EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 55 SEPTIEMBRE 2020

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 5

NRO 55 — SEPTIEMBRE 2020 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

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ÍNDICE ANTECESOR RODRIGO TORRES QUEZADA 7 CUBRIRSE DE LA LLUVIA ERNESTO BASCOPÉ GUZMÁN 13 NO IMPORTA SI LAS HORAS BAJAN

RAÚL ARIEL

VICTORIANO 18 MISERICORDIAM LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA 24 SABORES DEL PASADO LEONOR NIETO MUÑIZ 28 MADRE QUE TODO ES POSIBLE LEONARDO ESPINOZA BENAVIDES 32 CEMENTERIO DE LIBROS DANA BELÉN BAIONI 35 HOY ME RESBALÉ EN EL BAÑO PERRO SERRANO 38 PATRIMONIO DE INSEGUROS MARINA GÓMEZ ALAIS SANGRE SECA

44 ANDRÉS BLANCO 47

CUENTOS ANTES DE DORMIR SARKO MEDINA HINOJOSA 51 REGALOS A LA NIÑA ADÁN ECHEVERRÍA 54 X-VOLUCIóN JOSÉ M. MUÑOZ 57 MIS QUERIDOS PADRES RONNIE CAMACHO BARRÓN 61 AMOR ENTRE HORMIGAS JULIO VILLARREAL GAVIRONDO 66 MISIÓN CUMPLIDA OSWALDO CASTRO ALFARO 70 TODA LA TERNURA DEL MUNDO LEANDRO SOTO 73 GIGANTE ROJO ÁLVARO MORALES 76 DILECTO COLABORADOR NOEMÍ ESTER MARMOR 80 5


EVOCANDO A LUCÍA

JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES 84

HAMBRE SARA PIZARRO ROMERO 88 CANGREJOS NO, POR FAVOR MÓNICA MARCHESKY 90 EL ROSTRO LUCIANO ANDRÉS VALENCIA 98 BETA J.R.SPINOZA 102 SUBLIMACIÓN GUSTAVO VIGNERA 107 DILUVIO JOSÉ A. GARCÍA 111 MUDANZA R.G.ASTRID 115 TUS ESPEJOS VELADOS PALACIO ROJO 118 EL BOTE OSVALDO VILLALBA 122 TERROR ANA MARÍA CAILLET BOIS 126 EL ARCO DE EMANACIÓN GIULIO BETTINO GUZMÁN ARCE 128 TAPUJO CARLOS ENRIQUE SALDIVAR 134 VUELTA ATRÁS (SEGUNDA PARTE) FEDERICI 140

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CARLOS M.


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ía cinco. Cajón del Maipo. Formación Río Damas, en el perímetro en donde se encuentran las conocidas huellas de dinosaurio. La excavación está dando frutos. He encontrado un fémur. El hueso indica algún tipo de mordedura profunda pues en su ángulo

inferior, cerca de la rótula, las marcas de dos hendiduras cruzan el fémur en posición de cuarenta y cinco grados hacia la izquierda. Estoy solo. Quebrantar la ley chilena 17.288 del Estado con relación a la extracción de fósiles me supone un placer que me retrae a mis años de adolescencia. Ahora tengo cincuenta años, y recién a estas alturas de mi vida me he atrevido a venir aquí. Espero que este sea el acto que sepulte a papá de mis recuerdos. Tomo el serrucho de cantero y procedo a cortar la roca que no quiere dejar libre el otro extremo del fémur. Aún no estoy seguro qué tipo de animal pueda ser. Incluso estoy pensando en la posibilidad de haber encontrado un homínido. ¿Un antecesor humano en una formación netamente jurásica o sea de hace millones de años antes que apareciese el primer Australopithecus y más encima en Sudamérica? Desisto de la idea. Me paso la mano por la frente. Estoy sudando. Una gota cae sobre el hueso. Y vuelvo a pensar en él. Una vez, entró con el rostro herido. Alguien lo había golpeado. Papá eructó y avanzó hacia la pieza sin siquiera saludar a mi mamá y a nosotros, sus hijos. Era navidad. Joaquín, el menor, le había pedido una pequeña autopista en donde los autos atravesaban túneles con forma de grotescas cabezas de dinosaurios. Solo recibió una bofetada por quién sabe qué cosa. Sara, la del medio, le había pedido un set de belleza pero a cambio papá la encerró en su pieza castigándola por haberse quedado tan tarde despierta. “Pero si es navidad, los chicos están en las calles estrenando sus regalos, ¿por qué la castigas por esto?”, le dijo mamá. Él contestó escupiendo un pedazo de arroz duro que se le había atascado en la muela. ¿Y qué pedí yo? Nada. Pruebo con el puntero. Lo golpeo con la maceta para destripar terrones. Algo sucede. ¿Me tiemblan las manos o es que esta herramienta que compre allá en Argentina como recuerdo de una convención de paleontólogos, ha perdido su fino relieve? Pruebo ahora con el buril. Su punta no es tan roma como la del puntero lo 8


que me ha permitido extraer más pedazos de piedra adheridos. Cada vez el hueso está más expuesto. Casi limpio. Perfecto. Un momento. Este no es un fósil. No hay ningún proceso de permutación de minerales. ¿Qué sucede? Ya no es solo un fémur. Ahora hay costillas repartidas y un húmero. Aún no tengo claro qué criatura es. ¿Algún marsupial gigante pariente del “monito del bosque” del cerro Ñielol allá en Temuco? No, las formaciones son distintas y lejanas. La disposición de las costillas no es propia de un marsupial. Más parece ser la de un placentario. Un mamífero placentario. No sé por qué, tengo miedo. Aun siendo solo un niño, siempre me interesó la paleontología, saber cómo eran los seres vivos extintos que alguna vez poblaron el planeta. Con la ayuda de mamá confeccionaba maquetas que a veces, escrupulosamente, decoraba por semanas fijándome en cada pequeño detalle. Las maquetas sobre la era Mesozoica eran mis favoritas: los Triceratops pastando al lado de un árbol mientras cerca de unas rocas hechas a base de papel enrollado, unos terópodos carnívoros observaban vigilantes. ¿Y para qué hacía todo eso? Para llamar su atención. Me obsesioné con sacarle alguna vez un: “Muy bien, hijo. Felicitaciones. Eres el mejor, sigue así”. Me colocaba con mi maqueta frente suyo mientras él veía televisión o conversaba de fútbol y mujeres con esos amigos borrachos que invitaba a casa. De un empujón me sacaba a un lado. Pero eso parecía darme más ánimos. “A la otra sí que captaré su atención”, pensaba. Y así cada vez perfeccionaba más mis maquetas y estudiaba de todo para ser un gran tipo. Quería demostrarle que yo podía ser mejor persona que él. Estoy muy cerca de la cordillera. Pequeños cristales que aún no son tan densos como para llamarles nieve, caen sobre mi cuerpo. Hace frío, mucho frío. Aun así, sudo. No es el cortavientos grueso que llevo el que me da calor. Es otra cosa. A lo lejos, pareciera que detrás de las rocas de tono verde grisáceo, alguna sombra se escabulle entremedio. Dicen que los zorros andan por estos lugares. Sea como sea, lo que estoy desenterrando no es un zorro, ni por si acaso. Tampoco es un reptil prehistórico. Me saco los guantes de cabritilla y paso mi mano suavemente por el fémur y las costillas. ¿Qué es esa rugosidad tan molesta que parece herirme más allá de la piel? ¿Qué es lo que papá quería que desenterrase? 9


“Animal asqueroso”, gritaba mamá. Cuando decía eso, nosotros encerrados en las piezas, ya sabíamos lo que seguiría. Al otro día, mamá nos servía el desayuno con algunas marcas moradas alrededor del cuello. Eran tenues, casi imperceptibles, ni por asomo parecían haber sido provocadas por algo mayor como insinuaban los gritos angustiantes de mamá. El caso es que las marcas estaban ahí. Sin embargo, los días del rey de la casa estaban contados. Día tras día comenzamos a recibir llamadas amenazantes. Nunca tuve claro cuál era exactamente el embrollo en el que papá se había metido pero sabíamos que no era solo un asunto. Eran varios. A veces unos hombres vestidos de terno y corbata nos visitaban a la casa y hablaban con mamá. No pocas veces la vi dejando caer algunas lágrimas mientras los tipos insistían en averiguar a qué hora podrían encontrar al dueño de casa. En una oportunidad un grupo de muchachos desarrapados fueron a nuestro hogar y aunque no lograron entrar, sí rompieron la ventana y dejaron mensajes amenazadores escritos en papel smoking. Fue luego de esta situación que mamá discutió con él como nunca antes. Por primera vez ella se atrevió a darle una cachetada. Todo lo demás que siguió fue lo mismo de siempre: gritos, llantos y al otro día un desayuno con unas marcas moradas. Esta vez, mucho más notorias. Día ocho. Con pinceles de acuarelista he procedido a limpiar las zonas en donde la tierra se niega a desaparecer de los huesos. También he colocado pegamento especial en unas costillas para fijar los fragmentos sueltos. Ahora he encontrado el esternón y piezas del radio más algunas falanges de la mano derecha. Me detengo. Me levanto del suelo. Estoy confundido. Doy un grito. Suspiro. El frío se hace más denso ayudado por ráfagas que producen un sonido monocorde en mi cortavientos. Así y todo, siento un calor insidioso. En mi piel gotas de sudor se empantanan y me crean escalofríos. Más allá, tras unas rocas conglomeradas, una sombra se escabulle entre el herbazal. Me pregunto una vez más, ¿por qué papá me dijo que desenterrara a este “animal”? Tengo temor. En cualquier momento la policía, en su ronda cerca de la frontera, podría asomar. Pero a veces pasan semanas y no aparecen por aquí. Aun así, estoy nervioso. Papá, ¿acaso no te bastó arruinar mi infancia y ahora quieres arruinar mi vida entera? Papá, este no es un “animal”, ¿no cierto? ¿A quién mataste? ¿Quieres que yo purgue tus errores desenterrando un esqueleto para que su alma por fin pueda 10


ser libre? Las falanges nunca mienten. Los huesecillos lo dicen: este es un humano. Pero… ¿Qué veo ahí? Es un lóbulo temporal. Es el cráneo. Debo desenterrarlo. Ahora, ya. El último día que vi a papá, yo estaba jugando en el jardín con aquel juguete que tanto quería. Me tocó un hombro y sonrió torciendo la boca, como si el gesto hubiese rebajado su orgullo a la nada. ⎯¿Cuántos años tienes, hijo? ⎯me preguntó. ⎯Diez ⎯le dije sin hacerle mucho caso. ⎯Vaya… Eres todo un chico rudo… Te gustan los dinosaurios por lo que veo. ⎯Sí. ⎯Oye, tu mamá dice que la profesora del colegio cuenta que te iría bien en lo de desenterrador de huesos para cuando seas grande. ⎯Paleontólogo. ⎯Eso. Sí… Así se llama esa cosa… Estás muy chico para enrollarte la perdiz con qué quieres ser cuando grande… pero toma esta hoja. Sacó un papel teñido con manchas de vino y me lo entregó. ⎯Cuando seas grande quiero que vayas al sitio que sale ahí. Tiene escritas las coordenadas y todo el chisme. Quiero que desentierres a un “animal asqueroso”… Te vas a sentir bien cuando lo veas. Recuerda: solo tú debes saber esto, nadie más. No lo olvides. Entonces calló por largo rato. Me restregó la cabeza y dijo: ⎯Perdona. En serio. Luego de eso ya no lo vi nunca más. Parezco un maniático. La ansiedad me posee. Una y otra vez golpeo la roca con la picota. Estos no parecen depósitos sedimentarios sino que conjuntos de rocas ígneas intrusivas. Sí, una broma académica sin sentido en estos momentos. ¿Cuánto tiempo habrá pasado, en realidad, como para que estas rocas se hayan endurecido tanto sobre los huesos? No entiendo. Ya está. Lo veo. Puedo percibir su hemimandíbula izquierda desencajada del resto del cráneo. Sí, la roca está cediendo. 11


Está cediendo. Caen los fragmentos. El viento me azota los oídos. Mis manos me duelen; he tirado los guantes de cabritilla. La roca cede aún más. Lo veo. Está listo. Es un cráneo humano con una parte de la mandíbula inferior desencajada. Recuerdo cuánto odié la presencia de papá cuando niño, recuerdo cómo odié su ausencia durante mi adolescencia y los años en que estudié paleontología en Argentina. Recuerdo el alcohol, las drogas y todo lo que consumí para olvidar que fui hijo de una bestia… Pero, ¿qué es eso? Dentro de la boca del cráneo hay un pequeño dinosaurio verde de plástico. El dinosaurio verde. Me tiro al suelo. Suspiro. Grito. Lloro. Abrazo los huesos y aprieto con una mano al dinosaurio. La noche empieza a caer. Cientos de sombras se pliegan sobre mí y el descubrimiento. Al día siguiente de aquella última vez que vi a papá, busqué con desesperación mi juguete más querido. Era pequeño y por ello lo usaba para calcular la escala con la que hacía mis figuras de maquetas. Le pregunté a mamá por él. Ella contestó: ⎯Esta mañana antes de irse, vi que tu papá se echó ese dinosaurio verde al bolsillo… ¿Para qué se habrá llevado eso?

RODRIGO TORRES QUEZADA

Chile

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ophie, la dulce Sophie. Pronunciar su nombre aún me llena de una alegría, sutil como un eco, pero no por ello menos entrañable. Incluso puedo recordar, si hago el esfuerzo, alguna de nuestras conversaciones, mientras paseábamos despacio por el Parc des Bastions, al salir de clases.

Le encantaba caminar. En cuanto a mí, me bastaba con sentirla cerca. Aquel día llegué temprano a nuestra cita. Yo, siempre retrasado, con mi invariable cuarto de hora de demora, me había adelantado por primera vez desde que nos conocíamos. Podía imaginar ya la sorpresa de Sophie y hasta su burlona preocupación por la nefasta influencia suiza sobre mi carácter, no muy inclinado a la puntualidad. Caía una de esas lloviznas de otoño. Quizás era octubre. Recuerdo que el frío me empujó a refugiarme en el Café du Rond-Point, a pocos pasos de nuestro lugar de encuentro. Me acomodé cerca de la ventana de tal manera que pudiera verla apenas llegara. El amargo sabor de un expreso me animó de inmediato. Entre dos sorbos, se me acercó un hombre para preguntarme si podía ocupar la misma mesa. Me dijo que esperaba a alguien y que aquel era el mejor lugar para observar su llegada. Con exquisita cortesía, me aseguró que no me incomodaría en lo más mínimo. Accedí, por supuesto. Quizás fue mi acento, o algún involuntario gesto de amabilidad, no puedo saberlo. El asunto es que el hombre comenzó a hablarme en español. Asumí que quería pasar el rato conversando. Tenía un acento indefinible. Era latinoamericano, definitivamente, pero empleaba la entonación lisa y neutral de quienes han vivido mucho tiempo en otros idiomas. Preferí no preguntar de dónde venía y seguí con la conversación. Mi interlocutor irradiaba, lo recuerdo bien, una simpatía y una serenidad que me agradaron de inmediato. Tendría, como máximo, cincuenta años. Naturalmente terminamos hablando de mis estudios en la universidad. Sin ninguna pedantería, hizo un par de comentarios muy pertinentes sobre algunos libros que me tocaba estudiar en el semestre. Me contó que también había llegado a la ciudad como estudiante, hace demasiados años, y que todavía conservaba la costumbre de visitar las bibliotecas, cuando su trabajo lo permitía. “Y si no estoy leyendo, pues vengo por acá”, me dijo, como si se tratara de una confidencia. 14


No pude dejar de notar su vieja chaqueta, elegante pero gastada, al igual que su camisa. Las manos eran finas, pero se notaba que estaban maltratadas y enrojecidas. Seguramente siguió mi mirada, porque de inmediato me explicó que trabajaba lavando platos, la mayoría de las noches. “No es el mejor trabajo del mundo, pero tiene sus ventajas”, me dijo, para añadir, ante mi silencio: “no hay tantas responsabilidades y bueno, nunca quise pasar el día en una oficina. Uno no debería estudiar para enterrarse en uno de esos mausoleos, ¿no es cierto?” Para cambiar de tema, le pregunté si, al igual que yo, había llegado temprano a su cita. Dio un sorbo a su café, meditó durante unos segundos, y me respondió, siempre con el tono de quien revela un secreto: “quizás un poco… pero no me interesa tanto salir, primero quiero disculparme”. Y continuó, no sin antes mirar sobre su hombro: “Verá, mi amigo, en nuestra última cita llovía como ahora. Nos tomamos un chocolate para calentarnos, acá mismo. Queríamos ir a ver una película después. Justamente al Plaza, ¿ustedes también? A Beatriz le encanta el cine. Pero no queríamos mojarnos y tampoco teníamos mucho tiempo, a lo sumo diez minutos, antes de que comenzara la función. No lo pensé mucho, la verdad. Por eso hice lo que hice. Al final, supongo que estaba cautivado por la presencia de Beatriz, o distraído. No lo sé. No tengo una fotografía a la mano, pero créame cuando le hablo de su belleza. Amable y graciosa, además. Para no mojarnos, tomé uno de los paraguas que los clientes del café dejan en la entrada. Imaginé que a nadie le importaría. Había tantos. Estaba equivocado, lamentablemente. Era un paraguas enorme, como para cubrirnos a ambos. Apenas salimos a la calle, una mujer obesa empezó a señalarnos y a gritar que le estábamos robando. De inmediato me acerqué a la señora y le expliqué que se había tratado de una confusión de mi parte… Intenté devolverle el paraguas, pero gritó aún más fuerte, como si la estuviera agrediendo. Fue bastante vergonzoso y cómico a la vez. ¿Y qué cree? A los cinco minutos había llegado la policía. Y antes de que me diera cuenta hablaban de llevarse a Beatriz a la comisaría. Comprensible, si uno lo piensa bien. Hasta entonces, su estadía acá había sido… ilegal, por decirlo de alguna 15


manera. Sus papeles no estaban en orden. No con el orden que les gusta en este país, en todo caso. Usted me comprende, ¿no? Decían que correspondía deportarla. Todo un escándalo. La mujer obesa tardó bastante en calmarse”. Solo atiné a mover una cucharilla en lo que me quedaba de café. Tomé el último sorbo y pregunté, con la inevitable ingenuidad de los jóvenes, si Beatriz tardaría en llegar. Creo que hasta sugerí que Sophie estaría encantada de conocerla. “No lo dudo, mi amigo, se lleva bien con todos”, me respondió. “En cuanto al tiempo, no importa que se tarde un poco”, continuó, “en estos tiempos prefiero pensar como en mi época de estudiante, sin preocupaciones, sin mirar la hora todo el tiempo… de eso se trata la juventud, ¿no?” Aún tuve tiempo de examinar a mi inesperado colega durante unos segundos. Por alguna razón, quería estar seguro de su edad. De pronto, Sophie estaba a mi lado. Me había visto desde la calle y se encontraba ahí, junto a la mesa, con su sonrisa bondadosa. Me puse de pie, la besé e hice un ademán para despedirme del antiguo estudiante. “Por favor, tomen esto”, nos dijo con sincera calidez, al tiempo que me entregaba un paraguas enorme, lo bastante amplio como para cobijarnos a los dos. “Llueve bastante, llegarán mojados a la función si no se cubren”, afirmó con un guiño de complicidad. “Creo que hoy no me hará mucha falta”. No dije nada durante varios minutos. Abrazados bajo el amplio paraguas, cruzamos el río por el Pont de la Machine. “¿Quién era ese señor tan amable?”, me preguntó Sophie. “Un compatriota. Un estudiante como yo”, respondí, incapaz de explicar lo que sentía. El paraguas quedó olvidado en el cine, al concluir la película, apurados como estábamos por llegar a mi cuarto de estudiante. A veces me siento en el atestado café cerca del centro. Ese que queda por la Plaza Murillo. Ahí, luego de un expreso, me permito soñar que Sophie entra por la puerta. Estoy sorprendido de verla, como es lógico, pues no ha debido ser fácil atravesar un océano y encontrarme en esta ciudad imposible y caótica. Conversamos, nos ponemos al día, luego de tantos años de ausencia y, como siempre, salimos a caminar. La ilusión no dura más de un segundo, naturalmente. Me contento con sonreír ante la evocación de su nombre. Pienso que podría escribirle, un día de estos. Tengo 16


anotada su antigua dirección en algún lado. Me pongo de pie, pago y me dirijo a mi viejo cuarto. Siempre caminando, aunque llueva. Quizás vuelva al café la próxima semana. Quizás entonces…

ERNESTO BASCOPÉ GUZMÁN

Bolivia

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C

ruzó la avenida Santa Fe en verde y miró a través de las ventanas del Café Palermo. Aunque ya no llovía se apuró un poco. Antes de llegar a la entrada del bar algo parecido a una mancha en el piso la distrajo. Había un gato cerca del umbral de mármol que, apenas tapado por

una hoja de diario, parecía un pedazo de trapo gris. Permanecía quieto. Se distinguían sobre el lomo manchones de piel sin pelo. Quizás ronroneaba para calmar el hambre. Laura se agachó. Quiso ver si estaba vivo. Contempló al pequeño animal con indiferencia, estiró la mano, le rascó la cabeza y el gato entornó los ojos. Laura se levantó y observó hacia el otro lado de la calle. «Ni una menos», leyó escrito en letras gruesas, rojas, pintadas en el muro blanco de enfrente. Las palabras lucían torcidas, escritas con apuro. Se enroscó el pelo, lo introdujo dentro de la campera negra y se cubrió la cabeza con la capucha. Tenía las zapatillas y los jeans azules empapados. Giró el picaporte y abrió el batiente derecho de la puerta. La agonía del crepúsculo iluminaba el recinto. Un chorro de luz anaranjado atravesaba en diagonal el sombrío bodegón y la barra reflejaba su aspecto descuidado en el desorden de vasos y botellas. Las molduras de madera lucían más oscuras con las lámparas apagadas. Laura paseó su mirada por las mesas y fue derecho a la que ocupaba Andrés en el fondo del local, contra la ventana de Godoy Cruz, mirando hacia afuera, hacia la vereda por donde pasaban los travestis. Ella arrastró la silla sobre el suelo ajedrezado. Él, al escuchar el ruido, se volvió para mirarla. Sin maquillaje tardó en reconocerla. Laura dijo: —Llegué un poco tarde, ¿no? —No… no, sentate, por favor. Andrés parecía sorprendido. Ella era empleada de una librería ubicada en el centro de la ciudad. Hacía dos semanas que se veían, esporádicamente, en algún bar de la zona. La había citado aquí, aunque ella no le dio la seguridad de asistir. A Laura no le gustaba aceptar citas cerca de su casa. Esta sería una excepción. Como siempre, solía ser impuntual. —Te estaba esperando —dijo Andrés. Ella se acomodó el flequillo como si no hubiese escuchado nada. 19


