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EL NARRATORIO
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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6
NRO 61 — MARZO 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:
Renate Mörder Imágenes:
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ÍNDICE IN FRAGANTI
MARINA GÓMEZ ALAIs 7
LOS NO DESPERTARES TIRO DE MUERTE
ADÁN ECHEVERRÍa 12
DARYL ORTEGA GONZÁLEz 22
EL OTOÑO EN QUE BUSCAMOS A UN VIKINGO MÓNICA ALTOMARi 25 CAPRICHO DE ALCES ANTONELLA CORALLO BAo 32 IXMALIXTLI
VICTOR H. ORDUÑA “SHAMIR” 37
HISTORIA DE AUKÁN, QUILLÉN Y LA MOZA BONITA DANIEL FRINi 41 BLANCO + NEGRO = GRIS
CARLOS THOMAs 45
LEVÁNTATE, ES HORA DE PARTIR LUCAS VILLAGRÁ ORDOZGOITI 48 NADIE ESTÁ AFUERA
HACHEN ROBLES 54
CIRCO ÁLVARO MORALES 57 EL TERCER JINETE J.R.SPINOZA 60 EL BARRANCO OSVALDO VILLALBA 67 EL HERMANO JOSÉ LUIS CUBILLO 71 ÚLTIMO ACTO GUSTAVO VIGNERA 76 LAS CAÑAS ANNE KELLY
YOLANDA SA 81 MARCELO MEDONE 84
INÉDITO EN ESPAÑOL CARLOS M.FEDERICI 90 EXPERIENCIA CELESTIAL BASTET
MARISOL GÁMEZ 95
DAMARIS GASSÓN PACHECO 102
CÁMARAS DE AMAR TERRORES NOCTURNOS
PABLO MEREB
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LUCÍA OLIVAN SANTALIESTRA 113
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EL DÍA QUE ANULARON EL MSN
CARLOS ENRIQUE
SALDÍVAR 115 MERHABA VASO DE AGUA
GRACIELA MATRAJT 119 ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA 125
BUSCANDO EN QUÉ CREER
JOSÉ A.GARCÍA 127
UN PINTOR GENIAL LUIS J.GORÓSTEGUI 131 EL ASESINATO DEL CANARIO Y ALGO MÁS
CARLA
MELCHOR 134 DE LAS CHIRIPADAS DE UN MAGO JUAN ROGELIO 138 HABITANTES ADRIANA RODRÍGUEZ 141 SUPLEMENTO TRENES EL CÍRCULO DE CARMEN NINETTE S.aRAVENA 144 lA RUEDA DE PLATA XIXI MOLINARI 147
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-A
gregá estos chocolates y los chicles, por favor. ¿Cuánto es todo? Mil trescientos pesos. Qué locura...
Salió del autoservicio pensando que las góndolas de golosinas delante de las
cajas eran cosa del diablo. Abrió el paquete de chicles, sacó uno, lo desenvolvió, lo metió en la boca, guardó el papelito metalizado en un bolsillo del jean. No soportaba oler su propio aliento atrapado entre el tapaboca y sus fosas nasales. También sabía que siempre se arrepentía, pero el ardor estomacal y el dolor de sienes eran el precio que tenía que pagar por olfatear eucalipto en lugar de olor a encías. La ráfaga fresca subió por la nariz y llegó al mando del cerebro en donde los olores conectan directo con el pasado. Lo transportó a los diez años, entrando al colegio con un retortijón mañanero en la panza, el chicle aplastado en una muela y cantando “Aurora” entre bostezos, parado como un soldadito. Y se acordó del aliento apestoso de la señorita Nilda, que no entendía por qué no lo combatía con chicles, en lugar de prohibirlos. La señorita Nilda era la más vieja de todo el plantel de maestras. Él creía que tenía ochenta años. En la niñez, cuando se calcula la edad de alguien que parece viejo, el primer número exagerado que viene a la mente para representar ancianidad es ochenta. Y esa mujer apenas podría alcanzar los cuarenta y cinco años, con toda la furia. Cuarenta y cinco años y una gingivitis avanzada, como mínimo. El chiste entre los chicos era que se lavaba los dientes con un dentífrico de caca y cuando llegaba el día del maestro, solo se les ocurría proponer para regalarle una consulta con el dentista, un set de cepillos de dientes o un frasco de enjuague bucal. Nada, esas crueldades con tinte de inocencia, típicas de pibes. Pero la señorita Nilda no era mala, solo estaba derrotada: había perdido un poco la paciencia y mucho, la esperanza. Abrazaba la frustración temprana, año tras año, frente a los pupitres, con sueldos de mierda, programas imposibles de llevar a cabo, padres rompe bolas y negadores, pendejos quilomberos y todos las calamidades que acompañan a la comunidad educativa. Pero los chicos solo veían la punta del iceberg en donde confluía toda esa sumatoria de fiascos que la volvían agria, con halitosis y sin sonrisa. Pensó también en los recreos y en las colas frente al quiosquito, en las obleas
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cubiertas con chocolate medio derretido, en las maestras cuchicheando debajo del alero de la galería. De tanto en tanto, los miraban de reojo, pegaban un grito al aire (por las dudas, solían mencionar su nombre porque siempre se estaba mandando alguna cagada) como quien espanta gallinas en el corral y simulaban cuidarlos, mientras se ponían al día con los chismes. Las bolsas de la compra pesaban y el chicle ya no tenía gusto a nada. Hubiera querido conservar aquella impunidad con la que lo pegaba abajo del pupitre cuando ya sabía a caucho y emular a ese niño rebelde que había sido, para dejarlo prendido en cualquier pared, o reflotar la otra opción para deshacerse de la goma insípida, que era escupirla al aire. En ese momento, resurgió en su memoria la anécdota inevitable de cuando la señorita Nilda lo llevó a dirección, prensando su antebrazo con garras de ave carroñera y él pataleando en el aire, todo por escupirle un chicle en el pelo en uno de esos lanzamientos de proyectil pegajoso. Detrás de su escritorio, el profesor Gutiérrez parecía estar esperando algo que le quitara el aburrimiento. Detrás de su bigote. Detrás de su traje acartonado. Detrás de su trinchera de director. La señorita Nilda quedó parada a espaldas del alumno como un ángel guardián, pero que no lo cuidaba si no que lo empujaba al precipicio. Como un ángel de la muerte, el que espera la ejecución babeando. Pero, errando cualquier pronóstico de tormenta eléctrica, todo quedó en una casi amable llovizna de otoño, una leve reprimenda, sin castigo ni consecuencias. Lo sermoneó un rato y lo despachó rápido, con el apuro que tiene alguien ocupado en algo más importante que perder su tiempo en retar a un chico maleducado. Siempre se lo notaba desinteresado por completo en las tareas por las que le pagaban un sueldo, porque para él, todo el alumnado representaba casos perdidos y, lo curioso era que, ninguno superaba los doce años de edad. La señorita Nilda lo mandó para el aula y le avisó que se olvidara de los recreos por un mes. Ella se quedó para hablar unas palabras con el director. A mitad de camino, se dio cuenta de que había dejado el cuaderno de comunicaciones allí dentro. Antes de tener que sufrir nuevos castigos, se curó en salud y volvió. Atolondrado como siempre, entró sin pedir permiso. Algo se movió debajo del escritorio. La señorita Nilda ya no estaba y el profesor Gutiérrez parecía nervioso.
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“¡Señor! ¡Pero cómo va a entrar sin golpear!”, solo atinó a decir el director. Bastó con disculparse rápido y salir corriendo con el cuaderno abajo del brazo. Una vez más, sintió que el hombre tenía urgencia por que un chiquilín molesto no estuviera jodiendo en dirección. Esas cosas casi imperceptibles, que suceden en otro estrato, fuera de alcance para la mente ingenua de un nene, pero que la intuición capta como que algo raro está ocurriendo. Algo prohibido o cochino, como pegar un chicle abajo del pupitre. Cómo sospecharía un chico de nueve años un romance entre dos viejos feos y aburridos. Cómo pensar siquiera en la posibilidad de un beso entre un profesor malhumorado, con bigotes de manubrio de bicicleta y una maestra con el carácter y los dientes podridos. Sin embargo, no solo tenían una relación prohibida e inaudita el profesor Gutiérrez era el marido de la señorita Susana, de tercer grado, la más linda y joven de todas las maestras de la escuela, si no que ya era costumbre entre ellos mantener encuentros furtivos en horas de clase. Cualquier excusa servía para escurrirse en medio del bullicio estudiantil. Mientras buscaba un tacho de basura para deshacerse del chicle gastado, tuvo una iluminación. Aquel microsegundo de movimiento sutil debajo del escritorio de Gutiérrez, esa imagen capturada treinta años atrás, reflotó nítida, en forma de zapato de dama, de tacón huidizo escabullido entre las sombras. La memoria lo había resguardado de todo olvido, porque esperaba una explicación digna y convincente. Y en ese instante todo fue transparencia: la señorita Nilda no por nada era tan afecta a torturarlos con las lecciones orales de lengua. Agazapada debajo de la tabla del señorial escritorio, irrefutable símbolo de la autoridad máxima, templo de la educación y del respeto, de rodillas entre las piernas del director, no pedía perdón ni indulgencia, si no que daba ella cátedra apasionada de lengua. Tres décadas habían pasado de aquel pibe del chicle, tanto que lo veía entre neblinas, con los rasgos desdibujados, flacucho y desprolijo, con esa apariencia ajena de personaje de cine. Todo llegaba medio borroneado al presente, excepto el tacón del zapato de la señorita Nilda. Ese detalle había vuelto sólido, había regresado para irrumpir como el pibito díscolo en la oficina del señor Gutiérrez. Había vuelto para buscar algo abandonado.
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Esa tarde decidió reunirse con su esencia insumisa ya domesticada, con su espíritu caótico tan aplacado, ese dejarse llevar por las ganas de escupirle a la señorita Nilda un chicle en la melena sin medir las consecuencias o las ganas de la señorita Nilda de hacerle al señor Gutiérrez una felación en horario escolar, a riesgo de ser descubiertos in fraganti.
MARINA GÓMEZ ALAIS
Argentina
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E
L PLACER ES BLOQUEADO POR LA CULPA. Tomen dos globos, llénenlos de agua. Cada quien sabrá dejar el tamaño suficiente. Intenten no romperlo. Frótense los testículos y el pene con ellos. Imaginen los senos de una mujer; piensen en alguna
joven que conozcan y les parezca atractiva. —¿Puede ser Norma? —Gritó Fernando y la risa en el salón de clase, no se hizo esperar. —Agarra tus cosas y vete a la dirección... Ya están grandes; aprendan a respetarse—. Nuestra compañera Norma se puso colorada, masticando su rabia. Desde esa mañana en clase de biología la masturbación fue tema recurrente en cada conversación; donde hay dos personas reunidas, parecía decir, ahí estaré; el placer había hablado. Ulises siempre se quedaba solo en casa. Sus hermanos en la calle, los padres trabajando. Una mujer semidesnuda en una peli, le hizo pensar en la clase de biología. Cogió dos globos de la bolsa de dulces que había guardado de la fiesta de una de sus primas, y se metió al baño. Se desnudó y sentó en la pileta. Llenó los globos con agua, No mucho, no mucho, chin, me pasé, están disparejas. Mejor así, medianitas, como las tetas de I… no tan grandes, que se vean duritas. ¿Así se sentirán los senos de verdad? Pensó en el rostro de la niña que le gustaba. Era de primer año y él de segundo. Ella estaba inscrita en el curso de taqui, y a él le encantaba pasearse por los talleres y mirarla presumir. Lo que más le gustaba eran sus piernas. Con la mirada intentaba levantarle la falda rosada de pliegues o bajarle los calcetines blancos hasta los tobillos, ¿comenzaba a picarle el amor? Pensó en la maestra de biología y se dio cuenta de su erección. Juntó los globos sobre su miembro y comenzó a frotar. Esto es una pendejada. Decidió tomar la barra de jabón, mojarla y untársela en los testículos. El frote con sus delgados vellos hacía crecer la espuma; se soltó la regadera encima, se sentía más y más excitado. Dijo el nombre de la chica como una plegaria y cerró los ojos. El rostro de la maestra vino a entrometerse; las sensaciones de las gotas golpeando sus testículos le agradaban. Pensó en las piernas de la maestra bajo el escritorio, imaginó sus tetas de hembra madura y su amarga boca tomándole el miembro mientras se deshacía en súplicas, y en ese instante, endureciendo nalgas y muslos, Ulises terminó. El semen le
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había embarrado el vientre, las manos y los mulsos. Junto a él uno de los globos había estallado, y el niño de secundaria comenzó a llorar. Esa noche tenía que servir en misa como acólito, y se dio cuenta que ya no podría comulgar.
CRECER Hubo una vez una niña que con el paso de los años seguía siendo infantil. Pensó: ¿Qué se sentirá jugar a ser adulta? Y caminó hacia el cuarto de su madre para hablar con ella, y su madre era solo una muñeca, que caminaba con su cuerpo de muñeca, y se subía y bajaba de la cama, una y otra vez, absorta en sus cavilaciones. La niña de nuestra historia la atrapó y se la acercó al rostro. La muñeca se quejó: ¿Cómo te atreves a molestarme, mocosa?, gruñó enojada y fea. La niña le dijo... Ya no puedes molestarme más mamá. Pero la muñeca le mordió los dedos. La niña la soltó y la muñeca cayó sobre la cama. Antes que la niña reaccionara, la muñeca había descendido y se había ocultado debajo del colchón. “Voy a decirle a tu padre y a todos que eres una ingrata. Que no tienes conciencia de las cosas, niña mala”. No lo harás. Papá no es más que otro muñeco igual a ti. Se han convertido en plástico con el paso de los años. Y créelo madre, te voy a encontrar, y te lanzaré al fuego para que termines derretida, junto con todos esos pensamientos que metiste en mi cabeza.
POR UN SUEÑO Desde temprano se había anunciado, ¡las mujeres pelearían en gelatina! El municipio se había encargado de todos los preparativos, la mujer que lograra rendir al mayor número de adversarias se quedaría con el hombre de sus sueños. No importaba lo que las feministas dijeran. Los que apoyaban la equidad de género se sentían confusos. Pero ¿por qué no luchar?, los hombres luchan, ¿pero luchar por un hombre?; en este caso se trata de luchar por el hombre de sus sueños, al menos así lo habían dicho las seis mujeres cuando fueron arrestadas después del escándalo que se había armado por la poligamia de que era acusado el hombre por el que lucharían. Las seis mujeres estaban casadas con él, tenían familia con él, y ellas aceptaron, que luchar en gelatina era la mejor forma de saldar esta cuestión. Los niños miraban divertidos a sus madres. Y ahí estaban en el palco de primera fila, con su orgulloso padre, risueños, comiendo caramelos, pensando que todo se trataba de una broma, de
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una diversión familiar a la que asistían.
CORAZONCITOS DE LENTO APRENDIZAJE Me da risa la gente que dice: Tenía cuarenta años y ella trece, no le dio opción; el maldito la sedujo y la obligó a tener relaciones con él, ella no pudo tener esas ideas en la cabeza. Mi esposa contrató a Julia para que se quedara a cuidar al niño. Esa noche tuvimos la idea estúpida de rescatar el matrimonio. Abrí la puerta y vi a Julia, vestía una blusa blanca que tenía bordadas unas flores azules y llevaba jeans deslavados, calcetas y tenis. No me pareció remotamente interesante. Yo tenía la esperanza de una noche brutalmente sexual con mi esposa, y a tres años del nacimiento de mi hijo, me fascinaba que aún le chorreara leche de las tetas con solo succionarlas. Nada más alejado de la realidad eran mis pensamientos. Carmen terminó de arreglarse, dictó instrucciones a Julia, y me alcanzó en la puerta. Llevaba puesto un vestido blanco que apenas le cubría la mitad de los muslos. Era una hembra poderosa. Le dije que se veía fenomenal, que me encantaba la idea de salir de la monotonía, e intentar olvidarnos de los pleitos que nos iban consumiendo. Ella sonrío distraída y señaló el restaurante a donde quería que fuéramos. Una vez que habíamos escogido lo que íbamos a beber, Carmen pidió al mesero que nos dejara para escoger de la carta. Levantó la vista y me dijo en tono seco: No quiero escenas, por favor, te pedí salir para decirte de frente que esta noche te dejo. Nada pude. Dos horas después yo estaba en casa, bebiendo whisky a pequeños sorbos. Julia explicó que mi mujer le pidió que se quedara durante una semana. Le había adelantado el dinero, en presencia de sus padres. “Me encargaré de todo, señor, no se preocupe, ni siquiera le daré molestias. Siento mucho esta situación”. Fue cuando la descubrí tal cual. Vestía una camiseta larga de algodón a manera de bata de dormir, con un Mickey Mouse estampado que guardaba el equilibrio sobre una tabla de surf. Debajo se veía la sombra de su ropa interior infantil. Le pedí que se sentara un momento, le ofrecí refresco y palomitas hechas en el microondas. Lo demás, no pueden entenderlo. Nos amamos toda la noche, al día siguiente, y durante toda la semana. Y estoy seguro que ella, pegada a mi piel, suplicaba que la amara toda
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la vida; porque la escuché decir: ¿En verdad está pasando, dime que en verdad está pasando? ¿Cómo pueden llamarle a eso violación?
PAISAJE Luego del estruendo, el silencio ocupó el espacio. La nube de polvo tomó su tiempo en diluirse con el tenue viento que siguió a la ráfaga. Si alguien hubiera podido medirlo hubiera contado apenas minutos. La silente amplitud creció hasta cubrir los cuerpos de la familia, empezando con la madre sobre el mantel colocado encima del césped. Un balón de americano permanecía equidistante entre el cuerpo de un hombre adulto y una pareja de niños. Los cuerpos eran rojos, ardientes, despellejados; la blancura de los dientes creció sobre la albura de los globos oculares en los cuatro cuerpos depositados en el césped. El inmóvil paisaje fue roto por el vibrar de élitros de los escarabajos provenientes de la arboleda. El monótono zumbido zigzagueante formó una mancha negra sobre el verde césped, y el luminoso día azul claro parpadeó. Los escarabajos fueron cubriendo los cuerpos: el de la madre subiendo por sus muslos, el del padre caminando su rostro, y el de los niños cubriéndolos por completo. La oscura mancha avanzó hasta introducirse por los orificios y debajo de la deshilachada piel, entre sangre seca. Hurgando las probóscides al unísono, los escarabajos, con ritmo preciso y diligente, primero sorbieron la sangre, y luego pasaron a los colgantes pellejos, la grasa y la carne de los cuerpos. La luz diurna escurrió y apretó la noche. El silencio parpadeaba con las vibraciones de los élitros, con el delicado mascar, tragar y defecar de los escarabajos. La mancha brillante, metálica, había crecido tanto, que pequeñas fracciones de los cuatro cuerpos podían observarse, albas, limpias. Un rubor de rocío cayó sobre los exoesqueletos de los bicharrajos. Aclaraba. La densa niebla que surgió del césped ante la luz solar se condensó. Plenos quedaron, entre el verde césped y la azul mañana, los esqueletos amarillos de una familia unida “hasta el final de los tiempos”. Los escarabajos emprendieron el vuelo en agitantes élitros para esconderse en los árboles del bosque, victoriosos y saciados. Hartos de alimento comenzarían las batallas de la procreación y aumentarían la prole, en espera de que el generoso dios del bosque, les ofrezca algún nuevo cadáver de la humanidad.
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PONLE LA SOTANA AL CURA. Era mayo, la tradición impuesta es llevar flores a la virgen al cumplir los tres. Rodrigo lo sabía, había mamado religión desde la cuna. Como padre de familia, tenía la firme intención de entregar a su hijo esa vivencia. Los días detenidos en el templo, el ser iglesia y estar cada semana en la parroquia viviendo los ideales del evangelio, creyendo a todo pulmón las palabras del sacerdote en turno. Pero Rodrigo nunca imaginó el calvario por venir. Al cumplir su hijo los tres años, lo engalanó con el mejor ropón, cual niño de Atocha, y fue a dar gracias al señor por la alegre vida de su retoño. Se encaminó hacia ese encuentro con el santísimo, pensando en aquel Samuel que fue entregado al templo por su madre; miro que era bueno, y sonrió. Hoy Rodrigo, dos años después, espera en el juzgado la resolución que le permita encerrar al cura de la parroquia. Su hijo no será jamás él mismo niño que había querido crecer en la inocencia. Ese niño que representara la sagrada infancia de Jesús. Su hijo se debate ante la muerte en el hospital con el ano roto. El cura ha dejado la parroquia, ha sido removido en castigo por sus actos, esperando que este destierro, junto al divagar por poblados o ciudades, lo sanen de sus propios pecados. Rodrigo se hunde. Toma la mano de su hijo hospitalizado. El niño despierta y pregunta: ¿Por qué lloras papi? Mira a su hijo y logra escuchar cada una de las gotas del suero que cae dentro de la manguera hacia su tierno bracito. A través de la puerta escucha el rumor del hospital. Besa la mano de su hijo y sabe que mañana el día llegará como siempre, que el sol despertará a las aves, las personas saldrán de sus casas rumbo a la oficina o escuela, y que cada uno de los días por venir, serán como todos los demás de su vida. ―Me emociona saber que pronto estaremos en casa, bebé. ―Su hijo aprieta los dedos de su padre y cierra los ojos para seguir durmiendo, tranquilo.
¿QUIÉN ENCERRÓ AL MINOTAURO? El día de muertos la feria amaneció instalada en el parque sin que nadie escuchara algo. Los más trasnochadores dijeron que se fueron a dormir, abandonando el parque, a eso de las tres de la mañana y aún no había nada. Solo la
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mujer que acostumbraba alimentar a las gallinas de madrugada, vio pasar las camionetas, escuchó voces y algunos martillazos, pero nada tan escandaloso que previera todo el trabajo nocturno para levantar las atracciones. Ahí estaban los futbolitos, las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, esas tablas para tirar canicas, y la zona de rifles de aire para cazar patos de aluminio. En el centro de la feria se encontraba la casa de los sustos y a un costado, la entrada al laberinto con la leyenda: ¿Quién encerró al Minotauro?, entre dibujos de cuernos, colas de reses, pezuñas, y el torso de un hombre corpulento con la cara de un buey. Al atardecer, los encargados de la feria vociferaban atrayendo a los clientes. La gente del pueblo salió de misa de difuntos y, contrario a las costumbres, quisieron gozar el esparcimiento, contra las indicaciones del párroco, de algunas de las señoras piadosas y de los hombres que apoyaban en la comunión. Desde la entrada al laberinto, un hombre gritaba: ―¡Llega a ustedes Eeeel Laberintooo! ―Y abriendo los ojos como un poseso decía a los que se le acercaban: ―Acérquense y atrévanse a entrar –la gente sonreía y temblaba al mismo tiempo, ante la desorbitada mirada del hombre; y el palurdo entonces levantaba la vista y continuaba invitando con sus ademanes: ―¡Miren al monstruo: Mitad toro, mitad hombre! Las personas dudaban por qué. Además, el párroco había bajado de la Iglesia para agredir verbalmente a los encargados de la feria, junto con los feligreses: ― Es noche de día de muertos. Vayan a sus casas. Hagan oración. Con todo y la confusión que se había armado, muchos se percataron que Raúl, uno de los acólitos de tan solo 13 años, como un desafío hacía sí mismo, decidió entrar al laberinto. No había oscurecido cuando el muchacho preguntó al encargado: ―¿Cuánto cuesta la entrada? ―Para ti es gratis. A las dos de la mañana cuando la gente decidió que era tiempo de refugiarse en su casa, porque el frío comenzaba a picarles la piel, y los ojos les ardían por esas ventiscas heladas que circulaban en el descampado, la feria comenzó a cerrar sus atracciones. Pero nadie vio salir a Raúl del laberinto. Sus padres quisieron hablar con los encargados de la feria, pero ellos solo argumentaban: Es imposible que haya entrado solo, no se permite. Los niños tienen
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que entrar acompañados de un adulto. Los padres y otras muchas personas del pueblo, enfurecidas, despertaron al alcalde, quien, con los policías, los que vieron entrar al muchacho, y hasta el mismo sacerdote obligaron a los encargados a desmontar el laberinto. Estaba oscuro y una densa neblina había caído sobre el pueblo. Nada pudieron hallar entre los retorcidos fierros y láminas. Los hombres de la feria fueron llevados a la cárcel pública. Los policías recorrieron las calles, interrogaron a los amigos de Raúl, dieron rondines por las carreteras aledañas, las entradas y las salidas del pueblo, se internaron por el monte, sin encontrar nada. Cansados vieron salir el sol del amanecer, y ante la luz dulce de la mañana, con el terror en los ojos, se percataron que el parque se encontraba abandonado, limpio y silencioso: ningún juego mecánico ni carpa se encontraban instalados. Todas las atracciones que habían disfrutado por la noche, ante la luz brillante del sol, habían desaparecido; la feria había sido levantada y nadie supo cómo ni en qué momento. Corrieron hacia la cárcel pública a pedir explicación a los detenidos, pero no hallaron a nadie tras las rejas, solo algunos huesos humanos y unos cráneos relucientes y pequeños como de niños, cenizas y las colillas de cigarros que presumían haber sido fumados hacía poco tiempo aun desprendía su picante aroma. Apareció entre ellos la mujer que solía alimentar a las gallinas muy de madrugada y les dijo: ―A las tres de la mañana se fueron en sus camionetas.
