían leído particularmente casi las mismas novelas, amaban la poesía y la escribían. El uno en servilletas, y el otro en diarios ocultos que fueron hallados por su esposa en un baúl de antaño. En una cosa diferían los individuos: en el diario de Mohamed se decía que el sentido de la vida estribaba en liberar al mundo de la «plaga más putrefacta». Mientras que, en los papeles de Francesco, se encontró una carta con las siguientes inscripciones: «El sentido de la vida ha de estar mejor orientado en la enseñanza de la literatura como una cura para las almas que deambulaban tristemente por los senderos de la vida, hay que contagiar a los hombres de lepra». Luego de dormir en la playa y de finalizar la novela, Mohamed Assad, se levantó maltrecho, resentido, desdeñoso y decidió que esa mañana de sol mataría al primer hombre que viese salir de casa y que pareciera: «demasiado feliz», comentó el periódico.

JONATHAN CAICEDO GIRÓN

Colombia

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D

esamparado, Olmedo miró a su alrededor y no entendió nada, pero una certeza furtiva, solapada por su inicial desconcierto, le hizo estremecerse de terror: había muerto y era el momento de rendir cuentas. La derrota se había consumado. Su último recuerdo era pedirle a su esposa que cortara la luz. ¿Cómo había llegado ahí?¿Era posible haber muerto de una forma tan ridícula? Qué bochorno cuando se enteraran los vecinos y qué desfachatez de parte de la Canina, que ni siquiera se había dignado a hacer acto de presencia para segarle el alma. En la fila de la que formaba parte, las expresiones de incomprensión copaban la mayoría de rostros. Había otros, que cargados de papeles o con carpetas bajo el brazo, esperaban resignados, como el alumno repetidor que ya se las sabe todas. La cadena avanzaba mecánicamente, sin tregua, y pronto pudo descubrir cuál era la meta; una simple puerta negra. Guardada por un apocado de señor, que como si de un autómata se tratara, repetía apáticamente la misma secuencia de movimientos; hablaba, recibía una respuesta y abría la puerta o señalaba hacia la izquierda y vuelta a empezar. Olmedo no pudo ver que había a la izquierda ni que era lo que este decía. ¿Sería San Pedro ese rutinario sujeto? Si así era, que equivocados estaban los Caravaggio, Velázquez, Zurbarán y tantos otros que trataron de representarlo. Llegó a sentir una reconfortante superioridad al saberse descubridor de lo que ningún vivo podría llegar a conocer sin perder su condición. Cuando llegó su turno, junto al presunto San Pedro, en un bidón, un vigoroso fuego templaba la recia temperatura del lugar. —Deposite el Modelo 504 debidamente cumplimentado y continúe, por favor —recitó el guardián de la puerta mientras la abría. —¿El qué? —desconcertado, Olmedo se buscó en los bolsillos inútilmente, no llevaba nada encima y en absoluto suponía para que necesitaba ese documento. —El modelo 504 garantiza que usted no tiene obligaciones pendientes con el Estado, para certificar su baja definitiva usted necesita regularizar su situación — contestó mientras indicaba a su izquierda— continúe recto a través de ese arco y llegará a la Delegación de Defunciones, no tiene pérdida. —¿Estaba ese arco antes ahí? —preguntó turbado Olmedo. —No, señor —respondió el avezado funcionario—. Se acaba usted de morir, ¿qué importa eso ahora? —También es cierto, pero comprenda usted, como dice, acabo de morir, me esperaba algo, no se… más personal o en su caso más religioso. Fíjese que yo pensaba que era San Pedro. Toda la vida engañados y no sueltan aquí sin más, lo más 113


normal es sorprenderse. —No sé atribule usted, ya verá lo rápido que se le pasa esto. Es un trámite más. Ahora continúe, que me atasca esto, por favor, y yo no soy santo como ese San Pedro suyo. Olmedo emprendió el camino tratando de despertar de ese sueño kafkiano que se le presentaba como la muerte, pero a cada paso que daba más resignado se sentía y al fin y al cabo, que otro sentimiento nos queda frente a la muerte que no sea la resignación. La aceptación de esta, la más grande, única e ineludible derrota que, por otro lado, también es la única certeza de la que disponemos al nacer. En estos razonamientos andaba cuando, sin lugar a reconocer el camino hecho al andar, se descubrió en el inabarcable vestíbulo de lo que supuso era la Delegación de Defunciones. Como en una suerte de Torre de Babel de la muerte, un atronador bullicio anegaba la enorme estancia. Por doquier gente de toda procedencia y credo se mostraban preocupados, impacientes hacían colas, discutían con funcionarios detrás de mamparas protectoras, cosa que le pareció de un agresivo sinsentido, como una broma cruel, ¿Qué necesidad había de barreras protectores si ya estaban todos muertos? ¿Por qué la gente mostraba una impaciencia tan inútil? Al menos mientras estamos aquí todavía somos percibidos y ¿no es eso, en esencia, el estar vivos? Esse est percipi diría él docto filósofo… —Anda, déjate de elucubrar —se dijo— no es el momento ni el lugar. Pero aunque puso freno a sus reflexiones, sintió cierta esperanza al ser, por el momento, aún capaz de discurrir, eso le dio la osadía para hacer una muy necesaria composición de lugar. El edificio, de una arquitectura brutalista sobrecogedora, presentaba una limpieza impecable, aunque la sensación que transmitía era la atmósfera opresiva de un sótano con fugas de radón, un sótano en el que guardaran todas las disputas por herencias de una familia venida a menos. Le sorprendió la cantidad de gente que se muere constantemente, porque así como unos iban saliendo, no dejaban de aparecer recientes difuntos, y eso le hizo sentirse insignificante. —Propicios saludos, señor —el inesperado saludo le sacó del ensimismamiento. Un tipo con cara de roedor lo miraba con actitud servicial— ¿Acaba usted de llegar? —Ya llevo un rato muerto, pero con semejante jaleo no hay quién se aclare. —Perdone las molestias —se disculpó amablemente el funcionario— Actualmente estamos implementando el método Monozukuri y todavía andamos un poco confundidos. —¿Método Monozukuri? —preguntó Olmedo, qué ni a las puertas de la 114


eterna nada perdía su curiosidad. —Gestión de procesos. No imagina usted el problema logístico que supone la gestión de la muerte —respondió fascinado el burócrata— Nuestra concepción de ella es como una cadena de “desmontaje”. La muerte es fordista, como usted podrá observar. Tenemos un cuerpo de funcionarios fijo, a los cuales en la hora de su muerte les dieron la opción de cumplir un plazo de servicio aquí, eso forma el cuerpo de funcionarios de primer nivel. El resto son los suicidas que en el momento de su muerte todavía debían años al Estado, sobretodo realizan funciones de mantenimiento. También tenemos a nuestros propios outsiders, que algunos compañeros llaman draugen, son muertos que una vez formalizado el proceso deciden no finalizar el trance y permanecen vagando por aquí a su gusto. Por lo general, mientras no intervengan en nuestro trabajo no solemos molestarlos, pero no son nada recomendables, trate de evitarlos. —¿Y por qué permitirles eludir lo ineludible? ¿No es vuestro trabajo hacer cumplir las disposiciones legales. —Se equivoca. Nuestra obligación es que se salden la debidas sanciones, la muerte es algo muy personal para que el Estado se inmiscuya. Además, mi padre siempre decía que hay de todo en la viña del señor. —Menos uvas —contestó Olmedo, que también conocía el dicho. —Bueno… volviendo a la cuestión que le comentaba, siempre estamos faltos de recursos, tanto materiales como humanos. Con tanto cambio de gobierno, no hay manera de cuadrar presupuesto alguno, y como verá, este mamotreto que tenemos por sede no es barato mantenerlo. Es cierto que con lo que recaudamos de las sanciones atrasadas nos da para ir tirando, pero este sindios no es manera de dar la última despedida a nuestros contribuyentes. Esa es la razón por la que actualmente estamos permitiendo que los expedientes insatisfechos condonen su deuda con el Estado trabajando con nosotros, siempre hay cosas que hacer por aquí. —¿Expedientes insatisfechos? —preguntó Olmedo, sumido en un creciente desconcierto. —¡Vaya! Siempre olvido que aquí todos vienen de paso —exclamó frenético el difunto empleado público— Déjeme que le explique, nuestra función es asegurarnos del cobro de todo tipo de sanciones administrativas adquiridas en vida por la persona física, o en su defecto, por la personalidad jurídica que represente sus intereses mercantiles. —¿Me está diciendo que tenemos que pagar para morirnos, aunque ya estemos muertos? 115