—Estar con vos me hace bien —reclamó él con inocencia. —Andrés... tengo que decirte una cosa… no te enojes, pero vine solo para despedirme. —Alzó las cejas, esbozó una sonrisa y casi de inmediato se puso seria— . Voy a dejar de trabajar en el local…, en una semana me voy. Se volvía a Corrientes con los pesos ahorrados con esfuerzo a empezar una nueva vida. Buenos Aires era violenta, misteriosa e inhóspita. En un segundo desarmó el plan de Andrés: un turno en la mejor habitación del hotel de al lado. Él no le dijo nada, pero no pudo disimular el gesto de evidente molestia. Desvió la conversación: —A mí también me gustaría irme a un lugar bien alejado —expresó irónico y con evidente fastidio—. Y con una playa frente al océano. —Claro… ¿No me pedís un café? —dijo Laura pellizcando un sobrecito de azúcar. Y sonrió. Quería animarlo, cambiarle el humor después del desplante. Le tomó la mano. —Contame algo —le pidió. Él tenía ganas de hablar. Laura lo escuchaba atenta, pero no bien se hizo un hueco en el monólogo ella aprovechó y se despidió. Se había quedado el tiempo necesario para tranquilizarlo. Cuando se dirigía a la salida vio de nuevo el cartel a través de los vidrios: «Ni una menos». Despejó rápido un amargo recuerdo fugaz, saludó a Andrés levantando el brazo y salió a la calle. El gato, sucio y desprolijo, seguía en el mismo sitio. En cualquier momento iba a comenzar a llover otra vez. Lo alzó con cuidado, las patas se estiraron y con las yemas de los dedos palpó las costillas tibias del animalito. Lo acercó al reparo del kiosco de diarios cerca del tronco grueso del plátano. Miró al gato y suspiró. Hacía un año ella había estado en la calle en la misma situación, cuando lo abandonó al Negro Ginés, el tipo con quien convivía. «No me denuncies porque te mato», le gritó amenazándola la última noche en la cual discutieron, cuando él terminó golpeándola otra vez. Pero fue el final, porque ella se escapó y no lo volvió a ver nunca más. Al poco tiempo se lo contó a su amiga y ella le dio un papel plegado con un número. —Laurita —le dijo Nora—, aquí tenés un número de teléfono por si necesitás 20


ayuda, no lo pierdas. —Hizo una pausa y le sondeó las pupilas frunciendo la frente— . Y si ese degenerado te vuelve a levantar la mano, ¡llamá, por favor! —protestó… y le apretó los nudillos con el papel adentro. Ahora las cosas han cambiado. Vive sola y tranquila en un departamento modesto. Hoy se despertó contenta y con emociones desconocidas. Pensó en las tardes calurosas de Corrientes, en el río Paraná, en las flores blancas de los naranjos. El cielo de su cabeza era un remolino de pensamientos azules. Extrañaba los amaneceres de cobre con el sol sostenido por la cuna del río acerado. Sacó el celular y, pensando en los lapachos de agosto en la ribera acodada, se puso los auriculares y buscó la canción que le gustaba tanto. Mientras caminaba tarareaba: «Tengo tiempo… para saber…». Comenzó a lloviznar y pensó en el gato con remordimiento. Se detuvo y regresó hacia la avenida a buscarlo. Aún continuaba recostado en el zócalo del kiosco. Lo alzó y retomó por Godoy Cruz hacia su casa. Decidió llevárselo con ella, contaba con unos días para alimentarlo y curarlo. Sonrió por tercera vez en el día. El último tramo lo hizo caminando más rápido. Recorrió el pasillo hasta el fondo. Llegó justo cuando se largó el aguacero. Cerró la puerta de chapa del patio cubierto, como siempre, sin echarle llave. Acomodó al gato arrimándolo a un mueble viejo y el animalito se quedó quieto. Laura se dirigió a la cocina, sacó un churrasco crudo de la heladera, salió al patio y se lo dejó cerca del hocico, como alimento. Luego entró al cuarto y se tiró en la cama, sobre las sábanas limpias. Todavía conservaba los auriculares puestos. Pulsó el celular y la canción volvió a sonar: «Tengo tiempo… para saber… si lo que sueño concluye en algo…». Escuchó un traqueteo y después el impacto contra la entrada de la pieza, bruscamente abierta de un empujón. Ante la imprevista aparición de Ginés, se quedó muda. Se sacó los auriculares y los tiró hacia un costado. Si hubiese visto al demonio no se hubiera asustado tanto. El Negro no dejaba de insultarla, gritaba como un loco. Le pegó tres trompadas bestiales en la cara, una le abrió una herida en la ceja. Con la cuchilla que traía le tiró un puntazo. No fue certero porque la hoja se hundió completamente en 21


el colchón, aunque le hizo un tajo bastante profundo en el costado del pecho. Laura no pudo ni gritar. A pesar de haber quedado atontada intentaba defenderse tirando manotazos en desorden. La violencia de Ginés aumentó. Arrojó la cuchilla y se desvistió para violarla. Cortó una tira larga de sábana y comenzó a atarle el tobillo a la estructura de la cama de hierro intentando que Laura se quedara quieta. Seguía insultándola, furioso; se dio vuelta para acomodarse mejor. Laura se resistió hasta que el tipo la desmayó de un golpe en la cabeza. Cuando recuperó la conciencia reconoció su agotamiento, pero igual se incorporó, debilitada por las heridas y temblando de miedo. Había sangre por todos lados. La abrumaba el aquelarre escarlata sobre las cobijas revueltas y el olor venéreo que aún impregnaba el aire enrarecido. El tipo ya no estaba. Laura levantó la cuchilla del piso. El dormitorio, ahora, estaba tan silencioso como un mausoleo. Necesitaba poner un mínimo de ternura en la fiebre de su drama. Pulsó el celular. La canción volvió a sonar en los auriculares. Decía: «No importa si las horas bajan… la noche… es tibia… sin sol». Las cosas habían sucedido muy rápido. Todavía no sentía los dolores de los golpes salvajes del Negro Ginés ni la vergüenza de la vejación carnal. Miró de costado hacia el espejo: tenía la cara deformada. Vio sobre el estante el papel plegado de su amiga. El esplendor del verano correntino se alejaba de sus sueños. El gato había terminado de comer. Se afirmó sobre las cuatro patas y se fue caminando despacio por el pasillo, rengueando un poco. Dejó las pisadas marcadas en una hilera de manchas granates que huían en línea recta hasta la abertura del patio. El rastro se perdía hacia la mitad del pasillo. Una llovizna triste caía con persistencia sobre la ciudad desde hacía varias horas. Los auriculares tirados en el piso reproducían la última estrofa de la canción: «No importa si las horas bajan… la noche… es tibia… sin sol». Laura se sentó en la cama y se afirmó con el codo izquierdo sobre la mesa de luz. Desplegó el papel y, como si fuese el acto definitivo de su vida, comenzó a marcar cada uno de los números escritos: uno… cuatro… cuatro… Esperó unos instantes, oyó una voz al otro lado de la línea, y ya no pudo contener todo el llanto que se había guardado durante tantos años. 22


Este relato pertenece al libro “Cielo rojo”

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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L

a delicada joven se dispone a empolvarse la pálida tez de su cara en el bello y antiguo espejo que ha pertenecido a su abuela. Mientras, una doncella cepilla su larga rubia cabellera que le llega casi hasta la cintura y otra prepara el vestido de gala que va a estrenar para la fiesta. Huele

a jazmín. Esa noche es la apertura del baile oficial en el castillo. Cecilia acaricia su collar de perlas de nácar y piensa en los acontecimientos que están por venir. Édouard va a venir. Bailarán el vals de apertura, como le corresponde a ella como hija del anfitrión de la fiesta, el conde, y a él como su futuro esposo. La boda será el mes que viene y su corazón no para de latir cada vez que piensa en ese momento tan especial. Habrá varias fiestas en su honor: baile de máscaras, conciertos de piano y arpa, números cómicos y de circo, marionetas y títeres para los niños. Será la mujer más dichosa del condado. Risas y gritos de júbilo, pastel de nata y almendras, olor a azahar y pétalos de rosa y una explosión de fuegos artificiales… Una estrella fugaz surca el cielo. Trae buena suerte. Los niños juegan y gritan. Juegan y gritan. Juegan y gritan. Hay unos olores muy fuertes. No logra identificarlos. Varios enmascarados bailan a un ritmo vertiginoso. La música sube de volumen. Ya no es armónica, sino estridente. Se escucha el eco de unas risas. Otra vez percibe ese chirrido. Primero suave; luego más fuerte e intenso, como si se tratara de un hierro que le marcara todas las partes del cuerpo, arrancándole las uñas y la piel, dejándoselas en carne viva. Unas carcajadas. Cecilia grita, chilla, y ¡zas!, cae al suelo. Las doncellas le dan pequeños cachetes en la mejilla. Sus ojos se llenan de lágrimas. La joven no se levanta. Su collar de nácar empieza a sangrar. El resto de las partes de su cuerpo también. Un charco rojo inunda la habitación, la va llenado, inundando. Hay manchas en el espejo, en el vestido de gala, en la cama. Las doncellas piden ayuda acaloradas. Ha vuelto a ocurrir. Otra vez. Cecilia abre los ojos. Está en la cama. Tiene una gasa en la frente y un camisón blanco de lino. El médico está a su lado. Ha tenido de nuevo una recaída. Debe descansar. Habría que aplazar la boda, sugiere. ¡No! ¡De ninguna manera! Se estremece y acaricia su collar blanco. Respira. No hay sangre en las perlas. Se levanta. Vuelve al espejo. Se empolva otra vez la nariz. La doncella entra en la habitación y le cepilla el pelo con sus delicadas manos aterciopeladas. Olor a jazmín. 25


El vestido es perfecto. Gasa y seda. Y brillantes y perlas de nácar, como las de su collar. Hoy es la fiesta. Édouard aparecerá. Será el baile. Música de violines, olor a vainilla y perfumes mezclados, aplausos y exclamaciones de admiración. Él está allí. Le sonríe y se acerca. Ella se ríe. Bailan. Dan vueltas. Cada vez más rápido. Los invitados se funden en una masa multicolor y las conversaciones en un murmullo agradable. Campanadas de medianoche. Risas y más risas. La vida parece un vals. Su cuerpo parece flotar, volar. Está por encima de toda esa masa de gente disfrazada. Solo ve máscaras difuminadas. Carcajadas. De pronto, el ruido de un cristal. De otro más. Las copas de los invitados van cayendo al suelo de una en una y cortan los pies de la gente. Gritos. Pánico. Olor fuerte a sangre. Cecilia toca su collar; es de color burdeos, como su vestido, y su cuerpo. Chilla. Está sola en la sala. Silencio. Solo silencio. No, no está sola. Los invitados siguen riendo y bailando, pero solo ella está sangrando. Nadie repara en su presencia. Édouard no está. El médico recoge a Cecilia del suelo y la vuelve a colocar en la cama. Explica a las doncellas que no deben dejarla levantarse. Necesita reposo: los nervios. En cualquier momento le puede volver a pasar. Las doncellas asienten. La muchacha se sumerge en un profundo sueño. Empieza a anochecer y los invitados llegan. Es la gran noche. Suenan trompetas de fiesta y se lanzan los primeros fuegos artificiales. Édouard es el primero que aparece, con su elegante traje y su bonito pelo moreno. Sonríe. Édouard siempre sonríe. Ella lo recibe con su vestido de gasa y de seda, después de haberse empolvado la nariz en el espejo y que la doncella le haya cepillado la cabellera con sus finas manos de terciopelo que huelen a jazmín. Música de fondo. Violines. Pasan a su habitación. Se besan tiernamente, luego apasionadamente, pero después esta lo empuja, lo golpea. A Cecilia se le nubla la vista. Se desmaya. Se despierta. Sus ojos se inundan. Édouard está tumbado en el suelo. No se mueve. No habla. Ella tiene sangre en su collar, y en las manos, y un cuchillo. Olor a podrido, y a sexo y muerte. No están solos. De nuevo ese ruido, el chirrido estrepitoso de un metal que le hace estremecerse por todas las partes de su cuerpo. Unas punzadas le atraviesan como agujas el cráneo. Y, repentinamente, una imagen la abofetea, haciéndole caer al suelo: 26


el rostro de Édouard, unas manos suaves y aterciopeladas rodeando su cintura, unos senos desnudos, olor a sexo apresurado y a jazmín. Y el cuchillo que maneja la rabia. Su propio cuerpo cubierto de sangre. Y el de otra mujer. Chillidos y voces, más voces. Música de funeral, los pasos apagados de la procesión, tres ataúdes llenos de orquídeas, el negro instalado en las calles y en los corazones de los habitantes del condado. Silencio que solo encierra dolor. El cielo se hincha como la panza de un animal y brama. Una estrella fugaz surca el cielo. Es un buen presagio. La delicada joven da puñetazos y patadas en todas direcciones. Se lesiona. Solloza, gimotea, se acurruca en sí misma, balbucea, se calla. Silencio. Los minutos y las horas se escurren y se derriten en su cuarto como la lluvia que azota la aldea sin clemencia desde hace un rato. De repente, una luz pálida. Édouard, la sangre, el collar, el cuchillo y los ataúdes se desvanecen. Cecilia respira. Otra vez. Coge aire. Sus pulmones se hinchan, se inflan. Se vacían. Otra vez. La muchacha flota, se mueve y gira al ritmo de un vals frenético. Luego se queda en suspenso en el aire. El collar de perlas cae al suelo. Estas se rompen, pero ella no se percata. Atraviesa los muros del castillo bajo el manto de agua que llora. Se aleja. Cada vez más y más. Sonríe. Silencio. Por fin, la paz. Requiescat in pace. Misericordiam.

LUCÍA OLIVÁN SANTALIESTRA

España

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C

uando una de las primas de mi madre me llamó para decirme que había muerto la tía Zulema y solicitarme que hiciera el inventario de todos los bienes y objetos de su casa, le di mis condolencias y acepté el trabajo. No volví a pensar en ello hasta que el día convenido me

estacioné frente a la casa del Prado que tan familiar me había resultado en mi niñez y mi adolescencia. Las tres hijas de Zulema ya me esperaban en el jardín. Observé la frialdad y brusquedad con que se trataban entre ellas. “Las relaciones no deben ser demasiado cordiales si tienen necesidad de inventariar los bienes” —pensé. Un muchacho que llegó inmediatamente después y que saludó cortés pero fríamente, fue quien nos abrió la puerta y nos hizo pasar. La mayor de las hijas de Zulema hizo referencia a mi como “la escribana que realizaría el inventario” y sentí sobre mí la penetrante mirada de aquellos ojos negros. Aseguró que permanecería en el jardín hasta que termináramos. Me extrañó que ellas no tuvieran llave. —Es que preferimos que la llave la tenga otra persona. Es menos responsabilidad para cualquiera de nosotras —fue la explicación a una pregunta no formulada. Yo me guardé para mí misma cualquier comentario u observación al respecto y comencé con la tarea Cada cosa que miraba me traía recuerdos de mi infancia que ni siquiera sabía que guardaba en mi mente y todos me remitían a tardes felices, interminables, escuchando las historias de mi abuela y de Zulema que recordaban sus aventuras juveniles. Todas aquellas tardes estaban acompañadas del té y las tortas que preparaba Zulema. El sabor dulce del té y su calor me recorrió nuevamente y pensé en la deliciosa torta de coco, merengue y dulce de leche que era mi preferida y de la que Zulema siempre me obsequiaba un trozo para llevarme cuando acababa la visita. Cuando pasamos por la cocina me pareció volver a verla saliendo sonriente trayendo una fuente con una de aquellas deliciosas tortas. Por un momento me pareció sentir de nuevo el coco áspero mezclándose con el merengue en una pasta cremosa. 29


El merengue quitaba su aspereza al coco y este impedía que la dulzura del merengue resultara empalagosa. El interior del bizcochuelo consistía en dos capas unidas por abundante dulce de leche. Recuerdo que Joaquín, el hijo del casero, aparecía siempre que yo estaba, jugábamos juntos en el jardín y después tomaba el té con nosotras, él también fanático como yo de la torta de coco. Mi abuela y Zulema siempre tomaban un licor de nuez después del té, pero a Joaquín y a mí nos estaba prohibido por ser demasiado chicos. Así fue durante muchos años hasta mi adolescencia, cuando mis visitas se espaciaron, pero recuerdo especialmente una de aquellas últimas visitas cuando a la hora del licor, Joaquín y yo, decididos a probarlo, nos colamos en la despensa. Joaquín subió en una plataforma de madera con dos escalones que permitía acceder a los estantes más altos. Allí había otros licores, pero yo quería probar el de nuez. —Tiene que ser uno que este abierto o se dará cuenta —me dijo. Le di la razón y bajó del estante un licor de naranja. Yo había llevado dos pequeñas copas sustraídas al pasar por el cristalero y tal como hacían los adultos él sirvió ambas copitas hasta poco más de la mitad. Lo probamos. Dulce y fuerte nos dio calor en el rostro al instante, pero sentados ambos en la plataforma lo seguimos bebiendo a pequeños sorbos. Cuando terminamos Joaquín colocó la botella en su lugar y con su blanco pañuelo limpió cuidadosamente las copas para que yo al pasar volviera a dejarlas en el cristalero. —¿Te gustó el licor? —preguntó —Sí, mucho —le respondí. Sus ojos negros estaban fijos en los míos. Nuestras cabezas se acercaron y antes de salir de la despensa me besó. Fue mi primer beso y creo que para él también. Y su boca tenía el mismo sabor dulce a naranja que el licor que habíamos bebido. Salimos con un poco de vergüenza y nos separamos en la cocina. Él salió al jardín y yo volví a la sala justo a tiempo para, luego de devolver las copas a su lugar, presenciar el final de la conversación y luego despedirnos de Zulema. No sé si mi abuela me habrá sentido el olor a licor, pero si lo hizo no dijo nada. Después las visitas se hicieron más espaciadas, mis horarios del liceo y tener 30


clase los sábados me privaron de ellas. Ya de mayor vi a Zulema ocasionalmente cuando coincidíamos en la casa de mi abuela y siempre hablábamos de la famosa torta de coco, pero nunca le dije cuanto me gustó el licor de naranja y el beso de Joaquín. Ahora cuando estoy terminando con el inventario se me ocurre preguntar a una de sus hijas. —¿Quién es el hombre joven que tiene la llave? —Es Joaquín, el hijo del viejo casero de mamá. Me sonrío sin querer. Me alegro de haber terminado el trabajo.

LEONOR NIETO MUÑIZ

Uruguay

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A

…cuando quiero, lo gozo, lo hago bien, un buen trabajo, voy tranquila, suave como seda. —Ursula K. Le Guin, Días de seda.

pesar de la insistencia, prefirió rechazar el vino espumante. Los elogios estaban siendo más que suficientes para la sensación de embriaguez. Levantó, de todos modos, una copa. —Por Cecilia —brindó su jefe desde la cabecera—, que ha

entregado cada hora de su vida a este proyecto. ¡Por ti! —le dijo—. ¡Salud! Cada hora de su vida y luego salud: era un brindis curioso, pensó, pero prudente de parte de Alfonsino; al menos no logró ruborizarla. Mientras no se viera poseído por el hombre idiota que por momentos lo invadía y no le cuestionara en público la falta de hijos propios, pues entonces iba todo lo suficientemente bien. Miró su galardón de vidrio reluciente con letras talladas, ahí sobre la mesa. En grande se leía: «Premio Nacional de Ciencias Naturales de Chile», y debajo: «A la bioquímica Dra. Cecilia Araya, en reconocimiento de su trabajo sobre la manipulación y recombinación telomérica». Gracias a ella, decían, el cáncer parecía una batalla que finalmente ganaría la humanidad. El siguiente contrincante sería la misma vejez, ¡y que temblara!, ya clamaban unos. Abandonaron el hotel a eso de las once de la noche. Pidió un Uber y seleccionó la opción de vehículo autónomo. Ya había tenido suficiente charla por el día. El otoño santiaguino golpeaba duro; vientos ululantes que parecían siempre susurrar conjuros ininteligibles. Cuando llegó a su departamento, piso veintiuno (no sacrificaba los múltiplos de siete), tenía la nariz roja por completo, entumida. Ya está, qué vida, retrato completo, consideró. No cualquiera ganaba este premio, no. Podía ahora darse para ella alguna de esas horas encomiadas. Y no era tonta, claro estaba: lo tenía planificado. Una velada tan solo para ella. Y Leticia. Su Leticia. Tan ingenua, pero magnífica. Cuando tuvo todo preparado, prendió su computador para enviarle el correo. A un costado del escritorio, otra de sus suculentas se había podrido. Era la última planta que compraba: se había rendido. 33


«Fue tal como lo había imaginado, como en mis sueños», comenzó escribiendo. Y terminando le redactó: «Encuéntrame en la pirámide azul del cine que nos gusta, donde siempre hemos estado». Donde siempre hemos estado… Salió al balcón sin temor a la borrasca. La capital era tan grande, tan bonita a medianoche, con esas luces tintineantes que se extendían conquistando por completo las montañas, cual flor sideral replegando sus pétalos llenos de vida. Y los rascacielos: elegantes y esbeltos. Y lamentó que, en ese instante, de uno de ellos, caía un bulto. Cerró los ojos, fuerte y muy fuerte, e inspiró. Así terminaban los hombres solitarios. Lástima que no fuera Alfonsino, se permitió bromear con una sonrisa culpable. Respiraba lento. Parte del descanso comenzó por efecto del potente relajante. Una verdadera maravilla y falaz quien lo negara. Ya ni los músculos sentía. Vista a las estrellas, sentada en su silla: el cordón de la cortina como collar, o cobra, en su cuello, y dejó que su propio peso terminara la sinfonía. Y muy cerca, en un papel mojado, el fragmento de un poema.

LEONARDO ESPINOZA BENAVIDES

Chile

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L

a hora del lobo la sorprendió con el libro aún entre sus manos. Las rodillas flexionadas y doloridas, la espalda apoyada contra el frío respaldar de la cama, y sus ojos exhaustos todavía esforzándose para seguir en la oscuridad cada palabra plasmada en el papel amarillento.

El silencio de la noche solo era interrumpido por el murmullo de las yemas de sus dedos recorriendo la suave portada roja y el zumbido de sus propios pensamientos intentando desentramar las extrañas palabras que narraban en un idioma desconocido la historia de una mujer anciana. Sabía que pagaría por su desvelo tan pronto como el despertador sonara al despuntar el sol. Había pasado toda la tarde del domingo jugando con sus amigos en la plaza principal del pueblo. Sus músculos le pedían a gritos un descanso y su mente luchaba en vano por desconectarse de la realidad y sumirse en un plácido sueño. No habría podido asegurar con certeza si estaba ya dormida o seguía absorbida por los complejos caracteres escritos que le hablaban a través de las páginas sin nombre cuando el estruendoso tañido de las campanas del pueblo arrancó a todo el mundo de sus ensoñaciones en medio de la madrugada. Asustada, con el corazón palpitándole en los oídos, saltó de su cama y se asomó a la ventana. Una enorme y sinuosa serpiente de humo negro velaba la luz de las estrellas. El viento le golpeó el rostro con un olor acre. A pocos metros de su hogar ardía la biblioteca del pueblo. Antiguo e imponente, el viejo edificio era devorado por las llamas y con él todas aquellas historias, pacientes en sus estantes y custodiadas por miradas atentas, que jamás volverían a sentir sobre sus páginas el rastro cálido y oleoso de las manos humanas. Bajó las escaleras a toda prisa y abandonó su hogar aún envuelta en su ropa de dormir. Sus padres no tardaron en seguirla, con la misma desesperación. Por el corto trayecto encontró y esquivó a multitud de vecinos, que acudían al fuego como polillas, todos igual de desconcertados que ella. Pero ella sabía algo más. Se conglomeraron alrededor del esqueleto humeante del cementerio de libros. El terreno había quedado sumido en la devastación absoluta, aunque los edificios cercanos no habían sufrido el menor daño. Todos los vecinos permanecían aún con sus rostros desencajados, rodeando el desastre entre lamentaciones y discusiones acerca del origen del incendio, cuando ella decidió regresar a su hogar. Ya no había 36


nada que hacer allí. Con cada paso durante el camino de regreso el miedo fue transformándose en incertidumbre, la incertidumbre en pregunta, y la pregunta en terror. Todo había sido su culpa. Se maldijo por la travesura que se había atrevido a cometer aquella tarde, desafiada por sus amigos. ¡Niña imprudente! Una sencilla jugarreta podía desencadenar sucesos tan atroces como aquel. Jamás debió llevarse a su casa lo que no le correspondía. Jamás debió mover lo que debía permanecer en su sitio. Su respiración agitada se cortó de repente al ver la puerta de su casa abierta de par en par. Estaba segura de que sus padres nunca habrían cometido tamaña negligencia. Contempló con pasmo como una figura abandonaba el portal en penumbras con paso cansino. Se trataba de una mujer, una mujer anciana vestida con ropas andrajosas. Entre sus manos llevaba un libro de portada roja. Un aroma a papel antiguo y tinta fresca inundó el aire. El tañido de las campanas siguió resonando en la noche.

DANA BELÉN BAIONI

Argentina

Twitter: https://twitter.com/DanaBaioni Facebook: https://www.facebook.com/dana.baioni1

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I

magina un baño blanco, completamente blanco y reluciente con unos cuantos azulejos rotos manchados de sangre. Ahora imagina un hilo de sangre que se va por el sifón mientras la ducha sigue con lo suyo, arrojando agua caliente. Bien pues ahí estaba yo tirado luego de resbalarme

estúpidamente, con el jabón que estaba en el suelo como esperando pacientemente desde la eternidad a que mi pie arrugado lo pisara. Mi cabeza chocó violentamente contra uno de los azulejos que en el acto se rompió como mi cabeza de chorlito o como una cáscara de huevo. Al contacto vi un millar de pequeños puntos luminosos en la parte de atrás de los párpados antes de que un torbellino de oscuridad me devorara. Luego mi mente me vomitó completamente desnudo en un mundo colorido del que salían al vuelo corazones rotos con alas de moscas y picos de colibríes. Me levanté sacudiendo de mis hombros un finísimo polvo de estrellas como si fuera caspa y con asombro absoluto o una pizca del síndrome de Stendhal me puse a contemplar con la boca muy abierta lo que mis ojos veían. Las montañas eran unos senos enormes de las que brotaba leche como lava tibia. Arriba en el cielo, dos gigantes extremadamente flacos con pantallas en sus cabezas jugaban una partida de naipes. Uno de los gigantes proyectaba en su pantalla un video de YouTube; era un tutorial bastante aburrido sobre la forma correcta de cortar rosas. El otro tenía en su pantalla un Tinder de diosas enormes y flacas de formas sumamente extravagantes y casi todas estiraban los labios de sus bocas como mandando un beso de pato. El dios que tenía la cabeza de YouTube deslizaba con su dedo huesudo a veces a la izquierda a veces a la derecha en la cara de su amigo y no conseguía satisfacción. El otro, aprovechando la ocasión, le hacía trampa en la partida de naipes. Le quise gritar al de la cabeza de YouTube que el de la cabeza de Tinder le estaba haciendo trampa, que se espabilara pero el gigante estaba demasiado alto entre las nubes y no oía mi voz. Decidí largarme de allí cuanto antes pues la trampa es algo que me enferma hasta la médula. Entonces me sorprendió que aún con mis ochenta y siete años pudiera dar cabriolas en el aire como una de esas bailarinas de ballet de la Ópera de París. Hice un elegante Croisé Devant y me fui dando pequeños saltos del tipo Battu Batterries y Glissade Battu hasta una fuente dorada donde sacié mi sed tanto como me fue posible. ¿Eres nuevo en la ciudad? me preguntó una rana con nariz de cerdo y ojos de gorila macho alfa espalda plateada que allí estaba descansando. Le respondí que no sabía que contestar 39


a eso pero que estaba seguro de que toda mi correspondencia llegaba a mi domicilio en Chapinero, Bogotá. Ya veo, me dijo la rana con nariz de cerdo y ojos de gorila macho alfa espalda plateada. Me encogí de hombros y la rana se encogió de hombros también pues no nos teníamos mucho más para decir. Yo seguí con lo mío, bebiendo de esa agüita amarilla como si no hubiera un mañana y la rana con el ceño fruncido comenzó a saltar en frente de mi nariz. No deberías beber de esta agua, me dijo y su voz más que una sugerencia parecía una orden que no admitía discusión. ¿Por qué no? Le pregunté algo cabreado luego de beberme el equivalente a una jarra de cerveza noruega. Porque es mi pis lo que te estas bebiendo. Me levanté abruptamente limpiándome la comisura de los labios con el dorso de la mano. ¡Caray, pensé, su pis sabe a jugo de naranja! Sí, bueno, pues lárgate de aquí antes de que me ponga verdaderamente violenta, dijo la rana entrometiéndose en mis pensamientos con su voz altiva de macho alfa y fue su voz lo que realmente me enfureció. No me iré, declare fuerte y claro, no me iré hasta que me digas donde puedo ver una película de la Metro Goldwyn Mayer. Realmente no sé por qué le dije tal cosa a la rana, supongo que por calmar las ganas tremendas que me entraron de ver a Greta Garbo en ese papel magistral que hizo en Flesh and the Devil o quizás solo quería ver al león de la Metro Goldwyn Mayer rugir; llámame romántico pero desde niño siempre he sentido una especial fascinación por las cintas de la Metro con ese león que no bien comienza la película ya te está rugiendo para que te pongas las pilas, en estado de alerta, tú me entiendes, ¿estas preparado? parece que dice cuando ruge, pellízcate y apaga de una vez por todas ese maldito celular. La rana con nariz de cerdo y ojos de gorila macho alfa espalda plateada me señaló groseramente el camino hacia el teatro con su pequeña y graciosa tranca. Hice un arabesque más que prefecto y me fui de allí sin darle las gracias dando pequeños saltos que ya comenzaban a agotar mis delicadas pantorrillas. Por suerte el teatro estaba justo en frente de la fuente dorada lo que hizo que el viaje fuera muy corto. Llegué allí a la velocidad de la luz y le compré un boleto de entrada a un tipo alto que parecía un ataúd con unos alegres mostachos enroscados hacía arriba de los cuales en las puntas colgaban un par de petunias atadas con delicados moños rosados. Ya una vez sentado y acomodado en mi silla, la G49, me puse a aplaudir cuando las 40


