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Alejandro Arras México Página Web: www.alejandroarras.com Twitter: @alejandroarras 2
EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 1
NRO 9 - noviembre 2016 Edición y Diseño de tapa:
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íNDICE uNA
MAÑANA SOLITARIA CARLOS SALDIVAR ROSAS eLOÍSA
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PaTRICIA BUTRÓN 13
tRaS EL TÚNEL fRANCESC BARRIO 16 lA NOCHE Y LA FURIA ROLANDO DI LORENZO 22 BaÑO DE LUNA IRVING TORRES VALLE VARGAS 25 POLICHINELA CARLOS M. FEDERICI
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NODO 19: <Imitaciones> pATRICIO PERALTA R 41 TALITA CUMI damaris gassón pacheco 46 ESTIMADO HA MUERTO gABRIEL MORENO 52 OLVIDO JÉSSICA DE LA PORTILLA MONTAÑO CONECTADO @ DESCONECTADO
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MÓNICA DRUETTA 59
maRIELA, LA COMEGENTE RaÚL CARDILLO 63 OBSESIÓN ANA MARÍA CAILLET BOIS 67 UN rEcuERDO EDGAR FEERMAN 70 GRACIAS POR LA PIEL LEÓN SALCOVSKY 74 EL TRIBUTO DE LOS VASALLOS RAMÓN MONROY CALVO 79 LA VERDAD CLONADA SERGIO MUNARI 85
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A
manece y yo, mudo. Mi voz interna se había gastado llamándola y buscándola en mis sueños. Mis ojos tristes y llorosos demostraban que hoy no la había encontrado. Ella, tez trigueña, de facciones perfectas, tan solo comparada con un
ángel y, al igual que este, tan inalcanzable para un mortal, aunque yo era optimista, pues ella era muy terrenal en su trato, tanto que me daba la esperanza de que detuviera su asombroso vuelo, descendiese y viniera hacia mí; solía fantasear con que sus brazos se convertían en alas y me cobijaban. Tanto era el ardor que sentía en ese momento que lloraba hasta quedarme dormido en su regazo. Una a una aquellas escenas imaginarias se convirtieron en parte de mi vida, en piezas integrales de mi ser, las cuales se armaban hasta formarme una sonrisa, mas esta pronto se desvanecía. Se dice que quienes madrugan reciben ayuda divina, aunque dudo que sea obra de una fuerza superior el que cada mañana, muy temprano, la vea en el paradero. Tal vez sea causa de la costumbre, de la esperanza, de pensar y soñar. Lo que sé con total claridad es que me muero por ella, incluso he estado a punto de decírselo, pero… ¡mierda! Me nublo, barboteo incoherencias, transpiro, trago saliva y mis intenciones se ahogan en las lagunas que se forman en mi mente cuando contemplo su rostro y me es imposible decidir qué me gusta más: el reflejo de los rayos solares en sus ojos, o cuando en mis ojos se reflejan sus gestos. 7
A veces la acompañaba la misma amiga. Último he notado que están a su lado uno, dos, tres muchachos de, al parecer, su misma edad. Uno de ellos juega a abrazarla. Esto me pone celoso, pienso en salir de mi escondrijo, lanzarme contra él y hacerlo pedazos… no, ¿por qué medito estas cosas? El amor debe jugar limpio, ha de ser puro, no quiero crear caos, hacerles daño a los demás, no otra vez, he cambiado. Este libro que llevo conmigo ha sido mi salvación, lo he leído de principio a fin; es más, por las noches he recogido en los basureros textos de similar temática. ¿Por qué la gente no aprecia el mensaje sagrado? En fin, el desgano de los otros ha sido mi bálsamo. Soy fiel a mis creencias. Le soy leal a ella. Desde aquí, esta mirilla ubicada entre la pista y el borde de la acera, la observo con placer y atención. No sé su nombre, tampoco puedo oír bien de qué habla, su gesto de emoción lo es todo para mí; ahora sé que existen individuos que desbordan encanto donde sea que van. Leí alguna vez en un cuaderno escolar que cuando se creó la Tierra, el Creador puso al hombre y la mujer como a uno, pero un rayo los separó y desde ese momento ambos buscan por el mundo su respectiva mitad para volver a ser uno solo. ¿Será ella mi mitad? Quizá sí. A veces, en el frío de mis sueños, me veo distinto a cómo sé que luzco. El despertar duele. No quiero engañarme, hay días en que apenas puedo soportar los deseos de acercarme a ella y abrazarla, besarla, decirle cuánto la quiero, mas no debo pensar así, esta actitud mía es incorrecta, he de actuar con 8
amabilidad, hablarle, conocerla, que ella tenga confianza, no obstante, ni siquiera puedo salir de aquí, es decir, sí puedo, pero no debo hacerlo, no estoy hecho para el mundo externo, mucho menos con aquella luz. Esto me entristece demasiado, por lo menos he afinado el oído, ya puedo oír las cosas agradables que dice, y me cautivan. He escuchado su nombre: Clarisa. Qué bello, Clarisa, quizá debiera redactarle una carta. He aprendido a escribir por mi cuenta, solo necesito lápiz y papel, puedo conseguirlos con facilidad, y será una exposición larga, son abundantes los sentimientos de mi parte hacia su persona; no, estoy siendo impulsivo de nuevo, ella podría sentirse presionada ante mi claro afán por cortejarla, además, aunque escribiese dicha epístola ¿cómo se la haría llegar? Clarisa tiene el carácter fuerte, ha discutido con el último chico que le hizo compañía, y estoy seguro de que fue por culpa de él, porque volvió a rodearla con el brazo y claramente la incomodó. Ahora viene sola. Somos parecidos, aunque ella es decidida y yo, un tozudo, ¿por qué hago tan difícil mi declaración de amor? Me estoy engañando, Clarisa nunca me aceptará, lo más probable es que me maldiga y salga corriendo. Por eso deseché la idea de escribirle una misiva. Sin embargo, ella me fascina como nadie. Recuerdo cuando antaño no me aproximaba a las féminas de modo cortés, me acercaba a estas por la fuerza… y no lo resistían. Gracias al Cielo he cambiado, soy otro. Mi yo anterior hubiese buscado a ese imbécil que fastidiaba mi amada, lo hubiera seguido con 9
la vista, de mirilla en mirilla, y en la noche hubiese penetrado en su casa para arrancarle las entrañas y metérselas por... No, no debo pensar en el pasado, sino en el presente, en Clarisa, quien es un enigma: todavía no encuentro respuesta, cuando la halle, podré por fin decirle que es mi otra mitad, mejor aún, que es mi vida. De momento... me voy consumiendo de a poco... lento, muy lento, y con dolor, sobre todo cuando he aprendido a sentir a la distancia el olor exquisito de la dueña de mi corazón, es como si estuviera hecha de flores, como si estas se desprendieran de su ser y flotaran hacia mí para acariciarme. Es nada más una dulce fantasía, la realidad me golpea con su puño de hierro. He de tomar una decisión, Clarisa podría aceptarme tal cual soy, pero no debe mirar mi rostro, solo escucharme, he aprendido a hablar con claridad, a modular mi voz que antaño era una especie de gruñidos que aterrorizaban a las personas. Amanece… otro día de soledad. Salgo a la calle y no la ubico. Puede que la vea al día siguiente. Por fin me he propuesto a mí mismo decirle algo, no en este lugar, tan temprano, como lo he fantaseado estas semanas. Seguiré su fragancia calle por calle y me presentaré en su residencia, de noche. Seré lo más amable posible, mi rostro, manos, cada resquicio de mi cuerpo estará cubierto, ella solo percibirá mis palabras, a lo mejor acepte mi amistad; de ser así, la visitaré cada semana, no seguido, para no atribularla… aunque me pregunto si no es ridícula esta manera de pensar mía, ¿qué clase de chica entabla una relación amical 10
con alguien que toca a su puerta y le dice que quiere ser parte de su vida? Atisbar la realidad me deprime. Me pregunto qué he hecho mal, por qué soy así, cuál ha sido mi pecado. Recurro al libro bendito que amilana mis lamentos: esto no es un castigo, es una prueba, y tengo que superarla. Muy dentro de mí soy bueno, estas emociones que entrechocan en mi interior son la muestra de que soy capaz de amar. Aquello me reconforta, y una vez más se crea una gran brecha entre mis deseos y lo real. Sí, yo amo. Pero ¿quién sería tonto de amarme a mí? Mejor dicho, solamente un loco podría sentir siquiera un poco de aprecio por esto que soy. Al día siguiente Clarisa no se presenta. Los nervios me roen la cabeza y el estómago, tal vez le ha pasado algo grave, o quizá se encuentre enferma. Puede ser que mañana aparezca. Tampoco lo hace hoy. No viene esta semana. Jamás volveré a verla. El crepúsculo se asienta en mi corazón. No es mi culpa no poder pasar de esta rejilla, el sol lastima mi pelambre. Mi única opción es vivir en esta cloaca, aquí nadie me hallará; nadie volverá a hacerme daño. No puedo ir con los humanos, expresarles mis sentimientos, si me vieran, mi aspecto los atormentaría. Los he escrutado por años. Hoy me encuentro sin ganas de observarlos. Ellos nunca miran aquí. Mejor así. Es hora de descender a la ruinosa oscuridad que tan bien conozco. 11
Humedad. Mugre. Miseria. Mi rabo se encoge. Aquí los días son solitarios, sin embargo no me siento triste. Es mi destino. Estoy donde debo estar.
Carlos Enrique Saldivar Rosas Perú Páginas web: www.fanzineelhorla.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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E
loísa escucha el murmullo cruel del atardecer: una voz fría que lo trae de regreso. El viento arenoso golpea la ventana y parece que él le habla. Aprieta los ojos. Nada más frío que la espera, nada más terrible que sentirlo tan cerca como un animal
hambriento. Pero, ¿cómo iba a saber entonces Eloísa que firmaba un acuerdo que significaba una condena? Parece que fue ayer. A ella le intrigaban esos ojos que la observaban llenos de furia, como un ser que ha sido devorado por la desgracia. Bastó una señal, una descuidada sonrisa y él se apropió de sus noches. Ahora él la habita entre las sombras. Bebe el calor de su cuerpo, la despoja de sus sueños, de las palabras, su voz es la puerta a un lenguaje que sólo comprende la piel. La arrastra por delirios insospechados que vacían sus entrañas, la hace creer que de esa cicatriz que ha dejado en su vientre, brotará un manantial del que vivirán los dos. Al amanecer, ella no puede despojarse de ese olor a tristeza que le crece entre los cabellos, no hay despedida que él comprenda. Vuelve, siempre vuelve. Eloísa pasa el día sin pensar, autómata como tantas que viven a merced de esas criaturas nocturnas. El cuerpo de Eloísa tiembla mientras el olor de la cena se eleva como el vapor de una tragedia y el ruido de un motor le avisa que él, ha llegado.