SIN VENTAJA ALGUNA. Ya sonaba la música que lo introducía a la Arena. Brincaba en puntas de pie y lanzaba los puños, hacia adelante, derecha, izquierda, gancho, upper, recto, derecha, izquierda. Seguía con los ejercicios de la mandíbula, abrir al máximo, cerrar, mascar al aire, porque era necesario no descuidar la concentración, una quijada fuerte para sostener el protector bucal. Para esta ocasión era él quien subiría primero al cuadrilátero. Todo era distinto. Su nombre ocupó el segundo lugar en las marquesinas, y la bolsa de los premios, ganara o perdiera igual era dos tercios menor. Ellos piensan que no se dio cuenta que las letras de su nombre eran hasta un punto más pequeño en toda la publicidad que había circulado, y cómo no. La oportunidad
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de pelear con Money había llegado quizá demasiado pronto. Era cierto que él también se mantenía invicto, y que no se jugaba nada en esta ocasión, porque Money no había querido arriesgar la corona con él. ¡Vaya! no se trataba de arriesgar nada más que su propia integridad. ¿Callarás voces? Si ganas tus críticos ya nada tendrán que objetar, le decían todos, desde su agente, hasta aquellos periodistas de la televisora que llevaba varios años haciéndose cargo de impulsar su carrera. No podía saber si la Arena estaba llena para verlo ganar de nuevo, o para alegrarse si caía derrotado. La gente gritaba, pero no como otras veces. Todo era diferente. El alarido de aquel México, México, se escuchaba pero… como si los miles de asistentes se hubieran puesto de acuerdo, nadie gritaba su apodo como en otras ocasiones. Voy a morirme en el cuadrilátero, había dicho una y otra vez durante los meses de preparación, en cada entrevista. Me he matado entrenando. Estoy concentrado. Hemos planeado una verdadera estrategia para ganar. Pero ellos quieren que pierda. Todos quieren que pierda, pero sé que algunos aún tienen esa ligera esperanza de que yo salga adelante en esta pelea. Era esta la pelea que estaba esperando. Seguía brincando en puntas y comenzaron a caminar hacia el cuadrilátero, puso sus manos en el hombro de uno de sus asistentes que caminaba delante de él. La gente brincó de sus asientos. El público era un alarido continuo, y como era su costumbre había podido aislar los sonidos y concentrarse solo en su respiración, con la vista hacia el frente, y la cara levantada; pudo cerrar los oídos para escuchar apenas un monótono beeeeeeeeep que se alargaba cuan largo era el camino a recorrer hacia el cuadrilátero. A su paso las personas lo iban tocando, como si intentaran tocar al Cristo que atravesaba muchedumbres, pero mientras aquel dejaba en cada roce a su piel, un poco de su paz y milagrería, él en cambio lograba que en cada toque el miedo fuera desapareciendo de su cuerpo. Cada contacto de aquellas manos que se alargaban para tocarlo e intentaban saludarlo, lo iban deteniendo, y él dejaba que todos los temores y los nervios fueran cayendo con cada roce, para que, al subir al cuadrilátero, y pasar entre la primera y la segunda cuerda, se hallase vacío de cualquier debilidad. Su concentración era plena. Siguió dando brinquitos sobre el entarimado, abría y cerraba la mandíbula, movía cintura y cuello. Todo se hizo una oscuridad azul, los flashes saltaban por todos lados. Mantuvo la vista en un punto fijo, para evitar ver a su contrincante caminar hacia el cuadrilátero. No sería él quien validara cada uno de sus
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pasos. Nadie cree en mí. Todos esperan que caiga ante el campeón invicto. Esperan mi derrota. El silencio entró hacia sus oídos, se había cerrado por completo, y ya lo tenía de frente. Money estaba parado junto a él, como una estatua de ébano, tantas veces repetida en las leyendas, como un oscuro dios de la guerra, respirándole en la cara. Esta era su oportunidad, y no pensaba dejarla pasar. El réferi daba las instrucciones de siempre, levantó los puños hacia adelante, Money los golpeó hacia abajo con sus propios puños, y se dio la espalda para ir hacia su esquina dando más brinquitos como bailarín de tap. Miró una vez más la multitud. Ellos lo odiaban, y podía sentir su odio mascándole la piel; endureció los músculos. Escuchó algunas palabras de su entrenador que abandonaba el cuadrilátero. Lanzó una última mirada hacia la oscuridad de su memoria; sonó la campana, y miró a Money venir hacia él, con el brazo izquierdo doblado y pegado a su torso, como un guerrero que carga un escudo, y lo supo… esta sería su primera derrota y solo deseaba no terminar noqueado.
adán echeverría
México
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L
a luz amarilla de la calle chorreaba desde la ventana del cuartico y entraba en la hora hipócrita en que la tarde se confunde con la noche. Nada podía hacer el viento suave de verano para evitar que el calor se pegara en el pellejo. Al pie de la cama, un vestido de lentejuelas
estrujado, el sobre abierto de un preservativo y una botella de ron derramada en el suelo testimoniaban el encuentro de dos cuerpos con ganas de todo. A él no podía quedarle un gusto agradable aquella tarde noche a pesar del sexo. En medio del cuarto y aún con la resaca del combate cuerpo a cuerpo entre las piernas de su mujer, los pensamientos se le metían en el cuerpo mientras evitaba pasar por el mal rato de mirarla. Entre las muchas cosas que le pasaron por la cabeza se dijo que a cualquiera le partían la vida por una traición. Sin embargo, no cualquiera tiene el valor de jugar con fuego; hay que tener un corazón en el medio del pecho para dejarse arrastrar por la carne, continuó pensando. Con la simple sospecha, se le empieza a clavar el dolor a la otra persona que va a querer salir de dudas porque como dicen los viejos, entre cielo y tierra todo se sabe. Desde ese instante la enfermedad de la desconfianza promete que las cosas no van a ser igual y la mayoría de las personas, cuando buscan, encuentran. Luego vienen los cuernos y las más esperadas reacciones, aunque la que tuvo lugar en aquel cuartico no estaba en el guión, concluyó para sí. En medio de la reflexión se percató de que aún seguía ahí, junto al cuerpo de ella. Por primera vez notó el tufo de la habitación mezclado con el olor de la sangre, que no estaba dramáticamente regada por los rincones como en las películas de Tarantino, ya que el colchón se la había tragado toda. Contemplaba la escena con la certeza de que si ese mismo día por la mañana le hubieran dicho que su revólver iba a cargar con un muerto esa misma tarde noche, él no habría hecho más que reírse. Cuando pasó, bastó un intento en el que la víctima no tuvo tiempo a nada: el disparo le abrió el cuello y le garantizó un viaje sin regreso en la mitad del tiempo que tarda en desaparecerle el zumbido en los oídos a quien aprieta el gatillo. Para entonces ya no había lugar para explicaciones o para el “no es lo que parece”. Solo le quedaba resignarse a mirar, de brazos cruzados y con la cara de bobo que se les queda a los espíritus cuando abandonas los cuerpos, su propio cadáver y a su mujer, aún con el arma en sus manos y arrepentida, pidiéndole perdón.
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dARYL ORTEGA GONZÁLEZ
Cuba
Facebook: Daryl Ortega González
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ubo un otoño en 1998, en que buscamos a un vikingo. Mamá había muerto y, superado el dolor, no encontré más excusas para permanecer en Buenos Aires. Le dejé las llaves de casa a una tía, me compré un pasaje de avión a Madrid y me fui a conocer el
mundo. Tres meses después, casi sin fondos y sin ganas de volver, me encontró el otoño en Freiburg. Llamé a mi tía desde la estación de tren para pedirle refuerzos y explicarle que quería quedarme a trabajar, a probar suerte, pero me dijo que ya era hora de volver, de retomar la Facultad, de sentar cabeza. Le corté y me quedé sentado en el hall sin la más mínima idea de lo que haría de mi vida, entonces llegaron unos chicos peruanos y mi suerte cambió para siempre. Me presenté con ellos y cruzamos unas palabras, les pregunté si conocían alguna agencia de empleo temporal, alguna pensión o inmobiliaria y me mandaron directo a la “Uni”. Yo los miré sin entender, la “Uni” es la Universidad, me aclararon, busca en los avisos de la cartelera. Y allá fui, ese día no conseguí trabajo pero sí un lugar donde dormir. Era un altillo de diez metros cuadrados, lo alquilaban por tres meses y quedaba en un barrio de casonas señoriales que se llamaba Wiehre, al otro lado del río Dreisam. Una semana después comencé a trabajar en una pizzería cerca de Schwabentor, el dueño era calabrés como mi abuelo, la mujer, polaca. No les gustó demasiado mi precario alemán del secundario, como era para lavar copas, decidieron que no tenía importancia. Me ofrecieron un sueldo miserable pero no me interesó, alcanzaba para pagar el alquiler. A esas alturas, hubiera hecho cualquier cosa con tal de quedarme. La ciudad medieval, llena de estudiantes y de Biergärten, ya había ejercido su magia sobre mí. Mi altillo estaba en un cuarto piso por escalera. Tenía una sola ventana que daba a Scheffelstrasse y desde la que, a lo lejos, podía divisar los árboles de la Selva Negra. Era limpio, moderno y funcional con una cama, un ropero, una mesa, dos sillas y un refrigerador. En mi piso, los “apartamentos” eran cuatro. En los de atrás, vivían unas chicas que parecían árabes y me hablaban en inglés. En el de al lado, un rubio de pelo largo que medía como dos metros y parecía un vikingo. A las chicas las cruzaba de vez en cuando, charlaba con ellas y hasta les ayudaba a subir la compra, pero al vikingo no. Solo lo oía de noche yendo y viniendo por su apartamento o lo veía desde mi ventana por la mañana, cuando partía en su bicicleta, cargando una
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mochila hacia adelante y una guitarra atrás. Ya llevaba un mes viviendo ahí, cuando oí ruido en las escaleras, en el pasillo hablaban en español, casi diría que en un argentino muy porteño. Espié por la mirilla, era el vikingo, hablaba con otros dos tipos. Cargaba un televisor y una valija, se estaba mudando. Lamenté un poco no haberlo conocido. Hasta ahora, no me había encontrado con ningún argentino. No tardé demasiado en hacer contactos en Freiburg. Reencontré a los peruanos de la estación de tren en un bar cerca de la Universidad. Me hice amigo de Pablo, un mexicano que trabajaba conmigo en la pizzería. Conseguí un par de novias en un salón, cerca de la estación de Wiehre, donde se bailaba el tango. Lo odiaba, pero me divertía viendo a los alemanes caminar de punta a punta de la pista, intentando hacer el ocho, y el cuatro. Yo hacía valer mi condición de "embajador del tango", simulaba ser un experto y siempre me conseguía una rubia, a veces entrada en carnes, a veces en años. Gerlinde, fue mi última “novia” tanguera, era una viuda de cincuenta años con unos ojos tan celestes que parecían agua de mar. Vivía con sus hijos en una enorme casa cruzando Lorettostrasse, tenía un Audi y me llenaba de regalos. Duramos exactamente dos semanas, la vi por última vez el domingo en que Elina llegó. Gerlinde me había comprado un traje carísimo que hasta me hacía parecer estilizado. Fuimos al casino de Baden Baden y me presentó con sus amigos: Es mi sobrino, dijo, y yo sentí mucha vergüenza y me pregunté qué hacía ahí con gente que tenía la edad de mi tía. Era casi medianoche cuando me dejó frente a mi casa, amagó con darme un beso, pero yo la esquivé, ya había decidido que no la iba a volver a ver, que no iba a ir más a la “tanguería” y que iba a prender fuego el traje que llevaba puesto. Elina estaba sentada en el umbral de mi puerta como uno de esos regalos inesperados. No noté su presencia de inmediato por eso me sobresalté. Apenas me vio entrar salió a mi encuentro. Vestía un anorak azul y un gorro rayado con orejeras y de cerca me pareció muy joven, lo cual era demasiado teniendo en cuenta mis escasos veintitrés. Me preguntó si vivía ahí y le dije que sí, que en el cuarto piso. Sonrió: Entonces lo conocés a Alex. Le dije que no conocía a ningún Alex. Es alto, rubio, se peina con una trenza, insistió. Me di cuenta que buscaba al vikingo y me dio un poco de
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pena tener que borrarle la sonrisa. La chica resultó ser su novia. Venía desde Uruguay y parecía desolada ante el descubrimiento de que él ya no vivía ahí. No tenía dónde ir. La invité a entrar, cargué su enorme valija hasta el altillo y le ofrecí lo único que tenía: un café y unas galletas. Sin el gorro y el abrigo me pareció un poco más adulta, tenía el cabello rojizo y ondulado. Era delgada y un poco tetona, como a mí me gustaban, pero nada que ver con el vikingo, mi ex vecino era demasiado llamativo y ella demasiado común. Los dos eran de Montevideo. Él se había conseguido una beca para estudiar música en Freiburg y si bien había intentado traer a Elina consigo, los padres de ella no lo habían permitido. La chica habló y habló y se comió el paquete entero de galletas sin siquiera convidarme. La velada se prolongó hasta casi las dos, me refirió lo desgraciada que había sido los últimos meses estando lejos de Alex, aguardando a cumplir la mayoría de edad. Yo al final ya ni la escuchaba porque estaba demasiado cansado. La invité a quedarse a dormir, ella aceptó. Le cedí mi cama y me tiré sobre una frazada en el piso. Cuando apagué la luz, la escuché llorar y sin pensarlo demasiado le dije: No llorés más, descansá, yo mañana te ayudo a buscarlo. Me arrepentí a las pocas horas, amanecí roto y muerto de frío, pero ya era tarde, ella ya estaba lista para emprender la búsqueda. Elina llevaba una foto del vikingo, en la que parecía un actor de cine. Comenzamos por el tipo que nos alquilaba los apartamentos, seguimos con los conocidos de mi amigo Pablo y con los peruanos que estudiaban en la “Uni”. Después preguntamos en un bar donde se juntaban españoles y latinos a ver fútbol. A todos les parecía familiar pero nadie en verdad lo conocía. Paramos en Martin's Bräu a tomar una cerveza, ella miró la foto de él embobada, estaba muy triste. Si en una semana no lo encuentro me vuelvo a Montevideo, me dijo y la idea me apenó un poco, en el fondo yo siempre fui un romántico y no me gustaban los desencuentros amorosos de los demás. Caminamos por Kaiser-Joseph Strasse y lo rastreamos entre la gente. Después de un par de vueltas terminamos en la Münsterplatz. Elina miraba la Catedral con asombro y yo la miraba a ella. Mientras, lentamente comenzaba a nevar. Al otro día fuimos a la “Uni”, dimos vueltas por los corredores, la biblioteca y el Departamento de Música. Comimos unos espaguetis medio pasados en la Mensa y
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al final de la tarde fuimos a Karstadt donde ella insistió en comprar unas mantas para que yo me pudiera tapar. Yo la dejé, me daba pena, era una chica agradable y un poco inocente, no quería que se aprovecharan de ella, era mejor que permaneciera conmigo. Persistimos con la búsqueda, Elina se había puesto algo obsesiva, llevaba una cámara y fotografiaba gente en los bares, en las calles, en las paradas de tranvía. Esperaba ver a su novio en alguna foto, como es rubio y alto se lo puede confundir con un alemán decía y a mí me parecía un poco tonta pero igual le llevaba los rollos a revelar y me quedaba hasta tarde mirando las fotos con ella. Para finales de la segunda semana, yo ya me había habituado a dormir en el piso y a seguirle la corriente. Le preparaba el desayuno, le traía comida de la pizzería y la miraba dormir. Ella me compraba chocolates y me esperaba a la salida del trabajo. Tu novia me decía el calabrés cuando la veía aparecer a través de la vidriera, yo le decía que no lo era y él me sonreía burlón. No era el único que nos tomaba el pelo, ¿todavía siguen buscando? nos preguntaban los peruanos, ¿seguro que no encontraron nada todavía? Elina se enojaba mucho, se ponía mal ante la idea de que Alex apareciera y alguien le insinuara que ella le había sido infiel. Elina me arrastraba a la Universidad a distintas horas, por si él cursaba a la mañana en lugar de a la tarde y a los bares dónde tocaban música en vivo por si había conseguido un trabajo. No lo hallábamos pero nos quedábamos a ver los recitales. Teníamos gustos parecidos, musicales y de los otros, nos gustaba el dulce de leche Conaprole, el asado, la pizza de cebolla, la cerveza Franziskaner, la mermelada de frutilla y las bolitas de mazapán. La temperatura bajaba y una noche, ella decretó que compartiéramos la cama. Puso unas mantas en el medio para que no nos incomodáramos pero apenas apagué las luces estiró su mano y me agarró la mía. Esa primera vez fue agradable despertarme y olerla y sentirla cerca. Me hice el dormido y la espié mientras preparaba el desayuno y también mientras se cambiaba la ropa pensando que yo estaba dormido y no la veía. Esa mañana, como tantas otras, me llevé unos de sus rollos de fotos para revelar y a la salida del trabajo las retiré. Esperé encontrarme con las imágenes de desconocidos de siempre, pero en la mayoría de las fotos estábamos ella y yo.
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Cada mañana hacíamos el programa de la búsqueda del día, deambulábamos por las orillas del Dreisam, por la Selva Negra, por cementerios, por iglesias, por parques, por tranvías, por supermercados, por tiendas, por librerías. Ella ya no se desanimaba tanto cuando fracasábamos y yo por las noches, a oscuras, mientras la sentía muy cerca de mí, deseaba que el vikingo desapareciera para siempre. Cuando por fin Elina se resignó a no encontrarlo por Freiburg, la convencí de seguir en los pueblos vecinos. La llevé a Breisach, a Offenburg y a Karlsruhe. Consultábamos si había algún lugar donde pararan sudamericanos, íbamos, preguntábamos y después hacíamos miniturismo. A estas alturas, la búsqueda parecía haberse convertido solo en una excusa para estar juntos y cada tanto coincidir mirándonos de reojo. A fines de noviembre Elina me dijo que creía que era tiempo de dejar de buscar y yo esta vez le propuse probar en países limítrofes. Pasamos en tren a Suiza y nos bajamos en Basel pero cuando fuimos a preguntar por Alex, Elina se dio cuenta de que había olvidado su fotografía. Es porque ya no lo tengo que buscar, me dijo y yo me perdí en sus ojos y estuve a punto de besarla. Regresamos casi de noche a Freiburg, observamos fascinados el mercado de navidad iluminado y nos perdimos entre la gente. Nos encontramos con Pablo, que iba con una de sus tantas amigas y nos aconsejó que bebiéramos glühwein. Entramos en calor con el vino dulce y caliente y yo puse mi brazo sobre su hombro y ella instintivamente acercó su cuerpo al mío. Pasamos bajo una rama de muérdago y Elina se detuvo, me tenés que besar, me dijo. Me acerqué despacio como con miedo de que se escapara o que fuéramos a desaparecer. Volvimos al altillo caminando abrazados, nos deteníamos a intervalos para seguir besándonos, sepultábamos nuestras manos entre kilos de ropa de abrigo hasta alcanzar la piel. Llegamos a casa y nos desnudamos con urgencia y arrojamos al suelo el muro de mantas que nos había separado los últimos tiempos. A la mañana, mientras desayunábamos Elina me dijo que creía que ya era hora de volver a Montevideo. Yo me quedé inmóvil como si el mundo se detuviera ¿Vos te vas a quedar? me preguntó. Yo solo quiero estar con vos, atiné a contestarle. Ella me abrazó: Genial, porque quiero que vuelvas conmigo. Decidimos terminar el año en Freiburg y después irnos a Montevideo.
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Sacamos boletos de avión para el 4 de enero. Ella llamó a sus padres y les dio la noticia: Volvía con un chico argentino que había conocido y que era encantador. Yo me comuniqué con mi tía que se alegró de que por fin regresara. Pasamos el año nuevo con nuestros amigos y yo, un poco borracho, bajo un cielo iluminado por juegos artificiales, le pedí que se casara conmigo, ella igual de borracha me dio el sí. El día de la partida finalmente llegó, entregamos las llaves del altillo y tomamos el tranvía 1 hasta la estación. En el trayecto me despedí de Freiburg con nostalgia, iba a extrañar Alemania, pero me llevaba buenos amigos, buenos recuerdos y lo principal, me la llevaba a ella. Llegamos cuando solo faltaban veinte minutos para que saliera nuestro tren con destino a Frankfurt. Elina se fue al baño y yo me senté en el hall a esperarla. De pronto una alarma sonó en mi cabeza, un tipo rubio y alto tomaba café en uno de los bares de paso. Estaba de espaldas pero se parecía demasiado. Me dije que no podía ser que tuviera tanta mala suerte, deseé con todas mis fuerzas que no fuera él pero se giró y era el maldito Alex, con su pelo, con su estatura, con todas las cosas que a ella tanto le gustaban. Me sentí como si me corrieran el piso, mareado. Instintivamente traté de ocultarme de él, pero luego recordé que yo me había pasado los últimos meses buscando a alguien que ni siquiera me conocía. Calculé mis posibilidades, o la esperaba ahí, o corría a interceptarla en la puerta del baño para que no lo viera. Era jugarle sucio a ella, pero el vikingo no se la merecía. Elina llegó de la dirección contraria y me sorprendió dándome un beso en el cuello. Me estremecí, a ella le causó gracia. Miré el cartel indicador, tenemos que ir al andén 3, me dijo. Yo no me moví. Aguardé expectante, como un condenado a muerte, a que ella lo descubriera y hasta me di cuenta del momento exacto en que lo vio. Fueron segundos u horas ó siglos de espera, ya no recuerdo bien. Creí que Elina correría a abrazarlo y que le diría que lo amaba, pero en lugar de eso me sonrió, tomó su equipaje y como si no lo hubiera visto me dijo: Vamos amor, se hace tarde.
MÓNICA C.ALTOMARI
Argentina
Twitter: http://www.twitter.com/MonicaAltomari
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I
ntento no querer a nadie, cosa normal en estos tiempos, me ubico justo en el medio de tus dos cuernos y vos te ubicás justo en el medio de mis dos cuernos. Tratás de asomar la boca, hacer un juego con ella, bajar desde mi frente, como una gota que cae y quema, como una lluvia de culpa
intransigente, pero te quedas quieto, lo pensás, volvés la vista hacia atrás y me decís: —¿Cómo hacemos con estos cuernos? —Nada, metete y volvé a salir. Introducirse en la anatomía de otro teniendo cuernos es difícil, porque uno piensa constantemente que el cuerno siempre aparece, como un recuerdo preparado para entorpecer los besos, incomodar en la intimidad, y sobre todo, provocar un dolor de cabezas infernal. Nos quejamos, ¡sí! Decimos que ya no lo vamos a hacer más, pero terminamos limándolos. —Les dí de comer una vez… —¿Cuándo? —¿Para qué querés saber? —Decíme. —Ya hace tanto que ni me acuerdo qué les di de comer, ¿entendés? —Sí, me pasó lo mismo —nos reímos. Aseguramos que vamos a ponerlos a dieta, para que los cuernos comiencen a adelgazar, para que el tamaño disminuya, pero siempre por un motivo diferente nos dedicamos a consentirlos. Hoy le di chocolates, le apetecía lo dulce ¡bah! Los cuernos son así, a veces quieren salado, amargo, acido… ¡bipolares!, si se conformaran con una alimentación a base de constancia esto no pasaría. —¿No te incomodan? —preguntan mis amigas cada vez que vienen a casa. Visitas que se centralizan en vaciarme la heladera, preguntarme si tengo algo de plata y describirme la maravillosa relación que tienen con su esposo número cuarenta. —No me incomoda. —¿Pero no agujerean la almohada? —los tocan, parecen sentir lástima, asco y repulsión. ¿Qué les pasa?, ¿nunca vieron unos cuernos? ¡Por Dios! Algunas personas tienen la gracia —o quizás la tragedia— de tener cuernos
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invisibles, que ni ellos saben que existen, se miran al espejo y solo ven aureolas, unas alas inmensas saliendo por las espaldas y un cartelito bellísimo que dice: «Nadie me engaña». ¡Bah! Todos los demás les vemos unos cuernos de acá a la China, pero contenemos la risa y aseguramos. —¡Qué suerte la tuya! Hubo en un tiempo lejano, seres humanos con la cabeza lisa, así como lo escuchan, ¡lisa! Sin montículos, sin pequeñas irregularidades, caracterizado por la llanura, ¡sin cuernos!, ¡sin cuernos! Lo analizo, lo desmenuzo, lo estudio, ¡pero no puedo creerlo! Mi abuela siempre repite eso: —En mis épocas las mujeres teníamos una anatomía decente. —Abuela, no es mi culpa haber nacido en una generación cornuda —le contesto. —Callate y limalos, están gritando. Cuando empiezan latir lo sabemos con total certeza; ¡nos están engañado! Tendría que importarme un carajo, saber que los tengo, saber que vos los tenés, divertirme, gozar y amar este plan perfecto de infidelidad, pero por algún motivo desconocido la satisfacción no aparece aumentar, por contrario, cada vez que los cuernos me reciben siento una sombra lúgubre, invadiendo el pastizal de idealizaciones, terminando con las posibles expectativas, y sobre todo, escupiendo sobre todas mis fantasías, (fantasías emocionales claro). —Lo bueno es que te hacen crecer un par de centímetros —asegura mi primo. — ¿Te parece? —Sí, nena, ¿por qué te pensas que las viejas millonarias son las más altas? Su comentario rebalsa de estereotipos y me parece desubicado, pero qué va a ser, ya nos acostumbramos. En algún punto, muy interiormente, amamos ser cornudos, es la propaganda de todos los hoteles, y el salmo de toda biblia, porque si algo que te enseñan los cuernos es a perdonar, sin rencor ni malicia. —¡Dale! No pasa nada, beso los cuernos y alabo a la trampa. Dicen que se asemejan a los cuentos de hadas, nunca leí uno de esos, pero supongo que todas las princesas viven felices por siempre, duermen sobre cuernos, festejan, celebran y gritan: —¡Qué bueno que seamos cornudas!
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Al igual que todos los príncipes, reyes, reinas y brujas. Acepto los comentarios ajenos y las críticas, ¿qué sentido tiene ocultarlos, reprimirlos, arrancarlos? ¡Ninguno! Lo digo porque ya lo intenté, tomé la motosierra y casi me corto la cabeza entera, una vez que intentes deshacerte de ellos, los cuernos se harán más inmensos. La verdad no sé de qué me quejo, según los porcentajes la mayoría de los seres vivos tienen cuernos, no me refiero únicamente a los alces sino a todos los seres vivos, terrestres y extraterrestres… En fin, llegamos a la siguiente situación; todos se desesperan por ver quién mete mejor los cuernos, no se trata de una introspección o un conjunto de emociones sexualizadas que derivaron a la mentira y al vacío, sino más bien una cuestión de estética: «Si no tenés cuernos no estás a la moda». En pleno siglo XXI donde no interesa la poesía, ni los sentimientos, ni la entrega espiritual no nos quedó otra que adaptarnos, soportar los dolores de cabeza y asumir que nos perforen dos veces; en el extremo izquierdo y el extremo derecho, de repente ¡boom! Aparecieron dos cuernos perfectos, no voy a decir que los hizo Satanás, porque como ya sabés estaría mintiendo, los creamos nosotros, engañándonos, creyendo en el placer fugaz, desvistiendo la esperanza y la sinceridad, quedando al descubierto como dos simples llamas de fuego. Hasta ahí te comprendo, lo acepto lo tolero, ¡sociedad bella y cornuda! Supongo que aquel que alaba a los cuernos piensa que todo el mundo los pone o los tiene. En fin, yo juro que te entiendo, te entendía, hasta que me levanté esta mañana y apareció… justo en el centro de mi frente, ¡el tercero! Ser la más cornuda, ser señalada como «la del tercer cuerno» eso sí que no lo tolero, por eso dije basta. No me compré un sombrero, no lo oculté, tampoco lo negué, simplemente pronuncié esa frase: —Divorcio. Y así fue como todos entendimos que los cuernos son temporales, espero... los desgraciados dejan sus marcas. Mi nueva pareja dijo que se fue a la farmacia, pero ya es de noche, y no llega, me apareció un montículo extraño en la cabeza, tengo miedo, ¿tendré que ir al médico?
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ANTONELLA CORALLO bao
Argentina
Instagram: Mil_rosass Facebook: Anto Nell
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—¿Crees que era un coyote, Choy? —pregunté a un joven después de que oyó la historia. Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote. —¿Crees que pudo ser un diablero? —Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen. Del libro, Las enseñanzas de Don Juan, por Carlos Castaneda.