luces se apagaron y el proyector comenzó la función. El león comenzó rugiendo con esta canción de Sonny Boy Williamson, Keep it to Yourself y la cámara fue haciendo un paneo desde el cielo hasta el infierno en mi cuarto de baño, lo reconocí de inmediato por los azulejos, era mi baño, extremadamente blanco chispeado de sangre y por las tablas de la cruz que me sorprendió mucho verme a mí mismo tirado en un rincón de la ducha con mi cuerpo arrugado como una uva pasa, con las verrugas que me habían salido con la edad y las pecas en mis manos que tapaban mi miembro viril pero lo que más me sorprendió fue ver a esta horrible cucaracha junto a mi cuerpo inconsciente que con las antenas me hacía cosquillas en la planta del pie. Esto que te cuento no tendría la mayor relevancia si no les tuviera como les tengo un pavor sobrehumano a esos pequeños animales de caparazón marrón que te saltan a la cara como me decía mi abuela si les despegas el ojo de encima. Entonces me retorcí en el fondo de mi silla y me acurruqué en posición fetal viendo como el bicho le hacía cosquillas a los átomos de mi pie con esas antenas microscópicas. Me llevé ambas manos a la cara ocultando una mueca de terror horrible que ahora me apena y los dedos los abría a intervalos de diez segundos y cada vez que los abría la cámara hacía más zoom sobre la feúcha cucaracha y sus delgadas antenas. Por suerte para mí y para el protagonista de la película en la siguiente escena se vio entrar por la puerta del baño a mi gato Bautista que con su pata de algodón aplastó al bicho como si no fuera nada. La canción de Sonny Boy Williamson hacía rato se había acabado y solo se oía el agua caliente que salía de la regadera y el ronroneo constante de Bautista que se puso a jugar con mis pelotas como si fueran bolas de estambre y mi gato negro hasta se veía lo más tierno pero yo me levante de mi silla y le grité con todas mis fuerzas al gato en la pantalla: “¡Bautista cierra la llave que el recibo del agua este mes me va a costar un ojo de la cara!”. Entonces la gente se puso a abuchearme lo que me pareció curioso ya que la sala estaba completamente vacía. Luego la cámara siguió al gato hasta mi escritorio y en un primer plano muy detallado me mostró como el gato se colocaba mis lentes de aumento sin los cuales no veo un carajo y entonces oh, horror de horrores, Bautista se puso a llenar mis libros de contabilidad con sus limitados conocimientos matemáticos. Me levanté de mi silla una vez más y grité totalmente fuera de mis cabales: “¡Bautista no puedes llenar la casilla de los pasivos con los valores de los activos gato estúpido!”. Y la gente me abucheaba y me tiraba palomitas de maíz 41


que se me metían por las fosas nasales. Entonces llegó el acomodador diciéndome con una voz muy seria y grave que debía acompañarlo a la salida y acto seguido me iluminó de lleno en el rostro con su linterna y de la linterna o de la pantalla (ahora no lo recuerdo bien) salió un tren a toda velocidad que me arrolló sin la menor misericordia. Desperté pues en mi baño blanco manchado de sangre y suspiré aliviado al ver a la cucaracha machacada en el suelo pero mi alivio duró poco ya que estaba completamente inmovilizado del cuello para abajo lo que hacía imposible que cerrara el agua caliente de la ducha que caía y caía. ¡Bautista! grité tres veces con todas mis fuerzas y mi gato negro apareció por el umbral de la puerta con su cara somnolienta diciéndome que era un desconsiderado por llamarlo a la hora de la siesta. Déjate de tonterías Bautista, ¿no vez el estado en que me encuentro? Lo veo, respondió como si tal cosa Bautista. Bueno pues necesito que por favor escales hasta el espejo que está encima del lavamanos, lo abras y me alcances cualquiera de estos medicamentos: Baclofeno, Dantroleno, Diazepam, Tizanidina. El gato bostezó, subió por el lavamanos, abrió el espejo no sin antes echarse una buena acicalada y me tiró lo primero que encontró. ¡Esto no, gato del infierno, esto son caramelos de cianuro! Vale, vale, que humor de perros tienes esta mañana, déjame me pongo tus gafas que mi vista no es lo que solía ser. Y Bautista salió y regresó con mis gafas puestas luego de un tiempo muy largo que pareció una pequeña eternidad. Volvió a subir por el lavamanos y esta vez tomó del tarro correcto las medicinas que necesitaba. Me arrojó unas veinte a mi boca abierta de las cuales la mitad cayeron en mis ojos provocándome un escozor terrible y podría jurar que a Bautista todo aquello le divertía; luego salió elegantemente del cuarto de baño y mientras se alejaba, ese gato que parecía que me odiaba y que yo tanto quería, un sentimiento de gratitud y de amor indescriptible me inflamó el corazón. Gracias Bautista, te debo una, le dije a lo que mi gato simplemente respondió “ya lo creo imbécil”. Ahora me encuentro tirado en un rincón del baño esperando a que estas malditas medicinas hagan efecto y estoy un poco preocupado, tú que crees… ¿debería llamar a un doctor?

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PERRO SERRANO

Colombia

Instagram: www.instagram.com/perrosserrano

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E

lla dudaba de todo. Vivía acosada por la incertidumbre. La palabra “elección” era un trampolín al desequilibrio porque sentía que siempre se equivocaba. Si compraba limones, daba dos pasos y encontraba mejor precio; si llamaba a su madre se fastidiaba, pero si

no la llamaba, se ofendía; moría por preguntarle al vecino ⎯que olía a paraíso⎯ el nombre de su perfume y su nombre y su edad y si quería cenar con ella, pero reprimía las ganas y después se arrepentía de su soledad; odiaba su trabajo, pero le molestaba decidir el cambio porque “mejor malo conocido…” y se conformaba por comodidad timorata… Su mente estaba invadida por un ejército de preguntas enemigas y su artillería era variada. Podía atacar con un existencial “¿para qué habré nacido?” o con la trivial, pero desestabilizante “¿cerré la llave del gas y desenchufé la plancha?” cuando llegaba a la oficina. Este abanico de dilemas compartía un común denominador negativo, teñido por una coloración negruzca que volvía nocturnos sus días. A veces, la desmesurada cantidad de interrogantes sin respuesta no la dejaba respirar. O le quitaba el sueño. O la hacía llorar hasta querer arrancarse los ojos de tan triste que se ponía. Opinaba que nadie tan inseguro como ella debía sobrevivir porque el mundo, imaginaba, pertenecía a los que confiaban en sus propias decisiones. Quizás alguien, alguna vez, había insertado esta aseveración excluyente, que no la dejaba avanzar sin sentir que lo hacía marcha atrás. Ella que creía no estar segura de nada, no se percataba de que sostenía rigurosa su apreciación y, con certeza de verdad inequívoca ⎯patrimonio de los que no titubean⎯ la llevaba clavada como un estandarte, en el centro de control de las ideas inmovilizadoras. Y así las cosas, hasta que una tarde, volviendo del trabajo, en el mismo vagón del subte viajaba una chica igual a ella. La chica le sonrió, levantó una mano y la saludó con total naturalidad. Ella bajó la mirada y empezó a transpirar. Automáticamente, se encendió su máquina de preguntar. “Quién es, me saludó a mí, lo imaginé, realmente su cara es idéntica a la mía, estaré soñando, la verán los demás pasajeros, habré enloquecido…”. La quitó del trance la voz del altoparlante, avisando la estación de destino. Para bajar, chocó con todo ese universo que siempre iba en sentido contrario al de ella, apuró el paso, miró con discreción por encima del hombro: en medio del 45


océano de rostros anónimos, flotaba el propio, unos metros atrás. No supo si tenía que enfrentarla, esconderse, correr o avisarle a un policía que ella se estaba persiguiendo. Lloró en silencio, se sintió mareada, tropezó con sus pies, estrujó sus manos, aceleró la marcha. Después de recorrer dos cuadras eternas, con el miedo masticándole las vísceras, alcanzó la puerta del edificio. Los dedos acalambrados no iban a ayudarla a encajar la llave en la cerradura, como jamás nadie la había ayudado a encajar en ningún lugar. La otra ella avanzaba despacio por la vereda, se acercaba sigilosa, como si no tuviera apuro, segura de un destino inexorable, permitiéndole que se tomara el tiempo para abrir y escabullirse en su madriguera. Casi escupiendo el corazón, entró y quedó agazapada detrás de un macetero con helechos, para acecharla desde su escondite. La otra desfiló frente a la entrada como si flotara en cámara lenta. Inclinó la cabeza hacia el hall con el desparpajo que parecía caracterizarla, una vez más, levantó la mano, saludó y continuó su camino. Le resultó tan escalofriante su imagen espectral del otro lado del vidrio, que huyó con pavura corriendo por la escalera. Llegó al tercer piso sin aliento, entró a su casa, cerró y apoyó la espalda sobre la puerta, dejándose deslizar hasta quedar tirada en el piso, hecha un ovillo tembloroso. Como era de esperarse, sentada en el sillón del living, estaba ella. Esa ella que no era ella. Con su voz expropiada, muy sonriente y suelta de cuerpo, le dijo “hola”. No descifraba qué estaba sucediendo, pero entendió que por más que quisiera, ya no habría escapatoria. Con un dominio increíble de su espanto, se desovilló, avanzó hacia el sillón y se la quedó mirando, incrédula de que algo tan extraordinario pudiera pasarle a alguien tan común como ella. Lo más asombroso de la situación, en realidad, fue que no se hiciera preguntas y que no dudara en abrazarla.

MARINA GÓMEZ ALAIS

Argentina

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A

caricio mi cuchillo mientras la noche me susurra imágenes que ignoro en silencio. Hay un aroma a recuerdos en el aire que se desprende de las ventanas de piedras ojivales, perdiéndose en la larga calle de farolas amarillas que se multiplican en la humedad de las

muestras de los negocios. Alguien pasa a mi lado, unos bigotes se enderezan para saludarme y unas manos rascan una barriga que sé llena de cerveza. No lo miro, dejo que la identidad de ese rostro sea llevada por la brisa. Las casas y negocios reflejan otros rincones del mundo, planas y sin significado, indistintas hasta de la noche. Sin embargo, siento que me susurran. La calle me dice que avance. Camino los adoquines de la ciudad, apenas acompañado por unas mulas tiradas por carros y dispersas gabardinas en la distancia. Me rasco las canas, erizadas por aquella humedad persistente, y busco el aroma del otoño tras la fragancia de las mulas. Cerca, huelo una florería que crea sombras en la vereda y me atormenta con un perfume a caricias, pero las espinas es lo único que siento cuando las flores se pierden en el alquitrán y el hollín de las chimeneas. Hacia la esquina hay un rostro que no reconozco y dejo que me convide un humo gris que me nubla la vista. Cálida y hermosa noche ⎯me dice⎯, una de esas que se quisiera que duren para siempre. Me río para dentro y mi risa es ahogada por el campanario que me habla de las ocho. La hora de los panqueques, pienso, pero el sabor se siente a cenizas en mi boca y fumo otro poco para acentuarlo. El humo apenas se prende a mis pulmones y aspiro fuertemente. Un aire fresco se cuela tras el tabaco, y siento las veredas oler a perros mojados, oigo mis jóvenes pies quebrar hojas secas junto a la sombra de alguien. Sacudo la cabeza y me concentro en el humo, en la realidad. Al rato dejo solo al hombre, sin agradecerle, y busco los nombres de las calles. Pienso en estos nombres célebres, izados para el recuerdo, letras sin rostro que señalan cosas, desafiando al olvido, a los tiempos; inspiran, recuerdan el sacrificio que conlleva el prestigio. Dejo que me guíen. Otreman me dice que doble a la izquierda, Massarino me dice que avance. Un número me dice que me detenga. Un balcón, que veo negro y decrépito, por un instante se vuelve lleno de pétalos amarillos cuando parpadeo. Aspiro profundamente el aire fresco que me envuelve. Repaso el filo del cuchillo con el dedo; aún está allí. 48


La puerta se aprieta entre esa negrura que pugna por devorar los recuerdos, las casas viejas, las personas, la noche. Las cortinas de flores que cubren las ventanas la disipan un instante y veo en los cristales las huellas de tus manos, la humedad de un beso que quedó flotando en el aire. Me apresuro, agitado por el esfuerzo de ignorarlo. La puerta está abierta; siempre estuviste llena de confianza, desafiando el sentido común, dispuesta a hablar con quien te cruzaras, y veo imágenes de ti invitándome a bailar sin saber mi nombre. Dentro habita la penumbra y una frágil vela me indica el camino con su luz curvándose por los pasillos de marcos llenos de manchas decoloradas. En la cocina aún queda un aroma a tostadas flotando en el aire. Mermelada de durazno, te gustaba. Bajo la vista. Te veo. Tu media silueta se curva sobre el libro apoyado en la mesa, tu espalda se confunde con la noche. Me miras con esos ojos donde se ocultan caprichos y deseos que desafían tradiciones. La vela se refleja en mi cuchillo, tiñéndolo de un futuro posible. Me miras sin sobresaltarte. Volviste ⎯me dices con una voz tranquila⎯; entonces, no pudiste olvidarme. Me río para dentro. Tu vida ⎯te digo⎯ atraviesa las distancias y los caminos, se burla de los muros. Tu vida ⎯repito⎯ me persigue tras la barrera del tiempo, oscurece los futuros planeados durante años, aferrándose de mi nombre con sus garras. Suspiras, como si ya hubieses oído esto antes. Con el tiempo ⎯continúo⎯ los nombres de las personas se vuelven cosas. Con el tiempo, sus dueños vuelven al polvo y sus nombres se transforman en seres vivientes que prevalecen sobre la muerte; de las personas solo queda su prestigio y sus obras. Tú ⎯te digo⎯ te quedaste en este pueblo, de mí solo quedó mi nombre. Así, todos me juzgan a través de ti. Te quedaste con mi nombre y lo corrompes en mi ausencia con tus vestidos diáfanos, tus cantos disonantes, tus gustos por las páginas impertinentes, tus amistades risueñas, tus comidas exóticas. Tú suspiras y me dices: Quizás no lo sepas, pero por eso te enamoraste de mí. Enamorarse es para chiquillos ⎯contesto⎯, la juventud es otra de esas cosas que quedan aplastadas por el tiempo, un escalón para construir tu nombre, tu prestigio; enamorarse es un mal necesario; por supuesto que pude olvidarme de ti, de nosotros, pero tú no dejas que otros lo hagan; y yo estoy dispuesto a terminar con ello. Lo digo y acaricio el cuchillo. 49


No me contestas. Yo callo. El silencio parece de cristal y temo respirar. Miro tras las cortinas de flores. Un velo como una sombra cubre las casas pero se dispersa con una brisa perversa. Veo balcones con flores amarillas y tostadas humeantes, veo manos llenas de risas bailar entre hojas secas, veo bigotes llenos de cerveza, veo besos que flotan en el aire entre vestidos de colores. Apenas reconozco los recuerdos. Apenas reconozco que yo esté en ellos. Apenas acepto que sean recuerdos. Corrompes mi nombre, pienso, pero también te atreves a corromper mi memoria. Solo me queda volverte un recuerdo y, así, el pasado se disolverá en una sombra. Yo puedo olvidarte. Te aprieto con la mirada, mi mano observa el cuchillo afirmarse entre sus falanges. Tú me miras a través del velo de la noche. Sin pensarlo, parpadeo. Cierro mis ojos, los abro. Tú ya no estás allí. Solo hay polvo de araña flotando en la luz de la luna, en la cocina de una casa vacía y abandonada. No sé qué pensar, que sentir. Me doy cuenta que solo eres un recuerdo que nunca quise dejar. Me doy cuenta qué nunca debí matarte. Ahora, otra vez, lo único que me queda de ti, es un cuchillo con tu sangre seca.

ANDRÉS BLANCO

Argentina

Blog: oquedadesdelcosmos.wordpress.com

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-¡H

ey! Alto allí. Escucha las voces pero no hace caso. Es domingo, son casi las cinco de la tarde, va a llegar muy, muy retrasado. Los ve dirigiéndose hacia él. Son tres. Todos de verde con chalecos fosforescentes. Son policías, puede

correr. Si fueran soldados sería diferente. Retrocede y se mete por una de las calles, tendrá que alejarse un poco pero sabe que podrá retornar a su camino cuando dejen de buscarlo. Llega a una de las paralelas y se mete en un callejón. Hay una camioneta y se oculta debajo. Los vecinos tardan en salir a las ventanas, alertados por las sirenas. Nadie lo ve. El fuerte olor del asfalto le inunda la nariz. Cuando Juancito cumplió diez años le compró una bicicleta. Lo llevaba al parque los días que le tocaba por el acuerdo de custodia. Un día se cayó en plena calle y se quedó allí. Rubén corrió hacia él pero vio que le quería hacer una broma, así que se tendió también, hasta que el grito de un taxista los devolvió a la realidad. Le hizo prometer que no le contaría nada a su mamá. Sale de su escondite. Las calles vacías. Tiene que apurarse. Rápido, Juancito espera. Está por llegar cuando una luz lo alumbra. —¡Párese ahí!, documentos. Distingue un casco. Son soldados. —¡No puedo detenerme!, tengo que llegar —grita antes de correr. La separación no fue fácil, pero lo veía por lo menos sábados y domingos. No fue un buen esposo, pero se descubrió como un padre aceptable. Jugaba con Juancito al Monopolio y a los carritos esos de metal y pistas. Compraba su comida favorita, iban al cine, visitaban a sus tías, compraba libros de cuentos y se los leía antes de dormir. Los soldados empiezan a correr detrás de él. Suena una alarma que saca a las personas por las ventanas. Lo ven huir y lo señalan. 52


Luego de que todo pasara, se había acostumbrado a verlo casi todos los días. Pero de pronto, la pandemia. Restricciones para salir. El mundo estaba al revés. Pero aún podía ir a verlo. Y justo el jueves último, el presidente anunció que por culpa del virus, los domingos nadie salía. Los infractores serían encarcelados. Igual salió. Tenía que ir a verlo. Desde que empezó el estado de emergencia, ocultó un banco en el techo de uno de los puestos de flores para poder entrar. Lo saca a la volada y con la agilidad de su delgada contextura, pasa por encima del muro. Los soldados lo ven perderse entre los pasajes. Lo encuentran un rato después de forzar la puerta. Lo ubican en el pabellón Santa Gertrudis. Rubén está arrodillado, alumbrando con su celular un libro al frente de una lápida, leyéndolo. El sargento ordena que esperen a que termine y lo enmarroquen. —No duerme si no le cuento algo ¿Sabe?, era el mejor niño del mundo —le dice.

SARKO MEDINA HINOJOSA

Perú

Página Facebook: https://www.facebook.com/SarkoMedinaHinojosa/ Blog: www.sarkomedinahinojosa.com

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L

eón se pasea inquieto frente a la ⎯ahora⎯ casa de su beba. Desde la separación, Marcia, no contesta las llamadas, y León tardó mucho en decidirse en venir sin avisar. Sus compañeros y abogado le alertaron: “No vayas, ella puede hacer que pierdas los estribos, o hasta lastimarse

con tal de acusarte. Si está enojada, para qué te asomas a esa casa”. ⎯Quiero ver a mi hija. Es lo justo. ⎯Pero Marcia está enojada, para qué te arriesgas. Tres meses han pasado desde que Marcia decidiera irse del hogar. León culpa a la madre y a la hermana de su ex mujer. Antes que ellas llegaran todo era normal. “Llevé a mi esposa al hospital tomados de la mano; la acompañé durante la espera, junto a la cama donde esperábamos que dilatara, y a pesar de no entrar al quirófano, estuve en la puerta cuando la doctora me mostró a mi hija, toda roja como un tomatito”. Todo ocurrió cuando volvieron a la casa. La suegra y la cuñada lo sacaron del cuarto. “Usted siga trabajando en su estudio, no se preocupe por nada. Nosotras atenderemos a Marcia y a la niña” Desde entonces Marcia comenzó a retarle: “¿Y si consigues un mejor trabajo? Con lo de la beca no alcanza”. ⎯Pero Marcia, la beca del doctorado no es poca cosa, y estoy a punto de terminar la tesis, hay que esperar. Los llantitos, los gritos, los reclamos subieron de tono, hasta que Marcia se fue con la niña. Luego Marcia no quiso asistir a la reunión con el psicólogo, ni con el personal del juzgado. “Está en su derecho, el amor no se puede obligar”, dijo el abogado. “Nos vamos a divorciar, no quiero volver a verte”, fue la última llamada. “Si no me das dinero para la pequeña, te meto a la cárcel”. León intentó conciliar: “Pongámonos de acuerdo; quiero ver a mi hija, pasar tiempo con ella”. ⎯¿Para qué quieres ver a MI hija?, ⎯dijo Marcia haciendo hincapié en el 'Mí'⎯ Si no quisiste ser un hombre que trabaje para mantenerla; no puedes ser un padre. Lo mejor es no ir a su casa. La nena crecerá y te buscará, para qué insistir ahora, 55


era el consejo de todos. “Será peor para la nena si ve que el motivo que hace a su mamá enojar, es que tú vayas a la casa”. Pero León decidió ir. Era su hija, y la justicia tenía que entenderlo. Temprano fue a las tiendas y con el dinero de la beca, compró ropa, calcetines, calzones, zapatitos para su beba. Compró un elefantito de plástico que sacaba burbujas si uno apretaba alguna de las letras que tenía en su teclado. Será muy divertido. Estuvo un momento detenido junto a la reja de la entrada, y se animó a abrirla. Caminó hacia el ventanal y pudo ver a su ex suegra sosteniendo en brazos a su beba. Tocó la ventana y la mujer levantó la mirada. Dejó a la nena en su cama, y salió de la habitación. Seguro fue a buscar a Marcia. León sonreía pensando que le abrirían la puerta. “Le traje esta ropa a la niña”, alcanzó a decir cuando Marcia apareció del otro lado de la puerta de entrada. La puerta era de cristal transparente así que ambos podían verse y escucharse. Marcia comenzó a gritarle que se fuera “Traje esta ropa para la beba, abre para que pueda dártela”. Pero Marcia comenzó a golpear los cristales desde adentro. “Te vas a lastimar”, dijo León, y los vidrios estallaron sobre el rostro de Marcia; el ruido hizo gritar a la nena y a la ex suegra. León dio un paso hacia dentro de la casa para intentar ayudar a su ex esposa, cuando la policía entró a la terraza y lo detuvo.

ADÁN ECHEVERRÍA

México

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Preludio

A

cababa de terminar una breve lectura. Tumbado en mi cama, no tardé en sumergirme en un estado de entresueño.

