EL NARRATORIO. ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO.4 JUNIO 2016

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EL NARRATORIO

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INDICE BELLEZA

ALICIA VILLOLDO-BOTANA 5

ALMA MULA LUCIANO DOTI 10 AFFAIRE FABIANA DUARTE 14 SATURNINA SECO ANA MARÍA CAILLET-BOIS 20 IRIS RENATE MÖRDER 22 COSIENDO ÁNGELES SILVIA G. COILLARD 26 COMIDA CHINA FEDE MARONGIU 36 UNA SEMEJANZA CASI ASOMBROSA TATI JURADO 41 BAJO CERO PATRICIA MÓNICA LOYOLA 45 VENENO ÁNGELA STOL 47 UN MANUSCRITO GABRIEL JAIME ECHEVERRY 51 UNA ESCRITORA EN LA CAMA RAMIRO RESTREPO U 57 EL CLUB DE LOS SIBARITAS HÉCTOR VICO 68 UN ERROR EQUIVOCADO MARIA DEL CARMEN 76 LOS POPAS QIQUE VILLAR 80 LA CIUDAD DEL TAC...TAC...TAC ANA M.MANCEDA 84 EL ASESINO PLÁCIDO ROMERO

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L

a primera vez que lo vi me resultó soberbio y conmovedor. Sentí un tirón en las cervicales por el esfuerzo de mantener la cabeza erguida; de otra manera no hubiera podido apreciar la

ensortijada melena helénica deslizándose por su nuca, por sus patillas y, también, por su entrecejo fruncido. Las cejas tenían el suave movimiento de esas plumas de cisne que yo imagino para escribir versos de amor o para concertar duelos. Debajo, la fiereza de su mirada, conseguida por una perpetua tensión de los orbiculares de ambos párpados, eclipsaba cualquier atisbo de emoción o ternura. La nariz, recta y griega, formaba un ángulo culminante, que se expandía en unas aletas abiertas y bien perfiladas. La imperfección voluntaria de sus orejas las hacía humanas, pero la belleza de sus labios, levemente entreabiertos, era perfecta. Digna de ser apropiada. Lo más erótico de su rostro se reunía en la curva tallada entre el labio inferior y su prominente barbilla: un rincón especial para depositar un beso. Aun había algo más atractivo; y era esa línea que, a través del cuello, llevaba hasta una nuez sensualmente masculina, sobresaliente e inmóvil, pero dispuesta a la morbidez que cualquier gesto le hubiera impreso. Agotada por el esfuerzo de observar con minucia el frío e impertérrito silencio de su rostro, y anhelando una sonrisa que no me dedicaba, fijé mis ojos en sus formas gigantes. Era el triunfo de la anatomía singular de un contrapposto obligado, que hacía caer el peso de su cuerpo sobre el lado derecho. Así es como él indicaba su tensión en el reposo y la estolidez que le perseguirían siempre. De haber podido 6


acceder a su tacto, mi lengua hubiera trazado un surco goloso desde el ligamento de su nuca, demorándose en sus escápulas, persiguiendo cada músculo, sinuosamente, hasta mordisquear los tendones de Aquiles. Sus glúteos eran delicados, como el contorno de sus pechos que delataban unos apetitosos pezones. Yo estaba dispuesta a ofrecerle mi regazo para que el ardor de mi vehemencia lo humanizara. Deseaba provocar una sonrisa para borrar cierta nostalgia en esa mirada que no veía, fija en el vacío del espacio. Parecía tallado, en un mármol pálido y sedoso, magnífico e inusual para la caricia, como si el escultor hubiera perfeccionado lo humano hasta la divinidad. Toda la musculatura esquelética glorificaba su prestancia atlética, trabajada con intención, para ser admirada. Quizá la ferocidad de su mirada se basaba en esa certeza. Sí, él lo sabía y explotaba su condición de apolíneo adonis. No podía apropiármelo: estaba signado para ofrecerse a la admiración de cualquier mujer. Con eso le bastaba, no necesitaba elegir. ¿Para qué dolerse en la duda de la fidelidad si su sino le había hecho objeto de infinitas miradas femeninas?. También masculinas porque la sensibilidad ante la hermosura no distingue sexos. Miré a mi alrededor y me sentí sola entre toda esa gente que, como yo, sabía hechizada por la seducción que el joven desplegaba. Parecía estar allí desde siglos, contemplándonos adusto, resignado. Indiferente. Su cuerpo ladeado tenía una elasticidad felina que suavizaba la tensión de su postura y, al mismo tiempo, ese dejarse caer le imprimía 7


un carácter adolescente. Su torso era un triángulo invertido, cuyo vértice se ensanchaba en la cintura de dimensiones académicas. Las piernas de guerrero sostenían la colosal figura en un porte, entre irrespetuoso y lánguido, como suelen lucir esos hombres en calistenia continua. Yo esperaba una contorsión o un parpadeo; por qué no un imperceptible movimiento en alguno de los dedos de su mano derecha, que rozaba de modo displicente su muslo, o de la izquierda, apoyada sobre su hombro como sosteniendo una chaqueta. Pura ilusión, puro deseo, puro deleite que enervaba el vello de mi piel. Me hubiese contentado con rozarle los pies, modelados sólo para caminar descalzos sobre la arena, salpicados por las burbujas que dejan las olas al retirarse para renovarse mar adentro. Era mayo del año l975. Volví a encontrarme con él cinco veces más. La cita se repetía en Firenze. Dada su finura y su destino, no podría haber sido en ninguna otra ciudad. Continuó causando en mi la misma y original turbación: una amalgama de turbia excitación, felicidad y embarazo. Yo había cambiado, había envejecido; él no. Continuaba siendo el mismo David de Michelangelo Buonarotti de siempre.

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ALICIA VILLOLDO-BOTANA

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atricia había dudado en un primer momento acerca de iniciar esa relación. De hecho, ella prefería no llamarla relación, apenas algún que otro contacto casual. Su marido había muerto, lo cual era de esperar, ya que la diferencia de edad

entre ambos supo ser considerable, y después de un tiempo de soledad, la posibilidad de volver al ruedo surgió allí cerca, junto a ella. Era difícil para Patricia entablar una nueva relación en el pueblo tan pronto. La viuda de Mc Allister debía esperar un tiempo prudencial, más teniendo en cuenta que ya de por sí la gente había hablado bastante cuando se casó con ese hacendado que, al momento de la boda, la triplicaba en edad. Así que, joven al fin, terminó por aceptar la propuesta que tenía más a mano: su sobrino Pablo, el hijo de su hermana a quien, ahora ella doblaba en edad. Era sólo un contacto para saciar su sed de mujer aún activa. Entre los beneficios estaba el de no tener que salir de su casa dando lugar a nuevas habladurías; ante los ojos del pueblo sería una dama recluida en su morada en guarda de respetable luto. Su hermana, que ignoraba todo, separada y con ese hijo adolescente, no había dudado en instalarse en casa de Patricia para acompañarla en ese difícil trance; siendo la hermana mayor, le debía al menos eso. Por otra parte, Patricia había quedado en muy buena posición económica, y a ella no le sobraban recursos. De allí que ayudar a administrar la hacienda fuese un buen «lucky break». Patricia presentaba algunos arañazos últimamente. Eran una serie de excoriaciones cutáneas que su hermana atribuía a las recorridas que 11


hacía por la hacienda, nada de importancia. Sin embargo, comenzaba a llamarle la atención que éstas se produjeran generalmente durante la luna llena. Al principio, había pensado que era normal que Patricia se ausentara durante las noches de luna llena; esas noches son las más claras, y las personas que han perdido seres queridos suelen buscar cierta clase de contacto con la dimensión de los ya glorificados; pero ahora se le antojaba raro que ella pasara todo el día siguiente sin probar bocado. No quería indagarle nada acerca de esas excursiones nocturnas, fingía ignorarlas, hasta que un día se lo preguntó indirectamente: —¿Te enteraste de los animales que aparecen sin sus órganos? Patricia quedo congelada. —Sí, dicen que puede ser obra de algún depredador salvaje — respondió, pero a su hermana le quedó la sensación de que había tocado una fibra muy íntima de Patricia. Con todo, los contactos amatorios entre tía y sobrino siguieron su curso, infatigablemente. Cual bacanal incestuoso, cada ausencia de la hermana mayor era aprovechada por Patricia para dar rienda suelta a su lujuria, la que se iba acrecentando conforme se adentraba más y más en esa vorágine sexual. Era algo inmoral, apostasía pura, blasfemaba como nunca. El propio Pablo se asustó en un momento, pero prevalecieron sus hormonas. Ya estaban los dos perdidos. Ella y él. Sobre todo ella. Transcurrido un mes, todos los baqueanos de la zona pasaron la noche expectantes, a la luz del plenilunio. Un extraño animal atravesó la llanura en dirección al monte. Era peludo y largaba espuma por la boca. 12


Gruñía. Ninguno de los experimentados hombres de campo pudo clasificarlo. No como animal. Aunque alguno deslizó un relato folclórico. Los otros lo miraron un poco escépticos, pero finalmente dispuestos a creer. Los hombres de campo, de mente cerrada y conservadora en ciertos temas mundanos, suelen ser los más abiertos cuando hay que aceptar lo sobrenatural. Se trataría de un alma mula, ¿pero quién? La lista de candidatas estaba abierta. El alma mula es una variante del mito del lobisón. De acuerdo a esta leyenda, las mujeres que cometen incesto se convierten en un animal salvaje durante las noches de luna llena.

LUCIANO DOTI

Argentina http://lucianodoti.blogspot.com Twitter: @Luciano_Doti

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e siento herido de muerte. No tengo frío, ni calor, tampoco tengo hambre. Mi existencia se reduce solo al movimiento de respirar. Los días pasan lentos, lo único que hago es dormir y

ver televisión, creo que nunca se me va a pasar este embotamiento mental. La tele está encendida en un canal de cable. Veo una película que vi como cuatro veces con ella, pero por primera vez entiendo la mirada perturbada del tipo cuando la mujer le dice: “Aunque fueras el último hombre del mundo, jamás podría pensar en casarme contigo”. La chica lo mira con odio al estirado ese, como Daniela me miró a mí, el día en que me dejó. Soy un perfecto idiota, un fucking calentón, ¿En qué carajo estaba pensando? Elio me lo advirtió: “Parker, esta mina es para quilombo, te va a quemar la cabeza”. Hace unos meses ingresó una rubia al trabajo, una empleada temporal que cayó como paracaidista a la oficina, una de esas mujeres que te comen con la mirada. Intenté esquivarla un par de meses pero, ¿Cómo se hace para pelear contra el instinto más animal? Busco el control remoto, las películas cursis me aburren. Hago zapping y me detengo en el canal Encuentro, un documental sobre los órix del desierto. Un órix macho alzado intenta aparearse: la hembra no lo deja. El macho busca otra, está rodeado de hembras, esta sí se deja. Con la rubia tuvimos sexo en la oficina, en el ascensor de servicio, en la oscuridad del vip del after office, pero eso era todo, sexo salvaje, como la pareja de órix, pura adrenalina. Después me fumaba un pucho y 15


me sentía un macho alfa… Un pelotudo. Dany llevaba las de perder, yo lo sabía, ella estaba a full con los finales de la facultad. Antes, las mujeres pasaban por mi vida, no me involucraba, ni me complicaban la existencia. Hasta que apareció Daniela, después de unos meses de conocernos, estábamos juntos todo el tiempo. Siempre tuve mujeres hermosas, pero Dany era otra cosa. La manera en que me cuidaba, los detalles tontos a los que prestaba especial atención, su mirada clara y esa voz tranquila. Nos fuimos a vivir juntos enseguida y me porté bien durante mucho tiempo. Me porté muy bien. Estaba tranquilo, volvía a casa con ganas de verla, salía con amigos. Iba a la cancha los domingos sin problemas, me olvide de cocinar y de lavar mi ropa, teníamos buen sexo. Ella confió en mí, en nosotros. Lo vi en sus ojos: la decepción y el odio le enfriaron la mirada cuando admití que estaba teniendo una aventura, después de que ella descubriera un mensaje comprometedor. Hace tres días que no voy a trabajar, di parte de enfermo, no puedo ver a la rubia ahora. Reviso los mails, y miro el teléfono muchas veces al día. No pude pedirle perdón, no me dejó. Llorando dio un portazo y se fue. Yo no la retuve, ni la seguí. Ni siquiera me dejó explicarle. Lo mejor en estos casos es mantener la boca cerrada. No sé qué demonios quiero hacer de mi vida, tengo treinta y dos años. No tengo ganas de pensar. Tampoco quiero escuchar reproches interminables. Días, semanas y quizá meses de miradas desconfiadas, llamadas controladoras, comentarios irónicos, sexo de mala gana. 16