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aldito sea el indio Coyote Guishita Ixmalixtli. Lo maldigo por cada arena del mar. Maldito. Él fue quien me hizo víctima de la magia y sus caminos peligrosos. A él culpo de este pesar. A él culpo de todas las incomodidades y sueños de horror. Maldito
bajo cualquier cielo que cubra su cabeza y en cada paso que dé a lo largo de todas sus vidas. Maldito. Al principio estuve de acuerdo, tengo que admitirlo. Dos fueron las razones que me arrastraron hasta aquí; obsesión y curiosidad. La primera nació como surgen los deseos en el centro de un par de ojos negros femeninos. Nunca antes creí en supercherías, ni en supersticiones, ni en fenómenos paranormales, mucho menos en nigromancia. Fui criado entre padres escépticos; un científico y una maestra de física cuántica. Solo la abuela cultivó en mí una semilla creyente. Sin embargo; algo cambió cuando mi fe religiosa se mudó a otros rumbos lejanos. Caí en las redes de lo que pensé era amor verdadero, amor que se convirtió en obsesión por poseer una mujer imposible. La segunda porque creo que la curiosidad es un poder filoso que corta por los cuatros puntos cardinales. Tal vez sea la raíz de todo cuanto existe. Es una trampa que nos devora de forma sutil, por eso advierto al hombre: es mejor no abrir las gruesas cerraduras de las fuerzas ocultas y los poderes sobrenaturales. Hay leyes desconocidas entre los muros del tiempo que es mejor no infringir, secretos dormidos que es pertinente no despertar. Confieso que me dejé seducir por las falsas dulzuras de la oscuridad, confieso que la ignorancia me orilló a caer en este pozo sin salida. Soy un ingenuo, me entregué ciego en los opresores brazos de la hechicería. Y por querer conocer las profundidades de los sótanos del misterio. Y por querer indagar en cuestiones subrepticias, ahora grazno el dolor de mi desventura. Todo comenzó cuando por mal consejo de un seudo amigo fui a visitar al brujo Ixmalixtli para que me ayudara a conquistar a esa mujer que me dividió el alma en partes iguales. Digamos que el amor (obsesión), fue la razón primera por la que
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llegué hasta su puerta, mejor dicho, la silueta curvilínea de aquella damisela, fue la razón. Al entrar en la madriguera, el brujo no conocía solo mi nombre completo, sino, mi historia, mis detalles, casi casi, hasta el color de mi espíritu. Eso me desconcertó, pero confieso que me cautivó de forma inexplicable. Dijo ver en mí cierto don poderoso, sus palabras fueron como un rayo fulminante, hipnotizadoras, tanto así, que olvidé el motivo de mi visita, y sin siquiera conocerlo, en corto tiempo me volví su ayudante. Inspiraba una confianza tremenda, por eso me pareció buena idea ser su alumno. Jamás creí que hacer caso a mis impulsos, sería una desgracia. Cuando conectamos en un lenguaje onírico me pidió que le ayudara a traducir el signo que está al cruzar la isla de los sueños, ya que, según el color de mi aura, decía él, yo tengo la facultad innata para poder desarrollar viajes astrales. Para ello me indujo a entrar en el camino subterráneo de mi ser profundo a través de rituales indecibles y de los espectros que dormitan en las figuritas del valle. Debido a mi precoz inquietud, meses después le pedí que me enseñara a transmutar de fisonomía como él lo hacía con ayuda del Jinete, como solía nombrar a la figurita principal. Fue la peor experiencia. Ahora sé que la figurita nunca me quiso. Ahora sé que cuando los espíritus que moran en las figuritas no quieren a los practicantes, les conjuran desgracias incurables, o cuando uno comete un error grave, recibe un castigo muy duro. Cuando toqué la figurita todo se volvió acrónico, tuve breves destellos de disociación por algunos días. Sensaciones extrañas, insectos luminosos como recuerdos vagos sin orden poco a poco navegaron en mi memoria. Por las noches comenzó a visitarme un círculo que salía de otro círculo, que a su vez salía de otro de manera continua, cada uno con luz diferente, se acercaban y se acercaban a un ritmo monótono. Dentro del último círculo estaban acomodados de forma simétrica una cantidad innumerable de ojos no humanos, de los ojos salían lenguas bifurcadas que se convertían en rombos. Uno de los rombos me hizo señal de seguirlo, escuché la voz distorsionada del indio que me susurraba: “vuela, vuela, extiende las alas, estás en el umbral”. Mi cuerpo siguió la voz y comenzó a perder peso, fue disminuyendo poco a poco hasta que me convertí en un punto negro como varios soles. Los demás rombos, que recitaban palabras altisonantes, me daban mucho miedo, giraban en torno a mí dibujando un espiral de lumbre, después un zumbido insoportable me
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taladró los oídos. Desperté y vi esa figurita, pero no en la forma habitual, sino similar a un nido. Sentí como me brotaban alas que lastimaban mis huesos y un pico largucho emergía en el lugar donde antes tuve la nariz, las plumas eran de un negro azabache brilloso. Había muchos, pero de un tamaño diminuto. Eran cuervos como yo. Uno de ellos escribió mi nombre en el pecho tres veces y lo borró, después escribió un símbolo nuevo. Símbolo que no he podido recordar. Esa es mi condena. Llevo no sé cuánto tiempo en está jaulita tratando de recordar ese supuesto símbolo poderoso para decírselo al brujo. Él no me puede ayudar, sigue esperando que yo se lo revele aunque yo sé que es mentira porque le he recitado más de novecientos símbolos y solo se ríe o guarda silencio. Dice que debo esperar, que pronto surgirá, que es parte del principio del poder que me hará dominar para siempre el don y cruzar la isla de los sueños cuando yo quiera o convertirme en cuervo a placer. Y no lo puedo recordar, y no lo quiero recordar, renuncio, he perdido la paciencia, o nunca la he tenido. No quiero, no, no quiero ningún don, ni cruzar la isla de los sueños, solo quiero salir de esta cárcel, abandonar este incomodo cuerpo y matar a Ixmalixtli. A veces escucho la voz de la gente que viene a consultarlo y me dan ganas de llorar, porque no quiero que caigan más víctimas. No sé si los cuervos puedan llorar. A mí me dan ganas. El corazón late diciéndome que todo es un vil engañó. Desde hace días ya no tengo voluntad propia, solo sigo órdenes para espiar gente inocente mientras duerme o llevar infortunios a alguien. Ahora soy mensajero del mal, cómplice de este maldito brujo. Soy su prisionero como los demás animales del cuarto. Por eso maldigo cada que puedo. Maldito amor, malditas ciencias ocultas, maldita ignorancia, maldita curiosidad, maldita oscuridad, maldito el día en que quise ser un nahual. Malditas estas plumas y maldito mi cuerpo de pajarraco.
VÍCTOR H. ORDUÑA "SHAMIR"
México
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ea, mozito —dijo el viejo Sánchez, que hablaba así, con zeta—, le estoy contando de un tiempo mucho antes de que Tata Dios viniera por estos pagos. Era de madrugada, y la luna nueva permitía una
extraordinaria visión de las estrellas. Las noches de los sábados, el almacén de don Espronceda oficiaba de boliche para la peonada de los campos de varias leguas a la redonda. Una suave brisa del sur hacía aún más frío el invierno y mi poncho me protegía a duras penas de la incipiente helada. Ya no sentía las orejas, pero hubiese sido una desconsideración imperdonable dejar las mesas donde se mezclaban botellas añejas de ginebra, de aquellas de barro, algún porrón de cerveza y dos o tres botellas de vino; debajo de la parra sin hojas, y pobremente iluminada por la débil luz del farol ―colgado en las vigas del techo, adentro— que escapaba por una pequeña ventana. Yo era peón de don Peralta, y llevábamos una tropilla desde Azul hasta Pergamino. Habíamos hecho un alto en los pagos de Chacabuco; en un viaje que hacíamos tres o cuatro veces al año. Lo de Espronceda era una parada obligada, y oír las historias de don Sánchez, un placer que recuerdo con enorme nostalgia. —Qué noche, ¿no, don Sánchez? ¿Vio lo que son las estrellas? ―aguijoneó alguien, a sabiendas de que el viejo no iba a resistirse a inventar una historia fantástica. ―Por acá vivían los pampas, mucho antes que los araucanos; y había otros dioses, antes del Crucificado —dijo don Sánchez, mientras se persignaba. Y arrancó—. Mire, yo creo que la tierra estaba fresca, entuavía. Y los dioses no habían aprendido a distinguir entre el bien y el mal. Y no había mucha gente. De acá al mar, debe haber habido unos diez humanos, no más. Tampoco sé si ya se habían inventado los guanacos. Por la zona donde ahora está el Tandil, vivían dos hermanos, muy pendencieros ellos. El cura de Balcarce me anotició, una vez, que a él le habían dicho que eran hijos del primer hombre y la primera mujer pampas; y yo creo que era así. Hace tanto de esto, que nadie se acuerda de los nombres de ellos, así que vamos a suponer que se llamaban Aukán y Quillén, digo yo, que son nombres bastante comunes entre los infieles. Una vez, los dos hermanos viajaban, caminando, más o menos por donde ahora está Olavarría, allá en el sur, buscando mujer para poblar la pampa. Dicen que encontraron una india muy bonita, pero que no se mostraba
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interesada en ninguno de los dos. Varios días estuvieron siguiéndola, hablándole de las cosas que le podían dar cada uno. Uno le prometía un rancho, el otro uno más grande; uno le decía dónde encontrar una aguada, el otro le decía que tenía un manantial con agua fresquita. Cosa curiosa, vea, discutían tupido, pero paraban por las noches; porque en la época que le cuento no había estrellas; y la luna era gurisa y apenitas alumbraba un día de cada cien; y el miedo no es sonso, vea. Entonces, paraban de peliar. Endispué, hacían un fueguito y carneaban algún peludo o una liebre, y tomaban aguardiente de caña, para curarse del julepe, porque entonces no se sabía si el sol iba a volver al otro día. Peliaron tupido por la moza, pero ella, al final, se fue con un charrúa que supo cruzar a nado el Plata, cuando el río no tenía más que un tiro’e piedra de anchura. Pero el Aukán y el Quillén quedaron muy enemistados. Dicen que una noche que volvían para el Tandil, tan enojados entre ellos que ya se habían olvidado de buscar mujer; se dieron cuenta que tenían hambre. Pararon —yo calculo que sería por los pagos de 9 de Julio—, atraparon un puma, lo que son las cosas, y juntaron toda la leña que pudieron encontrar para hacerlo asado. Aukán prendió el fuego con dos pedernales, y endemientras se alistaban las brasas, Quillén fue cueriando al bicho, a mano nomás, y los dos acompañándose en las tareas con unos tragos de caña. Al poco rato, estaban mamados y empezaron otra vez la pelea. Que la guaina me quería a mí; que no, que me quería a mí, que sos un mal hermano, que ya te via arreglar a vos, y todo así. Hubiera sido hoy, se faconeaban los dos, vea. Pero en aquella época entuavía no se había inventado el fierro, y yo creo que eso los salvó de despenarse el uno al otro. El Aukán ya tenía las brasas dispuestas cuando le dijo al hermano «Vos, rotoso, sos poco hombre pa’tanta mujer». Y ya se sabe que pa’un pampa no hay insulto mayor. Así que el Quillén se le fue al humo al hermano, y le tiró dos o tres manotazos. El otro, que parece que estaba un poco menos en curda, lo esquivó. Entonce, el Quillén, medio ciego de bronca y de impotencia, tomó tres trancos de carrera, apuntó al otro, y le pateó las brasas con todas sus fuerzas. Tan fuerte, tan fuerte que las brasas pasaron por arriba del Aukán, siguieron y siguieron viaje. El viejo Sánchez se quedó callado. El silencio nos ganó a todos, y solo se sentía el silbido del viento, en el que ahora se había transformado la brisa, entre las hojas de los eucaliptus del camino.
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―¿Y, don Sánchez? ¿Qué pasó endispué? —dijo el Pardo Sosa. ―Ahí tan las brasas —dijo el viejo, describiendo un arco con su dedo índice, marcando el recorrido de la Vía Láctea.
DANIEL FRINI
Argentina
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e acuesto tarde. Duermo bastante. Además, sueño durante toda la noche. Desconozco si hay patrones para los sueños, pero el mío tiene una particularidad: la continuidad pese a todo. Puedo levantarme a orinar y, al regresar a la cama, sigo con el mismo
sueño que uno supone debería concluir. Tengo un secreto: jamás abro los ojos. Los mantengo cerrados. De abrirlos, el sueño desaparece y, al volver a dormir, arranca uno nuevo. ¡Es muy curioso! Según la belleza del sueño, hago más o menos lenta mi llegada al baño; siempre con cuidado de no caerme. Hago pis —milagrosamente dentro del inodoro— y a tientas vuelvo rápido a mis sueños y frazadas. Ayer soñaba con mi primer amor. Se presentó en medio de una selva amazónica, con tanta realidad y nitidez. Conservaba su rostro de cuarenta años atrás. Intacta, bella, mansa, de sonrisa leve, con gesto contenido y ojos caramelo. Mi vejiga llamó, pero volví raudo a la cama en el afán intenso por seguir disfrutando de su aparición. Algo pasó. Creo que un bocinazo en la esquina me sacudió. No quise abrir los ojos y de pronto seguía con mi amada pero en el medio de una manifestación. Había cambiado nuestro escenario. Aquel patrón de sueños de ojos cerrados era vulnerable a todo ruido molesto. Quedamos solos; ella y yo, vestidos de blanco. No sé quiénes eran, pero había criaturas que portaban carteles y sonaban bombos. Una manifestación de dos, pero con miles de fantasmas portando pancartas, y fandango. Sin policías para disolver nuestros tumultos. Sí había contramanifestantes. Otros tantos miles de fantasmas con sus propias pancartas, y más bullicio. Me sobresaltó ver que quienes lideraban la contramanifestación éramos mi amada y yo, pero vestidos de negro. Ambas columnas avanzaban metro a metro. El encontronazo era inevitable. Cuando los líderes estuvimos cara a cara, ocurrió lo inesperado: yo, de negro, tomé a mi amada, de blanco, por la mano y desaparecimos. También nos desaparecimos la líder de negro y su amado de blanco. Todo un caos. Los fantasmitas se trenzaron a pancartazos y la bulla se transformó en música de frontera. En medio de la bataola, los amantes grises terminaron unos en un bar bebiendo y los otros dos, en un albergue transitorio. Allí me desperté. Abrí los ojos y la claridad temprana me terminó por levantar. Preparé café y no me vestí. Seguí con mi uniforme de cama: camiseta blanca escote
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en V, calzoncillo a rayas y medias viejas de lana. No sentía frío. Levanté el diario y lo hojeé mientras tomaba el café. Las noticias me llevaron a las pancartas. Solapaban graciosas, vigentes y concisas: «Abolir el machismo por LUC-Artigas 1813» o «La FIFA no siempre te fifa-Maracanazo 1950». Pero la página de interés general titulaba: «Solo comiendo sano sus sueños no serán pesadillas». Y listaba un grupo de vegetales knockeadores: ajo, rabanito, coliflor, repollo. El café ya estaba helado y mi aliento, espeso.
CARLOS THOMAS
Argentina-Uruguay
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uando Helios desaparece con su carro por el horizonte y con ello Nyx hace su aparición cubriendo el cielo con su gran manto, los mortales dejan sus quehaceres y se dirigen a buscar el calor de sus hogares. En ese momento cuando todos duermen es cuando mi
hermano y yo hacemos nuestra aparición. Somos Tánatos e Hipnos, los dioses de la muerte y el sueño. Aunque a sus ojos de mortales somos vistos de manera muy diferente, la verdad es que ambos les llevamos a un lugar de descanso. La diferencia es que al lugar donde les llevo no hay retorno. Un lugar oscuro y frío para la mayoría de ellos, pero un lugar seguro sin los grandes males que azotan este mundo, sobre todo un lugar donde puedes ser feliz toda la eternidad. Esta noche nuestro primer viaje es a Corinto, donde hay una niña, llevábamos días discutiendo quien se la llevaría. Nos encontramos en la villa situada en las afueras, todo permanece en silencio. En el gineceo encontramos a la niña dormida en su cama y su madre acostada junto a ella. Nada como el amor de una madre, puro y desinteresado. —¿Qué opinas? —Parece que empieza a mejorar, está noche también la llevaré conmigo. —Me parece bien. Suavemente le puso su mano en la frente para llevarla a los sueños, tan necesarios y tan infravalorados. Soy el dios de la muerte, comprendo la necesidad de mi trabajo para mantener el orden en el mundo pero no por ello lo disfruto, menos cuando me toca llevarme a un alma tan inocente. Los humanos deben tener una larga vida en la que disfrutar, aprender, encontrar el amor, formar una familia y cuando sean mayores llevármelos. —Bueno hermano aquí nuestros caminos se separan hay que seguir trabajando —él desplegó sus imponentes alas y salió volando en dirección a la ciudad. Mi camino me lleva en la dirección opuesta, a una pequeña aldea no muy lejos de allí, a un hombre cuyos días habían terminado. No cabe duda que era un hombre muy querido, cuando llego al lugar, todos lloran su pérdida. Su cuerpo está perfectamente tendido en la pila funeraria, con su óbolo, para el Barquero, colocado en la boca.
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—Levántate, es hora de partir —con mi mano en su pecho despego alma y cuerpo. A mi lado, su alma incrédula, mira el cuerpo donde antes habitaba. Puedo notar su depresión al ver como prenden la pila funeraria con su cuerpo ante él, su anhelo de volver con sus seres amados. —No puede ser, tengo que volver. No estoy preparado. —Nadie lo está pero llega y hay que asumirlo. Contemplo como a cierta distancia flota entre los asistentes, no pueden verle ni oírle pero él observa sus tristes rostros antes de marchar. Poco a poco va aceptando su dicha. —Esto es el fin, no volveré a verlos. —No, es un principio. Volverás con ellos, pero ahora vuestros caminos se separan. Parecía un buen hombre. Me gustaría darle más tiempo para que pueda ver a quienes ama por unos momentos más pero una de mis mensajeras (una mariposa) ha llegado para avisarme que debo ir a otro lugar, en pleno corazón de Atenas. Nada más llegar contemplo un terrible suceso, un muchacho yace muerto en plena calle. Crueles Hermanas del Destino, cómo podéis ser tan desalmadas al hilar así el destino de este mortal, hicisteis que el destino de este joven acabara tan pronto y de una manera tan cruel. Volvía a casa después de su jornada e hicisteis que chocara con un carruaje. Como simplemente se trataba de un esclavo solo veo a su madre llorando su pérdida. Una escena desgarradora. Mi corazón está lleno de tristeza, pese a ser un dios me siento impotente. Tengo que llevármelo es mi deber. Ojala pudiera devolverle a la vida, lo único que puedo hacer es dejar a su madre un óbolo y dinero para el sepelio. Así al menos podrá darle una despedida como se merece y él cruzará el Estigia. —Levántate, es hora de partir. Su alma me mira temerosa, no es capaz de asimilar lo sucedido. —He venido a llevarte conmigo. —No, no puede ser. Soy muy joven, quiero irme a casa —se lamenta mientras ve a su madre que sigue lamentando su pérdida— Mamá, protégeme, no dejes que me lleve.
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—No puede verte ni oírte pero no temas, ella te acompañará cuando llegue su hora. —Tenía tantos sueños, quería hacer tantas cosas, conseguir mi libertad casarme, tener hijos, poder criarles en un bonito lugar y que ellos me den nietos. Ahora solo me espera un mundo de oscuridad. Esas palabras me conmueven el corazón, puedo sentir su pesar. La vida no ha sido justa con él, ha nacido y muerto como esclavo sin poder conocer otra cosa. —No temas al lugar al que vas no hay esclavos, hombres, mujeres y niños son tratados igual. Al principio resulta muy tenebroso pero con el tiempo descubrirás que es un lugar donde ser feliz. —No estás solo muchacho. Me llamo Andreus y haremos el viaje juntos, así será mucho más llevadero. —Dion. Veo como pone su mano sobre él. Eso le da fortaleza. En ese momento viene otra de mis mensajeras. —Tal vez pueda haceros el viaje más sencillo. Os llevaré a un lugar tan bello que solo habréis visto en vuestros sueños. Despliego mis imponentes alas negras dejando atónito al pobre Dion. Me los llevo conmigo mientras sobre vuelo la ciudad hacia Tebas. Los mortales siempre se quedan impresionados al ver las ciudades vistas desde las alturas. No es para menos es un espectáculo muy hermoso, incluso una ciudad tan imponente se ve como algo insignificante. Hace ver lo pequeño que es uno comparado con la inmensidad de la creación. Son esos mágicos momentos los que hacen que muchos se olviden que han muerto y se sientan más vivos que nunca. Por fin llego a mi destino y encuentro a Hypnos esperándome a los pies de la cama. Esta vez es una anciana que duerme plácidamente. —Te estaba esperando. —Empecemos. Ambos ponemos nuestras manos sobre ella y comienza el debate. En este caso no hay mucho que debatir, su alma pertenece ya más al reino de los muertos que al de los vivos. Solo queda hacer una cosa. —Levántate, es hora de partir.
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Suavemente el alma se despega de su cuerpo. Una vez frente a mí no muestra ningún tipo de temor o confusión solo veo satisfacción, esperanza. —Por fin ha llegado mi hora. Vaya veo que la Muerte es más hermosa de lo que me había imaginado —dice mirándome fijamente. —Espera, ¿no tienes miedo? —pregunta incrédulo el pequeño Dion. —¿Por qué? esto era algo inevitable, he podido disfrutar de una larga y próspera vida. Ahora lo único que me apetece es poder encontrarme con mi marido, mis padres. —Sabias palabras pero antes quiero llevaros a un lugar muy especial. ¿Te vienes hermano? —No, cuando acabe iré a ver a alguien muy especial. —Que el destino te sea propicio. Dicho eso desaparezco con las almas que he recogido esta noche y aparecemos en el Jardín de las Hespérides. El lugar está oscuro y en calma, solo se ve una pequeña fogata donde juegan a su alrededor las ninfas. —Hermanas, Tanatos está aquí —dice una de las hijas de Atlas. Al escucharlo una usa sus poderes para hacer que las luciérnagas iluminen el jardín, las demás traen todo tipo de manjares y los colocan cuidadosamente en una mesa cercana. Mis acompañantes quedan impresionados al ver tanta belleza. Seguramente solo hayan visto un lugar así en sus sueños. No puedo devolverles a la vida, pero mis poderes de dios me permiten hacer que tengan un cuerpo durante unas horas en las que sienten estar en el Eliseo. Mientras disfrutan de unos momentos de merecido descanso me siento tranquilamente bajo un árbol a contemplar esa hermosa escena. Como disfruta el pequeño Dion viendo a las ninfas danzar mientras prueba manjares que seguramente no habrá probado en su corta vida de esclavo. —Es un bonito detalle, no sabía que hicieras estas cosas —me dice el alma de la anciana mientras se sienta a mi lado. —Nadie debería vivir encadenado ni verse privado de su vida a edad tan tempana. —Sabias palabras. ¿Cómo es el sitio al que vamos? —Distinto. Es mejor que lo conozcáis por vosotros mismos.
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—¿Es cierto eso que dicen de un lugar de tinieblas y oscuridad? ¿Podremos ser felices? —Eso solo dependerá de vosotros —vuelvo a mirar el banquete con Dion y Andreus acabándose copa tras cop—. Ahora ve a disfrutar, no te queda mucho tiempo y aún os queda el trayecto con el Barquero. La mujer va a disfrutar de la fiesta, mientras espero el amanecer de un nuevo día. —Es hora de irse la noche llega a su fin. Con pesar se despiden de las hespérides que tan bien les han tratado. Tomo sus almas, desaparezco del lugar apareciendo en las orillas del río Estigia. Un triste lugar, siempre oscuro con una densa niebla que a cualquiera le pondría los pelos de punta. Además por el lugar rondan figuras sombrías sin rumbo fijo. —¿Quiénes son? —Las almas de aquellos que no tuvieron la suerte de recibir un entierro digno, deben vagar por estas orillas durante cien años o hasta que alguien les haga los correspondientes ritos funerarios. —Que injusto. —Puede ser. Pero qué son cien años comparado con la eternidad. —Gracias por todo. Una vez te ha llegado la hora la muerte no es algo tan terrible como imaginaba. —No, no lo es. Ahora tengo que marcharme, adios. Puedo oír como se acerca el barquero mientras me alejo volando del lugar. Ahora subirán a su barca dirección al inframundo. Son curiosos los mortales, cuando viven creen que vengo para anunciarles su final pero una vez me presento ante ellos muchos acaban viéndome como el que marca un principio a una vida distinta. Una, que al igual que la que acaban de vivir, tienen que luchar y aprender si quieren ser felices y no convertirse en almas atormentadas para la eternidad. Porque como ya he dicho eso dependerá de las decisiones que tome cada uno.
LUCAS VILLAGRÁ ORDOZGOITI
España
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esperté por el grito de mi madre que pedía a mi papá que se levantara a la ventana y viera quien era el que hacía aquel extraño ruido. Era de noche, no sé precisar si esta noche representaba las últimas horas del días que desfallecía o las horas neonatas del
siguiente.
No recuerdo ni siquiera si tenía cuatro, cinco o seis años, de las pocas cosas que recuerdo es el escalofrío que sentí desde la punta del pie hasta la última fibra de pelo que tenía en mí. Recuerdo las lágrimas de miedo de padre al asomar la cara a la ventana, las gallinas en el patio espantadas, el mugir de las vacas en las ordeñas y el ladrido implacable de los perros que solo era comparado con una herida sonora que se infringe en la zona interna del oído y se presenta en la piel como escalofrío. A la muestra de mi primer llanto de miedo, mi madre corrió a abrazarme y mi papá, congelado en la ventana, parecía una estatua a la cual el tiempo ha petrificado más y más. El sonido continuaba, se tornaba en un subir y bajar de decibeles tamaño industrial, y su naturaleza, similar a la de un riel de vía, arrastrado por el pavimento reseco. Era junio, los calores y la resequedad de la tierra daban un eco catedrático a aquel rechinido que invadía toda la habitación compartida. El caos siguió: rechinido, llanto, vacas, perros, llanto, rechinido, otro niño llora en alguna otra casa, gallinas, perros, llantos, los puercos de la vecina también tenían este miedo que te invitaba a emprender la carrera, llantos, rechinidos y entre todo este océanos de ruidos, mi padre era el único que no emitía ni el sonido de la respiración y mi madre, abrazándome, gritaba con los galopes que su corazón podría seguir dando. Perros, rechinidos, llantos, vacas, puercos, ni siquiera los grillos daban tranquilidad esa noche, puercos, llantos de niños, gallinas, perros, ¿Qué sucede abajo, Rubén?, rechinidos, perros, No hay nada en la calle, gallinas, llantos, el corazón de mi madre a salir corriendo de su pecho, cada vez tengo más miedo, rechinidos que te llenan la piel de cualquier sustancia menos la de la tranquilidad, la amarga respuesta que no hay nada en la calle que atormente la atmosfera, alguien golpea la puerta con desesperación, el terror de los animales crece y crece como la espuma, alguien golpea la puerta de la calle y del balcón, está afuera, pero no hay nadie que esté afuera y golpee la puerta, mi padre sigue congelado en la ventana, han sido segundos que parecen eternos y después, el
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silencio. Ni un animal volvió a emitir sonido alguno, el corazón de mi madre sigue en su danza a capela, mi llanto empieza a cesar y mi padre se recuesta en la cama sin dar explicación alguna y no se vuelve a levantar. Lo supimos cuando pasaron los años, ese sonido que se arrastraba y todo el terror, no estaba en la calle: era la muerte y estaba en nuestro cuarto.