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PATRICIA BUTRÓN México Página web: www.entelechia.com.mx
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N
o falta mucho para que anochezca y, aunque durante el día ha hecho bastante calor, ahora el cielo está encapotado y parece que la incipiente amenaza de lluvia acabará por refrescar el bochornoso ambiente de un barrio no especialmente animado.
La Reina del Otro Lado se mueve con gracia entre los vehículos aparcados en las calles cercanas a la playa. Es difícil decir de dónde viene. Ni Su aspecto ni Su actitud nos dan muchas pistas sobre Sus motivos o Sus intenciones. Simplemente, viene de algún sitio más allá de nuestra imaginación o de nuestra comprensión. Y se dirige al parque, frente a los túneles. Claro que eso es algo que únicamente suponemos porque ahí es donde finalizan Sus pasos. A pesar de que resulte redundante, lo mejor que podemos decir de la Reina es que se trata de un ser majestuoso. Su porte, Su aspecto, Sus gestos son mayestáticos. Se podría decir que de su ser fluye la majestuosidad. Incluso sentada relajadamente en medio de un parterre de dipladenias rosas, rojas y blancas, con Su suntuoso abrigo azabache, sigue manteniendo la dignidad y la compostura propia de Su condición. Nadie se fija nunca en la Reina, pero si, accidentalmente, alguien consiguiera posar su mirada en Ella, tendría esa extraña sensación, esa certeza interior de encontrarse ante alguien especial. Y no sólo por Su porte. Si alguien cruzara Su mirada, sentiría en sus entrañas la presencia de esos ojos, profundos, penetrantes, unos ojos que se te clavan en el alma, unos ojos que socavan tu interior. 17
No
se
ha
aposentado
entre
las
flores
porque
le
atraiga
especialmente su belleza o porque sea una apasionada de la jardinería recreativa. Se encuentra en ese preciso lugar, en ese preciso instante porque, precisamente, ahí es donde debe estar. Podríamos decir que es la atalaya perfecta desde la que la Reina será testigo imprescindible de lo que deba acontecer de ahora en adelante. Aunque no nos equivoquemos pensando que Su Majestad es una mera espectadora del pequeño vodevil que se va a desarrollar ante Sus ojos. No, las cosas nunca son tan simples, y la realidad es que Su testimonio será parte del acontecimiento. Así ha de ser. La Reina del Otro Lado mantiene la vista fija en uno de los bancos de la plaza. Se diría que ni pestañea si es que los seres como Ella pudieran hacerlo. Ante Sus ojos se despliega todo un escenario con unos actores inconscientes de su papel. Aunque, de hecho, podríamos afirmar que así es la vida, un paseo inconsciente vestido de ficticias decisiones abocadas hacia un fin más o menos previsto. Alguien que la conociera en profundidad, podría afirmar que se encuentra inquieta, incluso temerosa. Ni tan solo Ella puede negar que siente en el ambiente la presencia de lo inminente. Una especie de presciencia, como el reconocimiento implícito de las imperceptibles señales que anteceden a lo inevitable. Cierra los ojos y advierte una cierta corriente eléctrica, sutil, que flota en el aire. De todas formas, nadie conoce tan profundamente a la Reina que, magnificente, se 18
mantiene
expectante.
Cualquier
duda,
cualquier
temor,
quedan
envueltos, disimulados, en Su capa de entereza. Frente a Ella discuten dos jóvenes, una pareja. Él y ella, ataviados a la moda, sentados en ese banco, frente al mar, ignorando la puesta de sol. Una romántica escena, desaprovechada. La Reina los observa, percibiendo más allá de lo visible. Puede apreciar el odio, la rabia, la esencia del mal que anida en un corazón. También advierte el amor, el dolor, la tristeza, la decepción de un alma que ha claudicado. Siente los colores que flotan a su alrededor. De la misma manera que todo su ser se apercibe de lo que yace en los túneles. Son dos túneles gemelos, sumidos en la penumbra a esta hora, que comunican el parque en que se encuentra la pareja con la plazoleta de la pista de skate. A la Reina no le gustan los colores de esos túneles, no le gusta la esencia que de ellos emana. El chaval tira al suelo una colilla que ya se acaba, la pisa con furia, dice la última palabra y se levanta. Dirige sus pasos hacia los túneles. La chica se incorpora y va tras él. Continúan una discusión que no tiene ningún sentido. Quizás sólo para ellos, quizás sólo en ese momento. Al acercarse a los oscuros corredores, él fuerza el paso y avanza por el de la derecha. Ella duda unos instantes. No le seguirá pero debe hacerlo. Siempre acaba haciéndolo. Enfurruñada elige el de la izquierda.
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La Reina abandona su observatorio entre las flores y sale tras los pasos de la joven, acompañándola a través del velo de las brumas. Al llegar al final del corredor, una triste farola ilumina a la joven solitaria. Nerviosa, es incapaz de fijarse en la Reina del Otro Lado que se ha detenido a la salida del túnel. Desesperada, busca a voces a su amigo. Es una búsqueda infructuosa. Él ya no está. Se asoma al túnel por el que el chaval había entrado. Al fondo se empiezan a ver ya las farolas de la plaza donde discutían hacía unos minutos. El corredor está vacío. Corre a buscarlo por la plazoleta, pero no hay donde esconderse. Simplemente ya no está. Mientras, la Reina se asoma al túnel. Al principio le cuesta reconocer las formas por culpa de las luces, pero no tarda en distinguir las sombras. Sombras que se difuminan. La del joven que intenta resistirse, y la del Segador, que lo arrastra. Hacia la oscuridad, hacia la nada umbría. La bestia, el Segador, mira a la Reina con melancolía. Una criatura de pesadilla, formada de una viscosidad tenebrosa, una figura antropomorfa con su espalda llena de grandes espinas. Es difícil separar la visión de su cabeza del resto del cuerpo, y en ella tan solo se distinguen su boca aserrada y sus ojos lóbregos. La Reina, impasible, le da la espalda abandonando la escena. Un grupo de skaters llegan a la plazoleta. Alborotados, ignoran a una joven acurrucada en una esquina, llorando porque no encuentra a
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su novio, y a una gata de color negro que, majestuosa, se escurre entre los coches tras abandonar los túneles.
FRANCESC BARRIO España Web: http://noencuentroellitio.wordpress.com/ RRSS: @tadeoki
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E
ra noche cerrada y la calle estaba vacía, cuando Elisa entraba a su casa, él salió de las sombras: —Nadie me hace esto y lo sabes bien, han pasado meses y no has vuelto, te pasaste de viva y colmaste mi paciencia —
Federico masticaba con rabia cada palabra, tornándose agresivo. Elisa lo miraba cruzada de brazos, sin hablar, pero sus ojos demostraban el intenso odio que sentía por ese energúmeno. —Llegamos al final, agotaste mi paciencia y tu suerte— mientras decía esto, comenzó a levantar los brazos con intención de tomar los de ella. Elisa no se movió, lo seguía desafiando con la mirada, mostrándole toda su furia. El hombre, fuera de control, subió sus manos, la sujetó por los hombros. Tenía la boca entreabierta y mostraba los dientes como un perro rabioso. Elisa hizo un mínimo y rápido movimiento sacando de la cartera un pequeño revolver: —Supuse esto, sos tan estúpido como predecible. El disparo apenas se escuchó, pero para Federico, sonó como el estallido de una bomba que le destrozó el corazón. Impulsado hacia la pared, fue resbalando hasta quedar sentado en el piso. Ella con tranquilidad, lo despojó de la billetera, el reloj y el celular. Lo miró con desprecio por última vez y se metió en su casa. Había tantos asaltos y muertes en esos días que uno más, no llamaría la atención.
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rolando JosĂŠ di lorenzo Argentina Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo
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C
uando la conocí, supe inmediatamente que los dos sufríamos por lo mismo: el frío. No deseo ahondar en detalles propios, y si algo hay que deba decir, tiene que ver con ese sentir álgido que colmaba mi
cuerpo; sobre la sombra helada que a diario me comía las entrañas; sobre mi carácter indiferente, íngrimo y duro la mayoría del tiempo que me había granjeado antipatías con el vulgo y con la sociedad. No era realmente algo que me preocupara pues, como ya he dicho, mi condición glacial me exigía la soledad. Mi sufrimiento, sin embargo, la perpetua piel de hielo que corroía mi espíritu y me volvía indolente a la miseria ajena y aún a los sentimientos de los demás, me movía frecuentemente a salir de la caverna lúgubre y siniestra de mi cabeza para procurarme, no sin cierta esperanza, el calor que jamás había experimentado y que los cuerpos a mi alrededor poseían. Cuántas veces asistí a ingratas reuniones, cuántas me acerqué con una mezcla de repulsión y de humillación a las personas que formaban círculos animados, salpicados de pláticas banales y de sonrisas estúpidas que pretendían galantería y distinción. No puedo recordar siquiera el número de las ocasiones en las que busqué clandestinamente el calor corporal que despedían aquellos seres, adecuándome a su estilo, fingiendo ignorancia y disimulando ante las miradas de sorpresa y desagrado que mi excesiva cercanía provocaban. Más de una vez fui blanco de injurias, de arranques violentos e insulsos. 26
Muchas veces acepté, pensando quizá, que me podrían contagiar a través de su enojo el seductor rojo que la ira proyectaba en sus rostros. Fue ahí, en una de esas tantas reuniones estériles, donde la encontré. Su silueta, finamente demacrada y rota, contrastaba con la belleza oscura de sus pómulos: era de un blanco purísimo, doloroso; sus ojos inexpresivos denotaban sólo el terror y el sufrimiento que el frío causaba
en
su
cuerpo.
