EL NARRATORIO-ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 10 DICIEMBRE 2016

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 1

NRO 10 - DICIEMBRE 2016 Edición y Diseño de tapa:

Renate MÖRDER Imágenes:

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EL NARRATORIO

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Índice LAS GEMELAS DE BOEDO

MARISOL GENOUD 7

SALA DE ESPERA MARTÍN ALANÍS 13 LAS OVEJAS DUERMEN EN PAZ GERARD MOLINÉ 17 silencio liliana machicote 25 OTRO DESEO ÁLVARO MORALES 33 ¡MILAGROS, MILAGROS! CARLOS M. FEDERICI 36 la espera carlos saldivar rosas 42 LOS DUENDES DE BETO Y TERESITA GABRIEL GONZÁLEZ NÚÑEZ 47 DANCE HELEN... DANCE! ROLANDO J. DI LORENZO 50 VÍSPERA DE REYES

SALOMÉ GUADALUPE INGELMO 52

MI NAVIDAD EN TI

DANIEL ABREGO 61

VIDAS ATROFIADAS MAICOL TERRA 68 STIPES DE NOCTE

ELISEO CARRANZA GUERRA 73

SOPLO AL CORAZÓN DANTE VAZQUEZ M 76 EL BARCO DE PLATA

ANA MARÍA MANCEDA 80

EL VERANO DE JUANA JORGE LUIS VELÁZQUEZ 84 CUENTA ATRÁS

JAVIER PUCHADES 87

EL UNIVERSO CONTINUÓ EXPANDIÉNDOSE

VÍCTOR

LOWENSTEIN 89 PERSIGUIENDO UN SUEÑO TEMPORADA DE COSECHA OPHELIA

PILAR ALEJOS MARTÍNEZ 93 DAMARIS GASSÓN PACHECO 95

FRANCESC BARRIO 100

VISITANTES INDESEADOS NANCY AGUILAR QUINTERO 104 ESPEJO

GONZALO DEL ROSARIO 110

IVONNE

SILVIO JOVARNY 113

LAS BATALLAS EN EL COLEGIO

JÉSSICA DE LA PORTILLA

MONTAÑO 118 5


iKEBANA FRANK TORRES 122 ESPERA

ZANDRO ZÁS 126

en sus ojos isabel

loupettia

carlos ruiz

132 139

#NOVIEMBREDECUENTO FÁTIMA ALBA 145 PATRICIO PERALTA R 146 ANA M.CAILLET BOIS 147 MÓNICA ALTOMARI 148 ESTEFANI ARES 148 ALEJANDRO MIGUELES 149 VIENTO DEL SUR -DANIEL ABREGO 149 LETRAS ARRABALERAS 150 LA FUGITIVA (@_Constelada) 151 _ _Ebher castillo 151 RENATE MÖRDER 152 FEDE MARONGIU 153 EDUARDO @URORABOREAL 154 LUCIANO DOTI 154

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C

uando Claudia apareció en noviembre jamás me imaginé que había vuelto a Buenos Aires para suicidarse. Luego de veintiocho años sin vernos, me sorprendió su visita sin aviso, pero preferí no averiguar la razón. Después de la muerte de

mamá, era lindo tener compañía en casa. La acomodé en el cuarto azul, y se quedó casi un mes conmigo. Claudia y yo éramos gemelas. Las gemelas de Boedo, nos llamaban en la escuela. Mamá nos crió sola luego de que su novio la abandonó. Claudia partió para España al terminar la secundaria. Se había casado y vivía en Madrid con un español. No había tenido hijos. Las cartas que nos mandaba habían ido disminuyendo con los años. Yo me quedé cuidando a mamá. Fue raro verla en la puerta de casa, parada frente a mí. Fue como verme en el espejo. Estaba vestida igual que yo: blusa blanca y pollera hasta la rodilla de color oscuro. Siempre habíamos tenido el mismo tipo de cuerpo, bastante busto y cadera, poca cintura. El pelo gris nos caía idéntico, lacio con raya al costado. Lo primero que hice fue mirarle los pies, y me eché a reír nerviosa: ¡Qué lindas sandalias, Clau! Claudia calzaba un talle menos que yo y por eso conseguía sandalias y zapatos más bonitos. Yo calzaba cuarenta y tenía que resignarme a lo que encontrara. Los zapatos eran mi debilidad y siempre la había envidiado por eso. Gracias a nuestra semejanza, en la adolescencia más de una vez nos habíamos hecho pasar una por la otra; nunca nadie lo había notado. Yo me encargaba de terminar con sus novios y ella rendía los exámenes por mí. Sigo maldiciendo el día en el que se me ocurrió ocupar sus zapatos otra vez. Así fue como durante su visita de noviembre compartimos los mates, las salidas al mercado. A Claudia le gustaba cocinar paella así que empezamos a invitar a mis amigas de truco a comer. Poco a poco nos

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fuimos acompañando en el silencio y algunas noches ella compartía algo de su vida madrileña. Me contó que se había separado hacía unos años y que su marido le había dejado un departamento y una pensión de quince mil euros mensuales que le alcanzaba para vivir y darse algunos gustos, como el viaje que había hecho en otoño a París con una amiga. Yo me quedaba escuchando sus palabras mientras apoyaba mis brazos en el mantel de plástico floreado de la cocina. Soñaba despierta, hasta la hora de ir a dormir en que despegaba mis brazos de aquel plástico caluroso y volvía a la realidad de Boedo. Ese mes fui feliz. Tras su muerte decidí dejar mi soledad y embarcarme en mi última aventura. Ya nada me ataba a Buenos Aires y en Madrid me esperaba un departamento y una pensión con la que podría vivir bien. Estaba segura de que ella, donde fuera que estuviera, me lo permitiría. Así fue como, sin despedirme de nadie, partí a Ezeiza con los pocos ahorros que tenía. Dejé todas mis pertenencias. Aunque no había pensado mucho todo el asunto, viajé con las cosas de Claudia, sus documentos, su cartera de cuero marrón, sus llaves, su valija con olor a humedad y la poca ropa que había traído. Estaba contenta con la idea de un nuevo comienzo. Cuando el taxi me dejó en la calle Del Clavel al seiscientos, la fachada de edificio gris descascarado no se parecía en nada al edificio estilo francés de cuatro pisos del que me había hablado ella. Me quedé un rato largo en la calle mirando la puerta de hierro. Subí los pequeños escalones y abrí con la llave. La segunda llave con una marca roja dio vuelta la cerradura. Apenas entré había un largo pasillo oscuro y una escalera a la izquierda. Alguien gritó desde el fondo: ¿Quién es? Quieta y en silencio pensé qué sería conveniente hacer. No respondí. Aún debía

practicar el acento.

Antes de

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que

pudiera

tener

mis


pensamientos en orden, apareció del pasillo una señora robusta con delantal sucio y ruleros. Mi corazón latía con fuerza. Dejé mi valija en el piso. Volví, soy Claudia. Me miró con desprecio de arriba abajo y se quedó mirando mis zapatos. Qué más da… Me debes el alquiler del mes pasado. Sabía que dudaba de mí pero estaba decidida a probar mi plan. Me quedé quieta en el quinto escalón, escuchando sus pasos alejarse por el pasillo. No tenía mucha plata. ¿Cuánto sería el alquiler? Subí al primer piso y vi cuatro puertas. Todas cerradas y mi llave no abría ninguna. Un hombre malhumorado salió a ver qué pasaba. Saludó inclinando la cabeza y desapareció de nuevo. Subí al segundo piso y la tercera puerta abrió. Me encontré con un cuarto oscuro, con una cama sin hacer, una mesa de luz con un par de libros. En el cajón había una foto de mamá y yo en el club social de Boedo. Abrí la ventana y, aunque el sol brillaba, vi un paredón cubierto de sogas flojas y ropa colgada. Abrí el ropero y el mismo olor a humedad de la valija impregnó el cuarto. Solo encontré poca ropa vieja. Me senté en la cama a llorar. La vida de ella parecía más precaria que la mía. Cuando me desperté me di cuenta de que me había dormido vestida. Alguien tocaba la puerta y la abrí apenas. Apareció la mujer del día anterior, miraba hacia atrás para ver si estaba todo en orden. Ayer no bajó a comer dijo. Esta mañana vinieron preguntando por Claudia, ¿está segura de que usted es quien dice ser? Mis piernas se aflojaron y me pregunté si sería la pensión de los quince mil euros o el ex-marido. Sin dudarlo se lo confirmé con la cabeza. Como usted guste. A mí no me importa si es usted o su hermana pero alguien debe pagar el alquiler. Yo no le creo, pero si insiste con esta

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historia le aviso que la policía preguntó por usted. No quiero problemas, ¿me entendió? Y sin decir otra palabra cerró la puerta y se fue. Me tomé las manos y miré alrededor. Todo era muy raro, no entendía por qué la policía la buscaba o por qué motivo Claudia, un mes antes, se había tirado abajo del tren. Empecé a buscar en los cajones, en los estantes, pero no encontré nada de valor. No había fotos de su ex-marido. Salí a la calle a tomar aire. Sentía angustia en el pecho. Encontré un bar a pocas cuadras y entré. El encargado me trajo otro café al darse cuenta de que se había enfriado y no lo había tomado. Este es de la casa, tome tranquila. Su sonrisa me calmó, pero yo me conocía y mis lágrimas no tardaron en salir. Sentía una extraña melancolía por Boedo, por mi cocina y su mantel de plástico, la gotera de la canilla del baño y mis cosas. Había dejado todo, hasta mi identidad. Quería volver. Volví a la pensión y la señora de ruleros me invitó a pasar a la cocina. Yo conocí a su hermana. Era muy callada y reservada. ¿Por qué se hace pasar por ella? dijo mirándome a los ojos. Yo agaché la cabeza y me mordí las uñas sin mirarla. Me comí el pellejo del meñique hasta que sangró. Paré. No sabía si podía confiar en ella. Claudia nunca la había mencionado. Ahora, sin pasaje y sin plata para el alquiler, me sentía acorralada. Tocaron el timbre y la señora salió a abrir la puerta. Lo que quería era volverme a Boedo así que tomé coraje decidida a contarle la verdad. Cuando volvió a la cocina estaba escoltada por dos policías que al verme me preguntaron: ¿Es usted Claudia Balcarce? No, respondí. Quedé petrificada en la silla mirando la hornalla encendida. Un oficial sacó una foto del bolsillo de su uniforme. Es ella.

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Me tuvieron incomunicada tres días. Me acusan de homicidio por envenenar a mi marido. Mi celda en el Centro Penitenciario Alcalá Meco tiene un colchón en el piso con un olor a pis que da náuseas. Ya no puedo estar de pie, los zapatos de Claudia me aprietan y las ampollas me sangran. El juicio es en una semana y mi única visita es la del abogado de oficio que me enviaron de unas oficinas del estado español. Dejo los zapatos del otro lado de la reja y mis pies marcan una huella de sangre por el piso. Repito sin cansancio que no soy Claudia, pero ya nadie me cree. Descalza, me abrazo a mis pies y escribo mi nombre en la pared. El guardia lo lee a su paso. Me mira y se lleva los zapatos.

MARISOL GENOUD

Argentina

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G

ritan su nombre desde el pasillo. Ella lo escucha y piensa Es mi turno. Le pide a su cuerpo que se levante. El cuerpo no obedece. Gritan su nombre desde el pasillo de nuevo, pero esta

vez más alto. Ella le pide a su cuerpo que se levante, otra vez. Apoya sus manos en los antebrazos de la silla y toma impulso para pararse. Sus pies se resbalan en el piso y pierde la poca altura que había logrado alcanzar. Cae suave sobre la silla. El hombre a su izquierda está concentrado en el partido de fútbol que pasan por televisión. Ella se pregunta por qué el volumen de la tele está tan alto si esto es una guardia de hospital. Mira a su derecha: una adolescente con unos inmensos auriculares está mirando su celular, sus dedos no dejan de tocar la pantalla, a la cual le sonríe, embobada. Ella escucha su nombre por tercera vez. Voy, dice. Dice Voy pero su voz se pierde entre las voces de los relatores del partido. Dice Voy, pero no va. No la escuchan. Ni el doctor que la llama, ni su cuerpo que la mantiene atrapada. Segundo intento: apoya de nuevo sus manos en los antebrazos de la silla, toma impulso y, ahora sí, logra levantarse. Apoya los pies con firmeza sobre el piso impecable y frío del hospital. Sola, sin ayuda de nadie, se para y le pide a sus piernas que respondan. El grito del doctor llega de nuevo a la sala de espera. Llega el grito, llega una voz, llega el nombre de Ella a través del pasillo por tercera vez; llega todo menos el doctor a buscarla. Qué le costará moverse de su consultorio, se pregunta. Una de sus piernas avanza: logra dar el primer paso. Amaga con dar el segundo. Lo logra. Mueve una pierna primero, luego la otra. Camina como si tuviese el viento en contra. De nuevo, el grito. De nuevo, su nombre. Voy, dice. Dice Voy y Boca hace un gol, y su Voy se pierde en el grito sostenido del gol del relator. Pasa por delante del hombre que está viendo el partido. El hombre inclina un poco su cabeza a la derecha. Ella lo estorba. Ella sabe que estorba y sigue caminando, a paso lento, hasta llegar finalmente al pasillo. Al llegar, escucha otro grito: la misma voz, pero otro nombre.

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Ella dice Voy aunque no sea su nombre ahora el que está haciendo eco en las paredes de la guardia de hospital. El hombre que estaba a su lado se para —¡con qué facilidad se levanta, se camina y anda!—, ofuscado por el gol que le hicieron a su equipo de fútbol. El hombre va puteando por el pasillo y pasa por su lado, sin reparar que el nombre que llamaron recién le pertenecía a Ella. Su corazón se alivia al ver que ahora el doctor sí se asoma a la puerta de su consultorio a buscar al paciente: podría ser su salvación. Pero no. El doctor dice: Pase por aquí, Ramírez. El hombre entra al consultorio, y su cara, la de Ella, se transforma. El doctor la ve parada en el medio del pasillo con una mano apoyada en la pared y le pregunta si se siente bien. Ella asiente con la cabeza. Tome asiento y espere a ser atendida, le indica el doctor señalándole las sillas de la sala de espera. Ya la vamos a llamar, señora. Ella quería explicarle que era la mujer a la que llamaba hace apenas un minuto, quería explicarle que no podía moverse más rápido y que la dosis de levodopa ya no era suficiente. Pero su voz nunca llegó a salir de su boca: quedó atrapada en su garganta como una mosca enredada en una tela de araña. No logra decir nada. El doctor le sonríe y le da una palmadita en el hombro. Le dice Vaya y póngase cómoda, cuando sea su turno la llamo. Ella lo mira y quiere decirle que No, que no tenía ganas de volver a sentarse. Y que por más que quisiera, le era imposible “ponerse cómoda”. No podía “ponerse cómoda”. El doctor da media vuelta y entra al consultorio con Ramírez. Ella queda parada a mitad del pasillo, sosteniendo el peso muerto de su cuerpo contra una pared, escuchando el ruido de una puerta que se cierra y las voces de los comentaristas repasando las mejores jugadas de Boca. No le queda otra que volver a la sala de espera, piensa. No le queda otra que seguir esperando. Entonces le pide a su cuerpo que se dé vuelta, le pide a sus piernas que avancen, a sus pies que caminen. Pero nadie la escucha, nadie le obedece, nadie repara en Ella. Ni el doctor, ni sus piernas. Mientras

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escucha el grito sostenido de un gol, logra girar un poco su cuerpo y apoyar su espalda contra la pared y así, lentamente, se deja caer.

MARTÍN ALANÍS

Argentina

Blog: http://unlectorenboxers.wordpress.com Twitter: http://twitter.com/tinopop_

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B

rett se despertó sobresaltado. Sudaba a mares y por primera vez en mucho tiempo sintió su olor corporal; le recordó a las salchichas que cocinaba su hermana en la casa de Karrington,

siempre cerca de la ventana. Aquel olor impregnaba la alacena y podía respirarse todo el día, pero estaban muy ricas. Estaba resultando un verano calurosísimo con temperaturas de hasta diez grados por encima de la media, lo decían en televisión. El anciano se levantó de la cama y miró a su mujer desde la puerta. Maggie roncaba como lo haría un dinosaurio. Decían que de joven era muy guapa. —Peor para ti. —susurró sin reconocer apenas su voz. Brett arrastró las zapatillas hasta el baño y allí encendió la luz. Su cara no era la mejor que recordaba. Su ojo derecho estaba rojo y su mentón y su boca se habían deformado levemente. Menudo despertar. Intentó beber agua, pero ésta acabó vertiéndose por su labio torcido como si fuese una regadera, y empapando los pelos blancos y retorcidos que poblaban su caído pecho. Se rascó las verrugas de su antebrazo mientras se miraba al espejo. Después se pasó un peine con colonia por el pelo y el bigote; esto último le pareció muy refrescante. Fue hasta los pies de la cama y se sentó junto a su mujer. Se sentía extrañamente vital; mareado lo justo y con una sospechosa arritmia que lo hizo toser. Al rato, y harto del rugido de Maggie, se levantó decidido a estirar sus varicosas y blanquecinas piernas. Cogió su pantalón perfectamente planchado y su camisa amarillenta del colgador y se vistió como para una boda. Se miró en el espejo a oscuras y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que aquel era su día. Estaba

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relajado y confiado, con una sensación molesta en el pecho, pero con ganas de comerse aquella mañana sin sol. Caminó por el pasillo mientras se ajustaba la corbata mirando su reflejo en los jarrones del recibidor. Silbó un viejo bolero ¿o era nuevo? Cogió las llaves, abrió la puerta y balbuceó al aire. —Salgo a dar un paseo, cariño. Anduvo por el jardín a tientas hasta el garaje y lo abrió. Allí, entre el polvo y bajo una lona, estaba el viejo Ford Sierra que tantos viajes había proporcionado por aquellas fechas. Brett recordó las vacaciones por la campiña con su hijo John y con Maggie. En su cabeza eran la familia feliz de Knebworth, con el mantel a cuadros y la cesta de mimbre con la merienda. Apartó la espesa capa de polvo del cristal y subió al coche. Olía como las salchichas de su hermana cuando era niño, que buenas… Arrancó tras más de diez intentos e ignoró el piloto encendido de la gasolina. Se deslizó lentamente del garaje al jardín arrastrando unos matorrales a su paso y golpeando el lateral del coche con el marco. Mientras tomaba la carretera local, aquella que separaba una casa de la otra y así hasta adentrarse en las remotas granjas, escudriñó de memoria en la guantera. Encontró unas viejas gafas con un cristal roto y se las puso. Una de las patillas estaba sujeta con cinta adhesiva y eran un modelo de hacía más de veinte años. No veía tres en un burro. No había nada de luz en el exterior. Que día tan extraño, pensó. Encendió las luces y continuó por la carretera hasta perder de vista su jardín. Condujo unos minutos zigzagueando hasta que se decidió a llegar a la autopista y desde allí, a la capital. Quería sorprender a su hermana, o

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podía visitar a su hijo. Luego pensó que no lo encontraría en la fábrica porque era ¿domingo? Un bache lo asustó y lo obligó a aminorar. El piloto de la gasolina parpadeaba reflejándose en la cara de Brett, que babeando, seguía decidido a llegar a la autopista, y para ello tomaría un atajo, el de toda la vida. Dio un brusco volantazo en mitad de la noche en dirección a los campos. En su ir y venir, los amortiguadores se quejaban levantando el culo de Brett hasta que casi daba con la coronilla en el bufado techo del Ford. La humedad y el moho se habían comido la tapicería, por eso el olor a salchichas. Pronto rompió una valla de madera y atravesó el recinto entre varios bidones. La granja de los Jameson, pensó. Qué raro que no estuviese el viejo Charles dando de comer a las gallinas. Fue pensar en las gallinas y el coche arremetió contra el establo atravesándolo por completo. Las astillas rompieron parte del cristal y pronto comenzaron a caer las primeras víctimas. El coche sin control arremetió contra las ovejas que dormían haciendo saltar a más de una por encima del capó. La sangre comenzó a teñir los faros y las altas hierbas impidieron que acabara con todo el rebaño. Todas balaron mientras la luz apagada de los viejos faros era devuelta a tan extraño asesino a través de sus vidriosos ojos de pánico. Los golpes eran sordos, como en los autos locos de la feria. Algunas pocas se salvaron huyendo campo a través. Brett pensó en tomar la autopista, ver a su hermana y contarle lo que había sucedido. Aquello no era nada para el ricachón de Charles Jameson, como decía su mamá. Solo un pequeño golpe con el coche. Pronto las luces en el cielo aparecieron como una aurora boreal pintada artificialmente. El anciano aminoró y se encaramó al cristal para verlas, eran realmente hermosas. Una música a lo lejos retumbaba en su

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sien. Un bum bum que se le pegó a la garganta. Le pareció que los árboles bailaban a su ritmo. Prosiguió dando tumbos entre la maleza y conduciendo por el prado, llevándose todas las latas de gasolina, las figuras de jardín, los rastrillos y las sillas de camping de los vecinos. Mamá tenía razón, tenían de todo esa gente… Siguió las luces hasta que oyó balar al rebaño; otro, pensó. Serán las descarriadas… El Ford Sierra abollado aceleró a todo gas en busca de las luces del horizonte y los primeros golpes sobre la chapa se sucedieron casi al instante. Eran golpes secos acompañados de un eco. Brett pensó en alimañas de campo o en los jóvenes y tiernos corderos, como los de televisión, y recordó a su madre en la granja de Karrington con Swifty, su corderito, al que alimentó durante unos meses en el establo. Espera ¿Karrington? Eso lo había visto por televisión… Los golpes se fueron sucediendo, cada vez más y más violentos y cada vez más y más continuados. Primero fue el retrovisor de la derecha, luego el de la izquierda, luego la luna trasera, el guardabarros delantero, el capó, y así hasta que rompió con tal virulencia el cristal lateral que le pareció haber chocado contra un árbol; un roble por lo menos, pensó, porque la savia de aquel tronco le había salpicado la cara y las gafas, y no lograba ver las luces de colores pese a tenerlas muy cerca, rodeadas de humo y provenientes de una especie de cañones. Recordó los cómics de ciencia ficción que guardaba bajo la cama, con alguna fotografía picante de aquella actriz… Pronto el sabor metálico de la sangre se coló a través de su deforme labio y se asustó. El coche continuó dando tumbos en círculos sin rumbo fijo hasta que se detuvo.

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La música cesó y pudo oír los gritos. En el horizonte vio sombras correr de un lado a otro y decidió seguirlas con el coche, pero éste no arrancó. La gasolina se había acabado. Frente a los faros, vio corretear a un montón de jóvenes con la ropa ensangrentada que lo miraban fugazmente con la cara desencajada. Brett, con un súbito ataque de ansiedad, soltó un alarido mientras saltaba como un orangután en su jaula esperando a que el coche arrancara sólo. No lo hizo; no lo hizo jamás. Un cuerpo se abalanzó sobre el maltrecho capó y una melena rizada quedó a pocos centímetros del cristal. Parecía que hubiese aterrizado alguien desde el cielo. Era una chica con la cara llena de rasguños y a la que le faltaban varios dientes. La sangre se pegaba a su pelo y a sus cejas como si fuese pintura con esmalte. —Por favor…por favor… —dijo la muchacha lloriqueando. Brett la miró y tuvo que apretar fuerte los ojos para ver que era una persona, lo era realmente. Se parecía a su hermana, a su hermana… —Por favor, pare…pare. El anciano se reclinó sin soltar el volante y permaneció absorto. Varias personas se acercaron a su ventanilla. —¿Qué ha pasado? —dijo una voz. —¡Hijo de puta! —se oyó, y una zarpa lo zarandeó a través del cristal y luego otra lo separó. Brett no se inmutó. Permaneció sereno pensando en cómo coger la autopista e intentando recordar el nombre de su hermana. ¿Emily? Comenzó a perder visión del otro ojo, el que no estaba enrojecido. —Está loco… —¡Asesino! La gente se agolpó y los organizadores del concierto, los servicios médicos y el poco equipo de seguridad lo rodeó.