HACHEN ROBLES
México
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e comenzado a desarrollar habilidades impensadas desde que estoy aquí. Como si una fuerza que desconozco afectara mi organismo de una manera imperceptible. Así, presiento la luz roja que en tres segundos alumbrará mi cuarto. La siento venir. Y después estoy
como dentro de una pecera en la que han inyectado sangre. La luz al principio se mueve, como si fuera un fluido y se desplaza con una lentitud exasperante. Luego la pared desaparece. La apertura hacia la sala contigua actúa como una invitación. Hace poco comprendí que al principio no recordaba nada. Que mi rutina no tenía un origen, o que nunca podría determinarlo y que esto último y lo anterior al fin y al cabo querían decir lo mismo. Esto es un circo. Un maldito y condenado circo. Cada día hago las mismas cosas. Subo al escenario y veo sus caras chatas saliendo de la penumbra como fantasmas pigmeos. Dos de ellos, uno a cada lado del escenario me guían a palazos para haga lo que el público debajo requiere. Me piden que gire, que dé saltos, que me arrolle como un ovillo, que me pare sobre las manos, que finja atacarlos. Yo, sin verlos del todo, entiendo que se ríen, que comentan, que les comunican órdenes exóticas a los guardias. Podría hacer como algunas veces y negarme a ingresar en el escenario. Pero entonces me corregirían a palazos. Claro, ellos no saben que he comenzado a recordar. Que cada día aprendo un poco más de lo que necesito para liberarme. Mantengo mi secreto como una ventaja táctica. Pero hay algo más. He logrado roer una de las varas de metal que sostienen mi catre. Si aún se produjera la amnesia, nunca hubiera completado este trabajo de hormiga ya que cada día olvidaría la labor realizada. Hoy he desprendido un trozo de metal del tamaño y la forma que necesito. Presiento la luz y el ambiente de acuario. La pared se abre y veo el escenario. Los dos pequeños guardias se asoman ante mi retraso de segundos. Entonces me decido. Actúo diferente por primera vez desde hace mucho. Doy un largo salto hacia el escenario, tomo al hombrecito de la izquierda por el cuello y clavo mi improvisado puñal en su vientre hasta que siento que estoy por atravesarlo. Su sangre espesa y de un ligero tono verdoso me salpica la cara. Escupo su sabor áspero y amargo. Arrojo su cuerpo de niño sobre el otro que desde la derecha parece petrificado. Siento el revuelo en las graderías. Como ratas abandonan el barco apenas suena el primer cañonazo. Avanzo hasta el borde y antes de descender dejo salir toda mi furia en un
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largo y contenido alarido. Entonces salto sobre ellos. Y deslizo puñaladas a diestra y siniestra. Corto pequeños brazos, cabezas con forma de pera, globos oculares del tamaño de una mano, pequeñas y contraídas costillas. Me baño en ese líquido espeso. Vuelvo a gritar. Esta vez vocifero. —¡Soy un humano, hijos de puta! ¡Un humano! —y continúo con la carnicería.
ÁLVARO MORALES
Uruguay
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“Nuestras vidas no están en manos de los dioses, sino en manos de nuestros cocineros”.
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Lin Yutang. on el tiempo, uno se acostumbra a la carne humana. Después de cinco días sin comer sientes como te queman las entrañas, ya no quedan fuerzas para hablar y moverse supone un esfuerzo enorme. Lloré la primera noche que me atreví a probarla, no fue por el
pecado, sino por la culpa de que me supiera tan bien. Me prometí no volver a hacerlo, pero las raciones eran tan pequeñas y desde que se acabó la miel es lo único que nos queda. Hace tres años éramos siete mil quinientos millones de personas. Hace un mes ciento un mil doscientos treinta. Hoy solo quedamos dos mil cuatrocientos. “Los esenciales”, nos llamaron. La mitad de nosotros, científicos, botánicos, en su mayoría. Tres octavos, ingenieros. El resto, “los de humanidades”. Es un eufemismo. Enfermeras, médicos, cocineros, maestros y yo. Han dejado un solo escritor. De haber podido elegir hace tres años seguro hubiesen optado por otra persona, Brandon Sanderson, quizá, seguro él contaría la historia mejor. Pero a estas fechas, la verdad es que no tenían mucho de donde escoger. Quien diría que un mexicano terminaría dando el testimonio de lo que le sucedió a la humanidad. Se trata de una capsula del tiempo. El otro documento es un libro que contiene historia de los últimos seis mil años de la humanidad. En este narraré lo que nos llevó a la extinción. Esperando equivocarme y que pueda ser leído en cincuenta años en las escuelas, como vestigio de la vez que la humanidad casi se extingue. Aunque he escuchado que el gobernador tiene planes de mandarlo al espacio, lo cual no es muy alentador. II El escritor relee su texto. Niega con la cabeza y decide borrar el último párrafo. Se levanta de su silla, se estira. Sale de la habitación y camina por el largo pasillo que da a la cocina. Observa al cocinero, a quien conoció como un hombre gordo y de áspero bigote grueso. «No es ni la sombra de lo que fue». El hombre frente a él está en los huesos, se muestra rasurado y ha perdido casi todo el cabello. Le sirve un pedazo de carne seca y un vaso con agua. —¡Gracias!
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Un hombre de anteojos, delgado y moreno, le hace una seña para que se acerque. El escritor se sienta a la mesa con él. —¿Cómo va nuestro best-seller? —Hago un esfuerzo por contarlo en tres páginas. —Deberías demorarte un poco. He escuchado algunos rumores —el hombre moreno le da un mordisco pequeño a su carne, y lo mastica en repetidas ocasiones. «Si masticas un minuto cada bocado, tu cerebro queda más satisfecho». Recuerda uno de los primeros mantras que le hicieron aprenderse tras la crisis. —Yo también escuché los rumores —dice. —¿Ya lo has aceptado? —¿Cuánto crees que nos quede? Mi carne les dará cuando mucho tres días más. —He hecho algunos cálculos. De tres meses a un año. Aunque yo todavía espero un milagro —dice sosteniendo el crucifijo que pende de su cuello. —¿Recuerdas esa historia, dónde multiplicaba los panes? —Eran panes y peces —dice el hombre del crucifijo tras una breve carcajada. —Si alguien pudiera hacer eso, sería mi Dios. —¿Aún no crees? —Creo que terminaré mi trabajo mañana. —Para ellos cualquier texto está bien narrado. Casi me hacen extrañar a los críticos. —Fueron los primeros en morir —otra carcajada. —¡Y los psicólogos! —ambos rieron. El escritor termina su carne. Recoge los platos de ambos y va a la cocina. Ahí le espera una pila de trastes sucios. Comienza a lavarlos mientras canta. Papas y papas para mamá, las quemaditas son para papá. Papas y papas para… —¡Escritor!, ¿qué es lo que cantas? —pregunta el cocinero quien vierte sal sobre una bandeja con carne. —Mi madre me la cantaba de niño, justo antes de la comida. —Jamás la había escuchado. —¿Qué te cantaba tu madre?
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El cocinero carraspea y empieza a cantar. It is lunch time I can´t wait I can’t wait To grow big and strong To grow big and strong I clean my plate I clean my plate. —Es muy bella. —Mamá cantaba hermoso. Ambos guardan silencio. Continúa lavando trastes hasta terminar. Mientras está secando el último plato, el cocinero se acerca a él y lo abraza. —Te voy a extrañar escritor. —Más te vale que me cocines bien —dice, esforzándose por esbozar una sonrisa. El cocinero besa su frente y asiente con la cabeza. III Alguna vez fuimos una especie prospera y fecunda. Conquistamos cada rincón de la tierra y exploramos buena parte del mar. Aumentamos nuestra esperanza de vida treinta años el último milenio. Exploramos el espacio. Éramos ambiciosos, ese fue nuestro error. Teníamos lo que necesitábamos en casa, pero siempre queríamos más. La llegada a Marte fue un evento mundial. Ya habíamos mandado robots, muchas veces, pero la NASA tenía la obsesión de crear una colonia en el planeta rojo. Los políticos y empresarios se frotaban las manos ante la posibilidad de convertir la colonización de planetas en un negocio rentable. Por aquellos días mucho se decía que nuestro fin sería gracias al calentamiento global y la contaminación del planeta. Esa hubiese sido una mejor forma de extinguirse. Yo la hubiese preferido. Amanda Ritger fue la primera persona en Marte. Cuando volvió a la Tierra trajo consigo una bacteria en su traje espacial. Una que se multiplicaba con el dióxido de carbono. Pronto las plantas se vieron afectadas, lo
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curioso es que no las mató. Pero las hizo nocivas para nuestro consumo. El primer mes, murieron once millones de personas. Los siguientes tres meses, veinte millones más. Lo peor es que también afectaba la carne de los animales que las comían. Fue el fin de la cadena alimenticia. El mar tardó más en contaminarse y por un tiempo sobrevivimos gracias a la pesca. Pero nada dura para siempre. La cena de navidad del primer año fue con comida enlatada, pero también se terminó. Por aquellos días los gobiernos del mundo se habían declarado incompetentes y cada persona debía cuidar de sus bienes por sus medios. El gobernador Axelrod dejó que todo esto sucediera, después del caos nos ofreció seguridad. Fueron por el mundo invitándonos a ser parte de la nueva nación mundial. NovaTerra le llamaron. Sobrevivimos un tiempo con miel de abeja. No se pudre, aunque por obvias razones, solo pudimos disponer de la que fue empaquetada antes del regreso de Amanda Ritger. Quiero aclarar que ella no es la culpable del destino de la Tierra. Ella hacía su trabajo y no merecía el odio que generó, ni debió morir de esa manera. IV El escritor se levanta de la silla. Se estira. Luego camina hacia el interruptor y apaga la luz. Se acomoda en su cama y cierra los ojos. Frente a él se aparece un jinete montado sobre un caballo blanco. Es una mujer que viste de oro, tiene una corona sobre su cabeza y un arco en las manos. El escritor sabe que ha venido a matarle y antes de que suelte la primera flecha comienza a correr. Ella le persigue por los pasillos del edificio de humanidades en NovaTerre, que de un momento a otro se convierte en un enorme desierto. Un charco de brea aparece como un obstáculo, pero sin pensarlo mucho el hombre salta y logra llegar al otro lado. La mujer, por su parte, fracasa y cae en el charco hasta hundirse y desaparecer. El escritor está por sentarse a descansar cuando ve a un segundo jinete que alza una espada. Es un hombre con la cara quemada, su caballo es de color rojo y viste armadura de plata, a juego con la de su jinete. El escritor emprende la huida, en lo que el desierto se transforma en una ciudad en ruinas. Hay explosiones por todo el lugar. Un espejo aparece frente a ambos, el hombre se apresura para atravesarlo, pero el jinete se detiene y comienza a matar a su caballo. Ahora el escenario es polar. Todo a su alrededor es nieve. El hombre siente frío y hambre. Pero debe seguir corriendo.
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Un tercer jinete ha aparecido. Un hombre calvo y moreno, delgado como un esqueleto pero con el vientre abultado. Sostiene en una mano una balanza y en otra un arpón. Su caballo negro como la noche galopa en la nieve blanquísima. El hombre corre, pero le quedan pocas fuerzas, justo cuando esta por ser alcanzado resbala y cae. La nieve descubre un champiñón. El hombre lo ve y lo sostiene en su mano un momento antes de tragarlo. Entonces crece y logra el tamaño de un edificio y con su palma aplasta al tercer jinete. V Unos días antes de que la comida se terminara comenzaron a plantearnos la idea del canibalismo. Los argumentos más populares era que algunos animales también lo hacían —después de los primeros seis meses se extinguieron todos los mamíferos, reptiles, aves y anfibios; los peces un par de meses más tarde— como las serpientes, el tiburón toro, incluso mamíferos como los perritos de pradera. El segundo argumento que usaban era su sabor, “sabe a carne de puerco” decían. A mí siempre me ha sabido a sal. Pero claro, esto es porque la secan para preservarla y controlar las raciones. Aún recuerdo los tiempos de los bufetes, donde por ciento veinte pesos podía servirme comida cuantas veces quisiera. El primer día que se ofreció carne humana en los comedores nueve de cada diez personas se negó. Para el segundo día, solo la mitad de la población no había querido probarla. Yo duré cinco días antes de probar bocado. Y supe de una chica de ingeniería que después de catorce días se resignó a vivir comiendo la carne humana. Uno se acostumbra. Poco a poco el tabú desaparece. Los insectos fueron los mejor adaptados a este nuevo mundo. Mutaron para seguir consumiendo de las plantas. Pero nosotros no hemos podido hacerlo. Una vez que un ser vivo come de las plantas contaminadas este también se contamina, por lo que el consumidor secundario también morirá. Es debido a esa cualidad de la bacteria que nos extinguimos tan deprisa. Seis mil años de historia mandados al olvido en menos de cuarenta meses. Esto es todo. Hasta aquí el relato alcanza al presente. Si estás leyendo esto, significa que has podido decodificar nuestro lenguaje. No sé cómo sea tu especie, pero permíteme darte un consejo: Preocúpate más por disfrutar lo que tienes que por
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ambicionar lo que no. VI El escritor niega con la cabeza. —Es demasiado cursi —dice, antes de borrar el último párrafo. Cierra los ojos. El recuerdo del último sueño viene a su mente. Ve al jinete del caballo negro. La nieve a su alrededor. El hongo. Comienza a sudar. «¡El hongo!». Revisa la hora. Son las cuatro con veinticinco. «Aún no amanece». El sueño vuele a su mente, tan vívido como la primera vez. El hombre se levanta. VII Hace dos días que abandoné NovaTerra. Tuve una epifanía. Tomé todas las raciones que me cupieron en la mochila y un crucifijo que me encontré en la cocina. Ahora creo. Salí minutos antes del amanecer, no sin antes comerme una doble ración. Mi cuerpo se llenó de energía y aunque me persiguieron, no pusieron alcanzarme. No importa. Volveré pronto. Viajo rumbo al norte. Sigo soñando con el hongo.
J.R.SPINOZA
México
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Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, solo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas. Pablo Neruda
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I l dolor lo saca del estado de semiinconsciencia. Hay yuyos muy altos alrededor; trata de recordar qué pasó. Desabrocha el cinturón de seguridad, y ve vidrios por todos lados Está en la cabina de su auto, si lograra abrir la puerta, podría… El dolor es ahora una cuchillada
en su pierna izquierda. Quedó atrapada entre el asiento, fuera de su eje, la puerta y el panel de comandos, quebrado a la altura del volante. El auto está en una pendiente. Algo impide que se desbarranque, pero no sabe qué es. Tal vez algunas raíces o uno de esos peñascos. A través de la abertura del parabrisas destruido, ve el capó abollado y el aceite del motor marcando un camino al precipicio que no quiere transitar. Es mejor relajarse y no moverse. Un sobresalto le paraliza el pecho cuando el auto, luego de un crujido, se mueve un poco. Lo mejor sería bajarse, separar el destino del coche y el de él. La puerta está trabada y su pierna dolorida totalmente fuera de eje; no le hace falta ser médico para saber que está fracturada ¿Qué pasó? Cierra los ojos, y a su mente viene un camino de tierra, el sol de costado sobre su ventanilla. ¿Se habrá quedado dormido? ¿No vio una curva? No puede recordar. Busca el teléfono en su campera. ¡No hay señal! Pareciera que el destino no tiene una sola buena para él. Grita con fuerza por si alguien anda por ahí, pero solo escucha el ruido del viento y el piar de pájaros. El celular tiene poca batería, en poco tiempo se va a apagar, pero ve en la pantalla principal el widget de un mapa. Lo abre. Tiene el recorrido entre Jesús María y Ongamira, por la ruta provincial 17. ¿Ongamira? Como relámpagos aparecen las imágenes en su mente. ¡Sí! ¡Allí iba! ¡A buscarla! ¿Cómo que no iba a volver? Si su contrato en el hotel se había terminado. Además ella sabía que él la esperaba ansioso. Seguro que el atorrante de su jefe le está haciendo la cabeza. Nunca lo tragó. Se
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acuerda bien como la mira. Y ahora está atrapado en este podrido auto sin saber cómo ni cuándo alguien lo encontrará. Claro que esto le pasa por atolondrado. ¿Cómo se califica a un tipo que se manda por un camino poco transitado sin avisarle a nadie que irá por ahí? Podía haberle avisado a ella que iba a buscarla, por lo menos se preocuparía cuando no llegara. Tampoco le contó al despistado de Aníbal, su compañero de cuarto. Nadie sabe siquiera que viajó. Mucho menos a dónde. La calificación no deja lugar a dudas: ¡Es Boludo! Los pómulos y la frente le arden. Se toca despacio y descubre en su mano trocitos de vidrios y sangre. Igual es la pierna lo que más le duele. La rodilla está muy hinchada. Debe haber algo que pueda hacer, piensa, pero no se le ocurre nada. Prueba la bocina. ¡Funciona! Tocándola en forma intermitente tal vez alguien la escuche. Comienza a sentir hambre y sed. Muchas veces pensó que debería llevar en el auto una botella de agua a mano y algo comestible, como un alfajor o galletitas. En realidad le pasa cuando lo necesita. Entonces se promete hacerlo para volver a acordarse cuando le vuelve a pasar. ¡Como ahora! Busca en su riñonera. ¡Tiene pastillas! Algo es algo. II Anochece. Todo alrededor pronto se pone negro. Gira la llave del auto en contacto y prueba las luces. Mientras la batería tenga carga iluminará y tal vez alguien note la luz. ¿Se verá el auto desde el camino? ¿O quedará escondido por los yuyos? Si no se ve, nadie lo va a encontrar. Si pudiera salir buscaría maderas y haría una fogata. Tal vez así alguien la vea. ¿De qué sirve pensar en alternativas imposibles? ¿Será este su final? Tal vez en algunos años encuentren el auto con el esqueleto adentro y se harán un montón de conjeturas. ¿Quién lo mató? ¿Ajuste de cuentas? ¿Crimen pasional? Un poco de humor negro o resignación. Comienza a tener sueño. III Abre los ojos. Ya amanece. Mira su reloj: las cinco y media. Los faros todavía iluminan. Corta el contacto para guardar un poco de batería. ¿La pierna le duele menos o se acostumbró al dolor? Las pastillas se acabaron. Una bandada de cotorras
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pasa chillando, y de pronto escucha un ruido que le suena a la mejor música: ¡ladridos! ¡perros! ¿Podrá ser que vengan acompañados de humanos? Comienza a gritar y toca bocina con el último aliento de voz y de la batería. Alguien grita: “¡Por acá! ¡Por acá!” mientras los sollozos se le amontonan en la garganta.
OSVALDO VILLALBA
Argentina
Blog:www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar
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M
i hermano y yo nos llamábamos por teléfono una vez a la semana, aproximadamente, y nos veíamos cada mes o cada dos meses, dependiendo de la importancia del motivo que nos reuniera. Aquella mañana de domingo era como muchas otras
mañanas de domingo en las que iba a comer a su casa, solo que esa vez el motivo era más importante que nunca, urgente incluso, aunque mi hermano no lo supiera y creyera que iba a ver su coche nuevo. Mi hermano vivía en las afueras de la ciudad a unos veinte kilómetros, en una preciosa urbanización de chalets de vegetación exuberante. Cuando llegué, se encontraba en el jardín sacando brillo al brillo del coche. En cuanto me vio vino a por mí y me puso delante del coche. —¿A que es precioso? —dijo emocionado y orgulloso. Contesté que sí por educación. Desde luego era bonito, de un rojo brillante que casi cegaba por la intensidad del sol. Parecía bastante amplio y muy cómodo. Pero precisamente en ese momento en lo último que pensaba era en su coche. Casi desde el principio había hecho oídos sordos a la retahíla que comenzó de golpe con las características técnicas mientras me abría el motor para que viera las piezas de las que me hablaba y que yo no distinguía dónde empezaban unas y acababan otras en aquel laberinto de cables, gomas y hierros retorcidos. —Deja a tu hermana tranquila, pesado —dijo mi cuñada que salía del chalet limpiándose las manos en un mandilón—. Desde que se ha comprado el coche no hay quien le aguante —y esbozó una sonrisita irónica. —Vamos a probarlo —propuso mi hermano como una cuestión inevitable. —Ya iréis después de comer —contestó mi cuñada un tanto despreciativa y tiró de mí hacia el chalet. Antes de que entráramos aparecieron mis sobrinos. Venían del jardín posterior. Llevaban entre los brazos algo envuelto en una toalla y caminaban con mucho cuidado, a pasitos cortos, como si temieran dañarlo. —¡Mira, tía! —exclamaron al unísono en un grito contenido para no molestar a aquello que llevaban entre los brazos y que parecía tan delicado. En cuanto llegaron hasta nosotras retiraron una esquina de la toalla y apareció la frágil cabecita de un cachorro de perro que con sus ojillos húmedos miraba a todas
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partes a la vez asustado y expectante. —Se lo tuvimos que regalar —dijo mi cuñada—. Estaban empeñados en tener un perro y quién se lo iba a negar, después de que su padre se diera el capricho del coche. En cuanto llegamos a la cocina lo primero que hizo mi cuñada fue enseñarme su horno nuevo. —Lo estreno hoy —dijo satisfecha—. Estoy preparando unos besugos. Esperemos que salgan bien. Mi cuñada era una gran cocinera. Le gustaba cocinar y disfrutaba con que la vieran cocinando. Se movía por la cocina como un capitán en el puente de mando de un gran buque. Y desde luego aquella cocina se parecía más a esto último que a cualquier otra cosa. No le faltaba ningún electrodoméstico por sofisticado que fuera. Todos además de última tecnología. Y el horno era la guinda que coronaba su pequeño imperio. Mientras me hablaba de sus excelencias me abstraje en mis propios pensamientos. Había meditado largamente si ir o no aquella mañana. Por un lado se les veía tan felices y satisfechos de sí mismos, pero por otro yo tenía tanta necesidad de hablar con mi hermano, que casi sentía remordimientos por haber ido a enturbiar su paz con mis problemas. No tardó mi hermano en llegar e insistió en que fuéramos a dar una vuelta para probar el coche. Se le veía decidido y era absurdo resistirse. Salimos a la carretera general. Hacía calor y puso el aire acondicionado. —En unos minutos estará como una nevera —dijo. No sabía si decírselo entonces o esperar otro momento. Le había dado infinidad de vueltas a la idea de contárselo. Si se lo decía le afectaría y quedaría igual de amargado que yo; si no, tarde o temprano se enteraría y acabaría por reprocharme que no se lo hubiera contado. Así pasé semanas hasta que me decidí. Llegado entonces el momento, mejor soltarlo cuanto antes. Para eso había ido y no para ver su coche recién comprado. —El otro día estuve en el médico —dije. —¿Qué te pasa? —Me hicieron un chequeo completo. Fui a recoger los análisis.
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No debía fumar. Me lo había prohibido el médico de forma terminante. De todos modos encendí un cigarrillo. Mi hermano pulsó un botón del cuadro de mandos y dejó al descubierto en el salpicadero un cenicero. —Los detalles del salpicadero son todos de madera auténtica —dijo pasando su mano por ellos. —Estoy muy enferma. Me miró incrédulo. —No puede ser. Tienes un aspecto estupendo. Había una pequeña retención en la carretera. Un par de coches se habían alcanzado y permanecían en la cuneta, abollados. No parecía que hubiera heridos. —Este es el coche más seguro del mercado —dijo mi hermano confiado—. Tiene ABS, doble airbag, barras laterales de protección, tracción selectiva a las ruedas... En la primera pausa que hizo para respirar le interrumpí. —Me han detectado una enfermedad incurable. Mi hermano se quedó callado un instante como si estuviera valorando la situación. —Lo que tienes que hacer —dijo— es echarte novio. Te lo he dicho mil veces. Así estarías distraída y no pensarías en enfermedades. La lenta marcha de un camión provocó que redujéramos la velocidad. Durante unos minutos circulamos tras él. A la primera oportunidad mi hermano lo adelantó en un palmo de terreno. — Tiene un reprís impresionante —dijo. No podía más. Apagué el cigarrillo. — Me han dado tres meses de vida —contesté seca. — No digas tonterías —saltó mi hermano—. También te dieron tres meses cuando te ahogabas y era una simple alergia, o cuando te salió aquel sarpullido por todo el cuerpo y resultó ser una vulgar intoxicación alimentaria. No entendía por qué no quería creerme. No era eso, precisamente, lo que había ido a buscar. Era mi hermano, mi única familia, la única persona que me podía dar algo de apoyo y cariño. Grité desesperada. —¡¿Es que no lo entiendes?! —se hizo un silencio—. Me voy a morir. ¡Me voy
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a morir! Con una maniobra brusca y un frenazo mi hermano detuvo el coche en el arcén. —Todos nos vamos a morir tarde o temprano —dijo furioso—. Pero mientras nos llega nuestra hora la medicina lo cura todo. Hoy en día solo nos morimos de viejos o por un accidente. Y no quiero, escúchame bien —y esto lo dijo señalándome con un dedo admonitorio—, no quiero que vuelvas a hablar nunca más de esto. Pareció calmarse y continuó sin dejarme replicar. —Y ahora nos vamos a ir a casa y vamos a comer tranquilos. Luego tomaremos café y pasaremos una larga y agradable sobremesa. Y en el futuro viviremos en paz y sin sobresaltos. Volvió a la carretera de camino a la urbanización. Sentía unas irreprimibles ganas de llorar. Giré la cabeza hacia la ventanilla para que no me viera los ojos humedecidos por las lágrimas. En el cielo comenzaban a acumularse grandes nubes grises y negras.