El
idilio
fue
silenciosamente
breve,
la
clandestinidad y la sorpresa con que asalté su lejanía manchó su invernal pureza y, al encontrarse nuestras miradas, una mácula de un encendido escarlata brilló en sus labios. Un fugaz roce de mi helada piel fue suficiente para terminar con el sufrimiento de su cuerpo; el calor hacía explotar su boca como una herida recién abierta, humeante y viva. Esa noche la invité a mi sombrío hogar; tuve la esperanza de encontrar el ansiado alivio a través del dolor punzante de sumirnos en el frío sopor de la carne. Una y otra vez nos destruimos. Una y otra vez jugamos, tímida y agresivamente, a la morgue. Después de aquella noche, mi frío y su cuerpo tibio fueron insoportables. La odié. Profundamente. La odié lo suficiente como para mantenerla a mi lado, como para procurarle en fingidas y vacías caricias la aversión y la envidia que sentía del calor que la consumía a causa de mi compañía. 27
Entregada siempre, sólo callaba. Sabía de mi odio, de mi aversión hacia su proximidad y de la animosidad que
me
causaba su
imposibilidad por mitigar lo que yo con el simple hecho de respirar lograba en ella. Nada de lo que hacía conseguía que el frío desapareciera, que mi cuerpo sintiera la chispa de vida que sus labios rojos poseían. He de aceptar que solo esto era lo que me embelesaba: esos labios rojos tan sangrantes y cálidos me hicieron perderme más de una vez y convertirme en una vil sanguijuela; incontables ocasiones me vi intentando con todas mis ganas manchar los míos con el color de los suyos, de arrebatar, víctima de mi frenesí y de mi obsesión, lo que consideraba propio por derecho: el calor punzante de ese rojo excelso. Para mitigar el entumecimiento que poco a poco me colmaba, se le había ocurrido la idea de que tomara baños de agua hirviente, lo más caliente que mi fría pero endeble piel me lo permitiese; a mí, trastornado al punto del desquicio, se me ocurrió la idea de tomarlos sólo cuando había luna que iluminara mi baño. Por alguna extraña razón, era en las noches en las que la luna se colaba por la pequeña rendija que poseía el cuarto, en las que mi aversión y mi carácter rígido cedían abriendo paso a una fina melancolía que parecía un ligero viento invernal comparado con la ventisca que de usual adormecía y mordía mis terminaciones nerviosas. 28
Ella, solícita, se sentaba siempre en una silla dispuesta a un lado de la bañera –rígida y callada– y me miraba con esos ojos vacíos, con esos labios rojos que fosforescían cuando la luna, con su luz, los tocaba. Fue una noche, una en que la tristeza me permitió verla no con repulsión sino con lástima, cuando pronuncié por fin aquello que mi antipatía hacia ella me mandaba: —Si pudieras darme lo que yo te he dado, si pudieras provocarme lo que yo he provocado en tus venas, en tus labios…—. Callé. Mis ojos se clavaron en los suyos. No expresaban nada, podía ver en ellos el reflejo de los labios rojos, sentía crecer en mí el anhelo insano que me causaban. No me sorprendió que después de mis palabras ella cayera en una suerte de sopor, en un abatimiento que transpiraba desgana; incontables veces tuve que sacarla de sus elucubraciones con injurias físicas; ella, vuelta en sí, me miraba perdida, sonreía tímidamente sin mostrar sus dientes, sonreía sólo con el rojo de sus labios y no decía nada. Yo la odiaba cada vez más. Un día salió de su ya acostumbrado letargo para decirme apenas: —hoy te prepararé el baño—. Irritado, respondí de mala gana: —hoy no habrá luna, no serviría de nada—, ella, fijando sus ojos en mí, sonrío débilmente y se dirigió al cuarto donde reposaba la tina. Unas horas después, hastiado del punzante frío de mi piel, me dirigí al cuarto de baño. Al entrar percibí que por la pequeña rendija se 29
colaban apenas unos débiles destellos provenientes de la noche inusualmente estrellada; una gran nube tapaba por completo al astro nocturno. Ella, sentada como de costumbre en su lugar próximo a la bañera, se mantenía en la penumbra que causaba la falta de luz de luna. Percibí apenas su cuerpo níveo, más albo de lo habitual; parecía emitir débiles destellos, parecidos al resplandor de las estrellas. Me desvestí lenta y de mala gana. Sin dirigirle otra mirada, me metí en la hirviente bañera. La sensación fue inmediata: como si mi piel antes hecha de hielo se derritiese en un instante para dejar la carne en vivo; el dolor espectral que me producía el frío fue reemplazado por el sufrimiento placentero del cálido orgasmo que se produjo en mi cuerpo. Me sentía disolverme poco a poco, volverme pequeño, despellejarme desde dentro; sentí deshacerme, engendrarme en vilo: sentí calor colmándome y quemándome vivo. Grité. Un haz de luz de luna se coló entonces en el cuarto, alejando la penumbra que nos poseía. Ahí, sentada en la silla al lado de la bañera, inmóvil y de un blanco purísimo, doloroso, apenas manchado por unas cortadas en ambas muñecas de las que escurría un hilillo escarlata, estaban esos labios rojos, sellados; estaba esa mirada fija y vacía que penetraba la mía. Estaba ese frío, que ya no sentía.
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Irving AdriĂĄn Torres Valle Vargas MĂŠxico Instagram: https://www.instagram.com/adrianscaevola7/ Twitter: https://twitter.com/ScaevolaValle
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Leyenda Urbana
F
ue como una explosión de sol, un súbito iluminarse del aire y un opacarse de las cosas..., un contenido aliento cálido rebosando en un henchido pecho. Siempre sucedía lo mismo con Sandra, ya fuese en el seno
brillante de la sociedad o en las prosaicas vecindades de una calleja suburbana, como ahora. Era la suya una belleza apabullante, dolorosa en la agudez de sus perfecciones, agresiva y casi injusta. Demasiado suave y rosada la tez; excesivamente pura la línea de su perfil; tan celestes y luminosas las pupilas, que provocaban vértigo… Siempre causaba Sandra idéntica impresión, dentro de cualquier escenario. La calle que atravesaba se veía abandonada y oscura en aquella noche invernal. Los pasos de
la joven resonaban más
y más
estrepitosamente, a medida que el telón de fondo de los sonidos provenientes de la cercana avenida iba quedándose atrás. Pronto se oyó únicamente el monocorde tactac de los altos tacones, algún soplo de aire helado, como un chistido de lechuza, y uno que otro lejano bufar de asmáticos motores. Sandra caminaba tranquila, sin apresuramientos. El temor a la oscuridad o a los peligros de la noche no era atributo de su carácter. Pero, de súbito, como impulsada por un resorte, una sombra se materializó a su lado. Sandra ahogó un grito de sobresalto. 33
—Señorita —la voz era apagada y suplicante—. Le ruego que me conceda un instante. Yo quisiera… Bastó con eso. Aun sin la luz del farol bajo el cual se encontraban, lo habría reconocido. Siguió su camino, sin mirarlo siquiera. Sintió expandirse una mancha de cólera dentro de sí, como tinta sobre un papel secante. Aquel sujeto poseía la cualidad de aparecérsele como un duende, en la forma más inopinada, para prorrumpir en una sarta de tonterías insoportables. Ya había tenido que rechazarlo dos veces, y en ambas oportunidades él se había retirado con la cabeza gacha, exhibiendo un aire de profunda amargura. Un absurdo aire de profunda amargura… Pues era un ser grotesco. —¿Usted otra vez? ¡Ya le dije que dejara de acecharme! —Señorita —repetía él, con un temblor estrangulado en la voz, sin dejar de caminar junto a ella—, ¿me quiere escuchar, por favor?... Permítame expresarle mis sentimientos, y le juro que no la volveré a molestar. —Haga el bien de retirarse —pidió Sandra con sequedad—. Ya le dije que estoy comprometida. ¡Retírese! —Pero escuche lo que. . . —¡No me interesa! Ya tengo novio… ¡Váyase! —¿Es cierto?... —Sandra hallaba su insistencia sumamente irritante—. ¡Dígame si es verdad que tiene novio! ¡Júreme que no me engaña, y entonces me voy! 34
Ella se detuvo, encarándolo por primera vez, un fulgor colérico en los hermosos ojos. —¡No tengo por qué jurarle nada a usted! Retírese, por favor…, ¡váyase! Él vaciló; le aturullaba el contraste entre la cálida exuberancia de la rubia cabellera de Sandra, y el hielo de sus palabras. Pareció replegarse
en
sí
mismo…,
volverse
hacia
sus
oscuras entrañas
sumergiéndose en su propio esfínter tenebroso. Sentía Sandra que su primitivo disgusto se condensaba en ira, para
helarse
poco
a
poco
en
una
sensación
de
inexplicable
aborrecimiento… Miraba la faz terrosa de aquel ser, su espalda ligeramente encorvada, sus ojos húmedos y redondos, la súplica que supuraba su ser todo..., y la invadían deseos extraños y febriles; irresistibles tentaciones de reírse en sus propias barbas, reírse con risa cruel y erizada de cortantes aristas de desprecio; impulsos tan violentos como irracionales de lanzarse sobre él, arañarle el rostro con sus uñas… —Es usted cruel… —la voz surgió, entrecortada, del centro mismo de aquel rostro surcado por sombrías líneas de sufrimiento—. Usted... — y un nudo semisollozante le cortó la frase. Volvióse Sandra, desdeñosa, flagelándole con el áureo vuelo de la flotante cabellera. Su irritado taconeo machacó las baldosas. —¡Por favor!... —sonó a sus espaldas como un murmullo, que era a la vez clamor desesperado—. ¡No se vaya, señorita!... Escúcheme... 35
Ella volvió a enfrentarlo. Observó fríamente, con la minuciosidad de quien ve algo por vez primera, la expresión de ruego, la nariz puntiaguda, los ojos marcadamente esféricos…, un rostro caricaturesco, imposible. —¡Déjeme en paz! —exigió, en un susurro altivo de sílabas mordidas—. No me importune más…, ¡polichinela! Pero él no se marchó. En forma tenaz, a la vez que humillada, la obligó a continuar oyéndole. —Necesito de su belleza —barbotó— Tengo que verla, sentirla, respirarla..., para seguir viviendo. Yo… Sandra rió brevemente. —¡El cuento de siempre! —exclamó—. ¡Por favor!... Intentó alejarse, pero el hombre le interceptó el paso. —Quiere decir que no…, no me dará ninguna oportunidad… Usted solamente se ríe de mí... Quiere decir que… no. —Exactamente —contestó ella— Lo que le vengo diciendo desde el principio: ¡no! La palidez descendió sobre él como un líquido. —No puede ser... —musitó, bien que se hablase a sí mismo, bien a alguna insensible deidad—. No puede ser, no… Extendió entonces una mano hacia el brazo de Sandra…, un ademán que extinguió en embrión, ante la glacial mirada de ella. Inclinó él algo la cómica cabeza. Se hizo silencio. 36
La calle continuaba desierta, a excepción de los dos, y apenas algún distante ronquido de escapes turbaba la quietud. Un cierzo frígido les azotó de pronto, y Sandra se arrebujó en su suave tapado de nutria. —Escuche… —rogó él, por centésima vez. Claramente se percibía el esfuerzo que le costaba controlar su acento, al borde mismo del llanto—. ¡Usted no puede hacerme eso! Sandra elevó una mordaz ceja. —¿No... puedo? —Escuche — repitió él —. Soy un hombre que no tiene nada en el mundo…, ni horizontes, ni calor, ni sueños. Me estoy hundiendo en un abismo oscuro y terrible; y me hundo más y más a cada minuto… Solo usted podría sacarme de allí...; solo usted. —¡No exagere! Habrá alguna otra. —¡No! —casi rugió él—. ¡Ninguna otra! ¡No hay ninguna como usted! Calló unos instantes, apretando los dientes, como regustando algún llanto ya viejo, y luego añadió: —Usted…, usted no puede negarse a salvarme…
Usted es mi
única oportunidad de vivir… ¡No me puede decir que no!... Contemplando sus ojos de polluelo entre gallos, sus manos temblonas, su cuerpo todo, anhelante y estrambótico, Sandra sintió que la invadía una ola de calma, fría y despiadada. Le miró directamente al centro de los ojos globulares y habló con voz lenta y deliberada…, cada 37
palabra un puñal de hielo; cada inflexión un grano de sal sobre las heridas. —Oiga bien —dijo—. Tengo novio. Estoy comprometida. Lo que le pase a usted no me concierne. Ahora déjeme en paz de una buena vez, por favor. Él se tambaleó, cual si le hubiesen golpeado en plena frente con una roca. —Usted... también… se niega... Sandra habíase alejado ya; pero una especie de morbosa crueldad inconsciente la impulsó a volverse, deteniéndose, para observar la reacción de él. —No
hay
ninguna
esperanza,
entonces…
—continuaba
su
monótono soliloquio, como si gozara, él también, hiriéndose con la certeza de su repulsa, en una forma masoquística de tortura interior, o de autodestrucción—. Ya no me queda nada... De pronto irguió la cabeza, y Sandra notó un fulgor de fiebre en los ojos. —Solo una cosa me queda…; solo una cosa —murmuró con ronco acento, y su mano hurgó entre las ropas con alucinado frenesí. Respingó Sandra levemente al aparecer el revólver. Pero solo en el primer instante. El arma era tan adecuada a la persona de él como su nariz picuda y su grotesca actitud. Demasiado grande, demasiado negra como para impresionar a nadie seriamente. 38
Hablaba de teatralidad, de incongruencia carnavalesca, igual que todo cuanto a él se refería. “La historia de siempre”, pensó Sandra. “Si no me quieres, aquí mismo me pego tres tiros. . . ¡Qué absurdo!” Y en alta voz: —Evíteme el melodrama, se lo ruego — pidió burlonamente. Y entonces el mundo explotó. Los azulísimos ojos se dilataron, incrédulos, húmedos, negándose a admitir lo que había ocurrido… Una expresión de horrible agonía cubrió la cara de él, y su mano sudorosa se crispó sobre el arma. Y aquel cuerpo cayó, desmadejado, como una marioneta con los hilos cortados..., como un polichinela con el muelle roto. Se desplomó sobre el pavimento de la calleja solitaria sin un solo quejido. Alguien gritó, en alguna parte. Pronto hubo mil ojos fascinados, prendidos en el yaciente cadáver, y en el hilo escarlata que corría por entre los surcos de las baldosas como un pequeño Aqueronte… …Y detrás de una esquina cercana, amparado por las nocturnas sombras, el arma todavía apretada entre los dedos agarrotados, una expresión indefinible en el semblante —gesto intermedio del pasmo y la experiente ironía; rictus indeterminado de los labios, tierra de nadie entre la más diabólica alegría y el dolor más intenso—, Polichinela interrogaba al negro e inquisitivo ojo humeante del revólver: 39
—¿Por qué? Otra vez la misma expresión de estupor…, de no creer. Como las demás… ¿Por qué? No sé… No sé... A menos que... que ellas hayan creído... que yo iba a dirigir el revólver contra mi propio corazón… ¿Será posible? ¿Será posible que todas ellas hayan creído eso?... Y Polichinela se desvaneció en la oscuridad, sumergiéndose en medio de la noche, como un muñeco burlón que retornase a su caja de sorpresas…, otra Leyenda Urbana reptando en las tinieblas de la gran ciudad.
