EL NARRATORIO ANTOLOGIA LITERARIA DIGITAL NRO 62 ABRIL 2021

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 6

NRO 62 — abril 2021 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE LA NOCHE INTRUSA MARINA GÓMEZ ALAIs 7 LA MUJER DE LA VOZ MÁS AGUDA Y EL PERRO QUE NO QUERÍA MORIR MARÍA FERNANDA SOLEr 11 CUADRILÁTERO, O NO ÁLVARO MORALEs 14 EL CRECIENTE OSCURO ANTONIO ARJONA HUELGAs 17 TRES PEQUEÑECES ADÁN ECHEVERRÍa 20 A UNA QUE PASA, ISRAEL ROJAs 23 SUELAS Y SUELOS JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOs 26 CAMBIO WHATSAPP POR CARTA EVIe 30 LA MÁSCARA J.R.SPINOZa 32 EL INTRUSO ERIC D. HAYM FIELITz 37 EL ANILLO NUNCA FUE DE ORO ANTONELLA CORALLO BAo 41 LA INVITADA INVISIBLE CARMEN TOMAs 47 CULPABLE MARTÍN ACEVEDo 53 LA HUIDA ANTONIO OTERo 57 EL FARO EN EL CABO DEL NORTE LILIANA C. FLORES VEGa 62 ASTAROTH ADRIANA RODRÍGUEz 68 ESCAPE ASTRAL YOLANDA Sa 71 UN MAL DÍA OSVALDO VILLALBa 78 LA MONTAÑA LIDIA J. LEZAMa 82 UN PASAJE SIN LÍMITES RONNIE CAMACHO BARRÓn 85 CAMBIO DE DUEÑO OSWALDO CASTRO ALFARo 89

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UNA SONRISA SUYA FUE MÁS QUE SUFICIENTE JOSÉ A. GARCÍa 92 VUELTAS EN TIEMPO Y ESPACIO AJEDSUS BALCÁZAR PADILLa 97 EMPLEADO NÚMERO DOS LUCAS MIGDAl 104 UN QUIZÁ DEFINITIVO CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 107 EL MATAPANES IÑAKI FERRERAs 112 CALLEJÓN CRISTIAN L. GONZÁLEz 117 UN BAR QUE BOSTEZA CARLOS THOMAs 121 FAROL VACÍO SIMÓN CHAPARRO ESCOBAr 124 IMAGINACIÓN INDUCIDA GIULIO GUZMÁN ARCe 127 TRIBUNAL MILITAR CARLOS M FEDERICI (PRIMERA PARTE) 133 suplemento trenes un sueño para daisy raúl ariel victoriano 146 la loba blanca dana belen baioni 149 juan viaja en trenes federico romairone 151

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uando caía la noche, la luz del farol solo cubría un tercio del parque. Como siempre me produjo escalofríos no saber dónde apoyo los pies, me acostumbré a transitar por la parte alumbrada. El resto del terreno y el lago profundo —decía en broma— se los dejaba liberado

a los seres que emergen de las sombras. Me divertía fantasear con un universo oculto, brotando más allá de mi zona luminosa. Imaginar su morfología, cuántos eran o cómo se reproducían mientras nadie los miraba. Tejía hipótesis, hundiendo en la negrura mis ojos ciegos, parada a la distancia, con un poco de respeto y, otro poco, de curiosidad malsana. Despacio, fui ganando confianza y avancé en la penumbra. Yo sé que me mostré imprudente y hubo señales de advertencia que ignoré. En esas caminatas nocturnas, solía resbalar en sustancias inciertas, me pinchaban espinas o me hacía cortes leves con hojas lanceoladas. Nada de eso me extrañó, salvo quebrarme el tobillo en ese pozo que nunca había estado allí ni, tampoco estuvo a la mañana siguiente. Entendí que mi intromisión los incomodaba, aquel fue el indicio concluyente. Me enojó su descaro. Me ofendió que, a pesar de que yo les permitiera sus bacanales en mi propiedad, ellos no me consideraran bienvenida. Decidí hacerles frente, pero desde mi habitual parsimonia, aunque, claro, ya fingida. Me creí corajuda por poner los brazos en jarra y erguir la espalda. Por mentirles placer al cubrirse mi cuerpo con las perlas frescas del rocío. Por apuntar sonriente a las estrellas, con los ojos cerrados, mientras perturbada, oía cómo el silencio ya no era quietud si no que estaba plagado de sonidos sibilantes y conversaciones en voz baja. Persistí en mi actuación, simulando un agrado inexistente, solo para desafiarlos y no mostrarme débil. El miedo se clavaba en mi espalda como un peine filoso con dientes de hielo, pero aun estremecida, sostenía firme mi semblante imperturbable. Quiénes eran esos intrusos, me preguntaba. Por qué no salían de su hueco negro para mostrar sus caras. De qué se escondían y qué querían de mí. Podía sentir la fuerza de sus miradas, acechando mi espacio personal desde su guarida. Yo tan indefensa, tan ingenuamente expuesta, dándoles la ventaja de moverme bajo el haz luminoso. Mi imaginación cambió de bando y empezó a trabajar para ellos. La traicionera se alió con el enemigo. Me jugaba malas pasadas engañándome con ilusiones ópticas.