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La música cesó, los gritos de los jóvenes no. Sus cuerpos permanecían en el suelo, algunos inmóviles otros retorciéndose como poseídos por el dolor. La mayoría de los asistentes tenían sangre en la boca, parecía la nueva moda. Pronto un vecino de los Jameson se acercó, era David, su hija había salido sana y salva pese a estar en el centro de la pista. —¿Brett? —dijo el hombre. —No lo toquen, esperen a que llegue la policía. —dijo una voz. —¿Brett? ¿Eres tú? ¿Brett? El anciano no se giró, siguió apretando el volante con las manos y pensando con una deforme sonrisa. Estaba quedándose ciego. —Brett ¿Qué has hecho? ¿Qué ha pasado? —Es un viejo… —dijo uno. —Pobre hombre…no está bien. —se oyó. —Brett… David se encaramó a la ventanilla y miró a Brett de cerca, estaba cubierto de sangre. —Brett… —y rápidamente se dio cuenta de la situación— ¡Un médico! ¡Está teniendo un infarto! ¡Un infarto! Una pareja joven comenzó a llorar, y una mujer de mediana edad, el novio de una de las chicas, uno de los guardias…todos lloraban. —Dios mío, Brett, mira tu boca, tu cara…—se hizo el silencio y David aguantó el llanto— Has matado a mucha gente… ¿Qué has hecho, Dios mío, qué has hecho? —finalmente explotó. El anciano se giró con los ojos perdidos y húmedos. Su cara era infantil. —¿Brett? ¿Quién es Brett? —dijo con un hilo de voz y arrastrando la lengua.

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Volvió a mirar al frente y en su cabeza volvió a cruzarse su hermana empujándolo en el columpio de la casa de campo, fuerte, cada vez más y más, hasta sentir vértigo. Dejó de notar parte de su cuerpo y apenas veía ya nada. Luego vinieron Swifty y las salchichas otra vez…

GERARD MOLINÉ

España (Barcelona)

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N

o sé si nos obligaban a ir. No recuerdo si lo hacíamos una vez al mes o una vez por semana, siempre era domingo. Tendría yo cuatro o cinco años, supongo. Nos hacían bañar,

nos perfumaban y vestir la ropa reservada para las salidas. Mi madre me peinaba muy tirante y me ponía una cinta y la ataba con un moño grande. Era un viaje muy largo. Llegábamos en el más absoluto de los silencios. Mi madre llevaba siempre un ramito, no sé de dónde salían, en mi casa nunca había flores. Mi padre se acercaba a la señora que vendía en la puerta del cementerio y le compraba crisantemos y claveles. Odio esas flores. Y las odiaba en aquel entonces. Mi excusa siempre fue un terminante "tienen olor a muerto". Y ahí llegaba el tirón de pelos. Entrábamos y comenzábamos a andar por el caminito de piedras. Mi padre solo, adelante; detrás, mi madre y nosotras. Mi madre caminaba erguida, altiva, hermosa, jamás bajaba la vista. Nosotras mirándonos los zapatos guillermina, incómodos y con hebilla que tampoco nadie nos preguntaba si queríamos usar. Yo le decía a mi hermana que mirara las lindas casitas, los ángeles, las fotos en las tumbas. Y si mi padre se daba vuelta y fijaba sus ojos en mí, era momento de callarme. Mi hermana nunca me contestaba. Doblábamos por un recoveco, encontrábamos el nicho, la tercera o cuarta fila, y una placa negra indicaba nuestro apellido y un nombre. Mi padre bajaba el florero e iba hacia la canilla a unos metros a cambiar el agua. Mi madre sacaba de la cartera un trapo, limpiaba el mármol y unas pequeñas placas que estaban pegadas, o quizás atornilladas. Ponían las flores en el florero y lo colocaban en su lugar. Y ahí se quedaban. Él miraba hacia abajo, con el peso de algo enorme sobre sus hombros. Ella, seguía mirando hacia arriba, como si buscara

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algo en un punto fijo. No hablaban, no lloraban, ninguna expresión. Nosotras, testigos de tal ceremonia. Al cabo de unos minutos, uno de los dos se movía hacia la salida y el otro lo seguía. Volvíamos a la posición original, uno adelante, los otros tres detrás. El viaje de regreso era aún más silencioso, si es que eso pudiera ser. Los cuatro en el asiento de la camioneta. Entrábamos al pueblo y algún saludo a un vecino, nos hacía mover las cabezas. Llegábamos a casa y mi madre iba al dormitorio, sola y no nos dejaba entrar. Yo quería sacarme los zapatos y las medias, pero no se podía entrar. Compartíamos el cuarto en aquel momento. Era una casa muy chiquita, aunque a mí no me parecía. Cuando ya era adolescente y hacía unos años que no vivíamos en aquella casa, una compañera de colegio vivía allí con su madre y volví a entrar. Era realmente muy chica. El patio que yo había mirado desde mi triciclo como si fuera una plazoleta era apenas un cuadrado de tres por tres. Cuando salía del dormitorio, se había cambiado la ropa. Tan seria como siempre, se iba a preparar fideos. Él salía, nunca supe a dónde. Simplemente salía y regresaba cuando la comida estaba sobre la mesa. Todo era silencio, siempre era silencio. Desprendidas ya de las guillerminas, mi hermana y yo andábamos por ahí, saltando a la soga o jugando con el gato. Por ser la mayor me tocaba la parte de ir a la cocina y decirle a mamá que en el jardín o en el colegio, nos habían regalado bonos gratis para ir a la matineé de películas infantiles. Trapito; Fantasía o Blancanieves. ¿Podemos ir mami? Le preguntan a su padre. Sabíamos que la respuesta iba a ser esa, pero seguíamos intentando. Tal vez algún día hubiera otra respuesta.

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Cuando papá llegaba, nos sentábamos a la mesa. No se hablaba. Papá, nos regalaron entradas para el cine, queremos ir. No. ¿Por qué? Porque no. Durante el resto del día seguíamos así, sólo algunos ruidos del televisor. Mamá cosía. Mi hermana dibujaba. Yo miraba figuritas de libros que no entendía. El lunes todo volvía a la normalidad. Nosotras al colegio, papá al trabajo, mamá en casa. Y al domingo siguiente, o al domingo del siguiente mes, otra vez comenzaba. Las guillerminas, los moños, la ropa de domingo, el cementerio, el silencio. Uno de esos domingos noté algo. Mi padre escuchaba la radio y unas cuadras antes de llegar al cementerio la apagaba. Observé durante varios viajes. Un día pregunté por qué lo hacía. Mi hermana me miró azorada porque me animaba a preguntar algo. Nadie me contestó. Hasta los últimos tiempos en que mi padre manejó, cada vez que pasábamos frente al cementerio lo seguía haciendo, y unos doscientos metros después de la puerta del cementerio, volvía a subir la radio. Tiempo después escuché que tenía que ver con que los muertos descansan en paz y la paz no puede perderse por una radio encendida. Algunos años después, me di cuenta que mis padres no se hablaban, no se miraban, simplemente vivían juntos. Papá en casa no hablaba. Mamá era igual en todas partes, tampoco hablaba. Una vez, estando yo en la cocina, entró mi padre y dirigiéndose a ella, le dijo: Hay que pagar el cementerio. Otra vez no nos vamos a poder poner al día con el alquiler.

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Mamá no contestó. Cuando papá se fue, escuché el portazo, siempre pegaba un portazo, siempre se iba; pregunté qué era eso de pagar el cementerio ¿Qué se compra ahí? Son cosas que vos no entendés. Al tiempo, apareció en la cómoda del dormitorio un portarretrato con la foto de un bebé de unos ochos meses y al lado, en el mismo portarretrato otra foto de un niño de unos dos años parado al lado de mi padre. Al siguiente domingo en el cementerio, yo que estaba aprendiendo a leer, vi que una de las placas decía “Juan Andrés” y mi apellido. Mi padre se llamaba Andrés. Otra placa rezaba “Ema y Carlos”, eran los nombres de unos viejitos que siempre me traían a casa golosinas y regalitos. Eran, creo, los dueños de la primera casa, o en verdad, de la primera habitación que mis padres habían alquilado cuando se casaron. La tercera placa decía “tus padres y hermanita”. Caminé unos metros. Fui a leer los nombres de las otras bóvedas, los otros nichos, miraba fotos, eran personas viejas, con anteojos, sin pelo o con peinados de abuela. Me preguntaba por qué el que estaba en ese otro lugar, no tenía foto. Al treparme al escalón de una bóveda para ver una placa de cerca, me caí, me raspé la rodilla y me ensucié los zapatos, que ya no eran negros como los de antes, sino blancos, me los habían comprado para la comunión y se habían convertido en mis zapatos del cementerio. Sentí el tirón de atrás, mi padre me levantó de un brazo y me hizo volver al lugar donde estaban mi madre y mi hermana. Me quedé unos pasos atrás, y volvimos a salir del cementerio, por los mismos caminitos, siempre en la misma posición, uno adelante, tres detrás. Mi padre cambiaba de camioneta bastante seguido en una época. Nos mudamos de casa. Fuimos a una casa grande, con un cuarto para

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cada una de nosotras y lejos del centro del pueblo, justo en la otra punta del cementerio. Pero seguíamos yendo. Ahora me doy cuenta que ni siquiera hablábamos entre mi hermana y yo de lo que pasaba los domingos. Papá estaba cada vez menos en casa, por las noches nos dormíamos sin que él hubiera vuelto. Y a veces nos despertábamos escuchando los gritos de ellos que discutían en el cuarto grande. Mi hermana corría a mi cama y se metía ahí y entre las dos nos tapábamos los oídos con la almohada. Una mañana, me levanté y gritaban en la cocina. Papá tiraba botellas que sacaba del bajomesada. Eran botellas de vidrio de vino color rosa. Las puso en una bolsa de esas de las verdulerías donde se ponen las papas y se fue, pegó un portazo y se fue. Mamá siguió de espaldas a mí, mirando la cocina y solo dijo: Sentate que te doy la leche. Otros domingos llegaron, ya ni siquiera preguntábamos si podíamos ir al cine. Los padres llevaban a sus hijos a la plaza, a un circo, a algún parque de diversiones de esos que tienen autitos chocadores. Nosotras no íbamos a ninguna parte. No podíamos hacer mandados ni salir solas a la vereda. Sólo íbamos a la escuela, a veces a alguna fiesta de cumpleaños. Mi madre asistía a las reuniones de padres y a los actos escolares. Mi padre nos llevaba y nos iba a buscar. Ni una sola vez se mencionó la muerte en mi casa. Crecíamos y no se hablaba de la muerte, del cementerio, de los domingos. Mis abuelos y tíos tampoco hablaban. Trataba de colarme en conversaciones de grandes, pero nada. Solo una vez, un domingo, volvimos del cementerio, mamá fue a la cocina a preparar el almuerzo y fui al patio a jugar. Cuando volví, entré por la cocina y la encontré llorando. Desconsoladamente. Me miró y dijo:

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Tuve que decirle la verdad a tu hermana. La miraba llorar y dar grandes tragos a un vaso de ese líquido color rosa que yo había visto que mi padre tiraba. Se sacudía cuando lloraba. Ella se paraba con ese vaso corto, marroncito e iba al bajomesada, sacaba una botella, servía más y volvía a sentarse. Me miraba sin verme y decía. Tenía que saberlo. Hacía calor, y mucho y pensaba qué era lo que mi hermana tenía que saber y yo desconocía. Seguía sin entender. Solo veía el vaso marrón y el líquido rosa. Fue la única vez que mi madre habló de ese tema. Fue la única vez de las muchas veces que vi a mi madre llorar, que lloró por eso. Él, cada vez se fue yendo más y más, hasta que finalmente se fue. Lo veíamos todos los días porque nos llevaba al colegio. Y lo veíamos los domingos, cuando ella se cambiaba de ropa, nos hacía cambiar a nosotras y él nos pasaba a buscar para ir al cementerio. Ya no usábamos guillerminas, pero debíamos vestir como si fuéramos a un cumpleaños. La ropa nueva se guardaba para cumpleaños y cementerio. Nada cambiaba, el trapo que se sacaba de la cartera, las flores que se compraban. Las fotos y el silencio del lugar eran siempre los mismos. Cuando cumplí dieciséis años, mi padre que ya me había enseñado a manejar, me regaló un viejo auto bolita. Cuando me lo mostró y me dio las llaves dijo: Ahora podés llevar vos a tu madre al cementerio. Mi hermana se alegró, no por el auto, sino porque declaró que ahora no iba a ir más al cementerio. Mamá no contestó. Ese domingo siguiente partimos las dos solas hacia el cementerio. Mi madre iba en silencio, me hizo apagar la radio unas cuadras antes de llegar. Compró las flores y caminamos juntas. Hubiera sido el momento ideal para preguntarle.

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Mi madre fue empeorando. Nunca fue una mujer ni una madre. Mi padre tuvo otra familia. Parte de la historia también se repitió. A sus nuevos hijos tampoco les dijo nada. Cuando iba al cementerio los domingos por la mañana bien temprano, supongo que para no cruzarse con mi madre a la que yo llevaba cerca del mediodía, les decía que le llevaba flores a un amiguito. Cuando nació mi hijo, mi madre que estaba conmigo en la clínica me dijo, sin darse cuenta, algo que nunca olvidaré. Jamás. El primer hijo es especial. Los siguientes son hijos que llegan, pero el primero es especial. Quise responderle que lo sabía. Que siempre lo había sabido. Pero no pude, no me escuchaba. Había vuelto el silencio.

Liliana Machicote

Argentina

Twitter: @lilianarsvp

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E

ntro en la concurrida plaza y escucho un griterío viniendo desde el fondo. Un policía sostiene a un hombre y lo aleja esposado hacia un patrullero detenido a media cuadra. La nieve no me

permite ver más, por lo que me distraigo y ayudo a Berta a bajar los escalones y a que no se patine en los adoquines junto a la fuente. Permanezco unos minutos embelesado por la estatua de los ángeles triunfantes sobre el retorcido dragón mientras ella le saca fotos a todo. A pesar de la grandilocuencia del monumento, la genialidad del autor parece reflejada en especial en los ojos de esa bestia caída. En ellos se ve la pequeña llama que deja el gusto por la ironía, de aquel que sabe que tal vez perdiendo una batalla luego ganará la guerra. Tomo una moneda de mediano valor, la beso, pido un deseo, y la dejo caer en la fuente. Me pregunto qué hacen con estas fuentes milenarias cuando se llenan de monedas, las desechan, las vacían. ¿Qué oscuros proyectos financian los sueños y los deseos de las personas? Nunca lo sabré. Observo la calle. El patrullero parece recién estar llegando. El policía se encuentra parado junto a un árbol como si no hubiera ocurrido nada. Me siento extraño. Pierdo de vista a Berta. Entonces la veo. Está otra vez en la calle y empieza a bajar las escaleras. ¿Qué está haciendo ahí arriba? Su abrigo rojo es distinguible con facilidad en el contraste con las fachadas de piedra de las casas y la plaza nevada. Un hombre la ayuda a comenzar a bajar. La toma de la mano y de la cintura. Ella le sonríe. Entonces, en un instante entiendo todo. Miro al policía que me interroga con la mirada, luego a la pareja en la calle opuesta, sobre las escaleras, y otra vez al policía sin que una palabra pueda salir de mi boca. Comienza a acercarse. Le quiero decir que debo advertirles, avisarles, pedirles que no hagan lo que están por hacer. Pero no entiende mis gestos. Me solicita documentos. Tartamudeo algo

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incomprensible. Me pide que lo acompañe al patrullero. Yo puedo por fin emitir un sonido. Le grito: ¡No! E intento zafar de sus manotazos para arrimarme a mí mismo, a ese que baja las escaleras de la mano de Berta. Para pedirle, si con tan sólo verme no fuera suficiente, que no pida ese deseo, que no desee que este día dure por siempre. Me esposan y me llevan en el patrullero. Luego veo la fuente. Y claro, pido un deseo.

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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-¡M

ilagros!... ¡Milagros!... —Ya, ya voy. Toda la vida igual, pensó. Milagros de aquí, Milagros de allá... ¿Qué le habría dado a su mamá por semejante apelativo? Ironía, si las hay...

¡Y con lo bien que le habría caído un milagrito por esas fechas! Porque las cosas no mejoraban para nada, ni con el año nuevo encima... Posó maquinalmente la mano sobre su conflictuada cintura, en tanto recorría ágil el largo pasillo de paredes blancas. ¡Trabajo, trabajo!..., se dijo. Todo el santo día atendiéndoles las nanas a los enfermos, inyectándolos, poniéndoles enemas... Se le escapó una sonrisa: también había que extremar precauciones, una que otra vez, tratándose de pacientes en franco proceso de recuperación... —El de la cama cuatro se nos queda… —informó la nurse jefa. Ella asintió, no sin alguna pena. ¡Pobre viejo! Sin tener siquiera un gato amigo al lado, agonizando en una triste cama de hospital... Y con ese mal olor que despedía el desgraciado, las otras enfermeras evitaban acercársele por todos los medios. ¡Claro que siempre estaba la buena de Milagros, tan sonriente y dispuesta a encargarse de lo que nadie más quería hacer! Pero... La procesión va por dentro, como suele decirse. ¡Qué sabía nadie de lo que escondía aquel semblante alegre! —¡Hola, hola! —saludó, en tono risueño—. ¿Cómo nos sentimos hoy, eh? Y el viejo trató de incorporarse en el lecho, y una de las manos artríticas se elevó en ansioso llamado...

Ah, aquí estás, preciosa. Acércate, acércate...

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(Me hace señas de que está bien allí...) ¿Seguro que me oyes bien? Bueno, entonces pon atención, linda, ¡porque este es el momento más importante de tu vida! ¡Aah! ¿Te intrigué, no es así? No, ricura; este viejo no está loco, ni tampoco es el vagabundo astroso que aparenta ser... ¡Aunque sí es el solitario que adivinaste, Dios lo sabe! He vivido muchos, pero muchos años..., más de los que merecí, dicen algunos, ¿y creerás que en todo ese tiempo jamás hallé lo que buscaba? Le arranqué muchas cosas a la vida, es cierto..., algunas a viva fuerza, y contra la oposición del mundo entero. Siempre obtuve lo que quise, sin cuidarme de los medios que tuviese que emplear para conseguirlo. Siempre..., o casi. Porque hubo algo que se obstinó en negárseme: amor. Ni yo supe darlo, ni los otros quisieron brindármelo. Supongo que estaría escrito en las estrellas... A medida que fui haciéndome viejo —porque has de saber, niña, que yo no nací con este aspecto, si bien nunca fui buen mozo—, según los años se acumulaban sobre mí, ese vacío llegó a doler..., aún más que esta porquería que me está matando. Yo necesitaba... Yo quería... Pero te abreviaré la historia. Demasiado fatigado estoy, como para extenderme... Nunca creí llegar a encontrar mi ideal de mujer, hasta que te conocí. ¿No te sorprende? Bueno, lo cierto es que nadie me trató como lo hiciste tú. Ninguna fue tan dulce ni tan paciente... ¡Y ese mechón rubio, que sabes echarte para atrás con tanta gracia!... Se operó el prodigio: este vetusto y chirriante corazón se encendió por fin con el Fuego Sagrado, o como quiera que se le llame..., que al borde de la tumba uno oscila entre la poesía y el ridículo, y no quisiera que terminases riéndote de mí, igual que otras.

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Pero acércate, por favor... ¡porque lo que voy a decirte cambiará tu vida, niña! ¿De veras me oyes bien desde donde estás? Claro: a tu edad todo funciona, incluso el oído y la vista... ¡Pero esta última puede engañarte! Este semicadáver que está delante de ti, deglutido a la vez por los piojos y el carcinoma, este despojo..., ¡es nada menos que el segundo hombre más rico del mundo! Veo que no me crees... De lo contrario, esos divinos ojos celestes se habrían agrandado todavía más. ¡Escucha, amor! Un hombre que está a punto de rendir cuentas con... quien quiera que esté ahí, esperando..., un hombre en este trance no es capaz de mentir. ¿Nunca oíste hablar de Howard Hughes? Ese millonario excéntrico que en su vejez solía andar errante, sin un centavo en el bolsillo y desprovisto de toda identificación, a tal punto que, cuando lo hallaron muerto, costó su tiempo verificar que en realidad se trataba de él… Veo que asientes: sin duda conociste el caso. Bien, yo me parezco a ese. Me he escondido de la voracidad del mundo utilizando el disfraz del Pobre Diablo... Pero es peligroso disfrazarse así, a lo Jekyll-Hyde..., porque la máscara acaba por consustanciarse con el ser, y uno llega a perder la perspectiva de todo..., o cosa por el estilo. ¡Pero, sí, de veras soy yo, querida! ¡El mismísimo Cornelio Ithurralde, ese que habrás visto tantas veces en los diarios, con más millones de euros en todos los Bancos de Europa que pelos en el pubis! Y disculpa, ¡ejem!, la comparación... ¿Aún crees que estoy inventado cosas, verdad? ¡Pues te será muy fácil comprobar si miento! Llamas a la firma Bruggeri & Bruggeri, abogados, en la Capital, y ellos me identificarán. ¡El número está en la guía! ¡Escucha! No hay mucho tiempo. Siento que ya llega el momento de... afrontar lo que venga. No deja de ser irónico… ¡Si le ocurriese a otro, sería yo el primero en largar la carcajada! ¡Toda una vida esperando... el milagro,

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y cuando por fin se da, resulta ser infernalmente tarde!... Casi ni logro verte con claridad, preciosa: ¿cómo pensar en... amarte? El Cielo debió acordarse de mí un poco antes… Pero hay algo que sí puedo hacer todavía, niña mía... ¡Y es convertirte en una mujer muy rica! ¿Lo estás oyendo? ¡Muy rica! Desayunarás con champán y caviar..., vestirás visón y pedrería, recorrerás el mundo en tu propio avión! ¡Te voy a dejar toda mi fortuna! ¡Sí! Por tu belleza. Por tu ternura. Por la delicadeza que usaste conmigo, incluso al higienizar este pobre cuerpo mío… ¡Pon atención!... Ni bien me declaren muerto..., ¡no esperes! ¡Corre a un teléfono y llama a los abogados que te dije! No es necesario que yo te firme nada..., aparte de que no podría ni sostener la pluma. ¡Pero óyeme!... Yo había previsto que podría llegar a pasarme esto, de manera que convine con mis abogados una palabra clave..., una palabra que está escrita en una tarjeta. Esa tarjeta, a su vez, está encerrada en un cofre-fort secreto, al que nadie en este mundo tendrá acceso en tanto guarde yo un resto de aliento... La palabra es... “milagro”. ¿La entendiste bien? ¡Milagro! Solo se la tienes que decir a ellos, y comprenderán que te he dado... plenos poderes... para disponer de todos... mis bienes... terrenales…

Había quedado consternada por la muerte del anciano. Cuando se reunió con Julián, estaba tan pálida que él se preocupó. Ella le contó entonces lo que acababa de sucederle, en frases entrecortadas por la emoción. (Dejó para más adelante las preguntas acerca de los asuntos de él… Una sola mirada a su rostro sombrío, hastiado, le bastó para entender que nada había cambiado. Aún no aparecía el trabajo anhelado, tras el despido de la fábrica; seguía pendiente el desalojo, y con la vieja deuda 40


acumulando intereses, y el bebé que se venía... Un ramalazo de angustia estremeció el cuerpo juvenil de la chica.) —¿Y no hubo propina siquiera? —preguntó Julián, con ácido sarcasmo. —¡Cómo se te ocurre!... ¡Pobre viejito! Morir así, sin nadie que lo acompañase... ¡Si hubieses visto cómo me miraba! ¡Igual que un pobre perro perdido! Hubiese querido confortarlo más, abrazarlo incluso, pero... La jovencita alzó los hombros, con expresión compungida. —¡Pero olía tan feo, el infeliz! Él quería que me le acercase; lo noté, pero no pude, no pude, fue más fuerte que yo... Así que no logré oír ni una palabra de lo que murmuraba. Delirios de moribundo, seguramente… ¡Me dio una lástima!...