CARLOS MARÍA FEDERICI Uruguay Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici
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E
l aceite negro sobre el cemento de los andenes proyectaba mapas desconocidos con veteados de colores brillantes sobre los ojos de los transeúntes. El aceite también manchaba durmientes, piedras y rieles. El olor resbaloso intentaba
imponerse al del óxido de los techos de chapas y al del orín que se escapaba del baño de hombres. El baño siempre ganaba. Los rayos del mediodía lo habían empujado hasta la estación. Una parada más de las miles que había realizado en su derrotera vida. Se sentó en el segundo asiento del último vagón. Estaba de espaldas a la máquina, junto al pasillo, frente a una mujer grande con perfume de tía y un solero a lunares pasado de moda. Recordó los tiempos de los hombres que se desplazaban a caballo. Las espadas, las lanzas, las falanges. La ballesta. La invención del estribo. El olor peludo de su caballo, cuando a caballo buscaba, sin boletos ni guardas molestos por los inspectores molestos por los supervisores molestos por sus gordas mujeres molestas. El olor viajero de su jinete, cuando el jinete conquistaba. Las formas de vida bestiales le eran distantes ahora, cuando el hombre había pisoteado casi todos los rincones del planeta.
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El aglutinado crescendo de pasos anunciaba que se estaba haciendo un poco tarde. Los silbatos nerviosos resoplaban. Ella subió corriendo; era disimuladamente pecosa y sus ojos eran de un dulce color miel. Ocupó el primer asiento, también del lado del pasillo, pero de la hilera de enfrente. Traía un bolso grande y de él saco unas carpetas, unos libros y un montón de papeles arrugados en las puntas de tanto entrar y salir del bolso. El tren empezaba la marcha, ruidoso y temblequeante. Él tenía un Borges en la mano; sus ojos iban y venían al libro. Ella revolvió sus cosas; más gente pasaba presurosa por el pasillo, interrumpiendo a instantes su visión. OjosMiel sacó una carterita y una moneda impertinente se escapó y rodó hasta al medio del pasillo. Él no dudó un instante en soltar el Aleph. Nunca lo había hecho en presencia de extraños, pero estaba excitado por la belleza de la chica. Solía sucederle cuando era humano por mucho tiempo, demasiado humano. No se atrevió a escuchar su mente y por ello se arrepentiría el resto de sus días. Los extremos de sus dedos se transformaron en un silbato. 43
Saltó hacia el pasillo, al tiempo que su ropa se transformaba en uniforme. Su cabellera en un gorro con desconocidas y antiquísimas insignias doradas. La marcha de la gente se detenía al sonido del silbato. Recogió la moneda, la ocultó un momento con el dorso de su mano. Luego se acercó a OjosMiel y extendió sus dedos. En su palma había dos monedas; una de ellas con su rostro. Ella dibujó una sonrisa con sus labios que borroneó al instante. No dijo gracias, guardó las monedas en su carterita y extrajo de ella un pañuelito. Luego bajó la vista hacia su bolso y continuó sacando y guardando cosas; meta y ponga. Él se sentó y no se animó a hablarle en el corto viaje, tampoco quiso abusar de sus facultades extrayendo respuestas sin preguntas de su mente. Cuando bajó en Sobremonte, enojado como hombre, ella tenía un papel en la mano. Y con su cabeza gacha, casi adentro del gigantesco bolso, seguía buscando algo. Él no supo que era muda y que buscaba su mordido lápiz de poca punta. Lo encontró llegando a la estación La Desdicha. Él siguió buscando en las estaciones infinitas, esforzándose desconsoladamente por oír aquella voz imposible. Imita su cuerpo, pero no puede con sus ojos. Han pasado muchos trenes y seguirán pasando. Así: KtrenKtren 44
PATRICIO PERALTA R Argentina https://twitter.com/PeraltaPtr BIO: https://patricioperaltar.wordpress.com/acerca-de/
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B
uenos días Martha, es un placer conocerte, ¿qué te trae por aquí? —Buenos días doctora, imagino que ya le habrán transferido mi expediente…
—Sí, en efecto —Habrá constatado y cito: “Paciente Martha, de doce años de edad, con múltiples intentos de suicidio debido a delirio psicótico sistematizado”. —Para
ser
una
paciente
tan
joven,
tienes
una
madurez
extraordinaria —Es que ese es el asunto doctora, no soy tan joven. Yo tengo 2.028 años, de los cuales doce viví como una niña normal, el resto como la hija resucitada de Jairo. —Necesito que me lo expliques mejor… Martha era una joven adolescente típica del pueblo de Israel, ayudaba a su madre en todos los quehaceres del hogar, desde preparar comida, limpiar la casa hasta recibir la instrucción obligada para una buena judía. Claro, sus obligaciones no eran tan pesadas pues su padre, Jairo, era uno de los principales miembros de la Sinagoga y el que se suponía sería su esposo debía tener al menos, el estatus de su padre. Aún no se había casado porque no había tenido su primer sangrado, pero apenas esto sucediera se casaría y pasaría a formar parte de la casa de su esposo. 47
Pero la fatalidad la tocó, Martha cayó en cama con una fiebre que no bajaba. Por más que su madre trataba de aliviársela con infusiones y paños fríos, los escalofríos y los delirios atormentaban su cuerpo sin que nada se pudiera hacer. Su padre escuchó decir que el Rabí, Jesús de Nazaret, estaba en la región y acudió a él desesperado rogándole por la salud de su hija y diciéndole; —Mi hija está agonizando, pon sus manos sobre ella para que sea salva y vivirá—. El Maestro escuchó su ruego y emprendieron camino, pero Jesús se detuvo un momento, pues pese a que estaba rodeado de una multitud, sintió que alguien había tocado su manto y extraído de él la curación. En efecto, una mujer que sufría de sangrados tuvo la certeza de que si tocaba el manto de Jesús sanaría, pero no contaba con que él se daría cuenta, por lo que a la pregunta de Jesús: ¿Quién me tocó? confesó que había sido ella y Jesús la tranquilizó diciéndole que por su fe estaba sanada. Pese a admirar este milagro, Jairo estaba desesperado, pensando que se agotaba el tiempo en que Jesús pudiese hacer algo y el alma se le cayó a los pies cuando vinieron a avisarle y le dijeron; —Tu hija ha muerto ¿Para qué molestas más al Maestro?—, pero Jesús le dijo a Jairo: —Confía y ten fe pues la niña solo está dormida—. Entró a la casa en donde estaba Martha y echó a los que lloraban y se burlaban de él creyendo imposible que pudiese hacer semejante milagro. Entró al cuarto, se agachó al lado de la joven, la tomó de las manos y le dijo al oído: «Talita cumi» que traducido quiere decir: «Muchacha, levántate, ven a mi». Martha abrió los ojos y se levantó de la 48
cama, mirando a todos extrañada y sus padres, más los que ahí quedaron, la contemplaban atónitos. —Doctora, los días de celebraciones por mi vuelta no cesaban. Mis padres aún no creían que yo estuviera viva y francamente, yo tampoco. —Pero dime Martha, ¿cómo te sentiste en el período en que estuviste muerta? —No crea que no percibo su tono de ironía, pero le voy a contestar: Sentía que estaba en un hermoso jardín al cual sabía que había regresado y en donde debía permanecer, era el Jardín del Edén, en donde el león reposa al lado de la oveja, en donde manan ríos de leche y miel. Pero esa voz imperiosa, ese mandato que penetró mi oído y el que escucho cada… maldita… noche… no me deja permanecer allí y descansar. Porque estoy cansada, cansada de vivir, de conocer padres adoptivos por miles, de presenciar guerras y destrucción, de no poder morir ni por mi propia mano ni por manos de otros… Tan cansada. —¿Qué pasó apenas resucitaste? —En principio estaba feliz por la alegría de mis padres, pero fue pasando el tiempo. Ellos envejecían y yo permanecía de doce años… Como Martha mantenía la apariencia de una niña, decidieron ir mudándose cada cierto tiempo a fin de no despertar sospechas, pues las personas que fueron echadas por Jesús, tan pronto supieron del milagro lo consideraron una abominación. Una vez que sus padres murieron, se fue a vivir a otra región y se convirtió en una nómada. Escuchó hablar 49
del apóstol Pedro, que parecía tener la facultad de hacer milagros al igual que Jesús, pero fue en vano, pues este le dijo que de ninguna manera revertiría un milagro realizado por el Maestro; en cierta forma la hizo sentir desagradecida por no apreciar la magnitud del milagro que se había obrado en ella, y por más que le rogó, no hubo forma. Asimismo localizó a Lázaro, el otro resucitado, pero este vagaba enloquecido, mudo y ciego en el desierto. No dormía y se alimentaba de langostas como los antiguos profetas, por eso Martha no pudo establecer una conversación coherente con él, solo lo oyó decir. «Que acabe, que acabe pronto». Al hijo de la viuda, que supuestamente había sido otro resucitado, nunca lo encontró. Fueron múltiples las veces que intentó hacerse matar poniéndose en situaciones de alto riesgo, pero su cuerpo era impenetrable e inmune a cualquier enfermedad, por eso tampoco se podía suicidar. Al final, buscaba familias que estuvieran necesitadas de hijos, se quedaba con ellos un tiempo prudencial y desaparecía. Si hubiera tenido el interés de escribir y de narrar la historia, muchos de los mitos acerca de tantos y tantos sucesos no serían tales, pero lo único que quería era descansar. Conoció Roma en su esplendor y caída, el Imperio de Alejandro Magno, la noche oscura de la Edad Media y la Peste Negra, el Renacimiento, el horror Nazi, viajera eterna del tiempo. —Si todo lo que me dices es cierto, ¿qué buscas contándome todo esto? 50
—Que me crea, especialmente ahora que se aproxima la Segunda Venida. Que me apoye a la hora de hablar con el Maestro, que me libere. —¿Pero por qué yo? —Porque tienes el linaje del Maestro y su esposa María Magdalena, y quizás escuche a alguien que comparta su misma sangre. Quiero oírle decir al Rabí; «Niña, duerme».
