EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 39 MAYO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 39 — MAYO 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE DESDE AFUERA

ROSARIO MARTÍNEZ 7

"ELVIS HA DEJADO EL EDIFICIO" BILL CARMONA 12 EL TRUENO NARANJA BABOO

GUSTAVO VIGNERA 16

RAÚL ARIEL VICTORIANO 20

REVANCHA

OSVALDO VILLALBA 23

EL NEGRO

AGUSTINA MURILLO 27

LA SIRENA DE HEMINGWAY EN LA TRINCHERA

JUAN LOBO 32

MARIO G.TORRES VALDIVIA 34

TWISTER

DANIEL FRINI 39

AGUA BENDITA

NORBERTO SHAMMAH 42

EN LA RUTA CAPITÁN Y BELLA

MARIANA RUIZ 46

MIGUEL ÁNGEL DI GIOVANNI 49

AVES DE MAL AGÜERO BEATRIZ OSORNIO MORALES 54 CASA

GABRIELA LEMA CAJAL 57

LA VIUDA

MANUEL SERRANO 60

EL DESEO DE SUSAN

OSWALDO CASTRO ALFARO 64

ES MÁS DIFÍCIL SER SALVADOR

LISARDO SUÁREZ

69 INICIACIÓN

JOSÉ A. GARCÍA 72

BARRILETES

RICARDO BUGARÍN 75

NO TODO ES LO QUE PARECE EN PIJAMA UNA GRAN DIFERENCIA EL SEDUCTOR

DAMIÁN G.FURFURO 77

MATÍAS PI 81 ADRIÁN GARCÍA CHOLBI 84

AMELIA B.BARTOZZI 90

UNA NOCHE EN EL ALVEAR

MARÍA AGUSTINA

HERNÁNDEZ 93 5


MONOCROMÁTICO

DAMARIS GASSÓN PACHECO 98

MI VIDA SIN FIN EL ENCUENTRO

YOLANDA SA 102

ANTONIO GUEVARA 105

UN PARÉNTESIS EN SU VIDA MATÍAS H.PICCOLI 109 LA PETICIÓN

VÍCTOR CELESTINO 114

CINCUENTA Y SIETE AÑOS-SOMBRA CARLOS M. FEDERICI 117 EL PEINE BORRADOR PUERTA CON PUERTA AGUACERO

MARÍA DOMÍNGUEZ 124

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS 127 CLARA GONOROWSKY 132

MEMORIAS DE DAMBALL

LILIANA CELESTE FLORES

VEGA 135 ARCILLA

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ 138

LEGIÓN / MUÑECA RUSA

JONATHAN ESPAÑA ERASO

140 ALEX: NO TE AFERRES A IMPOSIBLES

DANTE

VÁZQUEZ MALDONADO 142 ALLANAMIENTO

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR 147

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l viaje había sido largo, sus pies delgados y morenos se habían sublevado por el peso de su cuerpo durante la travesía por ese llano pelón, sembrado de infértiles granos de arena. Sus huellas aparecían mientras avanzaba para luego ser barridas por el viento que había empezado

horas atrás. Nunca sabría si con sus soplidos quería detenerla o empujarla a su destino. Casi oscurecía. Entonces la vio como si estuviera aguardándola. Era de adobe, sus muros parecían amasados de sol y tierra vieja. Tenía al parecer, dos cuartos. Unas vigas redondeadas y resecas sobresalían del techo. La puerta entornada dejaba al descubierto la oscuridad silenciosa que se cernía en el interior. Las ventanas del frente lucían cortinas oscuras que aleteaban suavemente como auras nocturnas. «Es el viento», pensó. Parecía como si alguien estuviera espiando entre ellas. La rodeó con facilidad, la casa era pequeña. Detrás encontró lo que iba a buscar, tres montones de tierra seca y apelmazada con cruces de madera podridas por el sol. Se santiguó y regresó a lo que parecía el frente, se quedó mirándola sin saber qué hacer. La noche se le venía encima. Que no fuera, le habían aconsejado en la cafetería del pueblito donde la dejara el autobús proveniente del sur, que se detuvo solo para que ella descendiera. Nadie más lo hizo y nadie tampoco lo abordó. Parada en medio de la plaza vacía de gente y de vegetación, miró a su alrededor, hasta que divisó el local, fue hacia él con pasos menudos y tristes como ella. Ahí se quedó por la tarde de ese día a comprar cerillos y a tomarse un café negro con pan dulce. La mujer parada debajo de la pintura detrás del mostrador, la miraba de vez en vez mientras ella le daba traguitos a una taza de peltre azul que luego depositaba sobre un mantel de plástico de cuadritos rojos y blancos. Miraba por el vidrio empolvado y lagañoso cómo los rayos vespertinos del sol, más enrojecidos que de costumbre, entintaban el cielo del desierto como un brasero gigantesco. Solo había otros dos clientes aparte de ella y los dueños del local, una pareja de esposos ya maduros pero fuertes. ¿Pos pa’qué se va desde hoy, señorita? Mejor pase la noche aquí en el pueblo y mañana mi compadre Melchor la puede llevar, yo lo convenzo. Ni modo que se la vayan a ganar, hace mucho que nadie va por ahí, le dijo el hombre de bigote detrás del mostrador y añadió lanzando una mirada de reojo a su mujer, que se quedó viendo a través de la ventana en la dirección donde se ubicaba la casa por algo será ¿No cree 8


usted? agregó entrecerrando los ojos como una sutil advertencia. No insistió la joven del chal. Tengo que llegar hoy, mañana muy temprano debo ir a dejar estos, y descubrió un montón de alcatraces de plástico, blancos, ásperos con el centro amarillo y enhiesto, apretujados en unas bolsas de hule negro. Por un momento sus ojos miraron la pared detrás del mostrador, donde la pintura, un poco oscurecida por el humo y la grasa, representaba a una indígena hincada de espalda, vestida con falda negra y con un chal azul oscuro como el suyo, abrazada a un grueso ramo de suaves alcatraces; “La vendedora de alcatraces” decía un minúsculo título en la esquina inferior derecha del cuadro. «Solo me faltan las trenzas», pensó. Los de la otra mesa, dos hombres tan viejos como los dueños, vestidos con pantalón de mezclilla, camisa de cuadros y sombrero, terciaron en la conversación sin haber sido invitados. Mire, muchacha, dijo el sujeto arrastrando suavemente el sonido de la “ch”  pero si hasta mañana es Día de Muertos ¿Qué apuro tiene? Además, no es por asustarla, pero de la última vez que alguien fue para allá pasan casi diez años ¿o no, Migue? le dijo a su compañero de mesa. El aludido asintió rascándose la cabeza bajo el sombrero que cubría su cabello entrecano y nunca, me oye, ¡nunca lo vimos pasar de vuelta! Terminó la frase con un aire tétrico. Cuando andaba detrás de una de mis chivas, ¿Te acuerdas Migue? El otro se cruzó de brazos y asintió, pero la inquietud se le notaba por el balanceo de su pierna derecha cabalgada sobre la izquierda, parecía incómodo con la conversación, como si ya supiera en qué terminaría. El que hablaba siguió a pesar del nerviosismo de su compañero. Divisé la casa desde afuera, esa casa que nadie arregla, nadie cuida y ahí está, sola, en medio de la llanada. Pero ni se cae, ni desaparece; ahí sigue, como esperando a alguien. Eso sí, nadie de por aquí va por esos rumbos, menos desde que descubrí las tumbas que están detrás de la casa, o enfrente, o al lado, vaya usted a saber en qué dirección están. Para ellos son mis flores dijo la joven muy seria. Son mi familia y agregó con enojo ¿Qué usted no visita a sus muertos? Sin esperar respuesta, tomó 9


la cajita de cerillos y dejó unas monedas sobre la mesa. Alcanzó a escuchar la frase que pronunció la mujer momentos antes de cruzar el umbral de la puerta, dicha como para sí, como para todos y para nadie. Sí, pero no hay que dejar que los muertos se apoderen de la vida de uno. Se detuvo unos instantes, volvió la cabeza al mostrador, pero una visión la hizo estremecer, juraría que la indígena del cuadro se había vuelto de frente solo para mostrar un rostro cadavérico de mirada sin vida. Salió al aire frío y a la tolvanera que parecía querer despojarla de sus flores. Semejaban sus bolsas oscuras unas alforjas gordas y pesadas. La mujer avanzaba en medio del ventarrón por el camino de tierra rumbo a la casa del llano. Unos momentos después, al que llamaban Migue, se le emparejó con paso rápido. Caminó junto a ella un buen rato, en silencio. La ayudó a cargar las bolsas con los alcatraces, casi a la salida del pueblo le dijo: hasta aquí llego muchacha depositó las bolsas en el camino de tierra y tomó sus manos, una súplica permeaba su voz mire, si aquel señaló con la cabeza a su amigo que los observaba parado en la puerta de la cafetería si aquel y yo podemos contarla fue porque no entramos, porque solo vimos la casa desde afuera. ¡Hágame caso! Deje sus flores en las tumbas y regrésese, aunque sea de noche, o mejor añadió con renovado ánimo persuasivo tómele la palabra a Don Matías y no vaya hasta mañana. Diga una oración por el alma de sus difuntos y nunca vuelva. Ella levantó las bolsas con las flores, pareció recordar algo, las colocó de nuevo sobre el camino de tierra y empezó a trenzar su largo cabello oscuro. Al final, las unió como las de la mujer del cuadro. Le sonrió al que llamaban Migue y siguió su camino. Sin embargo, mientras dejaba atrás el pequeño poblado, en su mente quedó la duda. Siempre pensó que Melitón, su hermano mayor, se había ido al otro lado y por eso nunca lo había vuelto a ver. Debía ser una coincidencia, de eso hacía diez años, también por eso había venido, para arreglar las tumbas de sus antepasados, no había nadie más que pudiera hacerlo. Llegó casi dos horas después. Necesitaba un descanso, la puerta estaba abierta, así que tomó su decisión. Entró. Lo primero que llamó su atención fue el reloj de pared funcionando, el sonido del péndulo debía ser monótono y tranquilizador, pero se apagaba encerrado en el 10


ataúd de cristal y madera. Se desplazó a tientas por la casa que olía a encierro, hasta que encontró un quinqué que conservaba petróleo sobre una pequeña repisa de lo que parecía la sala. Sacó un cerillo y lo encendió, con él en la mano la recorrió alerta, temía que algún animal se hubiera metido. Se sorprendió de no encontrar ninguno, ni siquiera telarañas. Solo polvo, mucho polvo, demasiado polvo. Solo había una pequeña estufa de leña, una mesita sin sillas, un viejo sillón y un camastro desvencijado sobre el que no pensaba dormir. Pasaría la noche en el sillón. Muy de madrugada, adornaría las tumbas con sus alcatraces y después tomaría el consejo del que llamaban Migue: diría una plegaria por sus muertos y se marcharía para siempre. «Como hicieron ellos», pensó con cierto resentimiento. Sentada sobre el viejo sillón en la semi penumbra, recordaba a sus muertos. Casi a medianoche llegaron las figuras espectrales, danzaban en el viento, de vez en cuanto asomaban sus ojos vacíos dentro de la casa y entonces reprimía un grito. Causaba temor su presencia sin sustancia que se percibía rondando la casa. Aislada en medio del llano dilatado, un llano sin fin, resistía el viento nocturno y la oscuridad que pretendía tragársela. Se envolvió en el chal y fue a encender la pequeña estufa de leña para quitarse el frío y el miedo. Fuera, los muertos reclamaban su fracción de tiempo, su ración de recuerdo doloroso. Las chispas bailoteaban alrededor del fogón como estrellas diminutas y fugaces. Las ventanas y la puerta se estremecían con temblores de espanto, crujían por las sacudidas que llegaban del exterior en forma de ráfagas violentas. Los muertos reclamaban su presencia. Se sentó de nuevo y miró sus manos desdibujarse lentamente. Intentó tocar su cara y el polvo se escurrió entre los nudillos desnudos y blanquecinos. Pronto el chal resbaló, cayó junto a un crucifijo dorado. Quiso levantarse, se sintió ligera, su peso ya no era el mismo. De pronto volaba y sus ojos vacíos contemplaban la casa, desde afuera.

ROSARIO MARTÍNEZ

México

Facebook: Rosario Martínez Twitter: @magnolia1320 Imagen que acompaña este cuento: Vendedora de Alcatraces, 1942, Diego Rivera.

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magino que somos niños jugando a las escondidas en el armario de casa. Imagino, no quiero ver. Hoy necesito que me mientan. Los ojos no mienten, no pueden ver más allá de lo que puede ver la mente. No me agrada lo que ven los ojos. Te cuentan el final de la película, dejan todo el peso sobre tu

espalda. Nada esconden, todo enseñan. El armario es un mal lugar para esconderse y también es el último lugar en el que uno busca algo. Hay otros niños que juegan a las escondidas con nosotros. Son morenos y de nariz ancha. Y sonríen. Todos los niños juegan a las escondidas y todos se esconden en el armario. Pero no al mismo tiempo. Todos sonríen pero en diferentes geografías. Desde acá nos imagino. Imagino nuestras voces mientras nos alejamos. Mientras pensamos y corremos, o corremos y pensamos y nos escondemos. Cada uno en su mundo. En su escondite. No sé porqué pero la muerte es como un camino hecho con fichas de dominó. Fichas que caen una detrás de la otra después que cae la primera. Como un edificio que se vacía mientras suena la alarma de incendios. Una vez que la muerte da la cara ya no hay mucho para hacer. No hay mucho para decir. No hay nada con lo que llenar el silencio de una habitación. Solo queda sentarse en la estación y esperar a que llegue el tren. La muerte apareció de grande y la tuve que ver. No la pude imaginar. Vi la piel verde y los algodones, los cajones y la tristeza, los pasillos llenos de vestidos negros, escuché los llantos. Ya no estaba allí. Todas las muertes deberían llegar de niños, así uno no las puede ver. Solo cerrar los ojos para irse de ahí sin irse de ahí. Olvidar la corona de rosas y las misas. Encontrar un armario y esconderse. Quedarse allí para siempre. Creo que es un pub. La barra de un pub. Estoy seguro que sí porque acá hay muchos pubs. La cerveza es ligera. Sí, es un pub. No importa. Me quiero emborrachar. Suena una canción y es siempre la misma y a nadie parece importarle. Los hombres hablan. Las mujeres sonríen. La canción es la misma y a nadie parece importarle. Acá los niños también se esconden. En todos los rincones. Son muy astutos. No hay forma de ganarles. Como el caballo más veloz, ellos te sacan dos o tres cuerpos de ventaja. Son los segundos de los minutos de tu reloj. No hay victorias, solo derrotas. Vos no estás acá. Estoy yo solo. Antes éramos solo uno. Así que ahora nadie nota que ya no estás, excepto yo. Supongo que me arrepiento de no haberme dejado tomar una foto. También de no haberme dedicado a la pintura. Me gustaba Pollock. Era un tipo lleno de energía. Su 13


mente era enérgica. Eso era lo que me transmitía con sus pinturas. Me hubiese dejado tomar una foto con Pollock. Pero nací casi treinta años después de que muriera. Creo que mamá no había nacido cuando él murió. No sé, siempre me confundo su fecha de nacimiento. Pollock se hizo mierda con el auto por manejar borracho. Ahora ya no pinta ni se saca fotos con nadie. En la escuela de fotografía había una chica que les sacaba fotos a las personas que lloraban. Las revelaba y las dejaba en los buzones de las casas. Elegía una casa al azar y dejaba una foto en el buzón. No miraba fotos. Odiaba ver fotos. Tampoco iba a exposiciones. Le gustaba sacar fotos pero no mirarlas. Como esos padres que se llevan bien con los hijos ajenos, pero que no saben cómo hablar con los suyos. Como todos los padres. Los niños del pub irlandés quieren ser Ryan Giggs y yo quiero ser ellos. Esconderme como ellos. Encontrar un armario y quedarme ahí para siempre. Creo que los bulevares ya no son lo que eran antes. Tampoco las películas. Hay que creerse lo que uno hace. Si no, lo que uno hace no se lo cree nadie. Cualquier actividad necesita desarrollarse con un convencimiento de lo que se está haciendo. La imaginación es la elección del camino y la realidad es el camino que nos imponen. La imaginación es la mejor forma para salir del laberinto. La imaginación crea nuevos agujeros y la realidad los tapa. La realidad es lo único que atenta contra la felicidad. Los adultos no saben imaginar. No pueden imaginar la muerte. Los niños sí. Los mejores artistas son los niños. Los niños se creen siempre todo lo que hacen. Para ser un buen artista hay que creerse lo que uno hace. Hay que ser un niño. Pollock era un niño. Una vez que se pierde la capacidad de imaginar se vive en la miseria o se muere en ella. La imaginación es la forma de valorarse antes que ser valorado. La imaginación es mi burbuja y la realidad la aguja que quiere pincharla. No se puede pintar con el amor. Con el amor no se puede hacer nada. En los libros te dicen que con el amor se puede hacer todo. No es cierto. No siempre los libros te dicen la verdad. Los libros no son como las fotos. Las fotos dicen la verdad. Las fotos son la verdad de un momento. Voy a seguir cerrando los ojos e imaginando que somos niños. Niños que juegan a las escondidas. Y se esconden en el armario. Aunque el armario sea un pésimo lugar para esconderse. Imaginando nuestras sonrisas, nuestras voces, nuestros pies que se 14


alejan, nuestras narices anchas y nuestra piel morena. Si no se imagina no se puede ser feliz. Y si no se puede ser feliz no se puede ser nada.

BILL CARMONA

Argentina

Twitter: twitter.com/Bill_Carmona

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ecuerdo nítidamente el calor de aquella tarde del 5 de enero, tan aplastante como mi ansiedad. En casa las cosas no andaban bien. La fábrica donde trabajaba mi viejo estaba por cerrar y el ambiente era el de un velorio al que solo le faltaba

el muerto. No había que ser muy inteligente para darse cuenta, bastaba con cenar cuatro noches seguidas polenta y ya se sabía que la guita no alcanzaba para nada. Por eso yo siempre creaba un mundo imaginario y fantástico con los chicos en la vereda, un mundo brillante que los problemas de los grandes no podían opacar. Oscarcito, el cabecilla del grupo, tenía más o menos mi edad: siete u ocho años. Éramos dos purretes fuera de la manada. Él tenía la viveza y esa experiencia que te regalan cuando tenés hermanos más grandes. Siempre me ganaba a todo, al puntín, al chupi, al tinenti, a cachurra montó la burra y sobre todo a las carreras de autitos. Era un genio, en todo me ganaba. Tenía la destreza y la pericia para vencerme con todos los trucos y escaramuzas que uno se pudiera imaginar. Y lo peor venía después: su burla era abrumadora, me atormentaba revolviéndome las tripas y calándome los huesos. Esa tarde la pista, dibujada con las tizas que nos afanábamos durante la clase de música, revelaba que la Chevitú de Oscarcito, conducida de manera prodigiosa, había dejado en el pelotón de cola a mi humilde Torino blanco una vez más. Ese era mi único autito, desde luego. Lo había conseguido tras sacrificar por una semana los paquetes de figuritas que religiosamente me compraba el viejo, para trasladar ese presupuesto a mi decoroso bólido de Turismo Carretera. Mis rodillas estaban raspadas, dejaban traslucir unos finos hilos de sangre provocados por la aguerrida contienda intentando superar a Oscarcito, gateando y conduciendo mi pequeño automóvil. La vida y los años, a pesar de los vaivenes de la economía argentina, siempre me permitieron tener autos pero no de juguete sino de verdad, y en muchos casos lujosos cero km y —por qué no— de los que algunos giles definen como alta gama. Pero como el deseo pauta la trascendencia de las cosas nunca había tenido una ilusión tan grande como aquella semana. Después de muchas carreras fallidas, cargadas a troche y moche y rodillas raspadas hasta los huesos sin que mi vieja se diera cuenta, arranqué una hoja del cuaderno Gloria, forrado con papel araña azul, y con todo el fervor que un chico puede sentir les escribí una cartita a los reyes magos para poder hacer el recambio de mi viejo Torino blanco, al que amaba de forma incondicional, por 17


un Trueno Naranja. Así se llamaba en aquellos años al Chevrolet, a la máquina, al sueño que tripulaba Carlos Pairetti, uno de mis primeros ídolos de aquella época inocente. No había excusas ese año, yo había sido un chico obediente, no había estado en penitencia en el colegio y las notas superaban el promedio, al punto que, de vez en cuando —muy de vez en cuando— recibía una felicitación de la maestra. Yo quería, deseaba, necesitaba esa réplica de plástico naranja con cuatro rueditas unidas de a pares por dos ejes de metal. Imaginaba llenarlo de masilla y clavarle una cucharita vieja en la punta para que avanzara más lejos con mayor estabilidad. En medio de la risa socarrona de Oscarcito, envalentonándome, le dije: —¡No me jodas más! Esta semana te voy a jugar la revancha con mi nuevo Trueno Naranja. Él se quedó mudo por un instante, puso su cara sobradora frente a la mía y me dijo: —¿De dónde vas a sacar un Trueno Naranja, si tus papás no tienen dónde caerse muertos? Recuerdo que al principio puchereé, tuve ganas de abalanzarme a los golpes hasta borrarle esa estúpida sonrisa, pero tenía claro que en las destrezas pugilísticas también me tenía de hijo. A pesar de todo, me paré y empujándolo para sacármelo de encima le grité: —¡Me lo van a traer los Reyes Magos, pelotudo! Por un instante creí que no me había entendido, o que su seguridad en las pistas hacía que ningún auto pudiese hacerle sombra a su Chevitú azul. De pronto su carcajada inundó la cuadra y tomándome del cuello me berreó: —¿Yo pelotudo? ¡Me parece que el muy pe-lo-tu-di-to sos vos! ¿O no sabés que los Reyes son los padres? Una extraña confusión me colmó el alma. No sabía si me había ofendido el silabeo del insulto, el diminutivo o la cruel aseveración que me marcaría y cambiaría mi vida para siempre. Quise llorar, gritar, escaparme, no quería volver a verlo más. Toda la ilusión se había ido por la zanja, y desde el cordón partí para mi casa en silencio. Abrí la puerta acongojado. Recuerdo que me persigné. Era duro haber escuchado lo que para mí en ese momento era una herejía. Me fui a mi habitación y el mundo empezó a girar alrededor a otro ritmo. Ya no eran la calesita, las figuritas y los autitos los anhelos que me hacían feliz. Había otra 18


realidad y el guacho de Oscarcito me la estaba presentando sin tapujos. En un rincón del cuarto tenía la bolsa de nylon con el pastito que había arrancado de un jardín de la vuelta para darle de comer a los camellos y me sentí un terrible pe-lo-tu-di-to. Cenamos polenta como las cuatro noches anteriores. Mi mamá me preguntó, antes de la fruta, si iba a poner los zapatitos para esperar a los Reyes, y yo le dije que no, que esta vez quería que siguieran de largo. Mi viejo miró a mi vieja y entendió, no hizo falta decir una palabra, el brillo de mis ojos lo decía todo. Me fui a dormir temprano, no quise ni mirar televisión. A la mañana siguiente, como si hubiese vivido una pesadilla, fui al patio a ver si había venido el trío mágico y lo que me había dicho Oscarcito había sido una maldita patraña. En el patio no había nada, solo el sol que con su furia hacía que las baldosas quemaran. Me dispuse a tomar la leche, no tenía ganas de salir a la calle a atorrantear. Tenía vergüenza y no sabía el porqué. Fui a la ventana de mi cuarto para ver qué pasaba afuera. Varios chicos salían con sus juguetes nuevos a darse dique y estrenarlos con alegría. Oscarcito practicaba en la pista de tiza con su Chevitú azul y unos soldaditos, al parecer nuevos, que hacían de público. No quería que me viera y me agaché de golpe cuando vi que uno de los pibes me llamaba. La bolsa de nylon con el pasto seguía ahí. Tenía bronca. La tomé con furia para tirarla a la basura. Instantáneamente caí en la cuenta de que algo pesado y duro estaba adentro, algo contundente, distinto de los yuyos que había recogido la mañana anterior. Metí la mano y mágicamente saqué de la bolsa un Trueno Naranja. La emoción me explotó en el pecho. Fui corriendo a la cocina. Mi mamá estaba limpiando y le mostré orgulloso el autito anaranjado. Con la voz entrecortada le pregunté: —Pero… ¿los Reyes Magos?... Ella me abrazó y me dijo, acariciándome la cabeza: —Tu papá siempre va a ser un mago para vos.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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quí, cerca de Dolo Ado, en el Cuerno de África, el calor es una mortaja que recibe a los que huyen de la guerra interminable. Un grupo de chozas han sido improvisadas en medio del desierto. Hay algunos árboles raquíticos y dispersos esqueletos de cabras, tumbados, que alzan

sus cuernos verticales. La falta de agua ha dejado costillares pelados y ausencia de vísceras entre los huesos. Baboo viene de la montaña de basura. Aparece por detrás de las cañas amarillas de la última cabaña de la aldea. Es un niño de cinco años. A cada paso bambolea el globo infame de su vientre, en su ansiedad por alcanzar la tienda del Centro de Salud. La arena dorada le quema los pies y se apura. El sol, que se está derrumbando en franjas rojas sobre occidente, le muerde la piel negra de su cuerpo desnudo, hasta que abre la lona de la carpa blanca y entra. Suspira con alivio. No espanta las moscas verdes que caminan por su cara. Cuando ve a la enfermera, se acuesta rápido en el colchón, no quiere que ella se dé cuenta de que ha llegado tarde. Desea portarse bien porque esta mujer es la única que lo acompaña a ver el cielo. Sophie se acerca, envuelve con una cinta graduada el brazo flaco del niño y anota un número en una planilla. Luego le acaricia la mejilla, le dice que se duerma y se va. El chico está cansado, sus ojos se cierran en seguida. Son pocos los quejidos de los enfermos, los leves susurros sortean los silencios de la carpa sanitaria. Su cuerpo ya es una bola de carbón inmóvil sobre la sábana arrugada. En sus cuencas aloja las dos esferas de marfil en las cuales transita la inocencia de su sueño. Pasan algunas horas, y aunque aún es de noche, sus párpados delgados comienzan a palpitar y se abren completamente: está despierto. Entonces se levanta; va hacia la guardia y sacude el hombro de Sophie para que lo siga. La lleva de la mano y juntos salen de la tienda buscando la piel del cielo colgada sobre la estepa infinita. Se alejan de la aldea. Él se siente un conquistador de estrellas. Ella no dice nada, aunque sonríe ante la obsesión del chico por descubrir astros fugaces en estas noches de serena claridad y lo sigue en su juego. La luna es una moneda de plata sobre el lago añil en el cual titilan los diminutos diamantes fríos. Mira el rostro absorto del pequeño ante el prodigio de la bóveda celeste; Sophie guarda un secreto: la madre del niño le ha confesado que regresará a su pueblo sin Baboo porque está desnutrido y no soportaría el viaje. En el llano árido la sequía es inclemente, la 21


hambruna mata, y la pólvora asusta con el olor del miedo. El niño está parado, con las pupilas fijas en el disco de nieve colgado por encima de su cabeza. El firmamento parece más alto y profundo que nunca. Alza su brazo, apunta con su índice hacia la estela que rasga el fondo azul del universo y muestra su brillante dentadura. Sophie sonríe con él y luego se pone seria. —Baboo, quiero decirte algo. El pequeño niega dos veces con la cabeza y baja la mirada porque intuye algo malo. No le gusta el tono grave de Sophie. Ella le levanta el mentón con el dedo. Los labios le tiemblan un poco, habla con cierta zozobra, pero se nota el empeño que pone tratando de que no se le corte la voz. Le dice: —Mañana regreso a mi país. Baboo desea que sea mentira lo que dice Sophie. No quiere pensar en las palabras de la joven que, ahora de rodillas, envuelve su cabeza con suavidad y le besa la frente. Y ella se demora, lo abraza fuerte..., fuerte. Después regresa sola a la tienda. Baboo suspira y continúa su tranquila contemplación del oasis nocturno. Lo llena de felicidad mirar las estelas de polvo cósmico que surcan el espacio. Se siente cerca de ellas; es un corazón puro que anhela el vacío del cosmos que está lejos, muy lejos de esta tierra hostil. Toma una rama seca y dibuja un círculo tembloroso en el suelo. Lo ve imperfecto. Luego traza una raya recta más abajo, como si fuese un horizonte largo y al mismo tiempo una separación entre dos mundos. Piensa en su madre y luego en Sophie. Dos congojas lo tironean. No puede evitar que una gota cristalina se derrame desde su mejilla y caiga sobre su panza. Y otra más…, y otra…, y otra.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

Blog: http://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar/ Facebook: https://www.facebook.com/RaulArielVictoriano

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Hasta que no hayas amado a un animal una parte de tu alma permanecerá dormida. Anatole France

-¿E

sta es Revancha? le pregunto, incrédulo, a la joven colaboradora que la trae caminando hacia el alambrado, conduciéndola con una soga enganchada al bozal. ¡Sí! ¿Viste cómo cambió? me dice la chica, con un brillo en los ojos que le ilumina todo el rostro.