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_María_Federici

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-H

e matado a cinco hombres —dijo el tipo de adelante. Mario no supo qué responder. Decidió ignorarlo. El sujeto insistió en platicar—: ¿Usted por qué está aquí? —Porque es lo correcto. Estoy haciendo fila para mi

entrada al Cielo. —Será una larga espera. Mario intentó carraspear, mas no pudo. Se puso inquieto al ver la inmensa cantidad de personas que le precedían y que también aguardaban un turno. Se dijo que quien se ubicaba delante de él solo bromeaba. Percibía que había estado en ese sitio durante mucho tiempo, la espera no podía durar demasiado. Tal vez unos días, un par de semanas. No más. Volvió a mirar a la gente, la hilera se extendía hasta el final del horizonte, el muchacho sabía que en algún momento tendrían que avanzar; quizá tardarían, empero, alcanzaría el Paraíso; sentía que lo merecía. Sin embargo, la fila no se movía. Qué raro, se dijo, si demoran tanto por cada persona que entra al Cielo, entonces habrá que esperar meses. En cierto momento percibió que uno tras otro pasaban los días, luego estos se convertían en semanas, que después se transformaban en años. Aunque tal vez solamente transcurrieron pocos minutos. —¿Cuál ha sido su pecado? —preguntó el tipo de adelante. —Ninguno, he sido bueno, por eso entraré al Cielo. —¿Cómo sabe que al final de esta larguísima cola se encuentra el Cielo? —No veo fuego ni escucho horrendos chillidos, en definitiva no es el Infierno. —No, no lo es, yo también lo había notado. Lo cual me sorprende. No obstante, veamos ciertos aspectos: usted tiene imágenes definidas del Paraíso y del Averno porque la cultura de la cual se ha nutrido le ha puesto en su mente tales… estereotipos. ¿Qué tal si las cosas fueran diferentes? ¿Qué tal si nos estuviésemos dirigiendo derecho al Infierno? 43


Mario sintió que transpiraba, pero su piel estaba seca. No supo qué responderle al sujeto. He matado a cinco hombres, había dicho. El asesinato es un pecado mortal. ¿Se habría arrepentido de los crímenes cometidos y habría pagado su culpa? ¿Habría salvado vidas al ultimar a esos cinco seres humanos? ¿Habría sacrificado su propia existencia a fin de eliminarlos? Al cabo de bastante rato Mario solo atinó a decirle unas cuantas palabras: —Usted está mintiendo, no ha matado a cinco hombres. —Adivine qué, yo también creía que no lo había hecho. Pero de un momento a otro lo recordé. Puedo rememorar con claridad algunos hechos de mi vida, algunas cosas que hice, recuerdo a esos desdichados, sufriendo, berreando, porque los estuve cortando en pedacitos. —Ya basta de tonterías. Usted no ha hecho nada de eso. Ni yo tampoco. Hemos fallecido en gracia y vamos a ingresar al Cielo, para gozar de una eternidad colmada de placeres. —No todos entran al Cielo. —¿Qué dice? —Verá, soy teólogo, he leído libros que la Iglesia ha intentado ocultar. Escuche, esta cola conduce al Cielo, sí. Hay quienes ingresan de inmediato, otros esperan muchísimo. Estamos en una especie de limbo. Se supone que el tiempo nos hará reflexionar, recapacitar. —¿Esto es algo así como un Purgatorio? —Digamos… que sí. —Listo, ahí lo tiene. Cuando uno fallece en pecado mortal, se va de frente al Infierno. Si uno muere en paz, se va al Cielo. Pero si una persona ha cometido faltas veniales y aún tiene algunas deudas que saldar, entonces acaba en el Purgatorio, el cual es una especie de sala de estar, donde aguardamos nuestro ingreso al lugar soñado. Nadie que termina su tiempo en el Purgatorio se va al Infierno. Solo hay un sitio donde desembocaremos en cuanto finalice nuestro tiempo aquí: el Paraíso. 44


Tenemos que ser pacientes; cuando menos lo pensemos, aquellos pecadillos que cometimos alguna vez quedarán subsanados. —No sería tan optimista si fuera usted. —He usado la lógica y sé que estoy en lo correcto. —Como dije, cree tener razón porque ha tenido una formación particular acerca de lo que se encuentra en el más allá; no obstante, las cosas no tienen por qué funcionar así. —Yo seguiré aguardando. —Será una larga espera. Transcurrió mucho tiempo, Mario se cansó de estar parado, se sentó en el duro suelo de piedra y observó el espacio en blanco que lo rodeaba, había muros invisibles a su alrededor, no podía salir de ahí. No podía huir. Se dio cuenta de que se hallaba desnudo, se preguntaba por qué no se percató antes, estaba ahí hacía demasiado, incluso había platicado con alguien; el frío comenzó a calarle los huesos. Miró hacia arriba, el blanco lucía más opaco, como si estuviesen naciendo manchas tenues por encima de la atmósfera. El joven tocó uno de los muros, apretó con fuerza, empezó a golpear con sus manos. Intentó llorar, y no pudo. La hilera no se movía. Mario se desesperó, sentía hambre, sed, quiso hablar con la persona de atrás, pero fue desoído. La mujer que se ubicaba allí se encontraba echada y se estaba mordiendo las uñas. No. Se estaba comiendo los dedos, aunque no sangraba. Ella lo miró de pronto, quiso gritar, pero solo un leve susurro salió de su garganta. A continuación empezó a hablar, y nada más decía incoherencias. Mario la contempló por un rato, pensó que alguna vez debió ser una mujer bonita, pero su raquítica desnudez y su ruina emocional la afeaban bastante. Mario preguntó por agua al misterioso sujeto de adelante. —No hay alimentos aquí —dijo el hombre—. Además, si tuviese algo para comer o beber no podría dárselo, esas paredes que nos separan son 45


irrompibles. No entiendo cómo hacemos para respirar. Disculpe la involuntaria broma, lo había olvidado: estamos muertos. —¡Maldita sea! ¡Alguien, ayúdeme! —Contrólese. No va a ganar nada poniéndose así —¡No puedo aguantarlo más! ¿Por qué no avanzamos? ¿Por qué? —De nada le servirá chillar. Usted merece esto. Ambos nos lo merecemos. Verá, al fin lo he deducido, he tardado lo mío, pero ya lo sé. Para empezar, esta espera no es el Purgatorio, aunque este sí existe, algunos aguardan su entrada al Cielo en una cola ubicada al otro extremo. Sí, hay un Paraíso al final de la hilera. Tenía usted razón. Esos afortunados se mueven, con lentitud, pero se mueven. En cambio, nosotros no lo hacemos ni un ápice. Sucede que estamos donde debemos estar, en un sitio terrible, indecible, intolerable. —¿No pretenderá decirme que…? —¿Qué cosa tan mala hizo usted cuando vivía? ¿No lo recuerda? Pronto lo hará. Las remembranzas ya estaban surgiendo en el cerebro de Mario. El hombre continuó: —Esta angustiante espera es el Infierno. Lo sé, lo leí, lo sostuve en vida alguna vez y nadie me creyó. La fila no avanza, y nunca se moverá. ¡Aguardaremos aquí eternamente!

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

Páginas web:www.fanzineelhorla.blogspot.com Facebook: www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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A

demás de cuatrojos, Beto era despistado. Por eso cuando se metió en la ducha aquella mañana no se percató de la tachuela punta arriba que esperaba en el fondo de la bañera.

Se la enterró en la parte inferior de la planta del pie derecho cuando daba un paso para atrás después de agarrar el jabón entre las manos. Gritó, tanto de dolor como de sorpresa, y levantó el pie para vérselo bien. La tachuela estaba clavada casi toda. Beto se la sacó rápido y vio un chorro de sangre diluirse con el agua para desaparecer por el caño del desagüe. Aplicando con fuerza el índice y el pulgar contra la planta del pie se hizo sangrar la herida hasta que ya no salía nada. Cada vez que apretaba emitía uno de esos gemidos que hacen los varones modernos cada vez que se cortan. Desde la sala del apartamentito en que vivían, Teresita escuchó los clamores de dolor, y sabiendo que era imposible que su marido estuviera dando a luz, fue a ver qué sucedía. Dio una mirada a la herida y otra a la tachuela, con lo cual supo que tenía que estrenar el botiquín de primeros auxilios que había comprado apenas dos meses antes. Limpió la herida con alcohol: en su patria había sido enfermera. En el exilio era empacadora de procesados de la fábrica del poblado en que vivían. —Vamos a la clínica a que te den la antitetánica —mandó. Se subieron al automóvil viejo que se habían comprado hacía un par de semanas y fueron a recibir la atención del caso. Manejando, Teresita le recriminó a su esposo no ver una tachuela negra en una bañera blanca. Beto pensó en recriminarle qué hacía una tachuela ahí, pero no dijo nada. Sabía que ella no tenía la culpa: en su hogar había duendes. Nunca los habían visto, pero en el silencio de la noche —cuando el tránsito desaparecía de las calles y se escuchaba la respiración de la bienamada en el lecho matrimonial—, Beto los escuchaba. A veces sentía sus pasitos por debajo de la cama. De vez en cuando oía el crujir de alguna

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tabla, el desliz de alguna tela, el tintineo de algunos vasos. Una vez le pareció escucharlos susurrar algo adentro de un cajón. Las pruebas más fehacientes de su existencia provenían de los rastros culinarios que dejaban para cuando rayaba el alba: hacían milanesas que devoraban sin molestarse en limpiar el sartén, tomaban algunos mates dulces (aunque guardaban el azúcar, tal vez para disimular) y no tiraban la yerba usada al terminar, y en algunas ocasiones hasta hacían empanadas, eso sí, de jamón y queso. Por lo general no molestaban. Sus travesuras eran categóricamente domésticas:

destapaban

las

botellas

y

las

gaseosas

perdían

su

efervescencia, abrían las puertas de los placares y no las cerraban, comían pan en los sillones y no recogían las migas. Esos duendes venían de Canelones. Habían viajado de polizones en las valijas de Beto y Teresita cuando estos dos se embarcaron hacia el Norte, sin saber que nunca más verían el Sur. Ahora habitan el mismo apartamento de la joven pareja, y están tan a gusto con los jefes de casa, que los acompañarán por el resto de sus días.

GABRIEL GONZÁLEZ NÚÑEZ

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/escritorgabrielgonzaleznunez/ Blog: https://gabrielgonzaleznunez.wordpress.com/

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F

ue hace mucho y muy lejos. Él no sabía nada de su idioma, tampoco ella del suyo. Pero se vieron y se miraron largamente, hipnotizados. Cuando comenzó la música, caminó hacia ella, no dejaban de mirarse; él le tendió la mano, ella se levantó y con

toda su gracia, haciendo giros con su dedo índice, preguntó: —¿Dance? —Él la miró embelesado y solo atinó por única respuesta a tomarla de la cintura y así comenzaron a girar y bailaron como los ángeles, si es que ellos bailan, y todos los miraban. —Helen —dijo ella señalándose. —José —contestó él y siguieron bailando y la felicidad embargó a todos. Estallaban los colores y los sonidos; y ellos y la gente se unieron en un momento mágico y fue bueno. Esta tarde, José agobiado por un día pleno de dolores y tristeza, escuchó de pronto la música, ¡sí!…era aquella música de muchos años atrás, se puso lentamente de pie, buscó un lugar con la mirada y murmuró: —¡Dance Helen…Dance!… Muy lejos de allí, la mujer en la sala del hogar, entre muchas otras se puso de pie y dijo: — ¡Dance José…Dance!… Y comenzaron a bailar ellos y los que a su lado estaban y volvieron a ser magníficos y todos los que bailaban aquí y allá, supieron de la magia, la magia que ellos guardaron celosamente en el corazón y que ahora era de todos.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/rolandojose.dilorenzo

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V

íspera de Reyes y todo en la casa es paz. No se oye ni un ruidito, salvo el de ocho patitas que corretean inquietas. Mientras el pequeño ratón duerme plácidamente en su camita,

tapadito hasta los bigotes, papá y mamá se apresuran con los últimos preparativos. Todo ha de estar listo para que a la mañana siguiente, cuando su retoño se levante, halle a los pies de la tubería que crece en medio del salón familiar, la que por esas fechas la hacendosa mamá ratona decora con pedacitos de boa verde robados a sus coinquilinos, unas suculentas viandas. Con ese majestuoso abeto artificial que se yergue orgulloso en el centro del hogar roedor, poco se diferencia éste de aquel otro en el que se encuentra inmerso: como un reflejo dentro de un espejo, o una muñeca rusa dentro de otra casi idéntica. Ambos son igualmente modestos:

sus

viejas

paredes,

igualmente

frágiles;

sus

cimientos,

igualmente firmes, apuntalados por un amor vigoroso, inmune a las embestidas del viento gélido que recorre las calles de una ciudad cada vez menos hospitalaria, arrancando de cuajo los hogares menos sólidos y tenaces. Y es que, aunque mamá ratona no quiera verlo, a pesar de las evidentes diferencias biológicas, no existen tantas divergencias entre su familia y la de sus coinquilinos. Sus coinquilinos: esos fastidiosos humanos que siempre están en el lugar menos apropiado a la hora más inoportuna; esos que, avaros y egoístas como toda su raza, se empeñan en vedarles el acceso a la despensa —por cuatro míseros pedazos de queso, mire usted—; esos que, desalmados como todos los de su especie, no contentos con perseguirles escoba en ristre cada vez que osan sacar el hocico fuera de su madriguera, se dedican al “noble” deporte de colocar trampas desperdigadas aquí y allá en la mezquina esperanza de verles acabar sus días con el espinazo partido en dos. En definitiva, sus coinquilinos: esos… esos… Esos. Es lo que piensa la señora ratona, con

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evidente disgusto, mientras va amontonando los pedacitos de queso, garbanzo y patata cocida. Esta vez ha habido suerte: al día siguiente podrán celebrar un banquete de Reyes como es debido. Normalmente esos avariciosos no dejan sobras a la vista con las que poder hacer una comida decente. Si al menos sus fastidiosos coinquilinos no hubiesen remoloneado tanto antes de irse a la cama, si no hubiesen correteado arriba y abajo por toda la casa después de que su cachorro durmiese ya plácidamente, tapado hasta la nariz, ella y su marido habrían dispuesto de más tiempo para prepararlo todo. Pero esos fastidiosos humanos, pálidos y ojerosos, ya se sabe, tienen el exasperante don de estar siempre en el lugar menos apropiado en el momento más inoportuno. Y así despotrica la señora ratona sin pararse a pensar que las similitudes que acercan a su propia familia y a esa otra que tanto parece estorbarla, quizá sean muchas más que las diferencias que las separan. No se plantea esa roedora de indómito carácter que quizá sus coinquilinos pasen tanta hambre como ellos y por ese motivo, y no por vil tacañería, no dejen nunca migajas para ellos. O que quizá, como ella, crean por prejuicio que sus coinquilinos son seres fastidiosos o incluso repugnantes, seres inferiores y despreciables con los que nada tienen en común; que quizá no se hayan parado a reflexionar sobre las idiosincrasias de la otra especie; que quizá ni se hayan preocupado por nutrir un poco de tolerancia y comprensión, un poco de empatía hacia ellos. Además doña ratona está especialmente enfadada: su hijo, con lo que siempre le han gustado las fiestas navideñas, anda muy tristón últimamente. Y ella sospecha que esa gente desconsiderada ha de tener algo que ver en el asunto. La familia de la señora roedora, como la fastidiosa familia humana, está compuesta por un padre, una madre, un cachorro y un abuelo, el que siempre lleva la calma y la sensatez a sus

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miembros, pero que en ese preciso instante duerme y no puede, por tanto, aplacar con sus sabios y moderados argumentos la desproporcionada furia ratonil.

“Eso es lo que quiere decir esta carta, hijo”, explicó sombrío su abuelo, que había aprendido a leer durante sus años de ratón de biblioteca. “Les van a quitar la casa”. Se había encontrado royendo despreocupado un pedazo de papel arrugado que halló en el suelo. No tenía buen sabor y, cuando la tinta se le atragantó, la curiosidad pudo más que el hambre, así que decidió llevárselo a su sabio abuelo para que lo descifrase. Las insensibles frases no dejaban lugar a dudas: era una demanda de desahucio interpuesta por el banco. El abuelo, que no en balde luce aún un lustroso pelaje “colorao”, suma dos y dos y, aunque se considera más bien ratón de Letras, no dejan de salirle cuatro. Más de una noche lo ha visto llorar desesperado, quedamente, con la cabeza entre las manos, junto a la cama de su hijo. Le ha costado tanto adaptarse al cambio de casa y a la nueva vida… Y ahora quizá acabe en un centro de acogida, pensaba para sus adentros con amargura, sintiendo que le había fallado. “Maldita crisis”, suele repetir entonces ese padre humano. “¿Crisis? ¿Qué es crisis?”, pregunta su nuera. Y abuelo ratón, que ha vivido de todo y de todo sabe, que, a diferencia de las nuevas generaciones, escuchaba de cachorro a sus mayores y oía contar a su bisabuelo las calamidades que el suyo había vivido en el aciago Veintinueve, didáctico como siempre, se dispone a explicar; a hacer fácil lo difícil. Sólo que esta vez lo difícil es muy difícil. Porque ni siquiera los propios implicados, los culpables y las víctimas, esos pálidos humanos que siempre andan en el lugar menos apropiado en el momento más inoportuno, saben muy bien

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cómo explicarse su ruina. “Pues verás, hija, la crisis es una… La crisis es lo que… La crisis es cuando tus fastidiosos coinquilinos no tienen qué comer ni con qué vestirse ni dónde vivir: por eso no te dejan migas, visten con ropas raídas —o acaso no te habías dado cuenta— y un banco, que es un ratón enorme y abusón que les roba a los ratones más débiles y chiquititos el pan que tanto les cuesta encontrar, se va a quedar con esta casa” — explica de carrerilla y ya, por desesperación y rabia, sin ninguna sutileza. La noticia cae como un jarro de agua fría sobre doña ratona. ¡Cómo! ¿Que alguien se va a llevar a sus humanos? ¿Que alguien sin un mal pedazo de corazón va a echar a esas pobres criaturas indefensas a la calle, con el frío que hace? Y le llevarán a otros nuevos. Como si los humanos se pudiesen cambiar como si tal cosa; olvidarlos como un trasto viejo que se tira y ya está. Como si las mascotas no tuviesen alma y sentimientos. Como si no mereciesen respeto y… amor. Sí, amor. Porque ahora, ahora que la situación es límite, la señora ratona finalmente se da cuenta de que, por mucho que despotrique, quiere a sus coinquilinos. Y su pequeño gran corazón se enternece. Porque es impulsiva, pero no mala rata.

—Hemos de hacer algo, papá —le dice a su marido—. ¿Tú no podrías…?

—Imposible, eso serían muchos dientes. Ni siquiera arrancando los de toda esa pobre familia nos llegaría.

—¿Y si yo ofreciese los míos? ¿Para qué los quiero? El abuelo ya apenas tiene, y aún da buena cuenta del queso —razona su hijo.

—No, cariño. Ni siquiera con tu generosidad sería suficiente. Esto me supera, familia, he de reconocerlo. Voy a tener que recurrir a instancias superiores. Dadme un par de horas; he de hablar con gente influyente. Ninguno de ellos supo exactamente cómo: su padre, ese héroe gigantesco a sus ojos, guardaba sus propios secretos profesionales. Pero hora y media después, antes incluso de su regreso al hogar familiar, el 56


pequeño ratón se acercó al balcón trasero creyendo que los suaves golpecitos anunciaban la vuelta de papá y se dio de bruces con unos labios hinchados y peludos: el bicho más feo que hubiese visto en su vida. Mientras los humanos con corona, tan pálidos como sus propios humanos

—menos uno, que probablemente había tomado demasiado el sol— aunque mucho mejor vestidos, le tendían una caja con la etiqueta “Para el cachorro humano. De parte de la familia Pérez”, el ratoncito aguantaba los cariñosos envites de la húmeda lengua; al dromedario parecía haberle caído simpático el roedor.

—Tu padre es muy especial, jovencito. Ha removido cielo y tierra hasta dar con nosotros. Y mira que tenemos peticiones desesperadas este año. Hay más trabajo que nunca. Así que, aunque nos gustaría, no podemos seguir de cháchara. Pero ya que estamos aquí, ¿seguro que no deseas aprovechar la oportunidad? Pide cuanto quieras, es Navidad.

—Yo ya tengo mi regalo, Majestades —responde respetuoso como le han enseñado.

—Está bien, chaval. Evidentemente eres como tu padre: todo corazón y generosidad. Te mereces una recompensa. Ésta es nuestra revelación: un día no muy lejano, muchos más, humanos y ratones, serán como tú. No estás solo, muchacho. No lo olvides mientras creces. Y no creas nunca, por mal que se pongan las cosas, que fue un sueño —dijo Melchor, que parecía actuar de portavoz oficial, mientras los tres ancianos, ágiles como mozalbetes, se alejaban a lomos de sus originales monturas calle abajo.

A la sombra del viejo abeto, ése ya casi totalmente despeluzado, junto a la bolsa para su hijo que contiene un poco de ropa donada, los pálidos humanos encuentran una caja de cartón con una etiqueta en la que, con 57


caligrafía temblorosa, entre apresurada y conmovida, alguien ha escrito “De parte de la familia Pérez”. ¿Pérez? ¿Quiénes son los Pérez? Su círculo de amistades se ha reducido al mínimo; en cuanto las cosas empezaron a irles mal, los pocos amigos que seguían viviendo holgadamente se distanciaron. Aunque la mayoría, acuciados como ellos por la miseria, ocupados únicamente en buscar trabajo noche y día o en rebuscar sobras medianamente decentes por los contenedores, dejaron de tener tiempo para compartir. No recuerdan ningunos Pérez. Pero como además la misteriosa etiqueta incluye la curiosa frase “para el cachorro humano”, ambos se abstienen de abrir la caja y esperan a que su hijo se levante.

—¿Conoces alguna familia Pérez, cariño? —preguntan sin muchas esperanzas de despejar el misterio.

—Claro, la del ratoncito Pérez. Su madre y su padre se miran estupefactos. Imposible. Imposible, pero ambos comprueban que en la mirada del otro hay un resquicio de duda. De deseo por creer de nuevo, quizá. Imposible. Pero también parecía imposible acabar en la ruina, viviendo de la caridad y de los escasos ahorros que menguan un poco más cada día, casi mendigando, cuando su marido aún trabajaba como ejecutivo en una conocida empresa que tiempo después prefirió mantener los escandalosos sueldos de unos pocos privilegiados antes que salvar a muchos más empleados, viejos y fieles veteranos, del despido. Si el horror había sido posible, quizá fuese también posible la esperanza. Ambos querían creerlo. Ambos debían creerlo por el bien de su cachorro, que ahora se afanaba en desmenuzar un pedazo de queso e ir esparciendo las miguitas por los rincones para pagar la buena obra a sus presuntos salvadores.

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—Ya sé que la costumbre de hacer regalos en esta fecha es humana, que nosotros nos conformamos con una buena comida en familia; pero quizá ellos y nosotros no seamos tan distintos —justifica mirando de reojo a su nuera—. Ten, hijo. Serás un digno sucesor de tu padre. El mejor Ratoncito Pérez que haya existido, no me cabe duda. Tienes un corazón enorme y una fe firme como una roca. Pero los tiempos han cambiado, muchacho, y ya no basta con la bondad y la voluntad —dice su abuelo mientras le tiende un pedazo del Código Civil—. Habrás de enfrentarte con monstruos taimados que no conocen la piedad; aprende a luchar con sus armas, aunque sin perder jamás el corazón. Sé justo y aprende a hacer compatible la ley con la sensatez y la compasión. Cuando acabes con esto te iré trayendo más. Y luego vendrá el Código Penal. Hasta que estés preparado para ayudar a los más necesitados. Sus Majestades tienen mucho trabajo, y no siempre podremos depender de ellos. Come y metaboliza, hijo.