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Alucinaba con caras monstruosas en la corteza de los árboles o duendes encorvados en la orilla del lago. Lentamente, socavaron la poca valentía que me mantenía en pie. Las madrugadas me sorprendían con los párpados tensos y los oídos atentos. Escuchaba bostezos, gruñidos ahogados, diminutos pasos sobre el pasto húmedo. Se desplazaban rápido, apenas captaba casi imperceptibles fulgores o un resplandor sutil que persistía por segundos. Las noches de plenilunio no ayudaban, al contrario. Revelaban formas inquietantes, a menudo, leves como criaturas de humo; en ocasiones, se asemejan a insectos fantásticos de textura viscosa que, como si tuvieran cuerpos de aceite, se escurrían entre las plantas y se mimetizaban, sin dificultad, con tallos o grama. La porción iluminada de parque se fue encogiendo. Hoy, apenas hay claridad hasta los rosales. Antes, alcanzaba a ver el cantero de Agapantos y las puntas de los Rododendros se mecían de mi lado, hasta que se los tragó el fondo oscuro. Ya no me atrevo a salir de la casa. Ya no descanso. Las últimas noches, observaron mi deambular de animal enjaulado y saben que la batalla está por ganarse. Cada vez, ocupo menos espacio. Impregnaron todo con un olor impreciso y salvaje. Esparcieron perfume a savia, almizcle y néctar por cada rincón del jardín, marcando territorio. Cuando sale el sol, siento que todo vuelve a ser mío. Los espacios me pertenecen y yo les pertenezco. Hasta hoy a la mañana, cuando percibí una presencia con energía corpórea. Me observaba agazapada desde un lugar cercano. El aire tenía tentáculos, pezuñas o dedos huesudos. Se hincaron en la curva de mi cuello. Me dejé peinar, preferí seguir pareciendo desprevenida. Con perversa dulzura, tiraban muy suave del pelo y, aunque me erizara la piel, lograron que sintiera el goce relajante de un masaje. Ahí estaban. Inmateriales, pero tangibles. Supe que no se irían nunca. Corrí hacia la casa. Atranqué la puerta y miré el parque por detrás del ventanal: los pude ver a contraluz, eran miles. Pronto entrarían. Ya no los detenía el sol.

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MARINA GÓMEZ ALAIS Argentina

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quel hostal era de mala muerte. Hecho para aquellos forasteros que, con unos cuantos quetzales, obtenían un espacio compartido para cocinarse, dormir, bañarse, tal vez, e irse. Yo di con ese lugar por casualidad. Recuerdo que tenía unas cuantas habitaciones; la mía era