Revancha, una yegua de pelaje marrón con una mancha blanca en la cabeza, vino casi pegada a la espalda de la joven, con pasos lentos pero firmes. Ya no se le notan las costillas ni los huesos de las ancas. Se queda quieta contra el alambrado, permitiéndome acariciarla. El nudo que tengo en la garganta no me deja decir nada más. No quiero que me vean llorar, pero no sé si voy a lograrlo. ¿Cuánto pasó desde aquella tarde? ¿Seis meses? ¿Siete? Tal vez ocho. Era invierno todavía, veníamos en el auto de Rolo, con Nacho, de perder por goleada, cuatro a uno, la semifinal del torneo interclubes, por una calle de tierra en una zona de quintas de Berazategui, cuando vimos, en la cuadra siguiente, un carro con caballo, parado casi sobre la zanja, y dos hombres agachados en el suelo en la parte de atrás. Cuando nos fuimos acercando vimos que había otro caballo acostado en el suelo, atado al carro, y que uno de los hombres trataba de hacerlo parar golpeándolo con un rebenque. Rolo paró la marcha y yo me bajé. ¡Ey!, ¡Ey! ¡No le pegués! le grité ¿No hay otra forma de levantarlo? ¿Y a vos qué carajo te importa? ¿Por qué no te metés en tus cosas? me respondió. ¡Porque no me gusta ver que golpeen a nadie! volví a gritarle. ¿Querés ver cómo te doy a vos? dijo mientras se acercaba blandiendo el rebenque. ¡Yo no lo intentaría! sonó atrás mío el vozarrón de Nacho, el arquero del equipo, un metro noventa y ocho, noventa y cinco kilos. Rolo también se había bajado. El tipo lo pensó mejor, volvió hacia el carro, desenganchó el caballo que estaba tirado y subió por atrás. El otro ya estaba en el 24


pescante y se fueron en medio de un montón de insultos. Nos quedamos los tres, alrededor del caballo, interrogándonos mutuamente con la mirada. Y ahora… ¿Qué hacemos? Rolo recordó que su madre conocía una institución dedicada al rescate de caballos. A lo mejor podían hacer algo por el animal. ¡Llamala! le dije, mientras iba al auto a buscar una botellita de agua de la heladera que traíamos en el baúl. Mientras Rolo hablaba con su mamá, intentamos con Nacho, volcar de a chorritos en el morro al caballo para ver si tomaba. Lo acariciábamos pensando que así lo calmábamos, pero la verdad es que no teníamos la menor idea de cómo proceder. ¡Ya está! dijo Rolo Mi vieja me dijo que llamemos al 911 que ella se ocupa de avisar a la institución. Le pasé las coordenadas del GPS para que tuviera idea de donde estábamos. ¡Che! Si no vienen ¿Cómo ves el caballo en tu terraza? me preguntó Nacho. ¡Qué gracioso! ¡Te quiero ver a vos subiendo un fardo de pasto por la escalera quince pisos le respondí, y los tres nos reímos para aflojar la tensión. Estábamos tratando de comunicarnos cuando vimos venir, desde el fondo de la calle, a unos trescientos metros, a los carreros con tres o cuatro personas más. ¡Houston, estamos en problemas! dijo Nacho imitando la voz de los doblajes. ¡Y bueno! dije Si ya perdimos una por goleada… ¡Llegó la caballería! gritó Rolo en ese momento, señalando atrás, por donde habíamos venido. La combi en que viajaba una parte del equipo rival se detuvo detrás de nuestro auto. Se bajaron dos de los pibes a preguntarnos qué nos pasaba. Les contamos, advirtiéndoles que seguramente los tipos venían a recuperar el caballo. Uno de ellos volvió a la combi e hizo que bajara el resto. El número desalentó a los tipos que se quedaron a dos cuadras y no avanzaron más. Cuarenta minutos después, llegó el equipo de la fundación, y el doctor revisó al animal, una yegua, nos dijo, muy débil y deshidratada. Pudimos comprobar el amor y la calidez con que le hablaba. El patrullero también había llegado y el doctor estaba comunicándose con la fiscalía, para obtener el permiso para trasladar al animal. Le 25


preguntamos si teníamos forma de volver a verla y nos contó que periódicamente organizaban visitas a la estancia donde los caballos se recuperaban en perfecta libertad, con toda la atención veterinaria que necesitaban y donde nunca más serían usados para trabajo alguno. Le prometimos que estaríamos atentos a las invitaciones. Cuando nos despedíamos Rolo le dijo al doctor: Doctor, ¿podemos ponerle un nombre? ¿Cómo la llamarías? preguntó el doctor. El partido lo perdimos por goleada dijo Rolo pero ella fue nuestra Revancha. Y aquí estamos, con Rolo, acariciando a una Revancha tan radiante y hermosa que tiene sabor a campeonato.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar Nota del Autor: Este cuento es sólo ficción pero está basado en muchas historias reales de rescate llevadas a cabo por una fundación de mi conocimiento e intenta ser un homenaje a la institución y al profesional veterinario que la dirige.

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El vacio es el principio de todas las cosas. Raymond Carver

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ace un tiempo escribí este relato y se lo envié a un amigo para que me diera su opinión. Mi amigo me explicó, en pocas palabras, que no lo había entendido y que se debía a que estaba mal escrito. Lo volveré a escribir, le dije. Es importante que pueda comprender, que leer y

escribir son dos actividades distintas. Al leer lo que me gusta, entiendo que la claridad viene de las frases cortas. Si es posible, no deben contener más de dos comas desde su inicio hasta su finalización. En este párrafo he cumplido con este requisito exceptuando a la frase que antecede a esta que ya no la pueden leer porque la borre y corregí. Bien, ahora intentaré escribir el mismo relato de modo claro. Se trata de un texto en donde solo hay dos personajes principales: mi padre y el Negro. El Negro es amigo de papá y es amigo de la familia puesto que es nuestro vecino en la época del relato. Los personajes secundarios son: mi madre, mi hermano, los peces del río Uruguay y yo. Podríamos debatir si el personaje de mi madre es secundario o primario pero lo mejor es que cada lector puede hacer su elección. La propuesta del relato es articular dos situaciones. Una: mi padre y el Negro yendo a pescar todos los viernes al río cuando mi hermano y yo éramos pequeños. Dos: el momento en que al Negro le da un accidente cerebrovascular que casi lo mata cuando mi hermano y yo ya éramos mayores. A simple vista es una articulación compleja en tanto que las dos situaciones no tienen una conexión aparente y es probable que tampoco tengan una conexión no aparente. Pero da igual porque no me interesa reflexionar sobre la realidad sino sobre lo que llevamos dentro. Entonces, el relato que escribí y mande a mi amigo comenzaba así: Cada uno tiene su propio universo de cosas posibles y, por una especie de trampa del sistema con el que pensamos, creemos que nuestro universo de cosas posibles es válido también para los demás. Papá: he estado pensando que hace mucho no vas a pescar con el Negro. ¿Cuándo fue la última vez? ¿Cuántos años tenía yo? Sucede que extraño a mi padre porque me encuentro lejos de él. Y el recuerdo que surge es el siguiente: lo veo llegar a casa una tarde/noche de verano con bañador, camisa mangas largas y sombrero de pescador. Trae en cada mano uno o dos pescados cogidos por la cola. Los pescados chorrean agua porque los saco recién del balde de la lancha del Negro. Él toca timbre antes de coger los pescados, mamá abre la puerta y el 28


entra de esa manera que describí antes. Detrás de él vamos mi hermano y yo, nos agarra algo parecido a los nervios y queremos ver, no sé si queremos ver a los pescados, no sé si queremos verlo a él. Lo más probable es que no quisiéramos ver nada en particular. Era como si papá se hubiera ido a la guerra y en el fondo pensáramos que no iba a volver. No lo sé. Detrás de nosotros iba mamá, ella hubiera querido ir detrás de papá pero nuestro entusiasmo le ganaba de mano. No es que ella quisiera quitarnos nuestro lugar, simplemente quería que él la escuchara mejor: Gordo llévalos al patio por favor, Gordo por favor te pido, llévalos al patio. Ella sabía, nosotros sabíamos, vosotros sabíais, que papá no le haría caso y sin embargo lo decía igual porque así es mamá. Cree en la palabra. A papá siempre lo cubrió una especie de capa de algo que hace que nada de lo que digan los demás le afecte de manera directa. No tiene ningún prurito en hacer lo que le apetece aun a pesar de los que lo rodean. Es cierto que es una característica que enoja a la mayoría de las personas que lo conocen, pero también es cierto que él habrá construido ese mecanismo como una especie de defensa en algún momento en el que no pudo hacer otra cosa según las circunstancias. Sí, lo estoy justificando. Entonces, mamá hablaba sola y papá no llevaba los pescados al patio, los ponía en la cocina y ensuciaba todo cuanto podía. Los abría al medio, les sacaba las tripas y los lavaba. Presten atención a este punto: los peces tienen tripas, los peces no están vacios por dentro. Este punto es importante porque es el que intentaré utilizar como articulador de las dos situaciones del relato. Alude a que todos tenemos algo dentro y que si lo sacamos debemos pensar en dónde ponerlo. Alude a que lo que hay dentro ocupa un espacio, y más aún, ocupa un tiempo. Papá: Los abría al medio, les sacaba las tripas y los lavaba. Ají molido, orégano, sal y pimienta, rodajas de tomate fresco y de cebolla cruda pasaban a ocupar el lugar que antes ocupaban las tripas. A veces pienso que todo cambia de lugar inevitablemente, lo queramos o no, todo cambia de lugar inevitablemente. Y sin embargo, al mismo tiempo, pienso que hay cosas que no cambiarán de lugar nunca. Hay cosas que permanecen por siempre en el mismo sitio, como este recuerdo que ahora tengo. El Negro, los pescados, papá, mi hermano, yo y mi mamá conteniéndonos a todos; ese es el orden del recuerdo. Hace algunos años al Negro le dio un accidente cerebrovascular y si bien pudo recuperarse físicamente de ello, algo le pasó a sus emociones, se empezó a comportar como si fuera otra persona y efectivamente se convirtió en otra persona. El Negro era muy nervioso, siempre estaba gritando y diciendo a todos qué era lo que tenían que 29


hacer. Por momentos parecía de lo más normal pero de repente era como si se le reventara algo dentro y le estallaba fuera, comenzaba a gritar y se ponía todo rojo. Sí, a pesar de que era negro uno podía ver como su rostro se enrojecía de rabia, de odio, quizás, de miedo. No lo podemos saber con precisión pero al Negro le pasaban cosas. Él era así y así lo queríamos porque sabíamos que él no podía cambiar, como sabíamos también que cada uno de nosotros no podía cambiar algunas de las cosas nuestras. Es difícil escribir esto que quiero decir porque cada vez que lo intento escribir me quedan frases larguísimas y llenas de comas. Pero sepan que está articulado a lo que describí antes sobre las tripas de los peces. Pongo mi mejor intento: Hay cosas que nos ponen dentro y hay cosas que ya vienen puestas en nosotros. Lo que le pasaba al Negro tenía que ver con este segundo caso. Quizás toda esa presión que el Negro sentía cuando nosotros éramos pequeños, llevo a su cuerpo a tener ese accidente cerebrovascular cuando nosotros ya éramos más mayores. Yo ya no vivía en Concordia cuando eso pasó. En cierta medida había dejado de ser la vecina del Negro pero en unas vacaciones, luego del accidente cerebrovascular, volví a casa de mis padres y me pareció importante ir a visitarlo. El Negro había envejecido tantos años que yo no lo podría explicar. Había envejecido de una manera tal que ya no se podría recuperar, era su cuerpo pero no era su cuerpo, era su alma la que de golpe había tenido que atravesar siglos y siglos de crecimiento. Ya no había vuelta atrás. El Negro. El Negro que iba a pescar con papá ya no estaba ahí y yo me entristecí. Me entristecí por verlo así y me entristecí porque sentí que una parte de mi papá se había ido con él. En mi falta de experiencia, debida a mi juventud, me pareció que eso era injusto. Pero así había sido y así tenía que ser. Cuando me despedí de él en aquella visita me dijo en voz baja: Agustina, reza por mí. Había tomando mi mano en un gesto de dulzura y de debilidad que jamás hubiera imaginado de ver en él y al irme me sentí forzada a creer en Dios y por supuesto recé por él. Papá: he estado pensando que hace mucho no vas a pescar con el Negro. Papá y el Negro habían dejado de ir a pescar muchos años antes de que al Negro le diera el accidente cerebrovascular. Lo que ahora me pregunto es si los peces hubieran podido salvar al Negro, lo que ahora me pregunto es si mi papá está a salvo, lo que ahora me pregunto es si yo lo estoy pero sobre todo, lo que ahora me pregunto, es qué hacia mamá con las tripas ensangrentadas de los peces. 30


AGUSTINA MURILLO

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/agustina.murillo.509

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o te asustes marino, soy la misma sirena que Hemingway conoció frente al Cayo Guillermo de la isla de Cuba. No te asustes, no sé hacerte daño. Te esperaba. Sabía que este encuentro ocurriría y que vos sos otro elegido. Si supieras buscar en el fondo de tu alma, me

encontrarías allí, en una escama junto a una gota de líquido amniótico de tu difunta madre. Fui concebida por un choque de barcos pirata, un tesoro escondido, un nemátode de mar y una llaga de quién, dónde y cuándo correspondía. Fue el designio de la magia dentro de un cuenco con leche de cabra, por un milagro que todavía no ha ocurrido. Tal vez no lo entiendas pero es la verdad. Fui yo quién enganchó el marlín al anzuelo del viejo Santiago. Sé cantar y puedo volar de acá al mar de la China. Estás aquí, porque nunca jamás te has enamorado, porque nunca derramaste ni media lágrima por amor. Estás acá, para elegir. Si te enamoraras de mí, mi parte de pez sería un par de piernas que te envolverían como una boa mientras me penetras a tu antojo. De mi lado de pez, solo quedará un pequeño triángulo de escamas diminutas en mi Monte de Venus. Tendrá todos los colores que conozcas o puedas imaginar. Eso será el estigma para tu lado más oscuro de tu sangre de macho. Soy virgen pero conozco todos los secretos, trucos y fantasías del sexo que aprendí en Sodoma y Gomorra, cerca del Mar Muerto. Jamás seré vieja y conservaré estos pechos urgentes y turgentes tal como los ves ahora. Mi boca será tu moneda para ganar cualquier apuesta en la que sepas de antemano que saldrás victorioso. Te amaré pero te manipularé, recibirás mis mejores caricias pero te quitaré el sueño, te reclamaré por el más mínimo de tus defectos pero dormirás en mis brazos, seré perversa pero la más linda del lugar adonde vayas conmigo, te revisaré tu correspondencia pero me pasearé desnuda ante vos, te cuidaré cuando enfermes pero te celaré hasta tu paranoia, trataré de cambiarte según le parezca a mi histeria cada mañana pero ya no podré volar, te haré sufrir y deberás cuidar que ningún otro hombre me seduzca. Solo deberás besarme para enamorarnos y si no pudieras hacerlo, te concederé cualquier deseo. ¿Me besarás?

JUAN LOBO

Argentina

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ientras caía la lluvia y aprovechando el momentáneo cese al fuego, los soldados cocineros recibieron la orden de repartir el rancho del día. Como ya era costumbre, se escogió a los más jóvenes para la repartición, quienes se esmeraban por llevar las raciones a lo largo de

toda la trinchera que envolvía a Verdún, como si de una serpiente retorcida que se abría paso por la tierra se tratase. Llevando un balde de sopa con trozos de carne y una canasta de pan, los inexpertos reclutas empezaron a servir las raciones a los soldados apostados en las afueras del fuerte Douaumont. En un recodo de la trinchera de primera línea dos uniformados recibían sus alimentos de mala gana: —¡Otra vez esta agua de cebo y pan rancio! —se quejó un soldado de ojos grises mientras le servían el aguado alimento. —Es la misma comida de siempre, ya deja de quejarte y come —respondió otro más viejo, de bigotes estilo grognard—, si no lo vas a comer me lo das y se acabó. —Si no fuese por lo caliente que está, te lo tiraba en la cara, niño —le dijo el soldado de ojos grises al muchacho que servía tímidamente la sopa—, ¿Pero de dónde los traen ahora, de las guarderías? —preguntó a su compañero en tono de sorna, al ver lo holgado que les quedaban los uniformes a los ayudantes de cocina. —Somos de París, voluntarios. Nos enrolamos con varios amigos del club de gimnasia… —¡Reparte rápido chico, hay otros que quieren morir con el estómago lleno! — gritó el de ojos grises mientras hundía la cara en una marmita sucia. —Solo queremos fraternizar, hacer amigos —explicó uno de ellos—, hemos llegado hace dos días, nos dijeron que empezaríamos en la cocina, pero que no nos acostumbráramos, por el camino sagrado llegan reclutas todos los días y que en menos de lo que nos imaginamos nos pondrán en el frente. —Preocúpense por repartir esa sopa con mierda primero, si no lo hacen rápido, las ratas que ya vienen detrás de ustedes se subirán al balde en manada y se la comerán juntos con sus manos, luego hacen amiguitos, aquí o en el infierno —les advirtió el de los bigotes. —Ustedes son de esos que ya les jodió la vida esta guerra, ¿No? —lanzó uno de los muchachos al soldado de bigotes. —Cuando veas el cadáver de tu amiguito devorado por las ratas, cuando los piojos te pongan en carne viva las nalgas y si con remota suerte, llegas a ser el único que queda de tu grupo y presientas que ya es demasiado tiempo el que has permanecido 35


vivo y tengas la seguridad que una bala de los cabeza de balde ya ha sido cargada para matarte, me buscas para conversar, aunque a lo mejor ya no te pueda escuchar le respondió con sorna, pero sin dibujar sonrisa alguna. —O en la puerta de tu casa, recuperándote de una herida que no te haga volver a estos mansos prados —remachó el de ojos grises. Los jóvenes reclutas no supieron responder, se miraron con desazón y apuraron el paso sin mediar palabra. —La felicidad no está en función al medio que nos rodea, sino al estado de ánimo que transforma a la realidad —afirmó el recluta antes de desaparecer por una palizada, seguido de su compañero. —¿Te acuerdas de sus caras, no? —preguntó el de ojos grises. —Sí, creo que tienen la edad de mis hijos. —Ya está, veremos cómo nos acomodamos detrás de ellos al saltar la trinchera —dijo mientras esperaba a que la sopa termine de ablandar un poco el pan. —Felicidad, yo era muy feliz antes de todo esto —se quejó el soldado de bigotes—, una casa en la campiña de Borgoña y adelante mis sembríos meciéndose con el viento, el Sol por la tarde, mi familia jodiendo, eso es felicidad para mí —terminó escupiendo un pedazo de carne. —Yo era el mejor sastre de mi barrio, a mi taller llegaba gente de todas partes, incluso una vez llegaron unos alemanes que los atendí con esmero y pagaron bien, más que el resto de la gente que me pedía alguna prenda, creo que valoraban más el oficio y trabajo que le puse a sus trajes que al traje mismo. Y mira ahora, esos hijos de puta deben estar en algún lugar frente a nosotros, esperando a que nos asomemos para… Dejaron de hablar cuando un sonido de vidrios iba y venía a lo largo de la trinchera, los dos soldados tomaron sus fusiles y buscaron sus bayonetas colgadas del cinto, la lluvia comenzaba a amainar, el ruido aquel se detenía un momento para luego continuar su marcha, cada vez más cerca de donde se encontraban. Al poco rato, un hombre de unos treinta años se paró frente a los dos soldados, llevaba sobre el hombro tres botellas atadas. —¡Por Dios, Desagneaux, pensamos que era otra incursión alemana! —exclamó el soldado de ojos grises. —¿Y si hubiese sido así, ya estaría muerto, verdad? —preguntó Desagneaux sentándose al lado de ellos— miren, muestra de aprecio por un buen trabajo —agregó mostrándoles unas botellas de pinard recién llegado.

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—Pero están vacías —dijo el de bigotes. —Sí, es que solo me dieron un cuarto de una botella, las demás las traigo como prueba de la recompensa que les espera muchachos. —¿Recompensa, qué recompensa? —preguntó el de ojos grises. —Este frente está atorado desde hace varios días amigos, necesito zapadores para hacer una mina al norte y lograr un avance; si todo sale como lo planearon los oficiales, cada zapador será recompensado con seis horas de sueño en una cama y dos botellas de pinard. —Y si todo se va al carajo, quedamos enterrados en medio de la nada —se quejó el soldado de bigotes. —El riesgo vale la pena, lo bueno es que se trata un territorio nuevo, nadie ha cavado en aquella zona, esa es la ventaja —Desagneaux trató de animarlos. —Yo no voy, prefiero una bala en vez de ahogarme tragando tierra —dijo el soldado de ojos grises sin atreverse a mirar de frente al cabo. —Eso es todo, cabo Desagneaux, anda y busca a tus voluntarios en otro hueco —finiquitó enérgicamente el de bigotes—, aquí ya no tienes nada que hacer con tu asqueroso pinard. —¡Esto es alta traición! ¡Serán reportados inmediatamente, soy su cabo y deben obedecerme! ¡Ni siquiera debería usar este trago barato para convencerlos, la patria exige sacrificios inconmensurables en estos momentos, algo más sublime que el estar ahí sentados comien… Un leve zumbido, un particular sonido metálico y el cuerpo del cabo cayendo como un saco, de bruces entre los dos amigos, luego ambos se miraron, pero ya en sus rostros la sorpresa había dejado de habitar, como en un pensamiento común, tomaron al cabo de los tirantes y lo arrastraron hasta colocarlo entre ellos, bajo sus pies; ambos colocaron sus marmitas sobre el pecho del soldado muerto para utilizarlo de mesa. —Comer cómodamente, como la gente común, también esa es la felicidad para mí —dijo el soldado de bigotes, mirando en el rostro del cabo la mueca torcida de la muerte súbita —, luego te llevamos donde los otros —agregó dirigiéndose al cadáver, palmeándole la mejilla. —Como te decía —continuó el de los ojos grises—, en Lyon confeccionamos las mejores sedas del mundo, pero ninguna como la seda de mi tienda…

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MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA

Perú

Facebook : Mario Torv

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il años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dandolo, Dux de Venecia, que están estacionadas

sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo. La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla. Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreou en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo. ¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler? Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas. —¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica. —¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos. —Ya me cansé de tantos calambres —dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados: —¡Ataquen! Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan. 40


Constantinopla cae. Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina. Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles —golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas. —¡Uf! —Ya era hora… —Otro siglo así, y me quedo sin espalda. —¡Ay! Uno estira los brazos, otro se sacude. En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles —que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo. Tardarán una eternidad en desanudarse.