Es víspera de Reyes y en casa Pérez hay un revuelo monumental. La nueva señora ratona se ha ocupado ya de todos los preparativos para la mañana siguiente, pero su marido está terriblemente atareado: a todos los hijos de su pequeño cachorro humano, el que tomó bajo su protección en la infancia, aquellas Navidades que su padre obró el milagro, se les ha caído un diente esa misma noche. Es víspera de Reyes y la vieja casa que ninguno de ellos ha querido abandonar, la que entre todos, ratones y humanos, han remodelado y convertido en un hogar confortable y feliz, incluso bonito, está en absoluta calma. A excepción del repiqueteo sobre el parquet de cuatro patitas incansables que se afanan por seguir cultivando la fe en el corazón de los 59


niños y de los hombres de buena voluntad, los que nunca olvidarán del todo su infancia.

SALOMÉ GUADALUPE INGELMO

España

Información sobre su trayectoria literaria: http://sites.google.com/site/salomeguadalupeingelmo/ Facebook: @SalomeGuadalupeIngelmo Página Web: www.salomeguadalupeingelmo.blogspot.com

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S

ucedió en Liberia, hace no mucho tiempo. —¿Ya has pensando en que te gustaría pedir para navidad, Etweda? —Nada —contestó secamente la niña

—¿Por qué estás tan “animada” al respecto? —Preguntó su padre con gran preocupación. —Solo me anticipo a lo que seguramente sucederá. Al que nada espera, nada lo decepciona. Un

silencio

incómodo

llenó

la

habitación.

Mientras

Etweda

jugueteaba a trenzar el pelo de su muñeca de trapo, su papá intentaba buscar las palabras adecuadas para reconfortarla, lo cual era en extremo complicado considerando la situación: la pobreza los estaba asfixiando, la falta de un empleo formal les impedía tener una vida estable y por si faltara algo, el miembro más joven de la familia, Samuel, se encontraba internado en el único hospital de la ciudad. No se le ocurría nada salvo una cosa y decidió hacer uso de ella: —Pues entonces hazlo al revés, igual que Bayka. —¿El viejo Bayka? Papá, antes que nada, el demonio del campo es un cuento para niños, ni siquiera Samuel lo cree, y además, ¡Ese anciano pide cosas! No es conocido por regalar nada… ¿Cómo puedo actuar “al revés” si hago lo mismo que él? Por primera vez en la conversación, el padre de Etweda se sintió con cierta ventaja. Tomó su taza de café y le sopló de forma exageradamente calmada y pausada. Le gustó sentir esa mirada mezcla de curiosidad y desesperación en los ojos de su hija. Finalmente, agotado también por el suspenso que él mismo había creado, prosiguió: —Bayka no pide regalos. Contrario a lo que se pueda pensar, él no es un mendigo. Es un hombre de gran riqueza, no monetaria, sino espiritual. Sale a las calles para rezar por nuestras almas, nos regala bendiciones y a

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cambio, no pide absolutamente nada. Etweda observó a su padre con incredulidad. ¿Sería que su progenitor se había vuelto loco? ¿Pretendía acaso que se vistiera con harapos rojiblancos y saliera a la calle a repartir buenos deseos a diestra y siniestra? Eso era de locos… —No me mires así, pequeña. Lo que pretendo que hagas es que cambies tu forma de ver al mundo. Piensa en dar antes que en ignorar la Navidad. A veces el mejor regalo es saber que estás haciendo lo correcto — aseguró el padre de la niña mientras daba pequeños sorbos a un café que hacía varios minutos estaba frío. La jovencita sonrió desganada y salió a la calle con su muñeca en mano. El día apenas comenzaba, y como era víspera de Navidad, no tenía por qué asistir a la escuela ni hacer tareas. Caminó algunas calles mientras pensaba en lo que su padre le había dicho. ¿Sería que la verdadera respuesta a su problema estaba en dar? ¿Dar qué? Era tan pobre como todos en el lugar. Y justo cuando suspiraba con resignación producto de su “mala fortuna”, una señora mayor tropezó frente a ella. La endeble bolsa de papel en la que transportaba algunos vegetales se había roto y la anciana se movía a gatas tratando de recuperarlos. Etweda sacudió la cabeza y rápidamente se puso a ayudarle. Reunió sin demora los víveres extraviados y los colocó en una bolsa plástica que alguien más había desechado. La vieja sonrió con la dentadura incompleta y acarició la mejilla de la pequeña mientras musitaba: —Mi navidad en ti… Y luego se dio la vuelta para casi instantáneamente desaparecer entre el gentío. Etweda se sintió orgullosa de su buena acción y pensó en regresar a casa para contárselo a su padre, pero asuntos más importantes requerían su atención: un pequeño de 3 o 4 años luchaba por desatorar su

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pantalón de una vieja cerca de madera, y de no tener cuidado en la maniobra no solo rompería su pantalón, sino que también corría el riesgo de rasgar su pierna. Las enfermedades como el tétanos no eran un juego en Liberia, así que debía de auxiliarlo pronto. La pequeña Etweda corrió hasta donde se encontraba el niño y le pidió paciencia con las manos. El niño, aunque enfadado, accedió a tener calma. Con un rápido movimiento ascendente las manos de la niña desatoraron el pantalón. El chiquillo dio un par de saltos de gusto y dijo bien fuerte: —¡Mi navidad en ti! Y sin esperar siquiera a que su “salvadora” le respondiera, emprendió una veloz carrera hacia una sastrería, en la que al parecer, laboraban sus padres. Etweda aspiró hondo y abrazó a su muñeca. Dos buenas acciones el día de la víspera de Navidad no eran cualquier cosa. ¿Sería eso a lo que se refería su padre? Sumida en sus reflexiones, no vio que en la acera donde caminaba había un mendigo que extendía la mano esperando recibir alguna moneda. Tropezó con uno de sus pies y cayó al suelo. Su muñeca salió disparada hacía el frente sin que pudiera hacer nada. Se levantó rápidamente y sacudió su vestido en un intento vano de retirar el polvo que había quedado en él. El vagabundo se puso en pie también y le ofreció una disculpa. Fue entonces cuando Etweda notó la razón por la cual el hombre mendigaba: no tenía una pierna, ni tampoco una mano… se sintió sumamente avergonzada por haber tropezado con él, sonrió y aseguró que era ella quién debía disculparse. El hombre dibujó una sonrisa en su rostro y un par de lágrimas recorrieron sus

mejillas.

La

jovencita

dedujo de

aquel gesto que

seguramente no muchas personas se habían disculpado con aquel señor durante su vida. Luego le tendió la mano izquierda y el mendigo la estrechó

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diciendo: —Gracias por no saludar con tu diestra, eres muy educada. Perdí mi mano derecha y la pierna izquierda en la última guerra civil. Soy lo que se dice un “veterano”… Etweda asintió efusivamente y sacó dos monedas con un elefante grabado del único bolsillo que tenía su vestido. Eran diez centavos que había guardado para comprar un caramelo, pero, después de todo, había gente que lo necesitaba más que ella, y un claro ejemplo era ese hombre. Así que le abrió la mano y depositó las pequeñas monedas en su palma. El desafortunado veterano sonrió y apuntó: —Mi navidad en ti… La niña esbozó su mejor sonrisa y se dirigió a buscar su muñeca. Apenas había dado dos pasos cuando vio donde estaba: una pequeña de quizá cinco años la tenía entre sus brazos. Cuando vio que Etweda avanzó hacia ella miró al juguete por última vez e hizo el ademán de entregarlo a su legitima propietaria. Fue entonces cuando la jovencita comprendió exactamente lo que su papá quería decir. Mordió sus labios y se hincó frente a la pequeñita que le estaba devolviendo su muñeca. Le acarició el rostro y plegó sus codos hasta que la muñeca quedó de nuevo entre aquellos brazos. La chiquilla no lo podía creer… ¡Le estaban obsequiando una muñeca! Sin poder contener su emoción, comenzó a balbucear de forma atropellada: —Mi navidad en ti, mi navidad en ti… Etweda se puso de pie y caminó de regreso a casa. Solo se permitió voltear una vez. Y en esa última ocasión en que miró atrás vio que la pequeña se había sentado junto al veterano mendigo y le mostraba el juguete con gran emoción. Quién lo hubiera pensado, ¡Esa niña era su hija!

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Sonrió nuevamente y apretó el paso. No podía esperar para contarle a su padre todo lo que había ocurrido ese día. Cuando abrió la puerta de su casa, se sorprendió al ver a un soldado de las Naciones Unidas sentado frente a su padre en la mesa de la cocina. Charlaban animadamente, así que supuso que no se trataba de nada malo. Se acercó tímidamente y saludó con la mano. El militar se puso en pie y correspondió el saludo con una inclinación de cabeza. Antes de que Etweda pudiera preguntar nada, su padre exclamó animado: —¡No lo vas a creer Etweda! La gente de las Naciones Unidas está buscando un ingeniero metalúrgico, ¡Como yo! Y van a darme un empleo en Monrovia. Podremos llevar a Samuel a un hospital de la capital, y asistirás a una gran escuela secundaria. Si todo sale bien, ¡Incluso podrías estudiar dos años en los Estados Unidos de América! ¿No crees que es maravilloso? La joven se quedó con la boca abierta. Esto era simplemente inconcebible. Sin duda esto era lo mejor que les había ocurrido jamás en la vida. Abrazó a su papá y dejó que la cargara. El soldado del casco azul sonreía alegre ante

la escena. Cuando las muestras de

felicidad

terminaron, dejó la taza de café sobre la mesa y argumentó que era hora de despedirse. Le recordó al padre de la niña que uno de sus oficiales los esperaría a las 0600 del día 30 de Diciembre en la estación de tren para conducirlos hasta Monrovia. —Mi navidad en ti —dijo Etweda justo cuando el militar cruzaba el umbral de su hogar —Mi navidad en ti, jovencita. Me dio gusto conocerlos. —A mí también señor, pero, no sé cómo se llama… —Coronel Benjamin Ayka. Hasta luego.

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Cuando el “casco azul” abandonó su casa, la jovencita se sentó en una silla y le dijo a su papá: —Ese soldado no tenía el logo de las Naciones Unidas en su casco. ¿Lo notaste? —No… —contestó confundido su progenitor. —Y su uniforme tenía grabado su nombre con la primera inicial y su apellido: B. Ayka… ¿Tú crees que…? Su padre sonrió y llevó las tazas sucias hacia el lavabo de la cocina mientras decía: —¡Quién sabe! Todo tipo de cosas pueden suceder en Navidad… Etweda suspiró y cerró los ojos. Quizá después de todo su papá tenía razón: en Navidad siempre es mejor dar…

Daniel Abrego

México

Facebook: https://www.facebook.com/loscuentosdevientodelsur/ Twitter: https://twitter.com/Viento_del_Sur1 Blog: https://vientodelsurweb.wordpress.com/

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P

or esos días tenía la costumbre de no atender las llamadas telefónicas, dejaba que el aparato chillara a gusto mientras registraba el número que el captor de llamadas me daba, una vez que el aparato se llamara a silencio sacaba mi agenda, que

por lo general la tenía guardada siempre en el mismo cajón, y buscaba entre mis contactos una fila de números que coincidiera con el que el captor me daba, si encontraba compatibilidades devolvía la llamada y hablaba sin preocuparme por el costo de la llamada; en ese entonces trabajaba en E.T.E. (Empresa Telefónica Estatal) y entre los beneficios que teníamos estaba el poder usar el servicio sin costo. Un fin de semana, recuerdo que era un fin de semana porque acostumbro dormir siesta los sábados y domingos, el ring del teléfono quebró mi paz y me hizo ir a la sala a intentar registrar el número, pero no llegué a tiempo y solo pude ver los últimos cuatro números: 7876. Pasé varios minutos buscando entre mis conocidos agendados un número telefónico que terminara con esos dígitos, pero mi empresa fue inútil. Al día siguiente, o unos días después, la memoria me falla, me dio una serie de números que finalizaba con un 7876, lo registré en su completud y volví a chequear mi agenda en búsqueda de ese número telefónico, desde un principio sabía que estaba perdiendo mi tiempo pero de todas formas lo intenté, supongo que no tendría nada mejor que hacer con mi vida en esas horas. Fallé, no tenía idea de quién estaba llamándome así

que

decidí

no

devolver

la

llamada

(nunca

llamo

a

números

desconocidos). Desde esa tarde el 7876 intentaba comunicarse conmigo una vez al día, en ocasiones sonaba temprano en la mañana, otras veces sonaba al finalizar la tarde. Las constantes llamadas no me molestaban más bien me daba curiosidad el saber a qué se debía tanta insistencia.

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Demoré un par de semanas en devolver la llamada. Hoy creo que dejé correr tanto el tiempo debido a que me daba miedo romper mi hábito de no llamar a desconocidos; la tarde en que llamé al 7876 éste se tomó revancha, no atendió mi llamada, lo llamé una segunda vez y recibí un saludo, saludé y expliqué que devolví la llamada para pedir que dejaran de marcar mi número y pedí que se me explicara a que se debía tanta porfía. La voz del otro lado se presentó y se disculpó, me dijo que se llamaba Joaquín Ramos, que tenía 72 años y que me marcaba buscando hablar con alguien. Me comentó que mi número coincidía con la fecha de nacimiento de su difunta esposa y que le agradaba mi combinación. Hablamos por unos minutos y luego se apresuró a cortar, se disculpó y me agradeció la paciencia; no volvió a llamar. Pocos días después fui yo el que empezó con las llamadas, todavía no estoy seguro de por qué lo hice; las charlas con Joaquín eran interesantes, él dominaba varios temas y siempre tenía detalles nuevos para contar, rara vez repetía una historia o dato, le gustaba el cine, la literatura, la historia y los autos y esos eran los temas más recurrentes, pero no exclusivos, de nuestras charlas. Cuando hablábamos de autos o cine me defendía, con dificultad pero lo hacía, pero cuando el tema era historia o literatura quedaba en evidencia mi ignorancia. Estoy seguro que él se daba cuenta de mi déficit en esas materias, pero eso no hacía que hablara menos de ellas, hablaba y citaba nombres raros y difíciles, fechas y eventos que desconocía, hablaba de autores, editoriales y libros que nunca había escuchado antes… de la lista de escritores que mi amigo me lanzaba por el teléfono podía reconocer a algunos, uno de ellos, el que más me impacto ya que no sabía que escribía, era Roberto Bolaño, yo lo conocía por ser el creador del Chavo del ocho, serie que ocasionalmente veo sin prestarle verdadera atención.

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Nuestras conversaciones se hicieron un hábito, todos los fines de semana llamaba al solitario viejo y hablábamos por algunos minutos. Cierto día, no hace mucho, mi amigo me dio la noticia que entre semana iba a cumplir 73 años, anoté la fecha en un papel para que no se me olvidara llamarlo el día de su cumpleaños; llegada la fecha me olvidé. Lo llamé el día siguiente disculpándome, él aceptó mis disculpas y me dijo que no me preocupara, que era el primero en llamarlo. El sonido de su voz tenía un olor amargo, un olor a tristeza que me oprimió el pecho, decidí invitarlo a mi casa para enmendar mi falta y alegrar el corazón de Joaquín pero no aceptó, me propuso vernos en un bar y me dijo que pusiera fecha y hora. La cita quedó confirmada para el sábado a las 18:00 en el Bar Cito. Ese sábado no dormí siesta, pasé parte de la tarde buscando un buen regalo para mi amigo, luego de deambular un rato por tiendas y bazares terminé en una librería. Le compré un libro de historia escrito por Borges titulado Historia Universal de algo, no retuve el titulo en mi mente, simplemente lo compré y salí rápidamente en búsqueda de Joaquín. Llegué al bar Cito diez minutos antes de las 18:00, el lugar estaba vacío a excepción de un hombre delgado y ya sin pelos en la cabeza al que saludé, me saludó, reconocimos nuestras voces: era mi amigo, le di su regalo y comenzamos a hablar. Esta fue una charla atípica, poco hablamos de cine, historia o literatura, de autos hablamos un poco más, me contó su vida y yo le conté la mía, o una versión de ella. Pasaron los minutos y el alcohol me hizo vomitar mis frustraciones; creo que hablé de mi deseo fallido de ser bombero y de la cobardía que me impidió estudiar abogacía. Tengo claro que le hablé de la época en la que quería poner un taller de bicicletas, lo recuerdo porque descubrí que Joaquín había sido ciclista en los años en los que sus rodillas estaban bien aceitadas.

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La noche se hizo y nos fuimos, acompañé al viejo a su casa, tocamos otros temas en esa cuadra y media; no me hizo pasar a su casa, simplemente se paró frente a su puerta y mientras buscaba la llave me dijo “Andrés, justifica tu vida, justifica tu existencia”. Ya van varios días que siento el repiqueteo de esas palabras en mi cabeza, esa frase me incomoda al dormir, hoy reflexiono mucho sobre mi existencia y a esta hora solo sé que no sé qué quiero, no sé quién soy, no sé qué quiero ser, no sé qué hago vivo… estoy vacío. Voy a empezar a escribir.

MAICOL TERRA

Uruguay

Facebook: https://www.facebook.com/M.TERRALP Twitter: https://twitter.com/TerraMaicol

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A

ntenoche fui caritativo y sin embargo, me tendré que ir de esta ciudad. ¿Por qué nada puede ser fácil? Lo bueno es que no hubo luna. Todo ocurrió en el Parque Hundido. Cada que los humanos actúan con violencia

provocan olores que me atraen. Por eso fui a ver lo que sucedía. No tiene caso que lo recuerde, pero no me puedo sacar la desamparada expresión del niño recién ultrajado por esa bestia. Tampoco puedo olvidar el olor a sangre derramada. Aún estaba vivo y su victimario huyó cuando adivinó mi silueta arriba de la farola. Huyó más por el miedo a sus actos que por el miedo mismo. Y ahí estaba la criatura, desangrándose, con la ropa hecha jirones. Patético hasta para alguien como yo. Y su mirada triste clavándose en el brillo de mis ojos. Descendí hasta él. Lo salvé. Así nada más. Alcé su pecho y descubrí su cuello. Hundí mis colmillos y apenas pude resistir un temblor cuando mi garganta comenzó a tragar. Nunca había probado nada tan joven, tan sutil. No podía dejar que muriera así, lejos de la justicia que lo abandonó. Le ayudé a vestirse, a recomponer su ropa maltratada. Le expliqué cómo tendría que hacerlo y le señalé hacia dónde huyó el pérfido. Fue así que ayer volví al Parque Hundido. Él debía de andar por ahí. Siempre volvemos al punto de origen; por eso sabía que el niño andaba cerca. Entonces, seguí la ruta que le había enseñado y, no muy lejos, dentro de un bote de basura, presentí un cadáver. Era el ultrajador. La turbia luz de las farolas me mostró decenas de pequeños agujeros en el inútil pene arrumbado cerca del cuerpo desangrado. Sonreí. No pude evitarlo. Cuando me giré para tomar el vuelo, vi al niño. Estaba con la respiración

agitada,

como

si

hubiera

corrido

mucho.

Su

cabello

desordenado me informaba de lo mal que lo había pasado. Me dio ternura. Le hice un gesto invitándolo a seguirme. Bajo la oscura sombra de unos

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árboles, lo liquidé. La justicia ha sido vindicada y ahora tengo que irme de esta ciudad, por mi propio bien.

ELISEO CARRANZA GUERRA

México

Twitter: @elizeus58

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F

uera del cuarto donde me quedaba, veía cansado, aburrido y enfadado cómo la oscuridad iba cubriendo la ciudad. Y ahí fue que Dalila me habló:

—Bonita vista, ¿no? —¡Uhhh, sí! Sobre todo. Y más si te gusta apreciar la belleza de los

tinacos y el ondear de la ropa en los tendederos. Oye, ¿has escuchado eso de “nunca hables con extraños”? —respondí serio. Dalila sonrió. —Ya, ya, ya… tampoco hay que mirar el paisaje de manera tan pesimista. Podemos imaginar que es una pintura de una realidad posible, ¿no? Tú, ¿has escuchado que “toda persona no es extraña hasta que demuestra lo contrario”? Ahora, hay que pensar en el sentido que le das a la palabra extraño. Mmmm… Bueno, eso no importa. ¿Por qué estás aquí? —me preguntó mientras se movía de un lado para otro, casi bailando. Sus palabras fueron un golpe seco en mis riñones. ¿Cómo podía alguien mostrarse tan alegre en un hospital, además maquillada de La Catrina?, pensé. Y luego molesto le dije: —¡Hey! ¡Hey! Deja de andar moviéndote de un lado para otro, se puede caer el suero de tu tripié. Estoy aquí por recaída: glomerulonefritis. ¿Quién eres, o qué? Dalila no dejaba de sonreír, a pesar de mi actitud lapidaria hacia ella. —¡Ah! Yo estoy aquí por trasplante de riñón, pero ya mañana me voy. Aparte de nena robot de librería con ojos de hada desencantada pero encantada de no estar encantada, corazón de fuego y alma de agua; escribía, coleccionaba nubes, olía a mandarina, era cazadora de zombis nivel 27 y semilla imaginaria del ermita… No pude oír más, la interrumpí: —¡Ay, no! De verdad, ya… Y no me vengas con más explicaciones rarillas.

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Dalila se detuvo y arqueó sus cejas antes de carcajearse y decirme: —¡Ash! Es anticool interrumpir a las personas cuando hablan. ¡¿Lo habías escuchado?! Te iba a proponer hacerlo. Su propuesta me pareció absurda e infantil. Me mordí la boca por dentro y fui cortante: —¿Hacer qué? ¿Dónde? —Robarnos el aliento, darnos un motivo de vida. En el descanso de arriba. Ahorita las enfermeras están ocupadas poniendo la ofrenda en el cuarto donde te quedas, y algunos de los demás pacientes duermen. ¿Quieres o no? —sentenció socarrona. La miré de arriba hacia abajo. “Demente”, musité. Y me di la media vuelta. En la mesa a un costado de mi cama encontré el libro W.M.D de Bernardo Monroy. Lo tomé y me recosté a hojearlo, mientras una de las enfermeras salía del cuarto. —Ven a ver la ofrenda —dijo con voz candorosa—. Hoy vienen las almas que murieron en desgracia. Cerré con fuerza el libro. En el piso, un camino de flores de cempasúchil indicaba la dirección en la que estaba la ofrenda. Avancé despacio: el color de esa flor representa la luz que guía a casa a las almas. La ofrenda era sencilla y colorida: montoncitos de guayabas, mandarinas, naranjas y manzanas resaltaban en el papel picado con motivos de Día de Muertos. No faltaba el agua y la sal, las típicas calaveritas de azúcar y algunas piezas de pan de muerto junto a un vaso con leche. La enfermera entró al cuarto. Puso tres veladoras en la ofrenda, las encendió y colocó una fotografía; además de un cartelito en el que estaba escrito: “En la enfermedad también hay posibilidades de hallar puntos de

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alegría. Incluso nosotros somos tonalidades al natural tras el sol: Instantes. Un soplo al corazón”. Dalila. Tragué saliva y me desmayé. Cuando me dieron de alta supe, por la enfermera a quien le conté mi historia, que el nuevo corazón de Dalila había fallado, pero por falta de camas en el piso de cardiología los médicos la atendieron en el de “nefro".

DANTE VÁZQUEZ M México

Blog: https://dantevazquez.wordpress.com/

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E

l Barco de Plata se desliza suave por el Océano Atlántico. Al amanecer hasta el anochecer brilla de manera intensa al reflejar la luz del sol, contrastando con las azuladas aguas del océano.