de cuatro cuchetas y con colchones tan pobres que la espalda se aferraba a gritos a las maderas viejas de la cama. Una mañana me crucé con ella en el patio: era flaca y alta, de pelo negro azabache y con un rostro indígena. Se llamaba Merly y era la dueña del hostel. De apariencia extraña y bastante desquiciada, había transformado el lugar en un refugio de animales errantes, gatos y perros de todo tipo. Pero algo en ella la hacía única. Su voz, la más aguda del mundo, y como si eso no importara andaba siempre a los gritos. Cuando tocaba el día de paga se lucía de una punta a la otra: Jimena, tienes que renovar tu estancia, me decía. Creo que la odiaba. Ese loquero de camas flacas, animales sarnosos, se volvió mi hogar. Y tenía su encanto. Claro que lo tenía. En el fondo se escondía un patio pequeño abrazado por árboles gigantes, que lo volvía especial, mágico. En un columpio olvidado pasé largas horas y sin darme cuenta, meses también. La vida se volvió costumbre. De pronto los gritos dejaron de impresionarme y los animales se oconvirtieron en compañía. Hasta que una tarde lo vi. Era enorme. Chispita, se llamaba. Y era el preferido de Merly. Algunos en el hostal decían que lo había rescatado y otros que lo había robado. El fin era el mismo: sacarlo de la miseria que le regalaba su antiguo amo. Y si la mujer resultaba rara, más extraño era el perro. Cada mañana antes de irme a trabajar solía verla alzarlo como un bebé para que hiciera pis. A veces le levantaba la pata, pero el perro igual se mojaba. Una tarde me acerqué y parecía que Chispita estaba por morir. De aspecto canoso, con la cadera vencida y casi ciego. Se veía muy mal. Merly deberías poner la energía en otro, dejarlo ir, me atreví. Sin mirarme respondió que todavía tenía vida. Chispita mojó sus patas en silencio. Y así, todos los días se iba a morir y todas las noches revivía, vital, corría por los pasillos y movía la cola a los errantes. Las estaciones pasaron y la historia era la misma, viajantes pasajeros, animales nuevos, Chispita al borde de la muerte en la mañana y fresco por las noches, pero

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algo había cambiado. Merly no era la misma. Lucía una vejez precoz que atribuí al estrés de manejar el hostal, salvar animales y ayudar al perro gigante. No le di importancia. El invierno llegó junto con el caminar lento de la anciana que con sus pelos largos y grises andaba a los gritos por los pasillos. La voz se le agudizó tanto que tuvo que reemplazar vidrios por plástico, porque era impensable hablar más bajo. Hasta que una mañana de primavera decidí partir. Merly no gritó el reclamo de su paga. De mala gana salí en su búsqueda. Entonces fui al patio, al árbol que esperaba en vano el riego del perro enorme. Y los vi. La anciana yacía en el suelo bajo el abrigo del árbol gigante y Chispita, con el pelaje negro azabache, levantó la pata, y luego corrió radiante en círculos.

MARÍA FERNANDA SOLER

Argentina

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ugo. Soy yo, Sandra. Te escribo por acá. No me llames. Creo que mi marido sospecha de lo nuestro. —Sandra, ¿cómo andás? ¿Lo nuestro? ¿De qué estás hablando?

—De lo nuestro, ya sabés. —No, no sé nada. Nos conocemos del laburo. No sé de qué me estás

hablando. —¿No? —¿Qué estás diciendo? —Mi marido ya sabe. —¿Qué sabe? —¿Decís que no pasó nada entre nosotros? —¿Y vos decís que sí? —Mirá, te confieso. Soy el marido de Sandra. Sospecho que me engaña. Te tantee a ver qué decías. —¿Ernesto? —Sí, Ernesto. —Y vos decís que te parece que tengo algo con tu mujer. —Ya te dije, te tantee. Disculpá. Estoy seguro que me está cagando. Compruebo sus contactos. —¿Y por qué pensaste que tenía algo conmigo? —¿Lo tiene? —Mirá, yo también te confieso. Soy Irma. Le agarré el celular a mi marido. Se está bañando. —Irma, mi amor. —¿Sos vos, Ernesto? Te extraño. —¿Qué queres decir? —¿Cómo qué quiero decir? —¿Me extrañas? —¿Sandra, sos vos? —Obvio que soy yo. —Yo soy Hugo.

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—Sí, ahora ya puedo estar segura. ¿Cuándo nos vemos? —¿Cómo que cuándo nos vemos? —¿Ernesto? —¿Irma?

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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vanza hacia mí, con sus carnes colapsando a cada momento, con una mancha como el carbón extendiéndose de su pecho hacia el resto de su cuerpo. Retrocedo, pero mis piernas tiemblan, no se mueven; tan solo imaginé que me movía. No puedo escapar. Le oigo