DANIEL FRINI

Argentina

Facebook:facebook.com/DanielFriniEscritor/ Blog: danielfrini2.blogspot.com.ar/ Twitter: @dfrini Instagram: danielfrini Ivoox: ivoox.com/podcast-audiotextos-daniel-frini_sq_f1418104_1.html Tumblr: danielfrini.tumblr.com Inkspired: getinkspired.com/es/u/danielfrini/ Imagen que acompaña este cuento: Entrada de los cruzados en Constantinopla,1840, Eugène Delacroix

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legaron por la tarde a la playa grande del río Aluminé. A diferencia de los turistas que llegaban temprano, ellos no traían sillitas, ni un bolso, nada. Él llevaba algo parecido a un cordón que le colgaba del cuello donde se balanceaban unas llaves y ella tenía en la mano un teléfono celular que

usaba como si fuera un bastón que la ayudara a caminar mejor. No se tomaban de las manos, pero lograban ir uno junto al otro de manera sincronizada, ella apurándose ligeramente y él, levantando los pies por demás con lo que lograba unas ínfimas pausas entre paso y paso. Se hablaban sin mirarse y se trataban sin tensiones. Se notaba que eran una pareja. Los dos eran jóvenes pero ella tenía una cara antigua, no de mujer vieja, sino como salida de alguna foto de abuelos. En cambio él se parecía a mucha gente al mismo tiempo. Los dos iban descalzos y con una rara combinación en los colores de la ropa. Ella con pollera verde por encima de la rodilla y remera violeta y él con un pescador marrón y sin remera. No quedaban dudas de que eran de Buenos Aires. El río Aluminé corre entre montañas y es rápido en casi toda su extensión, pero donde se forma la playa grande se vuelve sereno y angosto y los cerros de la orilla de enfrente se parecen a una enorme pared de piedra pintada en franjas verdes y grises. Hacia un costado, la pared cae abrupta, como si alguien hubiera decidido terminarla de apuro. Ahí se forma una playita de arena de unos pocos metros, que parece entrar de manera misteriosa por detrás de la pared de piedra. Para los que llegaban por primera vez, era inevitable la tentación de cruzar nadando el río desde la playa grande e ir a explorar esa minúscula playita. Para eso había que nadar hasta el medio del cauce y dejarse llevar por la corriente. Al llegar a la playita el misterio desaparecía al descubrir que lo que parecía un camino en realidad no llevaba a ninguna parte. De todas formas, todos los que cruzaban se quedaban un rato en aquella arena mirando hacia la playa grande con suficiencia. Regresar era difícil. En la parte más profunda había que nadar contra la corriente, pero además porque desde la playita se podía ver más adelante como, después de una gran curva, el río volvía a ser rápido y se transformaba en grandes saltos que pegaban con fuerza contra el suelo. No había ningún visitante que hubiera cruzado y tuviera mucho interés por volver a la playita de enfrente. En la playa grande nunca pasaban grandes cosas y los días solían ser todos muy parecidos. Las personas que se acercaban a pasar el día, iban mostrando sus vidas de a retazos. Se escuchaba hablar con distintas tonadas. Estaban los que leían libros muy grandes y los que solo leían aquellos que prometían ayudas. También quienes todos los 43


días llevaban el diario, siempre colorido y con fotos imposibles en la tapa. Por partes iguales se podía encontrar a los que almorzaban una ensalada muy liviana y los que sacaban sandwiches que por su tamaño podían servir para varias comidas. Cada tanto se sentía el olor de un asado que venía desde los fogones del fondo. Así se podía saber de dónde venían, de qué trabajaban, qué hacían con sus hijos o hasta saber de los conflictos familiares de los que venían a la playa del Río Aluminé. Pero la mayor atracción del día era, sin dudas, la que aportaba Marcelo, un muchacho de unos treinta y cinco años que se dedicaba al mantenimiento de unas cabañas de alquiler en el pueblo. Era muy bajito y extremadamente gordo. Todas las tardes, llegaba a la playa grande, y como alguien que tiene que cumplir una obligación, sin mirar a nadie, se tiraba al río sin preámbulos y cruzaba nadando hasta la playita. Cualquiera que supiera nadar un poco, podía darse cuenta de que Marcelo no sabía nada de técnicas de nado. Daba unas brazadas cortas y desprolijas y en cada una de ellas, sin excepción, giraba la cabeza hacia los costados, no como hacen los nadadores sino como si buscara algo en medio del agua. La forma en que se le movía el pelo con cada movimiento hacía que además, esa búsqueda pareciera desesperada. Cuando llegaba a la otra orilla, trepaba por la pared con rapidez unos nueve metros hasta alcanzar una saliente, que desde lejos, parecía alfombrada. Se quedaba unos instantes mirando fijo el río y de pronto, eligiendo el momento oportuno, hacía un impresionante clavado desde lo alto. A lo largo de los días y después de varios saltos, se podía esperar siempre lo mismo, que saltara ladeado hacia un costado y escuchar como impactaba semejante cuerpo contra el agua. La corriente en contra no lo afectaba demasiado ya que sus brazadas eran potentes y mientras volvía, todos lo aplaudían. Al salir, le escurría tanta agua del cuerpo, que parecía haberla guardado en alguna parte. En ocasiones, Marcelo explicaba, como si estuviera dando un discurso, que el salto hacia un costado era para no darse de frente con las piedras del fondo y por eso trataba de hacerlo bien cerca de la pared, donde el río era más profundo. Al escucharlo y ver la expresión de su cara, a medio camino entre la euforia y cierto pudor, se notaba que no quería dejar nunca de hacer esos saltos. Después, el tiempo volvía a correr con lentitud, salvo aquel día en que llegó la pareja de Buenos Aires. Lo hicieron de una manera que no pasó desapercibida para nadie. Ella caminaba algo encorvada y arrastraba los pies trazando una línea en la arena, 44


como si estuviera habituada a recorrer pasillos. Sería empleada administrativa o algo parecido. En cambio él parecía no dudar en ninguno de sus movimientos. Ella se sorprendía de todo, del color del agua, de los vuelos rasantes de los patos y de las lengas que crecían en lo alto de los cerros, como si estuviera en sus primeros días de vacaciones. En cambio su novio no se mostraba sorprendido por nada. Un rato después de llegar, la joven, de pie le contaba a una señora sentada en una reposera deshilachada, que ella y su novio paraban en el camping del pueblo, que a ella no le gustaba acampar y a él sí, que ella odiaba por las noches tener que ducharse con agua tibia en un baño compartido, pero que a él no le molestaba en absoluto. Ella contaba y él se mantenía callado y alejado del resto de los turistas. Como todas las tardes, también apareció Marcelo y, menos la pareja de Buenos Aires, todos sabían lo que iba a pasar. Marcelo cruzó a la playita una vez más y empezó a trepar la pared hasta la saliente alfombrada. Cuando se paró de frente, hasta los dos jóvenes se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir pero otra vez fue la mujer, la única que pareció sorprendida. Marcelo se agachó, miró y saltó. Cuando salió y lo aplaudieron, se vio que el joven le dirigió una mirada displicente a su novia. Marcelo ya se había marchado de nuevo a su trabajo cuando el joven de Buenos Aires se sacó la ropa y se tiró al agua. Era buen nadador y cruzó el río en pocas brazadas y con una técnica impecable. Fue directamente a la playita y trepó hasta llegar a unos metros por encima de la saliente alfombrada. Antes de saltar miró a su novia que, como una nena, lo saludaba con las dos manos al mismo tiempo. El salto fue muy vistoso, bien de frente al agua y lejos, muy lejos de la pared, como si volara por encima del río. Los que entraron a sacarlo dijeron que el cuerpo había quedado como incrustado entre las piedras.

NORBERTO SHAMMAH

Argentina

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or fin ella divisó una ruta a lo lejos, y hasta ahí fue. Ahora sí volvería a casa. Caminaba por la ruta cuando oyó que un auto se le acercaba. Desesperada, con los brazos en alto, saltando y llorando, le hizo señas de

que parase. Y el auto se detuvo. El hombre bajó la ventanilla y le dijo: —¿Señora, se siente bien? ¿Qué le pasó? —No lo sé —dijo ella—. Pero… ¿Podría llevarme hasta mi casa? —Sí, por supuesto, suba —le dijo, y le abrió la puerta. Anduvieron un par de kilómetros en silencio. Había venido caminando entre árboles altos y vegetación espesa, las ramas caídas eran el único sonido que la acompañaba. El vestido se le había embarrado y su pelo rubio ya ni debía tener color, las uñas estaban negras de tierra. Le parecía que muchas otras veces había andado por ese bosque frondoso. Pero ahora era distinto: se había propuesto encontrar el camino que la llevaría a casa. —En la guantera hay unos pañuelos descartables. —El hombre la miraba de reojo. Ella apenas asintió con la cabeza. Tuvieron que aminorar la marcha: unos conos naranjas indicaban que algo había sucedido. —Pare —dijo ella tironéandole la camisa—. ¡Por favor, pare! Él detuvo el auto, y ella salió a toda velocidad. Mientras corría, el hombre le gritaba que él no se podía quedar a esperarla, que se iba. Pero ella no escuchó. Corrió en medio de varias personas a las que ni había visto hasta ese momento. Había una ambulancia y coches de la policía. Y también había un camino indicando que se debía pasar por ahí. Y ella así lo hizo. —Disculpe —preguntaba a uno y a otro—, ¿alguien puede decirme qué paso? Empujaba a la gente para poder ver, cuando la detuvo el flash de una foto. Y ahí vio. Al día siguiente, el hombre del auto leyó en el diario del pueblo que habían encontrado muerta a una mujer, aparentemente atropellada, en el camino que bordea el bosque. La mujer era alta, rubia y llevaba un vestido largo, aparentemente blanco, pero 47


no pudieron determinar el color porque estaba cubierto de barro.

MARIANA RUIZ

Argentina

Pรกgina WEB: www.marianaruiz.com.ar Facebook: Maru Ruiz Instagram: http://www.instagram.com/maru_fruiz

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C

uando murió Zulema, el tío Enrique viajó desde Pergamino a Belgrano para acompañar en ese difícil pero anunciado momento, a Rosarito, la única hija de su única hermana. Al regreso del cementerio de la Chacarita, sobrina y tío, charlaron en el

departamento, más distendidos. ¿Estás segura le preguntó él que no querés vender todo y venirte a Pergamino? Segura tío, gracias. Ni vender ni alquilar, va a estar todo bien. Acá tengo amigos, un trabajo, y si logro enfocarme, en dos años, o menos, me recibo sonrió optimista por primera vez en el día. Eso sí, los voy a visitar más seguido, lo prometo. ¿Y con los perros? ¿Vas a poder con los perros? Sí, tranquilo. Son mi mejor compañía. Capitán parece que entendiera todo. Y Bella es muy tranquila. Además en el edificio vive una amiga que se dedica a pasear perros. Está todo bajo control. Cuando Capitán escuchó su nombre se acercó moviendo la cola. Era un perro mestizo con una mirada siempre vivaz; una mancha negra le recorría el lomo y bajaba hacia las patas haciéndose más clara. El tío Enrique se sentó en el sillón, le acarició la cabeza, y sin mirar a su sobrina, dijo: Cómo pasa el tiempo, ya hace como seis años cuando fue lo de tu padre. Entonces también les ofrecí lo mismo a vos y a tu mamá, se lo debía a Alfredo. Pero respeto tu decisión. Capitán ni bien oyó, Alfredo, ladró dos veces y se sentó frente al tío, quien pareció entender el mensaje. La perra también se acercó y se echó sin ladrar al lado de Capitán. Rosario no reparó en eso. Se ofreció para ir a comprar algo fresco y picar liviano como almuerzo antes de que su tío volviera a casa. Dale, eso sí te acepto dijo Enrique viendo que ese sería el momento de intimidad esperado. Apenas la sobrina cerró la puerta del departamento, Enrique recorrió la historia familiar, y claro, recordó como si hubiera sido ayer, un verano de hacia once años. En aquellas vacaciones de la familia de su hermana en Pergamino, en un asado a las afueras de la ciudad, y con unas copas de más, Enrique aseguraba hablar con las 50


vacas. Su cuñado, para no ser menos, y siguiendo la broma, le jugó una apuesta: “Estos dos cachorros que se vienen a Belgrano, hablarán fluidamente en poco tiempo”, le dijo. Desde entonces, los llamados telefónicos, más tarde los primeros mails y finalmente los whatsapp desde capital a Pergamino terminaban con un: Te mandan saludos Capitán y Bella. Mientras que desde Pergamino, sobre el tema solo se decía, “sigo intentando”. Enrique se palmeó la pantorrilla, e inmediatamente Capitán y Bella se acomodaron frente a él. Bella era una hermosa perra que parecía tener antepasados Border Collie. Su mirada era dulce y mansa. Capitán era más activo y alerta. Alfredo dijo Enrique, como si se tratara de una orden para salir de la duda. Guau, guau ladró el perro. Bella miró a Capitán, y Enrique hubiera jurado por la vida de sus seres queridos que la perra había sonreído. Tengo miedo de preguntar dijo el tío. Los perros se miraron y ahora sonrieron los dos. Después, Capitán miró al piso, parecía dudar, y mientras levantaba la vista, ladró suave una vez, inclinando la cabeza a la derecha. Tengo miedo de preguntar repitió el tío. Las dos mascotas volvieron a mirarse. Por favor, digan algo. Capitán, caminó hacia la puerta del departamento, olfateó el piso y volvió a sentarse frente a Enrique, miró a Bella y dijo: ¿Usted Enrique, tiene miedo de preguntar o de que le contesten? Lo sabía dijo el tío, parándose lo sabía. El viejo Alfredo se las ingenió para enseñarles a hablar. Cálmese dijo Capitán. El tío se desplomó en el sillón. Bella se puso más cómoda estirándose en el piso, cruzó las manos y dijo muy bajito: Bueno, aquí vamos. No todo el mérito fue del difunto aclaró Capitán. Ah, ¿no? dijo con tono de asombro el tío. No, las primeras palabras las aprendimos de usted, cuando intentaba con las 51


vacas en el campo dijo Capitán. El tío no salía de su asombro. Miraba nervioso la puerta del departamento pensando que en cualquier momento podía regresar su sobrina. Todavía no viene dijo Bella mirando también la puerta. ¿Y con ella hablan? Guau ladró la perra ahora. Graj, graj imitó Capitán la risa humana―. No le hablamos, pero nos comunicamos con un ladrido para NO y dos ladridos para SÍ. Rosario es una chica brillante, ya casi lo está entendiendo. El tío Enrique estaba a punto de perder la mandíbula. Bella se levantó y caminó rápido hacia la puerta del departamento anunciando la llegada de Rosario. Y con las vacas preguntó Capitán ¿Tuvo usted algún progreso? La verdad se sinceró Enrique no tuve respuestas, solo muestras de cariño de parte de las vacas más viejas. ¿Oíste? dijo el perro, mirando a Bella. Ya decía yo, con las vacas no hay caso, no aprenden nunca a hablar por mucho que uno insista. ¿Y a Rosario le van a hablar alguna vez? No dijo Bella. Creemos completó Capitán que eso sería una crueldad. Tío Enrique, quédese tranquilo, nosotros no vamos a vivir para siempre, así que cuando nos toque cerrar los ojos definitivamente, preferimos no entristecerle más el momento a Rosarito. Lo de los ladridos es más bien una gracia, un juego con el que ella presume frente a sus amistades. Lo vamos a dejar así. Gracias mis queridos dijo el tío. Creo siguió Capitán, que el agradecimiento mayor me lo adjudico a mí porque ella es más bien una perra reservada. Bueh dijo Bella, y empezó a mover la cola frenética ante la inminente llegada de su dueña. Sobrina y tío almorzaron liviano. Jugaron con las mascotas, que según la pregunta respondían con uno o dos ladridos. Cuando se hizo la hora, Enrique tomó un taxi que lo dejó en la terminal y volvió a Pergamino. Guardaría para siempre un secreto con esos perros, que no podría contar ni a sus compañeros de póker en el Douglas 52


Haig de Pergamino. Sobre todo porque él, no logró nunca sacarle una palabra a las vacas.

MIGUEL ANGEL DI GIOVANNI

Argentina

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P

asaron las primeras aves oscuras de la bandada invasora. Todas alineadas, como para formar un signo de maleficio que se transformaba ante los ojos de Juan. Según algunas personas de la colonia que tenían cierto grado de

superstición (seguramente por ser una colonia popular de Morelia) estas cosas simbolizaban una desgracia, cosa que a Juan le crispaba todo el cuerpo y le hacía perder el color de su piel. Empezaron a revolotear enfrente del parabrisas, precisamente ahora que debía emprender un viaje a la ciudad de México por una oferta de trabajo. Tranquilízate Juan Contreras, así no vas a llegar a ninguna parte, deja de preocuparte por la pulcritud de tu ropa. El espejo retrovisor le escupía la verdad. Estaba solo frente a ese rostro desencajado, solamente por eso podía darse cuenta de que aquella mirada enloquecida tenía que ser de él ¿De quién más si no? Vamos, no seas pendejo, mejor huye, le repetía la voz del espejo, olvídate del viaje, hace dos años que debió ser, cuando recién terminaste de hacerle al físico matemático... ya para qué. Sus ojos color miel, hundidos más de la cuenta entre los huesos prominentes de su rostro, cubierto parcialmente de barba, el pelo castaño un desparpajo y su extrema delgadez, evocaban un ser fantasmal que aparentaba tener más de treinta años, a pesar de tener apenas veinticinco. El auto era manipulado violentamente por Juan, sus vísceras de alambre y fierro obedecían a cada movimiento que él hacía, para huir de la visión que le había perseguido durante veinte años. Por fin había tenido el valor, lo malo es que, durante veinte años no había podido salir huyendo en su Renault gris. Ni aún hace cinco años que lo recibió de cumpleaños, y todo por el miedo, pero también su timidez había tenido parte en todo esto. Siempre buscaba la compañía de alguien cercano, comúnmente eran Magda, su hermana y su madre las heroínas del sueño: con solo invocarlas se sentía a salvo. Otras veces era tan grande la angustia, que su imagen frágil y de baja estatura no le alcanzaba para escapar, y al no poder soportar más, un disparo cerebral pronunciaba la frase de salvación ¡Ojalá fuera una pesadilla! entonces caía en la conciencia. ¡Acelerale Juan! se decía a sí mismo en el espejo. Su voz sorda hacía un eco 55


inexistente, como cuando alguien se reprocha algo y trama una venganza en contra de lo inalcanzable. Aparentemente, lo único que se reprochaba era no haber conseguido un empleo seguro. Su respiración se acortaba en el momento de llegar a una curva de noventa grados, y por un momento se había olvidado de qué estaba huyendo. Perdió el control del volante cuando vio venir una camioneta repleta de cadáveres de vaca. Solamente se oyó el rechinar de llantas al darse cuenta que había invadido el carril izquierdo, pero el volante no respondió. Ya los animales rapaces estaban encima, cuando el auto crujió como un escarabajo, aplastado por una carga de grasa y huesos mortíferos. Fue lo último que vio Juan, antes de que su cráneo se fragmentara. Hubiera sido mejor despertar... fue lo último que dijo.

BEATRIZ OSORNIO MORALES

México

Página WEB: www.osorniobeatriz.wordpress.com

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E

mpezó a caminar... Era de noche, pero como siempre le habían gustado las noches, no le importó. Tampoco le importó el paisaje desolado de las calles, pobladas de negocios cerrados y ventanas oscuras con el hermetismo de sus ocupantes ya dispuestos a dormir. El clima era frío,

pero tampoco le importó demasiado, porque siempre había preferido el invierno. Es más, disfrutó del aire casi helado que acariciaba su cuello y se deslizaba por su garganta al respirar. Siguió caminando con precisión, muy segura y decidida y al mismo tiempo muy calma, con la convicción de que aquella caminata tenía un destino muy preciso y muy deseado. Las veredas estaban rotas, tenía que sortear espacios resquebrajados, hierbas que crecían caprichosas en las hendiduras y pequeños charcos del agua quieta que había dejado la última lluvia. Al fin, divisó de lejos la calle a la que se dirigía su peregrinaje nocturno. Casi al mismo tiempo, miró hacia abajo y descubrió sus piernas. Habían cambiado sin que se diera cuenta. Ya no estaban enfundadas en el pantalón negro ni sus pies calzaban las zapatillas acolchadas que se había puesto al iniciar la caminata. Sus piernas lucían delgadas, blancas y más cortas. Se movían sin embargo con pasos amplios, en un apuro infructuoso pues avanzaba más lentamente que antes. Las rodillas se juntaban al caminar, esa era quizás la única característica que conservaban en común esas piernas, en comparación con las primeras. Y la blancura de la piel. Los pies eran pequeños, e iban enfundados en unos zapatitos de plástico rosa. Eran sumamente cómodos y flexibles, casi transparentes, casi mimetizados con la forma de sus pies. Le permitían avanzar con seguridad. Se sintió asombrada y alegre. Se percató de que también su vestimenta era otra: llevaba un vestido sin mangas, de tela a cuadrillé muy clarita, casi blanca. Y al mismo tiempo, se dio cuenta de que no sentía frío, de que el clima nocturno también se había trastocado en un aire cálido de verano. Supo que era diciembre, y que faltaba poco para la Navidad. Pensó en regalos, en árboles iluminados con guirnaldas de luces y adornados con pequeños Papá Noel de paño lenci. Mientras pensaba en eso, se dio cuenta de que se estaba aproximando a la casa que era el objetivo de su caminata. La casa no estaba iluminada, pero aún así se le antojó acogedora. Solo quería llegar hasta su puerta. Alguien estaba sentado en el escalón del umbral. Su corazón de niña que esperaba la Navidad empezó a repiquetear de emoción y alegría. El hombre se veía fuerte y alto, a pesar de su posición confortable con las piernas dobladas y los codos apoyados en las rodillas. Tenía el pelo negro y corto, las sienes blancas y despejadas, y una expresión pacífica y risueña en sus grandes ojos castaños. La nariz recta le daba un semblante de decisión que a ella le pareció que era la respuesta a todas 58


sus preguntas. Sin amilanarse, avanzó los pocos metros que la separaban del frente de la casa. A pesar de la escasa luz, pudo ver las ropas que vestía el hombre, una camisa liviana de mangas cortas y un pantalón amplio, pinzado, de color claro. Calzaba alpargatas de lona. Se veían sus tobillos más bien delgados y sin medias. Él la miró y le sonrió. Fue la sonrisa más hermosa que había visto en toda su vida. La más perfecta. La más prometedora. No necesitaba nada más en el mundo que aquella sonrisa, que aquella mirada. O sí, se dio cuenta de que necesitaba algo más, y era la mano tendida del hombre hacia ella. Una mano blanca de contornos armónicos que, efectivamente, se extendía con placidez, llamándola en silencio. Y hacia él avanzó ella. Al fin, se habían reencontrado.

GABRIELA LEMA CAJAL

Argentina

Facebook: Gabriela L Cajal

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H

acía casi un mes que Sandra había enviudado. Un accidente de tren se había llevado a su marido. Desde hacía unos días oía ruidos extraños en la casa. Creía en la reencarnación y en los aparecidos: ¿y si era su marido?