A medida que avanza una estela blanca rodea su triangular estructura. Dentro del barco la actividad es febril. Los marineros acatan las órdenes de sus superiores y trabajan de manera afanosa. En algunas oportunidades se producen motines por lo que fuere; falta de alimentos, mala distribución de los mismos, injusticias en la sanción de delitos, los entregadores siempre tienen privilegios. Estos actos de insurrección son solucionados rápidamente, se da la orden de fusilar a los cabecillas y todo vuelve a la normalidad. El Barco de Plata sigue su rumbo majestuoso, brillante, por el Océano Atlántico. A pesar de la belleza del entorno y de la riqueza que contiene, los tripulantes nunca tienen tiempo de disfrutarlos, siempre están atareados y de espaldas al mar, hasta ignoran el verdadero valor que lleva, no solo en su carga sino en su propia estructura. Una noche, en la que la Cruz del Sur brillaba como nunca, llegaron hasta el barco los sonidos de un coro cuyas voces sonaban angélicas. Los primeros en detectarlas fueron los marineros, ya que la superioridad estaba en los camarotes de los Almirantes y Capitanes festejando, quién sabe bajo qué pretexto, una de sus periódicas fiestas. Instintivamente se pusieron en alerta, presintieron la catástrofe que sobrevendría si acudían al llamado

de las embrujadas voces. Pero la casta superior, la de los

Almirantes, Capitanes y acólitos de pronto las escucharon, eran dulces y penetrantes, atravesaron los sentidos enturbiados por el alcohol y la moral pulverizada por la codicia. En tropel subieron a la proa, inquiriendo desesperados sobre el lugar de donde provenían los cantos. Éste se veía lejano, como si las sirenas estuvieran en un montículo de rocas, más allá de los límites de la razón. A pesar que tuvieron conciencia de la lejanía y

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que debían desandar el rumbo impuesto, ordenaron viaje hacia el utópico paraíso, solo les importaba alcanzar la morada que ofrecía lo que ellos codiciaban, eran cantos de promesas, de riquezas y lujurias infinitas. La vida en el Barco de Plata cambió, si bien siempre había sido dura, de alguna manera se cumplía con los códigos dispuestos por normas establecidas en la “Constitución”. Ahora imperaba la intemperancia, el desorden y la violación a todos los derechos. Los marineros se sentían cada vez más desprotegidos, trabajaban totalmente a desgano, adoptando actitudes semejantes a las de sus superiores. Ante cualquier amenaza de motín se castigaba duramente a los subversivos. La represión era indirectamente proporcional; a mayor caos en las altas esferas, mayor castigo hacia los marineros que osaban protestar. Al pasar los días, el canto de las Sirenas se escuchaba más nítido y seductor. Los Almirantes y Capitanes lucían como nunca condecoraciones de oro y bronce en oposición a los marineros que deambulaban harapientos. Esta antinomia era evidente de manera vergonzosa, ahora las autoridades vivían recorriendo la proa, aturdidos, confusos, soberbios, mostrando sus medallas de honores supuestos. A medida que se acercaban al lugar encantado, el caos en el Barco fue aún mayor. Éste ya no brillaba a pesar del sol y el azul del mar, hasta fue perdiendo la estela blanca que lo rodeaba. Ante tanto paroxismo, los marineros decidieron ponerse algodones en sus oídos, les resultaba insoportable el sonido de esas voces, no sentían placer al escucharlas, al contrario, los invadía el terror. Llegó un momento que los Almirantes y Capitanes, que habían adherido cada vez más a sus trajes con condecoraciones, se tropezaban y caían por el peso de éstas, pero no se daban por vencidos, no claudicaban. Asustados por lo que veían y a sabiendas que el envilecimiento de sus superiores ya no les permitía controlarlos como antaño, los marineros se

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sacaron los algodones y se acercaron a la proa. Por primera vez disfrutaron de la belleza del mar. En esos momentos el canto de las sirenas se entremezcló con el ruido estremecedor que producían los Almirantes y Capitanes al caer, derrotados por el peso de sus trofeos, como estatuas de bronce, con los ojos muy abiertos, sin ver nada. Luego del estrepitoso ruido, el barco y sus tripulantes quedaron devastados, quedaron como si una bíblica tempestad los hubiera sorprendido. La quietud ondea sobre el mar calmo, pero el barco no se detiene, sigue lento y sin pausa hacia su destino; el paraíso de rocas. Desde allí, bellas, estáticas, inalcanzables, las sirenas los esperaban, pero sucede que ellas poseen una terrible arma más poderosa que su canto. Los esperan con su silencio.

Ana María Manceda

Argentina

Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com Facebook: https://www.facebook.com/anamaria.manceda Twitter: @amtaboada

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E

l tiempo transcurría holgazán ese mediodía. Un pájaro cantaba en algún lugar del jardín, pero no se dejaba ver. La temperatura aumentaba y la sensación de agobio también. Juana se secó la frente con un pañuelo de papel arrugado que

sacó del bolsillo trasero de su jean gastado, con agujeros en las rodillas. Miró la pared de la medianera. Atrás de la mano blanca de cal asomaba borroso un viejo graffitti escrito con aerosol. Clavó su mirada sobre las letras rojizas y descoloridas pero no pudo descifrarlas. Estaba junto a un viejo árbol de mandarinas que ya no daba frutos, sentada en un destartalado sillón de mimbre que perteneció a su abuela Mirta. Lo había elegido entre muchos objetos de la casa como una herencia emotiva cuando ella murió, en un verano similar a éste, muchos años atrás. A su lado, en una mesa pequeña de metal pintado de color rojo, tenía una jarra con agua, el teléfono celular que sus padres le habían regalado por su cumpleaños y un libro de páginas ásperas y amarillentas que había tomado de la biblioteca de sus abuelos. No podía dejar de observar ese pasillo entre los árboles porque algo la inquietaba. Tenía claro el recuerdo de ese lugar cuando ella daba sus primeros pasos por el jardín. La altura inmensa de los árboles, las enormes baldosas sobre el camino de pasto, los minutos interminables que le demandaba recorrerlo de punta a punta, la excitación de estar expuesta a riesgos desconocidos. Sin embargo, ahora ese lugar se veía como lo que era: un sendero estrecho, apretado entre la pared de la casa, un cerco de ficus y un alambre tejido coloreado por el óxido. Se sirvió un vaso de agua de la jarra que estaba sobre la mesa. Hojeó el libro sin poder detenerse en ninguna de las amarillentas páginas que fue pasando rápidamente. Llegó a la última y leyó la anotación impresa en el final, donde decía Editorial Mensaje al Río, Buenos Aires, agosto de 1975.

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Un poco más abajo, en la misma página, alguien había anotado con lápiz negro un número de teléfono que empezaba con tres cifras. No eran los cuatro que estaba acostumbrada a marcar para llamar a sus amigas. Le llamó la atención ese detalle. Sospechó que podría ser un error de quien lo había escrito o tal vez pertenecía a alguna localidad desconocida lejos de Buenos Aires. Se tomó unos segundos para releer el número. Sin pensar demasiado, levantó el teléfono y marcó dígito a dígito, con un solo dedo, la cifra que tenía ante sus ojos. Esperó un momento y se lo puso junto a la oreja. Escuchó los sonidos de su moderno aparato intentando comunicarse. Hubo un silencio. Y enseguida, oyó un clac seco, pesado, como un choque de piezas metálicas. Una voz lejana, apagada pero cálida, atendió con una pregunta: —¿Hola, quién es? ¿Sos vos Juanita? No reconocía la voz al otro lado de la línea. Dudó apenas un segundo y dijo: —Perdón, equivocado— Y cortó. Dejó el teléfono sobre la mesa. Y volvió sobre el libro. Prestó atención a otras anotaciones manuscritas que no había visto antes. Fue pasando las hojas hasta que llegó a la última, donde estaba anotado el teléfono. Lo volvió a leer varias veces, dígito a dígito, hasta que logró memorizarlo. Cerró el libro entre sus dos manos y se lo apoyó sobre los muslos. Se reclinó en el sillón de mimbre y se dejó arrastrar por una sensación plácida, de felicidad extraña, hasta que la venció el arrullo de la siesta.

JORGE LUIS VELÁZQUEZ

Argentina Facebook: http://www.facebook.com/jorgeluisvelazquez

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1

20, 119, 118, 117, 116… La cuenta atrás no se detiene, en 115 segundos la noria que hace girar el mundo se detendrá, y todo dejará de moverse.

95, 94, 93, 92… Se acerca el final de nuestras vidas, saldremos despedidos al espacio,

al universo infinito, todo se habrá acabado… 61, 60, 59, 58… Un

minuto,

tan

solo

un

minuto,

recordar

mi

vida

en

un

minuto…imposible. No sé incluso si fui feliz, ahora solo sé que tengo miedo. 33, 32, 31, 30, 29… Las emisoras de radio han dejado de emitir, la luz viene y va, ya no hay agua… La oscuridad se está apoderando de todo. Aunque ya vivíamos una época oscura, si los políticos hubiesen hecho caso a los científicos, tal vez no hubiésemos llegado a esto, pero ahora no hay remedio. Se escucha un gran crujido, como el bramido de una bestia… 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1… De repente escucho el sonido de la alarma del reloj de mi muñeca, por dios, estaba soñando, todo era una pesadilla… Hace mucho frío, me siento mareado, no logro encender la luz, no encuentro nada, estoy como flotando, hay una gran oscuridad, todo es negro, todo es soledad… Estoy perdido en el universo infinito…

JAVIER PUCHADES

España

Blog: http://eldecantadordeletras.blogspot.com.es/ Twitter: @xokotonto

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E

l Universo continuó expandiéndose, en líneas concéntricas que se dilataban velozmente formando polígonos de incontables caras. La energía fluía demasiado a prisa desde su centro

invisible, delatado en lo bajo de una constelación como un trueno efímero, que oscureció de golpe la luminaria que lo alimentaba. Fuera de su matriz, que desaparecía en destellos moribundos, las realidades abortadas se seguían expandiendo al infinito. Algo como un terror elemental se apoderó de la forma más alejada, la que tocaba enfrentar al espacio frontalmente. Temblaba ante la nada helada y su miedo se proyectaba hacia su centro, hacia las nuevas líneas, que heredaban ese temor ancestral. Era la forma primera; la más antigua, la primigenia. Su piel comenzaba a retemblar por los costados; las partes débiles. Ruidos a quebradura de cristal se escucharon en alguna zona de la periferia, y el llamado de auxilio fue una ráfaga de luz disparada hacia adentro, que se aferró a la forma de más abajo, y ésta a la que le seguía, uniendo toda la serie en una espiral que amalgamaba, en su desesperación, el último suspiro de una estrella; el vagido nocturno de un recuerdo sin nacer. El anciano se desperezó; extendió los brazos conjurando la inmovilidad. No era la primera vez que se dormía sentado en su silla. Sí, sabía que sus viejos huesos acusarían todo el día venidero las quejas del maltrato; ¿qué podía hacer? No era culpa suya, se había quedado dormido leyendo el libro que ahora yacía a sus pies. Era de día ya; inútil lamentarse.

Bostezó,

largamente. Restregó los párpados,

pegajosos,

espantándose en el instante en que un trueno dentro de su cabeza hizo explotar uno de sus ojos. Las formas comenzaron a decaer unas sobre otras. Las caras o facetas de las mayores se apretujaban contra las que les seguían un poco por debajo. Las frotaciones entre unas y otras provocaban una fricción

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constante que recordaba el crujir del cristal de un espejo al romperse. Mas, La Forma era ya un único organismo y sus caras, planos de realidades posibles. Se expandían, se deformaban y contraían en nerviosos disparos de luz radiante para rehacerse al momento. La sabiduría interna jugaba con todas las alternativas de lo posible: las realidades existían, pero no les era dado morir sino con el esfuerzo de la Voluntad que las supo engendrar. No obstante, no era ese el propósito. La Forma logró su supervivencia más allá de la materia física. Fue protoplasma recreando su esencia de imágenes, y perdiendo muchas de ellas también, seguramente, pero sin peligro de morir. Los crujidos se escucharon algunos siglos más todavía, alterando el sistema nervioso del organismo, que aprendía así a sobrevivir, atento a su mismidad. Cuando culminaron los últimos zozobres, hubo el deseo de expeler algo como un grito de júbilo…destinado a perderse en la nada sideral. Aproximó el rostro al espejo del lavatorio con la actitud del pecador que se adentra en el confesionario. La superficie plateada estaba agrisada de polvo y en los bordes, sujetos con tela adhesiva medio despegada y ennegrecida por el lado del emplasto, permanecían fijos vellones de telarañas con hebras sueltas que flotaban tristemente en el aire. Jacobo miró con resignación su vieja cara, en la que no parecía haberse provocado mayores daños. Aspiró el aire, que olía a trementina y dentífrico. Acercó la cabeza para hacer un examen minucioso. Con un dedo deslizó hacia abajo la piel del párpado izquierdo. Giró la pupila en todas direcciones. El globo ocular estaba bien; un poco enrojecido, nada más. Lo había presionado demasiado al restregarse los ojos. Eso era todo. Fijó luego su atención en los arcos superciliares, donde comprobó que ya casi no tenía cejas. Unas finas pelusas eran todo lo que quedaba de

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ellas. La piel de toda su cara estaba mucho más pálida que años antes. Se toqueteó las mejillas, la frente, las sienes, donde se habían reventado algunas venas capilares. El espejo le devolvió también su propio aliento fétido, y el anciano cerró sus ojos. Luego de algunos milenios La Forma alcanzó a estabilizarse por completo. La espiral ya no existía de manera visible pero sus cuerpos, equilibrados

finalmente,

equidistaban

en

un

reposo

cercano

a

la

inmovilidad. Las realidades convivían interpenetrándose muy a menudo; reviviendo episodios históricos de una época a otra; de un universo al siguiente. Las criaturas que habitaban esos mundos asistían esas extraordinarias representaciones sin notar la monotonía del acto repetido. La Forma superior se ofuscaba o reía, harta o perpleja al advertir la idiotez de los animalillos inteligentes que no aprendían la lección de su propia historia cíclica. Había él presenciado esa función, esa película, millares de veces. Con distintos actores; en escenarios disímiles, bajo otros cielos y sobre

tierras vegetales tras campos magnéticos, o ante

increadas

dimensiones. Siempre era igual. Su fastidio llevaba eones y, en el centro incognoscible de su ser fermentaba y se hacía furia, rabia, odio hacia toda manifestación de esa vida química de tan latosa lentitud…y El Universo continuó expandiéndose…

VÍCTOR LOWENSTEIN Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/victor.lowenstein

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P

edro tenía 70 años y un gran sueño, llegar a los Campos Elíseos de París montado en su bicicleta. Tras muchos años de entrenamiento y antes que sus piernas o su cabeza le fallasen, decidió salir a buscar su sueño. Atrás

quedó su pequeño pueblo, su familia y su hogar. Comenzó a pedalear con su gorra de siempre, cargado con su mochila y su rueda de recambio. Todo lo tenía previsto. No quería que un problema técnico acabara con su aventura antes de tiempo. De pueblo en pueblo, con su pedaleo lento pero constante. Sus piernas estaban cada vez más cansadas, pero su corazón le daba alas para seguir. Sus viejos ojos descubrieron al fondo la gran ciudad. La Torre Eiffel lo saludaba a su llegada. El Arco del Triunfo le esperaba para hacer su entrada triunfal en su sueño. Lo había logrado. Se sintió como si fuese el ganador del Tour de Francia desfilando por Los Campos Elíseos. Lo celebró con los brazos levantados y mirando al cielo. De repente la vio, allí estaba ella, esa gigantesca rueda de bicicleta en la que la gente era elevada a las alturas, como si volaran. Sintió en su interior que allí nacía un nuevo sueño: Volar…

PILAR ALEJOS MARTINEZ

España

Twitter: @1961_pilar Blog: http://versosaflordepiel.blogspot.com.es/

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L

a familia García sabía mucho sobre las personas a las que ellos llamaban «chiflados paranormales», esos que enloquecían con tableros ouijas, guías espirituales, bolas de cristal y, sobre todo, casas presuntamente embrujadas en busca de los fenómenos

habituales; golpecitos ectoplasmáticos en la mesa, zonas frías, mesas y camas flotantes y por supuesto, fantasmas. Pese a que la casa de la familia no podría considerarse «encantada» la casa del tío Arnaldo sí lo era, y en consecuencia atraía a toda clase de chiflados paranormales. El tío Arnaldo fue un granjero que ayudaba al prójimo de día y de noche lo devoraba. Fue encontrado frente a una mesa formalmente servida, comiéndose el cadáver de su más reciente víctima, sobre un suelo lleno de los huesos de por lo menos treinta y cinco personas más. Fue tanta la repugnancia de la policía al encontrarlo en esta labor, que le dispararon sin pensar en derechos humanos ni nada parecido. Pasado un tiempo, llegó uno de los chiflados paranormales con intenciones de pasar la noche en la casa para hacer contacto espiritual con Arnaldo a través de un tablero ouija y liberarlo así de la condenación eterna. Al día siguiente los García encontraron al hombre ahorcado y una hoja junto al tablero que decía: «Lo oigo comer, no puedo salir de la casa, todas las puertas y ventanas cerradas, taparme los oídos no sirve». Pese a este

terrible

acontecimiento,

los

chiflados

paranormales,

lejos

de

espantarse, se entusiasmaron hasta el éxtasis. Ahora eran grupos completos con videntes, técnicos con cámaras infrarrojas, personas que podían hablar con los espíritus y toda la fauna paranormal de costumbre. Y pese a haber convertido a la casa en un circo, los suicidios y desapariciones (un nuevo añadido) no cesaban. Esteban era uno de esos abogados despiadados que podían convencer a la victima de uno de sus defendidos, que el ataque lo había provocado él mismo y quien debía pagar era el inocente, no el victimario, pero pese a su

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éxito en tribunales, prefirió empezar un negocio que a su parecer estaba resultando muy lucrativo: Adquirir propiedades supuestamente encantadas y ofrecer una especie de tour turístico a los que él llamaba «ingenuos de la nueva era», era increíble lo que esta gente estaba dispuesta a pagar para que les metieran un buen susto, cosa que no era difícil haciendo unos arreglitos aquí y allá a las recién adquiridas propiedades, previa edición de un folleto repleto de detalles del crimen que se había cometido allí y de la manifestación del más allá que se les iba a aparecer. Requería de un poco de investigación, nada que una persona cínica y con suficientes recursos imaginativos no pudiese hacer. Fue así que se topó con la famosa casa del tío Arnoldo, estableció una cita con los García a fin de realizar su oferta y acudió a ella. Los García lo recibieron de mal talante, en una casa sencilla por demás y con unos niños que parecían saludables hasta que sonreían, pues tenían casi todos los dientes podridos. Una vez que pasó, lo invitaron a sentarse para dar comienzo a la conversación: —Señor… —Abogado Esteban Lugo, para servirle —aclaró. —Muy bien señor abogado, usted quiere comprar la casa de nuestro tío Arnoldo ¿no?, pues déjeme decirle que no está en venta, es nuestra herencia familiar, y tan pronto podamos la acomodaremos y nos mudaremos a ella, pues… —¿Mudarse?

—Sonrió

con

gesto

sardónico—

Pues

permítame

informarle que, si no me la venden a mí, entablaré una demanda en nombre de los familiares de todas las victimas que han fallecido o desaparecido en esa casa, y esta casucha o la otra no le alcanzarán para pagar por todos los daños que… —¡Está bien, está bien! —interrumpió el señor García— Imaginé que nos saldría con eso, hagamos un trato entonces, usted pase una noche en

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la casa y si considera que no está embrujada, se la venderemos, pero no nos demande. Chocaron las manos en gesto de compromiso, y mientras Esteban cruzaba el patio para montarse en su vehículo, lo alcanzó la niñita de los dientes feos. —Señor, señor, ¿en verdad se va a quedar en la casa del tío Arnoldo? —Si niñita, ¿por qué lo preguntas? —Es que en esa casa pasan cosas malas señor, y mis papás, luego de que pasan, dicen que llegó la temporada de cosecha, y… pero lo que yo le quería decir era. ¿En el sitio donde usted vive arreglan los dientes señor? Los míos son muy feos y los suyos son bonitos y si me promete que me llevará a arreglármelos yo lo puedo ayudar a pasar la noche donde el tío. — Ajajá —pensó Esteban— Así que los sádicos estos pretenden matarme, como lo deben haber hecho con todos los demás, pues les va a salir el tiro por la culata. En medio de sus cavilaciones, la niña jaló la solapa de su traje y le dijo: —¿Lo promete señor? —A lo que él respondió distraído— Sí niña, te lo prometo. El día señalado Esteban se presentó en la famosa casa bien apertrechado, incluso con un revólver escondido en su mochila, dispuesto a cumplir su parte en el ridículo trato. Empezó por recorrer la casa, que se encontraba en bastante mal estado, aunque su arquitectura fuese bastante interesante. Dos pisos, un ático y un sótano. En el primer piso, sala comedor, cocina y un gran armario. En el segundo, tres cuartos y sus baños. El ático repleto de cosas viejas y polvorientas, pero con un ventanal oval muy interesante. Y en el sótano lo mejor, una vieja estufa con hornillas y calderos mohosos y una mesa con agujeros como las que usan en las salas de autopsias, —No vendrán mal unos cuantos huesos de animales como attrezzo— pensó, y cuando se disponía a subir al primer piso, se fue la luz, —Empezó el espectáculo—.

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A tientas subió las escaleras y encontró su mochila, de donde sacó una linterna bastante potente. Pero de alguna manera, la linterna no quiso encender —¡Demonios! —exclamó. En ese momento empezó a oír los sonidos de masticación que venían del sótano. —¡No me crea tan estúpido señor García, sé que es usted! —pero con todo y eso no bajó. Luego sintió pasos, y se escondió tras la alacena con su revólver, si mataba al señor García se lo tendría bien merecido y alegaría defensa propia, pero pese a los rayos de luna que entraban por la ventana, no logró distinguir a nadie. Luego sintió un resuello sobre su nuca y una gota de saliva que, cálida y espesa, corría sobre su cuello. Aterrado, trató de agarrar a lo que había detrás de él, pero no había nada, echó a correr hacia la sala, y en eso vio a la niñita que entraba por una de las ventanas. La niñita le hizo señas de que se quedara tranquilo y entró a la cocina, donde dijo: —Tío Arnaldo, deja en paz a este señor, me va a llevar a la ciudad para que me arreglen los dientes—. Y así tan campante salió de la cocina, lo tomó de la mano, y abrió la puerta que antes no se quiso abrir por nada de este mundo. En el camino Esteban le preguntó: —¿Y tus padres? —a lo que ella dijo— En la casa, esperando a la mañana para la temporada de cosecha, pero ¿sabe qué señor? Odio la temporada de cosecha, mis padres y mi hermano se alegran mucho porque volvemos a comer carne después de varios meses, pero eso me arruina los dientes, así que no quiero volver y no podría, porque si descubren que lo liberé, me matarían señor. Y mientras iban caminando, Esteban notó que la niñita lo veía y no podía dejar de babear.

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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—¿C

ómo ha conseguido este número? —A través de la distancia, la voz del Asesino suena como triste, cansada. Pero a pesar de la frialdad del teléfono, también suena dulce, grave, pero dulce.

—Bueno, supongo que, en realidad es algo que no importa, ¿no? — contesta la desconocida con relativa seguridad. Es una voz de mujer, un poco ausente, angustiada—. Lo que importa es que le he encontrado y tengo un encargo para usted. Es su trabajo, ¿no? —Bien, entonces ¿qué es lo que necesita de mí? —El hombre habla con calma, dejando que las palabras llenen, una a una, el silencio. Al principio la mujer no se había dado cuenta pero, de fondo, suavemente, un aparato reproduce la voz melancólica y aterciopelada de Ruth Etting acompañada por un insinuante piano: All you took I gladly gave —Bueno, no conozco el argot. No sé cómo se refieren ustedes a esto. Tengo un encargo, necesito..., necesito que mate a alguien. —De acuerdo, ¿sabe cómo funciona esto? There is nothing left for me to save —Bueno, la verdad es que no —a la mujer se le escapa una risita incómoda—, es la primera vez que preciso de un servicio así. —Bien, para empezar, debe saber que usted y yo no vamos a vernos nunca. Y, después de hoy, tampoco vamos a volver a hablar, ni por teléfono ni de ninguna manera. ¿Entendido? All of me Why not take all of me —Sí, sí, claro, lo entiendo. —De acuerdo, esto es lo más importante. ¿De quién estamos hablando?