Me llamó su madre esta mañana y me dijo que Daniela se fue a una propiedad que tienen en Carmelo, que está muy triste, irreconocible, me pidió que la vaya a buscar, que se la traiga. La idea me quedó dando vueltas en la cabeza, ir a buscarla. Me voy tomar un día más, en realidad estoy decidido a hacerlo, pero necesito aplacar con tiempo las ganas de salir corriendo. Son las dos de la tarde en Carmelo, camino por la playa buscando la casa paterna de Daniela. Si no fuera por las circunstancias, esto parecería una película cursi más. El tipo que vuelve a buscarla, le pide perdón, se arrodilla y le ofrece casamiento, música de violines, ella llora emocionada, la cámara se aleja, se abrazan, se besan, y comen perdices. Me saco las zapatillas y camino descalzo por la arena. A unos metros la veo: sentada en la playa, mirando al mar, el viento arremolina su pelo. Está con Punky, nuestro labrador negro. Le tira una pelota que él busca y se la devuelve una y otra vez. Cuando Punky me ve, viene hacia mí con el entusiasmo de los que te adoran sin importar lo que has hecho de tu vida. Se desespera, salta y me ensucia con arena. Daniela me ve llegar, se pone de pie, cruza los brazos. La miro a la cara y creo distinguir un brillo de emoción en los ojos. Eso me afloja un poco. —Hola, Dany —me acerco y le doy un beso en la mejilla. —¿Qué hacés acá, Parker? —el viento hace flamear los pelos sobre su cara, está tensa. 17


Le digo que vengo a buscarla, a pedir perdón, a suplicar si es necesario, para que vuelva a casa, y sin quererlo se me quiebra la voz. Daniela me mira, siento que me desnuda con los ojos, me muevo incómodo, miro hacia el mar. Ella se acerca, se pone en puntas de pie para decirme algo al oído, toma mi brazo para sostenerse. Me agacho un poco, huelo su perfume, giro la cabeza para escucharla. Antes de hablar, aleja su cuerpo unos centímetros. Observo cómo arruga la cara en una mueca repugnante. —¿Sentís? —¿Qué cosa? —le pregunto. —El olor —dice, sin dejar de tocarme, baja los talones al piso y me mira a los ojos. —Sos vos, Parker, estás impregnado en mierda. —me suelta con asco, mira mis pies y levanta la vista hasta llegar a mis ojos. —Haceme un favor, mandate a mudar, eso sí fijate por donde caminás, porque dejás un olor insoportable, alejate de nosotros. —dice, le pone la cadena al collar del perro y se alejan por la playa. Con la mente en blanco, viajo de regreso a Buenos Aires, no presto atención a nada ni a nadie, pero puedo sentir la mirada de la gente, como se alejan y me dejan solo. En el momento de bajar, un chico al lado mío me mira con repulsión y le dice a la mujer que lo lleva de la mano: “Mamá, este señor tiene olor feo”. Quedo parado en el medio de la terminal. Se hace un espacio a mi alrededor que todo el mundo evita. La gente pasa, mirándome, tapándose la nariz con la mano. 18


FABIANA DUARTE

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i nombre lo dice todo, me llamo Saturnina Seco y así esta mi corazón, seco, incapaz de sentir amor. Vivo sola, ¿Será que la soledad se adueñó de mis sentimientos? Me olvidé de soñar; menudo trabajo me espera si quiero recuperar mis sueños.

Pero sé que son deseos tontos; ya es tarde para mí. Se me fue la vida en la manía de la perfección, la casa limpia, la ropa impecable y también impecables pensamientos. Hoy me senté a mirar el afuera, el mundo, la gente que me rodea. Cuando encuentre mi sombra, que quedó prolija y almidonada en el cuarto de planchar, sé que lograré salir de la casa, pero por ahora es imposible, la muy ladina huye de mí y cuando aparezca estará sucia y arrugada, para que yo tenga que volver a empezar.

ANA MARIA CAILLET-BOIS

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o me miren con esa cara de horror. ¿Cuántas veces pensamos en la forma de joder a la vieja, eh? Y ahora resulta que se preocupan por ella y justo vos Elena, que te la pasás llorando

cada vez que te grita. No nos engañemos más. A vos, Claudia, te tiene de mucama y aunque ahora te hagas la buenita yo sé que cada mañana pensás en echarle un venenito en el cortado, pero no te animás y vos Francisco la odiás, si te tiene de cadete. Garmendia está parado en el medio de la oficina, viste traje gris, camisa blanca y corbata, pero hoy no está impecable como siempre, la corbata está desanudada y su camisa y su traje se ven arrugados. ¡Basta! Terminemos con está mierda, es simple, la obligamos a firmar la renuncia y cuando nos acuse la hacemos pasar por loca. Va a salir bien, van a decir que Iris está grande y que está paranoica. Yo me quedo con su puesto y todos ascendemos y hasta podemos hacer entrar a tu pibe, Francisco. Vamos, que todos ganan, como en la perinola. Apóyenme, no sean garcas, dejen de mariconear que “Si se ahoga con el trapo, que si le agarra un ataque, que si nos denuncian”. Si cerramos filas estamos a salvo, es nuestra palabra contra la de ella. Les juro que esto sale bien. Díganme que sí. Claudia, Elena y Francisco miran horrorizados a Garmendia que, sosteniendo una pistola de manera descuidada, los mira suplicante. Vamos, juéguensela una vez en la vida, ¿A qué le tienen miedo? ¡Mírenla!

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Todos miran a Iris, la gerente de la empresa, que está atada en un sillón y tiene un trapo en la boca. No es más que una vieja vencida que se alimenta de nuestras humillaciones. Garmendia se acerca a sus compañeros e insiste: No voy a aceptar un no como respuesta. Todos le creen, todos asienten. Así me gusta, a partir de hoy todo va a cambiar. Garmendia va donde la gerente y le saca el trapo de la boca. Se pavonea con el arma, le apunta a la cabeza. Ya escuchaste Iris, si valorás tu vida vas a firmar tu renuncia. Iris no contesta. Garmendia la zamarrea. ¡Vieja maldita, reaccioná! La mujer no reacciona. Claudia se acerca, le toma el pulso, le dice: ¡La mataste, idiota! Garmendia la mira con ojos incrédulos. No puede ser... Claudia, Francisco y Elena aprovechan su confusión y abandonan la oficina. Garmendia les grita: ¡No huyan como ratas, no sean garcas, no me dejen solo! Nadie vuelve, nadie contesta.

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RENATE MĂ–RDER

Argentina Web: www.renatemorder.blogspot.com https://www.facebook.com/paginarenatemorder/ Twitter: @renatemorder

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n la clínica mis clientes se muestran tan fríos como obedientes. Eso sí, rara vez me dan las gracias. Poco importa su origen o abolengo, todos aguardan pacientes y en silencio a

que yo concluya mi trabajo, sin protestar: entienden que es por su bien. Mi benefactora les ha conferido el don de la mansedumbre y el temple más profundo, dotando sus rasgos de eternidad, y la eternidad atenúa en exceso el surco de las arrugas, las evapora con violencia y priva de cualquier expresión a la faz más elocuente. Pero para eso estoy yo y, aunque ninguno de ellos lo admitiría, en esos rostros indiferentes se esconde la coquetería más inconfesable. Cuando les llega el turno de su aparición estelar, a todos les complace lucirse. Jamás lo reconocerían, sin embargo… hasta el espíritu más austero o el tímido por excelencia, gusta del momento en que sus seres queridos se asoman para despedirle y admiran ese look recién estrenado. ¡Cuán presumidos nos vuelve la muerte…! Todo comenzó cuando cumplí seis años y me regalaron una muñeca de porcelana. Aún me veo intentando encajar el severo golpe… Su exquisito vestido de encaje no logró mitigar esa mirada vacía que residía en sus ojos turquesa, tampoco el pender aciago de sus largos cabellos sin vida, o aquella nívea piel, en exceso pálida. No, sus elegantes ropajes no lograron desviar mi atención ni hacerme obviar que me habían regalado una muñeca muerta. Mis padres no lo habían hecho a propósito, pero calzando apenas un 30, me recorrió idéntica sensación que si hubiera sido obsequiada con el cadáver mustio de un gorrión. 27


Alina, que así se llamaba la muñeca, ocupó un lóbrego rincón en mi corazón y en mi dormitorio, exiliada en el fondo de su bonita caja. Me sentía indignada, Alina nada tenía que ver con las sonrientes peponas de mofletes coloridos, ni con los bebés lactantes y sus carnosas manitas de plástico. Me resigné finalmente, convencida de que habría de esperar hasta mi séptimo cumpleaños para cauterizar la ofensa con una nueva muñeca, una con vida. El tiempo transcurrió, y lo hizo para todos, en particular para mi abuela. Una borrascosa mañana la noticia arribó a casa envuelta en una feroz ventisca. Si hay algo que me ponía verdaderamente triste era ver llorar a Mamá, y recuerdo que aquel día me puse muy triste. —Ha sido culpa de un bichito que habita en la carne poco hecha — supe por mi padre. La gula de mi abuela confundió una hamburguesa sin freír con un steak tartare, resultó llamativa hasta para morir, culminando así con una existencia glotona y extravagante. No pudo conformarse con ser víctima de un infarto, como el resto de los mortales, y mucho menos con fallecer discretamente bajo el peso de sus ochenta y siete años o de sus más de cien lustrosos kilos. Menudo afán de protagonismo… Huelga mencionar que me enfadé con ella: no le perdonaba lo mucho que había hecho llorar a mi madre y, desde luego, no la dejaría marchar así como así, no sin antes cantarle las cuarenta. Divisé la tapa de madera que permanecía abierta, como una rosa indiscreta que muestra al mundo sus impúdicos encantos. No me pareció de recibo semejante desabrigo en público, pero así podríamos vernos 28


frente a frente. Para la ocasión me habían vestido con un traje azul de lo más favorecedor y templados leotardos. El entusiasmo por mi atuendo desapareció cuando los rostros desangelados que poblaban el tanatorio acusaron miradas que rezaban envidia por mi infantil inocencia. Los allí presentes me intuían todavía protegida de ese mal universal llamado edad, yo sentía sus pupilas perdidas, observándome tras los surcos ojerosos del mayor de los desconsuelos. Me aferré a la mano de mi padre, esforzándome por esquivar las sonrisas agridulces que hacinaban desgracia y experiencia. Nada acontecía como había previsto. El pasillo que llevaba hasta el lecho de pino atravesaba una senda de baldosas demasiado lisas, donde las suelas de mis bailarinas retumbaban en una suerte de claqué funerario. Mi turno para la despedida llegó, y la consabida reprimenda. Tragué saliva, sería la primera vez que mirara tan de cerca a la Muerte y sentí un cosquilleo recorriéndome el estómago, aunque no vacilé. Las oraciones anidaban en las esquinas, los sollozos reptaban por la sala y encaré con valentía el rostro de la difunta, que preconicé como una “Alina” encajonada, con algunos kilos y años de más. —¿Abuela…? —susurré sorprendida. Ahí tumbada había una persona que se parecía a mi abuela, mas no era del todo ella. No reconocí en sus rasgos distendidos y calmosos a la que fuera en vida. Recuerdo la piel tersa de la cara. Su aspecto no lucía macilento ni sus mejillas desvaídas, por el contrario, admiré su semblante rubicundo, casi infantil. ¿Acaso la Muerte había obrado un milagro con la anciana? 29


Regresamos a casa sin que hubiera osado desenvainar una sola palabra reprobadora a su imperdonable delito. Cuando la besé en la frente su tez estaba fría, como la porcelana de mi muñeca, pero su apariencia rebosaba salud. Pasado el razonable tiempo de duelo, investigué sobre el extraño prodigio que me obsesionaba. Me costó hallar respuestas, quizás porque no hacía las preguntas adecuadas y me refería al fenómeno como al milagro de la muerte. En parte no iba desencaminada, según me explicaron, tras el rigor mortis el tránsito relaja los músculos y descontrae las facciones del difunto. No obstante, faltaba algo: mi abuela había rejuvenecido como por arte de magia, y yo ya sabía que la magia escondía truco… La

ansiada

respuesta

habitaba

en

mi

propia

casa,

más

concretamente en el tocador de mi madre. Al descubrirlo, no esperé para hacer la prueba. De vuelta del colegio aproveché para colarme en la estancia y reuní todo cuanto pude sin ser descubierta: rímel, pintalabios, colorete… Con el material incautado me atrincheré en mi dormitorio y dispuse ordenadamente el instrumental. Ya sólo faltaba mi voluntaria para el experimento. Respiré hondo. Mi paciente reposaba inánime en su féretro de cartón. Aquella muñeca encarnaba al “Frankenstein” de mi improvisado laboratorio. Reuní la destreza necesaria para controlar el pulso y comencé a imprimirle color en las mejillas.