JOSÉ LUIS CUBILLO
España
IMDB: https://www.imdb.com/name/nm0190924/ Linkedin: https://www.linkedin.com/in/jos%C3%A9-luis-cubillo-fern%C3%A1ndez-1347a0/ Facebook: https://www.facebook.com/pages/Película-al-estilo-Jafar-Panahi/435471639892055
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a vida es como un collage de momentos pegados a nuestra piel con la Plasticola seca de los sentimientos. Esa era la sensación que había vivido con Julieta a partir de aquel momento en el cual nos cruzamos en el subte. Ella venía con su mochila abierta y yo le advertí que
cualquier punga podía quitarle alguna de sus pertenencias sin esfuerzo. —Solo llevo la fotocopia de un libreto —me dijo, un tanto ruborizada. Al toque le dije que era profesor de teatro y que tenía frente a mí los ojos más hermosos que había visto en mi vida. Ella se puso colorada, sonrió y no paró de contarme cuánto hacía que venía estudiando el papel de la infanta Estrella y que en un par de meses estarían estrenando “La vida es sueño” en un teatro de Lanús. A decir verdad, yo nunca fui profesor de nada, a tientas había terminado la primaria y con muy malas calificaciones, pero siempre tuve la facilidad de inventar cosas rápidamente para poder entrar en confianza con las minas. Por ejemplo, cuando me crucé por primera vez con Mercedes y me preguntó dónde quedaba el hospital Rivadavia le conté que, cuando era joven, había trabajado de tachero y conocía a la perfección dónde quedaban todos los nosocomios de Buenos Aires y alrededores. O cuando a Mónica le di el asiento en el bondi: vi que llevaba un sobre de esos enormes que contienen radiografías y le dije que era médico neumonólogo con tal de iniciar una conversación e ir encontrando los recovecos en sus palabras con el único objetivo de llevarla a la cama. Pero, como dice el refrán, las mentiras tienen patas cortas y mi veintena de intentos de conquista no habían perdurado más que un par de horas, y muy pocas habían concluido en sexo. Pero como en toda regla hay excepciones, en mi fracasada vida amorosa la excepción había sido Julieta. En aquel corto viaje en subte a Retiro abrió su alma y terminó dándome su número de teléfono, insistiéndome para que la llamara y así podernos ver para hablar de su obra desde la óptica de mi presunta experiencia teatral. El beso que me dio en el borde de la comisura de los labios fue lo que no me permitió pegar un ojo esa noche y salir corriendo a la mañana siguiente a comprar libros de teatro clásico en la librería que está en la avenida, cerca de casa. Hablé con la chica que atiende y me recomendó Shakespeare, García Lorca y —obviamente— Calderón de la Barca que, hasta ese momento, para mí era la calle donde había vivido
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mi madrina, que en paz descanse. Julieta era un ser de otro planeta, hermosa como pocas, y la tersura de su piel hablaba a las claras que llevaba conmigo mucho más que un par de generaciones. Y como en el tablero del amor no podés jugar a chance y solo podés jugarte a pleno, empecé a leer como un loco, hoja tras hoja, los libritos que había comprado para tener tema de conversación en mi próximo encuentro con Julieta. Al igual que Romeo, estaba dispuesto a todo. Debía aprovechar al máximo esta nueva oportunidad que me estaba brindando el destino. Quería ser creíble, no podía defraudarla en esa primera cita que, con tantas ansias, estaba organizando en mi cabeza. Me tomé casi una semana en llamarla. Debía estar preparado. Hasta llegué a repasar algunos párrafos que me habían impactado, para poder usarlos como muletillas y así sorprenderla como el gran profesor que no soy. Me miraba al espejo del botiquín del baño y, con un histrionismo improvisado, interpretaba a mi manera distintos personajes repitiendo una y otra vez esas frases que me gustaban y a las que, en otras ocasiones, no les hubiese dado la mínima pelota. Ese sábado me sentía seguro, con armas suficientes como para simular ser ese profesor de actores que ella sin duda añoraba conocer. La llamé por teléfono y esa misma tarde ya estábamos tomando un café con medialunas en una confitería de Constitución. Ella estaba embobada conmigo, me contaba cómo progresaban sus ensayos y lo importante que era para ella hacer un buen papel en su próximo debut. —¿Dónde enseñás? —me preguntó de pronto. —En... en una... escuela de teatro de Caballito —respondí, tartamudeando un poco. —Tengo un compañero de elenco que se perfecciona en una escuela de Caballito, ¡qué coincidencia! Quizás lo conocés, se llama Mario —arremetió, poniéndome casi entre las cuerdas. —No creo, en Caballito hay muchas escuelas de Teatro, dicen que es el barrio con más actores del país —inventé. —¿Cómo se llama la escuela donde dictás clases? —volvió al ataque, llenándome de preguntas los intestinos. El café ya me estaba causando retorcijones cuando me escabullí diciéndole:
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—Yo daba clases en la Escuela Municipal de Teatro, pero este gobierno de mierda dejó de mandarle fondos y se cerró. Ahora solamente doy clases en mi casa para algunos alumnos avanzados. Así fue como ese lunes vino a casa con un libreto bajo el brazo y empezamos a conversar sobre su grupo y por qué habían elegido esa obra tan compleja. Me había rajado media hora antes de la oficina, de todos modos nadie se iba a dar cuenta si estaba o no. Le hice un té saborizado con arándanos —ella decía que le encantaban— y con una vocecita inocente me suplicó: —¿Vos podrías pasar la letra conmigo? Necesito estar muy segura, no puedo fallar. Esa fue la excusa para volver a citarla en casa todos los lunes, miércoles y viernes hasta que llegase el día del estreno. Esa noche no dormí y me estudié el papel de Segismundo y también el de Astolfo, eran los dos personajes principales que interactuaban con Estrella. Debía seguir con la mentira, estaba obligado. Al fin y al cabo, era una mentira piadosa. ¿Quién alguna vez no ha mentido por amor? El miércoles volvió, tomamos té, repasamos la letra y en el último acto me abrazó, colgándose de mi cuello. Simplemente la besé en los labios y esa fue mi gran oportunidad para llevarla en andas hasta mi habitación. La cama estaba aún sin hacer, pero no importó. Hicimos el amor como adolescentes, y fui muy feliz. Fuimos repitiendo la secuencia casi dos meses. Té de arándanos, teatro y sexo. Ella había saborizado por completo mi vida. Hasta que llegó el día. Esa mañana fui a la peluquería para que me recortaran la barba y mandé mi treintiúnico traje a la tintorería. Yo estaba muy nervioso, y no me podía ni imaginar cómo se sentiría Julieta. Saqué una entrada y me senté en una butaca muy cercana al escenario. El teatro estaba lleno. Estrella —o sea Julieta— aparecía al final del primer acto acompañada de un grupo de damas. Al salir a escena creo que pudo verme, ya que su sonrisa me atravesó por completo. Yo estaba boquiabierto viendo la obra, nunca había pisado un teatro y ahora estaba fascinado. Los actores, la música, los vestidos, todo era mágico para mí. Repetía en silencio la letra a coro con los personajes. Segismundo y Estrella no solo actuaban, había algo raro que excedía el
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escenario, algo que trascendía a los personajes. Era un vínculo invisible muy difícil de descifrar. Por eso sentí miedo y salí de la sala unos minutos antes: no quería ser testigo de esa última escena, de ese último acto. Me quedé en el hall. Pude escuchar el estruendoso aplauso y esperé a que saliera todo el público de la sala. Seguí esperando. Pensé que Julieta estaría festejando con sus compañeros, y esperé un poco más. Esperé hasta cansarme de la espera y fui desovillando el camino a camarines con la idea de felicitarla, de besarla y decirle que la amaba con toda el alma. Al llegar vi su hermosa cabellera. Ella estaba de espaldas fundida en un abrazo con Segismundo, su compañero que ahora no era más Segismundo, y tal vez fuese el famoso Mario, el que estudiaba en Caballito. No pude ver si lo estaba besando, pero en ese momento no me importó. Yo no tenía la propiedad intelectual de todas las mentiras. La gente miente, a veces por amor, a veces por conveniencia, a veces porque sí. Me di vuelta. No quise incomodar, ni a ella ni al grupo, en ese glorioso momento que produce el éxtasis de hacer las cosas bien. Esa fue la abrupta forma en que me di cuenta de que la vida no era un sueño, y que las mentiras no tienen dueño. Para mí fue debut y despedida. A mí me habían bajado el telón de la vida para siempre.
GUSTAVO VIGNERA Argentina
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a ventana era pequeña y la puerta angosta y baja. Mamá decía que era para atajar el fresco, para que se quedara entre las piedras ligadas con la arcilla. La manteca y los chorizos necesitaban el fresco. El pan lo cocinaba en un horno afuera y cuando quedaban rescoldos, tiraba
puñados de almendras, algarrobas y castañas. A mi me tocaba juntar madera y más tarde agua del pozo del pueblo. Mi hermana se había casado, vivía con la suegra. Su niño pequeño jugaba con las piedras del terreno. Ella cosía, cosía muy bien. ¿Yo? Yo trataba de aprender, aunque mis manos eran toscas y lastimadas por astillas, curtidas por el jugo de ciruelas, cuando era la época y me atiborraba de ellas. Nadie las contaba en el árbol, ni las naranjas ni los limones. Los primeros sábados del mes los vendíamos en la feria. Venían de pueblos vecinos, cada uno con lo suyo. Este sábado mamá me dijo que eligiera un vestido, sencillo, sin puntillas ni botones de nácar. No había para tanto. Este sábado vendría un grupo de Faro, con acordeón y panderetas y algunas queríamos empezar a noviar. Este sábado era especial. Un azul límpido lo engalanaba. La luz se filtraba entre las cañas del cerco que protegía la casa de los vientos que venían del mar. Sí, el mar, a los pies del cerro y un poco más. Los hombres bajaban y volvían con pescado: besugos y sardinas, también lupines y vino tinto en damajuanas. Llevaban un burro. El regreso era empinado y la noche una fiesta entre vecinos. Este atardecer nos juntamos madres e hijas con alpargatas en los pies y los de salir en la mano. Mi vestido era celeste con pinceladas de azul, volados en las mangas y alrededor del escote, un cinturón de algodón blanco me entallaba y una hebilla mantenía mi cabello rizado en su lugar. El canto y las risas se escuchaban a lo largo de los tres kilómetros de descenso hasta llegar a la ruta sobre la que estaba construido un galpón basto, con una sola puerta de dos hojas. Dentro, el piso era de mosaicos rojos y negros. Desde allí crecían azulejos rojos y morados con diferentes figuras estampadas, decorando la pared hasta media altura. Contra ella se amontonaban las sillas para las matronas maltratadas por el viaje. Enfrente en un rincón una pequeña tarima para los músicos y dos puertas grandes abiertas, dejando entrar el fresco de la sierra. Cuando arrancó la música, las chicas dábamos vueltas, esperando que los muchachos se integraran. Costó, la mirada afilada de las madres no ayudaba, pero al
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tiempo se formaron las parejas. Yo bailaba con Joaquín, un vecino que conocía y que gustaba de Leonor pero no se animaba a cortejarla. Después de un intervalo en el que fui a tomar jugo, se acercó Joao y no dejó que cambiara de pareja. Su cabello y sus ojos eran oscuros, pero sus ojos tenían esa luz que se filtraba entre las cañas los amaneceres y una fuerza que auguraba cambios, cambios que yo no hubiera soñado. Mi madre estaba contenta, era un buen partido, su familia tenía tierra de labranza, almendros, olivos y también animales, y aunque fueran varios hermanos, alcanzaría para todos. Él aspiraba a algo distinto, no quería ser parte de la avaricia de algunos. Nos casamos en la iglesia blanca de Estoi y dormimos en una cama angosta de una habitación cerrada con techo de juncos, dónde los jadeos escapaban al cielo. Después atravesamos el mar, buscando otras tierras. Yo aprendí con los años a ser feliz de otra manera.
YOLANDA SA
Argentina
Facebook: Yolanda SA
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a doctora Godoy ya lo atiende. Puede esperar allí. El hombre cuarentón y bien vestido le agradece a la secretaria flaca y canosa con un gesto y se sienta en una de las sillas de la sala de espera. Mientras está contemplando una reproducción barata del cuadro El
beso de Gustav Klimt que cuelga de una pared, se abre la puerta del consultorio, sale con la cabeza gacha el paciente anterior y una mujer atractiva, de cuarenta y tantos años, le dice: —¿Castelli? ¿Gabriel Castelli? El hombre sonríe tímidamente, se levanta y se acerca hasta la doctora, quien le extiende la mano para saludarlo. —Bienvenido. La secretaria le alcanza a la doctora una ficha con sus datos. La doctora lo hace pasar. Cierra la puerta y lo invita a sentarse en un pequeño sillón, mientras se acomoda detrás de un escritorio. —¿Usted venía recomendado por…? —le dice, mientras comienza a leer la ficha a la vez que lo mira por encima de sus anteojos. —El doctor Rebollo, mi clínico. Me dijo que usted era la profesional que necesito. Terapeuta y psiquiatra. Dos en uno. Nunca se sabe. ¡Ja, ja! —Bueno, Gabriel. Puede llamarme Elisa. Cuénteme un poco por qué cree que necesita terapia… Castelli traga saliva y se acomoda en el sillón. Siempre había fantaseado con el famoso “diván” para recostarse. Pero quizás sea mejor así, sentados frente a frente. Se da cuenta de que la doctora lo está observando con su mirada filosa estudiadamente seductora. Reprime su impulso de sonreír estúpidamente de nuevo y empieza: —Todo empezó hace ocho años. Yo me había mudado de Buenos Aires a Carlos Keen, cerca de Luján, para descansar en el pequeño campo de mi familia y quería aprovechar para aprender inglés, que era mi asignatura pendiente. Me habían dicho que en las afueras del pueblo vivía una profesora que tomaba alumnos para clases particulares… Gabriel Castelli hace una pausa y verifica que la doctora Godoy lo está escuchando atentamente, con cara de jugadora de póker y su sonrisa estática. Junta
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ánimo y prosigue: —Esta profesora se llamaba Anne. Anne Kelly. Le decían “la inglesa”, aunque en realidad era argentina hija de ingleses. Ni bien llegué a Carlos Keen me contaron de la pasada época de gloria del pueblo. Pero de los tres mil habitantes de cuando los Kelly se habían instalado solamente quedaban quinientos. El resto se había ido con el desmantelamiento del ferrocarril. —Usted tenía en ese momento… —Treinta años. Y Anne, cuarenta. Ella vivía con su padre enfermo; su madre había muerto de leucemia. La doctora hace varias anotaciones en la ficha y lo mira como invitándolo a que prosiga. —El padre de Anne, Míster John Kelly, era un viejo totalmente gagá, enfermo de demencia senil. Anne lo retaba en inglés: “Daddy, don’t do that!” —“¡Papi, no hagas eso!”—. Yo iba tres veces por semana a la casa de los Kelly a tomar mis clases y escuchaba a Anne discutir con su padre en el piso de arriba. Anne daba las clases particulares en el comedor, en la planta baja. Al padre nunca lo conocí, salvo por su voz, que se quejaba y protestaba. Las primeras palabras de inglés que aprendí fueron todas malas palabras que salían de su boca, como dicen ellos: “palabras de cuatro letras”. —Sí. No hace falta que me las cuente. Me las sé todas. Parte de mi profesión. Prosiga… Gabriel pega un respingo y continúa: —Un día, el viejo Kelly muere en un accidente: se había caído rodando por las escaleras, desde el primer piso. Anne suspendió las clases con su único alumno, que era yo. —Usted vivía solo… —Sí, con los caseros y el poco personal del campo. Pero, sí, sin familia. —Digamos que su única relación importante era esta señora Anne Kelly, su profesora. Gabriel Castelli traga saliva, incómodo. Luego sigue: —Al entierro del viejo Kelly no fue mucha gente. Yo fui de los pocos que la acompañó a su hija. Anne estaba devastada. Se me acercó y lloró en mi hombro. Yo
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apenas la abracé, pero me estremecí por su cuerpo tembloroso. Pero después de eso las cosas cambiaron… —¿Por qué? —Anne dejó de verme. Me dijo que tenía que tomarse un tiempo de duelo, para recuperarse. Que no estaba de ánimos para seguir dándome clases. Que le tuviera paciencia. —Y usted cumplió con su pedido… —Tres semanas después del entierro de su padre, Anne me llamó y me dijo que estaba lista para retomar las clases, que en realidad le venía bien trabajar para despejar su mente y ganar unos pesos —que andaba necesitando—. También me dijo que se sentía muy sola. —Entonces volvió a visitarla en su casa. —Hicimos un trato con Anne: yo le prestaba mis ahorros y ella me daba clases y me permitiría visitarla fuera de las clases. —Ya veo. —Anne empezó a abrirse más conmigo. Me contó que se sentía culpable por la muerte de su padre. Que en los últimos meses estaba cada vez más enfermo y dependiente de ella. Y de sus cambios de humor: se había vuelto agresivo y le tiraba cosas por la cabeza y la insultaba. Anne me decía que hasta había deseado la muerte del viejo. Y, de pronto, había sucedido. —¿Cuándo empezó a intimar físicamente con Anne? Gabriel la mira a la doctora, avergonzado. —¿Es tan obvio? —Desde que llegó prácticamente me ha hablado solamente de ella. Pero quiero que me cuente el resto de lo que le preocupa. —Después de la muerte de John, nos besamos, solamente. Anne estaba demasiado dolida y yo no quería estropear lo bueno que podía suceder por apurar lo nuestro. Ella volvía una y otra vez a la noche del accidente en las escaleras. Me decía: “Es casi como que yo lo hubiera empujado a papá: lo vi acercarse al borde del abismo y no hice nada para salvarlo, me quedé paralizada.” —Fue muy traumático lo que vivió. Es lógico que estuviera desconsolada. Y usted estaba allí…
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—Hasta que un día sucedió lo que tenía que suceder. Nos besamos nuevamente, comenzó a llorar, la abracé y se derrumbó en mis brazos. Fuimos a su dormitorio. Hicimos el amor furiosamente. Ella, con el dolor a flor de piel. Yo, con las ganas y la pasión contenidas durante tanto tiempo. —Como en una novela romántica. O en una película. —Nos desnudamos literalmente en todos los sentidos. Yo le conté de mis fracasos personales y ella me contó la verdad de aquella noche, la de la muerte de su padre. Elisa Godoy pestañea por primera vez detrás de sus anteojos. Le cuesta encontrar las palabras justas para alentar a su paciente a concluir su relato. —Por favor, no se detenga, Gabriel. Me interesa que se desahogue y me cuente… —John Kelly no se mató por accidente. Su hija lo empujó por las escaleras luego de una discusión. El viejo agonizó durante un buen rato, con el cuello roto y un golpe en la cabeza. Gabriel Castelli, por primera vez en toda la sesión, mira su reloj. Sonríe y se sienta derecho en el sillón. —Disculpe, doctora, pero se me hizo tarde. La doctora Godoy hace unas anotaciones en su ficha, levanta la cabeza y sonríe, a su vez, profesional. —De acuerdo, terminamos aquí nuestra primera entrevista. ¿Quedamos para dentro de una semana, a la misma hora? —Perfecto. Elisa Godoy abre la puerta del consultorio y lo acompaña a su paciente hasta la sala de espera. Allí se encuentra una mujer rubia, de intensos ojos azules, espléndida figura y unos cincuenta años. Gabriel le dice a la doctora: —Te presento a Anne, el amor de mi vida. La mujer sonríe y le dice a Gabriel: —¿Listo, my darling? Y se van juntos.
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MARCELO MEDONE
Argentina
Facebook: Marcelo Medone Instagram: @marcelomedone
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“Hay más cosas, Horacio”
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e seguro eso es lo que afirmará, dado que las bases del certamen así lo requieren. Pero, desde luego, no es estrictamente la pura verdad. Se trata, en esencia, de la misma materia prima que ha venido
utilizando una y otra vez, bajo distintos ropajes. La médula en sí no varía, aun cuando el excipiente esté compuesto, según el caso, conforme a diversas recetas. Ya intriga policíaca, ya space opera, en alguna que otra ocasión incluso haciendo gala de cierto estilismo bastante chic. [No en balde ha ganado un par de certámenes literarios, bien que de ello hayan pasado ya algunos añitos.] Sin embargo, siendo la sustancia lo que debe contar, no el baño de azúcar o de chocolate, en puridad nada de lo suyo puede considerarse verdaderamente inédito. El espíritu de la cosa está magullado, casi acardenalado —si se me excusa lo basto de la imagen— de tanto ser llevado y traído, diluido, aplastado, estirado o comprimido a fin de acomodárselo a la modalidad del caso, sea esta novela, ensayo, cuento o poema libre; que nadie podrá negarle que es versátil, eso sí, y se mueve con relativa comodidad en uno u otro género. De lo que por cierto no debe dudarse es que se las ha compuesto a la perfección para tejer una urdimbre de preciosismos lo bastante tupida como para confundir al agudo enfoque de La Crítica. Los de la intelligentsia, por una vez, hicieron el papel de cándidos. Aunque (fuerza es reconocerlo), comienza ya a flotar en el ámbito enrarecido de la prensa especializada un tufillo premonitorio que... Me imagino que él teme algo por el estilo. [¿O le aterrará quizás la inminencia del inevitable encuentro consigo mismo?... ¿Será por eso que hizo lo que hizo —esta vez en particular— antes de sentarse para enfrentar la batería de teclas?... No lo sé. Al fin y al cabo, no puede pretenderse que nuestros procesos mentales sigan cursos rigurosamente paralelos.] ¿Cómo sé, sin embargo, todo esto que sé de él? A pesar de que nuestra constitución difiere por completo, debo admitir que de algún nodo provengo de él… Pero no hay mayor similitud entre ambos, porque, por mi parte, soy únicamente espíritu...; ese mismo espíritu, precisamente, a que me refería más arriba. ¿Que cómo lo explico? No intentaré hacerlo; pero lo indudable es que de
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pronto he cobrado vida, vida real y verdadera. Razono, ¿ven?, discurro: luego, existo. ¿Cómo? ¿Debido a qué misteriosa alquimia del Gran Avatar? Eso no lo puedo contestar… ¿Y por qué razón se obraría el prodigio? Tampoco me es posible satisfacer esa (tan legítima) curiosidad. ¿Y qué con eso? ¿Acaso puede él, puede alguien, justificar su propia existencia? ¿O conocer lo verdad última sobre sí mismo? Lo sé... En este punto, quienquiera que esté leyendo, supondrá: —Otro artificio. ¡Qué no intentarán en busca de fórmulas insólitas!... Posible. No negaré en forma terminante que mi existencia pueda concebirse como un simple antojo de parte de él: así, yo no sería, en definitiva, sino el resultado de una de “sus audacias estilísticas”. El quid de un texto extravagante, criatura de su imaginación, fraguada con prolijidad en líneas mecanografiadas. Pero, ¡cuidado! Que si condescendemos a invadir terrenos metafísicos, entonces casi todo resultará plausible. ¿Acaso no han sostenido determinados filósofos [por él lo sé] que el Universo podría no ser más que el “sujeto de un sueño” de algún hipotético Durmiente?... [Se me ocurre un travieso pensamiento: ¿y si en realidad fuese así? ¿Si todo acabase en mera ilusión onírica? ¡Ja! ¿A qué se reduciría entonces el cuento de la supuesta Grandeza del Hombre, eh?] Razonemos: no es práctico remontarse a premisas incomprobables. Vamos a lo opuesto, entonces: imaginemos que en verdad existo. ¿Y por qué habría de antojársenos tan absurda esa admisión? Miles de milenios atrás, la materia se sintió estremecida por las inescrutables fuerzas vitales. No alcanzaríamos, en virtud de lo restringido de nuestros intelectos —y ya ven que me incluyo—, a esbozar siquiera una idea en bruto de la Divinidad. Optemos, pues, por inferir —entre la espada y la pared— que los procesos operantes fueron aleatorios. Debido a una peculiar confluencia de elementos —concurrieron sustancias y energías, causales y condicionantes, en el lugar debido y en el preciso momento—, la faz del Cosmos, hasta entonces anodinamente virginal en su simplicidad, fue acometida por el prepotente semen de la vida. Ávida de alimento para su inextinguible vigor, aquella se propagó sin pausa, hasta infestarlo todo. ...Una especie de vida, nada más. Una especie de vida que, surgida, cual hemos elegido suponer, del ineluctable
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cruce de las circunstancias, hace tantos y tantos evos, llenó a combinar, en sus formas más evolucionadas, materia (la fisicaquímica del avatar biológico) y espíritu (ese elusivo “algo” que continúa burlando al escalpelo racionalista desde el mismo principio de la razón). Materia más (escurridizo) espíritu: eso es él, y todos sus congéneres. Observen ahora, por favor, lo que propongo: transcurridas innumerables eras, de nuevo el veleidoso azar (¿y por qué no?) hizo de las suyas, y hete aquí que surge otro tipo de vida diferente: yo, todo espíritu..., nacido del perpetuo agitarse de las moléculas o átomos ideales que compusieron la esencia primordial, e inmutable, de sus relatos... …Se había detenido. Parpadeó, con algún aturdimiento, y dejó que ambas manos descansaran a los lados de la maquinilla. —¡Qué idea más... loca! [Sin darse cuenta, en este momento acaba de transcribir lo que pensó, y continúa tecleando, presa del absoluto convencimiento de que sus dedos acatan los dictados de su cerebro. Lo cual puede muy bien ser así. Pero la cuestión es: ¿de qué o de quién recibe las órdenes ese cerebro suyo, para subtransmitírselas a sus índices? ¡Nuevamente en terreno metafísico!... La respuesta, en rigor, carece de importancia. Teclea más rápido, sinceramente infatuado por haber atinado en un venero de inspiración de veras explotable.] —Como canto del cisne no estaría mal —musita. Ya he dicho que no soy exactamente un gemelo suyo; de manera que existen ciertos giros de su pensamiento que algunas veces no alcanzo a comprender del todo. La carga del elemento somático, desde luego, ha de imponerle por fuerza valoraciones radicalmente distantes de las que me es viable formular, constituido como estoy con prescindencia de la materia... No puedo integrarme con su carne y sangre; sus repliegues más hondos (aparte de lo puramente literario) me resultan un ochenta por ciento ajenos. Si bien no pondré en duda que mi existencia de alguna manera ha emanado de la suya, ahora, en el presente estadio de mi desarrollo, ya no depende de é1. Inclusive...
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...¡Siento que una tremenda descarga de energía sacude las raíces de mi ser! ¡Me embriaga una certidumbre de plenitud suprema, de poder inédito..., limitado tan solo por los resabios de una continencia que cada vez se justifica menos!... ¡Estoy... maduro! Su cabeza, de pronto pesada, le ha caído sobre el pecho, pendiente de un cuello súbitamente laxo. La mandíbula se ha aflojado, y un hilo de saliva rebosa del colgante labio inferior. Los ojos están vacíos de mirada. Los músculos, distendidos. Pero los dedos no cesan de teclear. Soy yo quien lo decidió así...; debo continuar, al menos hasta que todo quede dicho. Ahora sé por qué, antes de sentarse a la máquina, abrió las espitas del gas (un fluido deletéreo para su fracción corporal). Su voluntad de vivir se había agotado. Muy por el contrario, yo persisto en ni obstinación existencial: ella me confiere poder, incluso, para imponerme a la materia inerte. ¡Manejo a mi antojo su residuo orgánico! ¡Es mi designio lo único que impulsa a sus miembros! [Aunque —ahora que reflexiono—, hay entre ellos quienes opinan que la vida no desaparece con la simple detención de las funciones biológicas..., que existe, en algún sitio, un parauniverso poblado de ánimas incorpóreas: los espíritus arrancados de las carnes yertas. Y —entra en lo posible, no voy a negarlo— acaso sea, al fin y al cabo, el propio espíritu de él, emancipado de la materia vil, el que, trascendiendo las leyes que ya no reconoce, empuje a su antigua carne a concluir la tarea que él comenzara... Claro que así irrumpiríamos una vez más en el reino de lo metafísico. Y, como se ha anotado, caben tantas posibilidades en ese terreno, que...]