—A efectos impositivos usted todavía no está muerto. —Pues me temo que no llevo dinero encima respondió Olmedo casi divertido, en cierto modo alegre, pues estaba descubriendo una vida en la muerte que le fascinaba. —¡¿Cómo se le ocurre a usted morirse sin dinero encima, alma de cántaro?! Igual no se preocupe —tranquilizó solícito el pequeño hombre— Morir es como nacer, lo importante es el dónde y cuándo. Para este tipo de situaciones desarrollamos el programa “Últimos Quehaceres”, que, como le decía antes, le permite conmutar sus deudas a cambio de servicios para nuestra delegación. Pero no se adelante a los hechos, todavía no formalizó usted el cierre de su balance vital. Mejor que nos pongamos a ello, de inmediato, que está al caer la hora punta y se nos va a llenar esto de extintos. —Le sigo —aceptó Olmedo dócil como la paloma y astuto como la serpiente. Mientras el empleado entusiasmado le iba explicando detalladamente la función de cada buzón, cada ventanilla, cada puerta por la que pasaban, Olmedo pensaba en cómo alguien podía disfrutar tanto con un trabajo así, es más, llegó a sentir envidia y se arrepintió de no haber hecho en vida nada que lo llenará, al menos, la mitad de lo que a ese tipo le llenaba su función. Le parecía increíble que incluso en su muerte recibiera lecciones de vida. En ese momento empezó a tomar conciencia de la efectividad de la muerte, y le apesadumbró que su periodo de aprendizaje llegara a su fin de tan fútil manera y tratando de fintar el desconsuelo, probó a escuchar las explicaciones de su interlocutor. —Allá al fondo puede usted ver la puerta del ala este, actualmente clausurada para dar alojamiento a los comatosos de larga duración —con la mano derecha, le indicó una enorme puerta, cruzada horizontalmente con dos vigas y custodiada por otros dos funcionarios con el rostro imperturbable del que se sabe armado. —Esos todavía solo están de visita —una pequeña sonrisa siniestra se plantó en su boca—. Debemos tener especial cuidado con la vigilancia, alguna vez un muerto ha conseguido cruzarla y ya puede usted imaginar qué lío si un declarado difunto le da por volver a tener vida… Por más que intentaba prestar atención a su Virgilio particular, la vasta diversidad que allí había, las inimaginables maneras que tenía la gente de enfrentarse no ya al concepto de muerte, sino a su propia muerte, personal y pesarosamente intransferible, demandaban todo su interés. Allí concurrían y confluían todas las castas, clases sociales, linajes y etnias imaginables. Era un prodigio poder observar el carácter igualador de la muerte. 116


Pensó en la felicidad que debió sentir Karl Marx el día de su muerte al ver, irónicamente en una circunstancia meramente burocrática, su sueño de la supresión de las clases sociales. Absorto en estas observaciones caminaba, esquivando gente apresurada, asintiendo a todas las observaciones de su guía, hasta que llegaron a su fila. —Espéreme aquí —le dijo marchándose— voy a coger los formularios que necesita y ahora le explico. Aliviado, liberado para fisgonear a su antojo, trató de pegar la oreja a las conversaciones que tenían a su alrededor. Era sorprendente la cantidad de trivialidades que hablaban, sí, es cierto que de alguna manera debe pasar el tiempo la gente, pero este era el momento final, se esperaba algo más. A lo lejos vio un grupo de personas que conversaba animada, casi a gritos, parecía que intentaban ponerse de acuerdo en alguna cuestión, un lugar presumiblemente, hasta que por encima de todas las voces escuchó: —No es imposible que el combustible se agotara tan pronto— así que supuso que se trataba de los fallecidos en el accidente de avión que leyó esa mañana en el periódico. Él sabía donde se habían estrellado y pensó en intervenir, pero cuando quiso darse cuenta su atención se había traslado a la fila de su derecha donde dos señores, ya de avanzada edad, se saludaban efusivamente. Le enterneció el reencuentro de viejos amigos y prestó atención a lo que decían: —Coño, Paco, ¡Qué gordo te has puesto! —Y tú, ¡vaya mala pinta me tienes! —¿Qué pinta quieres que tenga? Dos días llevo muerto y todavía no sé donde tengo que ir, hasta para estirar la pata a uno le sacan los cuartos. Pero de todas los reclamos que allí podía encontrar, hubo una que especialmente le llamó la atención, ya sea por lo improbable o por lo excepcional que tenía. Dos puestos más adelante en su cola, un Golden Retriever con unas ridículas gafas Truman sobre el hocico se quejaba de algún malentendido a su precedente en la fila: —Es que yo no entiendo esta situación. Yo soy un perro como usted puede observar, cumplí devotamente con mis obligaciones como perro guía, pagué mis impuestos y nunca me excedí de los límites de la legalidad. Aun así, aquí me tiene perdiendo el tiempo. Así no hay manera de disfrutar del descanso eterno. —No se atribule usted —tranquilizó el oyente— seguro que todo se trata de unos documentos traspapelados. Mi orientador me comentó que están implementando un nuevo sistema de información y están un poco saturados. —Pues no me quiero imaginar al ciego que guiaba tratando de arreglar los 117


papeles en la delegación de los perros —respondió guasón el can y ambos se carcajearon como si hubieran olvidado para que se encontraban allí. Olmedo observaba atónito al perro reclamar obstinado, y no daba crédito a lo que veía, había encontrado muchos más estímulos de su interés en medio día ahí que en los últimos años de su vida y empezó a cuestionarse cuál era la razón que le llevaba a seguir avanzando en la fila, a arreglar todo para poner el punto final. Bien cierto era que había muerto, pero porque no interpretar esa muerte como una liberación, como un renacimiento más que como el final al que todos los presentes se dirigían sin cuestionarse que su itinerario podría tener una última parada. Seguía avanzando, intentando encontrar razones para continuar con el trámite, pero era incapaz de rechazar lo que él consideraba un legítimo regalo divino. Además, si se arrepentía siempre tenía la posibilidad de volver, total, ya conocía el mostrador en el que tenía que presentarse. Decidió que todavía no quería marcharse de ese insólito lugar. Miró resuelto a ambos lados, y no encontró rastro del orientador, así que tranquilo, se deslizó disimuladamente fuera de la fila y mientras, envuelto por el bullicio, se encaminaba a lo desconocido, tomó conciencia de su acción y eufórico por su propia muerte y las posibilidades que esta le abría, se sintió osado, intrépido como un Marco Polo en los extramuros de la existencia.