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Can’t you see I’m no good without you —Es..., se trata de una mujer... —No, no me cuente nada más —corta tajante el Asesino—. Preparará un documento, una carta. Mejor que no sea manuscrita. Escriba en ella toda la información que tenga de esa mujer. Necesito su nombre, su edad, sus direcciones. Domicilio, trabajo, amistades, locales a los que acuda habitualmente. Sus costumbres, sus rutinas, sus horarios. ¿Entendido? Take my lips I want to loose them —Sí, sí, ¿qué hago con ese documento? —pregunta ella. —Espere —continúa el hombre—. También debería reunir unas cuantas fotografías de esa persona. Necesito conocerla, saber quién es. Necesito imágenes de su cara, de su cuerpo, diversos ángulos, diversas poses. Cuantas más pueda conseguir mejor. ¿Es eso posible? Take my arms I’ll never use them —Sí, sí, claro, no hay problema—. A la mujer le tiembla un poco la voz. —Bien, pues pondrá todos esos documentos en un sobre lo más anodino posible. No pondrá ningún remitente. Tan sólo un nombre. Una especie de clave, como una contraseña. Y me lo enviará por correo ordinario a la dirección que le daré luego, ¿entendido? Your goodbye left me with eyes that cry —Ophelia —dice ella. —¿Cómo? —increpa el Asesino. —La contraseña, Ophelia. —¡Ah! Bien, de acuerdo. A la vez que dispone lo de los documentos, deberá preparar el dinero —sigue diciendo el hombre—. Sólo trabajo en

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efectivo. Una parte por adelantado y el resto al finalizar el contrato, ¿de acuerdo? How can I go on dear without you —Sí, sí, perfecto. ¿Cuánto debo entregarle en el primer pago? — pregunta la Víctima. —Deberá reunir mil dólares. Si le es factible, le aconsejo que haga varios reintegros en días diferentes y, si es posible, en bancos diferentes. ¿Es eso posible? You take the part that once was my heart —Sí, sí, no será ningún problema. ¿Cómo le pago si no vamos a vernos? —Será muy sencillo –le explica el Asesino—. Tome nota. —Espere

—dice

la

mujer

un

poco

alterada—.

Antes

quería

preguntarle una cosa. —Usted dirá. —El Asesino parece un poco contrariado. So why not take all of me —¿Le importa si se lo pago todo de una vez?

FRANCESC BARRIO

España

Web: http://noencuentroellitio.wordpress.com/ Twitter: @tadeoki

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S

obre aquella vetusta casona, majestuosa y elegante, se tejían toda clase de conjeturas y según comentaban los vecinos, estaba embrujada, ya que cosas muy extrañas sucedían allí, sobre todo cuando se acercaban las fiestas patronales del pueblo. Se decía

que fantasmas de antiguos moradores deambulaban por toda la casa al comenzar la tarde, como invitados a la hora del café y, al anochecer, cuando las luciérnagas resplandecientes empezaban su danza luminosa y cantarina, se les oía conversar y hasta discutir entre ellos. ¡A estos fantasmas no les gustan las visitas… y menos de familiares! —comentaba Servando, el viejo jardinero de cabellos nevados, con su voz tosca y la piel curtida por el sol. Mi familia vivía a solo dos casas por medio, y mi alma de niña no entendía lo que allí acontecía, pero cada vez que salía con mi madre o con alguna empleada de la casa al mercado caminábamos en la acera de enfrente muy rápido y me decían… “Beatriz no mires a esa casa, no voltees a mirarla”. Rosa, una de nuestras empleadas más antiguas, comentaba con su voz aplomada y una seguridad sin lugar a dudas… —¡Esa casa esta embrujada, no entiendo como todavía alguien viva o pueda trabajar ahí! ¡A mí ni que me ofrezcan monedas de oro, estaría allí ni un minuto! Se decía que los fantasmas se encontraban en todas partes, en las amplias alcobas, en la sala, la cocina y corredores donde más de una empleada de la casa los había visto y procuraban estar siempre acompañadas unas de otras. Al amanecer, cuando el sol desplegaba sus caricias ardientes volvía el sosiego y la tranquilidad a los habitantes de la mansión. Las lenguas viperinas y los comentarios maliciosos que nunca faltan, sobre todo del servicio, hacían toda clase de suposiciones sobre tan delicado asunto. Decían que el alma de un coronel, su esposa e hija que

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habían sido sus propietarios en los tiempos de la colonia eran quienes trataban de hacerles bromas a los aterrados criados y a todo el que estuviese en la casa al comenzar el atardecer. Podían aparecer en cualquier época del año pero cuando se acercaba la fiesta de Santa Inés, patrona del pueblo, era el momento propicio para hacer de las suyas. Algo misterioso y que no tenía ninguna explicación lógica era el penetrante y casi insoportable olor a jazmines en la casona y los alrededores. Era la señal inequívoca que ese día aparecerían los indeseables visitantes. Eusebio, el dueño de la farmacia, afirmaba sin lugar a dudas—“mi abuela nos contaba, que ese coronel incumplió una promesa a Santa Inés, y en castigo lo dejaron para siempre a él y su familia en la Tierra.—dicen que le prometió a la santa la construcción de una nueva iglesia la cual fue posponiendo por años hasta que la muerte lo sorprendió una mañana primaveral, bañándose en el rio. Ese coronel, que parece se apellidaba Figueroa, decían que era muy malo y tacaño y, por eso Dios y la santa lo castigaron”. “Yo, a mis nueve años no entendía mucho eso de los castigos, pero me parecía injusto que por una promesa que no cumplió el dichoso coronel, su esposa e hija también fuesen fantasmas”. Sucedió un día que a Santiago, el nieto menor de los dueños de la casona, se le ocurrió ir a pasar sus vacaciones de verano con sus abuelos maternos, Doña Aurora y Don Miguel, quienes decían que nunca habían visto ni sentido nada anormal en su casa, y alegaban que eran “puras habladurías” de gente sin oficio. Era Santiago un joven de unos dieciséis años, alto, de cabellos castaños y ojos aguarapados que vivía con sus padres en la capital. Su padre, un eminente profesor universitario, trató de disuadirlo animándolo a que fuese a otro lugar durante ese mes de vacaciones y le contó que siendo novio de Matildita, la madre de Santiago e hija de Aurora y Miguel, había tenido una experiencia nada agradable

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cuando ésta lo invitó a conocer a sus padres. Durante la semana que duró su estadía en la casona, no pudo dormir una noche completa, debido a las constantes discusiones que en medio de la tranquilidad de la madrugada, se escuchaban por los pasillos y a la intensidad del olor a jazmín, que impregnaba todas las habitaciones, y se le pegaba a las sábanas y a la ropa. Santiago se reía para sus adentros, y mirando perplejo a su padre. —Me niego a creer, papá, que tú, un profesor universitario crea en esos cuentos de camino. A estas alturas, Santiago estaba demasiado intrigado y, desoyendo los consejos de su padre, se alistó para visitar tan famosa casona de la cual casi todos en la familia tenían alguna anécdota que contar y, como desde chico no veía a sus abuelos, planificó su viaje con gran ilusión y hasta con cierta curiosidad. Contaba la casona con cinco empleadas, desde las que atendían la cocina, pasando por la limpieza de aposentos y salones, hasta las que hacían el mercado, más Servando el viejo jardinero, reliquia eterna de la casona, que vivía allí desde niño, cuando los padres de Aurora se hicieron cargo de él al quedar huérfano y desamparado. Doña Aurora y Don Miguel, descendientes de antiguos terratenientes, a pesar que vivían solos pues sus cinco hijos habían dejado hacía tiempo el hogar familiar y cada quien tomó su propio rumbo, les gustaba rodearse de personas que los sirvieran, siguiendo la tradición de sus antepasados, de recibir numerosas visitas para lo cual era necesario mantener una casa cómoda y adecuada ya que de ninguna manera permitían que nadie de su familia y amigos se alojaran en un hotel. Se podían dar ese lujo ya que eran personas adineradas, “ricos de cuna” como decían en el pueblo. Santiago solo hizo pisar la dichosa mansión cuando se ganó de inmediato la confianza de las empleadas, quienes lo miraban embobadas, felices de tener un joven tan apuesto y cariñoso, que les jugaba toda clase de bromas y que las trataba de “tu” sin tantos formalismos innecesarios, como decía el

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propio Santiago, que tenía ideas medio socialistas. Al llegar se aprendió los nombres de las chicas del servicio. Solo el viejo Servando, el jardinero, lo miraba con cierta desconfianza, pensando que un joven de su estatus no era bien visto tratando con tanta familiaridad a la servidumbre. A Santiago le fascinaron inmediatamente todas esas historias de aparecidos y le resultaba risible que a estas alturas del siglo XXI todavía hubiera personas ingenuas que creyesen en esos cuentos de camino. Sucedió que una tarde, aburrido como estaba en aquél caserón, se le ocurrió de repente jugarle una broma pesada a Irania la más joven de las empleadas, quien era la encargada de cambiar las sábanas, arreglar y limpiar los cuartos. Desde muy temprano les anuncio a sus abuelos y a la servidumbre que iría al centro del pueblo para realizar unas compras y diligencias personales y que regresaría como a las cuatro de la tarde. Le hizo hincapié a Irania que le limpiara el cuarto antes que llegara porque pensaba hacer una siesta corta. A las dos de la tarde se despidió de sus abuelos en voz alta para que todos lo escucharan. Era la hora de descanso de las empleadas y casi todas se reunían en la amplia biblioteca donde un televisor inmenso hacía más placenteras esas horas de reposo y café. Dando la vuelta alrededor de la casa, Santiago se deslizó sigilosamente por un portoncillo en la parte de atrás de la casa. Éste solo lo usaban las empleadas para salir a colocar la basura y una que otra para escabullirse sin que los dueños se diesen cuenta a chismorrear con las empleadas vecinas. Sin que nadie lo viera entró al corredor y fue directo a su cuarto.

Allí esperaría a Irania para

asustarla y a ver si se le quitaba de una vez por toda esa manía de decir que en esa casa había aparecidos. Calculó la hora en que ella entraría y decidió esconderse detrás de una amplia cortina. A las tres en punto, que era la hora de la limpieza vespertina, Santiago la escuchó que venía por el amplio corredor con los aperos de la limpieza. Hizo un esfuerzo para no reventar la risa cuando ella abrió la puerta. Pasaron cinco minutos y

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apenas si sentía los movimientos de Irania. Ésta se sentó en la cama y Santiago escuchaba su respiración entrecortada. Abrió una gaveta de la cómoda y oyó como pasaba las páginas de un libro. Le extraño mucho no sentirla limpiando ni cantando ya que ella misma decía que los sonidos y canticos alejaban a los espantos. A los siete minutos ya Santiago estaba decidido salir de su escondite y gritar con todas sus fuerzas ¡Espanto! Pero un sonido lo detuvo. Con mucho cuidado descorrió un poquito la cortina y entre la penumbra del cuarto vio que ella se dirigía precisamente a donde él estaba. Ya sin poder contener la risa decidió abrir la cortina en el preciso instante que ella estaba parada frente a él. Se imaginaba los gritos de Irania toda asustada y llorosa. ¡Pero… —ahí estaría él para calmarla y consolarla! Lo que sucedió después fueron conjeturas y habladurías tanto del servicio como de las personas del pueblo. Nadie hasta el día de hoy supo explicar con certeza que le pasó a Santiago, ni porque salió dando gritos del cuarto, como “alma que lleva el diablo”. Irania solo recordaba que cuando se disponía a entrar al cuarto, sintió un empujón y unos gritos aterradores.

Era el joven Santiago que

estaba en su cuarto,…—

¡Pero!…¿¡Qué hacía allí, si supuestamente estaba en el pueblo!?... Irania entró al cuarto y no vio nada fuera de lugar… Solo un intenso olor a jazmines se sentía en la habitación.

Nancy Aguilar Quintero

Venezuela

Blog: incongruenciaschachiblog.blogspot.com Twitter: @aninagat11 Facebook: www.facebook.com/nancyaguilarquintero

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L

a fase final del trasplante de córneas era quitarle las vendas. La ciencia había ganado, por vez primera veía. Enmudeció, sus sentimientos eran indescriptibles, descendían las lágrimas. Durante toda su vida había aguardado por ese momento. No

podía esperar para verse en el espejo y comprobar lo que su pareja solía decirle desde el primer día. Para que fuera una completa sorpresa, su enamorada le cubrió los ojos con el pañuelo que siempre utilizaban por las noches. No obstante, al abrirlos, se quedó estático, no creía lo que estaba viendo, era un ser tan repugnante que el espejo no tardó en quebrarse. Estaba iracundo, su desilusión fue inmensa, empezó a llorar y ella intentaba consolarlo. Todo lo dicho durante aquellos años había sido mentira. Era horrible. Agarró sus llaves y salió del departamento. Fue inevitable reflejarse en las lunas del auto, las cuales se rompieron instantáneamente. Sin embargo, entre sus lágrimas furiosas y las sienes explotando, el deseo de observar su imagen, donde a esta le tocase aparecer, era incontenible. El morbo también es narcisista. Cada vidrio, cada luna, cada espejo, continuaba haciéndose trizas al paso de su mirada. Los taxistas protestando y los niños que jugaban fútbol en la calle apelaban por su inocencia ante las viejas menopáusicas. Pasó cerca de un Banco. Todos los transeúntes terminaron viendo cómo una secretaria se fotocopiaba sus partes íntimas. A pesar de esto, sus amigos le recalcaban que se veía bien, que todas las flacas querían con él, mas solo lloraba de odio hacia su persona. La enamorada leía los libros más voluptuosos de arte amatorio con el fin de hacerle olvidar su supuesta fealdad, para ella, seguía buenísimo; y para sus amigas también, ya que continuaban muriéndose por él, mejor dicho, cortándose, porque en una reunión, mientras se miraban en el espejo de la

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sala, las saludó y no pudo evitarlo, las chicas huyeron con la cara y piel incrustadas de vidrios. Llevó a su sobrino a un parque de diversiones. Entre los dulces, el júbilo y el juego se olvidó de no ingresar a ese lugar. La casa de los espejos no soportó una milésima de segundo, por efecto dominó, reventaron y el público en general lanzaba gritos y corría buscando la salida mientras dejaba hileras de sangre y coágulos por el suelo del local. No lo aguantó más, ahora no solo se dañaba sino también a la gente. Así que con los vidrios sacados del basurero de su cuarto, se restregó los ojos mismo Edipo y juró no volvería a ver y, mucho menos, verse jamás. Era demasiado horrible para eso, y los espejos jamás han mentido. El tiempo ha mermado su ira. Encontró en la música un gran canalizador para su depresión. La guitarra le ha hecho olvidar, y no toca tan mal, lo que sí nadie soporta son sus constantes gallos a la hora de cantar. Sus amigos se lo recalcamos, que mejor toque la guitarra nomás, Jimi Hendrix nunca fue un gran cantante, y tampoco lo quiso. Para él su voz es la más bella del universo, a pesar de lo que el resto le siga diciendo.

GONZALO DEL ROSARIO

Trujillo - Perú

Revista Alienation : https://revistalienation.wordpress.com/ Blog: http://web-ad-ass.blogspot.com.es/

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E

ncontré tu diario debajo del colchón. Escribiste con tanto empeño los sucesos más importantes de tu vida y no pude contener mis lágrimas al terminarlo de leer. En las primeras

páginas no puedo creer que te hayas acordado de esa tarde tan lejana cuando las dos estábamos en la azotea de una casa abandonada que en esa noche usamos para dormir. En esa parte de tu diario describiste con exactitud esa breve conversación que tuvimos mientras mirábamos la puesta de sol, a unos cuantos kilómetros de la frontera de Guatemala. —¿Qué es la ilusión? —preguntaste— ¿Será acaso una esperanza que todas las personas tienen? —No —te contesté a secas. —Es una alegría. —No. —¿Un anhelo? —Ninguno. Di un largo suspiro y dije: —La ilusión es un deseo vacío, una idea falsa que carece de fundamentos. Suele ser fantasiosa y cuando se topa con la realidad, la frustración se encarga de acabar con ella. —¡Eso es mentira! —exclamaste indignada. —¡¿Tú

crees

qué

estaba

ilusionada

esperando

el

día

de

tu

nacimiento?! —respondí enfurecida—¡No! Sin ninguna palabra, pusiste las manos sobre tus mejillas mientras en tus inocentes ojos se asomaban las lágrimas. En las siguientes páginas relataste los días en que te dije que eras el producto de un accidente o te culpaba por la expulsión de mi casa al confesarles a tus abuelos sobre tu nacimiento. También mencionaste mis ganas de irme a los Estados Unidos, donde vivían tus tíos; el viaje infernal en el desierto de Sonora, donde nos detuvo la migra o el día que decidí

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permanecer por el resto de nuestras vidas en Tapachula al conocer a tu padrastro que abusó sexualmente de ti y me obligó a vender mi cuerpo para el sustento de la familia. A él lo mataron a machetazos en Puerto Madero, meses después de nuestra boda. En tu diario confiesas que todo el tiempo soñabas con ser una princesa parecida a la de las películas de Disney. Anhelaste tener a un príncipe azul o un hermoso unicornio para recorrer el castillo de cristal que tu hada madrina te regalaría. Páginas más adelante, narras tu encuentro con una mujer. Un día, regresabas muy triste de la escuela y viste una casa abandonada, cubierta con yedra que le daba cierto toque de misterio. Entraste y descubriste un jardín repleto de claveles flamantes, bellos girasoles y rosas exuberantes que rodeaban un estanque de agua cristalina. —Es un hermoso atardecer para husmear las flores de este bello jardín —dijo la mujer que apareció a tu lado, de un segundo a otro. La observaste sorprendida. Ella se acercó a ti. En tu diario dices que portaba un vestido negro y su rostro era cubierto por un velo negro que emanaba un olor a rosas podridas. —¿Usted es la dueña de este maravilloso jardín? —preguntaste muy apenada. La mujer se quitó el velo que envolvía su rostro. Su tez blanca, sus ojos grandes y sus labios rosas te impresionaron. De inmediato te sentiste atraída por ella. —Que hermosos labios tienes —dijiste sonrojada. —Y a mí me gustan tus ojos —confesó la mujer. —¿Usted es la dueña de este maravilloso jardín? —le hiciste esa pregunta por segunda vez. —No, sólo estoy de paso —respondió.

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El aire sopló suavemente por el jardín, arrastrando las hojas secas que había en el suelo y las elevó al cielo. —¿Cómo llegaste aquí? —preguntó la mujer. —Entré por curiosidad —contestaste atemorizada. —No te haré nada —decía mientras acariciaba tu rostro—. Una hermosa flor como tú, no debe angustiarse. En tu diario anotaste los detalles de tu amistad con esa mujer. Le dijiste sobre los abusos de tu padrastro, la pobreza que te tocó vivir, mi indiferencia hacia ti y la poca atención que te prestaba al regresar de mi trabajo y tu sueño de convertirte en una princesita como las de Disney. En algunas páginas escribiste que era una especie de hada madrina que te sacaría de la miseria donde vivíamos. Me di cuenta que disfrutaste mucho de su compañía y era una madre para ti. El pasaje de la última página de tu diario me estremeció. Sobre todo, tu conversación con ella: —Tu sueño de convertirte en una princesa es hermoso —dijo la mujer—, pero… —Pero ¿Qué? —Es ridículo y me da nauseas —respondió bromeando. Te indignaste al oír eso. Ella se moría de la risa. —¿Realmente deseas ser una princesita? —te preguntó mientras acariciaba tu rostro. —Sí —contestaste muy ilusionada. —Bueno, entonces quiero que me acompañes al río Coatán por la madrugada porque allí te daré muchas monedas de oro —dijo la mujer. —Es muy tarde para que te acompañe al río ¿Cómo podré salir si madre y yo dormimos a esa hora? —Iré por ti —dijo la mujer. Después, besó tus labios y se desvaneció en el viento.

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Eso fue lo último que escribiste en tu diario. Al amanecer, me di cuenta que no estabas en tu cama y te busqué por toda Tapachula. Di un aviso de tu desaparición al Ministerio Publico y me dijeron que tenía que esperar setenta y dos horas. Angustiada, seguí buscándote y al no poderte encontrar en ninguna parte, me desmayé. Horas más tarde, mi comadre me despertó y le pregunté si habías aparecido. Ella me dijo que unos policías me buscaban para llevarme al servicio médico forense de la ciudad, porqué al parecer, encontraron a una niña flotando en el río y necesitaba ir para reconocer el cuerpo. No sabes cuánto sufrí al verte tendida sobre la plancha, a punto de ser tapada con una sábana blanca.

SILVIO JOVARNY

México Facebook: https://www.facebook.com/jovany.lopez.11794

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F

inalizaba el primer curso de bachillerato del Colegio Simón Bolívar plantel Mixcoac, ese que durante medio siglo fue exclusivo para niñas y que se hizo famoso por una escena de la película María Isabel.

Aún teníamos quince años o acabábamos de cumplir dieciséis. Era esa época lejana en que con gusto cuentas los meses para entrar a la uni, pero ignoras que eventualmente te enfrentarás a ciertos monstruos llamados jefes. Ahora que te acercas a la cuarentena el impacto es menor, pero cuando ya andas en los veintitantos te horroriza llegar a los treinta. Era verano de exámenes finales. La mayoría de nuestro grupito de amigos se presentaba a la escuela sólo para escribir un "Exento" y firmar en la lista de asistencia; de ahí nos íbamos al parque de atrás a fumar — aprendimos con Benson & Hedges mentolados y con los novedosos Boots— y a esquivar a las monjas que intentaban aprehendernos in fraganti; al Sanborns de Galerías Insurgentes a beber café "de agua de calcetín" (tres tazas por sólo quince nuevos pesos, a pesar del reciente Error de Diciembre); a vagar por el Parque Hundido para fotografiarnos con cámaras analógicas de rollos de veinticuatro exposiciones: Norma tirada en el piso por un supuesto desmayo; Fabiola con la mochila bajo el uniforme para aparentar un embarazo; Diana con su infaltable cigarrillo; una pirámide humana con Emilio, David y Gladys en la base, y encima el resto de participantes a instantes de caer al pasto. Habíamos ido al departamento de la abuela de Sharon, la líder del grupo: alegre, estudiosa, amiguera, la que organizaba. Supongo que estaríamos jugando botella, aunque nuestros retos eran tan infantiles como marcarle por teléfono a un "guapo del salón" (con ocho niños por grupo, hasta el más feo era considerado galán) para ponerle el “Short Dick Man”. Alguien giró la botella.

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—Muérdele la oreja —me castigó alguna de las maldosas presentes. Tal vez la penitencia no era para mí sino para él, ese de quien siempre termino escribiendo porque su nombre resume más de década y media de mi entonces patético existir: desde niña fui una melancólica Igor, rodeada de Tiggers y de Christopher Robins que intentaron sacarme de mi neblina gris hasta que se daban por vencidos antes de desaparecer de mi vida. Él a sus ya dieciocho años destilaba una inocencia rayana en lo insano: moría por los Caballeros del Zodíaco, se burlaba de Jurassic Park y de mi Candy Candy, y soñaba con ingresar a la NBA sólo por medir casi un metro noventa. Una

post

quinceañera

eternamente

despeinada,

sin

gota

de

maquillaje, con falda tableada, calcetas hasta la rodilla y la autoestima por los suelos era totalmente la antítesis de alguien sensual. Pero esa tal vez sería mi única oportunidad de "aprovecharme" de él, a plena luz del día, con público y por petición popular. Pusieron un casete en la grabadora. ¿Qué hacer? Lo lógico era bailar, bailar para él —y enfrente de todos— como pudiera, aunque era una actividad que detestaba: por apatía o por pena, en las fiestas familiares me quedaba en un sillón mientras tías y primas se turnaban para dar vueltas con mi tío Miguel. Él estaba sentado en una de las sillas del salón de billar. Yo jamás había visto un “baile sexy”, ni siquiera en películas o en la tele; creo que en México aún no existía el llamado table dance. Pero fue casi instintivo. Me acerqué al ritmo de la música, me agachaba sólo un poco para tener sus rodillas a centímetros de mis muslos… Apenas uno o dos minutos, y sin más preámbulo me senté de lado sobre las piernas de basquetbolista y acerqué los labios a la oreja masculina.