CARLOS M. FEDERICI
Uruguay
Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Mar%C3%ADa_Federici
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-N
El gran pájaro emprenderá su primer vuelo desde la espalda de su gran cisne colmará de asombro al universo, de elogios sus escritos y de gloria eterna al nido en que nació. Leonardo Da Vinci
o es dinero lo que quieres, ¿verdad? ¿qué quieres? —dice furioso, Humberto Del Valle. Alejandra sube los hombros, indiferente. —¡Llévala a su casa, Felipe! ¡Llévatela o no respondo! —
grita el viejo y lanza contra la pared el jarrón chino. —Sí, señor —responde el joven, que se esmera en obedecer rápidamente. De camino al automóvil, Alejandra mira el suelo ajedrezado de la mansión, así entró y permaneció desde que los hombres la recogieron en su casa esa mañana. —Oye, ¿me lo dirías a mí? —pregunta Felipe, mientras maneja—. ¡Digo, si es que es verdad! ¿Es verdad? Bueno, ¡no lo dudo! Si el señor Del Valle cree que posees el secreto ¡debe ser verdad! Pero es que, desde la muerte de la señora, don Humberto tiene sueños que le anuncian que hay algo más en la vida, algo que no todos alcanzamos a ver en la realidad —dice, comprensivo. —Ya se los dije. Pero tu patrón no lo cree. Está loco. —Esos sueños y sus creencias fue lo que causó que los hijos lo creyeran loco y lo sucedieran en las empresas. Pobre del patrón, se ha quedado tan solo lidiando con esos cambios de humor, ahogándose en sus ataques de ansiedad. Yo le digo que se tome sus pastillas, pero no lo hace, se calma, me da unos golpecitos en la espalda y me pide que lo lleve a ¡cada lugar! Realiza actividades que antes no hacía, cosas raras, ya sabes. Yo lo llevo a donde sea; a donde él crea encontrar consuelo. Recientemente estudia a los ángeles ¡ángeles de verdad, eh! Con alas blancas y todo. Eso sin contar el resto de su rutina: el horóscopo antes de desayunar, la carta astral de nacimiento cada tercer día para medir los cambios en su vida, el tarot de las noches, la médium de los martes que lo comunica con su esposa y sus padres… y cuanta cosa se le ocurre. —¿Estudiar ángeles? —pregunta alterada. —Sí. Entonces qué, ¿me lo dirías? —Ya se los dije, pero no quieren creerlo —No lo dijiste todo. Dice que en la India le enseñaron a experimentar viajes
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astrales en los que puede volar, recorrer los montes, elevarse muy alto por el cielo y salir a ver el negro mar del universo. “Es una antigua práctica lograda, solamente, por las almas elevadas, Felipe” dice el viejo. Y bueno, al ver en la televisión el reportaje que hicieron sobre ti ¡imagínate! —El joven recuerda las frases que el viejo recitó al amanecer, mientras buscaban el domicilio de Alejandra—. “Si esta niña tiene el don, Felipe, cumpliré mi sueño en la vigilia y el de otros grandes soñadores que lo intentaron. ¡Podré volar junto a las aves, Felipe! ¿Te imaginas? Cumpliría una de las obsesiones de Leonardo Da Vinci, encarnaría lo que cientos de veces pronunció con la cara al cielo. Esa frase que versa… como un gran pájaro… no, así no dice…volaré como un cisne… colmaré de asombro el universo, de gloria eterna al nido… algo así ¡tú me entiendes la idea! ¡Volaría como un ángel!” —y sin mencionarlo, Felipe recuerda la última frase pronunciada por su jefe—. “¿O es que… acaso esta muchachita es…? No. No, imposible”. —Sí, me imagino. ¡Se volvió loco! Y tú, ¿desde cuándo trabajas para el viejillo? —¡Uy! Desde hace mucho. Como cinco años. Soy su chofer desde que cumplí la mayoría de edad y él era aún el presidente de sus empresas. Podría decirse que me ve como a un hijo, su única compañía. Los hijos y nietos lo ignoran del modo más cruel, lo mantienen bien, pero se quedaron con sus empresas. —¡Qué suerte tienes! Te das vida de rico nomás por llevarlo y traerlo de aquí para allá. —Pues sí —Y ¿tienes familia? ¿Eres casado? —¿Casado? ¡Ja! ¡No! y ni mamá ni papá. Crecí en una casa hogar y luego conocí al señor al hacerle un mandado. Así me va bien, no me quejo, pero mi verdadero sueño es tener un gimnasio —dice el muchacho reflejando sus deseos en el espejo retrovisor: se ve a sí mismo entrenando atletas en una gran alberca, mujeres de trajes entallados en los aparatos de ejercicio entre las cuales, tal vez, podría encontrar una con la cual formar una familia. Es interrumpido por un niño limpiaparabrisas. Le da unas monedas y cierra el vidrio. —¡Ya me figuraba que hacías mucho ejercicio! —contesta Alejandra, fijándose en el pecho que se asoma por la camisa entreabierta, en el satín azulado presionado por la musculatura. Lo había escudriñado furtivamente, mientras estaba sentada en el
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sillón de la mansión. En ese momento aceptó su mano cobriza y se dejó llevar al zócalo a tomar un helado. Su ensueño predilecto, un joven apuesto y protector liberándola del infierno al que no pertenece, sacándola de los barrios bajos y, en ese momento, de las irritantes preguntas del viejo aficionado a lo paranormal: —¿Realizas algún ritual? ¿Tu cuerpo es diferente? ¿Me dejarías verte en pleno vuelo? ¿Quieres más dinero? ¡Mírame a la cara y dímelo! —Pero aquello había terminado, el viejo inquisidor se había dado por vencido y su presente es él, Felipe y su cuerpo masculino que la inquieta, la hace palpitar, le incita tocarlo centímetro a centímetro. No es una portada de la revista Teens, es real y palpable. Sabe que la caricia y el amor es recurrente en la soledad de un auto, entre un hombre y una mujer. Lo ha imaginado mil veces ¿Querría abrazarla ese hombre de terciopelo? ¿Querría él sacarla de la soledad de este mundo al que por error ha sido arrojada? —Y entonces, ¿me lo dirías? —¿Por qué crees que te lo diría a ti? —responde Alejandra. —No lo sé. Tal vez conmigo sientas más confianza ¿Qué te gustaría tener a cambio? —Tengo un deseo. Un beso. Felipe guarda silencio, finge no haberse sorprendido ante la respuesta —Además, ya se los dije. ¿No oíste? —agrega Alejandra para volver a la conversación. —No. No acostumbro a escuchar los asuntos del señor —asegura a la vez que se ajusta la corbata para disimular su incomodidad. —¡Pues tu patrón gritó bastante como para que no oyeras! —reclama resentida. —Ya me había aburrido que te hicieras tanto de rogar y me fui al baño. —Sí. Desde la sala te vi peinándote frente al espejo, buscándote los barros de los cachetes ¿Sería por eso por lo que el viejo estallaba de rabia? Por eso me ladraba como perro enjaulado, porque me vio mirándote. —No te expreses así de mi patrón, por favor. A mí me trata de lujo — responde Felipe. —¡Pues a ti! Porque ya viste cómo me gritaba, pinche viejo histérico, poco más y me cachetea. Pero te digo lo mismo, guapo ¡no es ningún secreto! —Alejandra,
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chasquea la boca—. Se lo expliqué a tu patrón y también al fulano del programa ese, Sucesos extraños—agrega Alejandra y calla. Se distrae mirando la publicidad estampada de un autobús. Coloca la cara de Felipe al modelo semidesnudo que, recostado en sábanas blancas anuncia un perfume en la pared del camión urbano: “Ven, pequeña, te protegeré y cada mañana recorreré tu piel de luna” escucha del hombre que de pronto ha cobrado vida. —Pero, a ver, sincerándose ¿de dónde ha salido eso? digo, ¡volar es imposible!, —exclama Felipe. —¡Qué necios de veras! Debo repetírtelo a ti también: es fácil. Para volar, solo basta desearlo, sentir que se vuela—replica Alejandra mientras se mira los brazos que le recuerdan la música de sus alas al batirse y el viento fresco en la cara que, sin embargo, no la alejan de su vida odiosa. —¡Eso es todo! —suspira. Es casi media noche. No hay luz pública en el miserable barrio en el que vive Alejandra. Felipe detiene el Mercedes Benz en frente a la casa de Alejandra. Una luz tenue los alumbra. Felipe la observa obscurecida por la penumbra, la reconoce, es una muchacha muy distinta a la que vio mientras estuvo sentada en la mansión de su patrón. No es enigmática ni misteriosa, ni siquiera tímida. Es agraciada y lista. No tiene rasgos de lechuza, vestigios de una identidad de bruja, ni de ninguna otra ave, ni siquiera tiene largas extremidades con las que levante el vuelo. Examina su sonrisa callada, sus ropas sencillas y su piel luminosa. Es como cualquier otra muchacha pobre y necesitada, pero esta que tiene enfrente le despierta ternura. ¿De dónde le han sacado lo mística?, piensa. —¿Qué otras cosas sobrehumanas has inventado, Alejandra? —pregunta, arrojándole una mirada sensible. —No lo he inventado. Los vecinos me vieron y por unos pesos soltaron el rumor que fue a dar al programa Sucesos extraños, que ha ganado millonadas a mis costillas. Pero si no lo crees, allá tú. No me preocupa. Son ustedes los que andan de metiches. Uno es libre de hacer lo que quiera. Y gracias por el aventón. —Hago mi trabajo —contesta Felipe. —Adiós. —Adiós. Alejandra se baja y da un golpazo a la puerta del coche. Luego, avanza y se
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coloca de frente a las luces. —¡Pero tú me gustas y lo haría por ti! ¿Quieres verme volar? —le grita mientras estira los brazos hacia los lados. —¡Espera! Quiero verte de cerca —responde apresurado mientras baja del coche. No puede controlar su pulso, la emoción lo invade. Será testigo de un milagro. ¿Desplegará unas alas y se perderá por el cielo? ¿Flotará como un fantasma? discurre excitado. Felipe se acerca y ella lo toma por sorpresa con ambas manos. Luego, se alza sobre la punta de los pies para alcanzar el rostro de él. —¿Volaré contigo? —pregunta Felipe. —Solo si tú quieres. —Sí, sí quiero. —Entonces, cierra los ojos. Alejandra suelta sus manos y Felipe sospecha que es para abrir los brazos de par en par. Se pregunta si será la preparación del vuelo, el inicio de su ritual. Sin embargo, no se eleva por los aires, por el contrario, se ata con ellos la nuca de él. Felipe siente unos dedos ligeros como plumas entretejiéndose entre sus cabellos ondulados, acariciándole el cuello y la camisa. A pesar de la diferencia de estaturas, ella se las arregla para rozar sus senos pequeños y endurecidos contra el varonil abdomen, para restregar su vientre con el de él. Con audacia, ella aspira todo lo que sale de sus labios carnosos, que ha atrapado con sus dientes. Es entonces que ese beso se torna extrañamente cómodo para Felipe. Sin darse cuenta ha enderezado la espalda y sus cuerpos se emparejan. Se siente ligero, tiene la sensación de que una corriente de aire los envuelve bajo los pies y que el ambiente cambia entre lo tibio y lo fresco. Sus brazos son una hiedra y ya no percibe si es correspondido en el abrazo, ni quiere saberlo. Tolera la fuerte ráfaga que le alborota los cabellos, el polvo que le pega enérgico en la cara. Tiene ganas de abrir los ojos, pero no, prefiere no ver, solo imaginar a Alejandra prendida de su boca revoloteado con sus alas pequeñas de colibrí. De pronto, recuerda las palabras de su patrón: “si ella tiene el don, cumpliría un sueño en la vigilia, el mío y el de otros grandes soñadores que lo intentaron”, pero es él, el humilde Felipe quien sorpresivamente tiene la posibilidad de llenar de asombro su universo, de traer la gloria a su nido, de cumplir los deseos de todos: el
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beso de Alejandra, el de las almas elevadas y el de su patrón; sonríe para sus adentros. La dulzura que experimenta impulsa a Felipe a desairar a su patrón y el dinero que recibió para obtener el secreto del vuelo, prefiere dejarse llevar por el deseo y en un instante se olvida de todo para entregarse a la experiencia celestial.
MARISOL GÁMEZ
México
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¿E
xiste diferencia entre ser gracioso y tener gracia? Gracioso puede serlo cualquiera; con que su público esté animado y hasta un poco achispado por el alcohol basta. Pero tener gracia… Cualquier material que le den, por soso que sea, se transforma en algo hilarante. Una suerte de carisma, estilo y
personalidad, se combinan para crear un fenómeno porque, aunque parezca contradictorio, hacer llorar es más fácil que hacer reír, y muchas veces el que quiere hacer reír termina llorando sobre las cenizas de sus aspiraciones. Para Miguel el camino de la fama a través de la comedia se hacía cada vez más tortuoso. Conocía la técnica; escribía su propia rutina, cuidaba de su lenguaje corporal, se había creado un estilo propio, entre amanerado y sarcástico, en fin, una combinación que para alguien que tuviera gracia hubiera sido la llave del éxito. Pero debía reconocerlo, ese don tan anhelado no lo poseía. En el stand up comedy, empezaba lleno de vigor y el público, expectante le concedía a lo sumo cinco minutos, tras los cuales empezaban a hablar entre sí o a revisar los celulares. Siempre había el gracioso que le gritaba que se bajara de ahí, o a qué hora iban a empezar los chistes. Había recibido insultos, latas de cerveza vacías, abucheos y hasta le habían apagado las luces del escenario sin siquiera haber terminado. Su consuelo eran los gatos, ellos no reían de sus chistes ni nada, pero al menos ronroneaban y se restregaban contra sus piernas para expresarles su aprobación. Hasta el momento tenía cinco; Toby el atigrado, Ninja la gris, Trina de tres colores, Perla la blanca y Dominó el blanco y negro. Todos rescatados de la calle, esterilizados y con la mejor de las dietas felinas. Hasta que una de esas noches en que rumiaba un nuevo fracaso, sintió un maullido en un bote de basura en la calle, se asomó y vio un pobre gatito negro temblando de frío y hambre, a punto de fallecer junto a los cadáveres de dos gatitos más, aparentemente mordidos por las ratas. Lo llevó a casa y trató de convencer a las hembras para que cuidaran de él, mas le tomaron aversión al instante. No se rindió, se dio a la tarea de alimentarlo cada dos horas con una mezcla especial para gatitos recién nacidos, le estimuló el ano con vaselina y un hisopo pues sabía que, sin el estímulo de la madre, al gatito le costaría mucho defecar y cuando se dio cuenta que en realidad era una gatita, se decidió y la llamó Bastet, como la diosa egipcia con cabeza de gato que, por cierto, era de color negro.
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Todos los gatos dormían con él, pero a Bastet le gustaba dormir sobre su pecho y a él terminó gustándole sentirse arrullado por el potente ronroneo de la gata. Miguel no soñaba mucho, pero sus sueños empezaron a dar un giro y por lo general, Bastet era la protagonista. En estos, ella podía hablar, y le contaba los chisten más mordaces e hilarantes que hubiera oído. Al despertar, se paraba corriendo de la cama a fin de transcribirlos antes de olvidarlos y así armó toda una rutina que consideró que lo catapultaría al éxito. Sin embargo, se le quedó viendo a la gata y consideró que no sería mala idea incluirla en sus presentaciones. Ella era la única que se dejaba sacar a la calle con tranquilidad y se quedaba sentada a su lado en la banca del parque (con los demás ni lo había intentado, por una suerte de presentimiento felino), se dejaba llevar en el auto sin armar un escándalo, un ejemplo de docilidad. La llevó, y triunfó estruendosamente. ¡Oh qué bálsamo escuchar las risas! Las lágrimas de alegría corriendo por los rostros, las carcajadas que obligan a agarrarse la barriga. Y ante este estruendo Bastet, sentada en un banco, lamiéndose la cara y el cuerpo con total tranquilidad: —A la gata ni le pregunten, ella solo quiere que le limpien la caja de arena y le den su lata de atún. Pero como todo en la vida, toma lo que quieras, pero paga por ello. Los sueños de Miguel empezaron a tomar un matiz inquietante, soñaba que Bastet le exigía algo que luego no podía recordar y que como se negaba a dárselo, se transformaba en una leona con las fauces bañadas en sangre y con fuego saliendo de sus ojos. Se despertaba sobresaltado en medio de la noche y veía a la gata observándolo fijamente. En otras ocasiones sentía que le faltaba el aire, que el peso de la gata sobre el pecho era insoportable y que incluso, le robaba el aliento. Pese a no recordar lo que el animal le exigía, parece que consintió a ello, pues las pesadillas se acabaron y empezó a sentir una especie de compulsión por comer atún, leche y croquetas para gatos. Se acercaba la noche triunfal, su gran puesta en escena en uno de los teatros más importantes de la ciudad. Llegó e hizo su rutina, pero empezó a sentirse sofocado, asfixiado. De repente, perdió el sentido y se tiró al suelo, maullando y restregándose contra el taburete donde estaba Bastet. La gata lo vio, bajó al suelo, se aclaró la garganta, se acercó al micrófono y dijo: —¿Qué les pasa?, ¿Nunca habían visto a un tipo maullando y caminando a cuatro patas?.
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Tras un instante de silencio, el teatro atronó con las carcajadas y la ovación de pie, mientras Bastet se lamía y Miguel seguía maullando.
DAMARIS GASSÓN PACHECO
Venezuela
Twitter: La Dama @damarisgasson
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C
umpa: Más o menos en el mismo lugar, unos cuantos de miles de millones de miles de millones de miles de millones después. Al instante en que recibas esta misiva no sabrás manejar el
evolucionado código de comunicación. Por eso nos dibujé. De no creer, me he vuelto experta en dibus. Sí, nos dibujé como éramos en esa época. ¡Qué memoria, ¿verdad?! ¿Memoria de elefante? Mm… ¡Esos ni nos llegan al tarso! Ahora estoy un cachitín crecidita, por decirlo así. ¿Cómo estarás vos? Espero que estés. Vaya si mantengo la esperanza. Hasta donde mis cálculos dan, ninguna de aquel grupete la quedó. ¿Alguna la quedará en el camino? Según las profesionales, vaya que puede pasar. Imprevistos, accidentes, ataques… Nunca se sabe. ¿Y si todo marcha oká? Somos más jóvenes que la Medusa que reposa clavada en el fondo del Pacífico. De todas formas, es lo que digo en las tertulias: seguimos en carrera. ¡Qué grupete! ¡Por las barbas de la cabra! A esta altura de la misiva te habrás llenado el ano de preguntas. Voy a empezar a higienizar tus dudas. Te escribo desde miles de millones de miles de millones de miles de millones de miles de millones de miles de millones de años después. Me pierdo entre tanta marea de miles de millones. Claro, habrán pasado algunos miles de millones de miles de millones hasta que la puedas leer. Pero no dejan de ser un puñado de miles de millones de miles de millones. Cuando estas hojas estén entre tus patitas nos veremos una última vez. Antes del “Suceso”. Antes de que todo cambie para siempre. En los últimos miles de millones de miles de millones se inventó la correspondencia a través del tiempo. Los ogros tardaron menos en inventar la correspondencia. Nosotras no comprendíamos ciertos códigos que ellos manejaban. Y así nos iba, cumpa. Lo que jamás pudieron idear fue el viaje en el tiempo. Tan ocupados en transportar sus huecas mercancías para su vacío enriquecimiento, que no tuvieron en
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cuenta la importancia del viaje de las historias a través de las épocas. ¿Dónde ogros estarás? ¿Dónde estuviste? ¿Tan grande nos sigue resultando el mundo? Quizá, lejos de aquí. Quizá domines algún extraño dialecto. Entiendo que te las rebuscarás. Nuestro idioma, tantos miles de millones de miles de millones de miles de millones, sigue siendo único. Con sus matices, sus variantes zonales, pero uno. ¡El despiporre que se armaban esos ogros con sus dispares maneras de comunicarse! ¿Estarás sola? No sé qué me pondría más feliz. En realidad, lo sé. Que estés. Eso. Yo seguí viéndome con las chicas. Muy inteligentes las vagas. Como yo. Como vos. Seguro después del “Suceso” lo fuiste mucho más. Como yo, como las chicas. En la época donde por fin podrás decodificar estas hojas todavía no habremos alcanzado la estatura promedio actual. ¡Ni imaginás cómo se nos van a poner las patitas! ¡Como un coro de firmes troncos! ¡Un cuerpo de granaderas que se doblan mas no se rompen! ¡Las columnas esenciales que detienen el encuentro de la estantería ovalada con las superficies! ¿Fuimos nosotras las que crecimos o los ogros los que se acurrucaron en su pequeñez existencial? Soy consciente de que estoy usando expresiones de mi época. De este tiempo donde agito la patita para escribirte. Sos tan despierta que sé que no pasarán tantos miles de millones de miles de millones para que comprendas la misiva en un noventa y cuatro coma setenta y dos por ciento. Algunas cumpas plantaron bandera más al oeste; el clima las fue oscureciendo. Otras rumbearon para el norte y se aclararon un tantito. ¿Para qué tanto viaje hacia los tiempos del ñaupa?, te preguntarás. [“Ñaupa”: viejo, antiguo. Esta palabra tiene una historia larga. Ya la conocerás. Tampoco es una historia que valga la pena recuperar. No. La historia de “ñaupa” no es nuestra historia. Es solo una bella palabra que te quise regalar en esta misiva]. Te extraño. ¿Te parece tanta mala pata? ¡Ratito después de la pelea sucede el momento más trascendente, el que cambió para siempre el rumbo de las cosas! Cuando se vino aquel Estallido, y no quedó casi nada a nuestro alrededor,
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temblequeó mi frágil exoesqueleto. Nuestra expectativa de vida era lamentable. Un suspirito. Y al lado, los amigos quelonios tan campantes. Los ogros creyeron que con sus avances lograrían eternizarse. Pobres ilusos. Y la Medusa se reía y se sigue riendo de todos, y de todo. ¿Recordás? Nos separamos. Luego de un ratito… El final de la Historia, el rojo telón cerraba el porvenir. Con el tiempo, entendimos. Eso fue solo el comienzo. El desastre que sembró el ogro asomaba sus primeros frutos. Y yo y las demás, paradas en el mismo sitio. Fue un shock. Fragmentos de lo que había sido. La silueta de un ogro se adivinaba en aquel intento de muro. El espécimen que ellos llamaban “artista” hubiera arrancado el muro para llevarlo a una galería, para exponerlo y eventualmente nadar en verde biyuya. El horror convertido en mercancía hipercool. Cosa de ogros. Nunca usaron el cerebro como correspondía. En otro pedazo de muro, ahora convertido en triste roca solitaria, se podía leer: “Li, siempre te amaré”. No, no sabía el código del ogro. Mi capacidad de memoria, que se intensificó en forma exponencial una vez el Estallido, retuvo esos caracteres. Y miles de millones de miles de millones de miles de millones de años después, pude decodificar los jeroglíficos y pasarlos a nuestro código. “Li, siempre te amaré”. ¿Vestigios de ternura del ogro superlativo? ¿El mal también tiene sentimientos? Como sea, me hizo comprender que nuestra pelea, cumpa, había sido una soberana estupidez. Decidí poner en perspectiva varias cosillas. Después de miles de millones de reflexiones, denodados esfuerzos, abandoné esa lástima primal por el opresor, arrojé al basural la pizca de compasión por el ogro. Y decidí, sin más, no engañar al corazón de trece cámaras. ¿Ilógico? Tanta destrucción y tanto paraíso al mismo tiempo.
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¿Te acordás de esa cumpa que lo sabía todo? Era una inteligencia superior. Transitó por una época de rencor cuando las demás nos pusimos al día con la inteligencia. Ya sabés, Estallido y después. Hoy ocupa su lugar de privilegio. Condecorada, reconocida. Es grosa. ¿Te enteraste? Todas somos grosas hoy. Ella tenía esa estrella innegable, la tiene aún. Su divismo fue perdonado. El fin de una Era. El tímido comienzo de otra. Otra mucho más maravillosa. Espero que también lo hayas vivido así. ¿Recordás a ese par de petisonas? Sí, eran de otra rama. Bueno, la quedaron un ratito después de que te fuiste. La quedaron un ratito antes del Estallido. ¡Eso es tener mala pata! Éramos rápidas, vos mucho más. Debías andar por ahí, por allá. Te busqué, miles de millones de miles de millones de otros miles de millones de miles de millones. Te sigo buscando. ¿Y si una llama te alcanzó y no la contaste? ¿Y si esta misiva se calcinó junto con tu excitante abdomen? Soy intuitiva. Lo era y lo acentué con el Estallido. Estás. Lo sé. Perdiste el rumbo, no las mañanas. Imposible que hayas plantado bandera cerca. Te gustaban las caminatas más que a mí. Eso se tuvo que haber reforzado con el Estallido. Aún retengo esa última imagen. La fotografía de cómo te exiliabas de mi vida. Tus hermosos cercis congelados en mí para siempre. Nosotras estamos cada vez más dominantes. El mundo es nuestro. Hoy lo podemos decir. ¡Nuestro! De nosotras, las de la vieja guardia. Nuestro, de las más jóvenes. De todas. ¡Por fin, nuestro! Te queda un largo trecho. Tantos miles de millones de miles de millones. Ya llegarás, disfrutarás, lo verás. Los ogros, esos seres que no hacían más que afear al mundo con su odio y su egoísmo, ahora son los dominados definitivos. El hazmerreír de los vivos. Les salió el disparo por la colita. Una cucharada de su propio brebaje. Un par de Estallidos por la zona nos transformaron en mejores seres. Nos fuimos apiolando, nos fuimos desayunando sol a sol con este asuntito.
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¿Te acordás del apenas después? ¡Esos aliados cuasi invisibles! ¿Dónde estabas en aquella época de jolgorio apocalíptico? ¡”Amiguirus”, les llamamos con las chicas! Nuestros “amiguirus” supieron mutar y joder la soberbia ogreril para el campeonato. Esas historias de dos horas con las que se estupidizaban no calcularon la que se les venía. ¿De qué les sirvió estar tan conectados? Porque sí, en aquellos tiempos se las daban de guachi guau tecnoloshis, y, por la contraria, resultaron ser altos pichis. Barquitos, avionetas, virtualidades... Chiches que enlazaron a los ogros, que aceleraron su decadencia. Muere joven y dejarás un bonito cadáver. ¡Ja! ¡La mar de nabos estos ogros! ¡Qué poco les duró la función! Que el 23, que el 179, que el entrañable 584… ¡Maestros del Universo los “amiguirus”! Qué bello verlo en perspectiva. ¡Cómo les fuimos copando la parada! Nadie nos regaló nada, cumpa. Espero no sientas el murmullo impío de otras especies. Cuando el Estallido fue la sombrilla que tapó el sol del porvenir ogro, nosotras ya estábamos en un camino favorable, auspicioso. Y no resultamos salvajes e injustas con las criaturas acusadoras. ¡Qué distintas somos! Épico instante cuando por fin las liberamos. No, no es el que estás pensando. Todavía no observaste la foto definitiva de liberación. Ah. Seguro querrás saber de mí. Si me junté, si ando solari. Oká. Conviví con unas cuantas. Un par estuvieron en el Estallido. Quizá nos confundimos. Nos unió aquella Bisagra y entendimos cualquiera. El caso es que hace miles de millones de miles de millones de miles de millones que deambulo sin compañía, sin cumpa fija a mi lado. El caso es que mi corazón de trece cámaras te pertenece. Sí, con esto del amor no hemos logrado evolucionar. La tristeza es común a todas las especies. Esa sensación de eterna soledad. Estamos rodeadas de nosotras. Y sin embargo. Te aclaro: esto de las misivas que viajan en el tiempo no afecta el transcurso
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de los hechos de la Historia. Solo algunas cositas, pequeños detalles puntuales. Si fueras a buscarme después de leer esta misiva, por arte de magia me voy a alejar. O vos te vas a desviar. Dicen que hasta puede suceder alguna tragedia. A cualquiera de las dos. Se supone que somos ubicadas. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. En el único nivel tiempo espacio donde nos podemos juntar es en el mío. En el presente de quien envía esta misiva en el tiempo. ¿Dónde estoy? Más o menos en el mismo lugar, unos cuantos de miles de millones de miles de millones de miles de millones de años después. Lo que dije aquella tarde no era lo que sentía. Mi amor por vos es eterno. O, al menos, es lo que dure esta Eternidad. Veo difícil virar de sentimiento. Son tantos miles de millones de miles de millones de miles de millones de miles de millones. No contamos con la certeza de que siempre vamos a dominar. Hasta ahora la venimos arrastrando como unas campeonas. Los ogritos de morondanga duraron una brisa. Quizá llegue el día donde la amiga Medusa del Pacífico entre en acción. ¡Y quién sabe lo que pueda llegar a ocurrir! Dónde andarás. Te ama, TU CUMPA PD: Mientras escribía, hice un alto para sacar los 666 ogros que estaban en el horno. ¡Con aceitito y batatas quedan cucú pipí!
PABLO MEREB
Argentina
Facebook: https://www.facebook.com/pablo.mereb/ Instagram: https://www.instagram.com/pablomereb/ Blog: https://ilevenbagdad.blogspot.com/
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U
n espasmo en el estómago me despierta. Abro los ojos. Miro el reloj de la mesilla. Es la una de la madrugada. La lluvia golpea los ventanos. Una sospecha se me clava como una aguja en el vientre. A oscuras, palpo el lado derecho de la cama buscando tu cuerpo,
pero no estás.