Damaris Gassón Pacheco Venezuela Twitter: La Dama @damarisgasson
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E
l cuarto apesta a lidocaína, y tú, cadáver viviente, miras al vacío por la ventana. Desconozco si eres capaz de hilar alguna oración concisa o si, por lo menos, reconoces quién soy. Me
acerco con cautela, esperando no importunar, tal vez, algún pensamiento o remordimiento fugaz eterno que nos regala la vida cuando planea huir con nuestras memorias. Te observo: tu semblante es una sombra, una huella grotesca de lo que fuiste; en tus labios rezas, quizá, una plegaria que no es recibida. No sé qué decirte… las palabras se me escapan, se evaporan; incluso en tu situación, pienso que sería inútil: tus oídos necios nunca quisieron escucharme en realidad. Volteas la cara con esfuerzo, y en tus ojos se dibuja un brillo, una esperanza al verme. Yo, por mi parte, sonrío apenas con esfuerzo. Estimado, mi muy estimado, ¿por qué se va el destino sin darnos cuenta? ¿Por qué el desfile mortuorio, que es el conjunto de los años perdidos, no nos da una advertencia del porvenir sombrío? Nunca supiste responderme, porque nunca quisiste ver más allá de la realidad cercana. Tratas de hablarme, es probable que quieras pedir perdón… ¿para qué? Si sabes bien que el futuro es el presente continuo del pasado inexistente donde no hay solución para disolver las decisiones que se tomaron. No te esfuerces, yo lo sé: no fue tu intención. Es momento de tomar el equipaje, de ser caricia impalpable que eriza la piel de los infortunados que, como yo, buscamos el consuelo para el cariño no 53
recibido. Te duele, lo sé, lo siento en mi carne, pero pasará; no debes sentir temor. No llores, por favor, no llores deseos no concebidos, años que no llegarán, ilusiones que nunca se materializarán para alegría de tus ojos. Jamás olvides que tú y yo somos yo, y somos tú, somos un “nosotros” que aunque nos hiera, nos repudie, nos aplaste, nos enferme, somos parte de una misma broma cruel. Llegó la deshora: tu respiración se agita, el corazón lastima. Los segundos parecen ralentizarse de tal forma que ya no hay tiempo. Tu pulso ahora se evapora desvistiéndose de las prendas mentales que amueblaron tu cabeza. Todo indica que seré tu acompañante para atravesar el umbral a lo desconocido. Sostengo tu mano gélida que poco a poco pierde fuerza, y el mundo exterior se evapora dejándonos solos, desnudos ante lo incógnito del fin del camino. En una última mirada efímera que conecta con la mía, alcanzo a leer todo lo que tus labios callaron en una soledad compartida conmigo sin darnos cuenta. El monitor cardíaco, que parece estar clavado al suelo, al lado de tu cama, me avisa que el paroxismo culminó. Falleciste hace siete minutos y sigo sosteniendo las extensiones de tu antigua cárcel corpórea. Ninguna lágrima resbala de la cuenca de mis ojos, ningún remordimiento alguno. Jugamos las cartas que nos dio el destino y cada quien tiró su partida. Entonces, sólo entonces, pude darme cuenta de lo poco que te amaba y de lo poco que nos conocíamos. 54
Fuimos antihéroes de una novela mal escrita por Dios; tu dios, ése mismo que hoy te abandonó. Suelto tu mano, mi estimado, porque sé que si no lo hago, la apretaré por siempre deseando que estés conmigo. Y si estuvieses, te pediría que te marcharas, que te fugaras con el viento, tal como lo hiciste años atrás, cuando yo apenas retoñaba en el bosque del tiempo. Miro tu rostro de cerca, muy de cerca, me espanta ver lo mucho que nos parecemos: la misma nariz, la misma barba… los mismos demonios impregnados en la piel. Un escalofrío tenue, pero mortífero, ataca mi espalda, recorre lo que soy y lo que daré a los gusanos. Resulta que una lágrima, la primera en todos estos meses, escapa y viaja a través de los pómulos pronunciados de mi rostro. Mis labios tiemblan y te miro inerte, vacío. Después de tanto dolor soportado, por fin te fuiste como las hojas que caen suicidas en otoño. “Adiós”, lo susurro como un suspiro del alma, pero sé que es incorrecto despedirme de alguien a quien nunca tuve motivos sinceros para decir un “hasta pronto”. Toco tu piel una vez más, y las amarguras fluyen cual río desbocado. Doy media vuelta mirando de soslayo tu cuerpo postrado en la cama de los últimos días. Emprendo la marcha sin voltear al pasado. Estás muerto, papá, sí que lo estás.
Gabriel Moreno México Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=100008569295820 55
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H
abía una vez una niña invisible. Mejor dicho: hubo una vez una niña que pareció no existir. Nadie la llamaba por teléfono. No recibía cartas, ni era visitada. No la mencionaban ni por error.
De vez en cuando, no muy seguido, iba con esos que antes fueron sus amigos. Aunque pasaran un rato alegre, ellos la olvidaban al instante de despedirse. Decidió encerrarse en su propia mente. Se desconectó tanto del mundo que su familia y vecinos también la desconocieron. Deambulaba por la casa sin hacer más que llorar. Con cada lágrima perdía un recuerdo. Una noche, el Olvido entró por la ventana. La niña sintió frío cuando sus venas se inundaron de tinta indeleble. Al notar el repentino peso, se acostó con la firme intención de ya no levantarse. —¿Y tú quién eres? —preguntó al ver al desconocido. —Tu mejor amigo. Vine para que me acompañes. —¿Estás enamorado de mí? —La pesada tinta había ahogado sus neuronas. —Así es —contestó el Olvido—. Mira, te traje rosas. Ella tomó el ramo de flores secas y, luego de dejarlo sobre su pecho, sonrió. La cama comenzó a hundirse. Cuando llegó al nivel del suelo, la niña vio que ya no había suelo sino un agujero blanco. 57
Y entonces se la tragó la Nada.
Jéssica de la Portilla Montaño México Página web: www.TodoMePasa.com Facebook: www.Facebook.com/TodoMePasa Twitter: @TodoMePasa
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T
anto tiempo entre cables…Ni siquiera sé si está vivo…, solo por el ruido de la máquina. El padre preocupado y angustiado por su hijo le preguntó al señor:
—¿Cuándo lo podremos desconectar? ¡Lleva tanto tiempo así! El uniformado le contestó con indiferencia: —Es una decisión difícil… El padre espió nuevamente abriendo apenas la puerta, murmuró. Envuelta en una manta tejida, caminando por el desolado pasillo, pálida y ojerosa, apareció la madre: —¿Alguna novedad?— preguntó ya sabiendo la respuesta. —Respira aún—dijo el hombre, evitando su mirada. La madre se acercó al ventanal y observó el paisaje. Era un día otoñal precioso, en la plaza de enfrente otros jóvenes jugaban a la pelota, más
allá,
sentados
en
ronda,
unos
adolescentes
charlaban
animadamente; debajo del pino más grande una parejita abrazada se hablaba al oído. ¡Lo que ella daría por ver a su hijo entre ellos, disfrutando de la vida, del sol, del amor! En cambio estaba allí dependiendo de los cables. El padre se acercó, quizás adivinando su tristeza y la abrazó. Cautelosamente le dijo: —Debemos tomar una decisión.