Desde que le dieron la noticia de que él era uno de los cuerpos mutilados

rescatados de entre el amasijo de hierros del tren, había cumplido con su papel de esposa afligida. Su abogado le recomendó que vistiera de luto, llevara gafas de sol negras y que visitara sin falta al psiquiatra. —Cuanto más daño podamos demostrar, más le vamos a sacar al seguro —le había dicho. Para los demás eran una familia normal y corriente pero cuando cerraban la puerta y se quedaban a solas, la cosa cambiaba. Llevaban quince años casados. No había podido tener hijos porque él le pegó una paliza cuando estaba embarazada, perdió el niño y tuvieron que hacerle una histerectomía. Se moría. Aquel animal la tuvo en casa sangrando un fin de semana antes de llevarla al hospital. Pero los demás lo consideraban un marido modelo. Nadie más que ella conocía su faceta salvaje. Varias veces había pensado en dejarlo. Se marcharía y ya vería qué hacer después, pero, ¿y si la encontraba? Seguro que la mataría. Tampoco podía divorciarse. Se habían casado con separación de bienes, todo aportó ella. Él no quería perder su tren de vida. Solo tenía ese mísero trabajo que le llevó a la muerte. Por fortuna, el accidente había acabado con su sufrimiento. Nunca más volvería. Ella misma lo vio en el Anatómico Forense. Reconoció el cuerpo por un tatuaje que llevaba en la nuca. En aquel mismo momento le dio gracias a Dios por haber escuchado sus ruegos y súplicas de tantos años. Por fin era libre y podía rehacer su vida. Aunque el ruido de la casa le molestaba. Quizá se había colado un intruso o un animal. Una vez, cuando vivía Fran, les entró un gato. Lo acorraló en una habitación, lo dejó encerrado tres días sin agua ni comida y el cuarto día fue a por su cuchillo de caza y entró a por él. Al cabo del rato salió con el gato agarrado por el rabo. Tenía la cabeza casi despegada del cuello y del cuchillo goteaba sangre que manchaba el parqué. —Limpia eso, guarra —le espetó—. Ya ves lo que le ha pasado a este. A lo mejor la próxima eres tú. —Y se alejó riendo a carcajadas. Aquel recuerdo le produjo un escalofrío, pero a la vez le recordó dónde estaba el cuchillo. Era el arma de su marido. Un cuchillo de caza de hoja larga y plana. Muy 61


afilado y dentado. Un cuchillo para descuartizar animales grandes. Ella le tenía pánico. Pero no le quedaba más remedio que agarrarlo por si se tenía que defender de alguien. Lo asió por el mango, lo desenvainó y sintió todo el peso de aquel artilugio mortal. Comenzó a caminar con el cuchillo en la mano, pasó frente a un espejo y se vio como no se había visto nunca. Del susto se le escapó el cuchillo. Cayó de punta y se clavó en el parqué. Lo recogió con cuidado y lo inspeccionó rogando que no le hubiera pasado nada. Era de su marido y tenía malas pulgas. Todavía seguía pensando en él. No lo había enterrado en su mente. Fue entrando en las habitaciones. En su dormitorio no había nadie. En su baño, tampoco. La habitación de invitados solo tenía una cama. Nunca habían tenido invitados. En el baño de cortesía era imposible que hubiera nadie; no cabría. Revisó el salón. Nada. Le quedaba el cuarto en el que guardaban los trastos. La puerta se abría únicamente para el cambio de ropa cada temporada. Tenía dos armarios sin puertas y en ellos se amontaban ropa y trastos casi sin orden. La señora de la limpieza se encargaba, sin demasiado entusiasmo, de mantenerlo aseado. Ella no entraba. Le daba grima el desconcierto. La puerta estaba cerrada. El interruptor, en el interior. No iba la luz. Lo movió varias veces esperando que funcionara, pero o estaba la luz fundida o se había estropeado algo. Además, solo tendría que recorrer la habitación para abrir la ventana del fondo. Ahora se colaban unos tímidos rayos de sol por las rendijas de la persiana totalmente bajada. Blandió el cuchillo como si fuera una espada y se adentró en la oscuridad. La única luz que tenía era la que entraba del pasillo, pero su cuerpo la tapaba. No había dado tres pasos cuando tropezó con algo. Se apartó a un lado y pudo distinguir en la penumbra un bulto negro. —Tendré que decirle a Luisa que recoja esto —dijo en voz alta para darse ánimos. Lo retiró y continuó andando. Un paso después encontró otro bulto y después otro y otro. Aquello no era normal. Cuando estaba apartando el último bulto, sintió una presencia y se detuvo en seco. Agarró el cuchillo con las dos manos. No era capaz de moverse. Era un bulto enorme, tapado con un saco o una manta. Algo muy grande para ser un animalito. En la penumbra observó que se movía rítmicamente. Se apartó otra 62


vez para que pasara la luz y lo vio claramente. —Es muy grande —dijo— y además está respirando. A lo mejor está dormido. Con la punta del cuchillo y muy despacio dejó al descubierto algo: un pie con calcetín y lleno de barro. Por encima se veía una pierna velluda hasta la rodilla. Reconoció el calcetín que tantas veces había lavado y al dueño de aquella pierna. —No puede ser. Está muerto —gritó. Nadie la escuchó. —¿Quién eres? —volvió a gritar con más fuerza. Nadie le respondió. En cuanto pudo vencer el miedo siguió retirando de la manta. Ante sus ojos fue apareciendo el resto del cuerpo de su marido. No llevaba pantalones. Vestía la misma camisa que llevaba el fatídico día y parecía que no se hubiera afeitado en mucho tiempo. No podía creer lo que estaba viendo. Si antes lo intuía, ahora tenía la certeza: aquel animal había regresado de ultratumba para atormentarla hasta el fin de sus días. Una idea le cruzó por la mente. Agarró el cuchillo con las dos manos, lo alzó todo lo que pudo y se disponía a descargarlo sobre la cabeza de Fran cuando él abrió los ojos. La miró desde las profundidades del más allá. Se quedó petrificada mientras él empezaba a incorporarse. Pasada una hora, estaba sentada en medio de un charco de sangre con varios trozos de su marido esparcidos por el suelo. Había subido la persiana y abierto la ventana: un rectángulo de luz daba vida a aquella escena de muerte. Se levantó fue a por bolsas de basura, metió los trozos y cuando tenía la cabeza agarrada por los pelos le pareció que aquel insensato todavía tenía ganas de reírse de ella. —¡Que te jodan! —dijo dejándola caer en el fondo de la bolsa.

MANUEL SERRANO

España

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E

l chirrido metálico de la puerta abriéndose precede el ingreso del alcaide. El hombre es un veterano próximo a jubilarse y que cuida la espalda para no perder la pensión. El olor a tabaco mascado mezclado con colonia barata despierta al cuerpo que yace en la tarima, de espalda a él y

respirando el moho de la pared de ladrillos carcomidos por la humedad. Gira sobre su eje y los ojos legañosos lo sacan de la modorra. Se incorpora y deja ver el rostro arrugado de piel seca y gestos marchitos. Su cuerpo despide olor a cigarrillos rancios y el mal aliento que exhala hace retroceder al funcionario. Susan, tengo malas noticias… Lo supongo, Albert interrumpe la mujer con resignación. El gobernador rechazó la petición y serás ejecutada en dos semanas. No te preocupes, Albert lo consuela al verle los ojos tristes. Lo siento. Pide lo que quieras y lo cumpliré ofrece el jefe de la prisión, uno de los pocos que cree en su inocencia. Gracias, Albert responde Susan, con la confianza de haber sido su huésped por quince años. Quiero enamorarme como si fuera una adolescente. El pedido suplicante desarma a la autoridad. Albert Harris no esperaba una petición de ese calibre. Es la primera vez que enfrenta un reto de tal magnitud. Retruca: Susan, piénsalo bien. Puedo hacer que tengas sexo con tu marido, diario si quieres o que pases los días con tu nieta recién nacida o… Basta, Albert, es mi derecho y lo tienes que cumplir. El jefe mira el techo de la celda, recorre las paredes y finalmente clava la mirada en los ojos turquesa de la prisionera. Dalo por hecho. Esta noche empieza el asunto… Susan Black será achicharrada en la silla eléctrica en dos semanas. Una hora después de lo ofrecido, recibe juegos nuevos de sábanas, cubrecama, pijamas, toallas, ropa interior y lencería sexy. Le renuevan los artículos de tocador y aseo personal. Finalmente el frasco de su perfume favorito llega a sus manos y está lista para su primera cita. Al día siguiente despierta sonriente y alegre. Las celdas vecinas escuchan sus cánticos, sobre todo las melodías country de su natal Wisconsin. Desayuna huevos revueltos con jamón, café cargado y jugo de piña con papaya. Tiene que alimentarse y 65


estar fuerte para recibirlo nuevamente. A media mañana toma la primera ducha y engría el cabello maltratado con reacondicionadores balsámicos, masajea el cuerpo con cremas humectantes y depila axilas, piernas y pubis bajo la atenta y silenciosa vigilancia de una guardia de seguridad. Almuerza, toma la siesta y a las 21 horas se encuentra con su amado. Edward es galante, fino y educado. La enloquece con frases acarameladas y la delicadeza de sus manos la hace temblar cuando la acaricia. Los besos que recibe no se parecen a los de su marido impetuoso. Todo en Edward es arte puro. Es un profesional de la seducción y un artista del amor. Experimenta las culebras olvidadas del primer amor y las tripas se le contraen de felicidad. Suspira junto a su amado y se entrega volcánicamente. Es tan intenso el orgasmo que debe morder la almohada para no estremecer el callejón de la muerte. Se acuesta con el aroma a Old Spice que emana y no bien pone la cabeza en la cama, se duerme profundamente y sueña con él. Una semana antes de su ejecución, Susan Black es otra persona. Edward Harris lo comprueba al visitarla una mañana. El alcaide se sorprende de encontrar a una mujer de rasgos faciales cambiados. Los pómulos salientes, labios carnosos renacidos y el brillo fulgurante de sus ojos turquesas son detalles fehacientes de su estado de ánimo. La mujer, acostumbrada al mal genio provocado por las circunstancias y a la amargura perenne de su desdicha, está en la orilla opuesta del río donde dicen que consumó el delito. Susan, hay coordinaciones que hacer dice Albert. ¿Cuáles, cariño? ¿Deseas que el reverendo Truman te reconforte la víspera? ¿Quieres que tu familia te acompañe en la sala de testigos? Solo quiero una cosa: ir con el rostro descubierto y sin marrocas. Lo de la capucha, está bien. Las manos libres están prohibidas por el reglamento. De acuerdo. Algo más: no me seden, quiero estar en mis cinco sentidos. Quiero ver y despedirme de Edward… Edward, Edward, no hay problema. No garantizo que esté presente… Estará, no te preocupes. Finalmente, no pidas ir vestida de civil. Llevarás puesto el mameluco de rigor. 66


¿Está claro? Clarísimo, querido. ¿A qué hora será? Debo avisarle a mi prometido. No estoy seguro, aún. Puede que sea a media mañana. El alcaide hace una seña con la mano y los guardias ingresan a la celda. Admiran la belleza de la condenada y le dejan un paquete de cigarrillos. Nos vemos en una semana, Susan murmura el sargento Wood Saludos a Edward… ¡Muchachos, ya no fumo! alcanza a exclamar y lanza el regalo por entre los barrotes. La semana restante para la ejecución corrió lentamente en la vida de Susan. Se empeñó en atesorar los minutos, prolongar las horas y eternizar las noches. El romance con Edward trastocó los días finales de su existencia y relegó al máximo los encuentros familiares. Flotaba en un estado permanente de vértigo, ensoñación y deslumbramiento. No tenía cabeza para las labores mínimas y la mayor parte de sus pensamientos caían irremediablemente en la figura de su amante. El apuesto caballero, encontrado por la vuelta caprichosa del destino, la volvió loca. La insanía que dibujaba sus actos no resultaba peligrosa sino adolescente y rara vez juvenil. El estado mental de Susan quedaba librado al encantamiento patológico producido por un hombre, a todas luces inalcanzable y que desparecería cuando cerrara los ojos. Lo sabía muy bien y un halo de resignación la asaltaba por momentos. Se recuperaba y volvía a ser feliz, inmensamente feliz, despiadadamente feliz. Susan Black camina por el callejón de la muerte. Al final del mismo está la sala donde la ejecutarán. Tal como se lo pidió al alcaide, es conducida del brazo como si fuera una novia rumbo al altar. Albert Harris la lleva con el cariño cultivado durante años y reconoce que incumple el protocolo. No le importa y se la juega por ella. Junto a él camina una hermosa mujer, rejuvenecida, altiva, que en cada paso hacia la muerte camina con elegancia y señorío, tal como se lo enseñó su esposa, su madre. Intenta aguantar una lágrima pero el esfuerzo es inútil y resbala. Susan se percata de la debilidad de su padre y le guiña el ojo, animándolo a continuar. El guardia abre el recinto y la silla eléctrica espera impasible. Delante de ella se alza el espejo de doble cara que permite a deudos y familiares verla. Ella sabe quiénes están detrás y les sonríe. 67


Edward no vendrá le dice al oído. Lo sé, papá. Susan Black soporta la colocación del casquete metálico sobre su cabeza. No siente frío ni miedo. No tiembla y su corazón palpita un poco más de la cuenta porque en pocos segundos se encontrará con su pretendiente. Alza la vista y sabe que su marido está al otro lado. Le lanza una mirada pidiéndole perdón y está lista. El director de la ejecución da la orden y el encargado baja la palanca. El voltaje eléctrico fríe el cuero cabelludo de Susan y la descarga destroza sus células, paraliza el corazón y la saca de este mundo. El director certifica su muerte y observa que el turquesa de sus ojos no se ha perdido. Por el contrario, refulge y señala el camino del encuentro con Edward.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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S

alvador quiere una siesta, pero yo deseo comer postre, así que nos quedamos un rato más en el jardín. El sol ha convertido la estructura del camembert en una pasta deslizante que rebosa fuera del plato. Untado en pan, me lo llevo a la boca. El bigote se aceita con restos de queso. Las

migajas que caen sobre la mesa o hasta el suelo serán mi ofrenda para las hormigas. Salvador prefiere contemplar la montaña que domina la casa. Al otro lado de esta pequeña cala, en el pueblo, debe estar su padre. En la residencia familiar, en el infierno, en la prisión, en la fe, en la terquedad. A Salvador le duele, lo sé; qué poco me importa. Cuando termino el almuerzo, nos dirigimos al taller. Se acuesta en la tumbona y toma uno de los libros amontonados en el suelo, de cualquier manera, junto al extremo de la parte reclinable. Es el de Einstein; siesta arropada por la teoría de la relatividad especial y general. Han pasado varios días desde la última vez que lo hojeó, porque prefiere variar lecturas de forma constante, pero nada ha cambiado: sigue sin entenderlo. Magnífico. Yo tampoco lo entiendo; pero la incomprensión genera, mientras pasa las páginas, imágenes poderosas que impulsan la imaginación hacia caminos desconocidos. El espacio-tiempo, su propia entidad geométrica, alterado por presencias de materia y de energía. A Salvador le preocupa que su padre fuera incapaz de aceptar a Elena Ivanovna. Curvatura de los cuerpos. Tampoco a sus amigos e intereses; ni a él mismo siquiera. Curvatura de la materia. Quizá, más adelante, se arrepienta y lo reciba de nuevo en el hogar. Curvatura de la luz. ¿Cuánto más podrá sostenerse de forma cómoda sin el acceso a las finanzas familiares? Curvatura del tiempo. ¿Por qué no volver a otra época, cuando todo era más sencillo? Tiempo. Hay cosas que persisten en su memoria, clavadas, aunque ajenas a mí. Tiempo. Todavía siento el sabor del camembert en el paladar, en la lengua, en los labios. Tiempo. Dudo que la situación entre ellos cambie alguna vez. Tiempo. El pasado debe quedar atrás y yo soy tu futuro, Salvador. Tiempo. Acéptame por completo. Tiempo. Relojes. Como el grande que había en el salón, bajo el que pintaba de niño en un cuaderno mientras su madre admiraba tanta pericia. Paisaje. El abrazo fuerte de mamá que casi lo torcía. Aridez. El padre estricto y frío. Blanda. La intimidad suave con Elena Ivanovna. Luz. Mi destino incierto. Sombra. Su destino incierto. Realidad. Los deseos de Salvador en un panorama confuso y enfrentado. Fusión. Se derriten los relojes, se 70


derrite el tiempo. Esperanza. Vana, sí, pero es la suya. Impulso creador y sueño llegan de la mano. Estoy satisfecho. Cuando despierte, comenzaremos a trabajar en el óleo. Esconderá ahí sus miedos y anhelos, a plena vista, bajo un disfraz de surrealismo. Pienso en los comentarios: nada de física, nada de cuántica, nada de él; diré que la inspiración fue el queso camembert derretido por el sol. Esas cosas encajan mejor con mi personaje, con su armadura. Pero no es culpa del pobre Salvador. Es más fácil que seamos Dalí. Todo duele menos.

LISARDO SUÁREZ España

Goodreads: Lisardo Suárez Twitter: LisardoSuEs

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A Umberto Eco

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iene que ser una broma —dijo sorprendido por lo que acababa de escuchar, que de tan ridículo resultaba increíble. —¿Cómo se atreve a decir algo semejante? —preguntó el viejo Iniciador con la túnica de terciopelos rosa y la bufanda de armiño

anudada al cuello—. ¿Acaso osa burlarse de nuestros ritos? ¿Los mismos que ha jurado proteger con el secreto al ingresar a esta habitación? El joven propuesto para el rito de iniciación no lograba salir de su asombro que ya caía en él nuevamente mirando a los reunidos en aquella extraña mesa con forma de herradura. —Pero me está pidiendo que me corte una mano —dijo a los gritos y gesticulando con ambos brazos en el aire—, que la introduzca en ese microondas viejo y oxidado y la cocine durante… ¿Cuánto tiempo? —Veintitrés minutos y cuarenta y cinco segundos —dijo el Iniciador consultando un librito escondido dentro de la manga de la túnica pero que todos en la sala podían ver claramente. —Antes de servirla en la mesa para los otros miembros de la logia —completó el joven. —Ese es nuestro rito de iniciación más secreto, el último paso antes de ser miembro de pleno derecho de nuestra logia. El nuevo iniciado debe consustanciarse con los miembros más antiguos. Todos lo hemos hecho al inicio de nuestra carrera dentro de nuestra preciada logia. Usted ingresará en el grado más bajo, claramente, pero podrá ascender sin inconvenientes; se lo ve preparado y capacitado para ello. —¿Ah, sí? —preguntó el joven con ironía. —Sin lugar a dudas —respondió el Iniciador. —¿Entonces cómo es que todos ustedes tienen ambas manos si han tenido que cortarse una para ingresar como ahora me exigen que lo haga? No tiene sentido. —Es el símbolo de la confianza. Los hermanos dispuestos a sacrificar una parte tan importante de sí mismos, son recompensados —habló, con voz reverberante el gran maestre desde su sitial en el centro de la herradura y elevado como si se encontrara sobre una cátedra. —¿De qué forma? —se atrevió a interrogarlo el joven de manera directa aun 73


sabiendo que aquello estaba por demás prohibido. —La mano cercenada vuelve a crecer —dijo solemnemente el Iniciador señalando al resto de las personas vestidas con las mismas togas, portando las mismas falsas joyas, que él mismo portaba, que le sonreían con suficiencia. El joven propuesto para la iniciación quedó boquiabierto mirando a los comensales que levantaron ambas manos, sanas, saludables, con todos sus dedos. Se notaba en cada caso que aquella mano que fuera sacrificada lucía un color de piel diferente. Apenas perceptible pero evidente, como quien usa un guante color piel pero de diferente tono. Su mano izquierda temblaba cuando tomó entre los dedos trémulos de su otra mano el hacha ceremonial y la levantó por sobre su cabeza midiendo el punto exacto donde caería el filo mellado y oxidado por los años de sacrificio. Abanicó el hacha una, dos veces, para asegurarse que, a pesar del temblor, la hoja caería sobre la articulación de la muñeca. —Claro que, por otro lado —lo interrumpió el Iniciador cuando se encontraba a punto de descargar el golpe, seco, directo, único de ser posible—, también aceptaríamos unas hamburguesas de la casa de comidas rápidas que se encuentra en la esquina. Usted decide —agregó sonriendo con malicia.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina

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C

uando llegue el tiempo del vientito nos vamos a volver ricos. Este era un pensamiento de familia. Como nunca, aquella temporada, nos pusimos a juntar cañas, papel, tiritas de trapo, piolas, y nos dedicamos a fabricar barriletes. Herminia hacía el engrudo y nosotros combinábamos los

colores. Cuando estuvo todo listo, el domingo, nos fuimos a la rotonda de las rutas. Cargamos la chatita y nos llevamos a la abuela de matera. Nos intercambiábamos en el puesto fijo mientras otros alcanzábamos a los autos o camiones para venderles barriletes. Como a eso de las cinco, hartos ya de mates, le tocó a la abuela el turno de puestera. Ahora sí que van a ver lo que es lindo, nos dijo rumbeando para el desplayado. Allí se colocó con todos los barriletes en las manos y aquello parecía una estampa japonesa. El vientito de morondanga, de repente, se transformó en un viento Norte que llegaba a voltear los talas y coronas de cristo. Cuando quisimos darnos cuenta, en un santiamén, se inflaron los barriletes y en vuelo bruto se fueron a la mierda. Y se nos voló hasta la abuela. Su pollerita floreada parecía una sombrillita mirada desde abajo. Cuando todo quedó en calma, arrancamos la chatita y nos volvimos a la casa. No sé si los muchachos querrán que vayamos el otro domingo a la ruta. Herminia dijo que ella ya no hacía más engrudo. El flaquito dijo que él se bajaba de la fábrica de barriletes y que con ese domingo ya tenía bastante. La verdad que la experiencia de los barriletes nos dejó medio medio. Fue un domingo de mierda. Vendimos siete, cuando teníamos como mil.

RICARDO BUGARÍN

Argentina

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A la memoria de Philip Kindred Dick

N

o sé bien por dónde empezar. Primero te voy a contar que cuando era una niña mi papá solía relatarme la historia del filosofo Descartes y su hija Francine. Me la conocía de memoria después de infinidad de repeticiones, pero igual esperaba ansiosa para escuchar su final.

Cuando revelaba que aquella pequeña criatura que el filósofo había llevado en barco a recorrer los mares de Holanda no era una niña, sino que se trataba de una autómata parecida a su hija Francine, quien había muerto a los cinco años de edad. Era la historia de un hombre tan obsesionado con la muerte de su hija, que fabricó una muñeca, que imitaba algunos movimientos humanos, para lograr combatir su dolor. Cuando el cuento terminaba mi papá decía una frase que sigue resonando en mi cabeza: “no todo es lo que parece”. Ahora te voy a contar lo que me pasó hace un par de días. Estaba anocheciendo, esperaba que algún cliente llegara a mi local antes de cerrar y volví a recordarlo contando esa historia. Tanto le gustaba ese relato que me puso el nombre de esa nena. El local está perdido entre las angostas calles del sur de la ciudad. En la parte delantera hago funcionar un negocio de depilación. La principal clientela son las mujeres con tatuajes, porque utilizo un escáner de espectro que detecta los pigmentos que otras técnicas no y así se evita quemar la piel tatuada. Pero todo eso no es más que una cascara vacía, me sirve para ocultar el verdadero fruto de mi obsesión, que ocurre en la parte trasera del local. Ahí tengo un taller clandestino para reparar unidades humanoides nexat. Están prohibidas desde hace un par de décadas y son destruidas si las capturan. Esto lo heredé de mi papá, quien diseñó y creó estas unidades cuando trabajaba en las industrias NEXAT. Cuando el proyecto fue cancelado lo despidieron y se vio obligado a trabajar reparando humanoides y androides en el mercado negro. Me enseñó su arte y después de su muerte yo continué con su legado. Las nexat solo fueron fabricadas de género femenino y existen de distintas edades. Poseen un simulador de empatía que las hace comportarse como mujeres reales en cualquier tipo de situación. Se creen seres vivos conscientes y están programadas para ignorar si se las identifica como humanoides. Son muy buscadas porque pueden pasar por seres humanos ante todas las pruebas de identificación existentes. Mi papá generó una puerta trasera dentro del diseño para poder identificarlas 78


con el uso de un escáner de espectro, como el que uso para depilar. Al pasarlo por la nuca de una unidad, la piel se ilumina por un instante, mostrando su número de serie y delatando su identidad. Siempre lo mantuvo en secreto, convirtiéndose así en el único ser capaz de hacerlo. Un escáner de espectro es un dispositivo portátil que sirve para detectar y reparar averías en la piel y circuitos de los humanoides. Como también permite realizar depilación sobre tatuajes, la parte delantera del local me sirve para identificar a mis clientas, sin el peligro de una fuga de información. No saben que han sido enviadas por sus propietarios con el pretexto de hacerse una depilación, para realizar en ellas una prueba de funcionamiento o reparación. Estas criaturas tienen un único propósito. El de establecer una asociación afectiva con un ser humano, sea como hijas, madres, hermanas o parejas, porque fueron creadas para reemplazar mujeres cuando estas mueren. Pueden emular la apariencia y el comportamiento exactos de una persona desde archivos personales. Se les carga también un archivo de recuerdos con toda una vida que creen haber vivido. Pero las nexat fracasaron en el mercado porque el público encontró este tipo de relaciones antinaturales y enfermizas. Perdoname que te distraiga con estos detalle, pero creo son importantes para entender lo que pasó después. Aquella noche, justo cuando estaba a punto de cerrar, llegó al local una niña llorando. Al preguntarle que le pasaba me dijo que su madre había muerto y que tiempo atrás le había dicho que si algo malo sucedía debía dirigirse a ese lugar. Pensé que era imposible que fuera una nexat porque nunca las habían fabricado de esa edad, o al menos eso creía yo hasta ese momento. Decidí hacerle la prueba del escáner con la escusa de monitorear su estado de salud. Entonces pude comprobar que era una humanoide y cerré la cortina metálica del local esperando que nadie la hubiera visto entrar. Como seguía llorando traté de calmarla mientras pensaba en qué haría con ella. Nunca había compartido nada con una unidad más allá del tiempo que me llevaba repararlas. Pero esa vez pasó algo extraño que lo cambió todo. Mientras la abrazaba para calmarla sentí el calor de su cuerpo y decidí que debía llevarla a mi departamento para protegerla. Entonces le dije, mirándola a los ojos con una sonrisa, que esa noche se quedaría conmigo. Salimos del local caminando hacia el departamento que estaba a pocas cuadras. Llevaba a la niña de la mano mientras pensaba que al llegar comeríamos y le contaría la historia de Francine. Pero al girar en una esquina fuimos detenidas por 79


dos oficiales y se me heló la sangre al ver que uno de ellos tenía un escáner de espectro en la mano. En ese momento de desesperación le grité a la niña: “¡Corré ya! ¡Rápido!” Yo corrí detrás de ella mientras escuchaba las pisadas que se nos acercaban. En un momento vi un callejón y empujé a la niña dentro de este en medio de la oscuridad, seguí corriendo esperando que me siguieran y que no se dieran cuenta del engaño. Al rato cayeron sobre mí y me llevaron hasta su vehículo. No vi que capturaran a la pequeña y me sentí aliviada al pensar que podría reencontrarme con ella si lograba salir de esa situación. Uno de los uniformados me acercó el escáner y lo pasó por mi nuca, mientras yo pensaba en lo inútil que era hacerme esa prueba. Después me forzaron a ingresar en el vehículo y me trajeron acá. Pero en el trayecto pasó otra cosa muy extraña que todavía no logro entender. Uno de ellos usó la radio y dijo algo, que por más que lo analizo una y otra vez, no puedo encontrarle sentido. Estas fueron sus palabras: “Atención estación. Acabamos de capturar otra nexat. La trasladamos para reunirla con el resto. Cambio”.