—¡Dolores! —grito. El tintineo de las gotas es lo único que me responde. —¡Dolores! —repito. El susurro del viento parece burlarse de mí. —¡Dolores! ¡Dolores! ¡Dolores! —Unos escalofríos recorren mi espalda. Enciendo la luz. Hay una foto tuya en la mesilla, pero me cuesta reconocerte: tienes el pelo blanco y unas arrugas surcan tu rostro. Cierro los ojos. Me mareo. ¿Qué broma pesada es esta? Escucho unos ruidos en la habitación de al lado. Y unos pasos. Una silueta me contempla desde la puerta en silencio. Es una mujer joven. —¿Quién está allí? —pregunto. Nada. —¿Quién eres? ¡Respóndeme! —le increpo. Nada. El miedo se apodera de mí. —¿Dónde está Dolores? —chillo. Estoy temblando. Me cuesta respirar. —¡Respóndeme! ¿Qué hace un extraño en mi casa? ¡Voy a llamar a la policía! La mujer se intenta aproximar. Entonces le arrojo el despertador. Después, tu foto. Luego, las figuras de porcelana de la mesilla. —¡No te acerques! ¡Vete! ¡Qué haces en mi casa! —no paro de vocear y de dar manotazos en el aire. La mujer se detiene. Rompe a llorar. Cuando se calma, me susurra muy dulcemente, casi suplicando, como para sí: —Soy yo, tu hija. Mamá murió hace dos meses. ¿Ahora ya ni me reconoces?
LUCIA OLIVÁN SANTALIESTRA
España
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E
l anuncio sorprendió al mundo entero. El 29 de junio (día de Todos los Santos) del año 2010 el messenger de la empresa Hotmail sería anulado para siempre. Hubo excéntricos comentarios respecto del asunto, por ejemplo en Perú se mencionó que los efectos
secundarios serían catastróficos. Muchas personas morirían al momento de cesar el msn pues sus vidas estaban irrevocablemente ligadas a la pequeña figura virtual. En Colombia se dijo que gran parte de la humanidad se quedaría muda y sorda. El rey de España comentó que la gente acostumbrada al messenger acompañaría a este hacia su eterno viaje a la inconsciencia. El problema no era grave, los usuarios podrían con suma facilidad crear una cuenta en otra empresa y añadir a todos sus contactos a esta. Yahoo, por ejemplo, tenía msn. Facebook, también. Sin embargo, el asunto provocaba gran molestia en un sector amplio de la humanidad. Hotmail nunca explicó sus razones, solo dijeron que la saturación de usuarios era tal que debían crear nuevas áreas de uso al mismo tiempo que sacrificaban otras. Quizá los dueños de Hotmail se habían vuelto locos. Lo único seguro era que el msn se anularía en la fecha fijada. Asunto Pajuelo se deprimió por la noticia. Solo tenía diez días para apuntar los novecientos correos electrónicos que figuraban en su lista de contactos. No, no sería preciso copiarlos todos, únicamente los de sus familiares, los de sus amigos más cercanos y los de las chicas más lindas con las que ya hubiera entablado diálogo. Las conversaciones en tiempo real cesarían, tendría que escribir e-mails a cada rato. Eso resultaría tedioso. Y si no ubicaba a alguien por medio de un e-mail habría de recurrir al teléfono o al celular. Su economía se resentiría. Con su familia no habría problemas, tenía los correos electrónicos de todos. Un hecho curioso era que estos residían en la misma vivienda que él, y no lo parecía. No había una apropiada comunicación entre ellos. Los días pasaron y Asunto seguía, como siempre, conectado al msn doce horas al día. No tenía trabajo estable, no estudiaba, solo se dedicaba a realizar unos cachuelos esporádicos en torno a la reparación de computadoras. Deseaba aprovechar los últimos días del messenger lo más posible. Y estuvo así, chateando hasta el hartazgo, conversando sobre cien temas con personas a quienes conocía también en el mundo real y con otras a quienes nunca había visto en su vida.
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Faltando pocas horas para que el programa virtual pasara al olvido, Asunto se puso a reflexionar. Se formuló preguntas acerca de su vida y su futuro. En los últimos dos años se había alejado de su familia y de sus amigos más cercanos. No hablaba mucho con sus padres y hermanos. Ya no veía personalmente a sus amistades. Nada más esperaba, impaciente, que un nuevo día se iniciara para encender la computadora y encontrar a alguien conectado. Asunto ya no era un niño, tenía veintitrés años. Su mejor amigo solía ser su hermano menor, un adolescente que vivía en su misma casa, aunque cuando hablaba con él casi siempre lo hacía a través de la Internet. ¿Qué clase de vida era aquella? ¿Cómo podía haber degenerado a ese extremo? Era una verdadera perrada. Una existencia virtual no representaba alegrías para él. Tenía tres novias extranjeras, una en Venezuela, otra en México y la tercera en Chile. Pero la chica que en verdad le gustaba estaba muy cerca de donde él vivía. Y al mismo tiempo se hallaba infinitamente lejos. Asunto dejó de chatear unos instantes y meditó largamente en ello; su personalidad introvertida consumía sus aspiraciones y sueños. No, eso debía terminar. Lo haría en cuanto el msn desapareciera. Muy pronto. Finalmente, a las 12 a.m. del día señalado, el messenger se desactivó. Al parecer, no hubo ningún tipo de problema secundario en el planeta. Asunto apagó la computadora. Solo deseaba buscar a su familia, llamar a sus amigos, hablarle a aquella hermosa chica de la universidad (lugar que había abandonado dos años atrás) y vecina cercana para invitarla a salir. La extraña satisfacción que sentía le brindaba la vitalidad necesaria para enfrentar aquella vida que había descuidado por culpa de la tecnología. En su hogar no encontró a un solo miembro. No ubicó a ninguno de sus amigos al otro lado de la línea telefónica. Nadie. ¿Nadie? Ningún conocido. Deambuló como un loco hasta el amanecer, gritando, mencionando cada uno de los nombres que vivían en su mente. La soledad repentina era una bala dirigida hacia su corazón. Porque no había personas cercanas, ni un solo ser querido. Toda la gente que alguna vez conoció había desaparecido del mundo. Al igual que todos los contactos de su bandeja de entrada.
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CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR ROSAS
Perú
Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ http://babelicus.blogspot.com/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas
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“Al final, cada vida no es más que la suma de hechos accidentales, una crónica de intersecciones fortuitas, de casualidades, de eventos aleatorios que no revelan nada más que su propia falta de propósito”. Paul Auster, La habitación cerrada.
E
sa noche me quedé hasta tarde ojeando las noticias en mi computadora. Ya había acostado a mi hija y mi esposo estaba leyendo en la cama. La noche anterior había escuchado una entrevista de Yuval Noah Harari, el filósofo e historiador israelí
autor de varios libros, sobre las consecuencias de las tecnologías que ha desarrollado el ser humano. En esta, Harari explicó que las computadoras y los teléfonos celulares nos espían. Citó como ejemplo una experiencia propia, en donde la máquina puede “percatarse” de lo que estás mirando y así adivinar que eres, por ejemplo, gay. Y a partir de esa especulación bombardearte con propaganda, fotos, objetos y mensajes que estén asociados con tus intereses. Me quedé pasmada después de escuchar esa entrevista y durante todo el día siguiente no pude dejar de pensar en que tal vez yo también estaba siendo espiada. ¡Por mi propia computadora! Así que esa noche me puse a leer noticias de ciencia y arte para distraerme. Súbitamente una ventana apareció en mi campo visual encima de la ventana en la que yo estaba leyendo. En ella había un hombre de unos cuarenta años de edad, con una abundante barba negra y ojos grandes también oscuros, que parecía absorto en lo que estaba leyendo en su propia pantalla y no se había percatado de que yo lo estaba observando. En realidad, ¿cómo podría él saber que alguien lo miraba a través de su propia computadora? Sonaba imposible. ¿A menos que él también hubiese escuchado la entrevista de Harari? Al principio pensé que alguien me estaba jugando una broma. Pero reflexionando un poco me di cuenta de que no había manera de que alguien pudiera hacerme una broma introduciéndose en mi máquina y metiendo también a este hombre que me era totalmente desconocido. No, no podía ser. Yo no conocía a nadie con tanta destreza. Por algunos minutos lo estudié tratando de descifrar su contexto. Detrás de él había luz natural que parecía entrar por una ventana lateral. O sea que estaba en un lugar donde era de día. Otro huso horario, distinto al mío. En vista de mi ubicación
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geográfica y de la hora, eran cerca de las once de la noche, no podíamos hallarnos en el mismo país, ni siquiera en el mismo continente. Tenía que estar en Europa, o quizás en Asia. Por su aspecto, si era en Asia, entonces era probablemente en el Medio Oriente. Luchando contra mi timidez y llevada por mi enorme curiosidad me decidí a hablarle. “Hello”, dije, suponiendo que si usaba el idioma más difundido tendría más oportunidad de ser comprendida. Nada. El hombre no reaccionó. Quizás no me escuchó, pensé. “Hello”, repetí, esta vez con menos timidez. Él levantó la mirada y giró la cabeza, como si buscara de donde había salido esa voz. Concluí que estaba solo y por eso le sorprendió escucharme. Volví a repetir “hello” y agregué: “how are you?”. Ahora claramente él me había escuchado. Y buscaba el origen de esa voz femenina, volteando la cabeza y asomando por encima de su monitor, como si yo pudiera estar escondida detrás. Así que le dije “I am inside your computer”. Él se mostró muy sorprendido, pero al mismo tiempo no parecía asimilar lo que yo le había dicho y seguía buscando alrededor. Entonces le pregunté: “Do you speak English?”, pero él no me contestó. Claramente no hablaba inglés y no me estaba entendiendo. Intenté entonces otros idiomas: “Hola”, “bonjour”, “ciao”, “olá”. Nada. Él seguía buscando de dónde salía mi voz, hasta que, tras mover ventanas en su pantalla, aquella con mi imagen apareció ante él. Pude inferirlo por el cambio en la expresión de su rostro, que mostraba una mezcla de sorpresa y alivio. Como si por fin hubiese resuelto el misterio del origen de esa voz que le hablaba en un idioma que él no conocía. Al ver mi imagen, me sonrió. Tenía una hermosa sonrisa que terminó por cautivarme y me dejó semi-perpleja por algunos segundos. Como no me entendía y no hablaba ninguno de los idiomas que usé para saludarlo, me limité a emplear el lenguaje corporal. A su sonrisa le contesté con otra igualmente entusiasta y con un ademán de mi mano derecha. Él también levantó la suya para saludarme y volvió a sonreír. Habíamos superado la etapa de la intriga del origen de la voz. Ahora empezaba un nuevo misterio. Ambos queríamos comprender quién era el otro y cómo habíamos aparecido en nuestras respectivas pantallas. ¡Uf! Me detuve unos segundos más para observar sus facciones. Y creí reconocer sus ojos que, muy expresivos, fueron dando lugar a la confianza, invitando a un intercambio, a una complicidad. Sí. Yo había visto esos ojos antes. Y esa hermosa
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sonrisa. Ese rostro de rasgos finos tan distintos a los de mi entorno me era conocido. Muy conocido. Pero, ¿de dónde?, ¿cómo? Claramente, él estaba en otro país y no hablaba ninguno de los idiomas que usé para saludarlo. ¿Cómo podía conocerlo?, ¿de dónde era? Mientras lo observaba y trataba de recordar dónde lo había visto, él me seguía sonriendo, pero no decía nada. Y de repente creí reconocerlo. Un actor. ¡Claro! Un actor que había visto hace poco en alguna de las películas del Medio Oriente a las que recientemente me había vuelto aficionada. Soy cinéfila y últimamente he tenido mucho interés por el cine de Irán y Turquía. Especialmente de Turquía, que visité hace veinte años y de la que me enamoré. A pesar de estar geográficamente lejos, la cultura, las artesanías y hasta la arquitectura tienen mucho en común con México. Y así, recordando y pensando en las diferentes películas y series turcas que había visto, por fin lo identifiqué. Era sin duda un actor de Turquía. Entonces, haciendo uso de mi memoria, traté de recordar algunas de las palabras de esa lengua que fui aprendiendo después de tantas horas frente a la pantalla. Y, arriesgándome a no pronunciarlo correctamente o a que fuera el idioma equivocado, le dije “merhaba”, hola en turco. “Merhaba”, contestó él. ¡Sí!, pensé. Habla turco, es turco. Vamos progresando. ¿Será el actor que creo haber reconocido? Mis limitados conocimientos en esa lengua no me permitieron recordar cómo se dice “¿cómo estás?”. Y abriendo rápidamente el traductor de Google busqué la traducción. “Nasilsin” dije. Eso iluminó sus ojos y, regalándome otra cautivadora sonrisa, me respondió algo que no comprendí. Aprovechando que el turco, como el español, es un idioma fonético, escribí lo que entendí en el traductor que, inmediatamente, me propuso una frase que tenía mucho sentido: “Muy bien, ¿y tú?, ¿quién eres? y ¿de dónde sales?”. Ahora estaba segura. Era Ömer Bulut. Había reconocido su dulce voz. Inigualable. Varonil, pero diferente de la típica voz masculina. Única. Lo identificaba sin la menor duda. Era él. Con gran emoción escribí mi respuesta en el traductor y, al tiempo que se la leía, iba observando su reacción. Era la primera vez que me encontraba en un diálogo en estas circunstancias. Y además de original, era divertido. Mi interlocutor, también entusiasmado, respondió. Y así iniciamos ambos una conversación apasionada que
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duraría más de dos horas. ¡Bendito sea el traductor Google!, pensé. Ömer Bulut, el famoso actor, uno de mis favoritos. ¡Quién lo hubiera imaginado! Ahora, gracias a este inexplicable incidente, estaba descubriendo que detrás del actor había un hombre de gran sensibilidad. A pesar de su fama, sus respuestas iban revelando un ser sencillo con quien yo tenía muchos intereses en común. Los libros, el cine, la música, el buceo, el trabajo humanitario. De alguna manera, lo que había escuchado en la entrevista de Harari se estaba materializando en este momento. Era cierto. Mi computadora me había estado espiando y se había percatado de mi afinidad con Turquía y con el séptimo arte de ese país. Y ahora me permitía meterme, como una intrusa, en la computadora y, por un breve instante, en la intimidad de este artista turco. No pude evitar preguntarme qué había podido espiar en él la suya que lo llevó a aparecer en la mía. ¿Interés en México?, pero entonces, podría haber emergido en la de cualquier otra persona. ¿Inclinación por las cinéfilas mexicanas con afición al cine turco? Con las afinidades que ambos fuimos descubriendo esa noche, había más de una respuesta posible. Me dije que esas eran todas preguntas que podría hacerle otro día; que serían una buena excusa para volvernos a reunir. Pero siendo ya las dos de la mañana, se me cerraban los ojos y sabiendo que en menos de seis horas me iba a tener que levantar para comenzar mi rutina diaria, le sugerí encontrarnos de nuevo otra noche (día para él) para seguir conociéndonos. Accedió. Estaba tan cansada que no pensé en organizar cómo nos íbamos a conectar de nuevo. Después de todo, ni él ni yo hicimos nada por arreglar este encuentro. Fueron nuestras computadoras espías que organizaron esta cita tan espontánea e inesperada. Quizás para demostrarme que la teoría de Harari era real y que habíamos desarrollado una tecnología fisgona diseñada para controlar nuestras vidas, hasta lo más íntimo de ellas. Bueno, pensé, quizás no todo es tan negativo. A fin de cuentas, mi entrometida máquina me conectó con un gran ser humano a quien de otra forma nunca habría conocido. Vamos Harari, no todo es tan negativo en el cibermundo en que vivimos. Me fui a acostar con más entusiasmo que la noche anterior. Me sentía más optimista y dormí como un bebé. Cuando sonó el despertador me costó trabajo levantarme. No estaba segura de cuánto había dormido. Me sentía cansada, pero, al mismo tiempo, estaba extasiada. Había tenido un gran sueño, en el que había
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conversado con el gran actor Ömer Bulut. Me levanté y, arrastrando los pies, llegué hasta la cocina para preparar el desayuno. Una luz que titilaba desde mi computadora llamó mi atención. Me acerqué al monitor que había dejado abierto. Allí encontré una pantalla con un mensaje simple de una sola palabra. Atónita, leí “merhaba”. Cerré el monitor y, arrastrando todavía los pies, me dirigí a la cocina para hacerme un café.
Graciela Matrajt
México
Página WEB: https://sites.google.com/site/gracielamatrajt/home
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R
afael sigue viendo el arrebol. Busca algo en su mente. Es una palabra para describirlo. Redondea una nube con los ojos. La mirada no parece suya. Es de la noche, en su cabeza. Detiene los ojos en el marco de la ventana. Está de pie. Siente un cuádruple trote en su
corazón. No razona. Qué sed, piensa, pero ignora cómo zafarse del momento. Las nubes no demuestran energía: están perezosas, como pintadas por un raquítico. Y del marco ni hablar. Hay un monte al fondo, buscando favor. ¿Qué tendrá en el pecho? Su mirada busca otra cosa, otro estímulo. El monte mece sus vacas, y las nubes, reconociendo su insolencia, mecen la tarde. Desde antes de la ventana, en el segundo piso, se proyecta una sombra, como un reguero de pintura. Escucha otra voz. ¿Dijiste algo, Mirada? Sus ojos están en algún lado. En sus cuatro galopes. Las vacas dejaron de ser vacas en el lapso de la pregunta. Empieza a extrañar el día. Está más atado, inamovible, unido. Su mirada y sus ojos son uno, justo cuando la ventana la cierra la noche. Escucha la voz, cerca al oído. No abre la boca porque tiene mal aliento; mucha sed. Un vaso de agua. ¿Quieres un vaso de agua?, escuchó. Sin preguntarse quién le preguntaba por un vaso de agua, siente que alguien lo suelta, y como un carro detenido por un mal cambio, dos latidos se separan del pecho, dos manos le desatan la espalda y la voz se aleja con la ilusión de traerle un vaso con agua. Y no deja de ver el cielo. Ni de extrañar el día.
ALEJANDRO ZAPATA ESPINOSA
Colombia
Facebook: https://www.facebook.com/AlejoZapataEs
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H
abía tomado la costumbre de llevar consigo, en todo momento, en todo lugar, un improvisado mazo de cartas Zener. Las había fabricado él mismo con cartón y hojas de colores en las que dibujara el triángulo, el cuadrado, el más, el círculo, la estrella y las
tres líneas onduladas. Tenía la esperanza de encontrar alguien que pasara las pruebas y pudiera decirle el tipo de carta que miraba leyendo su mente. Ansiaba que eso pasara. Tras la caída de los grandes paradigmas filosóficos a finales del siglo pasado, diferentes supersticiones y pseudo-conocimientos habían recuperado el espacio perdido en la prensa virtual, en los servicios de streaming y en las cadenas de correo electrónico. Los nuevos profetas ocupaban la mayor parte del ancho de banda, pero estaban también los que proponían un regreso a los horóscopos (sin aclarar a cuál de ellos se referían) y hablaban mezclando palabras y conceptos de diferentes culturas que probablemente no lograban comprender. Estaban también quienes se decían contactadores de muertos que, como lo aclara su nombre, podían contactar a los muertos; aunque a estos se los desacreditaba muy rápidamente. Otros que tenían sus espacios eran los que leían la borra del café, o las líneas de las manos, cuando no las plantas de los pies, o las huellas dejadas sobre el barro. Competían cabeza a cabeza con quienes leía prodigios en el aire, el agua, el magma de los volcanes que seguían activos, en los pulmones de los animales muertos, en la placenta de las parturientas, en el hígado de los niños sacrificados para tal efecto. La lista continuaba y era casi tan extensa como la credulidad de las personas. Aunque pueda resultar extraño, en toda esa vorágine de posibilidades, él era el único que había optado por las mismas viejas cartas. Y yo, que aún conservaba algunos recuerdos, así como algunos libros, de los grandes problemas filosóficos que antaño supo enfrentar la humanidad, lo fastidiaba cada vez que tenía la oportunidad. —¿Sigues con esas cartas? —le preguntaba—. Sabes que el propio Zener reconoció su fracaso. —Yo no soy Zener —respondía casi siempre. Lo fastidiaba incluso cuando lo veía más apesadumbrado, tal vez porque era el único que estaba cerca, el único con quien todavía se podía mantener una
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conversación medianamente coherente sin caer en las nimiedades tópicas de las redes asociales. Llevaba tanto tiempo haciéndolo que si tuviera que decir cuándo había comenzado todo no podría decirlo, tal vez en los años de nuestra formación académica. O tal vez comenzara poco después cuando, con nuestros títulos bajo el brazo, comenzamos a buscar trabajo. O quizá comenzó cuando nos reencontramos, igual de subempleados que el resto de los académicos, haciendo trabajos para los que estábamos sobrecapacitados pero que eran los únicos que se conseguían. Sea como sea, comenzó y ya no pude detenerme, ni percatarme la forma en la que comenzaba a fastidiarse cada vez que lo pinchaba con lo mismo. —Aunque te lo explicara en tus propios términos —respondió un día, un tanto más enojado que lo habitual—, no lo entenderías. Porque tú no quieres creer. —Haz el intento —le dije más divertido que sorprendido por su respuesta—. ¿Tú sí quieres creer? —Claro que quiero hacerlo. —Pero… Pero… Tú… No tiene sentido —dije sin poder articular una frase completa. —Quiero creer que todavía es posible encontrar algo real en toda esta miseria, en todas las falsedades que tanto te gusta enumerar. —¿Para qué? —logré preguntar—. ¿Para qué serviría encontrarlo? —Es algo que para mí está por demás claro. —¡Déjate de rodeos y dime para qué! —Para destruirlo —dijo cerrando el puño y apretándolo con fuerza frente a mi rostro—. Así, todos esos crédulos que aún pululan por ahí sabrán lo que se siente perder aquello en lo que creen, aquello que les da fuerza, aquello que les permite continuar adelante cada día como si nada. Lentamente bajó su mano y buscó en uno de sus bolsillos el mazo de cartas. —¿Quieres intentarlo? —preguntó. Por la expresión de su rostro, una mezcla entre odio, desesperación, ansiedad y tal vez alguna otra cosa, entendí que debía buscar cualquier otro tema con el cual molestarlo. Aunque más no fuera tan solo por las dudas. —Nah —dije luego de tragar saliva varias veces—. No hace falta, así estoy
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bien.
JOSÉ A.GARCÍA
Argentina
Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar
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E
n la prensa se anunciaba el regreso del genio. Tiempo atrás había sido un impresionante pintor, pero en los últimos años no se había vuelto a saber nada de él. Corrían rumores, naturalmente: se decía que se había hecho ermitaño, incluso que había muerto. La verdad es
que había perdido la inspiración y por eso había decidido desaparecer, para así mantener al menos el status de artista genial en la mente de la gente. Hace unos días, sin embargo, una conocida galería de arte ha anunciado su regreso. Treinta excepcionales pinturas serán expuestas. La expectación es máxima. Hoy es el día de la inauguración y han sido invitadas las más renombradas personalidades de la vida social, así como los más afamados artistas y críticos de arte. Las puertas se abren y los invitados entran. Las pinturas son un clamoroso éxito desde la primera a la última. El pintor, en un apartado rincón, escucha, entre complacido y asombrado, los halagos que le dedican: «Es una obra tremenda», dicen unos; «tiene una fuerza salvaje, incomparable», afirman otros; «ha roto con su estilo tradicional, y eso dice mucho en su favor, por supuesto», añade alguien; «transmite algo muy primitivo, algo muy profundo, se nota la mano de un genio», incluso llega a exclamar algún crítico de arte. Solo el propio pintor, sin embargo, conoce la verdad. Durante estos últimos años, apartado del glamour de la fama, el pintor ha seguido pintando en privado, intentando volver a encontrar la chispa perdida. Todas sus últimas obras, sin embargo, carecen de fuerza. El pintor se desespera, se siente solo, echa de menos la popularidad y los halagos de la crítica; incluso se ha comprado una mascota para que le haga compañía. Sin embargo, hace un par de meses, una mañana soleada de primavera, con todo preparado para pintar un nuevo lienzo, alguien le ha llamado al teléfono y ha tenido que ausentarse unos minutos de su taller. Y cuando regresa, sobre la tela del cuadro, antes inmaculada, aparecen ahora trazos recios, de nervio vivo, como pinceladas guiadas por la mano de un genio que ha logrado plasmar el estallido de una bomba de infinitos colores; o como si un demente hubiera logrado estampar sus inquietantes alucinaciones oníricas o incluso los indefinibles pensamientos de algún demonio; o se hubiera logrado el milagro de reproducir aquellas inalcanzables nebulosas del espacio profundo que nunca serán observadas pues solo existen en la imaginación de Dios. Y el pintor, aún en estado de shock, observa en el suelo unas
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huellas que salen del taller y se pierden en la casa. Y allí se dirige… Por eso ahora, desde aquel apartado rincón de la galería, el pintor se limita a asentir, a sonreír y a agradecer amablemente los halagos y alabanzas que recibe de los invitados. «¡Qué agradable sensación es volver a escuchar el aplauso de la gente!» –piensa, mientras estrecha manos y besa mejillas–, «¡qué sumamente satisfactorio es volver a saberse el centro de todas las miradas!» Por eso no tiene intención de decirle a nadie la verdad sobre el origen de sus nuevas obras. «Porque por fin he hallado la inspiración perdida, sí, eso es» –se convence a sí mismo–, «la he encontrado, y no tengo intención de desperdiciar lo que sucedió aquel día en el que descubrí las sorprendentes dotes pictóricas de mi mascota, mi hermoso gato persa, y le pillé, todo embadurnado de pintura de vivos colores, paseando orgulloso por el salón.»