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—¡Ay! —se quejó con su acostumbrado rostro de enfado, como si en serio lo hubiera mordido fuerte. —¡Se atrevió! —gritaba Sharon. Las mujeres aplaudían. Los hombres quedaron pasmados. Él estaba rojo, supuestamente del coraje. —¡No manches, Jéssica! ¡Me dolió! Me levanté de sus piernas, triunfal. Agarré un cigarro encendido con ganas de echarle el humo al rostro para hacerlo toser. Más o menos así sucedió. O así quiero recordarlo hoy. La versión exacta de esa y de millones de anécdotas de antaño están en mis cuarenta y tantos queridos diarios, esos que algún día publicaré sin censura para quienes gusten pagar una módica suscripción a mi blog. Lo que sí es seguro es que esa tarde llegué a casa y recibí la consabida llamada telefónica que invariablemente comenzaba con un clásico “¿Qué onda?”.

Jéssica de la Portilla Montaño

México Página web: www.TodoMePasa.com Facebook: www.Facebook.com/TodoMePasa Twitter: @TodoMePasa

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A

lhelí no solo es el nombre de una flor, también corresponde a esta mujer que me mira con esos ojos almendrados. Su cabello ondulado se enreda entre mis dedos. Sus muslos, firmes y dorados, aprisionan mis caderas. En su suave piel,

mis manos son raíces. En cuestión de segundos, sumergido en ella, dejaré de ser lo que soy para convertirme en una parte vital de esta flor que tanto amé y cuidé con devoción. Nunca pensé terminar así. Tampoco sé si esto alude al final o inicio de mi vida. Me queda claro, eso sí, que el ikebana o arte floral me ha guiado hasta el fresco aroma de Alhelí. Como gran admirador de la cultura japonesa —entre la que resalto los haikus y los animes—, me enteré por medio de un amigo que pronto se abriría un taller de ikebana. Al principio, me pareció una idea absurda. Pensaba que los únicos que practicaban el ikebana eran las mujeres o los ancianos. Además, no tenía conocimiento alguno sobre las flores. Pero fui el primero en inscribirme, a pesar de mis prejuicios y la complicada situación que vivía en ese momento. Opté por el horario de la tarde, en la mañana me era imposible porque trabajaba como profesor de literatura en un colegio que quedaba en el centro de la ciudad. Mis clases de literatura eran entretenidas. A mis alumnos les enseñaba a escribir haikus; en mi plan de trabajo figuraba la poesía japonesa, china o la literatura hindú. Es el cerezo alegre primavera en el corazón. Fue el haiku que les enseñé a mis alumnos, y el último que le escribí a Azucena, mi esposa. Luego se fue de la casa. Según ella, ya no soportaba convivir conmigo. Me lo dijo sin pena ni remordimiento: «Por favor, ya no me escribas más poemas». Ahogándome en el licor, recordaba cada noche

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aquellos tiempos, cuando éramos universitarios, y en el parque yo la besaba. Ella leía animosa mis poemas. «Te amo», me decía. Pero dicha frase se evaporó, aun cuando yo creía que era interminable. Luego me enteré que la vieron con otro tipo. En la boda de un amigo en común, ella me confesó la verdad: «Estoy enamorada de Ricardo… Ay, no te hagas, Ricardo, pues, el que era mi primer enamorado». Después contemplé a Azucena bailando con Ricardo mientras yo me zampaba todo el licor que había en la boda. Los amigos insistían en llevarme a mi casa. «Pásenme más trago», les decía. Y no recordé más. Al día siguiente, tirado en mi cama, con la agonía de la resaca y el dolor insertado en el corazón, prometí olvidarme de Azucena. Y lo conseguí. Pero no fue por mérito propio. La presencia de Alhelí caló profundó en mí cuando descubrí la metamorfosis de la flor en una mujer. Llevaba un elegante kimono amarillo. Parada sobre el recipiente, con una estabilidad de trapecista, preguntó por mi nombre. En ese momento me desmayé. La flor que estaba dándole forma propia, elegancia y belleza era una dulce mujer que ahora me atendía como un rey. A pesar de mis dudas, decidí llevar mi material de trabajo al taller. «¿Y dónde está la flor alhelí?», preguntó el sensei. Enseguida señalé a la mujer. Pero nadie me creyó. Tomaron mi actitud como una pésima broma. El sensei, agrandando los ojos rasgados, no tardó en expulsarme de la clase. Pero mi creatividad no cesaba, todavía mantenía cierto interés por el arte floral. Lo poco que había aprendido en el taller lo ejercía muy bien, claro, gracias a los consejos de Alhelí, quien no tardó en ser mi tutora. No solamente era la flor; sino su forma, textura, el color del recipiente, la decoración. Toda una composición armónica y serena que representaba en mis tiempos libres.

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Alhelí en mi casa, siempre perfumada, daba una sensación de paz y tranquilidad. Pero sentía mucha curiosidad por ella. El milenario ikebana, en su misterioso arte, escondía una mujer tan bella y refinada, como las flores. En ningún libro descubrí este secreto, por más esfuerzo que hice al recorrer todos los pasillos de las librerías y bibliotecas de la ciudad. Esa noche, después de la cena, Alhelí se manifestó como una flor que me acompañaba en mi soledad. «Debes agradecer a la naturaleza, porque hizo de mí una mujer», agregó. Utilizando el estilo moribana, en un recipiente poco profundo, mi corazón florecía. Alhelí vino a quedarse, pensé al principio. Pero me confesó que no podría hacerlo, señalándome las hojas secas de los árboles. «Quiero estar contigo y ser parte de ti», le dije. Agarré su cintura y la besé con intensidad. Ella me miró tierna, amorosa, y acarició mi mejilla: «Solo existe una manera. Riega el polen, y ambos floreceremos». Al verla desvestirse, comprendí que no habría vuelta atrás después de eso. Nunca imaginé qué sienten las plantas. Pero Alhelí es parte de mi vida. Y sus sentimientos también me corresponden, porque mis besos en su vientre serán tallos o pétalos esculpidos. «Déjate llevar por mí, jardinero de ikebana», me susurró al oído antes de echarnos en la cama. Sentí la metamorfosis en mi cuerpo: vellos, por pétalos; brazos por ramas. Desde ese momento, ella se pasea libre por mi casa. Mis días son estáticos y simples en el recipiente. Pero cuando llega la tarde, Alhelí se acerca y me riega. Entonces, comprendo que lo hizo por mi felicidad, porque me ama, aunque se haya casado y tenga dos hijos.

FRANK TORRES

Perú

Facebook:https://www.facebook.com/profile.php?id=764226978

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P

idió al mozo la segunda cerveza de la tarde, tarde soleada, ventosa, seca. Sentado junto a la mesa contra el cristal de la ventana se sentía seguro, viendo pasar los taxis, transeúntes,

perros; percibiendo el paso del viento y formando parte del paso del tiempo. Era sólo cuestión de esperar, tomar alguna cerveza más, mirar hacia afuera, respirar hacia adentro; y esperar. El bar estaba tranquilo, poca gente, los clientes habituales y pocos más. Todos con un estado de ánimo sincero, sin carcajadas, sin hablar del clima; los mozos caminando lento, el encargado atrás de la barra leyendo. Evidentemente el mejor lugar donde estar en ese momento. Giró la cabeza hacia la izquierda, y vio como Tridente se dirigía por segunda vez al baño en menos de cinco minutos. Se concentró en el vaso vacío por un tiempo, y volvió a mirar hacia la izquierda en el momento exacto en que Tridente salía limpiándose la nariz. Sonrió levemente, y miró hacia la barra, viendo cuando el encargado le hacía una seña muy sutil al cuidacoches que estaba en la vereda de enfrente. Volvió a mirar hacia afuera, y dirigió la mirada a la barra cuando el cuidacoches tomaba la caña servida segundos antes y dejada sobre la barra sin destinatario aparente. Todo estaba sincronizado y él lo seguía, con la mirada o mentalmente, formando parte de lo que pasaba a su alrededor. Era parte de esa suave sinfonía, de ese equilibrado baile, y disfrutaba de la cadencia con que se desarrollaba. Se paró, retirando suavemente la silla hacia atrás, y se dirigió al baño. Una vez adentro se dedicó a mear tranquilamente, y a jugar a hundir con el chorro el papelito de plomo que Tridente había dejado flotando en el agua del inodoro. Era en ese instante que siempre pensaba lo mismo, mientras Tridente viviese jamás necesitaría bolitas de naftalina. Hacía ya muchos años que no necesitaba las bolitas blancas de olor insoportable. Hacía ya muchos años que no necesitaba mirar los noticieros, hacía ya

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muchos años que no necesitaba muchas cosas. Sin embargo, habían aparecido en los últimos años nuevas necesidades, cosas aparentemente sin importancia pero que se repetían semana tras semana, mes a mes; preferencias que con el paso del tiempo se volvían costumbre, costumbres que devenían en rutinas, rutinas que al repetirlas en el tiempo, y disfrutarlas, se convertían en rituales. Como el ritual de esperar. Había aprendido, casi sin darse cuenta, a esperar. Antes nunca esperaba nada, estaba todo el tiempo buscando, corriendo en pos de alcanzar, juntando para tener más, cuidando para no perder, vigilando para arrebatar. Claro que nunca sabía exactamente qué buscaba, qué corría, qué cuidaba o qué vigilaba. Y las cosas que juntaba, descubrió que tenían valor al estar juntas, al formar parte de ese grupo necesario de cosas de la vida cotidiana; al desprenderse de una de ellas, cualquiera de ellas, el grupo seguía siendo igual de necesario, ni menos ni más necesario. Sino simplemente igual de necesario. Lo que indicaba lo innecesario que era lo que había dejado de lado, más allá de que cuando formaba parte del conjunto

parecía

casi

imprescindible.

Así,

poco

a

poco

se

fue

desprendiendo de la mayoría de las cosas que había ido acumulando, tras años de trabajo, luego de muchas cuotas y créditos, y que le permitían, al tenerlas allí juntas, sentirse mejor, dormir, hablar con sus compañeros de trabajo, delimitar el territorio diario en el que (supuestamente) se movía su mujer. Pero luego de haberse desprendido de todas ellas vio como, casi sin darse cuenta, dejó de sentirse mejor y empezó a sentirse bien. Dejó de dormir y empezó a soñar, incluso a veces sin dormir. Dejó de hablar con sus compañeros de trabajo, porque de hecho entre las cosas que dejó, dejó el trabajo. Y claro, luego de desaparecer la obligación de pasar doce horas en la oficina (ocho horas diarias, más las horas extras, más las horas en negro arregladas con la empresa que eran las que más rendían), lo siguiente en desaparecer fue su mujer.

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Todavía se acordaba, y muy bien, de la mañana en que se fue. Se despertó con un poco de resaca, sólo un poco, nada del otro mundo, y sintió algo raro en la casa, como una atmósfera desconocida, como un agujero en la tierra donde antes había vivido un árbol, como una sensación de espacio liberado. No se dio cuenta de lo que faltaba hasta después de terminar el desayuno, cuando abrió la ventana del apartamento céntrico y encendió la radio. La música se escuchaba aterradoramente limpia, guitarras

distorsionadas

y

casi

disonantes,

pero

sin

interferencias

externas. Apagó la radio, miró alrededor, respiró varias veces, no percibió nada distinto; entonces cerró la ventana y volvió a prender la radio. Era increíble, el leve malestar continuo que siempre le servía como plataforma de lanzamiento hacia un nuevo y monótono día ya no estaba, había desaparecido. Así, sin apagar la música, se propuso encontrar el elemento causante de tal desconcertante bienestar. Caminó, y cuando entró al living casi colapsa, las cortinas estaban cerradas y, lo que nunca hubiera creído que podía pasar estaba ocurriendo: el televisor estaba apagado. Fue entonces que abrió las ventanas, aspiró profundo el smog que se zambulló en el living, y tranquilamente murmuró: —Así que mi mujer se fue. Esa misma tarde vendió el televisor. Fue entonces cuando se dio cuenta que durante años había estado esperando. Sin saber que lo hacía, y sin saber qué esperaba. Pero finalmente llegó; y en ese momento se aclaró todo. Desde ese entonces tenía ese ritual, y cada vez lo perfeccionaba más; la idea era simplemente andar por ahí y esperar. El truco, lo más difícil, era estar atento; tranquilo, no presionarse, sin tensiones, pero muy atento. Alerta. Y de un momento para el otro, algo ocurría, y entonces se daba cuenta que eso era lo que esperaba. En ocasiones eran cosas banales, como alguien que pasaba y le preguntaba la hora, o un vendedor ambulante que le ofrecía su mercadería. Lo importante era estar

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predispuesto y alerta. Porque ese simple episodio desencadenaría otro, y este último era mucho más importante, o derivaba en otra situación que de una u otra manera le traía bienestar, o algún tipo de beneficio, o conocimiento de cosas que previamente ignoraba. Así, cada vez prestaba más atención a cosas que antes pasaban para él totalmente inadvertidas. Como lo que le había sucedido exactamente cuatro meses atrás. Caminaba antes del mediodía por el barrio céntrico en el que vivía, y un simple movimiento de las ramas de un árbol provocó que el sol iluminara de manera especial cierto sector de una mesa de libros en oferta apostada en la vereda de una librería, y al acercarse y mirar se encontró cara a cara con un volumen del libro que buscaba hacía más de seis meses en diferentes librerías, y nunca antes había podido encontrar. Así, de repente, se quedó frente a frente con un ejemplar usado de Milibares de la Tormenta de Julio Inverso. Así, ya no creía en el azar, o en la casualidad. Consideraba que todo estaba relacionado, que cuando algo ocurría era porque previamente había ocurrido otra cosa que lo provocaba y que, en mayor o menor medida esto generaba un nuevo estado de las cosas, y el tiempo se manifestaba de una nueva manera cada vez que algo (por banal que fuera) ocurría. Y el tiempo manifestándose de una nueva manera generaba señales, sólo había que estar alerta y percibir esas señales para formar parte del paso del tiempo, y no simplemente sentarse a mirar cómo pasaba el tiempo. Y una vez que era consciente de formar parte del paso del tiempo, de ser parte del universo y de cambiar con él, continuamente, día a día, segundo a segundo, transformándose continuamente, el tiempo ya no importaba. Ya no era necesario crear falsos escudos contra los embistes del tiempo. Y sólo tenía que dejarse fluir, todo ocurría y nada era necesario. Había que tener la actitud activa, muy activa, de estar alerta, de reconocer lo que ocurría y formar parte de eso; y una vez en esa sintonía, todo fluía.

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Cuando salió del baño y se dirigió a su mesa, la cerveza helada lo estaba esperando. Notó que el mozo le había cambiado el vaso; le había dejado otro, limpio y con el vidrio empañado por el frío del freezer. Miró al mozo y le hizo una seña de agradecimiento, éste sonrió. Llenó el vaso de cerveza, con muy poca espuma, tomó un trago largo, y continuó esperando.

Zandro Zás

Uruguay

Blog : www.letrasquemuerden.wordpress.com Twitter: @LetrasqMuerden Facebook: www.facebook.com/zandro.zas

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S

ilvia estaba cerca de los cincuenta años cuando conoció a Cecilia. Era alumna en una clase y probablemente, fue amor a primera vista. Trabajaba en la facultad todo el día, desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, en ocasiones, enseñando en algunas

cátedras, involucrándose en distintos proyectos. Ganaba por encima del sueldo promedio, y era popular entre los estudiantes. La razón detrás de la extrema dedicación era el prestigio y la soledad. Amaba su profesión, amaba el ambiente político, además, odiaba regresar a la casa donde se crió. Era amplia,

llena de sombras y recuerdos de

personas amadas y ya desaparecidas.

Esa oscuridad la carcomía por

dentro, a veces, la tomaba por la garganta, asfixiándola despacio, silenciosa, fatal, expirando un olor fétido que las criaturas reconocen como muerte. A veces, lloraba hasta quedar dormida. ¿Por qué eligió sociología? ¿Es para que la herida no duela o hay otra razón? Silvia no entendía por qué Cecilia acudía a su oficina con tanta regularidad, sin motivo académico. Aparecía para saludar, al principio. Después, era el ofrecimiento de un café, un poco de compañía, y acabó instalándose. Era el secreto de las dos. Cecilia aparecía cuando Silvia estaba sola. Silvia alzó la mirada, por encima de los anteojos, dejando la lapicera a un costado. La muchacha era inteligente, brillante, la única de la clase con la cual podía hablar en términos propios de la materia. La admiración franca se mezclaba con la irritación. Cecilia era extremadamente idealista. Creía en la lucha social, quería desterrar la misoginia, el racismo, cambiar el sistema para dar oportunidades a quienes no las tenían, mujeres especialmente. Cecilia era feminista y con mucho orgullo y Silvia entendía

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eso, pero para ella, experta observadora de los cambios políticos y sociales argentinos, la actitud de la muchacha era un dulce enamoramiento de lo imposible. Encontraba irritante la juventud pura y desbordante de Cecilia, alguien a quien no podía alcanzar, el agua para beber y borrar los años de soledad y tristeza acumulados. Ella no podía acceder a las ilusiones juveniles, ya no hay esperanza, ya estaba lejos, muy lejos. Mirá, la visión del mundo es distinta, para vos, para mí. Las heridas de género no me alteran la vida, como te pasa a vos. ya sabía por dónde estaba encaminada la conversación, casi oía la queja: “pero usted es mujer, debería ser empática con otras mujeres”. La empatía no era su cualidad. No le interesaba el género humano. Solamente quería ganar dinero para mantenerse, volver a la casa, volver a revolcarse en la miseria de los recuerdos, ella era feliz así. Hay gente que es feliz siendo infeliz. Pero no me importa, es así. Desilusionate, si querés, no me importa tampoco. Y el trabajo práctico es para mañana, así que apurate. Menos proselitismo, más empeño en la carrera. Esa respuesta las distanció, pero Cecilia, lejos de amedrentarse, continúo observándola, en silencio. Durante las clases, Silvia percibía la mirada oscura sobre su nuca, cuando estaba caminando por los pasillos de la facultad, la imaginaba cerca, hablando de pavadas, y ella casi podía sonreír al imaginar la cara redonda e infantil, los ojos marrones, honestos y feroces. La caza, el deseo palpitando en las venas, casi concretándose. Las chicas como ella siempre triunfan. “La quiero, para mí. Monopolizarla.”

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Me cae mal, el tipo este. Era la primera vez que la escuchaba expresando una opinión sobre un ser humano. ¿Quién? El pelotudo que dijo “ay profe usted es la que todos los hombres quieren”. Usted no es una identidad borrada con la única finalidad de satisfacer los deseos del hombre, la fantasía sexual masculina de sexo, futbol y complacencia doméstica y afectiva. No, pará, bajá un cambio, dejate de locuras y comé, que acá es carísimo y a este paso se te enfría el bife. Pero de verdad, lo… Ya lo sé, y sé que vas a empezar con un discurso rampante en que tan misógino e indeseable es, pero eso déjalo. Pero dejame hablar, puedo hablar y comer al mismo tiempo. Esta es la primera vez que salen, y la iniciativa la tomó Cecilia. Con veintitrés años, las agallas y la determinación por conseguir sus objetivos, es un poder en constante expansión. Hace media hora apareció en la oficina, apoyó el cuerpo contra la puerta y con desfachatez, la invitó al almuerzo. Vamos, yo sé qué hace dos clases seguidas sin tomar nada, alguien tiene que cuidarla. Venga, vamos a comer unos panchos, yo la invito. La invitación inicial sufrió modificaciones, a pedido de Silvia. Terminaron así, comiendo en una parrillita, enfrascadas en una discusión. Ninguna de las dos quedo satisfecha, Cecilia se llevó el bife entre dos rebanadas de pan para comer después y Silvia pagó por las dos. “Dejá que te devore despacio, hacerte eterna en mis brazos” Esa misma tarde, la encontró sentada en la puerta, esperando, como un cachorro fiel. El primer impulso fue rehacer el camino recorrido y salir

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por otra puerta, aunque tuviera que recorrer medio establecimiento para escapar de la repentina vergüenza propia. Usted, no está casada. ¿Tiene una novia? Otra vez, compartiendo íntimamente, un espacio. El ascensor las llevaría a los pisos superiores, a Silvia, porque Cecilia había salido de una clase. No tengo pareja. Me gusta, usted. Es asertiva y poderosa, en control de las situaciones. Quisiera ser así, cuando tenga su edad. Quisiera seducirla, también, pero ahora. No puedo esperar treinta años. Una mujer de su edad no siente estas emociones. A esta edad, lentamente y conscientemente, se deja morir. No más búsqueda incesante del amor, de amistades, de familia. Las puertas se cierran y una va quedándose con los restos perdidos. Viejos amores, familiares muertos, amistades desaparecidas. Cecilia tiene los labios resecos, y la lengua suave, la acaricia, la obliga a observar, despierta algo, algo tan íntimo y delicado, delicioso. Es el final de un ciclo, la jornada triste y perdida. Ya no puede regresar, ahora es arrastrada, a la superficie, a respirar, la invitan a vivir. Tratás a todos con amabilidad, no entiendo eso. Cecilia tarda en responder. Están armando cajas donde van libros, revistas, ropas. Silvia decidió vender la casa familiar, y están juntas, eligiendo lo que pueden llevarse y lo que definitivamente, van a dejar. El ejército de Salvación va a quedarse con la ropa de sus padres, estilo años cuarenta, y muchas otras cosas que ya no son necesarias. Tengo una personalidad horrible, pero pienso antes de actuar. Me pongo en el lugar del otro, muchas veces, yo no entiendo algunas cosas y las personas con amabilidad, explican. Entonces debo hacer lo mismo, ser amable. No va a matarme.

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Mnh en la cocina, el silbido de la pava anuncia el punto máximo de ebullición. Están a base de café instantáneo y galletitas, una comida magra para un esfuerzo extremo. A propósito, ¿te casarías conmigo? Se escucha el estruendo de la taza cuando toca el piso. Cecilia la mira sin ninguna emoción, esperando una respuesta. Ella es así. Dice cosas, todo el tiempo, cosas que cualquier persona debería temer, y las dice con simpleza, con honestidad, sin desvaríos. Hace cuatro meses, están juntas. El otoño está cediendo al invierno, la ropa de las dos es pesada, abultada. No. Envolvé bien las cosas que sino después se rompen. El verano está cerca. El calor es extremo, la ropa liviana, los ventiladores encendidos, las ventanas abiertas, cualquier recurso es necesario para no sentir el cambio meteorológico. Ya pasaron seis meses, es increíble. El último mes del año está cerca y ya pueden verse los comercios decorados con la temática de navidad. Cuando baja del colectivo, ella está esperándola, en la puerta del Museo de Ciencias Naturales. Caminan juntas hasta el departamento, el nuevo lugar donde vive Silvia. Tiene dos ambientes, un baño, sin balcón. El sol entra por una gran ventana, que da a un patio interior. Es el quinto piso, decorado por ambas. Hay plantas con piedras de colores enterradas. Hay bosquejos, pintados en acuarela, hechos por Cecilia, decoran las paredes. Un gato negro duerme sobre la única cama, esperando el regreso de las dos mujeres. Me hacés acordar a mi versión joven, yo también me quedaba para acompañar a mi mamá los brazos de Cecilia están alrededor de la cintura. La cabeza apoyada sobre su hombro, la respiración profunda

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contra la piel. Nunca pasan juntas la noche, la madre de Cecilia vive sola, y ella, como la hija mayor, debe cuidarla. La casa está llena de colores. El aire, limpio, entra en los pulmones de Silvia, duerme en paz cuando llega la noche. Hace mucho que no llora. Cuando despierta y comienza el día, hay un mensaje esperándola, una propuesta, alguien está buscándola y alcanzándola, sin importar la distancia. Cecilia siempre la alcanza y Silvia esta agradecida, por no haber sido abandonada. Mnh. A propósito, ¿Querés casarte conmigo? Todavía falta para que el agua hierva. Ninguna de las dos habla sobre la situación académica. Cuando se cruzan en la facultad los saludos son en tono neutro, una casualidad indiferente. Es un ambiente paralelo, no ejerce influencia en la relación que mantienen. No. Voy a quedarme, por mucho tiempo. Eso me parece bien. Cecilia ejerce presión en el abrazo, hunde la cara en el hueco del cuello. Entonces, esta cercanía, el calor humano, significa estar vivo.