babear, gruñir con cada paso. Es irreconocible, apenas una masa. Siento la presión de su cuerpo cada vez más cerca, mientras un escalofrío me invade. Quiero que mi organismo reaccione, pero la oscuridad me jala. Entonces se derrumba. Su cadáver cae al piso, entonces puedo moverme. Corro, pues del difunto brota un humo del mismo color que la infección que lo invadía, y suelta un polvo constituido por lo que antes fue su cuerpo. No puedo detenerme, la nube se extiende. Las paredes y el piso quedan impregnadas por el organismo. Veo a otras personas en la calle. No es una opción pedirles ayuda, están tosiendo. Caen al suelo, es cuando noto que la tolvanera negra a mis espaldas no es la única. Todos ellos se están muriendo, y no puedo ayudarlos. No puedo salvar a nadie. ¿De dónde viene esto? Los muertos vuelven a levantarse, su piel se cae, sus músculos se tensan y se rompen, están gruñendo y de sus bocas surge un aliento fúngico y fatal. Resisten el tiempo suficiente para buscar extenderse, aún si sus cuerpos se están quebrando. Han perdido sus mentes, sus recuerdos, toda forma de consciencia. No buscan comer ni beber, son pústulas andantes para llevar la infección a nuevos horizontes. Quiero llorar, mi cuerpo no me deja. No es momento para detenerme. Estoy sudando, casi no puedo respirar. En un momento de claridad, tapo nariz y boca con mi sudadera. Debe ser suficiente, espero. La imagen de la cosa vuelve a mi mente, con el aspecto de la masa negra: sé que cada portador liberará otra carga al viento. Debo ir a casa, protegerla, advertir a los demás… No… una humareda se extiende a lo lejos. Escucho a la gente gritar y llorar en las calles, así como al interior de sus casas, puesto que las esporas entran por las más ínfimas aberturas. Escucho a un bebé llorando, sus padres tosen, gritan, gimen al tiempo que la piel se les cae a tiras. Los dejo atrás, moriré si trato de ayudarles. Si consigo llegar a mi hogar, tal vez pueda advertir a mi familia, e informarme de qué está pasando. ¿Quién o qué causó esto? Cada vez hay más nubes, se pueden ver a la distancia. Poco a poco la ciudad se

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llena de ellas. Si esa especie de hongo sobrevive en las superficies, pronto todo se volverá un potencial peligro. Deberé cerrar mis ventanas, tapar los huecos con trapos húmedos, y esperar ayuda. Si no, deberé huir aquí. No lo haré solo, rescataré a cuantos pueda. Podré ser un héroe, si sobrevivo. ¡No! Sobreviviré, me niego a morir de un modo tan horrible. Corro sin parar, sin pensar en nada más que mi objetivo. Me duele la cabeza. Me veo acorralado en diversas ocasiones, ya sea por las polvaredas o los infectados. No soy el único que huye, aunque no consigo establecer contacto con nadie. Cada vez es más difícil poder seguir. Al fin, tras mucho esfuerzo, logro llegar a mi casa. Justo a tiempo para ver una densa niebla infecciosa avanzando por las calles. Abro la puerta, la cierro tras de mí. Corro al teléfono, a su vez que comienzo a tapar cada apertura. Llamo a mis padres, sin detenerme. Hay una transmisión de emergencia en la televisión, pero la imagen está muerta. Un zumbido tras otro, sin parar: no hay nadie al otro lado de la línea. Intento llamar otra vez, pero me detengo tras empezar a toser. Me veo al espejo… hay una mancha negra creciendo por mi cara.

ANTONIO ARJONA HUELGAS

México

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DEJARLO TODO ATRÁS

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oy apareció una calumnia, se quedó parada sobre mi hombro y me daba picotazos en la oreja, así... despacito; con algo de dolor un poco ajeno quería espantarla pues era molesta y no me dejaba concentrarme y escupir mi ennegrecida rabia sobre la hoja blanca.

Entonces otra calumnia, esta vez un poco roja, comenzó a tirarme de los bajos del pantalón, me enterraba sus quelas en los tobillos, y uno tiene que rascarse. Recién me inclinaba hacia mis pantorrillas cuando la calumnia del hombro brincó hacia el teclado; al querer manotear para hacerla huir vi que varias calumnias, coloridas, caían sobre el escritorio. Alcé la vista y ahí estaban, colgadas como murciélagos, escurrían como estalactitas, provenían de las grietas de la techumbre, y se alargaban hasta de pronto soltarse como lodosas gotas para ir cubriendo el escritorio. Las del suelo eran las peores, porque las calumnias rastreras pican bastante duro, y son algo ponzoñosas, en poco tiempo causan ceguera. Tuve que moverme hacia la puerta, salir y abandonarlo todo. Años de trabajo escrito, ahí en esa covacha se quedaron inundados por calumnias. VENTANAS El hombre fue a mi casa. Yo estaba bajo la chorreante regadera con mi novia. Y ¡traz!, sonaron los cristales de la ventana de la sala al romperse. Salí corriendo del baño, salí de ella, para ver qué pasaba. Y el tipo blandía un bate. Mi novia pegaba de gritos. El tipo retrocedió. “¡Qué está pasando!” “¡Espérate, no salgas!” “¡Llamaré a la policía!” El tipo me insultaba y golpeaba con el bate la puerta. Al verla coger el auricular, el tipo se salió de la terraza. Ella y yo estábamos desnudos. Me puse una toalla para alcanzarlo en la calle. El tipo se alteró más, pero no avanzó hacia mí. Los vecinos ya estaban afuera. Empezó a gritar: “¡Tú, acá estás muy tranquilo, mírenlo, es el que se acuesta con las esposas de otros!” Mi novia escuchó. El tipo cogió su carro y se marchó sin dejar de insultarme. Volví a entrar a