JESÚS CHAVES FERNÁNDEZ

España

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A

lexandra se preocupó cuando anunciaron la aparición del Coronavirus en el otro lado del mundo. Era una de esas personas que se mantenían precavidas ante lo desconocido, aunque siempre tuvo una mentalidad optimista para cualquier situación. Su buena educación y una vida llena de gracias la habían hecho confiar en la inteligencia de la gente, en su capacidad para solucionar los problemas. No obstante, cuando se reportaron los primeros casos del COVID-19 en América, empezó a ponerse nerviosa en tanto otros los tomaban a la broma, sobre todo en las redes sociales, las cuales parecían una cloaca, con bobos que se burlaban de la situación, hacían memes que pretendían ser chistosos (mas no lo eran), y que estaban contentos porque la epidemia no llegaba aún al Perú. La joven de dieciocho años vivía en Lima, en el distrito de San Juan de Miraflores. Era de una familia de clase media; una muchacha de físico promedio, ni alta ni baja, ni llena ni flaca, de piel trigueña, ojos pequeños, achinados, color caramelo, y cabellos ondeados, de color castaño oscuro. Este año, 2020, había logrado ingresar a la universidad estatal La Villa mediante examen ordinario, a la carrera de Sociología, no obstante, su inicio de clases se suspendió, debido a que el Gobierno peruano decretó que todos los ciudadanos tendrían que permanecer en cuarentena y las aglomeraciones (como las reuniones en las aulas) quedaron prohibidas. Algunos cachimbos se organizaron para llevar clases a distancia, vía medios digitales por su cuenta, pero a Alexandra no le animó la idea y decidió iniciar su etapa académica cuando la desesperanzadora coyuntura terminara, así ello significara perder un año de estudios. Lo principal, para ella, era su salud y la de sus familiares. Vivía con sus dos hermanos y con sus padres. Uno de sus hermanos, de veintiuno, cursaba una carrera en una universidad particular. Su otro hermano, de veintisiete, ya había acabado Literatura en La Villa y laboraba como corrector de estilo para una editorial, además escribía relatos de ciencia ficción y terror. A Alexandra nunca le llamó la atención la creación literaria, pero sí le gustaba mucho leer, sobre todo novelas policiales, las cuales compraba en librerías cada vez que podía. No solía salir mucho, no era muy devota de la vida nocturna, llevaba una existencia tranquila y un tanto alejada del ruido social. De hecho, cuando iba a comprarse una obra: La amenaza de Andrómeda, de Michael Crichton, en su última edición (adoraba los libros nuevos) la tomó por sorpresa la cuarentena y ya no pudo salir. De nada le hubiera servido. La librería que vendía el texto había cerrado y ya no abriría hasta nuevo aviso. Sus papás eran mayores, y estaban en la edad de riesgo. Su mamá tenía 120


cincuenta y cinco años y padecía de diabetes, su progenitor contaba con setentaiún años y sufría de presión alta, ambos tenían una bodega en su casa, donde trabajaban, porque las boticas, supermercados y tiendas de víveres podían funcionar. Se decretó además un toque de queda; al principio, desde las ocho de la noche, ahora no se podía salir a partir de las seis de la tarde. Era el 20 de abril de 2020, el día 36 de la cuarentena, Alexandra estaba aprensiva por el futuro, su futuro. Su hermano mayor, el que estudiaba en la universidad, trabajó en verano y tenía sus ahorros. Su otro hermano también laboraba desde casa. La chica no tenía ingresos, salvo el apoyo que le daban sus padres. No quería depender de estos, pese a que su situación económica estaba bien. Ella deseaba estudiar y trabajar. Las noticias que llegaban desde varios medios de comunicación no parecían informar mucho sobre la situación real, es más, el Presidente y sus ministros, sobre todo, el de Salud, daban la impresión de estar perdidos en un limbo del que les sería difícil huir. Había 16.325 casos de infectados y 445 fallecidos. Todo semejaba una extraña pesadilla, se hablaba de teorías de la conspiración, que el virus era natural, que era creado en un laboratorio, que era un arma de guerra, que todos debían salir con mascarillas (pero estas no protegían al ciento por ciento), que había que mantener una distancia social de dos metros entre las personas, que no podían salir más de dos miembros de una misma familia a hacer las compras esenciales, que los domingos nadie salía, que al final todos terminarían contagiados y solo sobrevivirían los más fuertes, que ya no había lugar en los hospitales para los enfermos de urgencia, que el Estado no había adquirido las pruebas suficientes por temas burocráticos, que se había destinado dinero a los gobiernos regionales para que compraran víveres para los sectores de extrema pobreza, pero se estaban robando la plata; en fin, aunque el Presidente intentaba que se tuviera calma, todo era un caos. Los policías y los profesionales de la salud se infectaban y algunos fallecían. Alexandra trataba de mantenerse tranquila, aunque no hubo día durante la cuarentena en que no se sintiera fastidiada. ¿Cuándo acabaría esta situación? El toque de queda le había convenido, vivía en un barrio peligroso, donde los vendedores de droga y los ladrones acechaban durante la noche. Ahora las calles estaban vacías, salvo por los recogedores de basura que transitaban pasado el crepúsculo y los policías que, con los soldados del ejército, patrullaban para mantener el orden y capturar al que se atreviera a salir. La muchacha diseñó una rutina que consistía en ayudar en la casa y en el negocio; por supuesto, con las correctas medidas de seguridad, luego leía algunas obras interesantes del género que a ella le gustaba, y uno que otro clásico, como 121


Ensayo sobre la Ceguera, de José Saramago, que la puso un poco nerviosa al principio, pero terminó por encantarle. Al leer aquel volumen, meditó sobre la crueldad humana unos segundos, pero ese pensamiento se fugó rápido de su mente como una mosca que se escapa por la ventana tras rondar en la mesa del comedor un lapso breve. También hubo noticias sobre asesinatos de mujeres a manos de sus parejas, de maltratos en el seno de los hogares, ya que algunas familias problemáticas se hallaban confinadas. Una congresista, por la que Alexandra votó, propuso un proyecto de ley para defender a dichas féminas, pero nadie le hizo caso. El tema de la pandemia ahora era primordial y no se atendían debidamente los casos de abusos de pareja. Alexandra pensó en ello unos minutos, mas este hecho también dejó de ocupar sus intereses. Se sentía atribulada, leer la tranquilizaba, también ver una película o una serie en la TV (en una plataforma de pago), revisar algún cómic, escuchar algo de música; ella tenía su propia laptop y, aunque intentaba no aburrirse, algo parecido a la pudrición la invadía. De pronto deseaba salir y adquirir ese libro que tanto le habían recomendado. Quería ver a sus amigas. De repente decirle a un chico para irse a tomar un café o una cerveza. Nunca había sido muy asediada por los varones, pero había tenido tres enamorados y no era virgen. Fue esa misma noche, cuando estaba echada en su cama, mirando en su celular las redes sociales, que le llegó la noticia: ¡la cura para el Coronavirus había sido descubierta! Se alegró sobremanera, festejó con su familia, se hallaban todos juntos y se llevaban bien, con sus altibajos, claro, como toda familia promedio, pero se amaban y se abrazaron juntos, por primera vez desde la Navidad. Por fin podrían llevar una vida normal, tan solo habrían de esperar un poco más para que el trance acabara definitivamente. Hubo un flash informativo en los canales de televisión. El Presidente habló y dijo que los medicamentos para paliar el virus llegarían pronto al país, que también había noticias de una vacuna, pero habría que negociar con el país europeo que la había creado, que eso tardaría dos o tres meses, pero todos los peruanos serían vacunados y esto, sumado, a la medicación adecuada, acabaría con los muertos y los pacientes graves. ¡Estábamos salvados! Aún había que ser cuidadosos durante algunas semanas, mas ya habría tiempo de celebrar como se debía. La economía se recuperaría rápidamente, muchas personas podrían volver a trabajar y a abrir sus negocios. Hubo regocijo en el corazón de la joven, a pesar de sus nervios de días anteriores; ella estuvo convencida de que todo se resolvería, gracias a la inteligencia del hombre y de la mujer, porque fue un hombre quien halló 122