I.Silencio

Negrura. Creo escuchar sonidos lejanos. Parecen provenir de la jungla. Entonces le veo a Él. Y oigo ese bramido, y aparece ese mamut. Él le tira su lanza con punta de sílex. Decenas de flechas llegan de varias direcciones y alcanzan al mamut, que cae muerto. Los arqueros se aproximan, cortan el cuerpo con sus cuchillos, comparten la carne. Comprueban como Él extrae su lanza. Y le alaban. Aunque no les presta atención. Si dirigiera su vista en cierta dirección, vería muchos más cuerpos yacer sobre el horizonte. Todos tienen clavadas una lanza y varias flechas. Pero está mirando otra cosa, fijamente. Es una espiga de trigo. II.Exceso La espiga es solo una entre millones en una plantación. Él comienza a trabajar la tierra, y otros muchos también. Veo más plantaciones, cada vez más extensas. Hay mujeres, hombres y niños, bien alimentados. Y hay excedentes de la cosecha. Ellos los intercambian por otros bienes; ellas cuidan de los niños. Pero es Él quien ordena dónde y cómo hacer el intercambio, y todos le obedecen. Sus atuendos le diferencian del resto, cual líder espiritual. Mirando al cielo, todos dan gracias por la bonanza. De súbito, otro grupo aparece con recipientes abarrotados de trigo. Él y los suyos los miran con avaricia. Y se abalanzan con sus armas sobre ellos, pero Él permanece a la distancia, dando órdenes. Su vestimenta tiene ahora otro aspecto, como de guerrero. Muchos de los recién llegados mueren asesinados, y sus recipientes les son arrebatados. Otros son hechos prisioneros y puestos a trabajar la cosecha. Él sigue dando órdenes, esta vez a dos hombres. Estos las transmiten a otros ocho, y estos asestan latigazos a los esclavos. Y veo cómo cada vez hay más campos, más y más extensos. Y montones de excedentes. Con ellos comercia mucha gente 58


intercambiándolos por bienes; luego, por monedas. III. Circo Me fijo ahora en una de esas monedas: es un denario. Pasa de mano en mano en un gran mercado. Se escucha un gran gentío en las inmediaciones. Gritos enfervorizados que proceden de un circo. Dentro, un gladiador acaba de abatir a otro. Mira ahora en dirección al palco: espera una orden. Y Él, engalanado con su toga de color púrpura y su corona de laurel, dicta muerte con su pulgar. El gladiador ejecuta. El público enloquece. Todos comen dulces de mermelada de fresa. Y vuelvo a observar esa corona, que ahora no parece de laurel. IV. Gloria Es una corona de oro. Ya no hay gritos; solo silencio. Ya no hay circo; solo un enorme salón. Lleno de lujosas lámparas, delicadas alfombras, cuidados tapices. Él se yergue en su trono; los súbditos le adulan. Le lanzan miradas: algunas de admiración, muchas de miedo. Y otra, una sola, de desafío. Su dueño, que viste como un comerciante, le entrega una bolsa de monedas. Pero me fijo bien en esa cara: también es Él. Rápidamente, un grupo invade la estancia. También son comerciantes, pero llevan pistolas. Uno de ellos dispara hacia el trono, que se retuerce en sus formas. Se convierte entonces en una guillotina. De ella cae una cabeza, que rueda por una plaza. Y Él, portando ahora una voluminosa peluca empolvada, arroja un puñado de monedas al suelo. Una muchedumbre corre a por ellas. V. Televisión Él sigue repartiendo monedas, con una mano. Con la otra, sostiene un televisor. Ya no hay muchedumbre; solo dos hombres que se acercan. Uno, con un elegante traje, acumula monedas desesperadamente. Otro, menos rápido, recoge las que puede. Y compra el televisor. Puedo verle reflejado en esa pantalla: está sentado ahora en un sofá. Pero las imágenes se suceden con rapidez en la pantalla. Miseria. 59


Hambre. Llanto. Después, el hombre trajeado. Compungido, señala un punto de un mapa. Parece ser un país lejano. Mira luego a los espectadores con gesto de indignación. Gesticula, hace aspavientos. Y vuelvo a ver reflejado a ese comprador sentado en el sofá: aplaude con entusiasmo. Negrura. Creo escuchar sonidos lejanos. Parecen provenir del cielo. Entonces oigo esos aviones, esas bombas caer, esas explosiones. Y veo esas ruinas. Cuerpos. Sangre. Después, al comprador. Pero está ahora en una plaza, rodeado de otros miles. Muchos portan símbolos pacifistas, todos gritan indignados hacia un balcón. Ahí se encuentra el hombre trajeado. Se da la vuelta, abandona el balcón, entra a un enorme salón. Encogiendo los hombros, mira hacia alguien que está enfrente. VI. Pasillo Es Él quien está enfrente. Creía que no lo vería más, pero ahí está de nuevo. Ignora al hombre trajeado y se adentra en un pasillo. Camina y camina. Parece un pasillo interminable. Hasta que observo que es más bien un túnel. Y que el túnel se cierra en círculo sobre sí mismo. Logro salir del túnel y verlo desde fuera. Es el borde de una rueda que no para de girar. Alguien la está moviendo con una mano, mecánicamente. Me fijo bien: es un hombre sentado. Y apoya la cabeza en su otra mano, pensando. Es el pensador. Epílogo Y la rueda seguirá girando. Y el pensador, pensando. Evolución. Revolución. Involución.

JOSÉ M. MUÑOZ

España

Sitio WEB: https://jmmunoz.com/ Twitter: https://twitter.com/jmmunoz_

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¡L

os macarrones están listos! ¿Sabes?, nunca pensé que te traería a casa, no eres muy simpático y realmente muchos te tenemos miedo, pero bueno mis padres querían conocerte y qué mejor forma de hacerlo que invitándote a cenar. Ya quiero que den las ocho para que se despierten y al fin te

puedan conocer. Yo sé que para ti es muy gracioso molestar a los demás y más centrarte específicamente en mí solo porque soy adoptado, pero Mamá y Papá ya me habían advertido que muchas personas no lo entenderían y que otras más se reirían de mí solo por eso. Siendo sincero no te entiendo, pero debo admitir que durante el día mi vida sin ellos es muy solitaria, pues tengo que levantarme desde muy temprano para ir a la escuela, solo para que me molestes, luego saliendo tengo que ir a hacer el super y finalmente llego a casa a prepararme la comida. Tal vez mi vida no sea como la tuya o la del resto de los niños, pero no me siento mal, pues desde el principio mis padres me han hecho saber que si bien la sangre no nos une, ellos me aman con todo su corazón. Y cuando despiertan juegan conmigo, me ayudan con la tarea y tratan de recuperar todo el tiempo perdido, antes de que yo tenga que ir a dormirme. Ellos son magníficos y de hecho, su historia favorita y la que siempre relatan al resto de la familia, es la de cómo me encontraron y aunque la he escuchado miles de veces, siempre es un gusto para mí, oírla de nuevo. ¿Quieres escucharla? ¿No?, bueno de todos modos te la contare. Mis padres cuentan que la primera vez que me vieron fue cuando conocieron a sus vecinos del departamento de arriba. Al parecer mis verdaderos progenitores eran una pareja joven y sin experiencia que recién se había casado y trataban de formar una familia juntos. Pero lo que parecía el comienzo de un cuento de hadas terminó siendo una horrenda pesadilla. Como los vecinos de abajo, mis padres adoptivos fueron testigos de todos los gritos, pleitos y amenazas que se suscitaban entre la joven pareja del piso de arriba. 62


Cuentan que, sin importar la hora, fuera día o noche, ellos escuchaban mi incesante y desgarrador llanto que en ningún momento mis verdaderos progenitores se molestaban en calmar. Pasaron los meses y las cosas fueron de mal en peor, fue así que mis padres decidieron hacer algo al respecto y aunque habían tratado de mantener un perfil bajo después de haber tenido problemas en su antigua ciudad, decidieron rescatarme. Con sigilo, se adentraron en el departamento de mis padres biológicos y lo que vieron, los horrorizó. Pues las personas que me dieron la vida tenían su casa hecha un muladar: comida vieja se pudría en la nevera, botellas de cerveza se esparcían por todo el suelo y yo dormía en una cuna repleta de basura, con el pañal lleno y evidentes signos de desnutrición. Fúricos por lo que vieron, Mamá y Papá trataron de encontrar aquellos monstruos para hacerles pagar, pero por más que buscaron solo encontraron señales que delataban que ellos se habían marchado hacía tiempo. Mamá dice qué al verme, el primer pensamiento de ambos fue llamar a una apropiada institución para que se hiciera cargo de mí y, aunque estaban decididos a hacerlo, cambiaron de opinión, cuando me tuvieron en brazos. Con mucho cariño y un brillo en los ojos, ellos siempre relatan que desde el momento en que sintieron mi tibia cabecita y mi entrecortada respiración, su corazón se derritió por completo. Pues en sus palabras yo era una bolita de carne, tan tierna y adorable que tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para no comerme. Desde entonces, y sin que nadie se les opusiera, ellos me criaron con el mismo amor que le darían a un hijo verdadero. A diferencia de la relación de mis verdaderos progenitores, la relación entre mis padres adoptivos llevaba siglos de existir, aun así, fue difícil para ellos adaptarse a mí, después de todo, las personas como ellos no suelen tener hijos. Imagina la sorpresa de todos mis tías y tíos cuando se enteraron de mí, aun hoy no puedo estar cerca de algunos de ellos sin que mis padres estén presentes. Durante mis primeros diez años de vida me criaron como uno de ellos, dormía durante todo el día y jugaba con ellos toda la noche, pero con el tiempo, cuando 63


notaron que más que acostumbrarme todo eso me hacía daño, decidieron criarme de un modo más “normal”. Cuando tuve la edad suficiente para valerme por mí mismo ellos recuperaron su habitual costumbre de volver a dormir durante el día y dejaron que me hiciera cargo de todo, la luz, el agua, la comida, etcétera. Pero sin importar qué, cada noche les cuento cómo me fue durante el día, fue así como supieron de ti y de todo lo que me haces. Hubieras visto la cara que pusieron cuando les mostré los primeros moretones que me hiciste o cuando les repetí todos tus insultos o peor aun cuando supieron que me bajaste los pantalones frente a toda la clase. Estaban tan molestos que no puedo ni describirlo, de hecho, no tendré que hacerlo, justo ahora acaban de dar las ocho, estoy tan contento, ¡Por fin los vas a conocer! Mientras espero en la mesa del comedor las puertas del sótano se abren y de ellas emergen mis padres. Ambos lucen somnolientos, se estiran y bostezan de tal forma que dejan expuestos sus afilados colmillos, para mí es algo normal, pero para mi diario agresor es razón más que suficiente para comenzar a temblar en la silla en la que lo tengo amarrado. Cuando mis padres me ven sus ojos se iluminan. ⎯Hola Má, hola Pá ⎯los saludo. ⎯Hola tesoro ⎯ellos me abrazan y a pesar de sus cuerpos fríos puedo sentir lo caluroso de su afecto. ⎯Mamá, Papá, él es Ricardo, el compañero de quien les hablé ⎯los presento. ⎯¿Conque este es el niño, eh? ⎯pregunta mi padre con desdén. ⎯Sí, él es el compañero que todos los días me molesta y se burla de mí por ser adoptado. Al enterarse de quien es, mis padres gruñen furiosos y en un parpadeo se plantan frente a él. ⎯¡Jamás debiste meterte con nuestro niño! ⎯ruge mi madre a centímetros de 64


su cara. Ricardo comienza a suplicar bajo la mordaza que aprisiona su voz y a pesar del desagrado que siento por él, les pido que se detengan. ⎯¡Mamá, Papá, esperen!, quiero escucharlo. Ante mi extraña decisión mis padres se detienen, intercambian una mirada confusa y tras unos segundos de dudas, obedecen y le quitan la mordaza. ⎯¡Perdóname Francisco no vuelvo a molestarte, yo…y…yo solo estaba jugando pero te juro que a partir de hoy no me vuelvo a meter contigo! ⎯promete. Sus suplicas y lloriqueos me hacen pensar y aunque me gustaría creer en sus palabras me gusta más comer en familia. ⎯Má, Pá, pueden hacerlo, ya hace hambre ⎯respondo antes de probar una cucharada de mis macarrones.

RONNIE CAMACHO BARRÓN

México

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L

a hormiga colorada era muy coqueta y todos los días antes de salir del hormiguero a realizar las tareas asignadas, se miraba al espejo y se acicalaba. Casi siempre era la última en salir. Por el camino junto a sus compañeras obreras, ella se destacaba, por ser la más alta, por tener

siempre sus antenas relucientes, boca de tenazas negras recién pintadas que hacía juego con sus grandes ojos. Un día se entretuvo entre las hojas observando a sus vecinas, las hormigas locas, estas pese a su errante caminar, ya que tanto iban hacia adelante o hacia atrás, como si quisieran despistar a alguien que las siguiera, nunca perdían de vista el camino. A veces parecía que hacían postas, pues se comunicaban unas a otras por medios de sus antenas y se iban pasando mensajes. La hormiga colorada pensó que sin dudas, en su apuro por salir del hormiguero a buscar comida, se habían olvidado de llevar la lista, al parecer

en ese aspecto eran muy

desorganizadas, pues los mensajes los trasmitían durante todo el día. Sonrió para sí pensando lo que se dirían: ⎯“¡Soldado Fermín! ¿Por qué viene sin traer nada?”. ⎯“Es que no me pidieron nada mi Sargento”. ⎯¡Ayude a su compañero que viene recargado! ⎯sonrió imaginando la escena del soldado Fermín tratando de ayudar a su compañero, tirando uno hacia un lado y el otro hacia el contrario, dando vueltas en el mismo sitio, mientras el Sargento hecho una furia trataba de enseñarles como se hacía. Tan abstraída estaba, que no se percató que una de las hormigas locas luego de dar varias vueltas la observaba también a ella. Por eso se sobresaltó cuando escuchó una voz a sus espaldas: ⎯“¡Hola princesa! ¿No tiene miedo de estar sola en este monte?”. Felicia ⎯que así se llamaba la hormiga⎯ se dio vuelta para encarar a su interlocutor, una hormiga loca, inquieta, puro músculo, de un negro tornasolado, que la miraba intensamente, tan intensamente, que quedó más colorada de lo que era. Turbada como estaba, ante tan arrogante, atrevida e inquieta hormiga loca, atinó a balbucear haciéndose la ofendida, mientras se ponía de costado para mostrar su mejor perfil ⎯“¡A usted qué le importa…¿No tiene nada más que hacer, que venir a molestarme? Lejos de inmutarse, su interlocutor, iba de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Felicia casi se marea tratando de seguir mostrando su mejor perfil de tan coqueta que era. Kevin ⎯así se llamaba la hormiga loca ⎯lejos de molestarse, le dijo: ⎯Permítame presentarme, soy el Capitán Kevin y quedo a sus pies para lo que 67


disponga mi bella princesa, no está en mi ánimo molestarla u ofenderla. ⎯¡Como que me llamo Felicia, que no le diré mi nombre! ⎯dijo coqueta, mientras entrecruzaba una gramínea entre él y ella. ⎯¡Felicia! ¡Qué lindo nombre! Con él grabaré todas las hojas de este monte y en mi memoria, para tenerla presente en mis sueños, en mis sueños de hormiga loca. ⎯Qué lindas cosas dices ⎯dijo Felicia que no se atrevía a moverse por miedo a que se le cruzaran las patas, mientras su corazón latía como loco y cada vez estaba más colorada. A todo esto, Kevin que también estaba nervioso, trataba de sujetar sus patas locas que lo llevaban de un lado a otro, pero lejos de lograrlo, ni siquiera lograba sincronizarlas por pares, así que para disimular su estado intentó apoyarse en una rama, con tal mal tino, que el gusano molesto se alejó y rodó por el piso. Cuando logró conseguir nuevamente la vertical, vio más que oyó la risa contenida de Felicia y ni lerdo ni perezoso dijo: ⎯¡Lo hice a propósito, para alejar a ese intruso y quedar a solas con usted mi bella princesa! A Felicia se le borró la sonrisa, viendo el cariz que tomaban las cosas, el galán no cejaba en su empeño y cada vez se adueñaba más de la situación. No era que no le gustara ser objeto de galanterías, pero había muchas diferencias entre ellos, ella de raza colorada, el negra. Pero lo que no sabía hasta ahora era que el amor no tiene color, ni banderas, ni límites. Por ello no reaccionaba racionalmente y se alejaba para atemperar la situación, solo atinó a decir: ⎯Claro, me di cuenta de ello. Tengo que irme, mis compañeras me esperan y se me hizo tarde ⎯¿Tarde? La mañana recién empieza, pero si usted quiere la acompaño, así la protejo de los peligros que acechan en esta selva ⎯Está bien, acepto su compañía, pero solo hasta los límites de mi hormiguero ⎯dijo Felicia Así emprendieron el camino por el campo, eludiendo los transitados por sus congéneres, porque Felicia no quería que la vieran junto a una hormiga tan apuesta y para colmo de otra especie. Ella lo hacía moviéndose con gran elegancia y él intentaba 68


mantenerse al costado o detrás de ella, pero sus patas izquierdas tiraban hacia ese lado y hacia atrás, mientras las derechas hacia su lado y hacia adelante, a veces lograba ir por la derecha y otras por la izquierda de Felicia y esta sonreía al ver su turbación. En uno de esos vaivenes, se cruzó en el camino de Felicia y ambos cayeron entrelazados, se enredaron sus patas, se enredaron sus antenas, se enredaron sus almas y el amor hizo el resto, ya no importaba el qué dirán, no les importaba otra cosa que ese presente, que para ellos era futuro.

JULIO VILLARREAL GAVIRONDO

Uruguay

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E

nfrente del espejo del baño, el inspector Santillana inicia el rasurado diario. Lo hace religiosamente desde hace más de cuarenta años y hoy no puede ser la excepción. Es su último día como oficial activo y debe lucir impecable para las fotos de despedida. Mientras desliza

la hoja de afeitar con cuidado, piensa en la única astilla que aún queda incrustada en su piel a prueba de balas. El escurridizo Artemio Ríos es el ladrón que no pudo capturar. Varias veces estuvo a punto de hacerlo, pero siempre se dio maña para sortear el cerco y evadir el brazo armado de la ley. El famoso ladrón de obras de arte se cansó de desairarlo y ponerlo en ridículo, tal como sucedió en la emboscada de su desaparición. Santillana y sus detectives de élite estrecharon las coordenadas de inteligencia y la detención del delincuente la daban por descontada. El policía recordó las habilidades de Ríos. El hombre era un magnífico exponente del camuflaje y un perspicaz anticipador de las circunstancias. El inspector y sus agentes llegaron cinco minutos tarde a la residencia del millonario. Uno de sus Picasso fue robado y el autor del desaire, una vez más, desapareció. Jamás volvió a saber de él. En su retiro, piensa el veterano policía, dispondrá de tiempo para cicatrizar la herida y dedicarle tiempo a su pensión y nietos. Santillana enjuaga el rostro y comienza a delinear el bigote frondoso. A punto de terminar escucha pasos subiendo por la escalera. Se sorprende, pues la empleada doméstica todavía no ha llegado. Agudiza el oído y la bulla cesa. Clava la mirada en el espejo y lo ve atravesando la habitación. Gira sobre su eje y lo encuentra mirando la calle por la ventana. Carraspea y Artemio Ríos deja la contemplación del paisaje. Lo mira asustado y huye hacia el espejo del cuerpo central del ropero. Ingresa en él y desaparece. El inspector se encoge de hombros y piensa que las alucinaciones sufridas son producto del estrés que se le viene encima. Una semana después, acostumbrándose a la vida pacífica del retiro, volvió a verlo. Estaba leyendo el diario en la sala cuando lo detectó merodeando por el vestíbulo de entrada. Lo llamó y Ríos entró en pánico. El ladrón se sintió acorralado y busco el espejo más cercano para refugiarse. Aprovechó el que estaba encima de la consola de bienvenida. Este episodio lo motivó a verificar la dioptría de sus gafas. La 71


medida nueva de las lunas no impidió que se topara nuevamente con él. Una noche, rumbo a la cama para dormir, oyó que las sillas se movían en el comedor. Cogió la pistola de reglamento y bajó a enfrentar al supuesto criminal. Ríos estaba absorto en la observación de una copia de Rembrandt que colgaba de una de las paredes. Santillana lo increpó y el ladrón casi se cae del susto. Miró la pistola apuntándole y corrió hacia el espejo del aparador. Como si fuera un malabarista de circo, evadió los platos y tazas de porcelana y desapareció. El inspector no sabía qué pensar. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Ríos estaba atrapado en una dimensión paralela? ¿Su desaparición coincidía con su fracaso final? ¿Desde otro mundo lo seguía desafiando? Santillana tiró los dados y estos mostraron las caras del deber. Más allá de su retiro, debía capturarlo. Diseñó un ardid casero y montó guardia armada. Si sus sospechas eran ciertas, Ríos utilizaría el espejo del baño para hacerse presente. A punto de perder la paciencia, una tarde se cumplió su vaticinio. El ladrón de obras de arte salió del baño sin darse cuenta que su rival estaba escondido tras la cortina de la ducha. Cuando el policía estuvo seguro que Ríos había abandonado el baño, salió del escondite, cerró la puerta y lo enrostró. El delincuente busco sumergirse en las profundidades del espejo del ropero y lo encontró cruzado con cintas de embalaje. No pudo penetrarlo, así como tampoco a los demás. Santillana descendió la escalera y lo encontró sentado en uno de los sillones de la sala. Ríos vio que una mano empuñaba la pistola y la otra cargaba las marrocas. Ambos enemigos escucharon cómo el silencio de la tarde invernal se rompía con el ulular de las sirenas de las patrullas que llegaban al domicilio.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

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C

asi seguro que después de las nueve de la noche, mi mujer se meterá en el baño. Escucharé el sonido de la ducha, tal vez cantará alguna canción de moda. Dejará el teléfono en su mesa de luz, que en menos de un minuto comenzará a vibrar. Lo hará muchas veces.

Demasiadas. Tantas que me dará una curiosidad que hacía mucho tiempo no sentía. Serán mensajes de texto. En la pantalla luminosa aparecerá el nombre de un tal Alejandro. Ante la insistencia no resistiré y leeré los mensajes. Dirán que extraña mucho a mi mujer, que la ama con locura y que no ve la hora de que ella me abandone. Mi mujer no se quedará atrás y le responderá con frases hermosas, frases que jamás me dirá a mí. La conversación será larga, emotiva y pasional. Una belleza de la cual no formaré parte. Aguantaré por un rato las ganas de putearla, pero el odio brotará dentro de mí como un volcán. Lo sentiré subir desde las entrañas hasta la cabeza. Las manos se me pondrán calientes. Los dedos me quemarán. Las uñas se pondrán negras como pequeñas almejas y la lengua me arderá como si la estuviesen cocinando en aceite hirviendo. Recordaré los ejercicios que me recomendó el psicólogo para controlar la ira; recordaré también que cada vez que daño al ser amado en realidad me estoy dañando a mí mismo. Pero para entonces será tarde. No podré contenerme y entraré al baño como una tromba. Correré la cortina con fuerza. Las arandelas volarán por el aire y mi mujer pegará un grito y se cubrirá los pechos. Yo le mostraré los mensajes. Se los pondré en la cara. El celular se mojará y eso no me importará. Ella no contestará. Llorará más fuerte y ese llanto será combustible para mi ira. Le preguntaré al borde de la locura cuánto hace que se coge a ese tipo. Lo haré a los gritos. Ella se encogerá más contra un rincón de la bañera. Yo dejaré que el teléfono se moje más todavía. Después me preguntaré por qué soy tan idiota. Lo haré miles de veces. Me sentaré en un rincón y lloraré como un niño. Comprenderé que ella más que nunca se irá con él; y que tendrá toda la razón del mundo. Me arrepentiré de cada palabra. Se lo diré, pero ella no dejará de temblar. Entonces comenzaré a golpearme la cabeza y a pedirle disculpas. Los anillos lastimarán mí frente y la sangre correrá como pequeños ríos sobre mi cara. Me haré bolita y le pediré a gritos que no me abandone, que sin ella no soy nada. Ella intentará tranquilizarme, pero no me dará la 74


respuesta que quiero oír. Eso me pondrá peor y me pegaré más fuerte. Lloraré a los gritos; y mis gritos serán descarnados. Sinceros. Perderé el control por completo. Comenzaré a destrozar el baño. Ésa será la manera de destrozarme a mí mismo. Arrancaré el lavabo y lo tiraré sobre el bidet. Le daré un puñetazo al espejo; este se hará trizas y miles de astillas cubrirán el suelo. Me lastimarán las plantas de los pies. Las baldosas blancas de a poco se teñirán con manchones rojos que se licuarán en la rejilla. La ducha permanecerá abierta. El baño se inundará. Mi mujer saldrá corriendo y de mi celular llamará a la policía. Ellos le pedirán que se calme y que le pase la dirección. Yo cerraré la puerta del baño con la traba que está por dentro. Me seguiré golpeando un poco más y me sentaré abajo de la ducha. El agua ahogará el llanto, pero no la angustia. En pocos minutos escucharé sirenas. Muchas. Me aturdirán. Voces extrañas me pedirán que abra la puerta. No lo haré y la tirarán abajo. Me defenderé con uñas y dientes, pero será inútil. Me reducirán en menos que cante un gallo. Me sacarán maniatado. Con la mirada buscaré a mi mujer, que estará vestida con una bata de toalla. Tendrá los ojos hinchados de tanto llorar y sufrir. Se acercará y me acariciará la frente. Los policías intentarán alejarla. Ella peleará, pero no podrá. Yo me pondré como loco; gritaré que no la toquen. Sentiré un pinchazo en el brazo. Antes de que todo se vuelva confuso escucharé la voz de ella gritándome una y otra vez que me amará por siempre. Esas palabras quedarán dando vueltas en mi cabeza hasta que me quede dormido y después nada volverá a ser como antes. Por eso, esta noche, cuando esté por entrar al baño, le pediré que se lleve el teléfono con ella y la besaré con toda la ternura del mundo.

LEANDRO SOTO

Argentina

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E

l enorme planeta rojo atravesó el último círculo de asteroides. El sistema planetario entero funcionaba con una perfecta sincronía de relojería. Los gigantes gaseosos transitaban del otro lado del sol y los grandes meteoritos los habían seguido arrastrados como por una marea, alejándolos de la trayectoria gravitacional del planeta. Recibió

los últimos impactos y los absorbió sin que pareciera afectarlo. La superficie se había licuado al adentrarse en las regiones más calientes del sistema y los escombros se habían perdido en su enorme silueta cuatro veces superior al más enorme de los planetas. Sobre la montaña más alta, un informe pico aún congelado, el arcángel y el serafín se miraron complacidos. No necesitaban las palabras de los hombres y se comunicaban de una forma que iba más allá del pensamiento. —El sol —dijo el arcángel—. Por fin el cálido y antiguo sol. —Desde las inmensidades siderales parecía una estrella más. Ahora que superamos el exterior gélido del sistema veo la grandiosidad de la que tantos hablaron. —¿No estarás hablando de la Tierra? —¿De qué otra cosa podría? —Preguntó irónico el serafín—. Ese sol tibio y mediocre es una fútil caricatura para mí que he visto los inmensos mundos azules del centro mismo. Sin embargo, tantas historias se cuentan de ese pequeño globo azul. ¿Nuestra trayectoria nos lleva hacía allí? ¿Pasaremos cerca? —Demasiado cerca. Tanto como para que los océanos se salgan de su lugar y se evaporen; como para que el cielo se vuelva de fuego otra vez. —¿Es en realidad necesario? —dijo el serafín con fingida inocencia. —No, por supuesto que no. Pero los ciclos que rigen el universo son iguales en todos los lugares. Este planeta rojo, este gigante que por congelarse no fue estrella y que deambula la órbita entre los dos astros, sigue su curso como todo el sistema planetario. Cada determinado tiempo regresa a las regiones cálidas. Recuerda la regla doce de nuestros registros históricos: la acción es nuestra, la consecuencia es divina. —Será el fin de la humanidad. —Por supuesto —respondió el altivo arcángel—. De eso se trata todo esto. Los ciclos han llegado a un punto que implican su fin. —¿Han tenido oportunidades de cambiar los acontecimientos? —insistió el 77


serafín —Por supuesto. La balanza se mide en dos términos: de un lado las oportunidades aprovechadas, del otro las intervenciones que hemos hecho para saldar una oportunidad desaprovechada. Llegado este tiempo, la balanza se ha inclinado demasiado hacia el segundo de los términos. Ya no habrá más intervenciones. Superaron al enano rojo y la esfera azul se volvió aún más grande. La luz del sol la bañaba de lleno y ya podían verse detalles de su superficie. Sobre el gigante rojo, surgido de la más impenetrable oscuridad de los exteriores siderales, las alas del arcángel y las del serafín parecieron encenderse en llamas. —Ya es tiempo —dijo el arcángel. —¿Hemos sabido advertirles? —preguntó insistente el serafín. —En incontables ocasiones. Una advertencia por cada era. Así desde el comienzo de los tiempos, desde la gran migración. —¿No hay nada que podamos hacer? —Claro que sí —respondió el arcángel—. Seguir con lo establecido. —Las potencias ya están preparadas —dijo el serafín con un dejo de resignación. —El trono para el de jaspe y de cornalina... —Todos en posición. —Es la hora en la que suenan las trompetas. El cielo pareció rasgarse al mismo tiempo en todos los lugares del mundo. Hacía semanas que el planeta gigantesco brillaba como un segundo sol sobre el horizonte y que los fenómenos naturales no dejaban de sucederse. Pero hubo algo de especial en ese sonido de velo rasgado. En todo el mundo se escuchó un ruido ensordecedor similar a trompetas surgiendo desde las alturas. Después aparecieron las naves. Y luego los muertos... revivieron.