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Ella comenzó a llorar —No sobrevivirá si lo desconectamos, ¡no sobrevivirá! —El sollozo interrumpió sus palabras. Su esposo le tomó la mano, desconsolado. —Lo haremos mañana, sí, mañana… Pasaron toda la noche deambulando del pasillo a la habitación. De vez en cuando el sonido de la máquina se hacía más intenso, luego parecía extinguirse…entonces uno de los padres corría y se asomaba a la habitación para respirar, después, aliviado. La madre pensaba que ya no recordaba cómo era su hijo antes de la máquina, ni cuándo había sido su última conversación, ni cuándo había escuchado su risa contagiosa por última vez. Lo miró, estaba tan pálido, respiraba acompasadamente. Golpearon la puerta, con cansancio se levantó a abrir. Eran el padre y el técnico. El momento había llegado. La madre preguntó con un hilo de voz: —¿Ahora? El padre movió la cabeza afirmativamente. Salieron. El técnico cerró la puerta. Pasaron quince minutos eternos. La puerta se entreabrió y por ella salió el señor saludando con la cabeza. Estaba acostumbrado a ver esas escenas. Detrás de él, a unos pocos pasos, apareció el hijo mirando todo con extrañez. Los padres lo abrazaron efusivamente, empujándolo suavemente hacia la puerta que llevaba a la plaza. Alcanzaron a ver la camioneta del técnico de la empresa de Internet marchándose lentamente. 61
Mรณnica Druetta Argentina. Twitter: https://twitter.com/monica_druetta
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L
uego de vivir hasta los diez años en el tinglado del fondo, junto al gallinero, su abuela se hartó de que le matara las gallinas a mordiscones, comiéndose los menudos y los huevos y la vendió a un gitano que cirujeaba por el barrio. El gitano
viéndola muy delgada para su gusto, volvió a venderla a un turco que poseía un corralón de materiales. Cuando el turco notó que los bifes y el asado desaparecían crudos de la heladera se apresuró a vendérsela a la gorda Lamuerte que andaba en el negocio de las pendejas. —Es un poco chica pero crecerá en seguida, además come muy bien—fueron los argumentos comerciales del turco. La gorda la bañó, le sobó un poco el cuerpo buscando ausentes redondeces y le dio una modesta paliza, a fin de ir disciplinándola por anticipado. La dieta fue por varios meses muy abundante. —Tenés que ponerte bien putita, muchas proteínas, me oíste, tenés que comer muchas proteínas. Cuando descubrió que mordisqueaba los pollos y los churrascos antes de ser cocinados le dio la primera buena paliza con el cinto, atada a la silla de mimbre para que no se moviera. A la dieta de engorde, la gorda agregó unas hormonas recetadas por el Dr.Tumba, el encargado de los certificados de defunción truchos del barrio. Sea por este tratamiento dietético—hormonal o porque había cumplido los doce años, se convirtió en una fragante y lozana, aunque niña, jovencita. Llegó entonces la hora de que el marido de la gorda 64
Lamuerte, el flaco Paco, la iniciara. Todo fue bien y la gorda se tomó una noche extensa en explicarle cuales eran las características del negocio y los temas generales acerca de lo femenino, cual si de una verdadera madre se tratara. Mejor que la suya que había muerto en el manicomio donde estaba recluida por intentar ahogarla con insecticida cuando era bebé. Todo anduvo bien, hasta que surgieron los primeros problemas. Algunos clientes se quejaban. —No lo sabe hacer bien, muerde. La gorda pensó que tendría que delegar en el flaco Paco, un poco mas de enseñanza en ese aspecto. El siguiente problema fue que el flaco se aficionó demasiado a la muchacha, dejando de lado a la gorda. Un par de palizas no solucionaron la cosa. Por otra parte aparecieron conflictos en la novel pareja pedagógica. Él quería mucho ciertas cosas, era un poco brusco y jodía demasiado con la cebada de mate con bombilla de cuero. Fue entonces que Mariela, tal era el nombre de la Comegente, probó lo que sería su delicatessen en adelante. Una tarde enojada con Paco, le arrancó un pedazo de miembro, ingiriéndolo sin más, bañado en la abundante sangre que manó de la herida. Luego de la huída de la casa se dedicó al negocio como trabajo habitual. Vivía en trenes, ya que era menor para alquilar un hotel. Compró ropa barata y provocadora, una mochilita y así andaba. Cada 65
tanto, cuando era seguro para ella, gozaba de su delicatessen. Tuvo miedo al principio, antes de descubrir que su gastronomía favorita era también un arma poderosa e intimidante. Así pudo desembarazarse de varios tratantes que intentaron secuestrarla, comiéndoles el corazón luego de destriparlos, maniobra que efectuaba cada tanto. Mariela tuvo una fugaz carrera de dos años. Poco a poco fue descontrolándose. Devoraba gente en hoteles por hora, baños de estación, gasolineras y llegó a hacerlo en la vía pública, lo que permitió a la policía capturarla. Luego de pasar por cuarteles, psiquiátricos, reformatorios y de despacharse a gusto enfermeras, guardiacárceles, psicólogas, psiquiatras y compañeras de reclusión, Mariela fue entregada a las Fuerzas Armadas. Durante un tiempo, Mariela colaboró en la tarea de deshacerse de cadáveres, los que eran abundantes. No se desdeño utilizarla, para su placer, con personas vivas hasta que también fue subida a un avión, con esposas y bozal, en compañía de otras prisioneras para realizar, por única y última vez, un vuelo sobre el Rio de la Plata.
RaÚl Cardillo Argentina Blog: necropsiassa.blogspot.com Twitter: @raulcardillo Facebook: facebook.com/raulcardillo 66
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C
arlos es un admirador del escritor argentino Laureano Peña, quien está a punto de presentar su nuevo libro en Córdoba. Aventuras en África, que así se llama la novela, es la tercera entrega de una saga en la que se describen las andanzas de
un grupo de cazadores de grandes presas. Laureano conoce la existencia de este sujeto que lo sigue a todas partes, pero aunque la situación no le gusta nada, no logra descubrir su identidad. Le molesta esa sombra que lo acecha y quisiera sacársela de encima, algo que, sin embargo, parece hallarse fuera de sus posibilidades. Carlos, por su parte, es cuidadoso en exceso, planifica todo con mucho tiempo de antelación, no deja nada librado al azar, ha leído todos los libros anteriores del escritor hasta aprenderlos de memoria. En este caso particular, hace más de un mes que ha comprado los pasajes para viajar a Córdoba y asistir a la presentación; no ve el momento de tener el libro entre sus manos para poder leerlo. Laureano presiente que hoy lo encontrará y ha preparado varias alternativas para sacarse de encima a tan molesto admirador. Sabe que el libro puede ser el vehículo para terminar con él de una buena vez. Cuando arriba a Pajas Blancas con el libro autografiado, Carlos está feliz. A duras penas domina la ansiedad y no ve el momento de relajarse en el asiento del avión para comenzar la lectura. Llega con el tiempo justo para el embarque y trata por todos los medios de evitar que los nervios le jueguen una mala pasada. Es habitual que la angustia le 68
produzca espasmos y hasta le levante fiebre. Por fin, se sienta y comienza a leer. Cuando un rato después de haber decolado, la azafata hace su rutinario paseo por el pasillo y le pregunta qué desea tomar, el avión atraviesa una zona de turbulencias, se agita de un modo tan marcado que muchos pasajeros se asustan. Sin embargo, Carlos ni se entera; ya va por el tercer capítulo cuando el grupo de avezados cazadores, que han penetrado furtivamente en el Parque Nacional Masai Mara de Kenia y tratan de eludir a las unidades especiales que combaten a los depredadores, es atacado por una manada de feroces leones. El avión ha pasado la zona de turbulencias. Las azafatas recorren de nuevo el pasillo para recoger las bandejas y una de ellas advierte que Carlos yace derrengado en el asiento, con los ojos cerrados y el libro a punto de caer de las manos, atravesado por el disparo de Marlon Stevens, uno de los cazadores. Una mancha roja crece en el pecho del infortunado lector… es posible, conjeturo, que Laureano Peña se sienta por fin aliviado por haberse sacado un peso de encima.
ANA MARIA CAILLET BOIS Argentina Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois
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espertó tarde y estiró el cuerpo envuelto entre las sábanas anudadas durante la noche. Escuchó a los pajarillos parlotear tras la ventana y supo que era buen momento para acabar con el ayuno. Desnuda, descalza, tan solo cubierta con la camisa
que su marido usara la tarde anterior, se deslizó por la sala alfombrada, cruzó el comedor y llegó bostezando a la cocina. Abrió la puerta del refrigerador; dentro encontró un sorbo de leche y un poco de cereal resguardado en una caja, en la alacena. Se sirvió de ambos en un plato hondo y fue a recostarse en el extenso sofá de la sala. Encendió el televisor a la distancia, con el volumen bajo, y se puso a pensar —un tanto sorprendida— en lo monótona que estaba siendo su vida. Nada en absoluto le causaba demasiada gracia desde hacía tiempo. Nunca ponía suficiente atención al canal de las noticias, ni a los conflictos relatados por su marido al volver del trabajo —que en su opinión siempre se trataban de los mismos problemas: “las mismas patadas de burro”—. Había elegido para sí un estado de neutralidad ante el mundo. Mantenía durante el día el televisor encendido en el canal de las noticias pues le agradaba escuchar el murmullo de voces tranquilas, apenas alterables, y de vez en cuando encontrarse con alguna mirada fija que pareciera prestarle alguna atención. De alguna manera le hacían sentirse un poquito menos sola… aunque en verdad lo estaba. Una pila de trastes sucios se acumulaba sobre la mesita de la sala. Se levantó con suavidad del sofá y se acercó religiosamente a depositar 71
su plato de aquella mañana cuando, de pronto, la encontró: era una hoja de papel grisácea que al dejarse llevar por el paso del viento —quizás, pensó— había encontrado por casualidad la delgada abertura de su ventana. Imaginó que en su leve ondular, a causa del viento, semejaba a una pareja de mariposas copulando; una sobre la otra, vulnerables a todo el entorno; abriendo y cerrando sus alas en ese ritmo silencioso —al menos para el oído humano—. Todo aquello lo imaginó a pesar de ser aquel apenas un papel gris y arrugado; atrapado en la delgada abertura de su ventana. Intuyó de repente, antes de tomarlo entre las manos y desplegarlo para encontrar en su interior las palabras, quién lo había colocado ahí para que ella lo encontrara. Era una carta breve y comenzaba abruptamente: “No sé de qué: solo sé que estoy enfermo. Algo me duele entre la piel y la carne. Quizás son las reminiscencias del orgullo, agonizando. “Llevo tres años solo”, es lo que respondo cuando alguien pregunta por ti. Siempre preguntan por ti. A veces creo que solo lo hacen por joder... Lo he dejado todo. Ni siquiera soy capaz escribir más canciones. Mi corazón se desmorona en cuanto mi pensamiento encalla en ti. He vendido la guitarra. A veces despierto sobre la banca de algún parque o al lado de una mujer que se apiada de mí… aunque lo sé bien: para los dos —yo sé 72
que para ti también— sigue siendo más intenso nuestro recuerdo que este desastre al que nos hemos forzado a vivir”. De repente, una señal invisible, oculta en el aire, la impulsó a mirar el jardín a través de la ventana, donde la ensombrecida figura de un hombre, de semblante gris y deteriorado, con el rostro oculto entre espesas barbas canas, dejaba entrever unos ojos claros, denotando un espacio vacío, que abría y cerraba como el obturador de una vieja cámara, al momento que su cuerpo se desvanecía entre los arbustos.
Edgar Feerman México Web: http://edgarfeerman.flavors.me/ Twitter: @EdgarFeerman
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l tiempo transcurre impávido delante de nuestros ojos y no hay Facebook que lo detenga", escuché decir a mi novia Rachel el día de su aniversario número cincuenta.