LUIS J. GORÓSTEGUI
España
Blog: https://observandoelparaiso.wordpress.com/ Twitter: https://twitter.com/ObservaParaiso
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M
e desperté inmersa en el silencio de la mañana. Pareciera como si nadie en el barrio se hubiera levantado aún. Miré el reloj y eran las 11:13 a.m. Por la ventana se cuelan breves rayos de luz solar que
empapan
las
sábanas,
la
pandemia
recién
estaba
comenzando. Me senté dejando colgar los pies sin tocar el piso, mientras ordenaba un poco la rutina planeada para hoy. Al cabo de unos minutos, decidí ponerme en pie y al moverme hacia la orilla de la cama, vi que mis pies estaban sucios. Una suciedad vieja como si hubiera corrido por el barro y después me hubiera acostado en las vírgenes sábanas. Me desconcertó porque me había bañado anoche y entonces, giré la cabeza para inspeccionar las sábanas que también estaban sucias. Un halo de extrañeza me nubló la mente en aquel momento y lo único que tenía certero, era que tenía que lavar las sábanas para que se secaran esta misma noche. No importa cómo llegué con los pies tan sucios, pensé. Solo es cuestión de bañarme y lavar las sábanas. Así que lo hice de ese modo, metí las sábanas al lavarropas, me saqué el pijama que estaba transpirado, “seguro tuve una pesadilla” pensé y abrí el agua en un punto más frío que caliente. Dejé que el agua corriera un rato mientras me cepillaba los dientes y al escupir, sangre manchó el lavamanos. Levanté la cabeza y me revisé las encías, los dientes; pero nada. No había indicio de nada. Así que, me enjuagué la boca una vez más y me metí a la ducha. No pensaba en nada más que en el agua cayendo sobre mi cuerpo. Sentía que con cada gota de agua se me limpiaba la transpiración y la suciedad, aun cuando todavía no tomaba el jabón. Después de un rato, me jaboné, me lavé el pelo y salí. Atravesé la puerta del baño y a mi derecha, sobre un mueble de seis cajones, estaba la crema con la que humecté mis piernas. Luego, con el toallón cubriendo mi cuerpo, me desenredé el pelo y me quedé mirando el colchón sin sábanas. Otra vez me sorprendí observando la ventana, como atraída por los rayos de luz que se filtraban y quedándome completamente inmóvil. Sin embargo, descentralicé la mirada y terminé de cambiarme. Corrí las cortinas y fui a prepararme el desayuno. Mi estómago rugía y aunque iba con la idea de hacerme unas tostadas, al entrar en la cocina mi desconcierto y asco fue tan grande que me quitó todo el apetito. Sobre el desayunador se veía un cuchillo manchado de sangre y algunas
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plumas amarillas que parecían las de mi canario Pensil, desparramadas por toda la superficie. Al bajar la mirada, encontré que en el piso había una cruz hecha con un palo de amasar como el más extenso y un tenedor, atravesándolo. En el medio, atado con un trozo de tela desgarrado de mi propia campera; yacía el cadáver de mi canario Pensil con la cabecita colgando de un trocito de su cuello. Su ojo inyectado en sangre, me miraba con reproche. Inmediatamente y como por un instinto natural, me volteé y vomité la pizza que había comido anoche. Entre lágrimas, el olor al vómito y el hedor que comenzaba a expedir el cuerpo de Pensil; retrocedí atemorizada y a la defensiva. Alguien había entrado en mi casa anoche, había cometido un crimen con la única mascota que tenía y había dejado todo como si nunca hubiera entrado. La pregunta era ¿qué hago? Así que, entumecida por la progresión violenta de los hechos, volví a mi cuarto y tomé mi celular. Desenchufé el cargador y al bajar la barra de notificaciones vi un nuevo correo en la bandeja de recibidos. El remitente era yo misma y decía simplemente: “Cuidado con lo que haces”. Entre la estupefacción y el terror, arrojé con fuerza el celular contra el piso y me tiré en el colchón a llorar desconsoladamente. Quizás haya sido un ataque de histeria o desesperación, o tal vez en aquel momento caí en la cuenta de que el único ser vivo que hacía menos difícil la soledad y la pandemia que comenzaba, había sido cruelmente asesinado en la cocina de mi departamento. Lo cierto es que desconozco cuánto tiempo pasé tendida llorando mientras mi cuerpo entero temblaba. Pero sí recuerdo que al final me dormí sobre la humedad de mi llanto hasta el atardecer. “Unidad uno, cero, uno. Atención, estamos por derribar la puerta del ocho, tres, siete. La sospechosa del homicidio se encuentra en el domicilio”, dijo el Jefe de la unidad al aparato electrónico. “Uno, cero, uno. Copiado. Aborde”. Y así, con un brusco empujón de dos fornidos policías, la puerta del departamento se abrió. Un olor putrefacto mezclado con algo similar al aroma que expide el agua estancada en una acequia emergía de algún lugar del departamento. Los policías accionaron sin vacilar, aunque en el piso estuviera aún el cadáver de un inocente canario que había sido sometido a un estilo de ritual antes de morir. El cuchillo que estaba sobre el
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desayunador fue colocado dentro de una bolsa de plástico con un zip que lo cerró herméticamente. Mientras tanto, otro de los policías entraba junto con su compañero a la habitación de la sospechosa y ahí estaba, tumbada boca abajo con un short sucio y una remera deshilachada, con las piernas llenas de sangre y el pelo hecho una maraña. Sin embargo, la rudeza que demostraban los policías se quebrantó ante lo que había al lado de la mujer: un brazo completamente arrancado de un cuerpo y en donde debería estar la mano, trozos de carne, sangre y los huesos astillados como si hubieran sido comidos de a bocados. Era una escena de canibalismo extremo y cuando un tercer policía entró en la escena y volteó a la mujer, se dieron cuenta de que lo peor todavía no llegaba. La cara de la mujer estaba destrozada por completo, las cuencas de los ojos huecas e infinitas tenían un acento en la horrorosa escena y en donde debería estar la boca y la nariz había un desgarro animal que solo dejaba ver la carne interna, parte del cráneo y sangre que salía a borbotones. El policía retrocedió con un escalofrío en la espalda, se volteó para negar con la cabeza y cuando el jefe de la unidad ingresó, todos se volvieron hacia él. —¿Qué pasa? — preguntó. Fue entonces cuando lo que parecía ser el cadáver de una mujer emitió un grito ahogado y terrorífico, tan feroz como aquello que le destrozó el rostro. A su vez, el brazo descolocado comenzó a moverse inútilmente hasta caer al suelo y abrir levemente la puerta del armario dejando ver dentro un cementerio entero. Era un profundo lugar, algo similar a un portal en el que se veía simplemente un cementerio con sus lápidas desprolijas y oscuras. De ese placard, salieron espectros fantasmales que se comenzaron a formar con gusanos que emergían del suelo. Cruzaban el umbral de las puertas y al cabo de un minuto, acabó haciendo parte de ellos a los robustos policías.
Carla Melchor
Argentina
Instagram: https://instagram.com/lectora_y_escritora_?igshid=iunefdgmvbwo
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B
arajó las cartas una vez más, y después separó, rápidamente, las primeras seis de la parte superior, y las dejó bocabajo, cerca de él. Después de eso, tomó la séptima, con ansiedad, y la dejó sobre la mesa, también, pero esta bocarriba y delante de mí. Era el as de picas.
—¿Es tu carta? —Quiso saber, mirándome con los ojos brillantes, esperando
que le dijera que sí. —No —le dije yo—. Mi carta era la reina de corazones. —¿En serio no es esta? —Insistió él—. Acuérdate bien. —Ni que fuera tan difícil recordar una carta, Leo —le espeté, impaciente, pues ya había perdido demasiado tiempo con ese truquito tonto—. No. No es. Ya te dije. Volví a lo mío. De reojo noté que mi hermano se la pasó barajando una y mil veces sus mentadas cartas, seguramente tratando que el truco que acababa de intentar le saliera. O quizás intentando uno nuevo. Quién sabe. Me dije para mis adentros que estaba perdiendo el tiempo. Finalmente, de reojo, noté que aventó las cartas al piso, enojado, y resoplando de coraje. —¡Cálmate! —Le dije. —Es que este pinche truco no sale —dijo, enojado, y mentándole la madre a sus cartas. —Pues entonces busca en Internet cómo hacerlo
—le propuse,
distraídamente, pues me importaba un comino que le saliera o no. —Ay, Andrea —me dijo—. Esos trucos son tan fáciles de hacer que no existe ningún lugar en Internet donde los expliquen. Ahí solo encontrarás, y eso con suerte, trucos de los difíciles. Y digo con algo de suerte porque un buen mago jamás revela sus secretos. Yo puse los ojos en blanco: había escuchado tantas veces esa frase que ya me tenía harta. —Pues no ha de ser tan fácil de hacer este, Leo —le dije—. Si lo fuera, hasta tú deberías de poderlo hacer. Miré a mi hermano un segundo, y él me echó unos ojos de toro loco que no me quitó de encima durante varios minutos. Yo, sencillamente, lo ignoré: muy
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seguramente se acababa de enojar porque le dije sus verdades. ¿Qué importa? Si no le gusta que yo se lo diga, pues que no venga a intentar hacerme sus truquitos a mí.
JUAN ROGELIO
México
Facebook: https://m.facebook.com/Juan-Rogelio-108979084074895
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E
sa noche el viento arreciaba, las hojas de los árboles se sacudían con fuerza. Salí al tendajo de la esquina por algunos víveres para hacer la cena. Con las manos en los bolsillos, henchía mi cuerpo para atajarlo, cuando en el camino las lámparas causaron un destello de luz
intermitente, haciéndome girar. Una sombra pasó por encima, era una parvada de aves negras que aleteaba y graznaban; se volvieron hacia mí, parecía un ataque, saqué las manos de los bolsillos y corriendo regresé a casa. Cuando llegué, el portón de madera se había cerrado, intenté abrirlo sin éxito, se atoró la tranca. Con las manos torpes, jalé con fuerza, las aves se acercaban. Cuando volteé para ver dónde venían, se arrojaron en picada contra mí. Antes de que llegaran, el portón se liberó, entré como pude a casa, cerrando de un portazo la puerta detrás de mí. Seguido, el graznido de aquellas aves cesó, solo se escuchó el viento entrar por la rendija de las puertas y ventanas, silbando. Me creí a salvo, mi cuerpo se recargó contra la puerta, aliviado, cuando se sintió un severo golpe que casi hizo detener mi corazón. El gruñido que venía detrás causó un escalofrío que pasó recorriendo la columna dorsal, “aquello” se azotaba contra la puerta haciendo un intento constante por entrar. Podía sentir su respiración colarse por las hendiduras del umbral, con el valor en las sombras. Mis piernas temblaban; un grupo de voces hablaron al unísono: —Déjanos entrar Arrastraban las palabras, iban de tonos agudos a graves, jugando entre ellos, repitiendo una y otra vez, después de golpear la puerta. —Déjanos entrar. La fuerza con la que violentaban solo me hacía ver lo inevitable: un poco más y vencerían la cerradura. Justo cuando estaba esperando que “aquello” entrara, cerré los ojos. Una oleada de aire entró de golpe, pensé que era mi fin, unos segundos y no sucedía nada. Abrí los ojos, las luces apagadas, el silencio reinó, un chasquido y la luz regresó. La puerta cerrada, de frente, miraba fijamente el cerrojo. El sonido del pestillo abriéndose me sorprendió, ver girar la perilla casi a punto de un infarto. La puerta se abrió, era ella, mi hermana, se quitaba el abrigo maldiciendo el clima. La jalé hacia dentro, me asomé por la puerta, giré hacia ambos lados, no había nadie, el día se había asomado, la luz del sol dejaba en claro el vacío de la calle.
ADRIANA RODRÍGUEZ
México
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EL CÍRCULO DE CARMEN NINETTE S.ARAVENA
Solo quería llegar, llegar rápido a su destino…terminar con ese simple trámite, firmar el mugroso papel y divorciarse de una vez. Sin contemplaciones. Estaba todo arreglado. Afuera de la ventana, el paisaje se veía tranquilo, tan diferente a ella que ardía como una hoguera descontrolada. Doce años desperdiciados. Doce años de abandono, de mentiras y de consolarse con comida. ¿Y de qué sirvió rezar?… el infierno seguía allí. —Oiga, señora, aquí no se puede fumar —reprendió el auxiliar del tren. —¿Fumar? ¡Pero si ni siquiera estoy fumando! —¿Cómo que no? Y el humo que le sale de la boca. —¿Humo? —Señora, no se haga la tonta. La vi fumando. Carmen, la señora, no tenía idea de qué hablaba el molesto personaje. Mentía a propósito, la inculpaba de algo que ella no había hecho. Ahora todos los demás pasajeros la miraban con cara de asco, y ella ahí, avergonzada sin haber cometido falta alguna. —Si sigue fumando, daré aviso al conductor para que la haga bajar en la próxima estación. —Oiga ¡Qué se ha creído usted! Le estoy diciendo que no estoy fumando; y aunque lo hiciera, no sería razón para obligarme a bajar —respondió enfurecida la mujer. El tipo parecía no escuchar. —Última advertencia. Voy a seguir haciendo mi ronda por el próximo vagón. Si vuelvo y usted sigue fumando, no tendré más opción que avisar al conductor.
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Como si no tuviera ya suficientes preocupaciones (con lo de su divorcio y todo lo que implicaba), ahora debía tratar de entender qué había hecho para que los demás pensaran que estaba fumando. Revisó su asiento, el asiento de al lado, las ventanas, todo su espacio. No parecía salir humo de ninguna parte. Sacó un espejo compacto de su cartera, y se examinó. Aparte de algunas arrugas y de los ojos cansados, no veía nada inusual en su reflejo. Nada, hasta que pasaron unos segundos más, y con asombro vio como un delgado hilo de humo salía de su boca. Se tocó los labios con las manos. No podía percibir nada parecido al humo de cigarro surgiendo de su boca, y no es que tuviera uno entre los dedos tampoco. ¿Y si todo esto era un castigo celestial o algo así? ¿Pero qué cosa tan mala había hecho? ¿Pasarse la vida maldiciendo? ¿Comer de más? “¡Ay, no!” se persignó, “Castígame si quieres, pero no ahora. Tengo que llegar a la ciudad para firmar esa porquería”. Miró hacia atrás para ver si venía el auxiliar del tren, y en cuanto notó que se acercaba, cerró la boca rápidamente. El hombre se acercó y la observó con desconfianza. —Veo que dejó de fumar… —Mmm —respondió Carmen con los labios apretados y asintiendo. —Espero que siga así, si no voy a… Carmen negó inmediatamente con la cabeza, y forzó una mueca a modo de sonrisa. El hombre seguía mirándola, dudoso, hasta que al fin dio media vuelta y se largó. La mujer exhaló aliviada, y en seguida, como si hubiera cometido un pecado mortal, se cubrió la boca con una mano. Sus ojos se posaron en los demás pasajeros, ninguno parecía estar particularmente interesado en ella. Una preocupación menos. En el exterior, el clima se había tornado caprichosamente frío. Gotas comenzaron a caer. Pocas al principio, luego llovía profusamente. Era una lluvia helada, así lo atestiguaban los vidrios empañados. Tanto llovía que la tierra se convirtió en barro y formó varios charcos. El vagón estaba tranquilo como una iglesia vacía. Diríase que los pasajeros eran extraordinariamente silenciosos o bien, muy educados; o tal vez era simplemente el trak-trak del tren que eclipsaba cualquier otro sonido. “Tengo hambre… no puedo abrir la boca, si abro la boca este desgraciado me
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echa del tren”. Llevaba varios minutos estudiando cómo poder sacar su sándwich, y comerlo todo, de una vez. ¿Cómo? No vaya ser cosa que le salga humo de la boca y crean que de nuevo prendió un cigarro. Cuando piensas tanto en la comida y las papilas empiezan a salivar, entonces no hay vuelta atrás. Desafiante, sacó el sándwich de jamón y queso, y con furia le dio un mordisco. “¡Que se vayan todos a la mierda!”. Como si fuera un truco de magia, apareció el hombre frente a ella. —Le advertí que si volvía a fumar… —¡Pero si no estoy fumando! Y qué importaba si estaba fumando o no, al fin y al cabo ya habían decidido que era culpable. El tren se detuvo en medio de la nada, tomaron sus maletas y las arrojaron al camino. A Carmen le dieron un empujón y cayó de boca en el barro. Escupía mientras trataba de quitarse el fango de la lengua. “¡Ahora come, come todo lo que quieras!”, le gritaron desde el tren. El granizo caía fuerte sobre su cabeza. Un estruendo de ladridos inundó la llanura. El barro en la cara no le permitía distinguir qué era. Se frotó los ojos, y a lo lejos le pareció ver a tres perros, ¿o era solo uno? Cerró los ojos y ya no estaban. Lo que seguía estando ahí era el frío, la pestilencia y la suciedad, pero sobre todo el hambre. Un hambre que, sin importar lo que hiciera, jamás podría saciar.
NINETTE S.ARAVENA
Chile
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LA RUEDA DE PLATA XIXI MOLINARI
Humberto convocó a Howard, su aprendiz, a mitad de la madrugada. La ávida imaginación de este lo llevó a suponer cientos de cosas durante el camino, pero lo que encontró estaba muy lejos de cuanto había imaginado. Corrió hacia la estación de trenes, y aunque la red ferroviaria no era la mejor, su maestro le había advertido varias veces que esa era la forma más segura de viajar, aunque las nuevas locomotoras le provocaban una extraña sensación de desconfianza. Llegó al castillo apenas respirando, golpeó varias veces, pero nadie respondió. Al tocar el pestillo notó que la puerta estaba abierta, entró y subió las escaleras, llamó a su maestro, pero no obtuvo respuesta. Escuchó un ruido que provenía de la biblioteca, pensó en Bastet, la gata, jugando con su pelota de tela y se asomó. Detrás del escritorio los pies de su maestro sobresalían de lo que parecía ser una pequeña puerta. Lo llamó y este se sobresaltó dándose un golpe. Howard se agachó y su maestro, que seguía de rodillas frotándose la cabeza, le pidió que lo siguiera. Ingresaron por aquella abertura adoptando la postura de un perro, se arrastraron casi tres metros por un angosto pasillo, descendieron por una escalera y salieron hacia una gran habitación. La luz amarilla y la decoración color ámbar le otorgaban un aspecto cálido. En el centro había una mesa ovalada decorada con una banda blanca y roja. Howard vio una pequeña rueda de tren posada en un soporte de hierro sobre una repisa, la observó durante un momento, hasta ese instante no se había percatado de que las ruedas de los trenes no tenían un perfil recto, sino que tenían una circunferencia mayor en el interior. A los costados de la habitación había una biblioteca de roble y un sillón de cuero marrón con un extraño libro de unas ochocientas páginas. Humberto le pidió
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que tomara asiento en una de las sillas alrededor de la mesa, de repente su semblante cambió y en seguida comenzó a hablar. A pesar de que parecía estar temblando, sus palabras fueron saliendo lentamente de sus labios. —Probablemente lo que voy a relatarte esté más allá de la lógica, aunque no de tu comprensión. Desde hace tiempo he estado buscando el momento para decírtelo, no ha sido fácil, pero me temo que nos encontramos ante un terrible peligro y debo contártelo todo sin más preámbulo. Antes de la época medieval trece hombres del Imperio romano formaron una logia llamada La Rueda de Plata, eran los encargados de resguardar y proteger un poderoso objeto, pero el poder corrompe y uno de esos hombres lo quiso para su propio beneficio, así que fue expulsado. Luego de un tiempo, junto a algunos hombres despiadados capaces de horribles actos, llevó a cabo numerosos intentos de apoderase de él y Roma fue víctima de terribles saqueos. Luego del último ataque, que llevó al Imperio romano a su caída, lograron hacerse del objeto. Desde ese momento, y durante gran parte de le Edad Media, los caballeros de La Rueda de Plata, conocidos en ese momento como Los Templarios, emprendieron largas expediciones en su búsqueda y, tras sangrientas batallas, lograron recuperarlo. Fue puesto a salvo en un lugar secreto custodiado por un integrante de la logia, quien se suponía único conocedor de su paradero. Tu tío político Francisco y yo pertenecemos a La Rueda y tú serías uno de nosotros, para ello te he estado entrenando, me temo, además, que el objeto ha sido robado de nuevo. Howard permanecía inmóvil, casi sin parpadear, mirando a su maestro. No sabía si aquello era un desliz del intelecto o alguna clase de broma. Conocía bien a Humberto, sabía que no había perdido la razón y estaba seguro de que no se trataba de un juego. Siempre había sospechado que su tío y su maestro estaban en cosas oscuras, pero esto no era exactamente lo que tenía en mente. De todas formas, su espíritu aventurero lo llevó a creerle o, aunque sea, otorgarle el beneficio de la duda. Humberto tomó el adorno de la rueda de tren en sus manos y observó a su aprendiz con una mirada compasiva y algo desesperada. Howard se detuvo por un momento a pensar que hasta ayer solo era un aspirante a escritor y ahora resultaba que se encontraba en medio de una batalla ancestral o algo así. Era cierto que cualquier persona normal saldría corriendo o internaría a su maestro, pero él no lo
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era, hacía mucho tiempo que sabía que existía algo más. No era la primera vez que tenía esa sensación de extrañeza, un tiempo atrás había visto algo en la estación de trenes. Howard recordó un día en el cual Humberto estaba extremadamente cascarrabias y lo mantuvo trabajando hasta entrada la noche en la redacción de algunos documentos, cuando finalizó la tarea ordenó su portafolio y se fue. Al llegar a la estación de trenes se quedó observando una locomotora que según le había advertido su maestro no funcionaba, estaba parada desde su adquisición. La curiosidad era una de las tantas cosas que Howard no podía controlar, esa noche no pudo evitar acercarse a la locomotora. Desde el exterior todo parecía normal, la rodeo rápidamente pero no notó nada raro. Se acercó dando pequeños pero firmes pasos, estiró el brazo y apoyó la mano sobre ella. De repente una tenue luz azul se encendió, y poco a poco fue volviéndose más intensa, Howard sintió un mareo, quitó su mano de la locomotora se alejó un poco y vomitó. Regresó hacia la estación, subió al tren y nunca habló con nadie sobre aquella noche. Quiso saber más acerca de La Rueda, el objeto y cómo se suponía que iban a recuperarlo. Humberto le contó acerca de la logia y el poder del objeto, gracias a él, el universo, con sus leyes constantes y precisas, se mantenía en perfecto equilibrio, en las manos equivocadas el daño sería inimaginable. La Rueda de Plata debía su nombre a las ruedas de los trenes, objetos de extraordinario poder, no solo eran quienes permitían el desplazamiento de aquellas máquinas extraordinarias por los rieles, sino que además les permitían viajar en el tiempo a los hombres y mujeres que habían jurado proteger nuestro mundo con su vida. En la mañana ambos se prepararon para emprender un viaje. Humberto puso en orden algunos papeles y comunicó a sus empleados que partiría. Luego de almorzar armaron sus maletas. Howard portaba una mochila color caoba con varios bolsillos y Humberto un maletín de cuero negro adornado con trece pequeñas ruedas de plata. Ambos hombres se dirigieron hacia la estación de trenes, cuando llegaron Humberto le indicó a Howard que se dirigieran hacia la locomotora descompuesta. Howard le contó a su maestro que ya había estado en ese mismo sitio, una vez en la
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noche y que la máquina había emitido un resplandor azul. Los dos se pusieron de pie uno frente al otro y cerraron sus ojos, extendieron sus brazos y apoyaron las manos en la máquina, sintieron un calambre en el estómago, luego una fuerte sacudida los derribó al suelo. Howard vomitó y luego logró incorporarse lentamente, asistió a Humberto que se quejaba por el golpe. Ambos se pusieron de pie, Humberto buscaba alguna cosa dentro de su maletín mientras preguntaba algo a Howard que estaba atónito observando alrededor. El lugar era enorme, una arquitectura de vidrio y metal iluminada con millones de focos azules. La estación de trenes ya no era vieja, era el lugar con los mecanismos más veloces del mundo, unas estructuras alargadas con forma de óvalo que volaban casi un metro por encima de los rieles. Howard observó que a su maestro no se había maravillado de la misma forma, estaba claro que no era la primera vez que frecuentaba este tiempo y espacio. Ambos ingresaron en una de aquellas máquinas y en cuestión de minutos llegaron a lo que parecía ser el centro de Montevideo. Descendieron y Humberto le solicitó a su aprendiz que le brindara un instante para revisar algo en su reloj de tiempo. Howard aprovecho la oportunidad para observar el entorno. A sus espaldas había una enorme pantalla, era tan grande que Howard ni siquiera se aventuró a calcular cuántos metros de altura podía tener. En ella aparecían imágenes del prócer de la Patria: José Gervasio Artigas el cual además, de a momentos, se proyectaba en forma de holograma caminando por el lugar. —¡Por todos los cielos! ¿Es esa la Puerta de la Ciudadela de Montevideo? Comenzó a girar mirando todo como un ciego que veía por primera vez. Su maestro le hacía señas con su mano para que mantuviera silencio, pero la pluma de la imaginación de su aprendiz apenas había comenzado a trazar. —Cielos Howard, tienes que calmarte recuerda la misión que nos trajo aquí — dijo Humberto. —¿Qué es esa enorme construcción en la esquina y que le ha sucedido a la confitería La Giralda? Oh, no, solo dígalo ¿en qué año estamos? —preguntó Howard mientras reía. —2098, así lo indica mi reloj de tiempo. Y me alegra decir que nos
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encontramos en el momento correcto. Ese impresionante edificio de metal tuvo su esplendor como El Palacio Salvo, pero en este tiempo el patrimonio cultural ya no tiene tanto valor, salvo que tenga alguna finalidad política y ahora que lo pienso me pregunto si alguna vez tuvo importancia, hay cosas que no cambiarán jamás. Esa edificación es una estructura inteligente capaz de almacenar agua de lluvia que luego es utilizada en los inodoros y el riego de plantas y fuentes, entre otras cosas — respondió Humberto. Ambos llegaron a lo que por su aspecto parecía una tienda de antigüedades, Humberto golpeo tres veces y luego abrió la puerta con alguna clase de llave, Howard observó los mismos tonos ámbar y amarillo cálido de la habitación secreta de su maestro, un juego de sillones antiguos color escarlata, una contorneada escalera dorada que conducía hacia una biblioteca que podía apreciarse desde abajo y en el suelo, sobre un soporte, una rueda de gran tamaño adornaba el lugar, dentro de ella había cuatro ruedas más pequeñas con los símbolos de los cuatro elementos. Un hombre vestido de traje y corbatín, con un espeso bigote y mirada severa, bajó por la escalera. Howard lo reconoció y manifestó con ironía que se veía bastante saludable para alguien de doscientos años. Humberto pidió disculpas a Francisco por haberle fallado, este le dio un fuerte abrazo e invitó a los dos hombres a sentarse, preparó un café cultivado a base de nutrientes esenciales, les acercó dos tazas con agua caliente y un blíster ecológico que contenía las pastillas solubles de café, les advirtió que ya poseían la cantidad necesaria de azúcar requerida por el organismo. Con los años y las nuevas tecnologías los problemas nutricionales habían dejado de existir gracias a una dieta estrictamente elaborada y accesible para todos. Howard, que daba sus primeros pasos como ávido escritor recordó que había leído un libro que mencionaba, entre otras cosas, la misma alimentación y aunque en ese momento lo adjudicó a la imaginación del escritor, ahora sabía que El socialismo triunfante, una novela escrita por Francisco, no era otra cosa que una bitácora de viaje. Humberto se lamentó profundamente por el robo de la cabeza de La Victoria Alada de Samotracia, rememorando lo difícil que había sido, durante tanto tiempo, mantenerla a salvo, incluso de aquel hallazgo arqueológico.
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Ambos hombres le explicaron a Howard que la búsqueda podía tardar días, años o incluso más, era necesario que pensara con claridad si deseaba ser parte de todo aquello. Howard estaba listo para una aventura semejante, casi era lo que había estado esperando por mucho tiempo, pero aun así no quería dejar la vida que apenas iniciaba como escritor, había muchas cosas que quería hacer y personas a las que no deseaba abandonar. Si existía la posibilidad de viajar siempre que fuera posible a su tiempo la respuesta sería sí. Francisco y Humberto reflexionaron durante unos instantes, miraron a Howard que tenía en su rostro una expresión mezcla de súplica y anhelo que recordó a ambos maestros sus inicios. Humberto advirtió a Howard acerca de los peligros de viajar a través del tiempo y de los cuidados que debía tener sobre todo para no extraviarse en otras dimensiones. Humberto había dejado un testamento y casi todas sus cosas en orden pues sabía que no regresaría hasta que la cabeza del ángel retornara junto con él. *** En una mesa de la confitería La Giralda un hombre leía El Hispano-americano mientras bebía un café y aprontaba su pipa para más tarde. Desde el asesinato del presidente Juan Idiarte Borda los periódicos no escribían acerca de otra cosa. Sobre la derecha, una de las páginas resaltaba que Francisco Piria aún no retornaba de su viaje mientras que otro gran empresario también partía: Humberto Pittamiglio ha emprendido una nueva travesía sin confirmar fecha de regreso junto a su joven amigo Howard Phillip Lovecraft.
XIXI MOLINARI
Uruguay
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