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Cuando terminé con ella, la muñeca de porcelana había regresado a la vida. Su transformación resultaba asombrosa: era mi primera paciente y, aunque quizás me había excedido con los polvos rosa, su tez y cabello brillaban como nunca. No me libré de la merecida regañina pero… ¿A quién le importaba? Había resuelto el misterio, despertado mi vocación y recuperado un juguete. Aquella muñeca fue la primera de una larga colección que aún conservo, todas ellas reanimadas a golpe de pincel; hoy en día, todavía ingresa alguna nueva integrante en mi familia de mayólica. Desde aquella inolvidable tarde de noviembre, acontecieron en mi vida las películas de Bela Lugosi y los embalsamamientos de la Momia, la lectura de El Libro de los Muertos, los estudios de vivisección y anatomía, el “Necronomicón” de Lovecraft… Y en mi adolescencia jamás faltaron los grupos de música gótica ni la ropa enlutada, tampoco los tratados de brujería, ni los disfraces en Halloween… Para cuando quise darme cuenta, la Muerte se había instalado definitivamente en mi vida como una inseparable compañera de juegos. En la camilla de mi consulta hoy reposa una muñeca rota. Cuando la trajeron esta mañana supe que había sufrido un trágico accidente y su rostro quebrado lamentaba un fallecimiento prematuro. Pensé en sus familiares, en sus seres queridos… No podían contemplarla tan

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desdichada, o el recuerdo de aquella niña les brindaría espanto y pesadillas durante el resto de sus días. Comienzo a peinar sus cabellos lacios que yo misma he lavado, desenredando los mechones con cuidado; contemplo largamente la foto de su retrato de comunión, donde luce intacta. Me queda por delante una ardua tarea. Por suerte, heredé de mi madre sus dotes de costurera y no me manejo nada mal con la aguja y el hilo, imprescindibles para casos como éste. —Aguanta, pequeña, esto te dolerá un poco pero sólo será un momento…—Le susurro a medida que la aguja penetra en la carne rígida. Ella no dice nada. Entretanto pienso en la forma de rescatar del abismo sus lívidas mejillas, hundidas sin remedio y pegadas al hueso. Poco a poco, los fragmentos desperdigados del puzzle infantil cobran la uniformidad de una sola pieza; con algo de látex y una cera especial culmino la tarea, cimentando las imperfecciones de la piel como si de una máscara se tratara. En la estancia refrigerada, Debussy nos acompaña mientras juego a ser Dios y devolver la vida a la niña que cayó mortalmente del columpio. El milagro obrado durará lo justo para que su imagen prevalezca indemne en la memoria de sus familiares. Los pómulos obtienen el tono deseado bajo la brocha que avanza, y los labios recuperan progresivamente su extraviado color. —Abre la boquita, cielo —tapono con mimo los orificios faciales, mientras la máquina que bombea a mi espalda le inyecta en la arteria el

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líquido conservante, ese elixir que la mantendrá flexible y con aspecto saludable. Tras masajear sus miembros con esmero, ya sólo me queda engalanar a mi paciente. Su madre insistió para que ataviara su mortaja con el traje de organza de su primera comunión, rosario y misal en mano, como en la foto. Al contemplarla admiro fascinada a mi nueva muñeca, que ha quedado radiante… Es precisamente eso, una muñeca dormida con piel de ángel. La mejor parte de mi trabajo consiste en asistir a algún que otro velatorio, o en recibir a posteriori a los familiares del difunto. Es entonces cuando escucho frases tan absolutas como: “Es ella”, o “Parece que estuviera durmiendo”… Las cuales me hacen sentir enormemente satisfecha, llena, pues no es sencillo ganarle el pulso del recuerdo a mi vieja amiga Muerte. En cambio, si hay algo que lamento, es no poder incluir en mi colección a todas esas muñecas de porcelana que pasan por mis manos y que, en vez de adornar la estantería de mi dormitorio, van directas a las llamas del crematorio. La niña que cayó del columpio reposa ahora en el tanatorio. Sus seres queridos la visitan en procesión, sonríen amargos al ver su rostro angelical dormido eternamente, maravillados por su expresión serena. De 33


repente, el sonido de unos pasos cortos y firmes interrumpe los sollozos de todos, que de inmediato desvían su atención. Al divisar a la menuda dueña de las pisadas, reparan agridulces en su inocencia, y en el envidiado desconocimiento que posee de la situación. La pequeña recién llegada traga saliva y, aferrándose a la mano de su padre, avanza con el gesto contrariado hacia el lecho donde reposa su hermana mayor. Las tapas de sus bailarinas resuenan sobre las baldosas, la niña parece ofendida, con el ceño fruncido, y sus labios se entreabren en un reproche a punto de ser desenvainado. No obstante, cuando sus ojos se posan en los párpados por siempre sellados, el asombro acontece y su enfado mitiga, aplacado ante la imagen del hermoso rostro resucitado de su hermana. La contempla pausadamente, un sin fin de preguntas sin respuesta la asaltan a un tiempo, pega la frente al cristal, tras el cual el ataúd está expuesto. Alguien cosió su carita con hilo de ángel- concluye finalmente para sí. Pasados unos segundos, el cristal se ha llenado de vaho y la niña reacciona. Para cuando esto ocurre, ya se desvaneció su intención de regañar a su hermana por marcharse tan de repente, sin tan siquiera despedirse, por haberse ido al parque sin esperarla y jugado sola en aquel columpio… La pequeña ha olvidado gritarle que, por su culpa, Papá y Mamá no dejan de llorar. En lugar de disgusto, deposita su peluche favorito contra el cristal. Luego acerca los labios y susurra bajito:

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—Buen viaje, Alina… —Finalmente la niña planta un beso en la vitrina y da media vuelta. Posiblemente, la Muerte haya dado con una nueva compañera de juegos.

SILVIA G.COILLARD

España Web: http://silviagomezcoillar.wix.com/escritora https://www.facebook.com/silviagcoillard/ Twitter: @SilviaGCoillard

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unca le habían agradado demasiado los restoranes chinos, ni su falta de limpieza, ni sus olores penetrantes. La comida tenía sabores que su paladar parecía no poder tolerar, a veces

agridulce, otras veces con gusto a verduras de las cuales no podía distinguir el origen, en oportunidades totalmente insulsa, casi como comer papel. Tampoco le gustaban los sujetos que atendían esos lugares, con rostros inescrutables y una actitud servil que parecía ocultar algo. Se enojó consigo mismo al notar que había elegido una camisa blanca para la ocasión, la cual podía evidenciar cualquier tipo de manchas de las que suelen aparecer en los momentos menos oportunos. No hubiera sido la primera vez que se ensuciaba y luego debía ocultar su ropa manchada durante el resto de la velada. Entre malhumorado y divertido se sentó en la mesa más próxima a la ventana. Le causó gracia observar que les traían unas minúsculas galletas de la suerte como aperitivo. Tomó una y la sostuvo entre su dedo pulgar e índice, analizando su textura e intentando adivinar el sabor, o la ausencia de éste. Rió sonoramente ante la sorpresa de su compañera de mesa que lo miró en forma inquisidora. La mujer lo había invitado a comer a ese lugar para hablar de un posible negocio. No le había dado mayores detalles pero le había mencionado la posibilidad de obtener interesantes sumas de dinero. A él le había resultado interesante la propuesta y el hecho de que la mujer fuera tan enigmática había acicateado su curiosidad.

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Volvió a tomar en sus manos la galleta. Le pareció hasta engañosa la presencia de éstas en un lugar que se ufanaba de ser uno de los lugares con mayor tradición china de la ciudad, ya que había leído en varias oportunidades que las galletas de la fortuna no eran un invento chino, sino que era simplemente un ardid comercial para turistas. —¿Sabés que estas galletas son un invento yanqui? —le dijo a su interlocutora. —Creí que eran chinas, ¿no es así? —No. Las inventaron en California. A China llegaron mucho después. —Entonces este lugar de chino no tiene nada. —Por lo menos los que atienden tienen aspecto de ser orientales. Todavía sonriendo ante la perplejidad de su interlocutora, abrió la galleta. “Vas a morir hoy”. No dio crédito a lo que veía y volvió a leer el pequeño papel. Pensó que se trataba de una broma de mal gusto y odió aún más el lugar donde estaban cenando. Miró a su alrededor. Los hombres de aspecto oriental los miraban con expresión seria. —¿Qué dice tu galleta? – preguntó alarmado a la mujer. —Una pavada. “No podemos dirigir el viento pero sí ajustar las velas”. Él tomó otra de las galletas y la abrió. Al principio pensó que estaba viendo mal o que confundía las letras. Luego releyó lo que decía el pequeño trozo de papel: “Vas a morir hoy”. Miró hacia todos lados sin poder disimular su inquietud. Los hombres que los habían atendido no 38


estaban a la vista, evidentemente se habían retirado hacia el fondo del local donde no podían verlos. En el lugar sólo estaban ellos. —¿Qué te pasa? —le preguntó ella notando el nerviosismo que ya se había hecho evidente. —Mirá lo que dice esta galleta de porquería. Debe ser una broma. Le mostró el pequeño papel y le pareció que la mujer palidecía. —Esto es el colmo. Mejor nos vamos. La mujer con un movimiento rápido se lo devolvió. —¡Vamos a otro lado! —insistió e hizo ademán de levantarse. Sintió un estruendo, luego otro aún más fuerte, posteriormente ruido de vidrios y platos rotos. Le siguió un sacudón en la mesa y la sensación repugnante de un líquido que le salpicaba el rostro. Levantó la vista y vio que su compañera de cena había caído de bruces sobre la mesa. Instintivamente se palpó el tórax, no tenía ninguna herida. Vio que su camisa blanca que minutos atrás estaba impecable se encontraba ahora llena de sangre. No atinó a moverse. Escuchó el ruido de pisadas sobre vidrios rotos. Un hombre con una gruesa campera, un pasamontañas sobre su rostro y un arma larga en su mano derecha se acercó. Tomó la cabeza de la mujer, la levantó tironeando de sus cabellos y la dejó caer. Le quitó la cartera a la muerta y extrajo unos papeles que dobló y guardó cuidadosamente en el bolsillo trasero de su pantalón. Miró al hombre de la camisa blanca manchada de sangre que respiraba agitadamente presa del pánico y sostenía aún el papel de la galleta de la suerte en su mano. 39


Rió irónico, hurgó en el bolsillo de su campera y extrajo otra galleta de la suerte, la arrojó con precisión justo a un lado de la mano de la mujer muerta. Luego dio media vuelta y salió del lugar. El hombre de la camisa blanca y roja permaneció paralizado por largos minutos hasta que estuvo seguro de que el asesino ya estaba lejos. Se incorporó subrepticiamente con la intención de huir antes que llegara la Policía, dio unos pasos pero se detuvo. Sin poder resistir la curiosidad volvió hasta la mesa y tomó la galleta que el asesino había arrojado. La abrió, y leyó la frase: “Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto”.