DAMIÁN G.FURFURO

Argentina

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A

l entrar en la cocina, Octavio vio algo moverse en la penumbra y no pudo evitar soltar un gritito. Más allá de la mesa, llegó un chistido raro, baboso, parecido al que haría un bebé. Octavio vio dos brazos que, en un primer momento, se sacudieron del susto, y ahora gesticulaban

movimientos lentos y reconciliadores. Estos ademanes, que pedían silencio y cercanía, se recortaban contra la luz de la única ventanita que yacía sobre la bacha. Todavía paralizado en el dintel de la puerta, sentía su pequeño corazón golpeando secamente contra su pijama y retumbando en sus oídos. Casi no escuchó el escupitajo que resonó al golpear la bacha, pero sí lo que siguió: “Octi, soy yo”. Quedó perplejo ante aquella voz ronca. Al instante, un vaho de vino inundó la cocina. Su tío Hernán solía emanar ese olor en los cumpleaños, pero él nunca le decía Octi; casi siempre lo llamaba Facu, el nombre de su primo, o solo pibe. Ante la perplejidad del chico, la sombra balbuceó algo nuevamente: “Soy papá, Octi”. El pequeño cambió la cara. Ahora sonreía, pero mantenía los ojos incrédulos entrecerrados. Finalmente, prendió la luz y reconoció a su papá, a una versión atípica de su papá. La camisa blanca salida del pantalón, con manchas violáceas acá y allá. El pelo revuelto, sudado, sucio. Pero lo que más lo desconcertó fue que estuviera cepillándose los dientes en la cocina, justo él que tenía el baño pegado a su pieza. Octavio se empezó a descostillar de risa. “¡Papá, este no es el baño, te confundiste!”. Mario volvió a hacer gestos de silencio: “Octavio, por favor, vas a despertar a mamá, y se va a enojar”. Octavio repuso que ella ya estaba despierta, y también enojada. Lo había mandado a buscar un vaso de agua, y derecho a la cama. Mario tragó saliva. Al sentir la espuma dentífrica bajar por la garganta, automáticamente empezó a toser. Más intentaba contener la tos, más tosía. Más tosía, más se reía el chico. Entre todo el batifondo de risas, tos y espuma desperdigada por toda la mesada, se levantó una nueva voz en la cocina: “Octi, andá a dormir, mi amor”. Percibiendo la sequedad de su mamá, Octavio se fue enseguida. Desde el pasillo escuchó cómo la misma voz, ahora con más seriedad, llamaba a su padre por nombre y apellido. Al llegar a su pieza, no pudo evitar reírse de nuevo por lo despistado que andaba su papá últimamente. Ayer se olvidó de volver a casa y hoy se olvidó cuál era el baño.

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MATIAS PI

Argentina

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H

acía ciento sesenta años que una infinidad de luces abrasadoras habían llenado el planeta; después vino el invierno nuclear. La civilización había sido arrasada y ahora daba sus últimos coletazos en reductos subterráneos, pequeños grupos de personas refugiadas de la radiación

en búnkeres que subsistían gracias a la creación de alimentos mediante impresoras 3D y al agua artificial de los laboratorios. Matt descansaba en la habitación que él, su mujer y sus tres hijos adolescentes tenían asignada; era una caja de hormigón de cuarenta metros cuadrados que constaba de un dormitorio y baño privado, pero hasta ahí los lujos. Los búnkeres más afortunados albergaban unos pocos libros, pero ninguna otra cosa que pudiera servir de distracción. Tampoco había ricos o pobres, porque el dinero o el petróleo ya no preocupaban a nadie. Ahora lo único importante era existir. Acababan de regresar del comedor, donde todos se reunían tres veces al día para recibir sus alimentos. Se dieron las buenas noches y se acostaron. Apagaron las luces. Pasaron algunos minutos. Matt estaba agotado, pero aun así no lograba conciliar el sueño. A su lado, Joanne percibió la inquietud de su marido. ¿Qué te preocupa? Me preguntaba cómo debe ser el mundo ahí fuera, después de tanto tiempo. ¿Tú nunca te lo has preguntado, Jo? hablaban en susurros, para no despertar a los chicos. De vez en cuando. Pero no creo que tenga mucho sentido pensar en eso, cariño. A veces me gustaría salir para ver cómo es. Incluso he llegado a plantearme escapar. Joanne se alarmó, pero intentó que no se le notara al hablar. Por desgracia no podemos. No hasta dentro de trescientos mil años. Además, ¿no tienes aquí todo lo que necesitas? le acarició el pecho con ternura, pero Matt siguió ensimismado en la oscuridad que los envolvía. Sois la única luz que tengo en este lugar. De verdad, si no tuviera una familia, creo que… Joanne no le dejó terminar la frase. Lo atrajo hacia sí y le besó. Hicieron el amor. Cuarenta minutos después, el sueño dejó de hacerse de rogar. Sin embargo, 85


cuando ya se precipitaba hacia la duermevela, el estrépito de una alarma lo sobresaltó. Sonaba por el megáfono del pasillo, pero atravesaba la puerta con una potencia infernal. Aquello solo podía significar una cosa: alguien había entrado en el almacén. Joanne y los niños le preguntaron qué pasaba, pero Matt solo supo responderles que debían estar tranquilos. Como encargado del almacén debía acudir sin demora, así que se vistió, cogió la radio que utilizaba para comunicarse y abandonó la habitación en estampida. Mientras corría se puso en contacto con Jimmy, el jefe de seguridad, quien le aseguró que no tardaría en llegar junto con cuatro de sus hombres. Hasta donde Matt podía recordar nunca había sonado la alarma, aunque estaba prohibido entrar en el almacén para aquellos que no trabajaban allí. A sus cuarenta y un años llevaba quince ocupándose del inventario, asegurándose, entre otras cosas, de que los productos creados con la impresora 3D gozaran de una calidad apropiada, de que los alimentos se conservasen a la perfección y de retirar aquellos que estaban defectuosos. Antes de eso, ya había trabajado allí reponiendo las mercancías que llegaban del laboratorio y transportando a la incineradora aquello que no servía. Podría decirse que el almacén era su casa. Y no le gustaba que hubiese intrusos en ella. Fue el primero en llegar. Escuchó unos pasos al fondo. A pesar de que sabía que era imprudente adentrarse solo entre las estanterías no fue capaz de esperar más. Después de apoderarse de la linterna que colgaba de la pared junto a la puerta, se internó en la negrura. Al principió solo logró ver sombras, pero antes de lo que esperaba atisbó una figura. Le ordenó que se detuviera. Sin embargo, lejos de hacerle caso, el individuo empezó a correr. Matt le persiguió. Logró alcanzarlo treinta metros después de haber abandonado el almacén. Se abalanzó sobre él, derribándolo. Una vez lo hubo inmovilizado se llevó una sorpresa. Aquel rostro pertenecía a Albert, un amigo con el que compartía mesa en el comedor casi todos los días. Se conocían desde la infancia. De debajo del abrigo de Albert cayeron unas latas de legumbres, pan desecado y fruta deshidratada. ¿Adónde pretendías ir con todo esto, Al? el tono de Matt no era de enfado, sino de incredulidad. Por favor, deja que me ponga en pie respondió Albert, glacial. Matt se lo permitió.

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Responde a mi pregunta. Albert clavó sus ojos en los de Matt. Estaban rojos de furia, pero también eran el más deprimente reflejo de la desolación. ¡Deseo marcharme, Matthew, salir de este agujero anodino e insípido! Albert siempre hablaba así. Había memorizado los doce libros que componían la biblioteca; todos ellos habían sido escritos antes del siglo XX. Debes calmarte dijo Matt. Con estos alimentos no llegarías a ninguna parte. Me da igual. ¡No me importa cuán horrible sea mi destino! Aquí nada me ata, y lo sabes. No puedo permitirte que salgas. Eres consciente de eso, ¿verdad? Albert rió con ironía. No me cabe la menor duda de que a ti te resulta fácil decirlo. ¿Qué se siente al tener una familia? ¡Yo perdí a la mía con once años! Lo sé, Al, pero… Entre tú y yo existe una gran diferencia. Mis padres murieron de forma repentina, y desde entonces he estado solo. Jamás he conocido a quien me amara, ¡al contrario que tú! Pero no te creas que no lo he intentado. ¡Oh, sí, lo he intentado! Sin embargo, algo malo he de tener para que nadie me quiera. Albert, si no razonas por las buenas habrás de hacerlo por las malas. Los de seguridad llegarán en cualquier momento, y esos no se andan con chiquitas. Albert sacó un cuchillo de debajo del abrigo. Apuntó a Matt con él. Matt retrocedió un paso, con las manos en alto. Cuando Albert volvió a hablar lo hizo entre susurros. Lo he robado de la cocina hizo una breve pausa antes de soltar una risa desquiciada. Un tropel de pasos anunció la llegada de Jimmy y los suyos. Tranquilo, Jim, es Albert dijo Matt, tratando de apaciguar a los recién llegados, que apuntaban al ladrón con sus pistolas. Pero, Al, ¿por qué lo has hecho? preguntó Jimmy, igual de consternado que Matt. ¡No lograréis impedirme que me vaya! gritó Albert. 87


Anda, baja el cuchillo y hablaremos con calma. Vosotros sois tan afortunados… los ojos de Albert se anegaron en lágrimas; la voz quebrada, el brazo que sostenía el cuchillo temblaba. ¡Pero yo no! Matt, tú tienes la luz más bella que se pueda concebir: tienes una familia. Seguro que si estuvieras en mi lugar, también querrías marcharte. Apesadumbrado, Matt recordó la conversación que había tenido con Joanne una hora antes; aquel desgraciado tenía razón. Hablaremos de eso después, pero primero tira el arma o nos veremos en la obligación de disparar dijo Jim. Albert sonrió. Pero era una sonrisa hueca, mucho más triste que cualquier lágrima. Recuérdalo, Matt. Recuerda que no todos tenemos esa luz. Al terminar esa frase se abalanzó sobre el grupo de hombres, gritando enfurecido y amenazándoles con el cuchillo. Los de seguridad no tuvieron más remedio que hacer uso de las armas de fuego. Al día siguiente se incineró el cuerpo de Albert. Matt y Jimmy fueron los únicos que acudieron al funeral. ¿Crees que lo hizo adrede? preguntó Matt sin apartar la vista del horno. ¿Te refieres a sí se echó sobre nosotros para que le disparásemos? Sí. Jimmy tardó unos segundos en contestar. Antes de hacerlo suspiró; le daban miedo las palabras que estaba a punto de decir. Quería salir del búnker. Eso solo significa una muerte lenta y tal vez dolorosa. Así que sí, estoy convencido de que quiso que le disparáramos. Además, al menos así ha tenido una despedida digna, mucho mejor que si hubiera recorrido la podrida superficie. Durante meses Matt no pudo dejar de pensar en las últimas palabras de Albert, y también en las de Jimmy. Además recordaba las viejas historias que le contaba su padre cuando era un niño, cuentos sobre luces aterradoras creadas por el ser humano que una noche inundaron el firmamento y que destruyeron el mundo tal y como se había conocido hasta entonces. Nunca más volvió a sentir la tentación de querer descubrir el exterior yermo, porque aunque las luces habían aniquilado la vida también había una luz que llenaba la

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suya, la de la familia que había logrado construir, a pesar de la realidad cruel en la que le había tocado vivir, y a su entender esa era la luz más poderosa de todas.

ADRIÁN GARCÍA CHOLBI

España

Página web: elcontinentehundido.blogspot.com Instagram: Adrián García Cholbi Facebook: adriangarciacholbi

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D

e joven mi hermano Enrique era muy mujeriego. Era de esos tipos por los que todas las mujeres mueren. Tan guapo, tan sensual y encantador; tan amable, tan respetuoso y cariñoso al principio de la relación. Y con esos ojazos azules y esa sonrisa compradora. Un

verdadero hijo de puta. Yo siempre le decía que se dejara de joder, que empezara a respetar a las mujeres, que yo, su propia hermana, también era mujer, y que seguro, no le gustaría que los hombres me hicieran lo mismo que él les hacía a ellas. Con todas se comportaba igual, con todas era un sorete, a todas las enamoraba, las seducía y después las dejaba así nomás, de un día para el otro, sin explicación alguna, sin un llamado, sin un “lo siento”. Total… ¿qué le importaba? De todas se cansaba, todas lo aburrían después de la segunda cita —si es que había una segunda. Era un seductor nato. ¡Pobres minas! Yo sentía lástima por ellas. Siempre terminaban humilladas, denigradas, con la autoestima por el piso, con la dignidad pisoteada. Algunas eran pasables, finas, delicadas, de buena familia, cultas, chicas de bien, pero había otras que eran de lo peor, no sabían ni hablar; más vulgares imposible. Yo no sé de dónde las sacaba. Con los pelos duros, gordas culonas que les sobraba grasa por todos lados. Lo único que todas tenían en común era que eran súper enamoradizas; todas morían por una mirada, por una sonrisa suya. Pero él solo se divertía, jugaba con sus sentimientos. En realidad, él nunca les prometía nada. Ellas solas se hacían la película, ellas solitas se entregaban en bandeja, casi que se regalaban. Y él ni fu ni fa con ninguna, salvo con una. Había una que le movía el piso, a la que apreciaba un poco, creo. Se llamaba Leticia. Era una piba petisa y regordeta, con melena enmarañada al cuello, ojos grises chiquitos como ratón y nariz ganchuda. Era rematadamente fea, una bruja. No sé qué le había visto mi hermano, pero a esta parecía que algo la quería, algo nomás, no mucho; tampoco era cosa que no pudiera vivir sin ella. “Será inteligente, le hablará de cosas interesantes, o le hará cosas que las otras no le hacen, porque por lo linda no debe ser”, pensaba yo. Esos misterios incomprensibles de la vida… A veces los escuchaba conversar: Te quiero mucho. Mmm…te creería si no hubieras agregado el “mucho”.

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¡Qué jodida que sos! Nunca te viene nada bien. No confío en vos. Yo sí que te quiero. ¿Ah sí? ¿Qué harías por mí? Cualquier cosa. Lo que fuera. ¿Qué harías por mí si me metieran preso, por ejemplo? Me moriría de tristeza. Saldría a robar para pagarte un abogado que te sacara. ¿Y si anduviera con otra mina? ¿Si te dejara? ¡Qué cruel sos! ¡Ya sabés cómo soy de celosa! Y así andaban siempre… Era una extraña relación la que tenían. Una noche estrellada de verano nos fuimos todos a bailar a un boliche sobre Libertador, en Olivos; “Bahiano” se llamaba. Éramos un grupo grande de chicos y chicas del barrio. Pero la Leticia no estaba con nosotros. Mi hermano bailaba con una rubia preciosa, parecía modelo. La estábamos pasando bárbaro, bailando enloquecidos al ritmo de “The Final Countdown” cuando de repente, y sin ningún aviso previo, apareció la Leticia. Tambaleándose, se le fue encima a Enrique con un frasco en la mano que decía “VENENO PARA RATAS”. ¡Esto me tomé! le gritó, poniéndole el frasco a la altura de la cara. Mi hermano se quedó con la boca abierta, blanco como una hoja. Ella se dio media vuelta y salió corriendo. Enrique repetía: ¡¿Qué voy a hacer?! ¡¿Qué voy a hacer?! Está loca. Es una loca se agarraba la cabeza con las manos. Mientras tanto, la Leticia, por la calle, se andaba muriendo. Enrique lloraba como un chico. Anduvo toda la noche buscándola en los hospitales, en las comisarías, en su casa. Dos días después seguía sin aparecer. Al tercer día nos enteramos que estaba en la Morgue. No queríamos creer que fuera la Leticia. Pero sí. Era ella. Enrique nunca más volvió a ser el mismo. No le quedaron más ganas de jugar con las mujeres. Siempre me pareció demasiado duro su castigo.

AMELIA BARTOZZI

Argentina

Facebook: Amelia Beatriz Bartozzi 92


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L

a fiesta de casamiento de mi mejor amiga sería nada menos que en el Hotel Alvear. Detestaba las fiestas de casamiento, en todas sus variantes, por lo que aquella noche yo hubiera preferido no salir de mi casa. Lástima que no me hice caso.

El salón elegido era uno de los del primer piso del hotel. Soporté la entrada de

los novios, bailar el vals con un tío de mi amiga y el número en vivo, a cargo de un grupo que imitaba a los Bee Gees. A las dos de la mañana me hubiera ido, pero como no podía hacer eso, decidí bajar al Lobby Bar del hotel, en la planta baja, a tomar un café. Me encantaba ese bar: siempre abierto, amable, con mozos de la vieja guardia y café colombiano. Había varias mesas ocupadas y todos me miraron. A pesar del mal humor, debo reconocer que el vestido de alta costura me quedaba espléndido. Me había maquillado una profesional y las joyas eran verdaderas, a simple vista. Me senté en una mesa cerca de la barra, saqué la cigarrera de plata que usaba para esas ocasiones junto con el Zippo que tenía mis iniciales grabadas. Se acercó un mozo y le pedí un café. En la siguiente media hora, se fueron desocupando las otras mesas y quedé sola en el bar. Tenía que volver a la fiesta y no quería. Miré el reloj: eran las tres de la mañana. Decidí que volvería al salón y le diría a mi amiga que me sentía mal por la migraña que tenía desde la tarde de ese día, lo cual era verdad. Tendría que saludar a la familia, como marcaba el protocolo. Subí por la escalera. Al llegar a la puerta del salón, me llamó la atención la total falta de ruido. Quise abrir la puerta y estaba cerrada. «Me equivoqué de salón», pensé. Fui hasta el otro salón, que estaba sobre el otro pasillo, dando la vuelta. Idéntica situación. «O me drogaron con alguna bebida o tuve un A.C.V.1 y no me doy cuenta». Era imposible que ciento cincuenta personas se pusieran de acuerdo para irse juntas o esconderse y que yo fuera la broma pesada de la noche. Tampoco era razonable que no hubiera nadie en los pasillos, en la escalera, en los ascensores… Volví al bar y encaré al mozo que me había atendido. —Discúlpeme pero le tengo que hacer una pregunta que le sonará muy rara: ¿Qué pasó con la fiesta de casamiento del salón del primer piso? Arriba está todo cerrado y no hay nadie. —Perdóneme señorita, pero no sé de qué me está hablando, porque hace rato 1

A.C.V.: accidente cerebrovascular.

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que los salones del primer piso están cerrados por refacciones y curiosamente hoy no hay ninguna fiesta en el hotel, lo que es una pena porque usted está muy elegante. Quedé atónita ante la respuesta del mozo. De todas las alternativas y preguntas posibles, opté por una que ni llegué a pensar y le dije: —¿Sería tan amable de prestarme el teléfono del bar un minuto? —Lamento pero no será posible, porque desde temprano que hay un problema con la central telefónica del hotel y esta es una de las líneas que no andan. Me imagino que en la Recepción sí debe haber alguno que funcione. —Sigo su sugerencia, gracias —contesté mientras salía del bar, pensando a quién llamaría a esa hora y para qué. Atravesé el hall central y me distraje mirando un cuadro, aunque no dejé de caminar. Cuando volví a enfocar mi destino, me encontré en el Lobby Bar otra vez. ¡No era posible! ¿Cómo había vuelto al bar si había pasado por el hall y tenía el mostrador de la Recepción a la vista? El mozo me sonrío, mientras decía: —Buenas noches, señorita, si quiere tomar asiento… Me ofusqué. —¿Me está tomando el pelo? Hace dos minutos tuvimos una conversación sobre que yo vine a una fiesta de casamiento que según usted no existe; usted me dijo que el teléfono del bar no anda y que fuera a probar a la Recepción. El mozo pareció ofenderse ante mi exabrupto y con cara de naipe me contestó: —Señorita, en este momento es la primera vez que la veo. Usted y yo no tuvimos ninguna conversación sobre nada. ¿Se siente bien? ¿Le sirvo algo de tomar? ¿Quiere un vaso de agua? Después de escuchar esa respuesta, me empecé a sentir mal. Me senté en la silla más cercana. No supe qué decirle al mozo. Se me ocurrió mirar el reloj colgado detrás de la barra, según el cual seguían siendo las tres de la mañana, en punto. Miré mi reloj pulsera: la misma hora. —No sé qué está pasando pero creo que lo mejor será que me limite a salir del hotel, que me suba a un taxi y llegue a mi casa. El mozo no tuvo ninguna reacción en particular ni dijo nada. Me paré, salí del bar y encaré hacia el hall, con la vista fijada en la puerta giratoria de la entrada principal. Llegué, me metí en uno de los paneles de la puerta, lo empujé para hacerla girar. Cuando salí estaba… ¡¡¡dentro del Lobby Bar!!! 95


El mozo estaba detrás de la barra. Me miró, incrédulo. El reloj seguía clavado en las tres de la mañana. Mi reloj también. No había nadie más en el bar, ni en el hall ni en ningún lado. Éramos el mozo y yo. Me acerqué a la barra. Con desgano le pregunté: —¿Es la primera vez que me ve, verdad? —Sí señorita ¿Qué le sirvo? ¿Está hospedada en el hotel? Pensé en mentir y darle un número de habitación, que no fuera la “237”2, pero no me animé porque tuve miedo de encontrarme con las “mellizas” 3 en algún pasillo. Le pedí un café y decidí probar otra alternativa: ir al toilette. Cuando abrí la puerta del baño, entré…. al baño, gracias al Cielo, por lo menos era otro lugar que no fuera el bar y su uso me era imprescindible. Durante los cinco minutos que estuve en el toilette, temí que Jack Nicholson4 tratara de atravesar la puerta con el hacha. Cuando salí, quise hacer trampa e intenté volver a la recepción, irme por las puertas laterales, volver al salón. Todo fue inútil: siempre reaparecía en el Lobby Bar y el mozo me saludaba por primera vez y eran las tres de la mañana. Descubrí el nombre de mi único interlocutor por la chapita que tenía prendida en el chaleco. —Buenas noches Hipólito, usted no me recuerda pero ya nos conocemos, Ahora sí le voy a aceptar un café doble acompañado con algo dulce que a usted le parezca. El mozo me miró intrigado pero se limitó a ir a preparar mi pedido. Tenía sed y hambre porque la lógica me indicaba que para mí eran por lo menos las seis de la mañana, aunque por las ventanas podía ver la plena noche de las tres. Pensé que era menos angustiante recordar “El día de la marmota”5 que “El resplandor”6, aunque en el primer caso si mi única solución era enamorarme de Ver referencia a “El resplandor” infra. Ver referencia a “El resplandor” infra. 4 Ver referencia a “El resplandor” infra. 5 Groundhog Day (Atrapado en el tiempo en España, Hechizo del tiempo en Hispanoamérica y El Día de la Marmota en Chile, Argentina, México y Venezuela), es una película de comedia y fantasía estadounidense de 1993 dirigida por Harold Ramis, y protagonizada por Bill Murray, Andie MacDowell y Chris Elliott. Murray interpreta a un arrogante meteorólogo de la televisión de Pittsburgh que, mientras cubre el evento anual del Día de la Marmota en Punxsutawney, Pennsylvania, se encuentra atrapado en un ciclo de tiempo, repitiendo el mismo día una y otra vez. Después de caer en el hedonismo y suicidarse en numerosas ocasiones, comienza a reexaminar su vida y sus prioridades. 6 El resplandor (título original: The Shining) es una película angloamericana de 1980 del subgénero de terror, producida y dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Jack Nicholson y Shelley Duvall. Está basada en la novela homónima del escritor Stephen King, publicada en 1977, si bien la novela y la película difieren en varios aspectos.La película relata la historia de Jack Torrance, un escritor ex alcohólico, que acepta un puesto como vigilante de invierno en un solitario hotel de alta montaña para ocuparse del mantenimiento. Al poco tiempo de haberse instalado allí junto con su esposa y su hijo, empieza a sufrir inquietantes trastornos de personalidad. Paulatinamente, debido a la incomunicación, al insomnio, a sus propios fantasmas interiores y, tal vez, a la influencia maléfica del lugar, se verá inmerso en una espiral de violencia contra ellos, que a su vez parecen víctimas de espantosos fenómenos sobrenaturales. 2 3

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Hipólito, resultaría una misión imposible, empezando por el hecho de que el señor podía ser mi abuelo. Estaba agotada. Me quedé dormida arriba de la mesa. No sé cuánto tiempo dormí. Cuando me desperté, seguía siendo de noche, eran las tres de la mañana en todos los relojes e Hipólito se acercó para decirme: —Buenas noches señorita ¿Qué le puedo servir? Sentí que se me caían las lágrimas y que solo me quedaba rezar para que se tratara de una pesadilla de la que despertaría en algún momento. Por suerte no estaba sola. Hipólito se quedaría conmigo, ¿hasta el final?

MARÍA AGUSTINA HERNÁNDEZ

Argentina Página WEB: https://agustinahernandez-escritora.webnode.com/ Redes Sociales:https://www.facebook.com/e.l.cuentosymicrorrelatos facebook.com/AgustinaHernández facebook.com/avantpremierecuentos facebook.com/LaInmaculadaNovela Instagram: @mariaagustinahernandez Twitter: @mariaagustinah9.