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Ă LVARO MORALES Uruguay Facebook: https://www.facebook.com/profile.php?id=100004283896091 Linkedin: https://www.linkedin.com/in/%C3%A1lvaro-morales18a?trk=nav_responsive_tab_profile_pic

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B

ernabé estaba feliz. El departamento que había rentado era perfecto. No solo lo había conseguido a un excelente precio, sino que además de bello, se hallaba cerca de su trabajo y de la facultad. No tendría que

gastar en transporte. Estaba bien equipado, con muebles modernos, y lujos impensables en su pequeño pueblo natal. Comenzó con éxito sus clases, entusiasmado por sentirse inmerso en el mundo adulto, más aún, al desempeñarse en su trabajo en el bar. El miedo de alejarse de su hogar se disipó ante la calidez y buena vibra de su entorno. Se organizó prolijamente con sus horarios de estudio, e hizo un agradable grupo de compañeros y amigos. Se comunicaba diariamente con sus padres para contarles, con gran alegría todos sus pequeños logros y descubrimientos. Solo un tema obviaba de comentar a sus progenitores: una rara preocupación que empañaba su vida. Cuando se acostaba, y sentía que el sueño llegaba gradualmente, comenzaba a escuchar un exótico zumbido latente, hipnótico, que lo sumía en extrañas pesadillas. En ellas, unos seres de aspecto horripilante, pero asombrosamente persuasivos y convincentes, lo guiaban para realizar modificaciones en el cerebro de sus conocidos, que yacían inertes, en un manso trance. Él trabajaba siguiendo las instrucciones con una especie de escalpelo láser y una pinza aserrada en la parte posterior de los cráneos. Sopesaba la posibilidad de padecer sonambulismo, ya que se despertaba exhausto, como si no hubiera descansado en toda la noche. Aun así, lograba encarar su rutina diaria con entusiasmo y alegría. Una mañana despertó con las manos ensangrentadas. Aterrado, se metió bajo la ducha, buscando una herida que no halló. Revisó el departamento para ver manchas o indicios de la procedencia de la sangre, pero no aparecieron. Al no encontrar explicación lógica al suceso, intentó olvidarlo, pero la 81


incertidumbre se instaló en su mente como un molesto insecto. Potenciando su inestable estado de ánimo, lentamente comenzó a percibir sutiles cambios en la conducta de todo su entorno. Las personas con las que interactuaba a diario, sin previo aviso, parecían absortas, ausentes. La mirada se les volvía vacua. Sus pupilas se tornaban pulsantes, y se miraban entre sí, como en una forma de comunicación de la que él quedaba excluido. Sus profesores, por momentos, parecían decir cosas en un idioma desconocido, sin sentido alguno, pero solo él lo percibía, a juzgar por la reacción inexistente de los demás oyentes. Lo mismo le ocurría en su trabajo, con sus vecinos, y en los negocios donde adquiría sus provisiones. Empezó a dudar de su cordura. ¿Estaría al borde de un colapso nervioso? ¿Su supuesta confianza en sí mismo ocultaba algún miedo enfermizo que teñía de colores siniestros su existencia lejos de casa? Se armó de valor, y les contó a sus padres algunos detalles de su estado de alteración, obviando la mayor parte de la información para no alarmarlos demasiado. Ellos, afligidos, le sugirieron regresar al hogar. Ante la negativa de Bernabé, le recomendaron ver con urgencia un psicólogo. Así lo hizo. Pidió turno con un profesional del campus. El día de la consulta, con un alivio anticipado por poder encontrar una salida a su angustia, le relató al terapeuta todo lo acontecido. Este, sin inmutarse, con una sonrisa neutra y distante, se limitó a asentir y tomar notas, moviendo rítmicamente la cabeza. Desconcertado por la actitud del hombre, Bernabé se alarmó terriblemente al escuchar el zumbido latiente que precedía a sus pesadillas. ⎯Tranquilo ⎯le dijo el psicólogo sin dejar de mover el cráneo prolijamente peinado⎯. Has cumplido tu misión al pie de la letra. No debes asustarte ni inquietarte. Esto es el comienzo de un cambio histórico, algo muy superior a nosotros se avecina, y tú eres el héroe que lo ha propiciado. El sentido de tu existencia ha girado en torno a este momento, aunque no lo supieras. Fuiste seleccionado especialmente. Ahora 82


relájate y disfrútalo… Cuando se despertó entumecido en la silla del despacho, estaba solo. Chequeó su móvil, totalmente muerto. Salió desesperado en busca de ayuda. No encontró a nadie. La facultad estaba desierta, al igual que la ciudad, por la que corrió como un loco, llegando casi sin aliento a su departamento. Intentó llamar a sus padres, pero no había línea fija ni internet. La electricidad fluctuaba como un latido agónico. Con el corazón explotándole en el pecho, comenzó a escuchar el infame zumbido hipnotizante. Una voz que no parecía proceder de una garganta humana, sin mostrar su procedencia, le dijo: ⎯Prepárate para el gran cambio, querido y dilecto colaborador. Quizás, para tu mente primitiva, al principio te parezca horroroso, pero nos esmeraremos en que te acostumbres. Serás tratado con todos los honores, al ser el elegido. Eres el último que falta… Todo se tornó negro. Un manso y misericordioso desvanecimiento se lo llevó del mundo consciente.

NOEMÍ ESTER MARMOR

Argentina

Twitter: @NMarmor Instagram: @Solopalabras2

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J

amás imaginé que acabaría cediendo ante aquella propuesta. Pero uno nunca está libre de la tentación. Ella se presentó en mi oficina, cuando me encontraba revisando unos documentos. ⎯Quiero hablar con usted ⎯me dijo la estudiante preocupada. ⎯Sí, dígame ⎯repliqué.

⎯Deme otra oportunidad, profesor ⎯me rogó ella⎯. No quiero reprobar. ⎯Lo siento ⎯contesté seriamente⎯. Las notas ya están puestas. Creí que se iría, pero se quedó allí, inmóvil como una piedra. Continué con mis labores, y varios minutos después, me levanté para ir a almorzar. ⎯Profesor, por favor deme otra oportunidad ⎯me insistió la alumna. ⎯Ya no puedo hacer nada ⎯respondí. Sin embargo la estudiante sabía que debía hacer algo o desaprobaría el curso. Se sonrió y me aseguró: ⎯Pero algo podemos hacer. Le invito un par de cervezas y conversamos. ¿Qué le parece? La miré un instante de arriba y abajo, es simpática, pensé. ⎯Está bien ⎯repuse asintiendo con la cabeza⎯. A las cinco nos vemos en Pirani. ⎯Ya, profesor ⎯contestó. La esperé buen tiempo en el lugar citado, pero ella no llegaba. Le habrá pasado algo, o se habrá arrepentido. Creo que me ha hecho venir en vano, pensé. En ese instante me llamó al celular y, me dijo que ya estaba viniendo. Cuando llegó, la vi bien arreglada. La invité a mi departamento. Conversamos, bebimos algunas botellas de Cusqueña. Ella comenzó a sentir los efectos del alcohol. Le sugerí ir a mi habitación y ella accedió. La hice mía esa noche. Cuando se fue me preguntó: ⎯¿Cuándo va a cambiar mi nota? ⎯Mañana mismo ⎯respondí⎯. No te preocupes, ya aprobaste. Estuvo contenta con los resultados. El ciclo ya había culminado y, creí que lo sucedido con ella solo había sido fugaz, sin embargo, al poco tiempo me llamó para 85


vernos otra vez. Desde entonces, nuestros encuentros furtivos se intensificaron. La llevaba a pasear, a bailar, comíamos juntos, como si fuera mi enamorada, y después desatábamos la pasión de nuestros cuerpos sobre las sábanas. Creo que sentía algo por mí, aunque nunca se lo pregunté. Al retornar a las clases, nos veíamos a escondidas, en algún restaurante o simplemente me esperaba en mi alojamiento, donde bebíamos como preámbulo para culminar en la cama devorándonos a besos. El problema empezó cuando le di las llaves de mi departamento. A veces hacía fiesta con sus amigos y, cuando llegaba encontraba un desastre. Primero no le di importancia a eso, pero los vecinos comenzaron a sospechar. Algunos me conocían y mi imagen se iba a perjudicar. Por eso hablé con ella y, le dije que mejor hiciera sus reuniones en otro lugar. Entendió y aceptó a regañadientes. Estuvimos juntos durante varios años, disfrutando de nuestro romance. El dinero que ganaba era para complacerla en sus caprichos. Todo iba bien en nuestra relación, hasta que un día, cuando salí de la universidad, la vi subir en la camioneta del Decano de la Facultad de Ingeniería. Qué raro. ¿Por qué se habrá ido con él?, pensé. No me sentí celoso, porque esta especie de romance lo tomaba como algo pasajero. Un colega que estaba de salida, me dijo: Es simpática la hija del Decano, ¿no? Lo miré desconcertado, y solo atiné a decir: Sí, es muy linda. Algunos colegas nos miraban raro, pues ella siempre se acercaba a mí. Días después, mientras cenábamos nos vio un colega del trabajo. Al llegar a casa me puse a pensar: si se enteraban en la universidad iba a haber un escándalo, y hasta podían tomar represalias contra mí. No sabía qué hacer. Después de cavilar toda la noche, le mentí que debía viajar urgentemente, pues había muerto un familiar. Con esa excusa, me vine huyendo de todo. Desde ese día no la he vuelto a ver. ⎯O sea que la hija del Decano era tu mujer y los encontraron juntos ⎯dijo Carlos sorprendido. ⎯Sí, pero yo que iba a saber. ⎯Me eché más del líquido dorado de la Cuzqueña en mi vaso. ⎯¿Por cierto, y cuál es el nombre de la chica? ¿Hace cuánto tiempo que no la ves? ⎯preguntó intrigado, Carlos. 86


⎯Se llama Lucía. Hace cinco años que no sé nada de ella. ⎯Bebí un sorbo y, miré la espuma como si viera el futuro. ⎯Creo que hiciste bien en irte, pues lo más probable es que ese colega le dijo algo al padre de Lucía ⎯indicó Carlos. ⎯Seguramente. Allí no solo estaba en juego mi trabajo, sino también mi prestigio y mi imagen. ¿Sabes? Hace poco, husmeando en las redes sociales, vi una foto de ella donde está con un niño de unos cinco años, junto a un hombre que debe ser su esposo. La verdad me dejó pensando, pues esa criatura se parece mucho a mí.

JUAN JESÚS MARTÍNEZ REYES

Perú

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llos vienen literalmente de todas partes del mundo. Llevó muchos años conseguirlos a todos y los pusimos aquí. ¿Quieres ver lo que tenemos? Ven. Mira a la anciana con el pelo largo hasta el suelo. La encontramos en

un asilo en Bruselas. Este hace largos suspiros y a veces se quita el camisón. No puedo decirte lo que hay debajo, pero por lo demás, nunca se mueve. Nunca… Esa niña no tiene cara. Fuerte, ¿no? Estaba atormentando a una pareja en España. De vez en cuando sisea como el chirrido de un insecto. Luego se arrodilla en el suelo con las manos juntas y reza por horas. Ese de allá es El jorobado. Fue en un castillo en Serbia donde lo encontramos. Después de comer, siempre vomita un asqueroso líquido blanco, y corre en círculos por la habitación, tocándose el estómago. Creo que tiene un dolor insoportable. Y ese hombre flaco vagaba sin rumbo en un cementerio antiguo en Italia. Dice que se llama Silvio y llora. Él llora inconsolable y nos mira. Nunca para. Hablé con algunos de ellos, ¿sabes? Quiero decir, como una entrevista. Ni el infierno ni el cielo. Solo el olvido, la incredulidad y la tristeza infinita. Ah. Y hambre, mucha hambre. ¿Que qué es lo que quieren? Solo quieren carne muy tierna. ¿Cómo lo sé? El abad me lo dijo, el hombre que está allá arriba, ¿lo ves? Habla solo latín. Come más que los demás y escupe las sobras, lanzando anatemas terroríficos al aire. Creo que es una especie de jefe, una guía para ellos. Sí, la paga es buena. ¿Tienes otra duda? ¿No? Bueno, entonces tráeme hoy mismo a esos sabrosos hijos tuyos. Ellos tienen hambre.

SARA PIZARRO ROMERO

Perú

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l inspector César Chase, CC, para los compañeros de equipo, se levantó en un impulso y restregándose la cara se paró frente a la máquina expendedora de café. Marcó cortado largo y deslizó la tarjeta. Vio su reflejo en el vidrio y se peinó el cabello con la mano. Pronto cumpliría treinta y ocho años y en la oficina ya estaban

preparando festejos. Pasó la noche investigando las desapariciones inexplicables que desde hacía dos semanas los tenían en jaque. Había caído otro expediente sobre su escritorio, sumándose a los dos de la semana pasada. Se volvió a sentar y observó que llegaba el ascensor. —CC, ¡qué cara! —le dijo el jefe pasando frente a su escritorio como una ráfaga. Esperó que se acomodara, que gritara a su secretaria, que hiciera algunos llamados telefónicos y cuando vio el gesto que le hacía con la mano para que fuera a su oficina, se levantó aun con la taza de café y se apersonó. Le hizo otro gesto que cerrara la puerta y se sentara. —Anoche, tres más, ya van cinco en dos semanas —dijo tomando asiento. —¿Todos esfumados? —preguntó el jefe, sin mirarlo. —Todos —levantándose y paseándose con la taza, buscando un lugar donde depositarla—. Y todos hombres —agregó. —Dame detalles ¿los de anoche, los conocemos? —¡Por supuesto! Son los hermanos Howard, Leo y Robert y su primo Dany. —¿Otra vez esos tres? —gruñó. El jefe se acordó que, con esta, iban tres veces que los tres desaparecían por unos días dentro de los últimos treinta años. —¿No le parece un poco raro? —dijo CC paseándose. —¿Por qué te preocupa tanto? Todo decanta en lo mismo —agregó con gestos que se traducían en mucho alcohol, mucha droga y mucho sexo. —Esto es distinto jefe, estaban en casa de su tía Elida, la que vive en la granja a diez kilómetros de la casa de los Howard. La denuncia fue presentada por su madre, esperó dos días, ya que como todos sabemos, los tres suelen andar de juerga y desaparecer, pero esto es distinto, no hay rastros. 91


—Estarán tirados en alguna zanja, borrachos, como siempre. ¿Buscaron la ubicación de sus celulares? —Muertos —pasándose la mano por el cuello. La última vez que se los vio, fue cuando salieron en la camioneta los tres hacia el pueblo —dijo CC—. La camioneta tampoco aparece. —Para venir hacia el pueblo desde la casa de Elida, tienen que pasar al costado de los campos de la “Asociación del cangrejo” y luego tomar por el camino del bosque. Habrá que hacer todo el recorrido ¿Vas a necesitar alguien más? Sería conveniente que no fueras solo, por lo menos el que queda va a poder contar tu desaparición —bromeó el jefe. —Sí —dijo CC— voy a necesitar un par de hombres para la investigación. Tengo que saber qué es lo que está pasando. ¡No quiero tener otro maldito expediente de desapariciones sobre mi escritorio! —depositando la taza sobre una repisa del jefe que reaccionó al instante. —¡Ni lo pienses! —y le hizo un gesto de que se llevara la taza. Se retiró a su casa a descansar unas horas, vivía solo, tenía un perro como mascota y era con el que hablaba al llegar. Entonces le comentó al perro que lo que lo desconcertaba del caso de las desapariciones, era en principio que había un solo patrón, todos era hombres; que claramente no eran desapariciones naturales, abandonos de hogar o largarse del pueblo para comenzar una nueva vida ¿por qué? Porque todos eran de distinta edad y condición social. No creía en las coincidencias, esto era algo orquestado por alguien. El centro de Cangre City eran seis manzanas, rodeadas por granjas, mucho campo y bosque, era un pueblo relativamente tranquilo. A la ribera del bosque había un enorme lago que era el que daba nombre al pueblo y a la empresa explotadora de cangrejos. Lo poco que pudo dormir, estuvo agitado, las imágenes se le aparecían en sueños tan nítidas como pesadillas sinestesias. Comió algo, se dio una ducha y sacó a pasear al perro por el parque que estaba frente a su casa. Debía regresar a la oficina y preparar un plan de estrategia. Cuando llegó, ya tenía a los dos hombres asignados para el caso frente a él. Fueron a la sala de investigaciones y desplegaron fotografías, empezaron a atar cabos, pero los casos 92


parecían desconectados. —¿Qué es lo que hace que un joven estudiante de la Universidad, un político emergente, tres hombres y una camioneta, desaparezcan? —Preguntó en voz alta. —¿Un asesino?, bueno —se rectificó su compañero— pueden ser varias personas. —¿Una secta? —dijo el otro. —Ya lo sabríamos, Cangre City es una comunidad pequeña, todo se sabe, todos se conocen y no tengo noticias de que se haya instalado una secta por estos lados o condados vecinos. ¿Leo, Robert y Dany no habían estado involucrados con un hecho ocurrido hace algunos años, en el lago? —preguntó CC. —Sí —agregó su jefe que pasó a curiosear por la sala— forma parte del imaginario colectivo del pueblo. Y levantando el teléfono, habló con alguien para que le trajera el expediente de los Howard del año 2020. El 13 de julio del año 2020, los hermanos y su primo, habían desaparecido cuando estaban pescando en una lancha en el lago, tenían diez, doce y catorce años. —¿Esa fue la primera vez que desaparecieron? —preguntó CC y agregó— déjame ver el expediente. Al seguir leyendo, notó que la segunda desaparición de los tres, junto con otros hombres del pueblo, se repitió en julio de 2032. La primera declaración de los adolescentes, había sido muy contradictoria. Nadie les creyó. Pero lo cierto fue que su desaparición por unos seis días, llamó la atención. El único que habló con los detectives fue Leo, el más chico. Contó que los había secuestrado una nave que apareció sobre la lancha. Que fueron llevados a una instalación de procesado de cangrejos. —¿La fábrica? —preguntó CC a su jefe que se había integrado a la charla. —Nadie les creyó —repitió el jefe— pensaron que se habían drogado o no sé, lo cierto es que el caso se cerró. —Empezaremos por la fábrica —dijo CC tomando el abrigo e incitando a sus compañeros. Esta es la tercera vez que desaparecen en un ciclo de alrededor de doce años. E inmediatamente sonrió para sus adentros, porque era inevitable que buscara patrones. Los tres hombres salieron como una exhalación hacia el coche y el jefe quedó 93


diciendo en voz alta: —¡No vale la pena buscarlos, estarán borrachos en el bosque! Pero ellos ya estaban en camino. El sol se estaba poniendo cuando pasaron junto al lago, enorme, enigmático y silencioso. Luego tomaron por los campos que rodeaban la fábrica. Eran grandes espejos de agua donde cultivaban peces, otros crustáceos más pequeños, tortugas, algas, todos alimentos de cangrejos que eran criados en la fábrica para exportación y consumo. CC recordó que cuando él nació, la fábrica ya estaba instalada y luego supo que la mayoría del pueblo trabajaba en ella, en realidad era el sustento de muchas familias de Cangre City. Lo que lo asombró al llegar, fue la guardia armada en la puerta principal. La estructura parecía un viejo castillo rodeado de canales. Mostraron la placa y los dejaron entrar a una oficina. Los tres quedaron impresionados con la tecnología que existía detrás de los muros de piedra. Todos los servicios eran monitoreados por robots. CC se preguntó ¿dónde estaría la gente del pueblo? Tal vez en la zona de empaquetado o destajo que se comentaba que estaban las mujeres. Pero antes de que siguiera con sus pensamientos, un robot entró y les sugirió sentarse delante de una gran pantalla. En la pantalla apareció la imagen de un hombre mayor, de cabello canoso, delgado y con anteojos. Quien les preguntó qué era lo que deseaban. A los tres les pareció una imagen animada, como si estuvieran viendo un animé japonés. Muy realista, pero era una especie de avatar. Quedaron perplejos y empezaron a tartamudear. CC tomó la palabra y dijo: —En realidad no sé con certeza por qué estamos aquí, pero investigamos la desaparición de unos cinco hombres del pueblo. Es una larga historia que no querrá escuchar —dijo y agregó— me hubiera gustado verlo en persona...pero veo que están muy automatizados. La imagen hizo como que no lo escuchó y continuó diciendo: —Como ven, aquí hay solo robots y no hay gente del pueblo, la guardia les indicará la salida y cortó la comunicación abruptamente; para retomar al instante y agregar— la próxima vez tendrán que venir con una orden judicial, inspectores —y 94


volvió a desaparecer. CC miró a sus compañeros y dijo en un susurro, ya que los guardias estaban a sus espaldas escoltándolos. —¿Y entonces? ¿Dónde mierda trabajan las personas del pueblo que dicen que trabajan en la fábrica de cangrejos? ¿Hay otra? Los dos levantaron sus hombros sin hablar, les había entrado un temor en ese lugar que no querían moverse ni decir nada. Antes de la salida, a la derecha, había un pasillo muy iluminado y pudo ver una puerta entreabierta y CC no pudo con la curiosidad. En un descuido, se escabulló hacia el lugar y entró. La oscuridad contrastaba con los cubículos iluminados del fondo. Pudo ver a seres que no eran humanos delante de máquinas, monitoreando los signos vitales de cangrejos enormes que se abrazaban de frente. Casi sin respirar, fijó la vista y lo que vio lo dejó estupefacto. Cangrejos aparentemente en una cópula, pero uno de ellos era un hombre y otro una especie de crustáceo rojo. Ahí estaban los hombres que habían desaparecido; en una transformación teriomórfica y copulando con cangrejos. Se restregó los ojos, no podía creer lo que estaba viendo, pensó que sería un efecto del lugar, algo que les habían hecho respirar. Y sí, ahí estaban los hermanos Howard y Dany, los pudo reconocer ya que les quedaban los rasgos de la cara. Comenzó a respirar agitadísimo, quería salir de ese lugar sin ser visto por las máquinas y los seres que no pudieron detectarlo. Se dirigió a la puerta cuando un guardia lo extrajo del cuello hacia el pasillo. —Inspector, no hay nada para ver en este edificio —le dijo con una voz cavernosa y supo que también era una máquina muy bien disimulada. Cuando entró al coche, sus compañeros estaban impacientes. —¡Quiero irme de este lugar! —susurró casi sin voz uno de ellos. —¡Que carajos es esto! —gritó el otro. Pero CC estaba mudo, no pudo hablar en todo el camino de regreso, al pasar por el lago, la luna dibujaba su silueta esfumándose en el agua. Se cuestionaba si lo que había visto lo podía tomar como realidad o fantasía. A los tres días los hermanos Howard aparecieron en el pueblo, al igual que todos los pobladores que trabajaban en la fábrica, pero no así su primo Dany. CC supuso que su cerebro buscó patrones de caras, por ese motivo había visto 95


a los hombres abrazados a esos cangrejos rojos. Los hombres aparecidos, se comportaron como si nada hubiera pasado, contaron un pretexto de una fiesta en el condado vecino y se aclaró el caso. Pero todavía quedaba por aparecer Dany, el cual no había regresado en dos semanas. Tenían un caso por resolver. No podía hablar con nadie más que con su perro, lo hubieran tratado de loco, le habrían dado de baja como inspector, lo habrían internado en un siquiátrico. Salió a la calle y en su frenética imaginación vio como los pobladores tenían alguna prenda de color rojo. Unas zapatillas, una cartera, el color del cabello, un vestido, los autos que veía eran todos del mismo color. Era como un patrón que se repetía, a él que tanto le gustaban los patrones ahora estos lo estaban sofocando. Sus pesadillas se intensificaron, veía esos enormes crustáceos con sus patas abrazados a hombres-crustáceos en silencio por largo rato. Despertaba de su sueño cuando uno de los hermanos abría los ojos y lo miraba fijamente, era Leo, pidió hablar con él. Poco pudo sacarle, pero cuando le mencionó a Dany, el rostro se le transformó y le dijo: —Todos somos comida de alguien, inspector —y no habló más. CC ya no tenía un caso de desaparecidos, sino ahora de asesinato, pero ¿cómo culpar a las máquinas alienígenas de la fábrica? ¿que quiso decir Leo con eso? ¿que se lo dieron como alimento a los cangrejos? ¿Y esa raza de seres cangrejos no eran de este planeta? ¿por qué motivo él solo parecía darse cuenta? Su secreto lo tendría preso por el resto de sus días, ya que nadie le creería. Debía dejar de pensar en ello...pero no podía cerrar el caso, al no aparecer el cuerpo del delito. También existía la posibilidad de Dany se hubiera ido del pueblo. Pero esa frase de Leo, lo dejó inquieto. Tiró la carpeta dentro del receptor de casos abiertos en el instante que pasaba su jefe. —¿Viste? —le dijo al pasar por su escritorio— ¡te lo dije!, estaban desaparecidos por la borrachera, cuando se les pasó, aparecieron. Vamos a salir a comer con los chicos de la oficina y celebraremos tu cumpleaños, ¿vienes? —Sí, ya voy, pero cangrejos no, por favor.