la cura y una mujer la que descubrió la vacuna. Treinta y seis días de cuarentena terminaron así. Una pandemia mundial acabó de esta manera. Las costumbres cambiaron. Las cosas volverían a la normalidad paulatinamente. La vacuna tardaría unos meses en llegar, pero la cura ya se ubicaba en todos los centros hospitalarios. La cura se produjo por montones y el Perú compró la medicina sin escatimar en gastos, pues aún habría pacientes que la necesitarían. El virus no se detenía, la novedad era que ya no habría decesos de tratarse la infección a tiempo. Había mucho por hacer, todavía los habitantes de la nación debían protegerse mucho y mantener las normas de salud. Empero, la algarabía en el país era general. Se levantó la cuarentena manteniendo ciertas restricciones importantes. Los hospitales comenzaron a vaciarse y los fenecimientos por COVID-19 se redujeron en pocos días, hasta que en cierto momento ya nadie moría de esa enfermedad. Era un sueño hecho realidad. La gente estaba viviendo con más confianza. Alexandra esperó algún tiempo para salir afuera de su distrito. Una de sus librerías favoritas quedaba en Cercado de Lima, el centro de la ciudad, y hacia allí fue en microbús, con sus guantes y mascarilla, por supuesto, además tenía alcohol en gel y lentes. Compraría el libro que tanto deseaba y daría un largo paseo, deseaba adquirir más de un texto literario. Sus padres le habían dado dinero por su cumpleaños, que fue ese mes, el 6 de julio. Después de comprar su obra, entró a un jirón (por el que no había caminado antes) que la conduciría a la calle Quilca, donde vendían libros, historietas y películas en DVD. Solo había andado unos metros cuando un tipo grande, con dientes amarillos le cerró el paso, pronto apareció otro, y un tercero, con pinta de pandilleros, que habían salido de una quinta. La chica miró asustada a su alrededor: no había nadie más. Recibió una bofetada y, en el suelo, una patada en la cara. Le quitaron el bolso. Sintió, mareada, cómo se la llevaban adentro de la quinta. Percibió que aparecieron, al menos, tres sujetos más, Uno sacó el celular de su cartera y se lo guardó en su bolsillo. Alexandra quiso gritar, pero le metieron un trapo a la boca y le amarraron las muñecas con un cordel de tender ropa. Enseguida la metieron dentro de una casa y cerraron la puerta. Los malvivientes se apresuraron a quitarle la ropa. Ella sabía que iban a violarla; se llenó de pánico. Se orinó del terror, solo pensó en que debía aguantarlo todo para salir con vida de esa tragedia. Mientras abusaban de ella sobre una cama mohosa, que parecía la guarida de un animal salvaje, se dijo que no había peor amenaza en el planeta que los individuos, 123


que era irónico: el coronavirus no la había dañado en lo absoluto, y que extrañaba los días de reclusión en su hogar haciendo cosas entretenidas para pasar un tiempo, que se advertía desconocido, junto a su familia. No conocía el mundo, reflexionó, no sabía hasta dónde podía llegar la maldad. La habían secuestrado y agredido en pleno mediodía. Transitó por lugares que frecuentaba; únicamente tomó una ruta distinta y se hundió en el abismo. Se sintió sola, indefensa. Le dolía. Su meta era quedarse callada, tal vez la dejaran vivir. Sí, el ser humano es el peor virus que asola a la Tierra. Lo confirmó cuando acabaron y le enterraron un cuchillo en el estómago.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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L

a teniente y médico psiquiatra, Erin Faraday, fue designada (muy a su pesar), a cumplir servicio en Peshawar, ciudad de Pakistán fronteriza con Afganistán. Esta ciudad se distingue particularmente, entre otras cosas, porque sus mujeres usan burka y ninguna de ellas puede vivir sola. Su rechazo se debía más al hecho de su servicio prolongado en Afganistán, aunado a su condición (Trastorno Bipolar Tipo I de Ciclación Rápida), que a las costumbres musulmanas. Pensaba prestar servicio y apoyo no solo a su tropa, sino a tantas mujeres como le fuera posible, manejando los factores culturales y religiosos con suma cautela. Una vez ubicada, se le hizo costumbre ir a buscar agua al río con el resto de las mujeres, pues aunque estuvieran en Peshawar, la aldea en donde estaba asignada se encontraba bastante alejada de la modernidad. Aunque al principio se le hizo pesado y fatigoso, descubrió que estos viajes eran el escape de las mujeres de la comunidad. Se discutía sobre amores, rencillas, acontecimientos… era el principal evento social femenino. En uno de estos viajes, le preguntaron a la doctora si tenía algún tipo de enfermedad, pues aunque ella no la hubiera revelado, las mujeres la presintieron: Verán, por lo general los pacientes como yo conocemos nuestra condición, la aceptamos, la tratamos y sabemos de nuestras limitaciones. Por supuesto, lidiar con el hecho de que la mayor parte de los días he de conseguir estímulos que me aferren a la vida es un concepto algo complejo de entender. Lo natural es que las personas quieran vivir, que la vida no se les haga tediosa y mediocre al punto de que, querer acabar con ella, se presente como una tentación difícil de superar. Poca gente quiere entrar por propia voluntad al túnel, ese lugar húmedo y frío en donde la oscuridad prevalece, pero que se torna más cómodo y consolador a medida que pasa el tiempo. Es en donde terminas haciéndote amiga de los murciélagos y aprendes a apreciar el silencio, una especie de útero materno en el que al final encontrarás el descanso eterno, no más sufrimiento ni dolor, porque a veces hasta respirar duele. De igual modo, hay que cuidarse del remolino de la tormenta, la etapa en la que vuelas en brazos del frenesí; fiesta, alcohol, juegos, sexo, alegría. El sueño desaparece y la sensación de que debes apurarte, de que quizás te pierdes de una fiesta más divertida, de que no hay tiempo que perder, se hace enloquecedora. Correr en una cinta móvil, acelerar, las luces brillan más, eres invencible, dueño del mundo. La energía trepa por las piernas y sabes que te arrebatarás en alas de la tormenta, hasta que la tormenta seas tú, y lo arrases todo a tu paso. Todos hemos vivido estas etapas, el problema es cuando se vuelven patológicas. Todos nos deprimimos… pocos quieren suicidarse. Todos nos aceleramos… pocos se sienten eufóricos varios días seguidos. Y a pesar de las 126


diferencias culturales, psicológicas e intelectuales existentes entre esas mujeres y ella, hubo entendimiento y compasión, como si la doble XX otorgase una carga adicional de misericordia al género femenino. En una semana de licencia que tomó, halló a la comunidad trastornada; la base norteamericana había decidido cavar un pozo en el centro de la aldea, por lo que las mujeres ya no tenían necesidad de ir al río a buscar agua. Erin peleó y argumentó a favor de sus amigas, pero para los hombres su discusión carecía de sentido. ¿Acaso no resolvimos el problema? le decían, y ella les gritaba:  ¡No, generaron uno peor! Pero el resto de las mujeres le pidieron que se calmara, que hallarían la manera, que las ayudara mientras esta se presentaba. Al cabo de un mes el agua del pozo se hizo imbebible. Vómitos y diarreas afectaban a la población, y las mujeres se negaron en redondo a seguir consumiendo esa agua. Al final se impusieron y regresaron a sus viejas costumbres. Noche tras noche se le agregó lirio de los valles macerado al agua, lo extraño es que esta planta es originaria de Europa Central. Los hombres, como siempre, dejaron de pensar rápidamente en el asunto. Otra cosa de mujeres.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: La Dama