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E

l dinero y las influencias son una palanca que puede potenciar cualquier carrera que se escoja. Si se es médico y se está por publicar trabajos de investigación en la especialidad de Neuroftalmología; tener los recursos para pagar la estadía y el viaje, mas el equipamiento de investigación y

trasladarse a Pingelap (un pequeño atolón en el sur del Pacífico en Micronesia), representan una ventaja inigualable. El doctor Héctor Pasquali estaba consciente y agradecido por ambas condiciones, la emoción era mucha, pues tendría la oportunidad de conocer a un nutrido grupo de personas que sufrían «Acromatopsia». La acromatopsia (también llamada monocromatismo) es una enfermedad congénita y no progresiva que consiste en una anomalía de la visión a consecuencia de la cual solo son percibidos los colores blanco, negro, gris y todas sus tonalidades. La enfermedad está producida por una alteración en las células fotorreceptoras de la retina sensibles al color que son los conos. Todos los seres humanos empezamos viendo en blanco y negro, pero solo una minoría no logra ver a color luego de unos meses. Unas proteínas sensibles a la luz son las encargadas de convertir el rojo, el verde y el azul (los componentes de la luz que entran en nuestros ojos) en impulsos nerviosos. Estos son enviados al cerebro y allí interpretados como una imagen a color, pero si estas proteínas clave no funcionan bien, uno está condenado a vivir en un mundo en blanco y negro durante toda la vida. El doctor Pasquali se preguntó más de una vez, cómo sería vivir con esta condición. Estaba consciente de que no es tan simple como convertir una fotografía a color en una en blanco y negro. La cualidad y la percepción del blanco, el negro y el gris son ligeramente diferentes para estas personas, pero les es muy difícil explicarlo y manejarse en nuestro mundo a colores. Como ya había recabado datos preliminares para su investigación, el doctor Pasquali estaba al tanto de que esta rara condición genética se centraba en el diez por ciento de la población de Pingelap (un porcentaje inusitado para una enfermedad considerada rara) debido a que en 1780, los habitantes de esta isla estuvieron a punto de desaparecer a causa de un tsunami. Solo sobrevivieron unas veinte personas, entre ellas el rey. Se cree que el soberano tenía un problema genético que causaba la acromatopsia y se lo transmitió a sus numerosos descendientes. En la actualidad, dos factores contribuyen a mantener el cerco de esta condición en la isla: Por un lado su ubicación remota, y por el otro, la religión local que desalienta el matrimonio con extranjeros. El doctor llegó a Pingelap y se instaló en el ambulatorio para iniciar la revisión 99


de las historias médicas de los pacientes. Una vez hecho esto, los citaría para revisarlos uno a uno a fin de someterlos a un tren de pruebas de diagnóstico que le permitiría determinar si la acromatopsia estaba sufriendo algún tipo de evolución o cambio (a pesar de que no es una enfermedad degenerativa) y si era viable ensayar en los pacientes algún tipo de terapia que al menos suavizara los efectos de esta condición. Al día siguiente, bajo un sol radiante, los vio en fila fuera de la choza esperando su turno para el examen. Todos con lentes oscuros pues los pacientes que padecen acromatopsia también sufren de baja visión y una fuerte sensibilidad a la luz. Contrastaba lo humilde de sus indumentarias con los lentes. A través del traductor pudo conocer cada una de sus historias, tanto médicas como personales. Dificultosas en su mayoría, pero una de ellas le llamó particularmente la atención. Se trataba de Teby, cuyo oficio era ser pescador. El doctor Pasquali no pudo menos que sorprenderse pues para su entender, pescar implica estar en mar abierto a la plena luz del día, y el agua de mar de por sí sirve como un reflectante de los rayos solares. El traductor le dijo que por supuesto, Teby está consciente de las dificultades que implicaba la pesca diurna para alguien de su condición; que de día no pescaban, sino de noche. Ante la cara de estupefacción del doctor, Teby le extendió una invitación para que lo acompañara a pescar esa misma noche: Imagino le va a gustar dijo Teby con una enigmática sonrisa. Esa misma noche, el doctor Pasquali se embarcó con Teby para la pesca a la orilla de la playa. Observó extrañado tres grandes palos rematados por una sustancia gomosa en las puntas que resultaron ser antorchas. Teby y dos pescadores más, una vez que lanzaron la lancha a la mar, procedieron a encenderlas y a preparar las redes. El doctor quedó boquiabierto ante el espectáculo de los peces voladores; grandes peces grises relucientes de gotas de agua con alas parecidas a acordeones pegados a sus cuerpos, y que como polillas atraídas por la luz, volaban hacia las antorchas encendidas y atravesaban la embarcación de un lado a otro. Reía sorprendido y desconcertado ante la gran belleza de lo que estaba viendo y reflexionaba sobre la resiliencia de este hombre; su capacidad de hacer frente a su condición y de adaptarse para obtener resultados sorprendentes y favorables. Observaba cómo en su sencillez Teby era feliz; había logrado convertir la oscuridad en luz, a diferencia de muchos otros (incluido él mismo) que pese a gozar de una inmejorable salud, vivían deprimidos y frustrados por diversos motivos, que en su conjunto no eran más que inconformidad e incapacidad de

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cambiar la situación que les molestaba. Uno de los peces aterrizó en su regazo y de la sorpresa casi cae de la lancha. Teby y sus amigos no aguantaban la risa y él mismo soltó la carcajada, como hacía tiempo no lo hacía. El efecto de la risa fue liberador y relajante a un tiempo. La luz de la luna en mar abierto le resultó sobrecogedora y su pecho se abrió a esa luz, a los peces saltando a su alrededor y mojándolo, y a los otros hombres bromeando. No le hacía falta entender su lenguaje, entre señas y gestos le decían que el motivo de burla era él y no le molestaba en lo absoluto. Cuando la pesca terminó y regresaban a la isla, el doctor pensó que si bien era falso que él abandonaría su carrera y su vida por un oficio como este, lo atesoraría en la memoria. Lo convertiría en un rayo de luz lunar que disiparía sus miedos y frustraciones. Viviría de una vez, iluminado por dentro.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: @damarisgasson

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U

nos goterones fueron cayendo, avisando a los desprevenidos que buscaran refugio; después siguió un granizo y se desataron los vientos. Las ventanas comenzaron a cerrarse. Las de la lancha en que yo viajaba también. Vi el temor en algunos rostros. El agua chocaba contra el

maderaje, venía del cielo y del río envalentonado por los elementos sin control. Recordé la primera tormenta, acurrucada contra la piedra de la gran cueva que nos cobijaba. Me abrazaba las rodillas y escondía el rostro entre las piernas, rogando con los ojos cerrados, que volviera el cielo azul. Pasaron muchos años y corrió mucha agua. Me di cuenta que me volví adulta pero no envejecía. Vi morir a mi compañero, a mis hijos. Rehice mi vida centenares de veces. Cambié de nombre. Trasmití remedios naturales. Me escondí de las hordas de los semidioses llegados a suelo americano. Amé a un hombre que decía tener familia del otro lado del mar, mar que solo me imaginaba y pedí tener un hijo con mi singularidad, o conocer otro ser como yo para sentirme acompañada. La muerte se los llevaba a todos. Fui buena agricultora. Aprendí sobre las vides y con el tiempo sobre los vinos, de boca de otros conquistadores, que cansados de las refriegas, desertaban hacia las imponentes montañas. No encontraron oro, pero sí olivos, nueces, manzanas, cerezas. Aprendí a extraer aceite, preparar dulces, hilar lana de vicuñas. Ávida de conocimientos y con todo el tiempo del mundo, tuve muchas profesiones, al principio hogareñas. Cuando quise algo más, me dediqué a ese algo, encerrada en una abadía, fingiendo una creencia que consideraba irracional, sobre todo después de leer muchos libros. También dejé el lugar, cuando la sospecha sobre mis conjuros diabólicos para no envejecer llegó a interesar al obispo. Me acerqué a las ciudades en crecimiento, para esconderme entre sus habitantes. Tenía ahorros y me ofrecí como enfermera en un Hospital. Necesitaba conocer médicos, investigadores. Alguien que hubiera escuchado de mi condición. Me miraban como a un orate cuando exponía los síntomas, disfrazados como hechos ocurridos a otros. Tuvo que avanzar mucho la tecnología, sobre todo la biología y la genética, para darme una explicación teórica: la de una mutante muy específica, con la telomerasa activa, para mantener el ritmo de la subdivisión celular, que aseguraba una calidad de vida y con el supresor de la multiplicación de células cancerosas. Me di cuenta que era mejor conservar el secreto. Cursé el profesorado en Historia con vinculaciones con la arqueología y me dedique a enseñar, bloqueando 103


afectos primarios, de esos que desgarran. Una de mis alumnas, me habló de Juan, el artesano que fabricaba sillones de mimbre, cuando ella se enteró de mi necesidad en el amoblamiento del nuevo departamento. Bajé de la lancha, una vez que llegó al muelle principal del conglomerado de casas del barrio isleño de Santa Catalina. Llovía a cántaros. Pregunté por el Taller. Me protegí como pude con el rompevientos que llevaba y corrí hacia el lugar que quería visitar. Me recibió un aprendiz al que entregué el abrigo que chorreaba agua. Juan estaba trabajando sobre una mesada del fondo. Cuando levantó la vista y sus ojos oscuros me descubrieron, cayeron mis defensas. El aire se electrificó y desaparecieron las excusas para no comenzar nuevamente una relación de deseo y apego irracional. Sus dedos corrieron los cabellos mojados sobre mi frente y su sonrisa selló mi entrega. Hablamos acodados sobre la mesa de trabajo, elegí los materiales, el modelo, el plazo de entrega y volví, volví y me quedé con él, un tiempo más de mi tiempo.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA Blog: www.yolandasa.com

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T

e repites: «Fernando, es una locura, te vas a gastar lo que ganas en una quincena». Descargaste cantidad de fotografías de esa mujer, te has masturbado viendo sus videos. En una página pornográfica llamó tu atención por su cara de ángel, piel trigueña y un cuerpo para morirse. Al

final de su acto invitó a que la siguieran en sus redes sociales. Pausaste el video, abriste otro navegador y tecleaste aquel sitio virtual como si estuvieras tomando dictado. En la tercera opción de la búsqueda apareció: http://www.olgamarinsex.xxx Olga Marín. Actriz porno mexicana No terminaste de leer la descripción cuando diste click al enlace. Se desplegaron en la pantalla los apartados: fotografía, galerías multimedia; pero una pestaña llamó tu atención: citas. Viste que aparte de ser actriz era escort. Sus precios eran variados, por tu —poca— disponibilidad económica te alcanzaba nada más para el servicio básico de $3.000 pesos la hora, relaciones ilimitadas y trato de novios. —«Por esa cantidad será mía» —Murmurabas. Imaginaste a tal escultura entre tus brazos. Observabas algo de su filmografía, y con tu pene marinándose en su jugo, dijiste: «lo haré». Seguiste al pie de la letra las indicaciones para el encuentro. Depositaste quinientos pesos en la cuenta bancaria que aparecía en el sitio web. Dudaste, eran demasiadas las historias de fraude al pedir anticipo en aquellos rubros, te diste a la tarea de investigar los datos de la chica; efectivamente, eran verídicos. Enviaste una imagen del comprobante de pago al correo especificado en la misma página, así apartaste cita. Olga vendría en dos semanas a la Ciudad de México para participar en una expo de temática sexual en El Palacio de los Deportes. No era una mujer cualquiera. Daba servicio solo en hoteles cinco estrellas. Investigaste la lista de estos que te mandó y por noche —en cada uno— había que pagar al menos mil pesos; otro gasto que tenías contemplado. Te compraste una camisa decente, pantalones de mezclilla negra, zapatos de vestir en forma de triángulo, de los que usan los oficinistas, te sentías como payaso con semejantes puntas que resaltaban grotescamente al caminar. Lo solucionaste lavando tus tenis de marca que un familiar te envió de Estados Unidos. En poco más de cinco mil pesos te costaría el capricho. Llegó el día, estabas más que nervioso, nadabas en sudor; para quitarte el agobio te bañaste con agua fría en la recámara del hotel. Llevabas unas impresiones del cuerpo de Olga que pegaste en la puerta, así comprobarías que la mujer que llegaría fuera la misma de los videos. Ella 106


estaría ahí en treinta minutos (te marcó —reconociste un poco su voz— para confirmar que estabas instalado y pedirte el número de la habitación). Respiraste hondo y recordaste: «se trata de disfrutar, no de martirizarse». Poco a poco tu corazón desaceleró. Tocaron a la puerta. Era igualita en persona que en sus películas. La saludaste —no sabías si de beso era lo apropiado— y la invitaste a pasar extendiendo tu mano hacia el cuarto. Te sonrió al preguntar tu nombre. Ya habías pensado en ese detalle, estabas temeroso en dar tu verdadera identidad, al final le mencionaste el real. Te relajaste al pensar que no eras ningún tipo de figura pública para que te hicieran un escándalo. Un golpe de suerte dado que te solicitó una identificación oficial para confirmar que eras mayor de edad; te pareció absurdo, Olga pensaba lo mismo pero era simple rutina; de mentirle, tal vez se hubiera retirado. Te acercaste para tomarla de la cintura y darle un beso en los labios. Antes de seguir te pidió los dos mil quinientos pesos restantes. Mientras la desnudabas y tocabas su fino cuerpo te diste cuenta de algo que ya suponías: sus senos eran operados, pero mejor descubrirlo de propia mano que en fotografías. En lo que te manipulaba el miembro para ponerte el condón te preguntó a qué te dedicabas. La engañaste: «soy diseñador gráfico, trabajo en una editorial de corte sacro (le explicaste que se trataba de religión) y estoy a cargo de las portadas de los libros». Como en tu verdadero trabajo lees mucho y estás en contacto con distribuidores editoriales te salió natural la explicación, como todo el día te la pasas en un lugar donde no te pega el sol —de ahí tu piel clara— pareces todo menos un obrero, así que Olga te creyó inmediatamente. Te la empezó a chupar. No podías creerlo, era como una diosa entregándose a un mortal. La animaste a seguir pero en un sesenta y nueve. Al momento de poner su vagina a la altura de tu rostro te percataste de los menesteres de su trabajo. Toda su área estaba bien rasurada, comenzaste a besarla en su Monte de Venus, al hundir con un poco de fuerza tus labios sentías el nacimiento de sus vellos. Succionaste sus adentros, con tu lengua escribiste todo el abecedario en su sexo ya húmedo. La pusiste boca abajo para contemplar aquella obra de arte hecha mujer, tus manos acariciaban sus glúteos, en esa posición la penetraste. Ella manifestaba placer pero sabías que actuaba. Saliste, y ahora boca arriba perdiste el resto de la hora abrazándola, palpando sus muslos bien definidos hasta que entraste por segunda ocasión y en menos de cinco minutos terminaste. Te susurró algo 107


que no entendiste, como respuesta la acercaste viendo detenidamente sus ojos verdes y jugaste a acariciar su nariz con la tuya. Comenzó a vestirse, envió un mensaje a su representante. «Un chulo de medio pelo», dedujiste. Te dijo que esperaba que se repitiera, asentiste. La invitaste a bañarse —para manosear su cuerpo el mayor tiempo posible— pero llevaba prisa, tal vez se dirigía a otro servicio, aunque se te hizo raro que de ser así no hubiera aceptado. No querías imaginar que hubiera hecho lo mismo antes de llegar contigo. Pero se veía tan bien que no te importó haber compartido las babas de otro cabrón. Bromeaste sobre sus escenas en internet. Olga se prestó a tu cotorreo, volviste a tocarla y te regaló su ropa interior. Caminó hacia la puerta, la detuviste, tu pene recobró vida, la besaste en las tetas y dirigiste su mano a tu falo. Se puso en cuclillas para darte las últimas lamidas de la hora. Advertiste en voz alta que estabas por venirte. Le abriste la boca, ella se quitó y te comentó que esa fantasía tenía un costo extra, la ignoraste, esperabas que como en las películas se tragara tu esencia, no aceptó. Expulsaste tus ímpetus sobre una planta cercana al tocador, Olga se rió, una risa cómplice más que una burlona. Terminó de vestirse y se marchó. Buscaste los momentos de la última hora atisbados en tu memoria. No pensabas en que los próximos días comerías solo frijoles, si bien te iba. —Buenos días, Fer. ¿Cómo está la chamba? —Un poco floja. ¿Lo de siempre? —Por favor —Aquí tiene: El Universal. El País. Y...espéreme, ahorita le busco La Jornada. — ¿Y esa sonrisa, Fer? —Nada jefe, es que leí esto en la portada de una revista: «Olga Marín deja boquiabiertos a los asistentes a la Expo en el Palacio de los Deportes». Está buenísima la chava, ¿no? — Buen ojo, Fer. Pero uno tiene que conformarse. No se puede estar soñando con mujeres así. No nos queda de otra. Cuánto te debo canijo. —Cincuenta pesitos, patrón.

ANTONIO GUEVARA

México

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“N

o, es que mis padres me pidieron que hoy cocine yo, porque están bastante ocupados con el trabajo”. Christopher habla en un tono alto porque afuera el ruido de construcción es ininterrumpido. El arreglo de su calle está demorando ya

varios días, y en ese momento le dificulta escuchar a su amigo. Lógicamente eso no afecta a la contraparte, pero cuando uno escucha mal suele hablar más fuerte, como si el problema auditivo lo estuviera viviendo el otro. “¿Cómo de qué hablo? Sí, mis padres están en casa. De hecho creo que me están llamando ahora. Hablamos más tarde, o te llamo de nuevo mañana, ¿sí? Adiós Walt”. Corta la llamada y deja el teléfono en la repisa, prometiéndose ponerlo a cargar luego. En realidad nadie lo llamaba, pero pierde las ganas de hablar con su amigo cuando empieza con esas preguntas raras. “¿Que cómo que mis padres están en casa? No es tan difícil de entender, viejo”. Christopher no descubre si se lo cuestiona en broma, o si realmente Walt tiene alguna duda. Es una tarde tranquila de verano en Greenville, la pequeña ciudad del Estado de Carolina del Norte en la que vive desde pequeño. Tranquila a excepción, claro, del arreglo de la calle. Los obreros continúan trabajando con el caño que se rompió el día anterior y que generó un charco considerable, que devora por igual a personas y autos. Al mirar el reloj de pared nota que es media tarde, por lo que la mitad de la ciudad se encuentra trabajando o estudiando, y la otra mitad durmiendo. En su propia casa se da esa división. Al volver a echar un vistazo a la cocina ve a sus padres en la mesa, con sus computadoras y anotadores. Mientras tanto, su hermana duerme en el cuarto de arriba. Seguramente ha tenido un día agotador en la universidad y necesita recuperar fuerzas. Él, por su parte, sabe que ya es hora de ir a su clase de Literatura Histórica, por lo cual recoge el cuaderno, una lapicera y sale, confirmando nuevamente a sus padres, por si acaso, que él se encarga de la cena. Al pasar por al lado de los obreros que arreglan la calle, percibe que frenan en sus labores y se quedan observándolo con cara de pena y preocupación. No entiende la razón de esas miradas, y un poco le ofenden. Más aún cuando uno de ellos le pregunta si se encuentra bien y cómo se siente. “¿Cómo me siento? ¿Solo por decidir dar un paseo o ir a la universidad?”. Cuando Christopher une esa secuencia con las preguntas de Walt, se convence de que se trata de una broma. Una que no entiende y que no le causa gracia, pero no puede ser más que un chiste. Sigue caminando como si no hubiera detectado la presencia de los obreros, y 110


tres cuadras de un andar relajado lo dejan frente a la puerta de la universidad. Hombres y mujeres entran y salen entre charlas inentendibles. Algunas personas salen riendo a todo furor, aunque automáticamente callan cuando lo ven. Otra vez esa mirada que es mezcla de tristeza y preocupación. Un par de jóvenes que no conoce le dan una palmada amistosa en la espalda. Christopher no entiende, pero les sonríe agradeciendo ese gesto fraterno. Entra al edificio y se dirige directamente al aula que le corresponde. Al entrar, nuevamente el ruido se hace silencio y los cuchicheos se reparten en grupitos de pocas personas. Se sienta en un banco alejado y lee los apuntes en su cuaderno, como un método de distracción. “Buenas tardes a todos y todas, disculpen la demora. Estamos un poco ajustados con el tiempo de aquí a los exámenes, por lo cual vamos a comenzar ya”. La profesora, que acaba de llegar, pronuncia las palabras mientras deja sus cosas en el escritorio a las apuradas. Se da vuelta y continúa: “Retomando lo de la clase anterior, habíamos visto que…”. De repente, silencio. Sus ojos se abren como grandes bolas detrás de los anteojos, y la mano derecha, inmediatamente, tapa su boca, que intenta soltar un grito. La profesora mira detenidamente a Christopher, que apenas notó que ella dejó de hablar levantó su vista del cuaderno. Se sorprende de ver sus ojos clavados en los suyos. Mira hacia los costados buscando entender, pero se siente más confundido al darse cuenta de que sus compañeros también lo observan a él. A la confusión le sigue un estado de molestia que lo lleva a levantarse y deslizarse hacia la puerta, con el cuaderno colgando entre su brazo izquierdo y sus costillas. Antes de salir, la profesora intenta justificarse. “Christopher, perdón por mi reacción, es que ha pasado tanto tiempo. No esperaba verte aquí”. ¿Otra vez esa broma que ya le hicieron Walt y los obreros? “¿De qué habla profesora? Si estuve sentado en el mismo lugar de siempre la última clase hace dos días, como la anterior y la anterior”, contesta. Es difícil adivinar si la confusión es mayor en él, en la profesora o en los alumnos y alumnas. “No Christoph, hace diez años que no sé de vos. Había escuchado sobre tu regreso y pensaba ir a visitarte. Jamás imaginé que volverías a clase de inmediato. ¿Estás bien? ¿Quieres que hablemos?”. La situación se vuelve asfixiante para Christopher: claramente es una especie de complot del que todos están al tanto, la profesora, los compañeros, Walt, los obreros. Todos menos él. ¿Y sus padres, y su hermana? Hasta ahora no le han dicho nada de eso. “Mira, no entiendo qué clase de broma sea, pero no pienso seguirla. Yo estuve en la última clase y en las anteriores. Si ustedes quieren continuar con este tonto juego, 111


adelante, pero yo no”. El tono desafiante de Christopher es completado con un cierre brusco de la puerta. Sin embargo, mientras se está yendo llega a escuchar un grito. “¡Mira tu brazo, Christoph!”. “¿Brazo? ¿Qué significa eso?”. No piensa seguir esa estúpida broma. No piensa mirar su brazo. Camina ofuscado a casa, sabiendo que las personas que se cruza lo miran. “Bienvenido a casa, hijo”, le grita sonriendo una señora mayor, mientras se acerca para darle un abrazo. Sin embargo, él apura el paso y sigue camino sin levantar la vista del suelo. Al llegar a su hogar siente el saludo de sus padres pero no sabe si está en condiciones de responder. ¿Acaso ellos saben de esa broma y no le dicen nada? Escucha repetirse el saludo de su madre, quien le pregunta por qué volvió tan temprano. Decide posponer la discusión y les cuenta que se suspendió la clase porque la profesora se encuentra enferma, por lo cual eligió volver a descansar a casa. Mientras habla no lo interrumpen, y luego tampoco hay respuesta. Entiende que la conversación está terminada, por lo cual abandona la sala hacia su cuarto. Tras dejar el cuaderno en la mesita de luz se tira en la cama y deja la mirada fija en el techo, como si allí encontrara la explicación a aquello que está pasando. Espera unos minutos y se acomoda para dormir, pero recuerda la frase de su profesora: “¡Mira tu brazo, Christoph!”. Tiene miedo, aunque la incertidumbre lo va venciendo y la necesidad de mirar el brazo se torna inaguantable. Mira el derecho: raspones, quemaduras y lesiones de todo tipo lo recorren. Se asusta y pega un grito al aire. ¿Qué es eso? No puede recordar ninguna caída ni accidente. No entiende qué fue lo que pasó. Escucha que su hermana le pregunta si se encuentra bien: ¿ya estaba despierta o la habrá asustado su grito? “Debe ser de hace mucho y ya perdí la memoria de cómo pasó”, intenta convencerse, confiando en que sea posible que alguien, de un día para el otro, olvide cómo obtuvo tantas cicatrices. “Por lo menos el brazo izquierdo está bien”, piensa, y gira la cabeza para ver que… ¡no está! Esta vez el grito es tres veces más fuerte y desgarrador que el anterior. Solamente puede ver su hombro con un vendaje que, a excepción de algunas manchas rojas, es totalmente blanco… y luego simplemente aire. Está perdido, totalmente confundido. ¿Cómo puede ser que ayer estuviera todo igual que siempre y hoy tiene un brazo lastimado y el otro ni siquiera está? ¿Por qué será que todos le preguntan cosas que no comprende, como si está bien, si necesita ayuda o si está seguro de que sus padres realmente están con él? Entre tantas cosas sin sentido piensa cómo pudo haber llevado el cuaderno en su brazo izquierdo que ahora no ve. Echa una ojeada a la mesita de luz y… no hay cuaderno. La mente entonces le 112


pide un respiro y Christopher cae desmayado en su cama. Cuando despierte, tal vez empiece a comprender la realidad. Aquella guerra en Medio Oriente, tan lejos de casa, a la que lo obligaron a ir. Los diez años que estuvo entre bombas, muerte y terror, sin elegirlo ni desearlo, ni saber por qué lo enviaban allí. Quizás comprenda que sus padres, con unos nervios que sus cuerpos ya no controlaban, perdieron la vida en ese accidente de auto. Tal vez, solo tal vez, encuentre que su hermana, sin noticias de él y ya sin sus padres, no soportó su vida solitaria y decidió ponerle punto final colgando una soga y pateando una silla. También es probable que descubra que ese día no lo llamó ningún Walt, no habló con sus padres, no había ningunos obreros, ni tampoco una profesora ni una clase universitaria ni, por último, su hermana está durmiendo en la habitación contigua. Cuando despierte, en fin, Christopher podrá darse cuenta de que hubo una guerra que lo tuvo diez años esquivando a la muerte: una década que su mente quiso borrar, como si no fuera más que un paréntesis en su vida.