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MÓNICA MARCHESKY

Uruguay

Blogs: http://persecucionesdel13.blogspot.com.uy/ http://monicamarchesky.wixsite.com/escritora

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“La historia de los hombres es un instante entre dos pasos de un caminante” Franz Kafka, Tercer Cuaderno en Octavo.

n mis muchos años de trayectoria como periodista tuve la oportunidad de entrevistar a una amplia variedad de personas, pero ésta era la primera vez que me encontraba con un agente retirado de la Guardia Presidencial. Me refiero a la vieja guardia, aquella de la

época en que el presidente era una figura de relevancia internacional y no como ahora, que es simplemente un administrador y delegado ante el Consejo Mundial de Gobierno. A esto hay que sumar que el agente que estaba frente a mí había sido actor y testigo privilegiado del acontecimiento que cambió radicalmente a nuestro país y al mundo entero. Comenzó la entrevista relatando la misma historia que había contado cientos de veces en medios de todo el mundo: ⎯Rememoro esa jornada cada día de mi vida. El presidente salía de la Convención con un miembro de la Guardia a cada lado cuando el tirador apareció de la nada. Todavía no podemos explicarnos como hizo para estar frente a él sin que lo viéramos llegar. Es como si de repente se hubiera materializado. Las cámaras de vigilancia no pudieron captarlo porque dejaron de funcionar por unos segundos durante su aparición. Un técnico me dijo que solo un golpe electromagnético muy fuerte podría haberlo causado. Portaba una pistola de grueso calibre y disparó reiteradas veces sobre el mandatario. Nosotros desenfundamos nuestras armas y lo abatimos, pero ya era demasiado tarde. El presidente yacía en un mar de sangre. “La noticia impactó al país, pero al poco tiempo fue superada por los cambios que se estaban dando a nivel mundial. Nuestro presidente había usado su poder de veto en el Consejo de las Naciones para oponerse a los planes de unificación mundial. Ahora que ya no estaba, el proyecto avanzó rápidamente apoyado por su sucesor. Se creó el Consejo de Transición, que más tarde fue el Consejo Mundial de Gobierno. Creo que la historia es conocida y no voy a aburrirlo a usted o a sus lectores. Hizo una pausa antes de continuar hablando: ⎯Creo que estamos mejor ahora, que vamos camino a ser un planeta unificado. Los países siguen existiendo, pero las fronteras se borran día a día. No hay guerras, nunca estuvimos tanto tiempo en paz. Ya no se diferencia entre nativos y 99


migrantes, el racismo y la xenofobia son cosas del pasado. Una tragedia en cualquier parte del mundo es sentida por toda la humanidad e inmediatamente moviliza la solidaridad de los pueblos. Hasta el ambiente y los animales están mejor. Seguramente no tendríamos esto si no hubiera ocurrido el magnicidio que enlutó mi carrera. ⎯Hay personas que piensan que el tirador fue un héroe ⎯acoté. ⎯Un héroe sin nombre ⎯recordó el ex agente. ⎯Es cierto. Ese hombre estaba completamente fuera de los sistemas. No pudo ser identificado con ningún mecanismo biométrico: huellas digitales, ADN, iris ocular, placas dentales. Un verdadero fantasma. Aún no sabemos quién era y de donde venía. O por lo menos es lo que nos dijeron. Sospecho que usted sabe algo más de este asunto. Mi entrevistado bebió un vaso de agua antes de responder: ⎯Luego de abatir al tirador, me acerqué a revisarlo para asegurarme de que no llevara explosivos. No cargaba nada consigo, a excepción de algo en el bolsillo del sobretodo: una especie de tarjeta magnética. ⎯¿Una tarjeta magnética? ⎯pregunté. ⎯Sí, como una tarjeta de débito o de crédito, pero era más alargada, simulando un billete de los que se usaban entonces, antes de que el dinero electrónico los reemplazara. Sobre la parte superior decía: “Banco Global de Fomento Solidario”, y debajo la leyenda: “Por un mundo unido y en paz”. ⎯Esa institución no existe todavía ⎯aclaré⎯. Hay un proyecto en el Consejo Mundial para crearla, pero aún estamos a años de que sea una realidad. Ni siquiera estaba en los planes cuando ocurrió el magnicidio. ⎯Pero eso no es lo más extraño ⎯dijo el agente retirado⎯. Solo pude tener la tarjeta en mis manos por unos segundos, porque inmediatamente llegó la Policía Federal de Investigaciones a cercar el lugar y la confiscó como evidencia, pero durante ese tiempo observé que en el centro había un rostro como el que solían tener los billetes. Solo que este rostro no era el de ningún personaje histórico conocido. Ya soy un hombre viejo y la memoria puede jugarme una mala pasada, pero juraría que el rostro en la tarjeta era el del hombre que habíamos abatido. 100


LUCIANO ANDRÉS VALENCIA

Argentina

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a noche que descubrí que mi abuelo no era un ser humano hacía mucho frío. Había perdido un calcetín a mitad de la noche y el resfriado no se hizo esperar. Limpié mis mocos transparentes con la manga de la blusa. Aun no perdía movilidad en los pies y resultaba bastante molesto

arrastrarme hasta la silla de ruedas y salir del calor de mi cama en busca de papel higiénico. Me senté en la silla, teniendo especial cuidado de no despertar a mi hermano. Él era muy amable conmigo, pero no se me hacía correcto hablarle a media noche para que me trajera papel. Había cosas que podía hacer yo sola. Me senté en la silla y la impulsé hasta la puerta. Estaba entreabierta. Me disponía a salir cuando lo vi. Era como si se estuviese quitando una máscara. Su nuca no tenía un solo pelo y estaba cubierta de escamas verdes. Junto a él yacía la cara de anciano, el rostro que nos había mostrado siempre, desinflado, como esas máscaras que venden para Halloween. Presentí que voltearía y me alejé. Como pude llegué a la cama y me eché la cobija encima. Me olvidé de los mocos. Escuché abrirse la puerta de la habitación. Yo fingí dormir lo mejor que pude, con los ojos bien cerrados y el cuerpo quietecito. Escuché sus pisadas cada vez más próximas hasta que se detuvo. No podía ver, pero sentía su presencia muy cerca. Después oí como se alejaba y el sonido de la puerta al cerrarse. Esa noche no pude dormir. Adán despertó a las siete de la mañana. Se limpió la baba de la cara, incorporándose mientras frotaba sus ojos. —Buenos días ⎯me saludó en un bostezo. Lo abracé y lo jalé hacia mí, recostándolo nuevamente. —¿Nos podemos dormir otro rato más? Él asintió y se tapó a mi lado. Nos despertó la abuela con el almuerzo en la cama. Huevos estrellados y bebida de chocolate. —Vaya que si han dormido, flojitos. —Estamos en crecimiento ⎯me apresuré a decir. La abuela asintió y nos colocó una mesita cerca de la cama. Después de 103


almorzar Adán fue a lavar nuestros platos; yo fingí leer, pero en realidad ensayaba la mejor manera de confesarle a mi hermano lo que vi anoche. —Tienes que estar bromeando. —Es verdad. —Pruébalo. —Esta noche. Fingimos dormir. Cuando el reloj marcó las doce, nos acercamos sin hacer ruido a la puerta y lo vimos. Le tapé la boca a mi hermano para evitar que gritara. Me miró con los ojos bien abiertos, como buscando señal de que fuese una broma. Pero yo no reí, sino que le devolví la mirada de preocupación. Seguimos mirando. La abuela entró a la sala con una bandeja de galletas y la soltó del susto. Creí que aquel reptil que se decía nuestro abuelo intentaría atacarla, pero en su lugar se acercó a ayudarle a recoger las galletas del suelo. —¡Herbert! ¿Qué haces sin la prótesis? —Es un fastidio tenerla todo el tiempo. —Pero los niños… —Están dormidos. La abuela caminó hasta una mesita, depositó la bandeja, se colocó las manos detrás de la nuca y lentamente se retiró la máscara. Tenía dos agujeros en vez de nariz y los ojos como los de un cocodrilo. Tal vez Adán hizo algún ruido o fui yo, que respiraba muy fuerte, el caso es que la abuela nos vio. Mi hermano se apresuró a cerrar la puerta, atrancándola de inmediato. —¿Qué hacemos? —La ventana —le apuré. —¡Abran la maldita puerta! ⎯Escuché gritar a la abuela⎯ Herbert, las llaves. Adán abrió la ventana y me cargó, sentándome en el marco de esta, luego salió él. Escuché un estruendo. Quién se decía nuestro abuelo estaba pateando la puerta. Para cuando la echó abajo mi hermano ya me llevaba cargada, con mi abdomen sobre su hombro, pude ver la ira en los ojos amarillos de aquellos seres y escuchar un rugido antes de doblar la esquina. 104


Adán era más alto y más fuerte que yo, pero no duraría mucho corriendo conmigo arriba. Cada paso lo daba más lento, y lo peor era que seguíamos por la banqueta, no tardarían en alcanzarnos. Intentó cruzar la calle, pero los vehículos pasaban muy aprisa y yo lo hacía lento. —¡Detén un taxi! —le grité. —No traemos dinero. —Algo se nos ocurrirá. Sabía que debíamos alejarnos lo antes posible. Un taxi se detuvo apenas lo pedimos. Escuchamos desbloquearse el seguro de la puerta y subimos, primero yo, con ayuda de Adán, y luego él. —¿A dónde? —preguntó la conductora. —Al… centro comercial. —¿Traen con qué pagar? —la mujer parecía leernos la mente, lo peor era que no arrancaba aún. —No, nuestra madre nos espera allá, ella pagará. La explicación pareció dejarla satisfecha, su brazo movió la palanca de cambios y comenzamos a movernos. Respiré aliviada. Adán recargó su cabeza en mi hombro. Estaba tan asustado como yo, pero decidí ser la fuerte, y le acaricié la frente y el cabello. —Todo va a estar bien. —¿Y son de la ciudad? —preguntó la taxista. La miré por el retrovisor, era una mujer rolliza, de cabello chino pintado de rojo, tenía un tatuaje en uno de sus brazos, una serpiente. En su cuello había unos pliegues, era como si trajera una… Le di un codazo a Adán. Pareció entender enseguida. Le dio un golpe en el cuello que ocasionó que perdiera el control del volante. Yo le jalé de los cabellos con fuerza hasta traerme su rostro. De su hocico sacó una lengua viperina que siseó en el aire. Abrió la guantera y tomó una pistola que no llegó a usar. Sentí un golpe que me hizo desplazarme hacia la derecha, y a mi hermano, golpearse el brazo con la puerta. Nos habían chocado. Ella estaba inconsciente, o por lo menos eso parecía, no quisimos averiguar y salimos del automóvil. Después llegaron ustedes y nos trajeron acá. Les agradezco mucho que hayan atendido a mi hermano. Adán trae el brazo entablillado, producto del choque. Tiene la mirada perdida, 105


quizá, sospecha como yo, de la posibilidad de que el oficial llame a quienes dicen ser nuestros abuelos. De cualquier manera le conté todo para ganar tiempo en lo que lo atendían. —Vaya, ha sido una gran historia. El oficial de policía se retuerce el bigote, como debatiéndose entre creernos o no. —No, yo les creo —dice, mientras se pone de pie⎯ supongo que deberemos reiniciar el experimento. Abre la puerta y a la habitación entran dos de esas criaturas usando batas blancas. —Disfruté mucho la historia Eva, creo que aprenderemos a hacerlo bien. Saco la pistola que hasta ese momento guardaba en mi suéter y disparo al policía, acierto en su estómago. De la herida emana un líquido viscoso de color negro. —¡Adán! ¡Corre! —en su condición no podrá llevarme consigo, pero le dará una oportunidad de escapar. Espero que regrese por mí después. Camina, colocándose frente a la pistola. —¿Qué estás haciendo? —Es todo el mundo —sujeta el arma y la retira de mis manos —al menos nos dan de comer.

J.R. SPINOZA

México

Facebook: https://www.facebook.com/escritorspinoza/

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L

as cosas podrían haber sucedido de otra manera, pero el universo dijo que no fueran de la forma que siempre había deseado. Una vez leí que conocer el amor de los que amamos es el fuego que alimenta nuestra vida, pero para mí ese elixir era el ácido que fue disolviendo por dentro,

día a día, cada parte de mi ser. Sabía que Patricia me amaba tanto como yo a ella, pero siempre hubo alguna razón por la que mi amor debía expresarse desde un plano en el que no me sentía cómodo, pero que no tenía chance alguna de cambiar. Siempre recuerdo la vez que, siendo pequeño, me crucé con dos gitanas de polleras largas. Yo iba con mi madre, que las rechazaba. Les tenía miedo. Al no darles el dinero que nos reclamaban, una de ellas puso su mano sobre mi hombro y, mirándome fijamente, me dijo: —Ojalá que te enamores. Esa maldición se cumplió cuando conocí a una alumna llamada Patricia, una chica aplicada, inteligente, hermosa. Siempre sentí en ella ese tipo de conexión que es tan difícil de explicar. Yo dictaba Física en el Normal de Córdoba y Ayacucho, le llevaba diez años y a ella le faltarían uno o dos para cumplir los dieciocho. Quise encontrar una explicación a ese extraño sentimiento que me martirizaba. Patricia era algo prohibido para mí, y sobre todo para mis principios morales. Se podría decir que una extraña interacción entre los electrones y el núcleo de los átomos produjo fuerzas electromagnéticas que hicieron que las propiedades intrínsecas de la materia se viesen alteradas. Y esa alteración no fue ni más ni menos que mi deseo de no perderla a través de estos veintisiete años. Todos somos partículas en constante movimiento, quizás algunos me vean como bicho raro, una especie de genio loco, pero soy igual que cualquier hijo de vecino que se enamora de alguien y nunca encuentra el momento para decir lo que siente y transformar de una vez por todas su patética historia. Siempre creí que no existe otra cosa más que materia y que el alma es un invento que nos vendieron para hacer que la vida tenga algún sentido, una zanahoria que nos pusieron delante de los ojos para que sigamos avanzando hasta que nos llegue la muerte. Patricia era la alumna que mayor atención me prestaba en las clases. Era un ser angelical. Hoy mismo, a pesar de que ya hayan pasado tantos años desde aquellas 108


extensas explicaciones llenas de ecuaciones y razonamientos, sigue siendo muy hermosa. El crujido de las tizas rasgando el pizarrón con mis fórmulas aun me conmueve. El solo hecho de saber que iba a verla me llenaba el corazón de alegría. Ella era el motor para ir a la escuela de buen humor. Ese lunes, frente a los pupitres, hice un paneo sobre todas las filas. Ella no estaba. Primero pensé que se había cambiado de asiento, pero no. No había venido, y su ausencia colmó de pena mi alma inexistente. Tenía que guardar la compostura y nunca demostrar delante de las demás alumnas que pudiera haber algún tipo de preferencia o de sentimiento inapropiado para un profesor de una escuela de señoritas. Y así fue como no pregunté nada. Completé mis explicaciones sobre los distintos estados del agua y sus transiciones y me dirigí cabizbajo hacia la siguiente clase. Mientras cruzaba el patio para ir a la otra aula, una de las chicas me abordó y me dijo: —¿Se enteró, profe? El papá de Patricia está muy mal. Entonces entendí por qué esa chica de asistencia perfecta a las clases, que tanto adoraba, había faltado. Sin darme cuenta empecé a cubrir ese espacio que su padre me estaba legando involuntariamente, y con orgullo la fui acompañando cada clase de física hasta aquel día en que llegó el final. No me pareció oportuno ir con ella al entierro, pero hice lo humanamente posible para demostrarle que estaba a su lado, en ese difícil momento y siempre. Luego terminó el secundario e inició sus estudios en Ciencia Exactas. Estuve ahí para apoyarla, para explicarle los problemas de cargas electromagnéticas, óptica o termodinámica. Durante el paso por la universidad me transformé en su amigo, un amigo inseparable e incondicional. Pasaron los años y un día, trágico para mí, me comentó que se había enamorado de un muchacho, un chico de la facultad, según me dijo. Yo no supe qué contestarle, no era apropiado ningún comentario mío, no podía influir, no podía sacarle esa idea loca de la cabeza, solo podía acompañarla. Así fui testigo de su casamiento por civil, y también a pesar de mi dolor participé de la ceremonia religiosa en la sinagoga de Libertad y Córdoba. 109


El tiempo hizo lo que debía. Tuvo su primer hijo y quiso que yo fuese el padrino del brit milá del primogénito, un privilegio al que no pude ni debía negarme. Creí que mi función en la tierra era cubrir todos los espacios que Patricia iba generando a través del tiempo. Me iba congelando, derritiendo o evaporando según mi estado y las necesidades de ella. Cuando Juancito, mi ahijado, acababa de cumplir los cuatro años, su padre se borró por completo y los dejó solos. Fue el momento que tuve que cubrir el papel de hermano y de tío en forma simultánea. En el fondo de mi ser siempre revivía aquella maldición gitana, ojalá que te enamores. El amor, ese amor que todos buscan, fue el mayor de los males que pude soportar. Patricia no dejaba de llamarme cada semana, éramos compinches, confidentes, compañeros de salidas, hermanos, y yo era feliz con ella, junto a ella, en el rol que ella o yo definíamos para poder seguir viviendo en esa falsa armonía que, sin duda, pocos pueden entender. Actualmente tengo que visitar la clínica dos veces por semana para el tratamiento de diálisis. Ella está conmigo, ella es mi alma gemela. Aunque nunca haya creído en su existencia, la realidad desbordó mi creencia: las almas existen. No deja un minuto de cuidarme y de pensar en mí como si fuese Juancito, como si fuese otro hijo. Pero yo sigo sublimándome, transformándome y haciendo que mis partículas sigan a merced de ella, a merced del destino que me tocó vivir, cambiándome y volviéndome a cambiar por ese amor que jamás tuve el coraje de expresar.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/gustavovignera/ Twitter: @vignera Instagram: https://www.instagram.com/gustavo_vignera_autor/ Página WEB: http://www.gustavovignera.com.ar

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esultó, desde un principio, ser una mala inversión. Era mejor pensarlo de ese modo para evitar acabar dándose la cabeza contra las paredes del negocio. En esa época recién comenzaba en el rubro y aún conocía poco el mundillo de los proveedores, los remitos, las consignaciones

y todo lo demás. Es por eso que la idea de comprar un cargamento de sombrillas, a precio firme, es decir, sin posibilidad de devolución, resultó sumamente tentadora. Difícil resistirse a un trato en el que todo sonaba a ganancia directa y pura para su bolsillo, a pesar del fuerte desembolso inicial. El pueblo se encontraba cada vez más cerca del desierto. No porque el pueblo se moviera, sino que el desierto no dejaba de crecer. Podía notarse día a día: Morían los árboles tras largas y silenciosas agonías, el césped se secaba pasando del verde al amarillo y luego al gris más parecido al polvo que a la vida. Ni siquiera las más malas de entre las malas hierbas subsistían. La lluvia era mucho menos que un recuerdo, si es que en algún momento supo ser algo. El pluviómetro de la farmacia acumulaba tanto polvo en su interior que, de llegar una tormenta inesperada tal solo serviría para juntar un poco más de barro. Ante semejante realidad, tan cercana, tan palpable, la de las sombrillas sonaba como una idea demasiado buena. ¿Cómo negarse a un negocio seguro? El éxito habría sido total si aquello que le enviaran los proveedores se hubiera parecido en algo a las verdaderas sombrillas en lugar de ser, apenas, paraguas seguramente mal etiquetados adrede. El negocio hubiera triunfado y con las inesperadas ganancias hubiera podido huir de allí antes de que el desierto continuara avanzando. El error, junto con la imposibilidad de devolver los productos, se clavó en su corazón como el peor de sus fracasos. Los años pasaban y los paraguas dormían el condenado sueño del olvido en la buhardilla del negocio. Sin exagerar, decía que podía sentir sobre su cabeza como el polvillo del desierto se acumulaba sobre los paraguas mal apilados en los estantes; podía sentir la madera del entrepiso quejarse por el peso excesivo que soportaba. Las burlas de la gente del pueblo, que lo miraban sin hablarle, sin decirle más que lo necesario para obtener lo buscado en el almacén y partir raudamente sin contener la risa de pensar en tantos paraguas inútiles, le dolían un poco menos que el saberse estafado. 112


Necesitaba una forma de desprenderse de tanta inservible mercadería, de tanto espacio mal aprovechado, de tanta frustración. Al dar, finalmente con la respuesta, le pareció tan sencilla que se sintió un tanto sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes: regalaría los paraguas. Iría a pérdida, no le quedaba otra opción pero sería también una suerte de publicidad para su negocio, una a la que la pobre competencia que quedaba en el pueblo ⎯el otro almacén y la gasolinera junto a la ruta que no figuraba en los mapas carreteros de la región⎯ no se encontraba en condiciones de responder. Y como cualquier comerciante sabe, la gente siempre regresa allí donde se le regala algo, lo que fuera, por mínimo e inútil que resulte el obsequio. A la mañana siguiente armó una pequeña mesa con dos tablones viejos y deslucidos junto a la puerta del local, desempolvó lo mejor que pudo los primeros paraguas que cayeron a los pies de la escalera al abrir la puerta de la buhardilla y los regaló a los incautos que pasaron junto al local. No se preocupó por dar explicaciones e hizo su mejor esfuerzo para no reírse de las caras de sorpresa con que recibían el inesperado presente. El primer día regaló diez paraguas. Al segundo día hizo lo mismo con veinte. Al tercer día tuvo que bajar todos los paraguas que quedaban en la buhardilla porque la gente del pueblo se los sacaba de las manos llevándose de a dos o de a tres sin dudarlo. Pero, también, sin darle las gracias. Podría haberse detenido a pensar el porqué de semejante actitud; pero intuía que, al menor cambio, se acabaría la buena racha, y no se atrevía a preguntar qué era lo que pasaba. Era sabido que en el pueblo nunca llovería y la tela era tan fina que de nada servía ante semejante sol aun siendo de las mejores telas impermeables del mercado. Cuando se agotaron los paraguas, el almacén quedó tan vacío como lo estuviera antes, las provisiones y otras mercaderías con las que intentaba ganar algo de dinero continuaron arruinándose en los estantes. Su esfuerzo había sido en vano. Cierto que ahora la gente le sonría en la calle, pero eso ni le daba de comer ni pagaba las deudas que se acumulaban día tras día. 113


Aquello no le permitía ver más que una única y extrema solución cuando pensaba en su futuro. Un futuro que, a pesar de su esfuerzo, se había convertido también en un cúmulo de polvo de desierto. Su vida había terminado el día en que aceptó aquel mísero trato comercial, imposible negarlo. No había siquiera una razón para hacerlo. Semanas después de que el último de los paraguas fuera regalado, un aroma entre dulzón y amargo invadió el aire, entre el calor y el polvo del desierto, alertando a los vecinos más cercanos de que algo andaba mal en el interior del almacén. No sabían qué podría ser, pero era fácil imaginarlo; aquella no sería la primera, ni la última vez, que sentirían tan peculiar aroma. Lo encontraron colgando de la viga más alta en medio del negocio. Esa misma tarde, mientras un viento extraño, desconocido, árido y reseco, comenzaba a levantarse, lo enterraron en la parcela destinada para los pobres del cementerio del pueblo. Dinero alguno se encontró en el almacén para solventar los gastos del entierro. Facturas impagas, deudas por saldar y notas de crédito vencidas fue cuanto descubrieron. Al día siguiente comenzó a llover como nunca antes había llovido en la región. Lluvia que continuó durante meses, hasta que la región recuperó la humedad de su suelo y reverdeció la vida convirtiendo al pueblo en un nuevo vergel. Ni los especialistas en el cambio climático, en el comportamiento de las nubes, ni los charlatanes de siempre que pretendían poder explicarlo todo, comprendían semejante cambio. Fuera por la razón que fuera, quienes resistían en el pueblo no podían quejarse, ya que contaban, en aquel momento de necesidad, con un nuevo y oportuno paraguas.

JOSÉ A. GARCÍA

Argentina

Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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onocí a alguien encantador, sin embargo, tan pronto supo que tendríamos críos se esfumó sin decir nada. He decidido no verlo nunca más, esa es la razón por la que me dediqué a buscar un nuevo lugar en donde vivir.

Como no tengo dinero, planeo pedir asilo en una vieja casa que encontré más

allá de lo terrenos baldíos que caracterizaban mi antiguo hogar. Estoy segura que si me escuchan por un segundo, comprenderán nuestra difícil situación y además planeo ofrecerles nuestra ayuda en el hogar. Tengo la esperanza de que los hospederos nos recibirán bien a mí y a mis amados hijos. Cuando llegamos a nuestro objetivo observamos que la casa tenía la puerta abierta. En la entrada, estaba la señora de la casa. Levanté mi mirada y le dije: —Mucho gusto, mi nombre es Julieta. Quiero pedirle que nos dé asilo por algunos días. Le aseguro que no ocuparemos mucho espacio y ayudaremos en lo que podamos. La señora no pronunció palabra y se metió a la casa dejando la puerta abierta, por lo que supuse que nos estaba dando la bienvenida. Me acerqué y le agradecí por su hospitalidad. Tan pronto terminé de hablar, la señora me miró. Sin embargo, no recibí la respuesta que yo imaginaba, pues enseguida escuché un montón de gritos diciendo. —¡Mátala! ¡¡Mátala!! Una nube extraña nos rodeó. Mis criaturas salieron despavoridas tratando de escapar por su vida. Intenté razonar con ellos, pero no me escucharon, no me quedó otra más que huir. Intenté esconderme debajo del sofá, pero estaban dispuestos a no dejarme escapar. Me perseguían con una botella que esparcía una nube acida. Todo comenzaba a verse borroso y una sensación de ardor recorría mi cuerpo. A lo lejos podía escuchar lo que decían, mientras me quedaba inmóvil y el aire se escapaba de mí. ⎯Creo que ya está muerta… —Dijo doña Cleotilde, quien sostenía el frasco de veneno para insectos. 116


⎯¡Qué asco! sácala de aquí mamá —Respondió su hija Hortensia. ⎯Esta es la tercera araña que encontramos en el día, ¡son una plaga! — Comentó doña Cleotilde a su hija.