FEDE MARONGIU

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A

la hora de siempre Laura sacó la billetera de la cartera, levantó la mano y, fiel al rito de la mayoría de mi clientela y de la misma Estrella, perpetró ese gesto con los dedos índice y

corazón para pedirme la cuenta. Venía todas las tardes y acostumbraba a sentarse en la mesa del fondo junto a la ventana donde leía el periódico mientras tomaba un capuchino. Era una mujer de mediana edad, esbelta y de una elegancia poco común. Siempre lucía algún complemento que llamaba mi atención: collares novedosos, chalinas de diversos tamaños, colores y diseños, y hasta gafas de sol de última tendencia. Algunas veces venía con amigas que, curiosamente, compartían su buen gusto para la vestimenta. Casi todas rondaban la misma edad, con cargos importantes en sus trabajos y, en apariencia, felizmente casadas. A menudo Estrella se sentaba a conversar con ellas y la mayoría de las veces ejercía de anfitriona en las charlas. Poseía una suerte de imán sobre las otras personas. Con su hablar pausado y el ladeo de su muñeca de un lado a otro con esa mezcla de delicadeza y seguridad que hacía tintinar sutilmente el brazalete plateado de su reloj, lograba monopolizar las miradas. Para mí era inevitable merodear por su mesa. Las escuchaba y las observaba siempre atenta a sus movimientos y comentarios. Además tanto Laura como sus amigas estaban incluidas en el grupo de mis clientas predilectas y aunque en ocasiones, por el aforo del salón, no me correspondía atender el sector donde se instalaban, de alguna forma 42


lograba acercarme a ellas. Siempre improvisaba algún quehacer para arrimarme y así pasar más desapercibida aún. Nada más pagar juntó todas sus pertenencias y como cada tarde se dirigió al baño antes de irse. Traté de disuadirla apelando al despropósito de cargar con la cartera, la chalina y la chaqueta de un lado para otro, pero mi recomendación cayó en el vacío. Su atención, una vez más, no hizo escala en mis palabras y siguió avanzando. Desde la barra Estrella, que por un instante abandonó esa férrea exploración de más de dos horas por los cajones, le volvió a insistir para que renunciara a esa nueva manía, pero Laura contestó con la misma explicación de los últimos días “Cosas de la edad, desde que también perdí la chalina azul llevo todo conmigo para no olvidarme de nada”. Cuando por fin cruzó la puerta de la calle, tras darle el correspondiente beso de despedida a Estrella, terminamos de ordenar el salón y nos aprontamos para salir. Cuando me marché, la muñeca, ahora desnuda de Estrella, continuaba dirigiendo a esos dedos ajetreados en la búsqueda por los cajones. Apenas un adiós sin ni tan siquiera levantar la vista: esa fue la única devolución a “mis buenas noches, que descanses”. Y si bien no era fácil adivinar si esa prevista indiferencia era general o tenía destinatario, esa noche acerté en darles la razón a mis compañeros en que Estrella parecía estar preocupada por algún motivo. Hacía trece años que trabajaba bajo su mando en la cafetería y si bien muchas tardes me marchaba colérica y afianzada en la idea de no 43


regresar al día siguiente, había logrado alivianar, a mi manera, esos arrebatos. Sólo tenía que llegar a casa y en cuanto entraba a mi dormitorio la invariable contención de sus paredes apaciguaba esa bronca ya rancia. Por eso en cuanto llegué y me abrazó el silencio, me encerré en el cuarto. Tiré la mochila y el abrigo sobre la cama angosta y me planté frente al armario. Abrí la puerta y fui sacando y exponiendo sobre el catre cada uno de los trofeos. Finalmente elegí la chaqueta azul, los lentes negros y, para una perfecta combinación, mi penúltima conquista, la chalina azul. Con la memoria adiestrada por esa vigilancia distintiva que tengo desde niña fui repasando cada uno de los movimientos frente al espejo hasta que finalmente me animé e improvisé un diálogo con mi reflejo. Con una semejanza casi asombrosa, comencé a ladear la mano hacia ambos con esa mezcla de seguridad y delicadeza hasta lograr reproducir el tintineo exacto. Después la bajé para meterla en el bolsillo del pantalón hasta los nudillos, tal y como ella lo hacía para que quedara bien visible el reloj, y por último la levanté por encima del hombro y moví casi imperceptiblemente los dedos corazón e índice en ese gesto que, aunque ya imitaba a la perfección, en el fondo detestaba.

TATI JURADO

España Web : conjugandoloincierto.com Twitter: @tatijur 44


45


S

e despertó aturdida y de mal humor, por suerte las líneas de fiebre bajaron, quizás el cansancio y la expectativa del viaje a París le hicieron subir la temperatura. Preguntó si podía ir a

buscar al abuelo que se encontraba en una habitación contigua. Salió del cuarto cantando una canción, sólo camino unos pasos, se asomó lentamente y encontró la puerta entreabierta, un suave viento helado acarició sus rizos negros azabache. Una extraña mujer la traspasó y congeló su corazón, ahí estaba su abuelo tendido en el suelo. A pesar de sus seis años no lloró. Sólo corría por sus mejillas agua nieve.

PATRICIA MÓNICA LOYOLA

Argentina https://www.facebook.com/patricia.m.loyola Twiter: @PatriciaMLoyola Google +:Patricia Monica Loyola Blogger: Patricia Monica Loyola https://www.blogger.com/profile/02641175905867627296

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47


M

e citó en el bar de siempre, el mismo donde diez años atrás solíamos reír como locos y tomar una cerveza detrás de la otra. Ella prefería las bebidas preparadas, pero conmigo era distinta para todo. Me acuerdo de que nos teníamos veinte apodos

idiotas. Yo la llamaba «fresita», ella me decía «limoncito», y así. En una ocasión que salimos precisamente de ese bar, me retó: “ya estoy lista para darte un beso”. Le respondí que no deseaba que me besara estando borracha sino en plena conciencia, aunque la verdad no era esa sino que ella tenía novio y yo tenía novia. Esa noche, no pude dormir pensando en que debí besarla, pero ella era veneno para mí. Justo me encontraba deshilvanando esa remembranza cuando apareció. Lucía más hermosa que hace diez años y que hace cinco cuando la vi por última vez antes de que se casara, por cierto, no con aquel novio sino con otro. Llevaba el cabello largo y revuelto, y las caderas ajustadas a una falda de seda negra. Se sentó a mi lado, ordenamos la cena y nos hicimos las bromas de costumbre, mas de pronto no pudo resistir más y se puso a llorar. Su esposo le estaba exigiendo el divorcio. Vivían separados desde hacía un año, trataron de remediar las cosas pero al final, él se dio por vencido. La compadecí. Si bien desconozco lo que significa transitar por un divorcio, la separación de mi novia de toda la vida fue prácticamente eso. Discutíamos a diario, especialmente por los celos que sentía de ella, de nuestras interminables cadenas de mensajes de texto y llamadas a deshoras, por ejemplo, cuando mi novia y yo estábamos por entrar al 48


cine o cenando a solas. Descansamos unos meses, por decir así, cuando ella se casó, mas ya era tarde. Nuestra relación se había avejentado a fuerza de tantos problemas. Entonces, conocí a quien ahora es mi esposa: Una mujer buena, alegre, que me dice que sí a todo, excepto cuando la invito a tomar una copa. Avergonzada de sus lágrimas, ella se metió al tocador para limpiarse la cara. Eso que las mujeres usan para oscurecerse las pestañas había ensombrecido sus mejillas. Entretanto, por primera vez en toda la velada miré bien a mi derredor. El bar no tenía el aspecto de antaño. La comida estuvo desabrida, el servicio pésimo y ya no ofrecían el platillo que solíamos compartir. Supongo que nosotros dos tampoco éramos los de antes. Ella tardaba en volver y el mesero me preguntó si le permitía llevarse nuestras bebidas, a lo que me negué. No sé por qué pensé, que si esa fuera la escena de una película de horror, tal era mi oportunidad de sacar un poco de arsénico de la bolsa de mi saco y de rociarlo en su vaso con discreción. Luego, al volver ella, le hubiera propuesto un brindis en honor de nuestro reencuentro. Segundos más tarde, ella moriría ahí, tendida sobre la barra de ese bar que tantas cervezas nos vio beber rozándonos rodilla con rodilla, ese trozo de madera que fue testigo de las palabras que nos dijimos y de las que nos callamos. Ella regresó con el rostro como nuevo, con las mejillas polveadas de grana y listas para ser besadas. Fingió que nada pasaba por su mente pero yo sé que sí pasaba porque se entristeció cuando al llegar vio mi 49


anillo de bodas y no dejó de mirarlo durante toda la noche. Nos despedimos en el estacionamiento, anotó su número de teléfono en una hoja de su libreta y antes de ascender a su vehículo me dijo: “Llámame”. Tomé el papel y lo tiré al basurero… es que ella es veneno para mí.

ANGELA STOL

México misegundavezblog.wordpress.com Twitter: @AngelaStol_

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En memoria de Franz Kafka. “¡Perded cuantos entráis toda esperanza!” Infierno – Canto III

M

ucho tiempo he recorrido este edificio y todavía desconozco el incierto número de pisos, escaleras y oficinas que lo componen. Antes logré saber con exactitud los días que había

fatigado en este esfuerzo, pero ahora no podría mencionar con seguridad si afuera alumbra el sol o ha caído ya la noche: En este lugar la única forma de advertir el paso del tiempo se sustenta en el desgaste progresivo de la ropa. Con frecuencia he meditado sobre este sitio; tal vez mi jornada aquí es interminable. Esta idea me parece excesivamente dolorosa, pero ante semejante sospecha soy completamente vulnerable… En esos momentos únicamente me consuela reanudar los largos viajes que se extienden entre una y otra oficina, preparando expedientes, analizando listas imaginarias o intentando reconstruir, en suma, todo el proceso que me trajo hasta aquí. Reconozco que esto es insuficiente, sobre todo porque consigo recordar muy poco. Pero este pasatiempo constituye mi única diversión. Es cierto también que no me permito tomar con seriedad esa clase de distracciones: mi propósito exige una tenacidad constante y una concentración suprema. Si no lo hiciera de ese modo, probablemente perdería el turno de mis citaciones y me vería inevitablemente arrojado al 52


fatigante proceso de citas previas, sanciones, documentos oficiales, sellos y firmas... Con todo, ya en el pasado cometí ese error, y es seguro que aún hoy padezco sus consecuencias; no podría comprobarlo, pero lo sospecho en el repetido número de veces que ha sido necesario visitar alguna oficina que antes creí conocer, o en los brutales gestos de ciertos funcionarios que en el pasado me parecieron divertidos. En este sitio todo parece configurar una oficial resistencia: La negativa general a dejarme avanzar en mi proyecto. Mi pedido es simple, pero se han esforzado en dilatar hasta el absurdo cualquier decisión. La verdad es que he debido escapar hace ya mucho tiempo… Sin embargo, se equivoca ingenuamente quien considere que sólo hace falta recorrer el trayecto necesario desde el sitio en el que uno se encuentra hasta la salida más cercana. ¿Mencioné ya que desconozco las dimensiones exactas de este lugar? A menudo me asalta un presentimiento atroz: Tal vez el edificio es infinito. ¿Cómo podría escapar siquiera de un lugar así? Es

probable

que

el

número

de

sus

oficinas

se

extienda

prodigiosamente en todas direcciones... Ante semejante idea no es posible ya sentir horror, únicamente esa especie de resignación que sigue a lo irremediable. … 53


En el pasado olvidé con frecuencia el motivo de mi estancia; ahora no podría recordarlo aún si lo quisiera. Tal vez sea mejor así. Lo único que me preocupa es mantener la lucidez suficiente para desvirtuar mis sospechas. En eso consiste mi propósito. Pero la lógica abominable de este lugar exige una cantidad sorprendente de trámites para terminar con éxito, incluso, el más insignificante de los proyectos. … Quiero despertar, pero no me lo permiten; de eso estoy convencido. Todo en este lugar me obliga a reconocer ese hecho. ¿Alguna otra cosa podría explicar la extensión absurda de este edificio? … He tomado la determinación de continuar con mi esfuerzo según el complejo itinerario oficial, abundante en errores e imprecisiones burocráticas. Es posible que acepten por fin mi reclamo, inesperadamente. Tal vez, luego de una gestión aparentemente simple, alguno de los oficiales notifique la sentencia. En esto se resume adecuadamente mi empeño. Ante la perspectiva de este trámite final he fundado toda mi esperanza. … Ciertamente se trata de un riesgo considerable, pero he proyectado una alternativa para corregir las inconsistencias y otras debilidades de