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-¡D

ame todo lo que tienes, mierda! amenazó el ladrón apuntándolo con el revólver. Y no intentes ninguna tontería. Sin embargo, él no se amilanó. A mí no me asustas con esa pistolita, huevón aclaró Ricardo con temeridad. No te hagas el héroe, compadre volvió a expresar el

delincuente. Porque vas a perder. Ricardo no tuvo otra elección. No vaciló ni un instante. Metió la mano al bolsillo, y entonces… sacó su revólver en fracción de segundos, y disparó a quemarropa. Se escucharon dos tiros, y el ladrón cayó de bruces. Todavía perplejo con lo que había sucedido, levantó débilmente la cabeza para ver al hombre que lo había baleado. Lo reconoció en ese instante. Diez años atrás había peleado con él en “El Progreso”, cuando eran un par de chiquillos. Lucharon por el amor de Claudia, la chica más linda del barrio. La pandilla de ambos hizo un círculo para ver la contienda. Ambos muchachos se acercaron y se miraron con furia encendida. Levantaron sus puños y empezaron a dar vueltas. Ricardo lanzó el primer golpe, su rival trastabilló, entonces él aprovechó para abalanzarse. Su oponente pudo zafarse e incorporarse. Ricardo lanzaba golpes, pero su enemigo lograba esquivarlos con facilidad. Se acercó y logró tumbarlo. Se revolcaron por la arena, se patearon y se golpearon sin cesar, hasta que solo quedó en pie uno de ellos. Lleno de rabia por su derrota, pero con mucha certeza, Ricardo le juró: Algún día nos volveremos a encontrar y me las vas a pagar muy caro. Se marchó con su pandilla y desde aquel día, nunca más se volvieron a ver. Su enemigo obtuvo el amor de Claudia y presumió de su victoria. Al descubrir quién le había disparado, expresó sorprendido: ¡Eres tú! Algunos transeúntes observaban la escena con miedo, y otros, se alejaban con prisa. Ricardo lo miró fríamente. Había regresado de Chiclayo después de tantos años. Ahora lo tenía al frente suyo, abatido y a su merced. Después, corrió, perdiéndose por las calles, con la satisfacción de haber cobrado su revancha.

JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/juanjesus.martinezreyes.7 129


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M

e encanta verte dormida. Luces angelical. Me siento a tu lado a contemplarte. Tu tez clara, rosas mejillas, negros cabellos, tus labios rojos. Eres bella. Solo te falta abrir los ojos para que brilles en todo tu esplendor, mi diosa. Más que mi amor eres mi deidad. Te beso en la mejilla con cuidado para no despertarte. Debo salir, nos vemos más tarde. Regreso y aún estás dormida. Descuida, mi bella durmiente, sueña todo lo que quieras. Eres mi reina, puedes hacer lo que te plazca. Me echo a tu lado y te sigo contemplando. Qué felices somos uno para el otro. Te doy todo lo que quieres y me correspondes. No puede ser mejor. Pronto me uno a tu sueño. Al día siguiente, despierto tarde y sigues dormida. No te preocupes, sigue descansando, mi amada. De nuevo saldré, pero no te apenes, regresaré pronto. Al volver, aún duermes. No importa, es lo que elegimos: yo ser el soñador y tú mi sueño. Tú la bella durmiente y yo tu héroe. Sin embargo, pese a haberte hallado, ¿cuándo despertarás? Quizás no debí darte tantos somníferos. Ahora duermes por siempre, pero soy feliz, porque nunca más te irás de mi lado, mi princesa de cuentos de hadas. Quizás más que tu héroe, sea tu dragón cuidador.

CARLOS TRUJILLO ÁNGELES

Perú

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E

s una mañana de domingo cualquiera en la pobla. Acá no tenemos gallos que nos despierten, sino un fiel vecino que, según el rango etáreo, nos despierta con trap, reguetón o cumbia. Esta melodía es el puntapié inicial para lo que toda madre hace en las mañanas: el aseo (qué importa el feminismo y la igualdad, a estas calles no entran ni

los carabineros). Muevo los muebles, trapeo y sacudo. Abro las ventanas. El polvo se va y entra la frescura del día ya estoy bien cansáh. La casa es un reflejo de diferentes tendencias arquitectónicas: construcción pareada y pequeña, sillones heredados de mi mamá que “me los pasó” por mientras para que me las arreglara (han pasado diez años y aun no náh ni náh), otros comprados en el Acuenta o en ABC Din del centro no me alcanza el sueldo de temporera para comprar en el Multicentro. Su buen equipo de música y la buena tele. Tele que no es mía, sino de la Ruosse, ¡Todo el día con la santa Peppa esta cabra! Estaba barriendo de lo más bien cuando ella me grita desde su pieza: ¡Mamá, me duele la guata! ¡Eso te pasa por andar comiendo leseras anoche! ¡Anda al baño y aguántate no más! Mis amables palabras sirvieron por un rato, pero siguió gritando tanto que la Elizabeth (mi vecina) me habló: ¡Oye Rosa, anda a ver a tu niña, total, los muebles no van a rejuvenecer, solo les sacarás el polvo... jajajajaajajaj! ¡Andai chistosita! Anda a hacerle una sopita al Eduardo no más, que bien cura´o llegó anoche. Pero tenía razón esta otra, la Rousse no paraba de quejarse, por lo que era necesario llevarla a urgencia. Así que me saqué el delantal, me pasé un pañito húmedo por aquí y por allá y tomamos un colectivo. Mi hija está enferma y, como soy pobre, la llevo a la urgencia del hospital de San Javier. Horas esperando. La clasifican según la gravedad y, como no es grave, debe esperar más. El pasillo huele a enfermos; sigue llegando gente: bebés, ancianos, otros niños y, como mi hija no está mal, debo esperar. Así, el pasillo de urgencia se transforma en un lugar cercano, por lo que los niños juegan, unas viejas que se encuentran allí se saludan y pasan lista de todos sus parientes y conocidos, otros, sumergidos en su celular. Incluso da para dormir allí. 133


Pasan las horas y la casa está a medias. Es domingo y debí salir temprano, por lo que no he comprado verduras en la feria que está al lado del Unimarc. Ojalá no se vaya el caballero que vende sus propias verduras y que anda en una de esas motos chinas. Son tan ricas sus verduras… Yo creo que no alcanzo a preparar el almuerzo. Cuando llegue será más conveniente preparar la once. Mientras tanto, sigo aquí, en este pasillo, rodeado de personas como yo: de esfuerzo, de mucho trabajo y poco sueldo, que no podemos ir a una clínica porque acá en el pueblo no hay y no tengo vehículo para ir a otra ciudad. Quizás es lo mismo, pero al menos hay alguien a quien le puedo alegar, que mi plata sirva. Para eso estoy pagando. Pero esa no es mi realidad. Después de un par de horas nos pudimos ir a casa. Compramos un paquete de titilandia (así les dice mi hija a los tallarines) y una salsa para tomar once, viendo a la infaltable Peppa pig.