R.G.ASTRID

México

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¿O

s acordáis del momento en el que os decidisteis a escribir historias? Yo sí. Fue cuando me hice mujer, mi primera regla y eso, ¿no? Al tener la regla sentí como si hubiera entrado en un cuarto muy oscuro, como si hubiera entrado en la oscuridad. No quería que me vieran los hombres, me escondía. Ahí, en mi dormitorio, me pasaba todo el

tiempo. Ni siquiera dejaba que me diera el sol, iba con una sábana por encima, como una fantasma. Mi dormitorio, siempre a oscuras. Me gustaba ver por la ventana, a través de las cortinas, cómo se iba el sol y se iba apagando todo alrededor mío. A los pocos días estaba tan blanca que parecía un espíritu. Ahora que lo recuerdo, me gustaba cómo me quedó la piel. Parecía como de cera, con las venas azules dibujadas. Creía que si me ponía mucho al sol, me quedaría embarazada. No sé por qué lo pensaba, quizás fuera por el calor y eso. Tenía marcados unos recorridos por la casa y había cuartos en los que no podía entrar. A la misma hora me podrías encontrar en el mismo lugar cada día, haciendo exactamente lo mismo. Si no era yo la que me cocinaba la comida, no la comía. No podía aguantar la idea de que otra persona me tocara lo que iba a comer. Solo comía arroz a la cubana y bebía leche, un montón de leche. Con solo oler la carne o el pescado me daban ganas de vomitar. Y solo escuchaba música lenta y leía “Entrevista con el vampiro”. Una noche tuve unas pesadillas horribles, y desde entonces guardaba un cuchillo para defenderme si venían algunos de esos monstruos con los que había soñado. ¡Eran tan de verdad! Para no volver a soñar con ellos, los pinté. Eran pájaros con garras enormes, que en vez de plumas tenían como llamas, y eran rojos y púrpura, y daban mucho miedo. Mis amigas, sobre todo Sara, venían a verme a casa, como si estuviera enferma. Pero algunas veces no quería verlas y les decía que no subieran. A veces me aprovechaba y les decía que me llevaran en brazos, que no podía andar. Si me sentaba en una silla, tenía que limpiarla muy bien al levantarme, porque sentía como si todo lo que tocaba se convertía en algo muy sucio. Mi madre era la única que podía entrar en el cuarto. Recuerdo que yo le gritaba al novio de mi madre que no se le ocurriera entrar 119


a verme, que me avisara si estaba cerca, para que no me viera. Todo aquello era porque creía que tenía poderes, que me había convertido en otro ser, alguien malo. Creía que si miraba fijamente al cielo, podía provocar una tormenta que acabara con todo el mundo y si miraba a un hombre, podía hacer que le pasara algo. Limpiaba los vasos y los cubiertos después de usarlos. Creía que si alguien los usaba después de mí, y estaban aún sucios, pues se moriría allí mismo, sin avisar. Te juro que durante esos días el espejo de mi cuarto se veló, lo reflejaba todo como si estuviera dentro de una niebla espantosa. Por mucho que lo limpiaras, no se le quitaba aquello de la superficie. Parecía que me había cargado con una energía que podía ser muy destructiva, como sin límites, que me podía hacer mucho daño a mí misma o a los demás. Solo intenté hacer daño a uno, a uno que tenía un taller de coches, cerca de casa. Era viejo, gordo, siempre lleno de grasa. Tenía los mismos coches durante meses en el taller. Supongo que trabajaba para entretenerse en algo. Me daba asco la manera en que me miraba cuando me cruzaba con él. Así, que cuando lo veía pasar por la ventana, le miraba fijamente deseando que se muriera. Y bueno, por fin, un día mi madre perdió los nervios y, mientras me estaba bañando, empezó a golpearme, primero con los puños y luego con la toalla. Me quedé llorando por no sé qué tiempo y luego sentí como una gran calma. Al día siguiente, sin más, organicé una gran fiesta con mis amigas para celebrar mi salida a la calle. Antes, había quemado en la bañera todas las sábanas y la ropa que llevé durante mi encierro. Me pinté los labios y los ojos de rojo y blanco, ahora que me acuerdo. En la fiesta, empecé a bailar, y mientras lo hacía, me iba liberando de un peso que tenía encima. Luego me di cuenta de que habían pasado cien días justos, mirando el calendario y eso. Ahora me parece todo un sueño, como si le hubiera ocurrido a otra persona. El viejo del taller murió el día antes de que yo saliera de mi casa. Sería casualidad. Entonces, cuando pasaron un par de meses, me di cuenta de que los dibujos que había hecho, esos de los pájaros, contaban una historia, como si fuera un diario pintado. Ése fue mi primer relato. Entonces, cogí los papeles y los enterré en una obra cercana. Ahora hay un bloque de pisos encima de mi primera historia. 120


PALACIO ROJO

España

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-¡A

Mientras el cielo se oscurece y las olas se yerguen en un súbito chubasco, el bote en el lago flota enfermo a gusto. Murasaki Shikibu

chicá, achicá! —grita Quique mientras lucha con los remos intentando estabilizar el bote. Ya sé boludo. ¿No ves que no doy abasto? —escupo mi respuesta, con toda la bronca y el miedo que me embarga. Tengo los brazos acalambrados de sacar agua con el

balde infructuosamente. Las olas alcanzan casi un metro y medio y no solo nos empapan sino que dejan litros de agua dentro del bote. El viento lo sacude como una hoja. Por momentos se inclina de costado y parece que va a dar una vuelta de campana. Otras veces se levanta en la cresta de una ola para después clavarse de punta como un delfín que se sumerge. Estamos atados a los asientos en una especie de cinturón de seguridad para que el movimiento no nos arroje al agua. Maldigo la hora en que cedí a las presiones de mi cuñado. *** Todo comenzó el miércoles de esta semana cuando llamé a Stella. Lo hago todos los mediodías, a la hora de almuerzo en mi oficina. Es el momento de intercambiar novedades. Ella habla antes a casa para saber cómo les fue a los chicos en el colegio y después me comenta. Fue entonces cuando me dijo: —Me llamó mi hermano. Nos invita a pasar el fin de semana en Chascomús. Es el cumpleaños de su hijo mayor. Uf, pensé, me tengo que bancar a ese plomo. Pero Stella tiene una predilección especial por Quique en relación con sus otros hermanos. Y como el tipo vive a cien kilómetros no tiene muchas oportunidades de verlo. —Que bueno, mi amor —mentí— ¿Le preguntaste qué llevamos? Además del regalo del pibe, digo. —Sí, me dijo que nada. Pero yo pensé que si usamos la conservadora podemos comprar helado en Tino. Cuando vinieron a casa les encantó y Marcela dijo que no se compara con los que se consiguen allá. 123


El viernes salí temprano de la oficina y pasé a buscar a Stella por su trabajo. Habíamos dejado los bolsos preparados así que solo fue llegar a casa, cargar el auto y salir. Los chicos nos esperaron listos. Pasamos por la heladería y enfilamos por la autopista a La Plata-Mar del Plata. Llegamos a Chascomús como a las diez de la noche. Marcela nos esperaba con pizza. —El asado lo hacemos mañana al mediodía, —nos aclaró Quique—, porque a la noche, como vienen los amigos de Nahuel, encargamos un lunch. Y el domingo, Marcela organizó una salida de chicas con las compañeras de secundario ya que venía Stella, así que nosotros nos vamos a pescar. Vení al garaje que te muestro el bote que me compré. De nada sirvieron todos los argumentos que usé para disuadirlo. Es tan cabeza dura como Stella. Creo que viene de familia. Bueno, yo también. Al fin y al cabo su postura sonaba lógica. —Los pibes se van a ir al club. Las chicas se van al centro con sus amigas. ¿Qué te vas a quedar haciendo? No me vas a decir que tenés miedo ¿no? Ese fue un golpe bajo. A mi orgullo. Acepté. El domingo amaneció nublado, lo que me produjo una pequeña esperanza. Quique se encargó de evaporarla. —Mejor que esté un poco nublado. Así el sol no nos incinera. En el medio de la laguna el agua lo refracta como un espejo y te quema más. Quique remaba con ritmo. Enseguida el bote alcanzó el centro de la laguna. —¿Querés hacer un poco de ejercicio? —me preguntó. —No, está bien. Ya me cansé de verte a vos. Quique subió los remos, tiró por la borda un ancla que estaba bajo su asiento y comenzó a armar la caña. Estuvimos una media hora allí y como no había pique mi cuñado levantó el ancla y nos movimos unos cincuenta metros. Empezó a soplar un viento desde el sur y el agua comenzó a picarse. El cielo se había cubierto con unos nubarrones muy negros. Se hizo de noche a las once de la mañana. —Mejor nos vamos —le dije. —Sí, creo que es mejor —por primera vez lo vi preocupado. Empezó a remar hacia la orilla pero el viento no nos permitía avanzar. Quique 124


sacó de abajo del asiento los chalecos y me pasó uno mientras se ponía el otro. *** Mientras sigo sacando agua con el balde recuerdo que tengo el celular en el bolsillo del jean. —¿Y si pedimos auxilio? ¿Funciona aquí el 911? —le pregunto tratando de que no se me quiebre la voz. —Sí, funciona, pero acá no tenemos señal. Tal vez más cerca de la orilla — responde. Se larga el chaparrón. Es una cortina de agua que no permite ver la costa. Por primera vez siento que aquí se acaba todo. Sin parar en el achique miro a Quique de reojo. Creo que también está asustado. Una bocina toca dos veces y vemos un reflector potente acercarse entre la lluvia. Cuando llegan comprobamos que es una lancha de Prefectura. Sentados dentro de la lancha, envueltos en frazadas, volvemos al muelle. El bote viene remolcado. —La semana que viene, si querés, terminamos el día de pesca —me dice Quique. —Andate al carajo —me sale del alma y nos reímos.

OSVALDO VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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E

l corazón latía fuerte, el miedo, como una ráfaga de viento, la despertó bañada en sudor. Eran las cinco de la madrugada cuando sintió una presencia extraña alrededor de su cama.

⎯¿Por dónde entró? ⎯Se preguntó Julia asombrada, pues creyó ver la sombra

de tía Rosarito, fallecida el año anterior, que corría hacia la puerta. No era la primera vez que le ocurría, por eso adquirió una clara resiliencia para soportar, desde tanto tiempo atrás, esas horribles pesadillas que la despertaban con un grito mudo, un gran oxímoron que la dejaba exánime. Lo que más recordaba de ella era la insoportable gingivitis que la tuvo a maltraer toda su vida, su eterna y renegrida trenza alrededor de la cabeza y la felicidad de escucharla todas las noches contando un cuento distinto hasta que ella cumplió seis años. Ese cumpleaños marcó el comienzo de los cuentos de terror que le producían pánico. ⎯¿Acaso es una muerta viviente que entra de noche a mi cuarto? ⎯pensó Julia. Se levantó, fue hacia la biblioteca y tomó del segundo estante el cofre dorado con las cenizas de tía Rosarito, corrió al exterior y las diseminó lejos de la casa. En una piedra grande escribió: “Contó tantos cuentos de terror que se murió del susto”. Ese amanecer se terminaron las pesadillas.

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

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L

a catarata era la referencia principal para encontrar el lugar iluminado del arco. Se usó esta denominación pues poseía la apariencia de una descarga eléctrica. Desde una distancia estimable la luz violeta del arco era visible (el color definió su nombre como arco de emanación V,

aunque podía variar al blanco bajo ciertas condiciones de temperatura) y los testigos podían percibir lo particular de la manifestación. Muy cerca de donde caía el agua se presentaba el fenómeno. Se reunió información sobre su origen. Se registró y se asoció como posibles antecedentes la aparición de rayos globulares en la zona, precedentes a la manifestación. Se observaron pequeñas descargas en las cercanías, que luego desaparecían mientras el arco permanecía sin alteración. Las ocho personas encargadas de las observaciones regresaron después de dos semanas con los primeros reportes, sin presentar cambios ni estados mórbidos en la mente o el organismo. Los aparentes electrodos del arco lo constituían inexplicablemente una roca común y el suelo húmedo. Se presentaban con naturalidad en aquel ambiente poco explorado. Entre esos extremos se manifestaba el arco. Como un rayo paralizado era esa maravillosa emanación. Para que el aire pudiera conducir esa desconocida energía debía superar un valor, como en el caso de la rigidez dieléctrica. El valor se estableció en 17.5 D/m considerando el tamaño de los aparentes electrodos. Ningún sonido desde el principio de la observación se produjo. La extrema temperatura que hubiera podido inferirse de una descarga semejante no existía. El contacto con la piel podía realizarse produciéndose solo una agradable sensación térmica. La energía que alimentaba esa clase de descarga continua fue desconocida aún después de examinar las rocas y el terreno. Ninguna ionización ingresaba en una explicación consecuente del desarrollo del arco. El campo magnético que se formaba a su alrededor variaba impredeciblemente. El segundo grupo de investigadores que se dirigió al lugar realizó registros sobre las propiedades bactericidas del arco, haciendo un contacto directo con la descarga. Desde el primer día ocurrieron manifestaciones que no aparecieron con el primer grupo, como si el arco buscara exponer sus propiedades. La temperatura aumentó y ese cambio hizo imposible acercarse, contradiciendo la apacible observación que se había realizado desde un inicio. Cuando la temperatura disminuyó medianamente, se le ordenó a una persona de prueba que se acercara. El sujeto cayó 129


aterrorizado diciendo que la descarga se dirigía hacia él, pero ninguno de los investigadores vio esto. El arco de emanación permaneció inmóvil. Luego de esa alucinación el sujeto entró en un estado de carosis y segundos después la energía del arco disminuyó hasta desaparecer (como se había previsto en la curva de emanación V). Los datos de las propiedades físicas y los variados efectos del arco que se pudieron recabar en esa oportunidad fueron obtenidas de aplicaciones en metales de transición. Sobre la fuente que alimentaba este curioso fenómeno y de la que dimanaban esos cambios, se detalla en los documentos adjuntos. Esta energía opera irregularmente sobre la mente y la materia. No son electrones los que fluyen. Se reunió al grupo de personas que desarrollaría de forma instructiva la reproducción del fenómeno en los laboratorios. El arco con los medios que se usaron fue obtenido en una proporción mayor y de forma controlada (regulación que no pudo mantenerse después de las aplicaciones). Se empezó con el uso de materiales inorgánicos bajo los efectos de la descarga. Las medidas resultaron similares a las obtenidas del arco original, ocurriendo modificaciones en la histéresis. Después de una breve aplicación del arco respecto a la suspensión de funciones vitales en tardígrados se continuó con el uso indefectible de sujetos de prueba. Su reproducción y control no significó que se pudieran predecir los resultados. El arco pudo proporcionarnos los efectos más disímiles y extraños al ser aplicados en el cerebro humano. Los investigadores estaban satisfechos y motivados con los variados trastornos mentales y orgánicos obtenidos. La primera persona que entró en contacto con el arco reproducido se aterrorizó al ver esa inmensa emanación de energía. En la mayoría de casos se debió compeler a los sujetos. Se decidió disponer a cien personas para la aplicación cerebral de la descarga. Estos son los resultados de algunas pruebas realizadas con el primer grupo que ingresó. Posteriormente se perfilaran las condiciones de observación: 1 La palabra realidad fue suprimida de su mente después de la aplicación de la descarga. Cuando se le dijo la palabra, la repitió, pero en el siguiente instante la olvidó nuevamente.

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2 Después del contacto con el arco se desarrolló un bloqueo del dolor por sinapsis. Después de la descarga, el sujeto fue sometido a altos grados de calor sin experimentar reacciones dolorosas. No siente el incremento del sonido o de un sabor intenso. 3 Manifestó deseos de suicido y una inexplicable autolisis. 4 Padece un cambio de comportamiento que consiste en excéntricas indecisiones ante propuestas triviales. Se le presentaron dos platos de comida. Se quedó una semana sin alimentarse, sin poder decidir de qué plato comer. Se encerró a la persona en un ambiente con dos puertas. No pudo salir del cuarto aunque resultaba vital hacerlo. 5 Una aberración en la visión del sujeto. Para confirmar lo que con temor dijo experimentar se le indicó mirar una silla desde unos metros. Podía ver la silla, pero cuando el sujeto cambió de posición la silla desapareció. No era ilusorio, la silla desaparecía físicamente. 6 El sujeto posee una capacidad corriente para las matemáticas. Después del contacto, ha desarrollado absurdamente, casi doscientas páginas de demostración de la solución de un simple sistema de ecuaciones lineales inconsistente. 7 Sufrió una deficiencia en la sensibilidad visual. No pudo soportarlo y tuvo que cerrar los ojos unos segundos, al abrirlos la realidad fue espantosa, según su afirmación. Columbrar las formas horrendas de su entorno y la visión de las personas, era insoportable. Cada vez que intenta ver a su alrededor se queda horrorizado. Dice que puede ver el verdadero aspecto de la realidad. Nunca más quiere ver el mundo. 131


8 Manifestación del trastorno de despersonalización. 9 Cuando la persona salió de la influencia del arco cayó al piso desesperado y no quiso moverse. Dijo sentir el movimiento del planeta y de la galaxia. Su propio movimiento le resultaba abrumador. Todos los movimientos relativos pueden ser percibidos por él, simultáneamente. Cuando fue puesto en una plataforma giratoria los movimientos relativos que percibió resultaron más intolerables. 10 El sujeto perdió muchos conceptos básicos. No reconocía el círculo. Cuando se le mostraba un círculo él afirmaba que se trataba de una elipse. Al presentarle una elipse la reconocía correctamente. No concebía la diferencia entre esas figuras geométricas pues no tenía idea de la particularidad del círculo y el radio. No tiene el concepto de final, de culminación. El infinito para él, pertenece al ser natural de las cosas. 11 Un caso de zoantropía. El sujeto cree ser un animal indescriptible. 12 Aquí terminaron las experimentaciones. Cuando se hizo la aplicación en este individuo de prueba el arco de emanación desapareció. La extinción no dejó ningún remanente. El sujeto gritó dolorosamente después de que el arco se agotara ante nosotros. La hermosa emanación había entrado en su mente pero presentándose con intermitencia. Decía con desesperación que estaba dentro de él y que podía verla. La descarga producía convulsiones tónicas en esta persona, siendo las contracciones musculares el reflejo de las breves apariciones del arco en su cerebro. Su visión es entorpecida por la poderosa luz del arco, que solo él puede percibir. El sujeto es consciente siempre de los ataques que la increíble descarga le produce. Concluyen en estados febriles. El resplandor es agobiante y la temperatura elevada que afirma padecer dice que es insoportable. No hay señales de quemaduras. Ha entrado en una 132


depresión que se predice incurable. Esa descarga mental ya no ocupará otro medio, siendo el espacio mental el definitivo, como el tránsito natural del calor. Su energía no desaparece, sabemos que puede obrar con perfección en la mente. Cambia de medio y la materia no puede limitarla. El manejo persistente de esa descarga sobre el cuerpo humano culmina en su absorción. El tiempo de contacto de la emanación V con el último sujeto fue más prolongado. Tenemos las mediciones de la descarga en relación con la energía emitida en función del tiempo. Sobre el modelo matemático de Breuer, respecto a los efectos en apariencia aleatorios del arco, podemos prever su influencia solo en las 38 primeras aplicaciones (n<39) necesitando los valores de la posición del objeto de prueba y una intensidad de emanación de 10E. El desarrollo de una nueva reproducción del arco de emanación y de su aplicación está proyectado. El detrimento de las personas que ingresen son contingencias que en la mayoría de casos no afectarán la consecución de los nuevos datos que servirán en la investigación nosológica. Una energía nueva ha ingresado y como sabemos continuará descargándose en la naturaleza mediante nuevos y heterogéneos arcos de emanación. Son las señales de un proceso de corrupción de la naturaleza. La composición de la carne será inaudita. El absurdo y la contradicción serán casi sensibles. Las leyes naturales adoptarán la extravagancia. El sabor y la consistencia del agua serán extraños. Va a degenerar el razonamiento hacia la excentricidad. ¿En que se convertirá la lógica? Arriban las formas nuevas del placer. La corrupción de nuestra sangre. El espacio y el tiempo serán grotescos. La materia se alterará regocijada en la monstruosidad. Estas apariciones ineluctables serán la motivación de los investigadores, aunque representen los pasos más ostensibles de la degeneración de todo lo que existe.

GIULIO BETTINO GUZMÁN ARCE

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/abel.guzman.5661 Blog: https://simuladorirreal.wordpress.com

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C

asado con una buena mujer que se halla agobiada por la diabetes, ¿por eso me siento tan sensible? Si ella es lo mejor que me ha pasado en la vida. Tal vez se deba a que Flora y yo vivimos solos. Nuestros dos hijos, mujer y varón, no pudieron venir al país, por causa de esta

maldita pandemia que nos tiene aterrados a la gran mayoría, a los que de verdad amamos la existencia, pues hay otros, un gran número de gente que se arriesga diciendo que deben salir al exterior para liberarse del estrés cuando lo que en realidad quieren es caer y recaer en los vicios; hay personas que no pueden ser felices si no se emborrachan los fines de semana. Yo, hombre, de setenta y tres años, siempre he sido responsable. No estoy trabajando de momento, pero mi casa es grande y alquilo dos locales, uno es una bodega donde se venden víveres y el otro es un depósito. Cobramos mil soles al mes cada espacio, no está mal. Mi mujer tiene sesenta y dos años, solía ser hacendosa, pero desde hace unas semanas se ha desentendido de las labores del hogar. Hasta hace un mes cocinaba, ahora me pide que yo me encargue de la comida del día, y lo hago, aunque ciertas veces reconozco que me da flojera preparar los alimentos y pido el almuerzo y la cena a los restaurantes por teléfono. Trato de no salir mucho, es peligroso, podría contagiarme, mas debo hacerlo, hay que comprar medicinas y cosas para consumir. Flora no desea salir, no sería bueno, pondría su salud en riesgo y yo jamás me perdonaría que a ella le pasara algo malo. Se dedica todo el día a leer, se ha sumido estos últimos meses en la curiosa manía de escribir, las cosas que siente, de su pasado, sobre nosotros, y las noticias que descubre en la radio, la caja boba y en las redes sociales, las cuales son su principal fuente de entretenimiento, además de las películas y series que disfruta mediante la televisión de pago que cancelo cada mes. No obstante, a pesar de que recibo una pensión, no nos han entregado un bono, porque no nos consideran personas vulnerables. Increíble. Los dolores en mi cuerpo son constantes y debo de inyectarme analgésicos. Me duelen las piernas, sobre todo, y las pantorrillas. No tendría que hacer esfuerzos, pero alguien tiene que ir al banco a cobrar el dinero que merezco por una vida dedicada a los aportes, cuando trabajaba de empleado en una importante empresa. ¿Por qué me siento tan fastidiado? Dos o tres veces por semana nos comunicamos con nuestros hijos asentados en Italia. Ellos tienen una vida hecha allá, ¿para qué atribularlos? Mejor decirles que todo por aquí marcha bien, que nuestro 135


recorrido por este tramo de miedo es en realidad una prueba que estamos pasando con la fuerza y la energía necesaria. Les decimos que tenemos fe, que habrá vacuna, que ya lo anunciaron en todos los medios. Que no, no nos hemos infectado aún, que no se preocupen, de repente somos asintomáticos, aunque estamos en una edad de riesgo, pero mantenemos todas las medidas de salubridad y seguridad. Que por favor, que sean felices con nuestros nietos, que por allá la situación está más dura que por estos lares. Me resulta tan sencillo fingir. Engaño a todos y a mí mismo. Sé por qué me siento tan incómodo, por qué lo he estado los últimos días. Es temor a lo que vendrá. El futuro se atisba oscuro, aunque yo no le tengo miedo a la muerte, pero sí me asusta dejar sola a Flora. No es que yo piense que ella sea una inútil, la amo, sé que se halla en una mala etapa de su vida, que lo superará y si yo faltara, ella podría encargarse de todo y vivir de las rentas de este amplio hogar, en el cual hemos residido desde hace treinta años. Ninguno de los dos tenemos hermanos, sí contamos con los saludos virtuales de algunos primos. Con virtuales me refiero a las videoconferencias que tenemos una vez por semana, porque ya he aprendido a utilizar este celular con aplicaciones, aunque prefiero el método antiguo: solo llamar o recibir llamadas. Nunca he sido un gran amigo de la tecnología, es Flora quien la domina, casi a la perfección, me habló de una nueva forma de conectarse en grupo para hablar en video todos al mismo tiempo, me dijo que la Feria Internacional del Libro este año será virtual, que se ha contactado con un editor joven, que le ha leído varios de sus escritos y le ha sugerido que los arme en forma de novela, que tiene dudas sobre dar a conocer los secretos y misterios de su corazón, que ya no está en edad de buscar la fama artística, y de pronto menciona que nunca es tarde, que alguna vez de joven quiso publicar un libro pero de cuentos, historias sobre la vida, la aventura, el rompimiento de la rutina. A continuación me dice que la acompañe a ver una película en la televisión de pago o que compre dividís piratas, pues en el laptop es un poco incómodo visualizar los films, a lo que yo le recuerdo que no me gustan mucho esas películas (sí, es rarísimo), que lo mío son las series, las comedias o los clásicos, que mi pasatiempo preferido siempre ha sido vender revistas de negocios para una empresa, que he sido solvente en mi 136