54


mi memoria (muchos empleados han manipulado esa circunstancia para retrasar mi solicitud). A menudo aprovecho entonces el descuido de los funcionarios, recogiendo

documentos

oficiales

que

dejan

acumular

sobre

sus

escritorios (notificaciones, sentencias y escrituras que pertenecen a los procesos de otros solicitantes). La colección de este material ha tomado un

tiempo

significativo,

pero

me

ha

dejado

entender

muchas

irregularidades acerca de mi proceso. … Finalmente he descubierto un modo de evitar las astucias burocráticas: el plan consiste en trazar un itinerario de mi trayecto, lo mismo que una crónica respectiva de los hechos. Por ese motivo redacto esta memoria. Sospecho que en algún momento estaré capacitado para comprender el lenguaje de este despropósito administrativo, el método brutal por el cual transcurre su existencia en detrimento de la mía. … Algo me dice que se alimenta de la fatiga y la desesperación de los suplicantes. Frente a un adversario tan cruel, sólo me queda por oponer la terquedad. … Permanezco atento al momento en el que me indiquen que puedo pasar a la sala de espera (esto supone, para los que no reconocen, el 55


mecanismo por el que se mueve este lugar, que he pasado tal vez los últimos días en lo que podría considerarse una antesala de espera, que a su vez se abre posiblemente a otra, o en definitiva, a la sala propiamente dicha. Hasta ese nivel se extiende el disparate oficial). No existe nada en lo que pueda apoyar mis suposiciones, pero esto no me impide pensar que todo se ha consumado ya. Tal vez estoy escribiendo las últimas palabras sobre este sitio espantoso... No existe una razón suficiente para sustentar mi opinión. Sin embargo, no renunciaré a una convicción que justo ahora podría ser un hecho. Eventualmente todo esto podría definirse luego de cruzar hacia la siguiente sala... Aunque no sé a qué atribuir semejante profesión de fe tan injustificada.

GABRIEL JAIME ECHEVERRY

Colombia Twitter: @Un_Tal_Cioran / @BifrontalEditor https://www.facebook.com/creacionalternativa/ Revista Bifrontal: http://revista.bifrontaleditores.com/

56


57


"Me siento solidaria de las mujeres que han asumido su vida y que luchan por lograr sus objetivos; pero eso no me impide-al contrario-interesarme por aquellas que, de un modo u otro, han fracasado, y por eso esa parte de fracaso que hay en toda existencia” Simone de Beauvoir

L

os dos chicos jugaban en el parque de Royal Island, mientras sus madres conversaban en la cafetería central. Andrés y Ramón, esposos y padres se habían tenido que exiliar por

culpa de la persecución de que fueron objeto por parte de los esbirros del régimen

del

presidente

Maximiliano

Filisberto.

Hombre

que

se

autoproclamaba probo y respetuoso de la democracia, porque —decía— confrontaba a la oposición de frente. Sin embargo, no escatimaba ningún espacio en los medios de comunicación para tildar a sus contradictores de guerrilleros y comunistas. Su principal opositor en las lides electorales,

un

liberal

supremamente

progresista

fue

tildado

precisamente de comunista. Era parte de la estrategia política de Maximiliano para crear miedo en el electorado, en un país donde ser comunista era sinónimo de ateísmo y portador del mal. Filisberto era hábil manipulador de masas y tenía, además, una prensa y unos cuantos intelectuales a su servicio. Ganó las elecciones y gobernó sin oposición durante ocho años, diciendo y haciendo lo que le venía en gana. Pero dejemos la política y vamos a los hechos: Amparo, esposa de Andrés, era una mujer insatisfecha con su matrimonio y sólo permanecía casada por su moral conservadora. Era mala amante de su marido, pero 58


buena madre de su hijo Gustavo. Como exiliado, Andrés logro conseguir un empleo en Royal Island y vivir sin aprietos económicos. Amparo la pasaba de maravilla en las reuniones a las que asistía en compañía de Rosalía y Óscar, ya que Andrés prefería irse a sus propias juergas. Entre los contertulios de Amparo apareció Edilberto, un editor de literatura, al que ésta le mostró el manuscrito de una novela sobre Marlen D., quien tenía una relación adúltera, que Amparo aún no había podido editar. Las editoriales no la consideraban digna de edición, mínimo le decían que era una novela inmadura, que le faltaba estructura, que el tema no era comercial. En fin, mil argumentos para no editarla. Edilberto se fijó en Amparo, le pareció atractiva y como era un oportunista y seductor vio la ocasión—como a esta "la pintan calva"— de tirarse a la aprendiz de escritora y no desaprovechó la oportunidad de decirle que él le leería el manuscrito y trataría de ayudarle a publicarla. Amparo cayó en las redes y quedó encantada. Andrés supo de las relaciones de Amparo y Edilberto, pues ella le comunicó las albricias, regocijada con la ilusión de la publicación de su novela. A Edilberto no le produjo mayor alboroto la noticia. La familia de los Albornoz, tal era el apellido de Andrés, vivían en las afueras de Royal Island, era una casa modesta, tres alcobas, una sala-comedor y un estudio para escuchar música. Amparo se sentaba a veces sola y recordaba los momentos en los que fue novia, era una añoranza llena de congoja, pues nunca fue feliz, su matrimonio fue un matrimonio de conveniencias, producto de la relación de familias ricas, 59


nunca del amor. Ella conocía el movimiento feminista, pero nunca fue capaz de rebelarse, vivía muy cómodamente y consideraba que no valía la pena

darle

disgustos

a

sus

padres,

dos

cómodos

burgueses

conservadores que solo se preocupaban por las necesidades materiales de sus hijos. El único disgusto que Amparo les dio fue haber estudiado literatura, carrera que le dejaron seguir a regañadientes. ¿De qué iba a vivir una escritora? —le recriminaban. Ella fue mediocre, no escribió nada que valiera la pena durante su estadía en la universidad. Los profesores la pasaban, pero ninguno vio en ella una promesa de las letras. Tampoco se esforzaba mucho, vivía una vida más bien muelle. Su amiga de confianza, y tal vez la única, era Rosalía a quien confiaba todo. Edilberto la llamó. —¿Cómo conseguiste mi número? —Pusiste tus datos en Facebook —Bueno, ¿cómo va la lectura de "Una mujer en la cama"? —Vamos despacito, el manuscrito es largo y tú no es que tengas buena caligrafía. Como tú no sabes usar el pc, lo voy a mandar a pasar a Word, eso cuesta y es demorado. Así que calma. ¿Por qué no salimos y nos tomamos unos roncitos y hablamos? —No puedo, tengo que cuidar a mi hijo. Mejor cuando lo tengas transcrito nos reunimos. A Amparo, Edilberto le había caído bien y se lo comentó a Rosalía. 60


Le dijo que era un trigueño buen mozo, que le agradaba. En la casa que era el único sitio donde se veían, Amparo y Andrés parecían dos desconocidos: se saludaban fríamente, disfrutaban de la misma mesa, pero a duras penas se dirigían la palabra. Dormían en la misma cama, pero hacía mucho tiempo no hacían el amor. Un día lluvioso, Amparo se sentó en el estudio y releyó un apartado de su novela: "Marlen D. y Monsieur C. entraron en la recámara, se sentaron frente a la chimenea, se sirvieron un finísimo champagne— Veauve Du Vernay— y brindaron por el amor. Monsieur era un hombre culto y empezó a exponer su teoría de la estética, de la belleza. Según él, la belleza era el culmen de la sensibilidad visual, nada como el arte griego o el renacentismo podían expresar los cánones de la belleza. Si algo podía considerarse estético era el David de Miguel Ángel —la figura humana perfecta

en

volumen

y

proporciones.

La

arquitectura

griega

era

precisamente simetría y proporción, lo mismo consideraban los pitagóricos: la belleza era simetría. Que Tomás de Aquino no se equivocó al considerar que belleza era aquello que agradaba a la vista. Continuó diciendo que la belleza es aquello que está en armonía con la naturaleza y puede conducir a sentimientos de atracción y bienestar emocional. La belleza —se explayó— es gracia, inteligencia, simpatía, atractivo físico, sensualidad. Sin embargo, mejor que definirla es enumerarla: el arco iris, la caída de la nieve, el mar azul o verde esmeralda, los tonos verdes de las montañas, tus ojos,

tu

talle,

tus caderas

contorneadas,

toda

tú. La besó

emocionadamente por todas partes. La fue desvistiendo poco a poco 61


acariciándola, la estiró en la cama, le besó los pies, los muslos, el pubis, la cintura, los senos, los oídos, los párpados, la espalda y las caderas y le hizo el cunnilingus por largo rato. Ya extasiados, la penetró. El placer fue sensacional; ella le dijo: te amo y lo abrazó.” Amparo recapacitó sobre lo que había leído, se extrañó que lo hubiera escrito ella y dijo: “Maldita sea, ¿Por qué nunca me ha ocurrido esto a mí?” Se puso a oír la novena sinfonía y se durmió. Rosalía y Amparo salieron a dar un paseo por la playa. Amparo le comentó lo desgraciada que se sentía sin amor, le refirió el texto que había releído el día anterior. —¿Por qué no te divorcias o te buscas un amante? —le dijo Rosalía. Esta era una mujer muy inteligente, creía en el amor libre —y lo ejercía a las mil maravillas con Óscar— y pensaba que los amores desdichados no tenían sentido en pleno siglo XXI. O amor pleno o soltería, pensaba. —Ni de vainas, como le hago yo eso a mi familia, mínimo me desheredan. —Pues entonces no te quejes. La solución está en tus manos; ahí tienes a Edilberto, él te gusta, busca una relación amorosa con él. Si quieres conócelo primero para que no te vayas a llevar un desengaño. —No me convences, tú sabes que soy incapaz de una aventura amorosa. Siguieron caminando por la playa de Royal Island aprovechando la primavera y disfrutando visualmente de las flores que les deparaban los 62


jardines

frente

a

la

playa:

Primulas,

Caléndulas,

Pensamientos,

Verdolagas, Cinerarias, Tagetes, Gazanias, Zinuas, Salvias, Petunias, Alegrías de la Casa, Begonias, Margaritas y Campanillas Chinas. Se despidieron de beso en Road Street y Amparo siguió caminando sola con su cerebro enmarañado. Llegó a la casa, revisó su correo y encontró un mensaje de Edilberto: "Ya tengo el texto en Word y empecé a leerlo, hasta ahora encuentro un comienzo muy flojo, debes mejorar la sintaxis. Ven a mi oficina y charlamos con más detalle”. Le respondió que iría el próximo jueves —era lunes— después de las 5 pm. Le comunicó a Andrés que se entrevistaría con el editor y este sólo soltó un sonido cacofónico, no le paró mayores bolas. Ella se hizo la desentendida, pero quedó preocupada por el comentario de Edilberto: "Un comienzo flojo” le sonaba en su cerebro como el eco de un derrumbe. Entró a su habitación, se miró en el espejo; se dio cuenta que no era fea, que tenía encantos, que simplemente Andrés nunca la había amado, que también se había casado con ella por los dictados de su familia. ¿No sería ella capaz de sentir el placer que sintió la protagonista de su novela? —se preguntó—Se respondió en alta voz: "Claro que soy capaz, si lo escribí, también puedo hacerlo”. Anduvo todo el día atendiendo a su hijo, eso la distrajo y pasó más tranquila. Llegó la noche y se acostó menos estresada que de costumbre y, como siempre, desentendida de su esposo. El miércoles se fue de compras al centro comercial, se compró un 63


vestuario que consideró le sentaba bien para su cuerpo y su cutis, lo combinó con un hermoso sombrero. Pensaba ir así a la cita con su editor, aunque no consideraba que lo hacía por seducción. Fue donde Rosalía, se lo vistió y le pidió su opinión. Rosalía le respondió socarronamente: "No que no eres capaz de una aventura amorosa, quedas muy coqueta, estás expuesta a un requiebro amoroso”. Amparo se sonrió y dijo: "No, solo quiero estar un poco bonita y elegante, me he descuidado últimamente en mi presentación, así Andrés no me quiera, merezco autoestima, eso es todo". "Está bien —respondió su amiga— pero si llega la lisonja no te asustes y tómalo a bien”. Llegó la hora de la cita y efectivamente estaba hermosa. El editor la saludó de beso en la mejilla y le dijo que estaba como una flor en primavera recién abierta. Ella se sonrojó. "Bueno, a lo que vinimos, sentémonos". Él insistió, "estás tan hermosa como los bosques de otoño". Se sentaron, él empezó diciendo que tenía que reescribir la novela, que lo único que se salvaba —y lo había considerado con otros críticos— era la escena de amor entre Marlen D. y Monsieur C., que era de un erotismo digno de Vladimir Nabokov en Lolita. En el camino a su residencia fue elucubrando: que como así que lo mejor de su vida era ese párrafo de su novela, algo que ella era incapaz de vivir, que si la vida era como la flecha del tiempo, irreversible, ella no era capaz de encontrar el placer y sólo había vivido angustia, dolor frente a un idiota que no pensaba sino en sus negocios, ya ni siquiera en la política. Debía modificar la conducta a la que la había conducido su 64


educación conservadora, debía vivir una vida en sentido pleno, debía considerar lo que dijo Sartre: primero la existencia y después la esencia, sólo actúo como un ser orgánico, carente de emociones, la vida sin significado, nada me satisface como mujer, sólo un maldito párrafo que no sirve para nada, una mujer fracasada que solo ha vivido los designios de otros. Llegó a su casa y se puso a leer La Mujer Rota de Simone de Beauvoir, le dio escalofrío al leer esas páginas tan descarnadas del fracaso de las mujeres en su vida sentimental, se vio retratada, sintió una absoluta soledad al recordar su vida matrimonial. El sueño la venció y se acostó al lado de ese sujeto despreciable que era su esposo. Se despertó con nuevos bríos, la elucubración y la lectura de la Beauvoir le despertaron conciencia y se decidió a ser una mujer nueva. Llamó a Rosalía y la invitó al cinema. Vieron Gabriela con Sonia Braga y Marcelo Mastroianni y salieron plenas. No habían leído a Jorge Amado y se comprometieron a leerlo en compañía. Gabriela se les convirtió en prototipo, especialmente a Amparo. Eso era lo que había que hacer: vivir la vida a plenitud. Al día siguiente se sentó a escribir y describió un paseo romántico entre Marlen y Monsieur, los puso a pasear por los jardines de Viena, por París cogidos de la mano, por San Petersburgo y Moscú y sus hermosas arquitecturas, por los puentes de Praga, por los museos europeos y la historia del arte. En fin, escribió una página hermosa, llena de una prosa poética. La guardó en un archivo de su pc —aprendió a escribir en 65


Word—y llamó a Edilberto. Concertaron cita para el día siguiente. Ella llegó majestuosa e inmediatamente se ganó la admiración de su editor. Este le dijo que estaba más preciosa que la vez pasada y trató de besarla en la boca. Se sentaron, ella leyó su página y él le dijo que era maravillosa. La animó a que siguiera así. Empezó a pensar en Edilberto, cada vez le parecía más atractivo, los piropos estaban funcionando. Lo llamó, conversaron trivialidades y se dijeron buenas noches. El asesor literario tenía una cabaña al otro lado de donde vivía la pichona de escritora y empezó a hacer planes para invitarla un fin de semana sin despertar las sospechas de Andrés. Se escribieron respectivos correos. Él le escribió que cada vez pensaba más en ella, que cada vez que se acercaba a ella olía a gardenias, que cuando la veía pensaba en el nacimiento de la Venus. Ella le respondió, que sólo eran alabanzas de un conquistador, pero que le estaban gustando sus piropos. Quedaron en una nueva cita para dos días después con el fin de ir a la ópera a ver Aída. A la salida Edilberto, le hace la propuesta que estaba fraguando. Ella le contesta que lo va a pensar y se despiden. Muy pronto ella le escribe que está bien la propuesta, le dice que le de las llaves y se encuentren en la cabaña el próximo fin de semana. Él le deja las llaves en su departamento y sale para New Orleans a disfrutar jazz con unos amigos. Ella llega a la cabaña a las 3 pm, se sienta a oír música en la sala 66


de estar. Dan las 6 pm, nadie llega, se pone a leer Ana Karenina. Estaba leyendo: "Daria Alejandrovna, vestida con una sencilla bata y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todas partes, estaba de pie ante un armario abierto del que iba sacando algunas cosas. Se había anudado con prisas sus cabellos, ahora escasos, pero un día espesos y hermosos, sobre la nuca, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su rostro, tenían una expresión asustada. Al oír los pasos de su marido, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacía la puerta, intentando en vano intentar bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le causaba aquella entrevista”. A las diez de la noche, cansada se recostó sobre la cama. Amaneció íngrima. Vestida, como se había recostado.

RAMIRO RESTREPO U.

Colombia GOOGLE +

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A

tildado, sobriamente vestido y con un modo de hablar que evidenciaba una gran educación, el personaje que me encontré en “El Tour”, el reducido restaurante de quesadillas, burritos y mojitos ubicado en una calle céntrica de mi ciudad, tenía

todos los rasgos de un bon vivant. El ángelus del viernes no terminaba de empezar; por esa razón estábamos solos. El sol caía perezosamente detrás de la iglesia. Él ocupaba un sitio contra la vidriera, yo, siempre retraído, estaba en la pequeña mesa junto el mostrador. Mi ubicación me permitía observarlo con discreción, casi a hurtadillas. No es que vaya por los bares fisgoneando a la gente pero mi soledad y yo, en ese momento, apenas nos entreteníamos con el paso de los esporádicos coches que pasaban por la calle Irigoyen rumbo a la avenida. El sujeto quedaba dentro del radio de mi visión y como yo no tenía otra cosa que hacer, me dediqué a observarlo. Miraba todo con detenimiento. Por momentos fijaba la vista en algún detalle y la inmovilidad que le ganaba sugería que su mente se trasportaba muy lejos del pequeño bar. Sus ojos me llamaron la atención. Miraban desde una profundidad difícil de describir, era como si horrores pasados le hubieran anexado un escepticismo constante. Se lo notaba muy interesado en la decoración del lugar, rasgo característico y uno de los aspectos más simpáticos del comedor. Cuando se ingresa al restaurante uno se sumerge en un mundo de fantasía. Dibujos, tallas en madera, máscaras mejicanas, fotos y hasta el mobiliario, un variopinto rejunte de muebles viejos, conjuga con el decorado y el visitante es 69


transportado inmediatamente al país de nunca jamás. Mientras recorría con su mirada las paredes atiborradas de paisajes, calaveras y extrañas bicicletas surrealistas, su pie jugaba con el pedal de una vieja máquina de coser Singer que no era otra cosa que la mesa a la cual estaba sentado. Como ya es costumbre, el joven que atendía se le acercó para preguntarle si todo estaba bien. —Muy bien, contestó —y seguidamente agregó— estaba mirando las paredes. Muy bonito todo. Por un momento me distrajo aquel cuadro, el que está junto al retrato de Charles Chaplin. Se refería a una postal delicadamente enmarcada de un puente ornado con grandes estatuas. —¿Se refiere a la foto del puente? —Sí, ¿sabes de qué puente se trata? —No, dijo el joven ruborizándose —Es el Puente de Carlos, sobre el río Moldava, en la ciudad de Praga. —¿¡Lo conoce!? —Sí, pasé una temporada muy interesante en esa ciudad, por esa razón me distraje observando el cuadro. Me atormentaron los recuerdos. —¿Algo muy personal?, preguntó el muchacho a riesgo de pasar por entrometido.

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—No, para nada. Desde luego que los tengo pero en este caso me transporté a la época en que era aprendiz de cocina y paseaba por Europa tratando de aprender el oficio. —¡¡¡Usted es cocinero!!! ¡Qué bueno! Cuénteme por favor. El caballero sonrió con complacencia y con tono amable dijo: —Está bien, te contaré pero antes sírveme un mojito, por favor. Cuando el joven se retiró, bajó la vista, su sonrisa desapareció y se quedó mirando fijamente algún punto invisible sobre su mesa. Al verlo así, especulé que tal vez la historia que estábamos a punto de escuchar no fuera todo lo divertida que el muchachito esperaba y que el singular visitante evaluaba en ese momento hasta dónde abrir sus recuerdos. Se me antojaba también que la decisión de contar su historia tal vez no fuera suya sino de su inclemente memoria que pugnaba por aflorar y, de alguna manera, exorcizar viejos terrores. Cualquiera que fuera la respuesta sólo me restaba esperar pues el misterio estaba a punto de desvelarse dado que el mojito ya estaba en su mesa y el camarero, descaradamente sentado a ella. —Como dije hace un momento, desde muy joven viajé a Europa para aprender el noble oficio de cocinero. Primeramente recalé en Barcelona. Al comienzo fue muy duro, no había trabajo y mis magros ahorros fueron consumiéndose rápidamente. Afortunadamente, luego de realizar distintas labores pude colocarme como lava platos en un comedor de poca monta y, por extraño que parezca, ese simple hecho fue lo que cambió todo. 71


En aquella fonda conocí a Jordi, un bribón de siete suelas que, al igual que yo, soñaba con algún día llegar a chef y abrir un restaurante. Con él, mientras fregábamos ollas y marmitas, entre olor a pescado frito, grasa rancia y vahos de vino barato, nos dábamos ánimos y planeábamos la manera de pasar a Francia y ponernos a las órdenes de los más grandes cocineros de ese entonces. Fue mi amigo quien me habló de una singular escuela de cocina a la que solo se entraba bajo estricta recomendación de algún miembro. Me contó que estaba en la Europa del Este, en Praga. De ella le habló un cocinero checo al cual había salvado del ataque de algunos catalanes exaltados que pretendieron robarle. En agradecimiento este hombre le prometió que cuando lo decidiera y visitara Praga lo ayudaría a entrar al “Club de los sibaritas” que era el nombre por el cual se conocía a esta academia de cocina. Le dijo que lo hacía en agradecimiento pero también porque veía que tenía condiciones para el oficio. Jordi me contó que el rasgo distintivo de ese club era que estaban abocados a replicar en sus recetas un sabor particular, en especial en platos elaborados con carne, cosa que venían logrando desde el año 1825. Esa noche, de tapas y jerez, decidimos hacer lo que fuere necesario para poder ingresar. No fue fácil, hubo que esforzarse pero de eso se trata la vida y es lo que hace apasionante nuestro viaje por este mundo. Pasamos, siempre trabajando, por Francia e Italia y por fin llegamos a la República Checa. Mi amigo conservaba la dirección de Ignác. Nos recibió amablemente y nos

brindó

alojamiento

mientras

hacía

las

gestiones

para

que 72


pudiéramos registrarnos en la escuela. Como ya dije, ésta tenía una particularidad. Estaba enfocada, desde sus inicios hacía casi dos siglos, a duplicar el sabor logrado en 1825 en las preparaciones con carne, en especial el gulash y solamente recibía a quince aspirantes por año, previa y exhaustivamente evaluados. Nos hospedaron de a dos por habitación y en la primera noche nos agasajaron con una cena que consistía en un gulash checo con un sabor celestial como nunca antes había probado. Nos explicaron que era el gusto a replicar y que para ello tendríamos un mes al final del cual solamente ingresaríamos los que lo pudiéramos lograr. Se nos aclaró también que seríamos provistos de todos los ingredientes necesarios pero que éramos libres de innovar según nuestro mejor criterio y, en cierta manera, dieron a entender que esperaban que lo hiciéramos. Así comenzó nuestro duro aprendizaje en el Club. Al principio con buen humor y determinación. Pero conforme avanzaban los días nos dábamos cuenta que todo se reducía a cocinar y tirar, puesto que no conseguíamos replicar el sabor, la sazón y la textura de la exquisita cena de nuestra primera noche. Con Jordi compartíamos la habitación y durante las noches en lugar de descansar nos la pasábamos tratando de descubrir cuál era el ingrediente que tornaba tan notable a aquella preparación. Los ánimos se fueron caldeando, nadie estaba seguro de nada, nos fuimos retrayendo, nos volvimos hoscos, la tensión se podía percibir, se hablaba cada vez menos y algo así como un egoísmo exacerbado fue creciendo en el ambiente. Ya no se compartían opiniones 73