LUIS ÁLVAREZ AVENDAÑO

Chile

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E

l espejo me devolvía una imagen de mí que no me agradaba. Debería bajar de peso, me dije. Ni de perfil, ni de frente, ni de atrás. No me está gustando. Quise cerrar la puerta espejada del armario, cuando sentí una vibración extraña. La mancha de humedad del lado inferior, comenzó a agrandarse desmesuradamente. Apareció delante de mí, un túnel y al final se veía un arco de luz, semejaba una puerta. Sin decidirlo, pero a la vez sin resistirme, comencé a ingresar en él. Llegué al arco donde se iluminaba un nuevo sitio. Me quedé allí, de pie. Era un acantilado que llegaba a un lago color azul profundo. A ambos lados descendía en pendientes suaves, hasta la orilla de una playa pedregosa. En el lago había flamencos rosados y patos de diversos colores, algunas golondrinas que bajaban en picada hasta rozar el agua y otras aves. Me senté allí a contemplar hasta donde llegaba mi vista. Cuando giré buscando el arco por el que había ingresado a ese lugar, noté que no estaba más. Lejos de preocuparme, me alegré, tanta era la paz que allí sentía. Las aves comenzaron a acercarse. Un flamenco tomó la palabra y me dijo que si quería quedarme, lo hiciera. Solo debía respetar sus hábitos de vida, cuidar la limpieza del lugar y no pretender modificar su habitat. Acepté muy feliz y agradecí la posibilidad. Me indicaron y algunos me acompañaron a un refugio acogedor donde podía instalarme para comer, dormir, en fin, vivir y compartir con ellos. Los árboles del lugar me proporcionarían alimento y del lago podía obtener peces. A mis tiempos los determinarían las luces y la oscuridad. Los amaneceres eran verdes anunciando el estallido de la vida diariamente; las tardes eran grises, porque se opacaban las luces y las noches, azules como el lago, porque se unían cielo y agua. Permanecí allí mucho tiempo, tanto que olvidé que extrañaba mi vida anterior. Ellos me amaban y yo a Ellos. La quietud de los días, el silencio de las noches, las caminatas acompañada por el rumor del oleaje del lago y las aves que siempre estaban cerca, aleteando, me proporcionaban un enorme placer. Un día subí al acantilado, buscando el arco. Acaricié aquella roca y nada ocurrió. Cuando me di vuelta me encontré con el Flamenco. Me preguntó si necesitaba volver a mi lugar, con los míos. De ser así, podía hacerlo, pero ya no podría regresar a este sitio. Tenía que decidir. En ese momento sentí nostalgias, y me pesaron las ausencias, las carencias, dimensioné mis tesoros y comprendí que este era un mundo ideal. Mi mundo, el real, aunque no fuera pacífico, ni respetuoso o tranquilo, era el mío. Allí estaba mi amor y mis afectos imprescindibles, mis metas, mis sueños posibles y también los inalcanzables. Entendí que no siempre la felicidad 136


está en la calma, o la inacción. A veces se esconde detrás de la lucha y el grito. Abracé al Flamenco, saludé desde la cornisa a todos los que se encontraban abajo, agradecí y giré. Allí había aparecido el túnel. Lo atravesé. Volví. Santiago entró en ese momento en el cuarto, para decirme que todos me estaban esperando abajo. Y que ese vestido me quedaba muy bien.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI

Argentina

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liza entra, la puerta se cierra detrás. Se descalza las zapatillas de tacón dorado. La habitación en penumbras, falta poco para el amanecer. Camina hacia la cama, donde la niña, su hija, Margarita, duerme con placidez. “Parece un angelito en un retablo en el Santuario de Guadalupe”, piensa. Se inclina y con amor besa la pequeña frente. Con ternura acaricia sus cabellos rubios. ¡Ya pronto! ¡Ya pronto mi pequeña!, murmura. Dejándose caer poco a poco, se sienta en el piso, sobre un pedazo de alfombra desgastada, recargando su espalda con sus treinta y ocho años en la orilla de la cama. Los recuerdos emergen del fondo de su mente, se arrastran, cómo al final de un túnel, rodando de dolor, rendidos ante el destino y sus misterios. ¿Por qué? ¿Por qué a ella?, le dijo al Médico, casi con furia. “Los estudios arrojaron eso, un pequeño tumor en el cerebro de Margarita, es necesario una cirugía, y entre más pronto, mejor”, expreso él. ¿Qué hacer? Ella, madre soltera, con sueldo bajo en esa maquiladora. Sola. Sandra, amiga y compañera de trabajo, le confesó que ella se prostituye, tres días a la semana, en un bar club de la calle turística. Que los mejores días son los fines de semana. “Llega cada gente en busca de…¡todo!”, comentó “Ya sabes, el deseo nunca se va, no se llena, no cesa, ahí puedes juntar lo necesario para la cirugía de tu hija”, mencionó. Lo pensó. Lo dudó. Ese día, el primero, se vistió provocativa, se pintó los labios de rojo intenso. Alguien le había dicho que los labios carmín, atraen más a los hombres. Se calzó zapatillas con tacón dorado, las que siempre lleva al bar. Las mismas que se acaba de quitar. Al lado de Sandra, llega al antro. Se detiene e intenta correr. Ella la sujeta con fuerza, como unas tenazas aprisiona su brazo. Ya dentro, la gente en busca de emociones. Hombres y mujeres al igual. Unos beben para olvidar o para recordar. Algunos bailan. Las canciones se repiten unas tras otras, como olas que llegan a la playa y vuelven al mar. Tantas veces escuchadas, esas voces, carnada para una conversación. Eliza se ha tomado unas cervezas, baila sola, culpa de las cervezas o de su pesar, su tristeza; con sus demonios, con su cólera, las ganas de dejarse besar y hacerlo, el comienzo… Agita la pelvis, los brazos en el aire, con los ojos cerrados, entreabiertos, perdidos. Lo que importa es conocer a alguien, sonreír, beber, coquetear, fingir o no interés. Así comenzó todo. La música: banda, norteño, era lo de menos, el poder restregar los cuerpos, esencial. Lo demás se daba solo. 139


En el bar club, “El pescador”, hay de todo, vendedores de droga, policías que de cuando en cuando entran y se hacen que no ven nada; niñas ebrias que el novio carga por el que dirán, borrachos que se roban copas, tarros, botellas. Ya cuatro meses. Hoy había sido otra noche, una madrugada más, otro fin de semana para generar dinero. ¡Ya falta menos! Llora, confirma que el sabor de las lágrimas no es tan salado, ¿acaso importa? Eliza, la tacón dorado, como le conocen en el bar, una de las más solicitadas, sabe lo que hace. ¡Qué más da!