labor, pero ya me he jubilado y la verdad me aburro mucho en casa y me dedico a limpiar. A veces tengo que salir (con mascarilla) para barrer la vereda de la casa, cuidar que los vecinos no nos dejen basura cerca o las heces de sus perros, aunque de todas maneras lo hacen, esos cochinos, se aprovechan porque somos personas mayores; por fortuna, el dueño de la tienda (el local que le alquilamos) los enfrenta de vez en cuando. El señor es amable, yo lo trato bien, espero que se quede mucho tiempo, trato de no ahuyentarlo, aun cuando me dice que quiere pagar menos agua y luz que la que consume con su congeladora; el medidor me indica que gasta mucha luz, y eso me preocupa porque desde junio se ha disparado el precio de este servicio y alcanza los mil doscientos soles, cuando antes pagábamos solamente doscientos. No solo eso, los costos del gas, el agua y el internet también se han incrementado. Para reclamar he tenido que ir personalmente, no obstante, las colas son largas y yo me agoto con facilidad. Me dicen que primero pague y luego regularizaremos, creo que es un abuso y el Gobierno apoya este mal accionar de las empresas. Esto nos pone tensos, porque sé que Flora padece los mismos pesares que yo; por fortuna, contamos con dinero y podemos cancelar la deuda pendiente, pero en julio nos ha venido la luz por setecientos soles y el medidor indica otra cosa. No sabemos qué hacer. A este paso no nos quedará dinero más que para alimentarnos. Flora ya no me invita a ver películas y series con ella, está casi todo el tiempo pegada al televisor. En las noches, después de cenar, coge el laptop y escribe algunas cosas. No me pide que las lea, me dice que sus amigos del Facebook son mejores lectores que yo, pero en algún momento me pedirá mi opinión, porque soy un ciudadano de a pie, y los comentarios de alguien de a pie también le pueden resultar relevantes. No sabe que yo siempre he leído. Me gustaban mucho los libros esotéricos y de parasicología, y alguna que otra obra literaria de ciencia ficción. Recuerdo algunos títulos de la colección Vértice: «3 del más allá», «Cae la noche», «Hombre contra mundo». Aparte, el realismo urbano de Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa. La poesía peruana también me atrajo en mi juventud: Magda Portal y Blanca Varela. Tenía una modesta biblioteca, pero le regalé todos los libros a Flora, quien los ha guardado en una habitación, donde acumulamos cajas de cosas que nos sirvieron alguna vez y a las cuales ya no retornamos, a menos que sea estrictamente necesario. Sin embargo, sé que ella sabe dónde se encuentran cada uno de ese centenar de libros 137


y hay momentos en que la escucho abriendo alguna de las cajas para sacar un ejemplar de una novela de Isabel Allende o de Françoise Sagan para disfrutar en una de sus noches extensas. Flora es la mujer más linda del mundo, excepto por esa enfermedad que la aqueja, no es que la afee, siempre ha sido guapa, de joven era la más atractiva de la universidad, cuando nos conocimos, cuando cursábamos la carrera de Administración de Empresas. Ella pasó por varios trabajos, desde secretaria hasta cajera de banco. Siempre mantuvo un semblante contento y despreocupado. Por eso la admiro tanto. La protejo; ella, en cambio, se descuida. Sé que a nuestro inquilino le ha pedido chocolates, panes dulces y queques. Se le sube el azúcar y yo soy el fregado, pues debo de atenderla y con este frío que cala los huesos las enfermedades respiratorias se han intensificado. La cuido, pero ¿quién me resguarda a mí? No me gusta mucho ver noticias en la televisión ni oírlas en la radio. El internet está descartado para mí, allí se engaña mucho. No sé en quién confiar. Además todo es delito, odio, desastre, trece personas muertas durante un operativo a una discoteca que funcionaba de modo clandestino en Los Olivos. Muchos nos protegemos, y al resto, ¿por qué existen otros a los que no les importa poner en vilo a los demás? Esto no puede seguir pasando, es un agravio para la gente vulnerable, para las autoridades que buscan lo mejor para nosotros y para todos los profesionales de la salud que están en el frente de batalla, arriesgándose ellos mismos y a sus familias para salvarnos. Todo esto me pone triste y a la vez me turba. No cambiaremos. ¿No cambiaremos? ¡Qué digo! Hay quienes no necesitan mejorar, hay gente bondadosa y responsable en este país, no es correcto generalizar. No por culpa de un grupo vamos a llenarnos de resentimiento y pena. Medito acerca de lo que fue mi existencia y en la muerte, en lo que dejaré atrás si algo me pasara. Intento tranquilizarme. Lo malo es que mi preocupación no se va. Está presente, como un bicho que me muerde. Estuve constipado, y una noche con calentura. Tomé una pastilla y me calmó, pero sentí fatiga y me dolía todo el cuerpo. Un día antes de que los síntomas iniciaran llamé al Ministerio de Salud y vinieron, en la calle me hicieron la prueba rápida, salí 138


negativo. Los vecinos murmuraron. Sin embargo, salí al día siguiente y quizá allí me contagié. He estado mal un par de semanas y decidí no ir a la calle. No se lo comenté a Flora, pero he separado mi ropa y cubiertos de mesa. Además le dije que dormiría en el sofá. Así no la expondría a ella. Sé que no debo comunicarme con mi esposa con tapujos, pero no quiero preocuparla, o no quiero que me rechace. La adoro y lo último que quisiera es hacerle algún daño, así sea una pequeñísima tribulación emocional. Mis reflexiones sobre la muerte se acrecientan. No obstante, mis malestares se han ido. Asumo tranquilo mi situación. Mañana temprano todo se sabrá. Me dice que se siente revitalizada y comprará pan. Me da un largo beso en los labios. Es seguro, han transcurrido cuarenta días desde mis síntomas. Sale. Me recuesto en nuestra cama. Finjo que duermo. No podré levantarme. Me acabo de bañar, no obstante, huelo mal; es natural. Ella se dio cuenta; me avergüenzo, siempre fui pulcro. Pronto vendrán por mi cuerpo, y seguiré haciéndome el dormido. Por dentro sabré, con serenidad, que Flora se ha renovado y podrá continuar sin mí.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

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Lee la PRIMERA

S

PARTE

venson se detuvo. Saldaña aprovechó la pausa para encender otro cigarro, cuyo humo acre y penetrante agredió las fosas nasales de su compañero. —Bueno —admitió este—, según parece, los estudios más recientes

vendrían a demostrar que los pelti no llenan los requisitos mínimos como para calificar entre las especies “racionales”, de acuerdo a los estándares de la Tierra... Pero no deja de ser una afirmación debatible. ¡En rigor, ninguna de las “pruebas” que ellos aducen para fundamentarla se puede considerar concluyente! Estos individuos no son animales, cualquiera puede verlo... El maraguayo interrumpió la succión de su cigarro para dedicarle al otro una sonrisa intencionada. —¿Está seguro? De cualquier modo, lo grave no sería eso. —No le entiendo. —Las ambigüedades del latinoamericano desconcertaban a Svenson. ¿Se estaría burlando de él?...— ¿A qué se refiere? —preguntó. —Hay una ley protectora de animales—replicó Saldaña—. ¡Incluso tenemos un Día del Animal!... ¿Pero en qué categoría encajan estos pelti? ¡Acuérdese de lo que pasó con los indios y los africanos! Svenson respingó. Con brusco movimiento se echó para atrás, ante la diversión de Saldaña. Había estado a punto de pisar a una menuda criatura, de aspecto impresionante, que huyó arrastrándose hacia el pantano aledaño. Brillaban varios focos luminosos a lo largo del camino, pero el exuberante follaje proyectaba sombras densas a sus pies. —No se asuste —lo tranquilizó el maraguayo—. ¡Los bichos de Gurla no muerden ni pican! Svenson; a su vez, se permitió un sarcasmo: —¡Pobres de ellos, entonces! Alguien tendría que advertirles de lo dañinos que somos los terrícolas. Hubo un matiz peculiar en la voz de Saldaña cuando preguntó: —¿Qué hace Afuera un tipo como usted? 141


Svenson bajó la vista, confuso de pronto. Levantó un hombro. —Supuse que aquí estaba mi “Oportunidad”... Como tantos otros. Nuevos horizontes, y todo eso... ¿Me explico? En ese instante, un ulular monstruoso hendió la noche. Svenson, sobresaltado, interrogó a Saldaña con los ojos, y el maraguayo soltó un bufido. —Uno que se quiere escapar —aclaró—. No es muy frecuente, pero... —¿Ya ocurrió otras veces? —Ajá. Un pelti de cada cincuenta, o cosa así, desarrolla cierto instinto rebelde e intenta huir. ¡Pobre diablo! Más le valdría tirarse directamente de cabeza al pantano... Svenson aferró el nervudo brazo del otro. —¿Lo van a...? —En toda regla: con bregos a manera de mastines, tipos armados hasta los dientes, pitidos y todo lo demás. ¡Kowle es cazador por naturaleza! —¿Cazador? Pero... ¡eso es criminal! ¡Aberrante! —Tiene bastantes cosas que aprender todavía, viejo... —Saldaña le palmeó el hombro—. Ahora discúlpeme: ¡me multan fuerte si llego atrasado a reunirme con el grupo! Y partió ágilmente. Tras ligera duda, el supervisor fue tras él, procurando emparejar el hábil trote del maraguayo, perito en sortear obstáculos y evitar traidoras depresiones del terreno. Lo que siguió fue dantesco. La sensibilidad de Svenson fue metódicamente sacudida, estrujada, reducida a despojos; él vomitó en espíritu. No se le ahorró el Gran Final... El pelti acosado, jadeante, medio muerto de fatiga y de terror, cedió al fin y se entregó patéticamente a la discreción de sus perseguidores. Improvisadas antorchas prestaban un clima dramático a la escena. Por un instante, Svenson llegó a pensar que los seudomastines iban a despedazar al pelti, incapaz de presentar resistencia; luego se dio cuenta de que los planes de Kowle eran otros. —¡Voy a escarmentarlos! —tronó su ronco vozarrón—. ¡Cuando vean lo que hago con este se acabarán de una vez por todos los intentos de fuga! Svenson advirtió de repente que los pelti, desde donde fuese que se hallaran, volvían las aovadas cabezas hacia el lugar del hecho. Tras extinguirse los ecos de la 142


voz de Kowle se produjo un pesado silencio. La fuerte luz de los focos caía sobre pelti y terrícolas, demarcando profundas sombras en los angulosos rostros de los hombres. Entonces, en imperceptible gradación de matices, un sonido inarticulado, aunque extrañamente musical, fue invadiendo la atmósfera... Era el coro de los esclavos, el lamento sin palabras, que surgía como el vapor del agua en ebullición, como el humo del papel encendido. ¿Lloraban sus almas? Svenson, incómodo dentro de sus ropas empapadas en sudor, carraspeó. ¿Almas? ¿En los pelti? ¿Quien, entre cuantos presenciaban aquel drama, aceptaría una noción así? —¡Llévenlo a la explanada! —ordenó Kowle. Dos de los esbirros se apoderaron del pelti. El apretón de aquellos rudos puños magullaba visiblemente la suave constitución del alienígena, pero a nadie le preocupaba. Sin duda todo formaba parte del castigo, se dijo Svenson, asqueado. Notó que Saldaña no participaba en forma activa, si bien se quedaba al flanco de Kowle, como sería tal vez su obligación. Se le antojó verlo un tanto molesto por la situación; pero eso no bastaba para que le perdonase su omisión en oponerse concretamente a la atrocidad que estaba llevándose a cabo. “La explanada” era la denominación hiperbólica que se le había otorgado a una amplia extensión de terreno, limpia de vegetación, lindera con el alojamiento de Kowle. Svenson conocía el lugar; y una especie de cruz de madera que allí se erguía, provista de ganchos de hierro en su viga horizontal, le había intrigado, si bien no tuvo ocasión de indagar su finalidad. Ahora conocería la respuesta. Palideció cuando no le quedaron dudas respecto a los designios de Kowle. Algo vibró en él, como una cuerda de reloj repentinamente rota; pero la agitación interior no alcanzó a comunicarse a los músculos, anulada por la potente onda de energía primitiva que emanaba de Kowle y sus secuaces. No tenía esperanzas de imponérseles; no en una coyuntura como la que atravesaban... Sus mandíbulas se apretaron con tal fuerza que pensó que iban a soldársele. Los primeros trallazos le dolieron como si se los aplicasen en su propia carne. 143


Rato después se sentía entumecido; ríos salobres le surcaban el rostro, resbalando por la barbilla y cuello abajo, filtrados de algún modo por entre los párpados fruncidos. Y el chasquido brutal y reiterado, una y otra y otra vez, sobre el fondo del lloro melódico de las voces alienígenas, que gemían por el ajusticiado... —¡Dios... mío! —barbotó. De las palmas le brotaba sangre ardiente, ahí donde las uñas se clavaran más profundo. Tarde o temprano tendría que dejar salir el aullido, pensó; no lograría contener el burbujeo de aquella angustia airada... —¡Bestia criminal! ¡Animal sanguinario! ...Pero fue tan solo un murmullo, alarido interior que rebotó mil veces en las circunvoluciones de su torturado espíritu, sin romper la costra para lanzarse fuera. Aflojó las mandíbulas. Los músculos de la cara le dolían; pero las lágrimas ya se habían secado. Tenía rota la camisa, que en algún momento aferraran sus dedos engarfiados; y toda su pálida carne estaba encrespada en minúsculas serranías de emoción. El “canto” de los pelti había cambiado. Se hacía más monótono..., y tan desamparado como el quejido de un lobezno perdido entre las nieves del Silencio Blanco... Svenson se mordió el labio inferior: las aguas se aquietaban. Consummatum. Kowle y su séquito penetraron en el alojamiento, y los pelti, asimilada la lección, retornaron a sus faenas. Aún tenían por delante varias horas de trabajo. El lugar se vació. Uno después del otro, los pies de Svenson se movieron, en sucesión de pasos infinitamente fatigados. Cuando estuvo junto al pelti martirizado, sintió que se le contraía el corazón. Pendía aún el alienígena de los ganchos a los que se le sujetara. La amarra le hendía los brazos en crueles cíngulos de padecimiento. Era igual que liar un cojín o una bolsa rellena de trapos: no existían durezas interiores que resistieran el estrujón. Debía haber perdido el sentido. Todo él colgaba, desmadejado y lacio; los miembros inferiores se doblaban en grotesco remedo de genuflexión. El aspecto de la espalda crispó a Svenson. No había sangre; tan solo hondas depresiones y amplias estrías abiertas a una sustancia más densa que la “piel” exterior. Pequeñas ramificaciones, blancas como hueso, reticulaban el espesor de la amarillenta materia interna: posiblemente los 144


torturados nervios del pelti, descubiertos, palpitantes... —¡Desgraciado! —sollozó Svenson—. ¡Hijo de...! Era inútil pretender hacer algo por aquella criatura. Svenson no sabía nada acerca de su constitución biológica ni de sus necesidades básicas... Permaneció largo rato sin moverse de allí, balanceándose sobre uno y otro pie. Del vecino alojamiento llegó una risotada alcohólica. Svenson enrojeció. ¡Los miserables celebraban! Aquello rebasó todos sus diques. Veía rojo cuando caminó hacia la rústica cabaña de Kowle. Dejaba profundas huellas en la greda, y el húmedo aire de Gurla circulaba con celeridad a través de sus narices. Apartó de un golpe la cortina de plástico que cerraba la entrada e irrumpió sin ceremonias. Kowle, tumbado en la hamaca que ocuparan horas antes, volvió los ojos hacia el intruso. Empinaba una cápsula etílica, ya en las postrimerías de su contenido; con un ademán casual la arrojó hacia un lado. —¿Qué hace por acá? —masculló—. ¿Se une a la fiesta? Svenson no contestó. Recorrió con la mirada el escenario de la orgía: había cápsulas y botellas diseminadas por doquier, viejos periódicos de la Tierra tirados por el piso, manchas de alcohol derramado y brillosos escupitajos. Los capataces, al parecer, se habían marchado. Con alguna dificultad, Kowle abandonó el coy. Fue hacia un reducido gabinete, junto a la puerta trasera, y exploró su interior. —Estos flojos no saben tomar —comentó roncamente, luego de hallar lo que buscaba—. ¡Prefieren divertirse con las pelti!... ¿Me acompaña usted? —y, acercándose, tendió a Svenson una verdadera botella de vidrio, sin duda reservada para una ocasión especial. Sorprendido ante su propio ademán de violencia, Svenson vio cómo el recién abierto envase salía volando por los aires y se estrellaba contra el muro en una explosión líquida y coruscante. Kowle lanzó una exclamación gutural. —¡Era mi mejor...! ¡Maldito imbécil! ¿Está loco, o qué? ¡Merecería...! —¿Cómo se atreve a emborracharse? —Las sienes de Svenson latían—. 145


¿Festeja sus crímenes?... ¡Esto no se queda así, Kowle! ¡No pienso permitirle que siga cometiendo barbaridades! ¿Me oyó? Kowle pestañeó. Tenía ambos ojos semicerrados; las inflamadas venillas dibujaban una red carmesí sobre las córneas amarillentas. La enormidad de aquello lo paralizó momentáneamente. —¡Va a responder ante la Compañía! —siguió Sven, desatado—. ¡Y no solo eso! ¡No voy a parar hasta no verlo entre rejas, miserable canalla cobarde! Durante unos segundos pareció que el gigante iba a lanzarse sobre el otro. Pero la tensión se licuó súbitamente. Kowle retrocedió algunos pasos. La mano derecha oprimía con fuerza el puño izquierdo, y cataratas de fuego oscuro saltaban hacia Svenson a través de las dos grietas de los ojos. —Desde que lo vi me cayó mal, Svenson. —¡El sentimiento es mutuo! —Svenson temblaba como una hoja al viento. —Su cara de caballo me repugna —continuó Kowle—. En la penumbra se parece a las de ellos, ¿sabe? ¡Parece un pelti, por lo paliducho! —Dentro de cincuenta terrahoras llega a buscarme el trasbordador. — Svenson ignoró las palabras del otro—. ¡Mi informe va a estar listo para entonces! —¿Eso es una amenaza, estúpido? —Lo único que hago es enterarlo de mis intenciones..., que son irrevocables, Kowle. —¡Ja! —y Kowle lanzó un ademán obsceno. —¡Se lo llevarán de vuelta para que responda por sus delitos, Kowle! —¡Ja! Svenson sentía que el mundo giraba en torno suyo. Era como si hubiese compartido la botella, después de todo... El retumbar de su pulso lo ensordecía; el rostro le quemaba y ya no percibía el convulso apretón de sus puños. ¡El malnacido tenía que pagar! De pronto hubo un revoloteo blanco frente a sus ojos. Con sobresalto, se echó hacia atrás, trastabillando. La grosera risa de Kowle, envuelta en efluvios rancios, lo sacudió. —¡Se acabaron sus idioteces! —El corpulento sujeto le restregaba un papel contra las narices—. ¡No puede hacerme nada! ¿Entiende? ¡Nada! 146


—¡Espere y verá cómo...! —¡Nada, condenado infeliz! ¡Gaste saliva, si quiere, total...! ¡Legalmente, estoy a salvo! ¡Estos son documentos oficiales! ¿Oyó bien? ¡Papeles del Gobierno! Svenson se puso rígido. Empequeñecido frente a la mole del otro, sintió que iba a perder. —Esas cosas de ahí afuera ni siquiera son racionales. —El poderoso índice de Kowle azotaba el papel, pegado a la cara de Svenson—. ¡Es oficial! ¡Eso me da libertad absoluta para manejarlos como me dé la gana! —Lanzó una cortante carcajada aguardentosa—. ¿Qué dice ahora, monstruófilo? ¡Sellado y firmado por la autoridad suprema! ¡Avalado por el Secretariado General! ¿Qué opina de eso, eh? Rugía un tornado en los ocultos túneles y pasadizos del Espacio Interior de Sven Svenson, supervisor... La retorcida espiral de frustraciones que albergaba en la médula se desenvolvió de golpe, en incontrolable impulso destructor. Las frágiles manos, de pronto convertidas en garfios inexorables, saltaron hacia la garganta de Kowle, donde hicieron presa... Miríadas de silenciosas explosiones de luz se sucedían en la oscura convexidad interna de los párpados de Sven, y un frío progresivo reemplazaba al ardor que antes lo invadiera. Sorprendido al principio, Kowle reaccionó de inmediato. Sus potentes músculos se hincharon, actuaron los tendones, y el menudo cuerpo de Svenson salió despedido. No hubo grito alguno. La nuca del supervisor dio contra uno de los postes del muro, y el manojo de anhelos insatisfechos, inhibiciones, sordos resentimientos y cólera impotente..., sus insondables motivaciones personales, se fundió en la Nada... Kowle quedó solo frente a un puñado de células inertes. —¿Qué diablos pasa...? Saldaña, que había hecho irrupción con un arma empuñada, se detuvo ante el cuerpo yacente. No demoró en captar la situación. —Me atacó —balbució Kowle, frotándose el robusto cuello, donde aparecían marcas moradas—. ¡Quería matarme! —¿Ese..., lo atacó a usted? —¡Estaría loco! ¡Qué sé yo! —Y lo tendió de un golpe, ¿eh? 147


—¡Me lo saqué de encima! ¿O lo iba a dejar que me ahorcara? Saldaña, tras fugaz examen, confirmó lo irreversible del hecho. Se volvió hacia Kowle. —Están por llegar a buscarlo. ¿Qué piensa decirles? —Escuche. —Kowle respiraba reciamente. Colocó una mano sudorosa en el hombro de Saldaña y habló en tono persuasivo—. Va a ser mejor que lo arreglemos ahora..., entre nosotros dos, digo. ¿No cree? —¿Arreglar... esto? —Podemos decir que se cayó..., o que un pelti fugitivo le… —¿Un pelti matando gente? —Sí, sí; ya sé que suena un poco forzado. ¡Pero siempre hay formas de arreglar las cosas!... ¡Oiga! Tengo bastante plata ahorrada, ¿sabe? Podría... Saldaña enfundó el arma. —En eso no entro, Kowle. —¡Vamos! —Kowle lo sacudió—. ¡No me va a salir con escrúpulos ahora! ¿A quién perjudicamos?... Mire, le juro que fue en defensa propia, y además un accidente... ¡Un accidente, sí! ¿Cómo iba a adivinar que...? Saldaña sacudió la cabeza. —No cuente conmigo. —¡Pero vamos, hombre!... ¿O es que le importa algo de ese santurrón enfermo? ¡Creo que me debe más a mí que a él! ¿O no lo salvé de morirse de hambre? ¿No le di trabajo cuando usted...? —Me importa un rábano cualquiera de los dos. ¡Pero no quiero líos con la justicia de la Tierra! Hoy en día no se les engaña así como así... A mí no me atrae la cárcel; no sé a usted. Kowle echó fuera el aire que mantuviera en los pulmones. Se relajó, y los poderosos músculos se distendieron. —¿Lo tengo en contra, entonces? —Ni en contra ni a favor —repuso Saldaña—. Ya le dije: me cuido yo. —Supongamos que lo obligo... —Me lleva cincuenta kilos de ventaja —admitió el maraguayo, sin perder la frialdad—, pero yo tengo el arma. 148


—¿Se animaría a balearme? —La voz de Kowle parecía el ronroneo de un tigre. —En último caso. Pero aun a mano limpia, no se confíe. Si la cosa va en serio, uso lo que venga, desde los pies hasta piedras y palos..., sobre todo si me las tengo que ver con un grandullón como usted. El alcohol, impregnando profundamente las venas y el sistema nervioso de Kowle, hacía su efecto. Además, el metal sin inflexiones de la voz de Saldaña lo acobardó. El cuerpo exánime seguía ahí, tendido... Vacilante, el coloso se cubrió la cara con las manos y ya no habló más. —Mejor así —manifestó Saldaña—. No soy partidario de la violencia inútil. Hacía frío en el cosmódromo de Ednacap, ex Washington D.C. Kowle se estremeció, enfundado en su abrigo de fibra autotérmica. La mole del trasbordador que lo trajera vibraba aún, tras el aterrizaje: un detonante amarillo recortado contra el cielo preñado de nubes tormentosas. ¡Qué bienvenida! Retornaba a su planeta natal, a la Madre, en la estación que más aborrecía. La carne se rebelaba a la dentellada del viento; una llovizna fina y persistente no hacía sino empeorar las cosas. Le habían puesto cuatro guardias, aunque todavía no podía considerársele prisionero, en el sentido jurídico del término... Se sintió desamparado. Ya veía como iba a ser la cosa. Enfrentar un jurado: doce caras blancas (ojiazules con toda probabilidad), decididas de antemano a condenarlo. No tendría oportunidad de escapar a su odio... Bien lo sabía. —¿Este es el investigado? La pregunta provino de un oficial del cosmódromo, que se había acercado para recibir al grupo. Era delgado y rubio, con nórdica barba de tonalidad broncínea. Sobre el azul del uniforme centelleaba una chapa de plata. —077984 A —dijo uno de los guardianes, al tiempo que tendía un legajo—. Lugar del hecho: masa continental de Gurla Centauri, sector Noreste. El oficial consultó el expediente. —¿Nombre? —Kowle, Haley. 149


—¿Coal, dijo? —Kansas-Oregon-Wyoming-Louisiana-Ednacap..., K-O-W-L-E. —Correcto. En nombre de la Suprema Corte de Justicia Terraespacial de los Estados Democráticos Norte Americanos, EDNA, sección Xenocontactos, me hago cargo de este hombre. Será llevado a juicio en su ciudad natal, Montgomery, Alabama, en fecha y hora a determinarse por audiencia preliminar. —Su prisionero. Kowle era un pelele. Vuelta atrás, pensó. De nuevo en la Madre, donde las cosas no cambiarían jamás... Aquí mandaban ellos, como siempre, se dijo. Igual que en tiempos de sus bisabuelos: los ensabanados, las cruces de fuego, los vapuleos impunes, los ahorcamientos... Conducido por el blondo oficial, seguía dócilmente sus pasos, los ojos clavados en el oscuro reflejo de su cara sobre la pista mojada. Vuelta atrás..., sin escapatoria. De haber resultado étnicamente posible, una mortal palidez se habría adueñado de su semblante.

CARLOS M.FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos María Federici La primera parte de este cuento fue publicada en el Nro. 54 de EL NARRATORIO, disponible en: http://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro-54.html

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