ni sugerencias. Probamos cocinar de distintas maneras. Usamos carne de res, de cerdo, de ave. Hervimos, fritamos, asamos. Era inútil, nada daba resultado. Para el penúltimo día solamente quedábamos cuatro concursantes y todos queríamos ser los únicos en descubrir el secreto que había sido guardado por siglos. Fue entonces que ocurrió. Tuve una idea o tal vez una revelación, aún hoy no sé cómo llamarlo. Desde luego que no lo compartí con Jordi. En la madrugada del último día me levanté muy temprano, antes que nadie. Fui muy cuidadoso en no despertar a mi compañero. Preparé muy sigilosamente todos los ingredientes y luego sí, regresé a la habitación. Cuando llegó el momento de la evaluación de nuestros platos sólo nos presentamos dos. Esto no llamo la atención de los jueces pues, según comentaron, las deserciones eran algo habitual. Debo decir que fui seleccionado y felicitado puesto que logré duplicar exactamente el sabor del gulash checo. Luego de los parabienes me hicieron pasar a una oficina en dónde fui recibido por el director de la academia quien me entregó las credenciales de miembro vitalicio. También firmé un documento confidencial mediante el cual me comprometía, siempre que estuviera en Praga, a utilizar únicamente la carne provista por el Club. El escrito aclaraba que ésta sería siempre solicitada a la misma morgue. El equipaje de Jordi lo envié por encomienda.

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HÉCTOR

VICO

Argentina Web: www.cuentosyaudios.blogspot.com.ar

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E

n un rincón del bosque oscuro, se decía que cada noche de luna llena, una joven solía salir de la pequeña casita en la cual habitaba, para llorar por la pérdida, hacia ya cuatro largos

años, de su ser amado. Los viejos del lugar hablaban de ella a menudo, impidiendo a los niños que entrasen en el bosque para molestar a la doncella, cuyos cabellos de oro relucían al viento y los ojos azules brillaban como estrellas en la oscuridad de la noche. Los ancianos hicieron correr el rumor de que era una bruja que lloraba por la maldición lanzada por ella misma a su amado al verlo besándose con otra mujer cuya posición social era un par de peldaños más alto que la suya, pues lo único que ella podía ofrecerle a ese amado era un amor puro, sentido y muy humilde, mientras la otra podía incluso darle la mitad del pueblo, ya que era la hija del gobernador. Fuera como fuese, lo cierto fue que la doncella rica y el enamorado, desaparecieron una noche de luna llena y nunca más nadie les volvió a ver. No pudieron ir contra la joven porque ella se encontraba en el pueblo con todos ellos, bailando, pero como todos conocían de su pasión por el joven, nadie pudo verla como a la dulce e inocente huérfana que hasta entonces había sido. Siendo consciente de ese rechazo y temiendo que alguien le hiciera daño, se marchó a la cabaña más apartada,

justo en la entrada del

bosque, para poder, de algún modo, vivir lo más en paz posible con su dolor y su angustia. Pero lo que nadie parecía comprender, era que ella no sufría por el rechazo de ese joven, padecía por el desconocimiento 77


respecto a qué había sido de ese hombre, para ella también había desaparecido. En cierta ocasión un grupo de niños de la aldea se divirtió lanzando contra la cabaña, piedras y frutas podridas. Pese a los destrozos causados, la joven no dijo nada, permaneció en silencio bajo la cama, asustada, esperando con paciencia a que aquello terminase del mismo modo que había comenzado. Sin embargo, el niño que comenzó con aquella travesura, desapareció a los pocos días y culparon a la joven, aunque ella no salía de la casa por temor a la gente del pueblo, sólo iba al bosque en busca de comida y agua, intentando no ser vista en tales ocasiones, pues la gente del pueblo cada vez estaba peor con ella. Únicamente poseía la pequeña casita que la mantenía a salvo de las miradas y los comentarios, así como también del tiempo demasiado frío en invierno, cuando la nieve bloqueaba hasta la puerta, y el excesivo calor en verano, cuando no podía abrir la ventana para que entrara la brisa del atardecer, pero aún así llegaba hasta ella la música procedente de las fiestas a las cuales no la invitaban. Para hacer de aquello algo más llevadero y aprovechando que nadie la veía, dejaba espacio en el centro de la casa, y bailaba fingiendo que lo hacía acompañada por el hombre que aún residía en su corazón. Durante esos cuatros años, la aldea acrecentó su riqueza, mientras ella a duras penas conseguía algo que llevarse a la boca, pero nunca una sola maldición salió de sus labios ni para la mujer que amaba al dueño de su corazón, ni para él que no eligió como debía, ni para el pueblo ni 78


para los niños. Pero todo lo que comienza ha de terminar y el sufrimiento de aquella muchacha encontró el fin una Navidad a comienzos del siglo XIX, cuando ella desapareció del lugar y una espantosa plaga se cebó con la aldea que veía con asombro cómo se perdían las cosechas una tras otra, se secaba el río, enfermaban sus hijos hasta morir delante de ellos y un lobo feroz hambriento de sangre y carne humana, salía del bosque cada luna llena para alimentarse de cualquier aldeano despistado o solitario. Buscaron la manera de acabar con el lobo, pero no lo consiguieron, el lobo acabó con lo que poco que quedaba de ellos y la aldea desapareció. ¿Qué cómo lo sé? Porque soy aquella joven. Lo vi todo, pero permanezco cerca por si mi amado regresa en mi búsqueda. Para que pueda encontrarme.

María Del Carmen

España www.facebook.com/Mar%C3%ADa-del-Carmen-Ram%C3%ADrez-424621494329865/ Web: http://invitacionalaliteratura.blogspot.com.es/?m=0 Twitter: @mrsmariacarmen

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E

n la isla de Popasland se ve llegar a la vida a las criaturas del sol somnoliento. Nace un nuevo Popa que, como el resto, ha de ser un nocturno deambulante del mundo y naturaleza vivida

por el humano y, pasados tres años, ya merodean las salas, habitaciones y pasillos de las viviendas donde sus dueños usan la noche para dormir mientras los Popas viven, pues su pequeña isla no es idónea para aprovisionarse, relacionarse ni comerciar, por lo que salen al mundo a llevar a cabo sus necesarias tareas. Kiwi, el Popa de tres años incursiona hoy en el mundo fuera de Popasland, con el tamaño promedio cercano a la de una taza de café, ojos anchos, saltones y un sombrero negro que, entre la cantidad de Popas y sus similitudes, lo distinguía, y, además, sintiéndose apto para cualquier tarea y riesgo, camina los pasillos de una vivienda saludando a los

Popas

que

venden

artesanías

y

alimentos

en

sus

puestos

improvisados, a los Popas que limpian cada desperdicio para no dejar rastros, a los Popas transeúntes y finalmente a sus Popas amigos que a lo lejos lo llaman con entusiasmo. Los Popas suelen ser una gran familia dentro de un espacio muy pequeño, por lo que es común que todos se conozcan y sean fraternales. Los amigos de Kiwi lo llevan a la arena de entretenimiento; una gran plaza hecha dentro del cuadrado trazado por las cuatro patas de una silla, acordonadas con nailon y rejillas. Dentro de la arena; dos Popas gladiadores luchaban con una rata que habían capturado minutos antes. Kiwi se mostró asombrado ante tan horrible actividad, sobre todo 81


por el peligro que significaba para los Popas enfurecer a una rata naturalmente más grande que ellos. Pero la multitud de Popas lucía emocionada frente a la pelea preparada por las diminutas criaturas. No duró mucho Kiwi dentro de la arena, comenzó a alejarse sin que sus amigos lo notaran, dando la espalda a aquello que él consideraba inapropiado, pero estando a pocos metros del sitio la silla cedió en una de sus patas por los choques constantes de la bestia contra las rejillas, cayendo de lado y liberando a la rata. Se apoderó el pánico de los Popas y sus caras denotaban terror. Todos corrían y Kiwi seguía la corriente. La enfurecida y violenta rata mordía y pisaba Popas a su paso. Kiwi no soportó ver lo sucedido y comenzó a buscar la manera de vencer al aterrador animal. Comenzó a llamar su atención y una vez que éste lo seguía comenzó a halar los manteles de las mesas a su paso con la intención de que algo cayera sobre la rata, pero fallaba. Al final de la sala se encontraba una mesa de la que también colgaba una manta, Kiwi se sujetó de ella, esta vez para escapar, pero el animal muerde su pierna derecha impidiéndole avanzar, su sombrero se desliza por su cabellera aproximándose al suelo, Kiwi patalea para ser soltado y poder llegar arriba, comienza a rodar la manta dándose cuenta que, sobre aquella mesa, había un televisor. Aquella gran caja negra se estaba acercando y, mientras sucedía, los Popas tenían tiempo de huir. Kiwi estaba siendo distracción para el animal, los Popas se alejaban del peligro cuanto más él se envolvía en el mismo. Kiwi entendió que era ésta la oportunidad de acabar con la rata, quien se negaba a soltarlo. Su mirada se desinhibió 82


por varios segundos sobre aquél horizonte y, una vez de vuelta en la realidad, comenzó a halar con fuerza apresurando la llegada del cajón negro… fue ese el momento en que dejó de halar, extendió sus brazos y le sonrió a su reflejo dibujado en la gran pantalla que descendía sobre él. Aquella noche, la muerte de Kiwi fue el detonante de un evento en honor a su memoria, juraban no elaborar alguna batalla más y, ante una multitud conmovida, lanzaron su sombrero al aire y volvieron a Popasland, esta vez con una pérdida que deja rastros.

QIQUE VILLAR

Venezuela Web: http://www.cronicasdeqique.blogspot.com http://www.youtube.com/c/qiquealvillar : http://www.facebook.com/cronicas0/ Twitter: @cronicasdeqique

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C

omenzó a escucharse el ruido una noche de primavera ¡Bah! Es una manera de decir, en realidad era una noche helada. Se percibía que esa temporada había llegado por los cantos de

algunos pájaros audaces y los brotes de las plantas, un hecho casi milagroso esto de los vegetales, de alguna manera mostraban la fortaleza de su reino. Hasta hace muy poco habían soportado grandes nevadas y ahora las heladas, pero ellos estaban ahí, triunfantes, mostrando sus retoños. El viejo Ariel vive en las márgenes de la ciudad, su cabaña está situada en una zona más alta que el centro, justo donde comienza la formación boscosa. Debido al intenso frío, ese atardecer entró temprano a su casa. Al calor de la cocina a leña tomaba mate y leía novelas de aventuras, al lado su perro Don Quijote, pero su gran pasión era la pintura, pasaba meses hasta terminar un cuadro, siempre eran paisajes que él observaba en sus paseos y los retenía en su memoria. La radio era otra compañera, escuchaba todo tipo de música. Cada tanto se paraba, estiraba su cuerpo, el perro lo imitaba, los dos, flacos y altos se acercaban a la ventana. Don Ariel observaba el cielo con el ardiente deseo de descubrir algún suceso extraordinario en el cosmos. Durante el día paseaba con su bastón y su perro por el centro y los alrededores de la ciudad. Hablaba poco con los vecinos, tenía una intuición fuera de lo común, no se le escapaba nada de lo que éstos hacían o pensaban, pero su boca estaba sellada. Todo quedaba en su cerebro y en algunos casos en su corazón. Esa noche, cerca del amanecer, sintió un ruido 85