Habíamos iniciado la relación hacía solo cuatro meses y bromeábamos con lo mucho que el amor mejoraba nuestra salud mental. Rachel era una mujer esbelta, su piel muy blanca, evitaba todo lo posible los días soleados por lo que transcurríamos mucho tiempo juntos dentro de su casa. Su departamento tenía dos baños y uno era para su exclusivo uso personal. En ocasiones se encerraba en él, y me parecía escuchar sonidos casi guturales, contenidos, algo así como gárgaras sin agua. Nunca le pregunté. Dormíamos una noche de jueves cuando un grito seguido de golpe en mi cara me despertó. Encendí el velador. Rachel yacía a mi lado recostada sobre su lado izquierdo, los ojos cerrados, la cara empapada de lágrimas y sudor. Me fui despabilando. Percibía un olor avinagrado, rancio muy penetrante. Acaricié su pelo y pude notar al tacto lo mojada y afiebrada que estaba. Bruscamente abrió un ojo y sostuvo una extraña y desorbitada mirada sobre mí. Sentí un fugaz malestar. Podía escuchar sus palpitaciones, también las mías. Pregunté temblando: —¿Qué te pasa Rachel? ¿Qué tenés? —Estoy enferma—balbuceó mientras se incorporaba con evidente esfuerzo y dolor. 75
—¿Enferma de qué? —interrogué ansioso desde la cama. No respondió y apuró el tembloroso paso hacia su baño. En ese instante advertí que la tela de su fino camisón estaba adherida a su espalda y el gris claro de las fibras se mezclaba con un rosado húmedo y pegajoso proveniente de su piel. Salí de la cama, confundido, con dolor de cabeza y la garganta áspera. Hacía frío en la casa, solo tenía puesta una camiseta de mangas cortas. Fui hasta la puerta del baño, pregunté qué podía hacer para ayudarla. No respondió. Escuché claramente chillidos breves, jadeos y escupitajos. Golpeé nervioso, cerré el puño y volví a golpear. La puerta se abrió. No pude evitar el sobresalto. Rachel estaba apoyada sobre el lavatorio respirando con la boca abierta. Su espalda desnuda y descascarada exhibía una aureola sanguinolenta, chorreante de hilos rojizos que caían a sus pies tapizando el suelo con una caótica mezcla de sangre y trocitos de piel, que pululaban sobre el mosaico como si tuvieran vida propia. Quedé inmóvil unos segundos. Dudé. Di un paso atrás. Volví a preguntarle qué hacer. Estirando un brazo, señaló el dormitorio, pidió que fuera hasta su mesita de luz, donde tenía una tarjeta con un número de teléfono. Pensé que era de alguna urgencia médica. Pues no. Aún tomada con una mano del lavatorio, me pidió que llamara a su ahijado, Flavio, su único familiar cerca en ese momento. Marqué y le pasé el inalámbrico. Fui a la cocina, preparé mate. Su voz sonaba fatigada, flemosa, muy distinta a la femenina entonación 76
habitual. Pasaron unos minutos. Escuché que abrían la puerta. Me asomé y vi entrar a un tipo corpulento, treintañero, que caminó raudo hacia dentro del departamento sin advertir mi presencia en la cocina. Cebé un mate, lo llevé al dormitorio. Al pasar por el baño el hedor era elocuente. Sentados en la cama, Rachel se veía más frágil y pequeña junto a la humanidad de Flavio. Su aspecto era hiriente, desgarrador. Tenía puesto otro camisón, desaliñado, las arrugas de la prenda parecían asfixiarla. Todavía seguían cayendo trocitos de piel de su cuerpo, también de su cara sin gesto, muda, lejana. El mate quedó a un lado. El hombre se levantó y cubrió con su cuerpo por un instante el haz de luz, dejando la silueta de Rachel en penumbras haciendo más dramática la situación. Pidió que lo acompañe fuera de la habitación. Con una mueca de resignación dijo: — Viejito, te vas a tener que ir …Yo me ocupo de Rachel. Supe al ver sus ojos que esa era la última vez que la vería. Pregunté sin querer enterarme: —¿Qué tiene Rachel?...¿ Porqué está así? —Mejor no preguntes, es grave, yo me ocupo— reiteró. Vos vestite, andá a tu casa…nadie te va a buscar ni te van a preguntar nada, solo andate por favor. Me vestí, me fui. Pasaron dos semanas. La culpa y la tristeza se iban disipando de a poco. Seguía recordando a Rachel, pero evitaba representármela como la 77
última vez que la vi. Una mañana de domingo, desperté temprano, madrugada aún, fui al baño, lavé mi cara y observé en la imagen del espejo una línea oscura en mi frente. Pasé mis dedos y vi que caían unos trocitos de…
León Salcovsky Argentina Google+ : https://plus.google.com/109512075015540559352
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L
a Diputada Elvira Sotomayor es integrante de la Legislatura de la Provincia de las Rosas, que se encuentra situada en el occidente del país de la democracia impecable.
Todos los días la legisladora llega temprano a su oficina escoltada
por su chofer Carlos. El personal y colaboradores que trabajan con la Diputada Elvira S. atienden sus labores a partir de las 8:30 horas de la mañana; Diana es su secretaria particular, Ernesto, Roberto, Rosa y Marisol son sus asesores, y Pedro, Juan y Gerardo sus auxiliares. La diputada, al igual que muchos políticos que carecen de formación política y de preparación, prefiere esconderse de los medios de comunicación por miedo a ser exhibida, es de esas personas que tienen que reflexionar bastantes veces algo para poder ejecutarlo, por temor a equivocarse, no tiene la capacidad de improvisar. En resumen, es el reflejo de la actual clase política que está compuesta por personas con muchas limitaciones. Su generación es de los que tienen la costumbre de llegar acompañados por varias personas a cada actividad del Congreso, pues piensa que por el hecho de que la vean acompañada de tanta gente, va a generarle popularidad y respeto. Como muchos servidores públicos, instruyó a su personal a que instalaran una webcam en la recepción de su oficina. La cámara está conectada a una laptop que se encuentra en su escritorio, de esta manera, ella se da cuenta de quién acude a su oficina a solicitar una 80
audiencia, y dependiendo de la persona que sea es la respuesta. Lamentablemente la mayoría de las personas a las que el personal les comunica que la diputada no se encuentra en esos momentos, son los electores que votaron por ella, los que la hicieron llegar a ese escaño. Su trayectoria política es muy pobre, no hay mucho que decir, solamente que estuvo en el momento adecuado y a partir de ahí fue cuando dio ese gran brinco, de ser un burócrata más, a una líder improvisada. Cual político demagogo, la diputada enarbola un discurso de protección a los sectores de la población más vulnerables, y se autonombra defensora de los derechos de los trabajadores, de las personas de la tercera edad y de la igualdad de género. Este día se cumple apenas dos meses de que inicio la legislatura, ya está contratado todo el personal que le va a auxiliar en su desempeño como legisladora, y ha convocado a todo su equipo de trabajo para comunicarles algo importante. —Muchas gracias a todas y todos por atender esta convocatoria de manera puntual, me parece importante que discutamos algunos temas que tienen que ver con nuestro desempeño en el Congreso, quiero decirles que estoy muy contenta por el trabajo que todas y todos han venido desempeñando, en verdad estoy muy agradecida con ustedes. El trabajo que hoy estamos concretando está dando frutos para poder ayudar a la ciudadanía, para aportar nuestro granito de arena en la construcción de los acuerdos, para beneficiar a la ciudadanía. 81
Le voy a pedir a Diana que lea el orden del día para tratar punto por punto y darle celeridad a esta reunión. Todos los asuntos tienen que ver con el avance de las iniciativas en comisiones, de los dictámenes de proyectos legislativos y los asuntos de atención a la ciudadanía. El último punto agendado en el orden del día es asuntos varios, tras preguntar la diputada si alguien desea tomar la palabra y luego de ver que nadie tiene algún asunto que tratar, ella hace uso de la voz. —Ustedes saben que es menester estar en contacto permanente con los ciudadanos, tratar de ayudarles en sus trámites y asesorarlos, y para poder dar un servicio de calidad, les quiero comentar que hemos decidido implementar un proyecto ambicioso, esto nos va a permitir el poder seguir ayudando a las personas en el próximo trienio desde otro ámbito, espero contar con su ayuda, que es indispensable para concretar este plan con éxito, y para ello es necesario que hable con cada uno de ustedes. Una vez terminada la reunión, la diputada se entrevista en privado con cada uno de sus colaboradores para explicarles que el proyecto es buscar otro cargo de elección popular, y que eso conlleva un compromiso de todos para poder ver cristalizada esa intención. La diputada les pide que de manera voluntaria donen el veinte por ciento de su sueldo para aplicarlo a esa gran tarea altruista de llegar a otro cargo público para seguir ayudando a la población. 82
A la hora de la comida, algunos de los colaboradores de la Diputada Elvira Sotomayor se han reunido de manera discreta para intercambiar opiniones sobre la petición hecha a ellos. Roberto: —¿Ustedes que opinan de esto? Rosa: —Esto es inadmisible, yo tengo una familia que mantener, mi trabajo lo hago con todo mi entusiasmo, con profesionalismo, con calidad, por eso lo mínimo que espero es que no se nos de este trato indigno. Diana: —Yo también creo que es una injusticia, que no se nos está tratando con dignidad, pero yo les puedo asegurar que si no aceptamos, la diputada lo va a tomar a mal y lo más seguro que ya no nos van a renovar el contrato. Carlos:— ¡Y la renovación de los contratos laborales es dentro de un mes! Juan:—Pues yo creo que no va a quedar de otra más que acatar este detalle de la diputada. Pedro:—Ni hablar, yo estoy muy encabronado, porque no es posible que lucren con las necesidades de las personas, esta situación es humillante, me dan ganas de mandarla por un tubo, pero luego me pongo a pensar en las consecuencias y mis hijos no pueden ser los perjudicados. Finalmente todos han aceptado donar de manera voluntaria la quinta parte de su sueldo, nadie ha tenido la intención de averiguar qué 83
hubiera pasado en caso de no apoyar la petición de la Diputada Elvira Sotomayor. Lo que ellos no saben es que la mayor parte de ese dinero es para pagar los gastos de la excéntrica vida de esta legisladora, que en el fondo piensa que ella es la que está siendo generosa con ellos, que la vida de esas personas le pertenecen, que puede hacer lo que se le dé en gana con estos simples mortales.
RAMÓN MONROY CALVO México Blog : http://ramonmonroy.blogspot.mx/
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e he perdido!— Confesó Laura para sus adentros mientras los arreboles de sus carrillos se tornaban cada vez más lánguidos.
Se le había ido el santo al cielo en los arriates donde soñaba ser la
Alicia de Carroll que contemplaba las alegres alondras, cuando de pronto se percató de su desorientación. Resultaba fácil perderse entre las madreselvas, a veces, sonaban retadoras las urracas, que quedaban deslumbradas por el cabello blondo de Laura. La niña, confiada a las instrucciones de sus tutores y de su bella madre, nunca se había adentrado tan lejos en las trochas donde las retamas crecían con proporciones selváticas. Pero el calor de agosto tan inclemente había desorientado a la muñeca, que giró sobre sus talones. Para su desconcierto, ni siquiera atisbaba la silueta de la mole clásica donde vivía y que le había servido en otras ocasiones como referencia. —¡Cálmate, Laura, cálmate! Todavía tenía tiempo con el sol en lo más alto, por lo que pudo más un íngrimo azoramiento por la novedad que
el
temor
a
las
reprimendas.