MATÍAS HERNÁN PICCOLI

Argentina

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a vio por primera vez cuando ella salió del cinematógrafo, la nueva maravilla del mundo conocido. Iba sonriendo entre un grupo de muchachas, casi tan bellas como ella. Y desde ese día la veía pasar por aquel bulevar que se había convertido en su sitio de paseo preferido, más

por saber que ella volvería a pasear cada tarde, que por disfrutar de los hermosos paisajes (que eran muchos) y ver el espectáculo que brindaba la naturaleza con las hojas que se desprendían de las ramas de los árboles, en aquel otoño que se perdía velozmente. No tenía sosiego, pues se había enamorado totalmente y no había nadie a su alrededor a quien pudiera contárselo. Llegó a la ciudad buscando un mejor futuro en aquellos días de principios de siglo, para encontrarse con el amor desde lejos, encarnado en una joven que apenas le brindaba una fugaz mirada ¿O eran suposiciones que necesitaba sembrar en su alma, para así darse valor? Y ya no pudo más. Aquel amanecer salió a la terraza del hotel donde se hospedaba y en medio de la primera tormenta de nieve de un invierno que hizo su entrada de manera sorprendente en la ciudad, pidió a la naturaleza un momento al filo de los límites de lo imposible, para que le permitiera abandonar su cuerpo por un instante y seguirla hasta su casa y entrar con ella a la intimidad de su alcoba. Cuando la vio pasar en el transcurrir de ese día, supo que se le escapaba la vida. Agitado en medio de su delirio, cayó de bruces, mientras el alma se le escapaba, como un perro faldero detrás de ella y se elevaba, revoloteando, como una mariposa danzante a su alrededor. La acompañó por toda la senda, hasta la entrada de su casa. Con el deseo punzante de seguirla hasta sus aposentos, ayudarla a desvestirse y quedarse flotando entre las altas vigas del techo, mientras veía su figura desnuda, menuda e inquieta, buscar su bata color rosa para abrigarse, pero eso no le estaba permitido en lo que aspiraba. Por lo que, al llegar la noche, su alma se declaró en rebeldía y desobediencia y contraviniendo todas las advertencias promulgadas en el solemne juramento que había hecho frente a los elementos de la naturaleza, se quedó velando su sueño, apartando ráfagas de malas vibraciones que pugnaban por ocupar un espacio en la recámara y riendo con ella los recuerdos infantiles que le venían en olas de un mar soñador. Así transcurrió la noche de nieve. Luego, con la llegada del amanecer, supo que ya no podría volver a ocupar su cuerpo y que tendría que abandonar esta dimensión. A la mañana siguiente, encontraron su cuerpo tirado, sin aliento de vida, congelado por el frío nocturnal. Él se veía desde lo alto. Con una figura espectral, 115


intentaba gritar a los socorristas, pero fue en vano, la voz no les llegaba. Cuando la vio derramar lágrimas al enterarse por las noticias de lo sucedido y reconocerlo, como aquel que empezaba a gustarle, cuando la veía pasar, tomó conciencia del alcance de todo lo que había logrado con su petición ante lo Inconmensurable y se elevó más y más, despidiéndose de este plano dimensional. Pero valió la pena dijo entre sollozos, resignado. Y siguió mirándola, mientras se alejaba. Retumbando su sollozo como un eco, en el soplo helado del viento invernal que volvía a azotar la ciudad, en un anuncio de lo que les llegaba en esa nueva temporada que ya estaba apoderándose de todo el espacio climatológico. Ella siempre tuvo la duda de haber escuchado como un eco, un sonido parecido a un llanto de amor, pero no pudo asegurarlo a quienes les contaba ese episodio de su vida.

VÍCTOR CELESTINO

Venezuela

Twitter: https://www.twitter.com/rodrigueztico

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strellas —dijo—. Galaxias. Constelaciones. Cientos de millares de reflejos se posaron sobre el cristal de su escafandra “Visión 3-60” como una mininevada inmaterial. En medio de la negra bóveda salpicada de orificios brillantes, la

cabeza de Gervasio Corso, contenida en su globo, semejaba un sol en ruinas a cuya agonía asistía la camarilla de su sistema con parpadeante estupor. Saboreó cada sílaba al musitar sus nombres: —Rígel... Aldebarán... La Cabeza del Caballo y Andrómeda... ¡Lejana Fomalhaut de mis pesadillas!... Achernar... Miranda y Oberón... Sirio, ¡tan luminosa!... Levantó ávidamente los ojos, estirando los músculos del cuello en un vano intento de aproximar lo remoto. Lo atravesaba un hierro en ascuas, pero no se quejaba, ni tampoco fluían lágrimas de sus ojos, secos desde su muerta juventud. No estaba cómodo en aquel traje espacial, fabricado más de medio siglo atrás, pero necesitaba sentir cómo le ceñía el cuerpo, doliéndole en las axilas y en las corvas, y oprimiéndole la cintura, envilecida por el vientre vergonzante que engendrara su largo período de inactividad... Suspiró, al tiempo que sus pupilas se comían los puntos luminosos de lo alto. ¡Una vez —hacía tanto, Dios— se había movido con soltura entre esos puertos ardientes del espacio, devorando años-luz con la glotonería de poderosos motores atómicos! Cruzar el cosmos era cuestión de horas, en tiempo subjetivo, y Proción y Nínive 3 quedaban a la vuelta de la esquina. El dolor le contorsionó las facciones, viejas y curtidas, en un rictus que jamás habría permitido que ningún curioso sorprendiera. Su sufrimiento era cosa suya. Nínive 3... ¿Por qué demonios tuvo que venirle a la mente, entre tantos lugares en los que había estado durante sus años de espaciero? —Todo eso tengo que enterrarlo —murmuró, con un rechinar de dientes—. Muy, muy hondo. Pero era demasiado viejo, reconoció enseguida, para pretender engañarse a sí mismo como a un niño. ¡Aquello estaba prendido a sus entrañas y a su mente con la tenacidad de una araña-pulpo de Umbriel! No era sino otra de las facetas de su castigo, rumiar malos recuerdos. —Es raro —volvió a decirse (sus largos años de soledad le habían inculcado el hábito de hablar consigo mismo)—, ahora, de acuerdo a los cánones del romanticismo, correspondería que yo creyese ver los ojos de Eurídice entre las estrellas. ¡Pero maldito si me puedo acordar de qué color eran! ¿Azules o verdosos? —Sacudió la cabeza, tanto 118


como se lo permitió el casco espacial—. Lo que no olvidaré jamás es que brillaban demasiado fuerte! Otros atributos de ella le venían más fácil a la memoria. Aquel cabello rubio, que se ataba en una sola trenza, larga y retorcida, casi viva... La gracia de sus movimientos, aun con el traje de presión puesto... Una risa que acababa por contagiar, incluso a un individuo taciturno como Gervasio Corso… Y aquellas espléndidas, delicadas, suaves y flexibles... Apretó los párpados, al asaltarle un retortijón del alma más fuerte que los anteriores. Había cosas que ni aun mentalmente podía permitirse nombrar. La Base Cósmica Nínive 3 estaba convulsionada, cuando se conocieron, porque se avecinaba el acontecimiento más sensacional en la historia del Hombre. ¡El contacto con una raza extraña se había formalizado al fin, y sería precisamente en Nínive 3 (en el sector Proción) donde habría de operarse! Joven, e idealista —aunque este aspecto suyo no trascendiera, porque Corso era tímido para expresarse—, esperaba con ansia el gran momento de la confrontación. ¡Un hito para la Humanidad! El ingreso a la última frontera, y el principio de una era de imprevisibles posibilidades. Algo realmente inmenso, que le hacía latir el corazón casi con la misma fuerza que la turbadora proximidad de Eurídice, quien al principio fue nada más que una mesera del Sector Restorán, para pasar, de a poco, a convertirse en una idea fija. —¿Cómo serán estos Zeheranos? —se había interesado ella, durante una de sus largas conversaciones de sobremesa—. ¿A ti te adelantaron algo? Digo, como trabajas en Mantenimiento... —Si me toca turno cuando lleguen —había improvisado él, para impresionarla—, es posible que esté tan cerca de ellos como lo estoy de vos. No veo por qué no. Aunque uno nunca sabe, viste. Los turnos los deciden los de arriba, y uno no tiene ni voz ni voto. —Si los ves, me vienes a contar enseguida —el acento, estriado de portugués, de la chica, lo deleitaba—. ¡Cómo me gustaría estar ahí! Pero no soy más que una mesera. Tú eres el importante, Vasio. Prométeme que me lo relatarás todito, con pelos y señales. Júramelo por Aldebarán. La euforia provocada por la cercanía de ella lo tornaba incluso ocurrente: —Te lo contaré con señales —bromeó—, pero de pelos..., no creo. Esos tipos son re-lampiños, según dicen. Cabezones, blancos como el papel, brazos y piernas como alambres, y... 119


Ella rió, dándole una palmada. —¡No seas malo, Vasio! ¿Cómo hablas así de los E.T., que están infinitamente por encima de nosotros, y se dignan a bajar hasta acá, a Nínive 3 de Proción, para conocernos y que los conozcamos? —Es que así son —la provocó él, deliberadamente—. Monstruos. Pero buenitos en el fondo, o por lo menos eso es lo que afirma el Director de Xenocontactos. —Eres incorregible, Vasio —Ella lo azotó blandamente con su trenza—. Merecerías una semana de castigo en el Eje. —¿El sector desgravitado? ¡Bah! ¡Minga de castigo! ¿Te pensás que soy novato Afuera? Toda la vida la pasé acá, nena ¿O dónde te creés que nací, eh? Conozco de sobra el nulgrav. Me muevo sin peso igual que una sílfide. Lo de siempre: discusiones, bromas, y mucha risa por parte de ella. Pero de ahí no pasaban, quizás porque él, a los treinta y dos años, era tan apocado como un adolescente del siglo anterior. Pero en los períodos de descanso (denominados convencionalmente “noches” por los habitantes de la base Nínive 3), se permitía jugar con ciertas fantasías que habrían hecho subir los colores a las tersas mejillas de Eurídice, quien, toca reconocerlo, era varios puntos menos desvergonzada que el estándar femenino de la década. —¡Qué idiota fui! —se reprochó el Gervasio Corso anciano, solitario en medio del silencioso fulgor estelar—. Si le hubiese insinuado algo antes..., en el momento debido. Quizás las cosas no habrían... ¡Cuán lejano estaba todo aquello! Cincuenta y siete años, pensó. Cincuenta y siete añossombra. Sus viejas coyunturas rechinaron dentro del equipo espacial, al iniciar él un pequeño paseo bajo las galaxias. Miríadas de ojos relumbrantes, aunque ciegos al avatar humano. Una eternidad mirando a otra, se dijo. Las estrellas y mi desgracia: cada cual en su propia escala, dos eternidades. De repente, un arco finísimo hendió calladamente el terciopelo negro del domo sideral. La boca de Corso se retorció en una ácida sonrisa. Una estrella fugaz, pensó. ¡Hay que aprovechar a pedir un deseo! El deseo más ardiente de ella, lo había comprendido de inmediato, era ver a los Extraños. Se le iluminaban los ojos al hablar de eso; casi le resplandecía la cara, como a la Bernadette de la gruta cuando mencionaba a la Señora. Y él, Corso, le había fallado 120


miserablemente. Aún le dolía evocar la expresión de desencanto de Eurídice, cuando le informó que definitivamente se le había excluido del equipo de recepción. Fue al verla a punto de llorar que se decidió a hacer algo temerario. —Está bien, nena —la consoló, con cierta torpeza—. Si tanto lo deseás, yo te voy a meter en eso. Tengo mis recursos. Se le había echado en los brazos, de tan exaltada. Fue lo más cerca que Gervasio Corso estuvo del éxtasis, sintiendo virtualmente en su pecho los latidos alborozados de aquel corazón en llamas. Ya no podría retroceder, se dijo. Habría que jugarse el todo por el todo. Y lo consiguió, sobornando a unos y engañando a otros. El gran día, cuando Nínive 3 estaba sujeta a la regla de Asepsia General, y todo el personal debía llevar traje espacial en consideración a los Zeheranos (que no soportaban siquiera el roce de la seda sobre sus cuerpos, y temían la exposición a microorganismos extraños), Corso logró hacerse de dos de los uniformes “autorizados”, distinguibles por su color amarillo. Embutió en uno a Eurídice, reservándose el otro. Se “colarían” en el sector de recepción aunque fuese lo último que hicieran. —No doy más de los nervios, Vasio —su susurro angustiado le llegó a través del Intercom del traje—. ¡Creo que me voy a desmayar! —Agarrate bien de mí, y no te hagas notar —Se sentía fuerte y protector. La presión de la mano de ella en la suya, a través del espesor de los trajes, envió un escalofrío delicioso a su espina dorsal—.Vas a ver qué bien vemos todo. La fortuna es de los audaces. No hubo percances, aunque en un par de ocasiones, bajo la inquisitiva mirada de un guardia de Seguridad, Corso sintió el corazón entre los dientes. Como suele ocurrir, sin embargo, el acontecimiento no resultó tan grandioso como ambos anticiparan. Los Zeheranos arribaron a la hora prevista, pero su inmensa nave quedó en órbita lejana, desde luego, de manera que no pudieron contemplar sus maravillas. En cuanto a los seres en sí, rodeados de aparatosas medidas de seguridad, apenas si lograron vislumbrarlos desde el sitio en que se ubicaran. En menos de lo que dura un bostezo, ya habían desaparecido para instalarse en su sector reservado, a cubierto de cualquier riesgo. Así y todo, Gervasio Corso pudo comprobar que ella le había quedado muy agradecida. Y al encontrarse en la soledad de un corredor, lejos del alcance de ojos indiscretos, ella se le apretó hasta donde se lo consentían los trajes y juntó su casco con 121


el del hombre, en un beso simbólico. —Estuviste estupendo conmigo, Vasio. No sé como agradecerte. ¡Te adoro, grandote! —Yo también —balbuceó él, rojo detrás del visor—. Desde que te vi, flaca. Hubo un silencio, porque ninguno de los dos había esperado pasar tan pronto de la guasa a lo serio. Pero el temblor de Corso, aun amortiguado por el traje, no escapó a la percepción de la mujer. —Fuiste tan bueno siempre. Quisiera poder expresártelo de otra manera, pero... —No podemos sacarnos esto —dijo él—. La orden es estricta, y si nos pescan... —No importa —sonrió ella—. Ya habrá tiempo para que nos conozcamos. —Dentro de un par de terrahoras salgo para el Cinturón. ¿No te acordás que te lo dije? Mi grupo va a pasar seis orbitales trabajando en la base de ahí. Es mucho tiempo. Se quedaron callados, respirando fuerte a través del sistema de los trajes. Finalmente, ella tomó la iniciativa. Con lentitud se quitó uno de los guantes y lo animó a que la imitara. —Sé que te gustan mucho mis manos —dijo suavemente—. Me di cuenta de cómo me las miras... Y es raro, porque casi todos se fijan en otras cosas. Vamos, sácate el guante. Al menos nos tocaremos las manos. Yo sé que lo estás deseando, Vasio. ¡Hagámoslo! Y era cierto. Corso no era como los demás hombres, quizás porque había vivido siempre en el ambiente rudo y sin sofisticaciones del espacio, en una de cuyas bases le concibieran in vitro. Las manos se juntaron, y para él fue tan íntimo y plenificante como un acto sexual. Aun de viejo, las vibraciones de aquel instante mágico conmovían tenuemente sus fibras. Palideció. De súbito, un rectángulo blanco irrumpió entre las estrellas. Una silueta de apariencia gigantesca se recortó en su luz, y Corso supo que el tiempo se le había terminado. —Hay que volver a la celda, Corso —advirtió el guardia—.Si sigues haciendo buena letra, el mes próximo te traigo otra vez. —¡Estrellas, galaxias, constelaciones..., off! —dijo el preso, y el universo virtual se

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disolvió en un “amanecer” computarizado. Una tenue luminosidad borró los últimos astros, mientras Gervasio Corso retornaba a su realidad cotidiana. Habían cometido su acción culpable a cubierto de miradas, pero las videocámaras de vigilancia jamás se distraían. Cuando toda una raza alienígena se extinguió debido al contagio de un virus de resfriado terrícola común, se supo a quiénes culpar por ese cosmicidio. La Federación Galáctica dictó una sentencia de alcances terribles. A través de largos pasillos, que recorrían en un pequeño y veloz vehículo, Corso, cambiado ya el viejo traje espacial por su uniforme de convicto, reasumía su confinamiento perpetuo, en lo más profundo de la urbe subterránea. Lo mismo que el resto de los seres humanos, ya no podría volver a contemplar las estrellas verdaderas, porque se les había exiliado de la superficie planetaria, confinándoles al subsuelo. Su castigo, el castigo de una especie, era vivir, indefinidamente, una vida de años-sombra. ¡Por un solo minuto de amor! —Como aquellas antiguas letras de tango —murmuró el preso, al cerrarse la puerta de la celda a sus espaldas—. ¡Qué lástima no haber nacido poeta!

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Mar%C3%ADa_Federici

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a reina Violeta era la segunda esposa del rey Gilbrando. Caprichosa, ambiciosa y hambrienta por atención, creyó que por fin obtendría lo que tanto anhelaba con aquel matrimonio, pero pronto se dio cuenta de que no sería tan sencillo como esperaba. Sus excesos le ganaron el desaire del

pueblo y vio en cambio cómo con el tiempo crecía la popularidad de su hijastra, la etérea princesa Delfina, lo cual acabó por despertar sus celos. Intentaba por todos los medios ganarse el cariño de los plebeyos, como ella insensatamente les llamaba, pero sus escandalosos métodos caían en intentos desesperados a los ojos de la población. Cansada de su situación, decidió dedicarse por completo a su pequeña hija, pensando, quizás, que a través de ella cumpliría sus anhelos de estimación. Pero para su desgracia, esta no poseía el carisma de la princesa Delfina; incluso llegó a sus oídos los rumores de que era llamada “la princesa marchita”. Esto fue el detonador. No iba a permitir que su hija fuera opacada de esa forma; tenía sangre real y el mismo derecho a la admiración del pueblo. Con mente calculadora, comenzó las maquinaciones para revertir todas las opiniones a favor de su pequeña. Esperó pacientemente por lo que le pareció demasiado tiempo, aguantó las muestras de devoción del pueblo hacia su hijastra, hasta que por fin una noche recibió el artefacto que había mandado a buscar. Un pequeño peine de marfil decorado con exquisitos diamantes. Con renovado entusiasmo, acudió a la habitación de su hijastra y se lo obsequió, como “ofrenda de paz”. La cándida princesa sonrió agradecida y la reina decidió dejarla sola con su regalo para que pudiera “disfrutarlo”. Esperó en la biblioteca, impaciente, atenta al menor ruido, algo que le anunciara que su plan había dado resultado. Hasta que finalmente, pasadas las doce, se escuchó un grito brutal. La reina esbozó una sonrisa conspiradora y volvió rápidamente a la habitación de la princesa para ver los frutos de su cosecha. Ahí estaba Delfina, radiante como siempre a pesar de su expresión de horror en estado puro. Tenía la mirada fija en la cama, donde la pequeña princesa marchita yacía con medio cráneo expuesto. El mítico peine borrador había cumplido la función para la que había sido creado.

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MARÍA DOMÍNGUEZ

México

Red social: https://twitter.com/MarianneBossu

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oda la vida soñando con ocupar un cargo y, para mi desgracia, ¡va y se cumple el sueño! ¡Menos mal que ya me queda poco! «¿Y de qué puesto se trata?». De presidente. «¡Andá: secretaria buenorra, coche oficial, viajes pagados, comisiones ilegales…!».

¡No, no: presidente, pero no de esos! ¡Qué más quisiera! ¡Aquí íbamos a estar la

secretaria maciza y yo! Soy presidente, sí, ¡pero de mi comunidad de vecinos! ¡Más que un cargo, es una carga! ¡Y de las pesadas! Pero qué remedio… Antes o después tenía que tocarme. Llegó diciembre, se convocó la oportuna reunión, se aprobó el estado de cuentas, se nombró al siguiente pring, digo presidente7, o sea, a mí, y ¡hala: año nuevo, marronazo nuevo! ¡Qué complicado es esto de presidir! ¡Y presidir, además, a cambio de ná! O mejor dicho: ¡de ná bueno! Al contrario: pierdes parte de tu tiempo; coges unos rebotes, que dices «¡¿y pa qué?!»; te creas enemigos innecesarios… A los dirigentes políticos, empresariales o de lo que sea, también les dan caña, vale, ¡pero tienen sus privilegios! Y siendo presidente de una comunidad de vecinos solo te llevas… lo que se escapa, si no te apartas. Para empezar, yo creo que para ejercer el cargo debería ser requisito indispensable tener la licenciatura de psicología. ¿Por qué? Porque, como suele decirse, cada vecino es de su padre y de su madre, y si no conoces la mente humana, es imposible entenderlos y contentarlos a todos: ¡Yo quiero esto! ¡Yo lo otro! ¡¿Tú qué vas a querer, con esa cara?! ¡Lo que me dé la gana! ¡A qué te parto la tuya! ¡Tú a mí, de qué?! Señores, por favor… ¡¿Y a ti quién ta preguntao?! ¡Presidente, que eres un presidente! Yo de psicología sé lo mismo que de mecánica cuántica. ¡Ni flowers! Pero aún así, he llegado a distinguir varias categorías de vecinos. A ver si les suena alguno: El abogao. ¡Conoce la ley de propiedad horizontal como si la hubiera parido! Un notario no desenfundaría antes que él en un duelo de artículos. De hecho, suelen No hubo juramento ni entrega de cartera. Solo un aliviado «¡Ya era hora: tó pa ti!» de mi predecesor antes de endosarme libros de registro, llaves y talonarios. 7

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llamarlo del Congreso para consultarle posibles reformas. El enterao: ¡Es como el abogao, pero sin tener ni idea! «Sí, hay una ordenanza del ayuntamiento que dice algo así. No, espera… Ahora que me acuerdo, es una directiva europea dictada por la diputación autonómica pero con la abstención de Icona. Pero no me hagáis mucho caso…». El ausente. Es el fantasma del «castillo»: ¡Todo el mundo sabe que existe, pero nadie lo ha visto! Una leyenda urbana dice que alguien, una vez, lo vio saliendo del garaje. El sincero. Dice las cosas muy claritas y le importa una mierda que nadie lo salude. A la hora de subir en el ascensor, todos dejan que suba solo. Si el ausente fuera un fantasma de verdad, ¡no tendría cojones de aparecérsele! El hipócrita. Te da la razón en las reuniones y luego, en el rellano, te pone a parir con la luz apagada. El conformista. Su lema de vida es «¡Don´t worry, be happy!» 8. La vida es demasiado corta para malgastarla discutiendo algo que después, decidan lo que decidan, se van a pasar por… El emprendedor. Suele tratarse, supongo, de un arquitecto frustrado. Porque, si por él fuera, remodelaba toda la fachada del edificio, ponía otro ascensor, construía una piscina en la azotea, en plan ático neoyorquino, y abría un túnel desde el garaje hasta el metro. El tenor. Grita en lugar de hablar. A todas horas. Vive en el entresuelo y lo oyen desde el quinto. Al mediodía, y para evitar que lo echemos de menos mientras come, enchufa la tele a todo trapo. Cuando se mosquea, su voz preferida es: «¡Chillo lo que me da la gana, que pa eso estoy en mi casa!». El telediario. Lo sabe todo de todo el mundo: árboles genealógicos, infidelidades, estados financieros, antecedentes penales… ¡Todo! Sustituye a la antigua figura del/la portero/a. Al abogao lo consulta el Congreso y a este lo consulta el Instituto Nacional de Estadística. Los niños cabrones. En todas las comunidades hay unos cuantos: pintan las paredes, vacían los extintores, arañan las puertas… Yo estoy deseando pillar a uno en el hueco de la escalera. Sin testigos. La loca (de) los gatos. Como su propio nombre indica, está como una cabra y

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No te preocupes, sé feliz.