chispeante, corto y repetitivo; tac...tac...tac. Se levantó a espiar, los vidrios de la ventana estaban opacados por la helada, la abrió, una brisa fría chocó con el calor de la cabaña. No vio nada. Don Quijote tenía las orejas paradas y movía la cola. El tac...tac siguió escuchándose cada vez más alejado, como si bajara hacia el centro del pueblo. Al otro día, en conversaciones familiares, en el club, en los cafés, comentaban el persistente ruido que los había despertado. En su diaria caminata, el viejo Ariel charló con los vecinos, debió admitir que él también lo había escuchado. El ruido nunca más paró. Lo que al principio fue un raro acontecimiento comenzó a preocupar a los vecinos. Se especulaba que quizás se estuvieran produciendo temblores de tierra, cosa normal en esa geografía, que provocaran desprendimientos de rocas y éstas se deslizaran desde los cerros circundantes hacia el valle donde se encontraba la ciudad. ¡Pero entonces debería escucharse una lluvia de tac...tac! Y no era así, el ruido provenía de un solo objeto que recorría a su antojo la ciudad y todos sus recovecos. Algunos grupos de pobladores se organizaron para recorrer la ciudad a la hora en que se producía el molesto sonido. Nada vieron pero comenzaron a percibir olores en los alrededores de dónde provenía el ruido. La ciudad se convirtió en una Torre de Babel, su estructura no era de diferentes lenguas sino de distintos olores. Los sentían agradables o nauseabundos con todas sus variedades. A Don Ariel se le ocurrió hacer una estadística y como si tal cosa, indagaba a los vecinos qué tipo de olor 86


había percibido, luego se iba a la cabaña y anotaba los datos que recordaba. Así todos los días. Con el tiempo acumuló gran cantidad de opiniones, las cuales analizaba y clasificaba. Le llamó la atención la variedad de olores. El pánico se fue apoderando de la ciudad. En la intimidad de sus hogares, los habitantes sentían como si el ruido recorriera sus conciencias. La primavera pasó y el verano se adueñó glamoroso entre los turistas y los aterrorizados pobladores. Lo extraordinario era que los visitantes no oían el tac...tac...tac, ni olían más que las hermosas flores de los jardines y las plazas. Recién entrado el otoño, cuando el bosque explotaba de colorido, el clima equilibrado en días más soleados, como cediendo una pequeña tregua, el viejo Ariel tomó una decisión: acompañado de Don Quijote se levantaría a la hora del ruido y se juró no descansar hasta descubrir qué o quién lo producía. Ayudado por las deducciones obtenidas con su estadística casera, arribó a características personales de grupos que sintieron olores similares. Como toda población humana, la ciudad del ruido tenía sus bondades y pecados; amores secretos, crímenes misteriosos, crueldades, envidias, algún alarido de solidaridad, odios, rencores, heroísmo. El viejo y el perro volvían al amanecer, agotados, sin descubrir nada. En ese tiempo no salía por las mañanas en su cotidiano paseo. Los vecinos le preguntaban por su ausencia, pero nada dijo de lo que hacía por la noche. A fines de otoño, en la rutina de su búsqueda, se sentó en 87


una inmensa piedra cercana a su casa, ésta estaba partida por un añoso árbol que surgía entre las mitades. Se recostó cansado, Don Quijote apoyó su cabeza en las rodillas del viejo. El frío de la noche no le permitía dormirse, su cuerpo estaba aletargado, sentía una profunda paz. De pronto lo vio, la luz de la luna iluminaba una pequeña cosa que de manera

suave

y

saltarina

bajaba

hacia

el

centro

del

pueblo.

¡Tac...tac...tac! Se quedó quieto, la mano sobre la cabeza de Don Quijote, como suplicándole que no se moviera. Hombre y perro eran estatuas bajo el árbol de la piedra partida. Sólo los ojos seguían alucinados al extraño objeto, hasta que lo enfocó. Era un nudo, opaco, apretado. Desprendía un olor intenso, a vida, a mucha vida. Intuyó que el material del que estaba hecho era una trama de disímiles sentimientos y acontecimientos que se enredaban de tal manera que sería imposible deshacerlo. Todo el nudo era un símbolo, una síntesis, era la suma entretejida del “Todo” lo que allí habitaba. Regresó a la casa junto a Don Quijote, en un silencio abismal, sólo se escuchaba en la lejanía el tac...tac...tac.. Nunca más salió a caminar. Los vecinos decían que se había vuelto loco. Ocurrieron eclipses, el paso de cometas, lluvias de estrellas, como provocando la mirada del viejo, pero éste había perdido el interés de mirar el universo por la ventana. Ahora indagaba con su mirada ese enigmático nudo y trataba de plasmarlo en la tela, pintaba y pintaba. Con los meses terminó el cuadro, estaba contento pero no dejaba de correrle

un

escalofrío

cuando

lo

observaba,

era

tan

cerrado,

inexpugnable. 88


Una noche, mientras realizaba quehaceres atrasados debido a su obsesión por la pintura, sintió sirenas. Salió de la casa, se sorprendió al ver el bosque incendiado, los árboles de los cerros parecían envueltos en llamaradas rojas, como si provinieran del centro de la tierra. Un olor a incienso impregnaba el aire, se asustó, por el camino iban veloces los coches de los vecinos para ayudar a combatir el fuego. Luego de unas horas de espera se acercó al camino, los vecinos regresaban. —No sabemos qué sucede Don Ariel, no fue un incendio, es un reflejo rojo que sale de la tierra. No pudo dormir, miró el cuadro y sintió la necesidad de pintar de fondo el bosque en llamas, luego se le ocurrió que el nudo no podía quedar tan cerrado en ese paisaje dantesco, como si emanara un calor que provocara la apertura del tejido apretado, y lo abrió. Quedó como una inerte y opaca flor semiabierta. No lo pudo colgar como sus otras obras, lo envolvió con mucho papel y por último en una bolsa de tela oscura. Lo guardó en el sótano, entre las cosas menos deseables. Su rostro expresaba cierta irónica perversidad, era una ceremonia secreta, sólo Don Quijote era testigo. Misteriosamente, luego de esa noche, nunca más se escuchó por la ciudad y sus alrededores el escalofriante tac...tac...tac.

Ana maría manceda

Argentina Web: https://murmullosenlapatagonia.wordpress.com https://www.facebook.com/anamaria.manceda Twitter: @amtaboada 89


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E

stán aporreando la puerta. El hombre, que ha pasado una noche intranquila, abre los ojos y salta de la cama. Choca con la jofaina. Sólo viste unos calzones blancos. Quizá esturrea un

poco de agua, pero no lo ve porque la habitación está a oscuras. Continúan los golpes en la puerta. —¡YA VA! —grita el hombre. Deben haber despertado a toda la casa. Encuentra los pantalones del mono, que siempre deja en los barrotes de la cama, y la camisa de lino. Por fin enciende la vela. Mira el reloj que le quitó al capataz de don Mauricio. Las seis y media. Algo golpea la persiana. El hombre abre la ventana, empuja la persiana y se asoma. Abajo, en la calle, una sombra. —¿Qué pasa? La voz de Lorenzo Martínez. —Levanta. Tenemos que ir al sindicato. El hombre sospecha lo que ha ocurrido. Se queda en silencio durante unos instantes. —¿Ha pasao algo? —Han encontrao muerto a Paco Pulido. El hombre se queda asomado a la ventana sin decir nada. El hombre entra en el dormitorio y se mira en el espejo. La luz parpadeante de la vela le marca profundas arrugas en el rostro. Piensa que debería afeitarse. No, lo dejará para más adelante.

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El vaso que hay sobre la desvencijada mesita de noche todavía tiene un sorbo de agua. Durante la noche se han formado burbujas en los lados. El hombre se lo bebe de un sorbo. Se mete los faldones de la camisa y se pone la chaqueta. Saca del cajón de la mesita de noche la pistola y la guarda en el bolsillo. Allí también hay una navaja. Casi se había olvidado de ella. Se sienta en la cama y se queda unos instantes mirándola, sosteniéndola en la mano, sopesándola. Finalmente abre el cajón de debajo de la cómoda y la mete entre recortes de periódicos y otros viejos papeles que Paquita nunca hurga. El hombre sopla la vela. Sale al pasillo. Debajo de la puerta de doña Marcela se ve un hilo de luz. Los golpes la han despertado, como han debido despertar a todos en la casa. Baja las escaleras a oscuras, con cuidado, tocando las paredes con las manos. La puerta de la Paquita está abierta. Al fondo se ve una luz. El hombre pasa de largo sin entrar. Quita la tranca de la puerta y sale a la calle. Apenas se distingue el rostro de Lorenzo, que está echando una última calada al impaciente cigarrillo. —Vamos. —¿Qué ha pasao? —La Juana ha encontrao a Paco esta mañana. Estaba tirao en la cocina. Le habían cortao el cuello. Avanzan rápido por la solitaria calle. Sus pasos resuenan ominosos en el adoquinado 92


—¿Se sospecha de alguien? Lorenzo tarda en responder. —Algún cabrón fascista. Sin duda. Paco es, era, el secretario del sindicato unificado. Tenía muchos enemigos, y muchos rencores. Han llegado a la calle Los Riscos. Al fondo, en la puerta del sindicato, se está formando un runrún de gente. Una ventana del segundo piso está abierta y alguien está asomado. El hombre no puede distinguir bien quién es. Llegan al grupo. Se encuentran con caras conocidas. Juan Casas, Marcos, El Dinamitero, Marcelino García. —Vamos arriba —le dice Lorenzo. Se abren paso con dificultad por la puerta, donde se agolpa la gente. Alguien está diciendo que van a traer el cuerpo, que deberían traer el cuerpo para velarlo. Le sujetan el brazo. —Eh, Pascual, ¿dónde vas? El hombre responde sin mirar. —A la segunda planta. El viejo no le suelta el brazo. Le conduce hacia un pasillo. —Deberíamos ir a se Paco. Detrás del viejo, un cártel de la FETE. El hombre busca con la vista a Lorenzo. Está al fondo, hablando animadamente con Ismael, al que le cuelga fláccida la manga derecha del uniforme. 93


—Necesito un café —dice el hombre. Sube rápidamente los escalones. Un miliciano con un fusil. —Salud, compañero. El hombre le lanza un rápido saludo con la mano. Empuja la puerta de la cantina. —¿Qué quieres? —Un café. La mujer lleva en la mano una cafetera de brillante aluminio. Le entrega un vaso humeante. El hombre se toma un sorbo. Tiene un sabor amargo. Se asoma a la ventana. Mira la calle. Largas sombras. Cada vez más gente, casi tanta como en julio pasado. Contempla a una miliciana rubia que lleva una blusa blanca. El hombre se da cuenta repentinamente de que la mujer le está hablando. —Vieron salir a alguien de casa de Paco. Anoche. —¿Qué? —Una joven, dicen que fue una joven. —¿Saben quién es? La mujer tiene necesidad de hablar. Ahora que el hombre le presta atención, la mujer tarda en responder. Está tomando una rebanada de pan, que lleva algo untado. —Podría ser cualquiera. El hombre toma otro sorbo de café. Sabe a demonios.

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—¿Aquí estás? —le pregunta Lorenzo, que acaba de entrar acompañado de varios milicianos. —¿Se sabe algo nuevo? Abundan los rumores. Alguien dice que Paco se la estaba buscando. —Sí. Todavía no olvidan que fue él quien lanzó a don Álvaro por la bocamina. También mató a aquella chiquilla. —No era una chiquilla. Era la novia del hijo de Serafín. —Ha llegao el cuerpo. Tiene el cuello cortao. Salen de la habitación, dejando sola a la mujer. En el pasillo, el miliciano del fusil ha desaparecido. El hombre musita algo a Lorenzo y sale al patio. Se siente bastante mal. Vomita sobre el tronco del naranjo. Nota que algo se le ha metido entre los dientes. Necesita beber algo, agua. Un perro, lo descubre ahora, le contempla desde el rincón. Es el viejo galgo de Marcial. Saca un pañuelo y se limpia la boca. Piensa que su aliento debe olerle a demonios. Lía un pitillo y lo enciende. Han colocado el cadáver en la sala de juntas. Sobre el cuerpo, una bandera roja y otra tricolor. Un pañuelo rojo le tapa el cuello. Gesto apacible. El rostro de Paco aparece muy pálido. Han colocado las manos sobre el pecho.

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PLÁCIDO ROMERO

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