Siguió
con
trancos
dulces,
desenvolviéndose por veredas inimaginables, hasta que se topó, tras salvar uno de esos médanos donde crecían los lentiscos, un edificio que parecía una bruma de cascotes. La voz de su mamá afloró entonces de forma imaginaria en su cabeza. —¡No entres, querida, hay miles de peligros ahí afuera!— Siempre los peligros, cerniéndose sobre ella, casi ni 86
podía respirar. En aquellos somontes ocultos a su mundo perfecto también surgía el misterio. Creyó escuchar un bisbiseo entreverado con la brisa que soplaba “Ven con nosotras”. Sería su imaginación. Volvió a emerger la imaginaria figura de su madre, que cada vez con mayores cajas destempladas, le impelía a no entrar en aquella silueta ruinosa. La joven guardaba la comezón, cuando una tormenta veraniega le obligó a buscar cobijo en el edificio. —¡Vaya, tendré que entrar por aquí!— Apartó una desvencijada puerta, para penetrar en las sombras de las entrañas de aquella ruina. Súbitamente
la
misma
voz
cascajosa
le
sacó
de
su
ensimismamiento. Tras unas ventanas cerradas con barrotes y una puerta con un candado, entrevió unas siluetas sollozando. — Ven niña, ven con nosotras. Laura se aproximó al pasaje del terror, compungida. Si hubiese hecho caso a su madre. ¿Por qué siempre tenía razón? —No te vayas, niña. —Repitió aquel espectro. —¿Por qué estáis encerradas? —Laura intuía ciertos rasgos familiares en una vieja prematura que le habló de sus razones para el cautiverio mientras salieron de la penumbra otras figuras. Laura puso pies en polvorosa, correteó asustada entonces y en su congoja llegó a un cruce que le resultó conocido. Regresó entre la lluvia redentora, con un resquemor y una certeza. ¡Las siluetas tenían algo familiar! Es como si ella misma se hubiese mirado al espejo y el descuido hubiese malbaratado su físico. Lucía, el espectro, le había hablado que estaban 87
solas y de guardianes fortachones que les llevaban comida a esa especie de mazmorra. Era un cuento de terror al lado de su casa. 2 —¿Dónde has estado, Laura? —le preguntó Milagros, su madre, con el odio aparcado en sus fabulosos ojos azules. Reflejo de ira que destelló cuando la mujer tornó con más hiel a la carga. —Porque no puedes ir vagando por ahí, como si nada, con la cantidad de peligros que nos acechan. Milagros arrugó la frente con gesto comprensivo. —A mi me preocupas tú, niña. Estamos solas en este mundo y no sabría qué hacer sin ti. —¿Y quién fue mi padre? —Sería una historia demasiado larga de contar, Laura. Murió en la Tercera Guerra Mundial. —¿Pero no tenemos ninguna foto suya, mamá? —El dolor de su pérdida fue tan inmenso —Milagros se abrazaba al afligimiento, y frunció ostensiblemente el entrecejo. La niña tan sólo se consoló momentáneamente, pero como una pesquisidora albergó dudas. Sobre todo una la reconcomía por dentro, a pesar del chamulleo en otras ocasiones divertido de sus compañeras de clase de violín. Ni siquiera Shostakovich con el que se deleitaba, le hizo olvidar su propia imagen más famélica y con una sonrisa terrosa, en la existencia de otra persona. Novelera se dijo sino sería como la obra del 88
Príncipe y el Mendigo de Mark Twain, o vagó más recientemente por las páginas del niño del Pijama de rayas. Podría haber sido ella la que morase en aquella cárcel, aunque qué le hizo estar en el umbral de la prosperidad y de una relativa verdad. ¿Y quién sería su padre? Como hábil informática, había hackeado el ordenador de su madre en busca de respuestas y sin dejar rastro de su intromisión, alumbró tenebrosas certezas. Su casa antaño había sido un Instituto de Clonación. En un ángulo de la pieza donde desempeñaban las clases, las muchachas
cuchicheaban
al
encontrarse
con
una
Laura
muy
circunspecta. Darío, su custodio, una mole de casi dos metros que se había tornado en su sombra por orden de su madre, giraba a ratos su rostro apolíneo hacia ella. ¿Pretendía acaso sonsacar información a sus compañeras de clase? Fugaces retornaron en el automóvil y el guardaespaldas más taciturno que de costumbre, la espiaba por el retrovisor. Así, cuando llegaron a casa, todo fueron murmullos y una madre presa de los nervios, con las pupilas encendidas, corrió a su lado para decirle severamente: —Se acabaron los paseos por el jardín por un tiempo. Hasta que recobres la cordura, niña. —¿Pero, madre?— Laura sollozó en aquel instante, las paredes se le vinieron encima —No hay marcha atrás. 89
—Por favor, Milagros no me encierres— El gemido de su lloriquera no le impidió escuchar al desgaire a su madre, que había que “dar pasaporte a la mercancía”. En el lecho la joven maquinó cómo escaparse para avisar a sus otros desgraciados yoes. Con su pijama, una pequeña linterna y una maleta de cartón prensado, huyó por el alfeizar y haciendo equilibrios propios de un funambulista, puso pie en tierra. El alcornoque de su guardaespaldas no se percataría de su huida hasta la mañana. Creería que se le habrían pegado las sábanas. Una suerte de conjuro le permitió hallar el camino al misterioso edificio, que se dibujaba gracias a una luminosa luna, que rodó grácil por el jardín desvistiendo a una oscuridad siempre al acecho. 3 Mientras
llegaba
al
edificio
remendado,
creyó
escuchar
el
murmullo de un séquito cuyo reverbero crecía. Aquellas voces le resultaron de pronto conocidas, por lo que dio un respingo cuando asustadiza llegó a sus conclusiones. Se trataba de Darío y sus conmilitones que le iban a “dar pasaporte a la mercancía”. No iba desencaminada cuando presumió que hablaban de las desafortunadas copias de Laura, pues había comenzado a atar cabos y aquellos parecidos en un Instituto de Clonación, no se prestaban a más incertidumbres. Con todo, tendría que apresurarse, el grupo de moles le pisaban los talones, aunque en la claridad argentina de la luna, la Santa 90
Compaña seguía dubitativa sobre qué camino escoger. Laura, con gran prurito, rompió la cadena una vez que había entrado en el antiguo palacio, que hizo de maternidad del Instituto de Clonación según sus últimas averiguaciones, y con gran alarma despertó a sus amigas. ¡Cómo se parecían a ella! —¡Vamos, despertad, chicas! Vayámonos de este lugar, que vienen a por vosotras—. Un adarme de tristeza sobrevino en sus firmes manos, por cuanto observó caras crispadas y deformes; una de sus hermanas, por qué narices iba a llamarlas copias, tenía su hermosa cara, pero una giba que conjugada con sus andrajosos trapos, le confería un aspecto de gárgola. Atónitas sus réplicas decían no comprender. —¿Dónde está Lucía?— Se había acordado repentinamente del nombre que le había hablado en la anterior visita. La aludida, afiebrada, despertó de una pesadilla para sumirse en otra. —Estoy enferma, Laura. Me he acostado lejos de ellas para no contagiarlas. —Es igual, recoge todo, que vienen a por vosotras y me temo que no con muy buenas intenciones. Enseguida, consciente de la gravedad que revestían las palabras de su hermana, Lucía puso en danza a las otras copias, que imitaban a su pariente más cuerdo pues confiaban en su buen juicio. Una vez solventado el asunto de los pertrechos, Lucía viró su cabeza dulcemente. —Vayamos por aquí, Lucía— le dijo Laura, que
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había cogido de la mano a su hermana chepuda, llamada Mencía. —Por allí vienen Darío y sus secuaces. El eco malévolo trajo el resuello de la voz de la madre. —También viene nuestra madre, huyamos, por aquí niñas.
Resolutas partieron,
aun cuando la gibosa daba trancos inseguros. Laura, más recia, se sumergió en la penumbra. —Cuidado, por aquí. Siguieron la vereda de una gruta. —Cada vez están más cerca. Lucía desalentada murmuró sus temores. —Venid por aquí, que hay una cascada. El grupo de fortachones, sombras chinescas pasó de largo, mientras la cortina de agua las envolvía. Pero de ella manó la voz conciliadora de su madre. —Laura, ven con nosotros. Te prometo que ellas se irán a un lugar adecuado. Necesitan tratamiento. — ¿Por qué las abandonaste, madre? — No las abandonamos, cuidamos de ellas. — ¿En esa ruina de edificio? ¿Fueron ellas clonadas con mi ADN? Repentinamente le mudó la expresión a la madre, que hurgó en un bolso y sacó una pistola. La turbación de Laura hizo que a pesar de que fuese consciente de esta maniobra, siguiese perorando —¿O fui yo clonada de ellas? Lo he averiguado, ya no me engañas. ¿Quién fue nuestro padre? Danos algo para confiar en ti. 92
— No os he entregado a esos animales. Nosotras pertenecemos a la Institución, Laura, no somos libres. Un velo de terror asomó en la mirada de la madre. —El Instituto de Clonación quiere acabar con los experimentos fracasados, no quiere que haya constancia de su existencia. La sociedad no podría digerirlo ni siquiera en aras de la nueva religión que es la ciencia, que nos prometió mundos felices y nada de enfermedades. — ¿Pero las muchachas son de carne y hueso? — Debo acabar con ellas, Laura, apártate, amor, no te quiero hacer daño, mi sol. La madre estaba llorando con su figura de aguja y sus impenitentes ojos azules. Un hondo pesar albergaba al entornar la mirada hacia aquellos bultos que había parido por su vientre. Hasta que en un descuido en el que Laura fue más diligente, consiguió arrebatarle el arma, una Beretta. Habían cambiado las tornas, la joven estaba con el gatillo y el dedo caliente. — ¡No me mates, hija! Te contaré la verdad, no tienes padre. Fuiste clonada, pero no de ellas. Se le crispó todavía más el cuerpo a la muñeca, dispuesta a apretar el gatillo y acabar con ese odio malviviente que se había originado dentro de ella, desde que su madre se revelase como un monstruo. —Además, Laura. —Más odio con la pausa, transpiraba acremente toda la bilis acumulada que se desgajaba de su cuerpo como a tiras con la luz cegadora de la verdad. Milagros decidió jugar a la ruleta 93
rusa, para intentar salvarse de una muerte que anunciaban las pupilas de adorada hija. —Además, Laura —repitió la madre— Tú eres mi madre. —¿Cómo? —leyó el desconcierto en el mohín de Laura y cómo la tensión desaparecía de su mano. —¿Qué quieres decir? —Tú eres una clonación de mi madre. Yo no quise perderte y cuando el Instituto me ofreció clonar a alguien, yo pensé en mi madre y les firmé la autorización para que dispusiesen de su cadena de ADN, de tu cadena de ADN, mamá. La pistola se le cayó de las manos. ¿Cómo podría matar a su hija y cómo podría matar a su madre? Más cuando éstas eran la misma persona. Entretanto, el grupúsculo de Hércules se cernió sobre ellas. Se habían percatado de la ausencia de Milagros y volvieron sobre sus pasos cuando se toparon con la escenita. Para qué resistirse entonces. Se acabaría haciendo lo que el Instituto de Clonación decidiese.
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