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tiene gatos. Treinta y dos. A veces da más miedo, incluso, que el sincero. Que ya es decir. Te cruzas con ella9 en la escalera y pasa de largo. Por supuesto, tú la vigilas de reojillo. Se detiene dos metros más allá y se vuelve. Despacio, muy despacio… Te mira y… ¡empieza a reírse, siniestra!. «¡JAJAJAJA!». Y tú bajas los escalones de tres en tres. El moroso o político. Puede ser cualquiera de los anteriores. Excepto los niños cabrones, claro. Sonríe mucho, promete pagar y luego se caga en lo prometido. Y no porque no tenga dinero, sino porque, quieras que no, los recibos de comunidad no se disfrutan tanto como unas vacaciones en Canarias. Los demás. Seres anónimos («¡Buenos días! ¡Buenas tardes!») a quienes solo pareces conocer en las reuniones. Tropiezas con ellos en cualquier otro momento y/o lugar, y eres tú el que se hace la loca los gatos: Disimula, Manolo, que por ahí viene la del tercero izquierda… ¡Pos ya se irá! A mí qué me importa… ¡¿Se dan cuenta?! ¡Habría que ser psicólogo y de los buenos! De esos que tienen un montón de másteres, idiomas, mecanografía y no sé cuántas cosas más… Como es lógico, tal diversidad de caracteres da lugar a cada escenita… La típica del ascensor, por ejemplo: Parece que va a llover… Aquí dentro, lo dudo. No, digo en la calle. Ah… Suena un ruido sospechoso, ya me entienden, y todos nos miramos, muy serios, también de reojo10. ¡Ejem, ejem! Sí, tose que eso disipa el olor. ¿Cómo dice? Nada. Que va a llover… Sí, eso me huelo. De momento, ya ha empezado a tronar. Aunque el «convento» se rige, o debería regirse, por la voluntad de la mayoría 11,

Enfrascada en una interesante conversación consigo misma. Con loca gatófila, o sin ella, las miradas « precavidas» son tan necesarias en las comunidades de vecinos como en cualquier otro ámbito: un psicópata con chanclas y batín sigue siendo un psicópata. 11 Casi nunca es así. Como en la serie V, una pequeña resistencia, capitaneada por uno o varios líderes, suele combatir en la sombra la tiranía de las lenguas bífidas. 9

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hay dos vecinos capaces de hacer que esa voluntad, y cualquier otra, huyan al galope: son el sincero y la loca los gatos. Tendrían que ver una de nuestras reuniones de vecinos: en una punta, el primero; en la otra, la segunda. Y en medio, yo incluido, todos los demás, acojonaos: Pido que nos asomemos al patio de luces con más cuidado: últimamente, a alguien se le están cayendo demasiadas cosas… ¡No se le caen: las tira! ¡Y no es alguien: es la guarra del sexto derecha! «¡JAJAJAJA!». Propongo que cambiemos el espejo del vestíbulo por otro más grande. ¡Sí, pa verte tú: cómo eres tan guapo! «¡JAJAJAJA!». Limpieza general de la portería. El espíritu viene a ser el mismo, pero con más movimiento. Machistas todos, acostumbran a hacerla las mujeres, y parece una persecución de Benny Hill: la loca de los gatos friega a su bola y todas las demás, para evitarla, friegan y huyen al mismo tiempo. En veinte minutos quitan la misma mierda que tardarían dos horas en quitar si no estuviera aquella: ¡Arreglao! Pá… pásame los tran… tranquilizantes... El sincero también ayuda a ahorrar tiempo. Sin ir más lejos, hace unas semanas, y gracias a él, solucionamos un problema que otros habrían sufrido durante meses, si no años: los okupas. ¡Qué hay que tener mala suerte, ser gilipollas, o las dos cosas, para meterse en nuestra comunidad! Y, encima, para su desgracia… ¿Adivinan qué puerta forzaron? ¡Esa! ¡No veas el desalojo que montó el sincero! Ni policía, ni orden judicial, ni ná de ná… ¡Dos guantazos por banda y a tomar viento en popa a toda vela! ¡Con trastos y tó! Ahora, los okupas, antes de pasar por nuestra puerta, se asoman desde la esquina. Para ver si hay sinceros en la costa. Por cierto, una pregunta: ¿A qué categoría de vecino pertenecen ustedes: a la del enterao, a la del hipócrita, a la de los niños cabrones…? Por ejemplo, señora: ¿le gustan los gatos?

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España

Blog: https://la-estanteria-2.webnode.es

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arece que va a llover, dijo Ofelia, la hija mayor. Ernestina ignoró el pronóstico, no le importaba. Se levantaría muy temprano, de madrugada, e iría al cementerio a recuperar a Jacinto. El duelo le había quitado el sueño, el apetito, las ganas de vivir.

Tres días habían pasado desde la muerte de su marido, situación que rechazó

desde el mismo instante de producida la misma. Para ella, Jacinto estaba inconsciente; gritó, clamó para que la escucharan pero el cura rezó el responso e inmediatamente clavaron la tapa del ataúd. Desde entonces, cada vez que lograba dormir, se le aparecía el Jacinto pidiéndole ayuda, asegurándole que estaba vivo. Esa noche lo decidió, mañana temprano iría a su rescate, no habría lluvia ni tormenta que modificaran su decisión. Así, Ernestina esperó a que el último habitante de la casa se durmiera, se vistió, en silencio, se fue al cuartucho donde Jacinto guardaba las herramientas y seleccionó las que necesitaba para abrir el cajón. Efectivamente, el vaticinio de Ofelia se había hecho realidad, el chaparrón arreciaba acompañado de truenos y relámpagos. Ernestina se calzó las botas de goma, se puso el impermeable con capucha, tomó la linterna, las herramientas y un gran paraguas para cobijar a su marido y partió. Ninguna tormenta la iba a asustar, el Jacinto no podía esperar más, ya le quedaría muy poco oxígeno. El camposanto quedaba a las afueras del pueblo y permanecía con la puerta de hierro abierta pues el herrumbre había carcomido las bisagras y no podían girar. Para qué las iban a arreglar, quién se escaparía. Pero Ernestina estaba dispuesta a echar por tierra esa creencia. Ese no era lugar para su Jacinto y hoy lo liberaría. Los relámpagos no la atemorizaban, por el contrario contribuían a alumbrarle el camino. Tras chapotear entre las lápidas, llegó al panteón familiar, buscó la llave en su bolsillo y con precisión logró destrabar la cerradura. Mientras lo hacía sintió golpes que venían desde el interior. —Ya estoy aquí Jacinto, aguarda, ten paciencia. Intentó meter el formón en el féretro una y otra vez pero no era tan fácil, estaba muy ajustado. —No te preocupes Jaci, ya falta menos. 133


El aire del panteón estaba viciado y Ernestina debió salir en varias oportunidades a respirar, le faltaba el aire. En una de las salidas, a la vez que estalló un trueno, un grito agudo salió desde la bóveda. —Voy hombre, no te impacientes, estoy sola para esta faena y es más difícil de lo que pensaba. Después de una hora de transpirar esfuerzo logró levantar la tapa. Ahí estaba el Jacinto, dormidito como la había visto la última vez. —Levántate, traje un paraguas para cobijarte de la lluvia, anda, vamos que no tenemos mucho tiempo, ya está clareando. Infructuosos fueron los esfuerzos de Ernestina para levantar al muerto. La rigidez de este le dejaba poco margen para moverlo. Le gritó, lloró, lo zamarreó pero todo fue en vano. Agotada y con su mente extraviada decidió regresar a su casa para pedir auxilio a sus hijos. Comprendió que para ella sola era una tarea imposible. Le dio un beso en la frente y le prometió volver en veinticuatro horas. —Aguanta amor, pronto volveremos a estar juntos. Mientras trataba de encontrar la salida oía los gritos del Jacinto que le pedía que regresara. La lluvia resbalaba por su cara y se mezclaba con sus lágrimas. A media mañana, ante la ausencia de ella en la cocina, Ofelia fue al dormitorio de su madre y con horror la encontró, empapada sobre la cama, muerta. Cuando la llevaron al cementerio, causó conmoción ver el féretro de Jacinto abierto. Muchas fueron las conjeturas pero nadie supo encontrar una explicación lógica. Días después, los tejedores de leyendas decían que Ernestina había hecho un pacto con Jacinto de que dormirían juntos a partir de la noche en que arreciara un fuerte aguacero.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com/

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E

n sueños llegué hasta el Templo del Tiempo. No me atreví a entrar y me quedé contemplando el enorme reloj de arena que marca el ritmo de las eras. Entonces me sentí observada… con el rabillo del ojo distinguí a un hombre que me miraba semioculto detrás del obelisco de piedra negra

que tiene grabados los nombres de los dioses que son, serán y han sido. El hombre llevaba una capa de cuero curtido, era alto y fornido, de piel morena y penetrantes ojos negros… lo reconocí: Era el legendario guerrero Damball. Estaba cumpliendo su deber de hacer guardia en el Templo. Me saludó y ofreció contarme la historia de su vida pasada: Era un mundo inhóspito, tres soles relucían en su cielo, la tierra era pobre para sembrar por la escasez de agua pero rica en minerales y gemas. En aquella vida yo era un guerrero seminómada. Una vez estaba atravesando el desierto con otros guerreros de mi clan hacia la ciudad en donde intercambiábamos los metales y piedras preciosas que extraíamos de las minas por comida y otras provisiones. Era un camino muy peligroso porque había gusanos de arena gigantes, escorpiones enormes y otros bichos, además de muchos ladrones de camino. Encontramos los restos de una caravana que había sido asaltada, nos acercamos para ayudar pero todos estaban muertos. Uno de ellos se movió y me agarró del tobillo, era un hombre de cabello rubio con cierto aire vikingo, uno de esos extranjeros que llegaba a nuestro mundo cruzando el portal de las tres lunas buscando riquezas. Me dijo que su esposa había logrado huir a caballo, que la buscáramos, que estaba embarazada… y luego murió. Obviamente una mujer de aquella raza embarazada no sobreviviría sola ni un día en el desierto y convencí a mis compañeros para que la buscáramos. Seguimos las huellas. Un poco más allá encontramos al caballo muerto y seguimos el rastro hasta que encontramos a la mujer bajo la sombra de un arco de piedra. Los ladrones la habían alcanzado y la habían violado dejándola abandonada para que muriera bajo el sol abrasador pero ella pudo arrastrarse hasta la sombra. La auxiliamos pero no pudimos evitar que perdiera su bebé. Ella era la mujer más bella que hube conocido, con la piel tan blanca como la leche fresca, el cabello rubio dorado como hilos de oro y ojos más azules que zafiros. Su esposo había muerto, se había quedado sola… así que pensé en hacerla mía. Para ganármela esperé a que cayera la noche, busqué a los ladrones que la habían violado y los maté, al día siguiente puse las cabezas a sus pies. La llevé a la ciudad en donde terminó de recuperarse. Después, al campamento y la tomé como esposa. Los dos primeros años que vivimos juntos fueron tranquilos aunque ella no quedaba preñada. La curandera del clan nos dijo que su matriz había quedado dañada cuando perdió al bebé pero yo no la dejé de amar ni tomé otra mujer. 136


Después llegó la guerra. Los hombres mecánicos se adueñaron de las minas, nosotros éramos guerreros sin miedo pero no pudimos contra sus armas letales que escupían fuego. Los pocos que sobrevivimos huimos al desierto. Ella, a pesar de su delicada apariencia, demostró ser más fuerte que las mujeres de nuestro clan. En nuestro éxodo vagamos hasta que se nos acabaron las provisiones… entonces ella nos guió hasta una ciudad abandonada “que vio en sueños” y que resultó ser la sagrada ciudad perdida de Umballa. Fue ella quien despertó al Dios Serpiente de su tumba milenaria y el Dios le devolvió la fecundidad a su vientre. Tuvimos muchas hijas a las que llamamos las Serpientes de Arena por haber nacido gracias al Dios Serpiente… ellas se convirtieron en las heroínas de nuestro pueblo. Le agradecí por haberme contado sus memorias y desperté.

LILIANA CELESTE FLORES VEGA

Perú

Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook: https://www.facebook.com/lilethoficial

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L

a arcilla ya endurecida sobre la que erigía su obra, resistía imperturbable a la indómita frustración de Jorge, un creador de arte underground que vivía retirado en un triste chamizo en mitad de la nada, huyendo de la fama que se granjeó como “artista de culto”.

Su polvoriento hogar, era rodeado por una infranqueable y seca llanura en la que

toda forma de vida había renunciado a, siquiera, intentar cumplir la máxima de que “la vida, siempre se abre camino”. Aún en el caso de que esta hubiera podido hacerlo, el abrasador futuro que le depararía aquel lugar, le habría hecho preferir la no existencia a una terrible y agónica muerte tras una, aún más penosa, vida. Y en medio de aquel lugar perdido, desolado e inescrutable, Jorge, intentaba crear arte y belleza. Jorge, intentaba alimentar su creatividad e ingenio de enfant terrible, con la marihuana, el bourbon y el tequila de los que regularmente se proveía en la cercana ciudad de Tijuana. La comida había dejado de ser primordial para él puesto que no le proporcionaba el analgésico efecto que el alcohol, los opiáceos y en ocasiones el peyote, sí le facilitaban. Algo de carne seca, chile y judías era el único alimento que le permitían mantenerse en pie sin caer de inanición. Sus manos cuarteadas y manchadas de barro daban forma a su última creación. La obra en la que había trabajado durante los últimos meses de ese retiro voluntario. Tanta belleza contenida en un puñado de barro. Tanto talento desperdiciado. Tanto dolor y tormento contenidos en un único ser humano… Al fin, bañado por la luz de la inmaculada luna que en lo alto del cielo parecía contemplar su agónica existencia, estimó finalizada su obra, su ópera prima. Aquella que le devolvería a la humanidad a la que había renunciado. El pequeño generador que le proporcionaba la poca energía eléctrica que necesitaba, abastecía a la desvencijada y oxidada nevera de la que sacó la lata de cerveza con la que empapó su obra, con la arcilla aún blanda y reciente. Después, bebió un largo trago dejando en el fondo de la lata algo de cerveza. Sacó un gran bote de cristal de la nevera y tras abrirlo, vació el resto del contenido de la lata en él. Esto también es mérito tuyo. Disfrútalo wey… dijo mientras miraba aquellos dos ojos que le contemplaban desde el fondo del vítreo recipiente…

ÁNGEL MANUEL SANTAMARÍA ORTIZ

España

Twitter: @Manel_SaO Facebook: https://www.facebook.com/angelmanuel.santamariaortiz Enlace a novela: mybook.to/WATCHsaga 139


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LEGIÓN

D

espués de la batalla, el último hombre en pie, ahora sin secretos, desplegó sus alas ominosas. Justo cuando se preparaba para alzar vuelo, de entre sus plumas, empezaron a emerger minúsculos hombres que entonaban cantos lastimeros. De repente, uno de ellos

gritó: ¡Las plumas, señor! El hombre recogió una espada y, enardecido, estiró sus brazos, y se cortó las alas. A lo lejos, mientras caminaba parsimonioso, el hombre se transformaba en una multitud que cargaba a Dios y desaparecía por las grietas del sol.

MUÑECA RUSA

A

l ordenar los juguetes de mi infancia, encontré la muñeca que tanto terror me causaba. En sus ojos espejados miré mi rostro encogido. Justo detrás de él, apareció una pequeña silueta. Temerosa quise saber quién era. Descubrí que una mujer estremecida, de rostro enjuto, se asomaba

para perderse en el resplandor de mis ojos.

JONATHAN ALEXANDER ESPAÑA ERASO Colombia

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L

Para Ann legas cansada a casa. Tu mamá y tu papá están en la sala viendo televisión. Los saludas y les dices que todo va cool. Subes a tu habitación, avientas tu mochila a la cama y luego te acuestas. Suspiras y te quedas mirando al techo por un rato. No puedes dejar de pensar en el trato que desde hace unas

semanas te da tu jefe. Delineaste mal una mica de los lentes que estabas armando y él con amabilidad te dijo que no pasaba nada. Cada mañana te pregunta, con una sonrisa, cómo te sientes. Juguetea contigo, e incluso no te regañó cuando en dos ocasiones llegaste tarde y te dejó salir más temprano que a las demás. ¿Era extraño? ¿No? ¿Qué dices? Te levantas ansiosa. Sales al patio de tu casa. Enciendes un cigarro. Fumas… fumas… fumas. Tiras la colilla del cigarro. Suspiras. ¿Será que le gusto?, te preguntas emocionada. Él no me es tan indiferente, afirmas en tu mente. Vuelves a tu habitación. Enciendes tu computadora, para poner música antes de bañarte y ordenar tus cosas para el día siguiente. Quieres verte bonita para él. Suena tu teléfono celular. Una notificación. Es un mensaje de Dean. “Mañana cuando te mires al espejo dite una palabra bonita, por ejemplo: hermosa. Que tu sueño sea reparador. Descansa. Buenas noches”. No respondes. Entras al baño. Oyes que suena I miss you, de The Rolling Stones, la canción que le recomendaste a tu jefe cuando le contaste que querías ser cineasta. Te acaricias el cuerpo bajo las cálidas gotas del agua de la regadera. Sales, te cambias y decides no pensar más. Te envuelves en las cobijas. Cierras tus ojos. A las cinco treinta de la mañana suena otra vez tu teléfono celular: es Dean de nuevo. “Que tengas un bonito día”. No vuelves a responder, lo único que te interesa es apurarte para llegar temprano al trabajo y ver a tu jefe, estás dispuesta a confesarle lo que sientes. A la hora de la comida te acercas temblando a él y lo invitas a sentarse contigo, lejos de todas las demás. Inician una plática trivial sobre música. No puedes ocultar tu inquietud: picoteas con el tenedor la comida, bebes a sorbitos el agua, y él ni siquiera se da cuenta. No puedes esperar más y le dices que te gusta porque te identificas mucho con él, además de que admiras su capacidad de liderazgo y las atenciones con las demás. Él sonríe, levanta las cejas, ladea su cabeza y se carcajea. Aprietas el tenedor y lo miras 143


directo a los ojos. Él se desparrama en la silla y te dice: “Confundir amabilidad con aprecio, atención con interés y afecto con amor, nos deja heridos”. Te quedas callada, él se levanta de la silla y se va indiferente a su oficina. Sin importar las miradas de las demás tiras la silla, vas por tus cosas y regresas a casa. Azotas la puerta. Tu mamá, que está en el patio tendiendo la ropa, te pregunta qué tienes, no respondes. Entras a la sala, tu papá nota tu enojo y tristeza, te pregunta lo mismo, tampoco le respondes. Apresurada subes a tu habitación, te avientas a la cama y lloras. Después de un rato recibes otro mensaje de Dean. “Siempre que te sientas perdida recuerda lo importante: tu nombre. Y mira hacia dónde va el viento: al mañana”. No respondes. Cierras tus redes sociales. Y escribes. Dean: Sinceramente no pensaba en volver a hablarte. Pero bueno me han pasado cosas interesantes que me han puesto en perspectiva muchas cosas. Ahora que se acerca el fin de año, me atrevo a entrar en lo cliché y a asumir que estas épocas son para perdonar y dejar cosas atrás. Es el primer año que haré esto, de verdad haré un intento de empezar de nuevo. Me gustaría decirte que fue por decisión propia, pero fue más por motivo de las circunstancias que me han hecho ver que el amor se ha ido desgastando, tanto que ahora parece un riesgo. En estos tiempos todo parece importar mucho pero a la vez tan poco. Solo nos queda vivir un día a la vez. Me da tristeza el conformismo, las mentiras y ver que nos lastimamos unos a otros a propósito, pero ahora entiendo que es nuestra naturaleza. Todo debemos ser luz y oscuridad. Pero siendo sincera, la oscuridad de la humanidad me asusta y a la vez me excita, me llama y ahora la entiendo. He tenido que dejar mis pensamientos de niña y ver el mundo de una manera más fría. Antes solía juzgar a las personas por cómo eran, pero ahora entiendo que todos tenemos un porqué y lo respeto. Me duele admitir que tengo miedo de convertirme en uno de ellos, sabes a lo que me refiero. Tengo miedo de usar lo que me ha pasado como excusa para justificar mis malas acciones. Me considero alguien de buen corazón, pero estoy tentada por un mundo enfermo, ruin, pasional y loco. Tú mejor que nadie sabes que lo sublime no está precisamente en las cosas “buenas”, también lo está en la oscuridad. Me llegaste a conocer muchísimo, y eso me asustaba porque incluso sabías más de mí que yo. Supongo que por eso a veces huía de ti. Ahora me arrepiento un poco del trato que te di, fue injusto y nunca lo mereciste. Sé que fui cruel y grosera, cuando no tenía por qué. El hecho de que te esté escribiendo esto es porque empezaré a 144


valorar y dar gracias a aquellos que siempre han estado a mi lado, y tú siempre lo estuviste: siempre amándome y escuchándome, haciendo cosas por y para mí. Sabes de mis múltiples personalidades. Gracias por haberme dado tu corazón, lo mejor de ti, en serio. Gracias por entregarte aun sabiendo mi sentir, y te pido una gran disculpa por el daño que te haya causado, por no poder corresponderte aunque me hubiera gustado. Tú y yo no somos como los otros, nos tocó ser de los que aman, de los que ven belleza donde nadie más la ve, y escuchar y sentir donde casi nadie llega. Te ganaste un lugar especial en mi vida y corazón, créeme. Te pido que me des mi libertad por el cariño de todos estos años, no quiero saber nada de ti y, te aseguro, que esto es lo último que sabrás de mí. Quiero que tengas presente que todo está bien entre nosotros. Te recordaré. Fuiste más que un amigo, fuiste mi Dean. Te deseo lo mejor que este triste mundo puede ofrecerte. Cuídate mucho, eres un gran poeta, lo digo con sinceridad, aunque tardé en darme cuenta. Espero que los demás no tarden tanto como yo. No dejes tus sueños. Miras a tu jefe con ojos de gato hambriento, él no te hace caso. Un día menos, total, piensas. Al llegar a casa saludas tranquila a tu mamá y a tu papá. Suena tu teléfono celular. Tienes un mensaje de Dean. Alex: Quédate con tu libertad, tu tiempo, tu espacio y tu amor, y compártelos con las personas que te motiven a crecer y seguir adelante, a pesar de la ingratitud cotidiana. Valorarse a uno mismo es el primer paso para evitar caer en fantasías dañinas, y en mendigar afuera el tesoro interior: la luz que nos salva de nuestra oscuridad. Uno cambia por sí mismo, aunque nunca estamos solos, es inevitable, para evolucionar como un pokémon. La gente que te incita a faltar a los principios y tus valores oxidan el alma, por eso es sano tomarlas como ejemplo de lo que no hacer. Al imitarlas te pierdes y hieres, y desperdicias, la vida, atesorable regalo, en búsqueda de placeres banales y tóxicos. Por eso ámate y piensa, cuando todo vaya mal, lo que dijo un duende: “Siempre que te sientas perdida recuerda lo importante: tu nombre. Y mira hacia dónde va el viento: al mañana”. El conformismo, las mentiras, las discordias, la codicia, el desprecio, y los venenos que hay en el corazón; deben impulsar al noble, como el tuyo, a crear algo distinto. Lo sublime de la oscuridad radica en devolverle lo hermoso a lo bello, la esperanza, la luz. Ten en mente a quienes amas, ¿te gustaría dejarles algo maravilloso? ¿Te agrada verte decaída y que te vean así? Si bien no tenemos el control de todo, dependemos de las circunstancias y el contexto, nosotros decidimos cómo actuar. Me gustaría que te quedaras y que le diéramos una oportunidad al vínculo que con los años formamos; pero respeto tu decisión. Eres una de las personas más valiosas que he conocido, ya que me 145


has hecho crecer y soñar de nuevo. No me gusta tirar todo a la basura, conservo las cosas buenas, de las malas aprendí a no volver a hacerlas. Me quedo con las llamadas, tus ocurrencias, tus sorpresivos detalles (canciones e imágenes), tu esfuerzo por levantarte a diario y crecer, tus breves terapias, tu realismo y objetividad. Confío en ti y en tu capacidad de continuar andando. Tu fuerza, creatividad e inteligencia son admirables. De verte como un ideal pase a mirarte como a una persona. Me disculpo por haber sido presuntuoso, apresurado, sordo, idiota y si en algún momento te hice sentir apresada. También por haber olvidado que: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.” 1 Corintios 13:4-7. Recordaré tus recomendaciones y nuestras charlas sobre pelis y series, igual tus dieciséis personalidades (faltó una, tendré que inventarla). No me despido porque siempre tendrás el lugar más especial en el altar de mi pecho. Te amo real, no imaginario ni simbólico. Tu Dean. P.D. Siempre serás bien recibida en mí alma. Vuelve, si algún día así lo quieres. Todavía no es muy tarde. Oyes la última canción que te dedicó Dean: I'll be your home, de Rin Oikawa. ¿Volverás? ¿Volverás?

DANTE VÁZQUEZ MALDONADO

México

Blog: https://dantevazquez.wordpress.com/

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A David Morrell

N

os conocen como los allanadores. Somos exploradores de edificios abandonados. No hay nada ilegal en lo que hacemos, pero sí existe una enorme dosis de sagacidad. Hay quienes incluso lo consideran un deporte, una afición fuera de lo

normal, que quiebra lo establecido y hace la vida interesante. Hemos recibido una gran noticia: se ha suspendido la demolición de un lugar que alguna vez fuera un hotel de lujo. Eso significa que podemos visitarlo una de estas noches. Es así que nos documentamos sobre las ruinas, encontramos los planos, nos preparamos, cogemos nuestros implementos, que incluyen herramientas para escalar y, a eso de la medianoche, nos embarcamos en la aventura. Somos tres: Mario, Juana y yo. Tenemos que empezar desde abajo, luego subiremos poco a poco. De seguro encontraremos algunas cosas que no tengan mucho valor para otros, pero que sí serán de interés para nosotros. Con facilidad burlamos la poca seguridad de las afueras del edificio. Iniciamos de este modo el recorrido. Nos alumbramos con linternas. Ninguna novedad, excepto una rata albina que nos asusta cuando salta delante de nuestra ubicación y está presente un poco de humedad que quizá haga mella en nuestro sistema respiratorio mañana por la mañana. Es fascinante lo que hallamos en este lugar. En definitiva, era un hotel muy exclusivo, todavía están algunas pinturas, de hechura excelente, adornando las paredes. Las cogemos todas, son tesoros para nosotros, trofeos que no valen para nadie más, sobre todo cuando sabemos que demolerán este sitio en unos días. Hay habitaciones que aún tienen las camas, los roperos y las mesas de noche. Esta travesía está resultando excelente. Cada vez estamos subiendo de nivel en busca de cosas novedosas. No contábamos con que no estaríamos solos. Juana y Mario son atacados por un hombre y una mujer, y desaparecen entre las tinieblas. Un tercer sujeto se para frente a mí y me dice: «No esperábamos recibir visitas, sobre todo cuando ya estábamos a punto de irnos de aquí». El tipo abre la boca y me muestra sus colmillos. 148


«¿Quién eres?», le digo aterrado. «Somos allanadores», responde y me golpea. Me atará y me guardará para la noche siguiente. Ellos han llegado antes que nosotros. Solo beben sangre y viven entre las sombras que profanan. Son allanadores, como nosotros, aunque de una especie más allá de lo insondable.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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