JESÚS FUENTES Y BAZÁN

México

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s mentira lo que dicen. El primer ser de toda la creación, no fue el hombre. Ni lo fueron los animales, ni las plantas, ni la luz, ni la oscuridad. Los primeros creados fueron los enanos. Aunque sea difícil de creer y nadie entienda el por qué, existía una muy buena razón para que así fuera. El forjador del universo necesitaba ayuda, tanta como las miles de manos necesarias para encargarse de las terminaciones y los pequeños detalles de su creación. Un poco de lija por allí, repasar el piso por allá, una mano de pintura en la otra habitación; minúsculas nimiedades en las que por más omnipresente y omnisciente que el forjador del universo se sintiera, no siempre reparaba. Una legión de diminutos seres se movía con celeridad de un extremo al otro de la futura creación, con un lenguaje propio, con sus usos y costumbres. Poseían todo aquello que hoy denominaríamos, sin miedo a equivocarnos, como una cultura. Reinaron como los únicos seres vivos el tiempo que llevó ponerlo todo a punto. Incluso se dice que ciertos detalles de algunas animales muy particulares, y ciertas características de las flores, fueron sugeridos por ellos. Porque, al no saberlo todo, ni poder saberlo nunca, poseían una perspectiva diferente sobre los objetos aún inanimados. Hasta que llegó el día de la prueba del sistema en un modo especial a prueba de fallos. Y todo funcionó bien. Tan bien que los animales no se percataron que aquel era su primer día de vida, al contrario, siguieron con sus instintivas rutinas como si hiciera milenios que se las impusiera el destino. Las plantas se abrieron al sol llenando con su perfume el aire. La luna continuó su danza en torno a la tierra. Las mareas hicieron lo propio. La vida, al parecer, funcionaba. Tras aquella prueba, la creación recibió el sello de Perfección. La mayor, por no decir única, distinción existente hasta el momento. Tan solo faltaba un último ser; uno que fuera al mismo tiempo amo y señor de todo. Pero, también, y si resultaba necesario, víctima incapaz de sobreponerse a su atroz sino. Uno que creyera que su inteligencia superior alcanzaría para modificar el entorno a su propia imagen y semejanza; pero que, en realidad, su técnica de nada sirviera contra las verdaderas fuerzas de la naturaleza. El forjador, recordando a sus diminutos ayudantes, les ofreció el puesto de amos y señores de todo aquello. Pero estos, aunque agradecidos por el honor que tal ofrecimiento representaba, y creyendo que verían sus habilidades, sus capacidades, su inteligencia y sus vidas, sumamente limitadas al cumplir una función de depredadores de la 142


naturaleza y asesinos de sus iguales, rechazaron la oferta. Aquel fue el primer y único rechazo recibido por el forjador. Solamente luego de este, nació el ser que poseía todas las características ya mencionadas: el hombre. Y los enanos, conocedores de todas las catástrofes que se avecinaban viendo al hombre medrar en todos los rincones de la creación adueñándose de aquello que nunca les pertenecería, se convirtieron en esos seres extraños y huraños, un tanto oscuros, algunas veces desagradables, tacaños y violentos, que pueblan los rincones más tenebrosos, los bosques más siniestros de la literatura.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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eonora estaba junto a Edgar, el hermano menor de su mejor amiga. Ambos se encontraban sentados en una banca de la estación esperando a que llegase el bus. Tanto Leonora como Edgar se encontraron casualmente yendo hacia el mismo lugar: el departamento de Estela, después de todo, era su cumpleaños número veintiuno. A los ojos de Leonora, Edgar era un espécimen raro. Sinceramente con su metro sesenta y siete de energía puramente explosiva y cargada optimismo, era todo lo opuesto a ella, con sus ciento setenta y dos centímetros de delicada timidez con una pizca demasiado grande de nerviosismo. Ella sabía que nunca podría ser así de abierta como Edgar, y eso estaba bien para ella. —Oye, tengo una pregunta que hacerte. —¿Qué pasa? —¿Quieres ser mi novia? Leonora parpadea, dándose cuenta de las palabras, tan incrédula y sin saber qué decir exactamente. Mira a su alrededor muy inquieta, al parecer nadie estaba prestando atención al lío en el que la acababan de meter. En aquel sitio no había mucha gente, apenas unas cuantas personas esperando el autobús igual que ellos. Leonora se imaginaba que cada quien estaba en su propio mundo, ignorando el suyo. —¿Disculpa? —pregunta, pensando haber escuchado mal. Edgar tarda un momento antes de contestar, y Leonora se le queda mirando por un instante antes de evitar sus ojos cafés. Sentía el viento acariciar su rostro moreno, quizá sonrojado por la vergüenza. —Necesito una novia temporal que presentar a mi familia para las festividades o pensarán que soy gay. Leonora dice lo primero que se le viene a la mente, no pensando antes de hablar, como es en ella tan habitual. —Bueno, técnicamente lo eres. Ambos se hunden en silencio, luego Edgar suelta una estruendosa carcajada, que hace sentir incómoda a la chica, ahora hay un par de ojos que los están mirando. —Prefiero el término bisexual, muchas gracias —dice, arrugando la nariz. —¿Y por qué yo? ¿Por qué no una de tus amigas de la universidad? —Porque no las conozco. —Tú no me conoces a mí. —Eres amiga de mi hermana, es más, ella fue quien me dio la idea. —Maldita Estela. —Sí, maldita Estela. Leonora junta sus manos y sopla, queriendo entrar en calor. Ya era temporada 145


de invierno en aquel diminuto pueblo en medio de la nada. —¿Qué gano yo si acepto? Edgar se lo piensa un rato, arruga su nariz y niega a lo que sea que haya cruzado su mente, piensa un rato más. Entonces, pequeñas gotas de agua comienzan a caer. —Está lloviendo —dice, rompiendo el silencio, aún sin responder. El bus todavía no había llegado, y ya se estaba haciendo tarde para la fiesta. —Está lloviendo —repite sus palabras ella. Lo único bueno de aquel pueblito era que aquellas bancas de la parada de autobuses tenían un pequeño techo, así que ninguno de los dos estaba empapado por la lluvia. —¿Qué te gusta? —¿De qué? —De lo que sea. —La lluvia, me gusta la lluvia. Es linda. —Tú eres linda. —Basta, Edgar. Edgar encoge los hombros, restándole importancia. —No puedo hacer mucho si te gusta la lluvia. ¿Te parece ir al cine? —¿Ahora? —Si quieres. —Es el cumpleaños de Estela, debemos ir. —Después será, entonces —se levanta y la mira a los ojos—. Ya llegó el bus, ¿Nos vamos? Ella dirige la vista hacia la carretera, efectivamente el bus había llegado. Leonora no dice nada, pues deja que el silencio hable por ella. Se levanta y sigue a Edgar hasta dentro del bus, pagan el pasaje y se acomodan en unos asientos vacíos casi al final del transporte. Ella por la ventana, Edgar junto a ella. Y antes, mucho antes de que el bus comenzara a moverse, Leonora observó el paisaje gris de afuera por la misma ventana que estaba llena de gotas de agua. Piensa en Edgar por muy poco rato y se ahoga en palabras que le gustaría haber dicho, pero no hizo. Porque ella cayó por él como lluvia en el pavimento, y él era como aquel suspiro de la lluvia destinado a ser petricor.

BRISA GÓMEZ

México

Tumblr: totaldesastre Twitter: https://twitter.com/Bitters87120177 146


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(CONFESIONES DE UNA HIPÓCRITA-CONDRIACA) “Soy mitad hijo de dios, mitad hijo de p…” (Fritz Perls, psicoanalista) 01. NO ODIARÉ A DIOS…