Loupettia

Argentina

Twitter: nanamicats@twitter.com

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H

oy cumplimos un año juntos Isabel, no puedo creerlo, un año lleno de felicidad, con muchas trabas que han impuesto para separarnos, pero que en todo este tiempo supimos sobrellevar. Conocí a Isabel en el hospital de mi ciudad, yo estaba

terminando la facultad y comenzaba a hacer mis prácticas por aquellos años. Aunque no era mi zona de trabajo, vi a Isabel entrar por emergencias por una complicación con su enfermedad de la piel, de inmediato me propuse ayudarla, me encargué de llevarla a una buena habitación y que reciba ayuda en seguida. Aunque no estaba en mi rubro de atención, siempre me daba un espacio para visitarla y conversar, siempre y cuando sus padres no estuvieran con ella ya que a ellos les parecía mal verme por ahí conversando con su hija. Nunca comprendí eso, pero siempre que me veían en su habitación me sacaban sin explicación alguna, yo que nunca quise darle más problemas, solo atinaba a irme. Pero siempre me las arreglaba para poder verla, a ella le gustaba mucho leer, además de mi compañía disfrutaba mucho de las revistas de ciencia que yo le llevaba. Primero nos hicimos muy amigos y en tan solo unos días me vi perdidamente enamorado de Isabel. Con el tiempo su salud mejoró, aún estaba algo delicada pero sus médicos dijeron que ya podía salir del hospital en unos días, tuve miedo de no verla nunca más, sus padres nunca me dejarían verla fuera, así que tomé una decisión de la que nunca me arrepentiré. Yo no tenía acceso directamente a su medicina, pero me arriesgué y sin que se dieran cuenta logré hacer unos cambios en las dosis que le daban, para así poder demorar su mejoría y que no se tuviera que ir tan pronto. Mis planes funcionaron, sus médicos hablaron con sus padres, les comunicaron que su hija tendría que quedarse algún tiempo más, su enfermedad estaba complicando a su corazón y tendrían que hacerle más 140


tratamientos. Yo estaba feliz por eso, la tendría conmigo aún más tiempo, los días que vinieron después fueron maravillosos. Fueron días de visitas a escondidas, de lecturas juntos, de quedarme en su cuarto toda la madrugada haciéndole compañía y al día siguiente irme temprano para que nadie me viera, no estaba seguro pero podía sentir que Isabel también sentía algo por mí, podía sentirlo. Los días pasaban y los análisis de sus médicos decían que ella estaba empeorando, mas yo la veía cada vez mejor. Ella me decía que se sentía bien, así que tomé fuerzas y le confesé mi amor y, para mi sorpresa y felicidad, ella también el suyo. Le propuse irse conmigo, escaparnos juntos, yo tenía una casa fuera de la ciudad de la que nadie sabía, viviríamos ahí sin que nadie lo supiera, mucho menos sus padres que no estarían de acuerdo con lo nuestro. Fue el día más feliz de mi vida, Isabel aceptó. Ese mismo día dejamos el hospital para irnos a vivir juntos, nunca más volví ahí, tenía acceso a los laboratorios y llevé conmigo toda la medicina e inyecciones suficientes para mantener bien a Isabel ya que aún necesitaba de atención. Y así pasó, desde ese día así vivimos. Ahora llevamos meses ya sin salir de casa. Debido a su enfermedad tapamos y sellamos todas las ventanas, tuve que acostumbrarme a estar a oscuras, pero es un ambiente perfecto para ver películas juntos en el sofá solo a la luz de las velas, es una de las cosas que más nos gusta hacer. Desconecté mi teléfono, me deshice de mi celular, toda la gente piensa que la casa está deshabitada. Así la estoy viendo desde fuera, hoy una vez más tengo que salir a conseguir alimentos, pero esta vez también algún regalo para Isabel. Tengo que ser cuidadoso al salir de casa, aunque queda algo retirada de la ciudad, no debo dejar que nadie me vea. Seguramente los padres de Isabel nos están buscando aún, ellos nunca aceptaron nuestra relación, nunca aceptaron que frecuente a su hija en el hospital ni que los dejase para venirse a vivir conmigo. 141


Me encuentro ahora hasta con carteles de búsqueda en la calle con mi rostro en ellos, hasta ahora no nos han descubierto y nadie sabe dónde queda nuestro feliz hogar. Ya mis ahorros se terminaron hace mucho, así que tengo que robar para que podamos comer, lo hago cada cierto tiempo y llevo a casa lo necesario para sobrevivir por unos días. Hoy es nuestro aniversario y esta vez le llevaré también algo especial, a Isabel siempre le gustaron las joyas, esta vez entraré a una casa de empeño y buscaré algo para ella. Será de la forma de siempre, entrar de madrugada, la vigilancia es casi nula y será fácil coger algo para ella. Entro por la puerta de atrás, un guardia descuidado mira la televisión, esta vez lo encuentro dormido y solo tengo que sedarlo, le inyecto una pequeña dosis de tranquilizante y tengo todo el almacén a mi disposición. Mientras busco la joya adecuada para ella, me sorprende vernos en las noticias, no puedo creer hasta donde han llegado sus padres en sus intentos por separarnos, debieron aceptar hace tiempo nuestro amor, ella los dejó para irse conmigo, por favor ¡compréndanlo! Me encuentro con un diario y me doy con la sorpresa de que nuestros rostros también están en él, pienso que Isabel tiene que ver eso y llevo la página conmigo. Ahora ya estoy en casa, a Isabel le encantó lo que le traje, es un collar de plata hermoso, combina perfecto con su vestido y, aunque su piel esta algo malherida por su enfermedad, le cae muy bien. No me creerás pero hoy vi nuestros rostros en la televisión Isabel, ya no saben que inventar para separarnos, mira hasta estamos en los diarios. Le alcanzo a Isabel la página del diario que recogí en que éramos noticia, pero Isabel no me la recibe, tan solo se ríe, me dice que no haga caso, que inventarán cualquier cosa por encontrarnos, y por separarnos.

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Hoy hemos pasado una velada inolvidable. Después de cenar, de reírnos y de acordarnos como nos conocimos en el hospital, la llevé a la cama e hicimos el amor a la luz de las velas y de la música y, aunque todos los días lo hacemos, esta vez fue maravilloso, siempre me pide que lo hagamos todos los días, ella es insaciable, y yo siempre la complazco. Todos los días. Isabel no se mueve mucho, siempre soy yo el que toma el control, quizá por su enfermedad, o por las inyecciones que siempre necesita para que no se vea tan mal, pero así la amo. Desde el primer día que la conocí supe que tendríamos que estar juntos siempre. Isabel me pregunta qué decía el diario sobre nosotros, le digo que cosas feas, sin sentido. Como me dijiste, ya no saben ni que inventar, mira, te lo leo: “Hoy se cumple un año de la desaparición de Isabel Tello, hija de un reconocido político regional, cuyo cadáver fue robado del hospital municipal por Alonso Clemente, ex estudiante de medicina que sufría de alteraciones mentales, que se desenvolvía como trabajador de limpieza del mismo, quien presuntamente escapó y desapareció con el cadáver de Isabel. Hasta ahora la policía lo busca y nadie sabe su paradero” Isabel me mira, me sonríe, me dice que no crea nada de eso, y por supuesto que yo no les creo. La abrazo con mucha fuerza, siento su olor putrefacto debido a su enfermedad, ella descansa sobre mi pecho, la beso, me acerco a su oído y le digo: Tú no estás muerta mi amor, tú vives, estás aquí conmigo y nos amamos. Y te prometo que nadie nos va a separar nunca Isabel. Te lo prometo, nunca.

Carlos Ruiz

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/christian.rosenvinge.7

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E

l

1/11

lanzamos

el

desafío

#noviembredecuento,

la

consigna era escribir un cuento de no más de cien palabras por día y publicarlo en un blog propio o en las redes

sociales Twitter y Facebook. La respuesta felizmente superó nuestras expectativas. A continuación, publicamos una selección de cuentos cortos y microrrelatos de los valientes escritores que se sumaron a este Noviembre a puro cuento.

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Fátima alba España

Twitter: @refugio_letras Blog: www.refugiodeletras4.blogspot.com.es

Eran las siete menos diez de la tarde. Ella esperaba ansiosa a que llegara, matando el tiempo mirando por la ventana. Todos los días eran así. Llegada las siete, se oía el tintineo de las llaves y la puerta abrirse. En ese momento ella iba corriendo con la cola de un lado a otro y saludaba con un enérgico ladrido. Le encantaba esa parte del día porque volvía a estar con su mejor amigo. Era una historia corriente como cualquier otra, pero llena de amor como casi ninguna.

Se sentó en lo alto de una colina por la noche. Allí pudo contemplar todas sus huellas grabadas en la tierra que resplandecían con la luz de la luna. Cada paso contaba algo: una caída, un levantamiento, una pérdida, una ganancia...cada huella contaba una historia, su historia.

Escondía en un viejo papel algo que le sacaba una sonrisa en los momentos difíciles, un tesoro de valor incalculable, un trozo de amor incondicional. Escondía en un viejo papel el primer dibujo que su hijo le había regalado para su cumpleaños. Aún recordaba el momento en que se acercó corriendo, casi tropezándose con sus diminutas piernecitas, con la hoja en la mano y le dijo "siempre te querré" para abrazarse después y no querer soltarse jamás.

Con el ala herida, ya no podía volar. Entonces aprendió a caminar, y desde el suelo pudo ver las cosas más de cerca. Conoció criaturas inigualables, algunas de ellas conocidas para sus oídos a través de viejas historias. Una noche, con el cantar de los grillos de fondo y contemplando la luna, pensó que detrás de cada leyenda siempre había algo de verdad y algo de mentira.

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patricio peralta r Argentina

Twitter: @PeraltaPtr Blog: https://patricioperaltar.wordpress.com

CAER EN UN LUGAR COMÚN Nunca pude recuperarme de aquella caída. Empujé el cuerpo y cayó por la escalera. En el descanso, me di cuenta de que el que había caído era yo

JUGAR Simplemente tiré de la punta. Al resistirse tiré más fuerte. La pequeña empalizada se derrumbó y el efecto dominó se desató. Se incendiaron unos puntales y una pared. Lo de las niñas a punto de ser explotadas salió a luz. Yo sólo era una nena que quería saltar la soga.

ECOS DEL MÁS ALLÁ Cada vez que caminaba por el largo pasillo, el eco de mis pasos me aterraba, sentía que si no me apuraba, alguien podría alcanzarme. Cansado, mande a derribar las paredes y a reforzar las columnas para que sostuvieran el techo. La galería se transformó en un sendero cubierto y rodeado de jardines. Ahora los pasos se acercan cada vez más rápido.

EL OTRO —Aquél es el hombre invisible. —¿Cuál? —Aquél. —No lo veo. —Claro, es invisible. —¿Y vos cómo sabés que está ahí? —Soy ciego de nacimiento.

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ANA MARÍA CAILLET BOIS Argentina

Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

¿FANTASMA? Todas las semanas se lo veía pasear por Recoleta, más precisamente por el cementerio. Visita los panteones caté, los más lujosos. En algunos reza, en otros deja alguna lágrima y parte hacia la oficina donde trabaja, a pocas cuadras de allí. Al atardecer, siempre a la misma hora se escucha chirriar la puerta del panteón número tres. EL PARAGUAS Entre las ocho y las doce debía esperar, no sabía bien qué, pero debía esperar en esa esquina, aunque la lluvia me empapara y a las once y cuarenta y cinco en punto, cuando el sol asomaba tenuemente, mi querido paraguas a rayas llegó. SOLEDADES Entra al bar, está cansada, pide un café y envuelta en el vapor del aburrimiento levanta la vista. Frente a ella se sienta un señor, no lo conoce, pero tiene la certeza de que sus pensamientos son los mismos. Una turbulenta energía se apoderó de ellos y sin mediar palabras salieron. El viento sacudió las soledades y poco después caminaban despreocupados, livianos, como si se conocieran de toda la vida.

GRETEL Todas las noches al acostarme tomo el libro que descansa sobre la mesa de luz. Anoche, mientras leía, de la página central salió un viento muy frío formando remolinos alrededor de mi cama, daba la impresión de que subía hasta el techo y volvía a caer, caía y giraba enloquecida para volver a empezar. Desesperada abrí la ventana y escuché una voz melodiosa: por favor sígueme. El viento frío escapó, pero mi hermoso libro perdió su página central.

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mónica altomari Argentina

Twitter: @monicaaltomari

La niña, harta de que su papá actor se fuera cada noche para hacer Hamlet, tomó el toro por las astas y robó la calavera.

Trepó a lo más alto. Si la amaba debería ser capaz de alcanzarla. Tarde comprendió que las cumbres son sitios solitarios.

Se sentía perdido hasta que venía ella con su uniforme blanco. Diez píldoras rojas eran suficientes para regresar a casa.

Dispone con amor los zapatos en estantes, son sus souvenirs y con cada par revive la muerte de alguna de sus víctimas.

Le dijeron a su hermanita que era un ángel. La niña saltó de la azotea y se transformó en uno.

ADMIRACIÓN La niña se trepaba a la ventana del altillo, la que tenía rejas. Jugaba a estar presa como su papá.

ESTEFANI ARES Twitter: @estefaniares Tumblr: starstaringurl.tumblr.com

El escritor no terminó el cuento, y ellos se quedaron paseando al perro para siempre, sin saber qué hacer. 148


ALEJANDRO MIGUELES Twitter :@alexmigueles

Quería huir, compré un boleto sin saber el destino, ahora tengo miedo. El letrero dice "bienvenido al infierno". Fría su mano sobre la mía, gélido aliento sobre mis labios, cuando abrimos la puerta tierra cayó. Era mi ataúd. Caminó de vuelta a casa en la oscuridad, la chica de las luces ya no estaba ahí, sólo el frío. Algunos no sobrevivirán hasta la tres de la tarde, así comenzaba la nota que encontré bajo la mesa. Era mi letra. Don Saúl no quería irse de casa, menos para volver a estar bajo la fría tierra metido en una caja de madera todo el año.

VIENTO DEL SUR-DANIEL ABREGO México

Facebook: https://www.facebook.com/loscuentosdevientodelsur/ Twitter: https://twitter.com/Viento_del_Sur1

¿CONQUISTA? Los invasores huían despavoridos. La táctica del valiente Cuitláhuac había funcionado. Los campeones mexicas habían rodeado al ejercito enemigo en cuestión de minutos, bloqueando todas y cada una de las posibles salidas de la Ciudad de Tenochtitlán. Cortés estaba desesperado e incluso por un momento pensó que la derrota por fin lo había alcanzado. Sin embargo, la suerte le sonrió nuevamente, y tras el sacrificio de sus más valientes soldados, alcanzó a escapar milagrosamente de la capital del imperio mexica. Al sentirse a salvo, miró hacia atrás. Ahí estaba Cuitláhuac, señalándolo con su espada, advirtiéndole claramente: No escaparás…

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Letras ARRABALERAS México

Twitter: @LetrasArr Blog: http://letrasarrabaleras.com.mx/

OTRO DÍA SOLO, LITTLE WING Despierto sin ti, de nuevo. He perdido la noción del tiempo desde que te fuiste; todo se ha convertido en una nube gris. Sufro de relámpagos lúcidos, me iluminan de manera fugaz, y los truenos de tus últimas palabras todavía estremecen mis oídos. Levanto mi guitarra, bailan un par de notas. Súbitamente el éxtasis me llena, toco más veloz, rápidamente me encuentro improvisando un solo funky, triste. Mis vecinos sacuden la puerta, gritan que me calle; toco más rápido, más fuerte para acallar tu recuerdo. Estoy mejor así, con mi blues, al menos la música no me miente como tú.

CONFRONTACIÓN FINAL —Quiero que sepas que te odio, nunca voy a perdonarte por abandonarnos, mamá —Dijo Carolina sin cuartel, con una terrible mirada de fiera a pesar de sus cortos 15 años. —¡No me mires así, cobarde! No tienes perdón. ¿Cómo te atreves a abandonarnos? ¿Qué clase de madre eres? —Siguió, mientras el coraje le traicionaba, la tristeza; el pasado empezó a caerle en cascadas por los ojos. Carolina se alejó del ataúd, regresó a su silla y se limpió el rostro, junto a sus hermanas. Papá, callado, cargaba en brazos a la recién nacida Verónica, el último vestigio de su esposa.

AHOGADO EN LICOR Me alejo de todo el ruido, camino hacia el patio, donde está callado, vacío. El aire de invierno me entumece el rostro, o podría ser el alcohol. Maldita sea, estoy bien borracho. Me pregunto cómo le habrá hecho el pendejo de Beto para conseguir semejante casota, con alberca y toda la chingada, si no podía ni multiplicar nueve por ocho en la primaria, y tan sólo es… es… bah, el caso es que era un pendejo. Yo creo que… ¡Ah! Ricardo se tropezó en su tambaleo, se precipitó hacia el agua. Lo encontrarían al día siguiente, flotando boca abajo.

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A DIOS TAMBIÉN LE GUSTA REÍR(SE DE TI) Todos estábamos tristes al saber que a Julio le diagnosticaron cáncer pulmonar en etapa avanzada, no le quedaba mucho. Decidió pues, salir de día de campo para disfrutarlo con su familia, y aquí, ahora, nos presentamos incrédulos ante su partida tan sorpresiva, tan prematura. ¿Quién hubiera pensado que también era alérgico a las abejas?

La Fugitiva México

Twitter: @_Constelada Blog: http://elocuenciasdecassiopeia.blogspot.mx/2016/11/entre-suenos.html?m=1 …

ESTÁ EN LA SANGRE La infidelidad pasó por su abuelo y su doble vida. Hoy tiene dos grupos de tíos y dos grupos de primos que no conoce. La infidelidad pasó por su padre. Hoy quizá tenga otros hermanos. ¿Cómo serán? —Se pregunta. La infidelidad pasó por su hermano. Creyó verlo feliz con su pareja, hasta que lo vio con otra persona. Lo conoció a destiempo, él tiene familia. Le quiere. La infidelidad está en la sangre —Piensa. Liberando a la estirpe, cortó largo y profundo.

EBHER CASTILLO Perú

Blog: ebhercastillo.wordpress.com

Al final de la calle, solo hallé su aroma a manzanilla desprendida de su cabellera. Ni siquiera pude sujetar sus dedos apenas retiró sus manos de mi cuello, para luego correr con prisa calle abajo, tras decirme: “Debo irme”. Bajo la tarde lluviosa, mientras aún sentía su calor, no logré convencerla de que hiciera una vida junto a mi. Ahora está partiendo hacia Auckland o Basilea. Del bolsillo saco una foto suya, susurro su nombre: Ji-me-na, y abordo un taxi, retornando a casa, nuevamente, con las manos vacías.

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RENATE MÖRDER Argentina

Twitter: @renatemorder Blog: https://renatemorder.blogspot.com

SOLITARIA Le gustaba solitaria y escondida en un rincón del patio del colegio. Invisible y monosilábica; triste y fea como él. Ésta que caminaba delante suyo con un noviecito de la mano, no era ella. Ella jamás usaría ese peinado, ni se maquillaría los ojos, ni diría tantas tonterías. Observó con desagrado la despedida de la parejita, el abrazo, los besos, la expresión imbécil en el rostro de ella. El amor la había arruinado, le había inyectado falsas esperanzas e ilusiones, pero él se encargaría de quitárselas.

LA BICICLETA Después de siete cuadras ya no tuvo dudas, el camión la seguía y de seguro querían robarle su nueva bicicleta. Dobló a toda velocidad por la avenida y pasando en amarillo los semáforos, logró sacarle ventaja por algunas cuadras. Estaba ya a unas pedaleadas de su destino, cuando el vehículo la alcanzó de nuevo. Todo sucedió rápidamente. Le cerraron el paso y la arrastraron al interior del camión. La bicicleta quedó tirada en medio de la calle, un muchacho que pasaba se la llevó.

PATRAÑAS Unas desconocidas se acercaron a Lorena a la salida del gimnasio. Le hablaron de Ramiro. Ella las observó despectiva, no se dejó convencer, Ramiro era encantador, educado y aquello, de seguro, era una conspiración urdida por alguna mujer despechada. Las echó: —Váyanse de acá, no quiero escuchar más patrañas. Pasaron unos años y Lorena todavía se arrepiente. Ahora es ella la que espera. Aún no se acostumbra a su oído sordo, ni a mirar con un solo ojo. Los golpes de Ramiro siempre son certeros, pero ella también va a serlo, se acercará lo suficiente antes de disparar.

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FEDE MARONGIU Argentina

Twitter: @fedemarongiu666 Blog: www.fedemarongiu666.blogspot.com

EN LAS REDES El pescador encontró el teléfono celular entre sus redes junto a los peces que saltaban intentando librarse de ellas. Lo dejó al sol con la secreta esperanza de poder usarlo. Durante varios días controló si el aparato podía encenderse, sin obtener ningún resultado. A la semana de repetir el ritual, consiguió que algo apareciera en la pantalla. Quiso ver los contenidos del aparato y advirtió que este no tenía clave para poder acceder a estos. Por error ingresó en la galería de imágenes. En las fotos, mujeres atadas y amordazadas. Todas con el horror marcado en sus rostros.

REMEMBRANZA El sol del mediodía lo cegó. Notó los ojos adheridos y se los palpó con suavidad con una mano. La tenía sucia y no logró mejorar la nitidez de su visión. Sintió el dolor. Una puntada excesivamente fuerte en su cintura. Quiso estirar el brazo para tocar el sitio exacto y no pudo moverlo más que unos centímetros. Hizo un esfuerzo extraordinario para incorporarse pero no lo logró. Vio sangre en la mano apoyada en su rostro. Enfocó la vista hacia sus extremidades inferiores y recordó: el viaje en auto, el accidente, el vuelco, el vehículo cayendo sobre sus piernas.

ESCLAVO El látigo restalló en el aire y cayó violentamente sobre su espalda. Era la enésima vez en el día. A veces era porque se desplazaba despacio, otras veces porque se detenía, otras veces para dar el ejemplo a sus compañeros. O simplemente porque al guardia se le daba la gana. Respiró profundamente para soportar el dolor. Su espalda ya era un mapa de cicatrices donde el látigo abría nuevos caminos cada día. En su mente sólo un pensamiento: la libertad. Empuja, trabaja, resiste, sobrevive. Algún día volverá a tener nombre y no será solamente un esclavo. 153


LA SANGRE DEL DICTADOR En el suelo de cemento del sótano hay unas manchas. Amarronadas, de bordes difuminados por el paso del tiempo. Todos saben lo que son. Todos en el pueblo conocen lo sucedido en ese lugar. Está hasta en los libros de historia. Los niños usan el lugar para sus juegos. Los ancianos se santiguan al pasar por delante. Los escasos turistas se detienen en el lugar y bajan a verlo. Algunas placas recuerdan el hecho. Allí, en ese mismo sótano, veinte años antes, un tribunal popular condenó al dictador. Contra esas paredes cayó su cuerpo acribillado.

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Entre los cadáveres de los pasajeros y los restos de aquel avión destrozado que al verlos parecían el desmembramiento de un monstruo se encontraba la caja negra, solo había un mensaje del piloto que en una voz clara y sin los estertores del miedo decía: “mi nombre es Legión”.

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CONTAR OVEJITAS —¿Qué le pasa, señora? —preguntó el psiquiatra. —Desde hace un tiempo sueño con murciélagos, arañas y otros bichos inmundos. —Um… Nada mal para una ama de casa. —¿Qué quiere decir, doctor? —Que es mejor soñar con esas cosas a tener un sueño apacible. Ni hablar de tener que contar ovejitas para dormir. 154


—Pero… —Pero nada. Escriba sobre lo que sueña; son imágenes de cierta belleza. Además, una persona con pesadillas es más interesante. Peor es contar ovejitas y que te persigan, se lo aseguro. “Beee…” —¿Qué fue eso? —preguntó ella. —Un balido, se lo dije. ¡Déjenme en paz!

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