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a foto grande de la Virgen de la Encarnación preside mi salón. No es que yo sea muy creyente, pues voy poquísimo a misa y a los cementerios (eso es para quienes matan su mala conciencia con flores frescas). Sin embargo, la imaginería mariana conviene tenerla porque es uno de esos detalles que dan apariencia digna al lugar donde se reciben visitas. Si no se profundiza en la amistad, ahí queda todo. Si ocurre lo contrario, entonces llevo al visitante al dormitorio principal, cierro la puerta por si las moscas, corro las cortinas y le muestro como brilla mi cuadro luminiscente de la Mona-Lisa de Warhol. En el hipotético caso de ir más allá, os aseguro que es muy chocante y morboso gritar “¡Oh, Dios mío!” o algo por el estilo ante sus cuatro impasibles miradas. 02. NO TOMARÉ A DIOS EN VANO… Sí, es verdad, sé hacerme la ofendida sin ruborizarme. Sí, es verdad, puedo hablar de humildad sin sentirla. Sí, es verdad, sé mentir bien, incluyendo lágrimas de cocodrilo. Sí, es verdad, puedo arrojar la sospecha sobre mis enemigos jugando con las palabras y pervirtiendo los hechos. Sí, todo eso y más es verdad. Os aseguro que, en una oficina de un juzgado, delante del secretario judicial, a sabiendas de perjurar, sabría decir “no he sido yo” sin reírme de mi misma. Y lo juraría, si fuera preciso, ante la Biblia sin temblarme el pulso. Me basto sola para disimular y no necesito a nadie para que de fe por mí. Incluso si me ponen en la máquina de la verdad, estoy segura de pasar la prueba. Y no es un diagnóstico egocéntrico, más bien es la certeza de ser una Perra Vieja con muchas tablas. 03. NO PROFANARÉ LAS FIESTAS… A pesar de mi fingida beatería en una vida tan multipolar, entenderéis que también tenga mis momentos de dudas y de recogimiento sincero. Desde bien niña, tengo cierta tendencia al contagio social, a la impostura ante los demás, a una doble moral. Por eso, cada cierto tiempo, hay algo en mi interior que me murmura “ve a la iglesia y reza”. Entonces voy y, como don Quijote, me arrodillo ante el crucifijo y me tiro un rato reflexionando. Tras eso, sin pensar en que mi soledad y mis fracasos no dependen de lo divino, pongo la vela de rigor, hago la genuflexión con cruzadito facial y me doy por satisfecha. ¡Menos es nada! Y ya segura en casa, sola ante el 148


tribunal de mi conciencia, me echo las cartas, me absuelvo de mis pecados y me tomo mi sobredosis de internet. 04. NO DESHONRARÉ A MIS PADRES… Hace años, al alejarme de ellos, mis progenitores dejaron de molestarme con sus manías seniles, de agobiarme con sus ancianos achaques. Durante un tiempo, tras algunas de mis separaciones, me sirvieron de tabla de salvación económica. Pero, al poco, después de embaucar a un iluso, pude salir de aquel molesto y agobiante ambiente. Tenía claro que, al abandonar la casa familiar, aceleraría sus tránsitos al más allá, como así fue. Al poco de la fuga, y tras unos sepelios a su descanso eterno a los que no asistí, rescaté mi parte de la herencia y busqué una excusa frívola para dejar al amante de turno. Sé que os sonará raro así contado, pero me salió de lujo, que es lo que cuenta. Y hoy soy una ‘nini’ que vive plácidamente con pingües rentas y cero remordimientos. 05. NO MATARÉ… Ciega de ira, rota por la envidia, me confabulo contra mi falso verdugo. Esta vez acometeré con intensidad, antes de que la inspiración desaparezca. No calculo las crueles consecuencias ni me pongo en su lugar, tan solo noto como asciende el rencor desde mi interior mientras escribo estos textos. Las carcajadas nerviosas y los suspiros de placer arrecian con cada renglón, a sabiendas que luego los subiré a la web. Mis seguidores virtuales no esperan menos de mí ante ese presuntuoso maltratador que, por pura maldad, yo creé para librarme de culpas. Y una servidora, por supuesto, desde su cuenta o sus varios perfiles seguirá dando carnaza a sus ingenuos lectores, hasta que logre matar públicamente la auténtica dignidad de ese personaje recreado. 06. NO CONSENTIRÉ ACTOS IMPUROS… Desde mi vuelta al hogar, las perras ocupan una parte esencial en mi vida. Como siempre van limpias y sin liendres, pueden patearse la casa de arriba a abajo, dejar pelos encima de los sofás, hocicar en la basura del patio interior, escarbar en sus cagaderos, corretear por la terraza, husmearlo todo… ¡No hay problema que no resuelva un buen cepillo y una potente aspiradora! Las amo tanto, que incluso he perdonado, apelando al tufo a queso manchego, que me dejaran huérfanos a mordiscos algún que otro calcetín o zapatilla. Sin embargo, y creo habérselo dejado bien clarito después de pillarlas jugando con ellos, mis queridos dildos no se tocan. Aunque, animalitos, con esa apariencia tan realista 149


igual se piensan que son suculentas bratwurst. 07. NO ROBARÉ… Tengo muchos recuerdos acumulados en dos grandes y viejas maletas con naftalina. En la azul, libros, fotos y postales de muchas de mis conquistas. Me gusta, porque soy una romántica empedernida, revisar dedicatorias. Luego, para que no haya añoranza, pienso que todo eso no es más que un cementerio de cosas sin valor, de trastos desdibujados, de pequeñas gotas de olas del océano de mi existir. Ah, y la segunda, la amarilla, la he dejado para acumular los pequeños detalles que tomo prestados de los hoteles tras alguna noche de pasión con alguno de mis amantes: jaboncitos, gorros y sales de baño, cepillos, colonias, geles, esponjas, toallas… ¡Hasta un albornoz! Al final, sin pretenderlo, llega a resultar hasta curioso y paradójico que cada objeto sisado guarde una estrecha relación con algún grato recuerdo. 08. NO MENTIRÉ… Desde mi vuelta a casa, los feligreses del bar saben que siempre estoy solícita para ofrecer mi versión del penúltimo fracaso sentimental. Desoyendo a mi sicóloga, veo la luz al final del túnel reviviendo hechos, hechos, solo hechos, que me han marcado para el resto de mis días. Yo, maestra en despechos, alma sensible en constante aprendizaje, pienso que contarlo a mi manera es la verdadera cura. Por eso, entre sorbos de café y volutas de humo, apoyada en la barra, con voz tranquila y lengua afilada, me desvivo en atender esa labor social de predicar contra mis necios ex-amantes. Y, al contrario de lo que pueda pensarse, nadie se aburre al oírme, ya que he sabido ir añadiendo nuevos y jugosos matices perversos a mi anodina tragicomedia vital. 09. NO TENDRÉ DESEOS IMPUROS… Él suspira fuerte conmigo, me estremezco en sus brazos etéreos, nos besamos mientras nos observa la muñeca, las sábanas se desordenan, saltan al suelo cojines y almohada, suena el camastro. Ahora apenas puedo mirar la pantalla y, de repente, todo desaparece en un fundido final. Después, muy despacio, recupero la respiración, me levanto y me dirijo al aseo. Al regresar, ya refrescadas cueva y cara, desahogada la hipertensión, miro la carpeta de archivos equis y pienso que mañana toca esa del negro que dura seis minutos. Antes de cerrar el portátil, sonrío maliciosa mientras me fijo en el nombre que le puse al fichero de vídeos favoritos: “María de la Consolación”. 10. NO CODICIARÉ LO AJENO… 150


Tengo cincuenta y pico, pero siento y pienso como una adolescente caprichosa. Cuando me asalta la necesidad, sin importarme ser objeto de vergüenza ajena por mi vestimenta, me dirijo al ambulatorio o al bar a entablar conversación. Mi risa contagiosa y mi sabio peloteo siempre consiguen el éxito deseado. En mi caso, no es una cuestión de belleza o figura (¡mis ganas!), más bien lo es de mirar con picardía y mover los labios de forma sensual. Al menos, ahí, combinando ambas estrategias, soy infalible. Por eso, no me importa que ninguna pareja me dure demasiado. Al fin y al cabo, sé que madurar o guardar fidelidad no son virtudes propias de mi edad mental.

VALEN2 (VALENTÍN GARCÍA VALLEDOR)

España

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