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casa. Ella se metió el vestido en un solo movimiento. Se puso las zapatillas y se salió, empujándome. Quise detenerla, pero giró hacia mí y me dio una bofetada. La policía paraba su unidad en ese momento. Ella abordó su automóvil y se marchó. Los policías me esperaban a la puerta de mi hogar. ¿Todo bien? Los vecinos llamaron. ¿Atacaron su casa? Sí, pero ya pasó. Si necesita algo, como poner una denuncia… Gracias. La voz del tipo rebotaba en las paredes y me dolía en la mejilla: ¡El que se acuesta con las esposas de otros! Miré a los vecinos parados en la calle, mirando el espectáculo. Yo apenas me había metido en un pans para intentar retenerla. Fue cuando me di cuenta que varias mujeres del vecindario me observaban atentas desde las ventanas. Alcancé a sonreírles. DECISIONES CRÍTICAS —Maestro, ¿qué hace? Le he visto por varias horas parado junto a su librero, ensimismado. —Trato de saber qué poeta se enojará más si lo leo y luego hago la crítica de su libro o de su antología y la publico en los periódicos. —¿Y le da miedo que se enojen? —No. Al contrario. Estoy tratando de escoger qué poeta se enojará más, para leerlo a él. Pero es difícil decidir por cuál se enojará más. ¡Todos se enojan!

adán echeverría

México

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N

o pensaste pisar esta parte propuesta por un profundo dormir, pero te detienes a observarla. Tú eres apenas la piel descamada de un tiempo nuevo, una aventura en tierras ignotas a pesar de tus años. Pero ella está ahí, idéntica y al mismo tiempo tan distinta,

tan otra, que fue solo hasta que entornaste tu mirada animal que la reconociste. Sencilla y soberbia, impenetrable, luciferina, angelical, añeja, hermosa y siempre, a pesar del brillo de sus ojos, mortalmente peligrosa, estaba ahí, ella, Canirove de Damirán, la mujer que creías olvidada en el cofre que solo abres para ofrendar a uno más de tus muertos. El tiempo, piensas, es una trampa que se revela para los de tus raza, cuando después de inexorables olvidos reaparece, nos asalta, el recuerdo porque dentro de ellos se desarrolla otro tiempo ralentizado, nostálgico, punzante y múltiple como rayos entrecruzados en un mismo momento. Fue imposible, entre la multitud, no recordar a Canirove de Damirán la noche que la conociste en el baile de máscaras ofrecido por Napoleón Bonaparte después de una victoria apabullante sobre los prusianos en la tierra de Eylau, batalla que en verdad había sido una verdadera carnicería y que tú contemplaste con auténtica devoción. Estabas ahí, en el palacio, fingiendo beber y comer, bailando, cuando en un salón dorado donde se llevaba a cabo una orgía, encontraste la mirada bífida de Canirove atenazar el cuello de una núbil negro de ojos avellanados. Te quedaste admirado de su elegancia, su erotismo, el fino gesto de los colmillos al acariciar los nervios del cuello antes de deslizar los colmillos carne adentro. Sin duda ella sabía que la observabas, por eso hacía gala de sus suaves armas preparadas para el arte de matar con placer. Tu fingiste no notarla, pero era tarde, habías caído en un viejo hechizo consolidado por las sacerdotisas de Lilith. Largas fueron las noches de aprendizaje, brillantes y oscuras las lunas compartidas. Ella te llevó a Grecia donde compartieron con un clan de viejos lobos que enloquecen con la luz mortecina de las lunas rojas. Tú la llevaste a la Rusia que estaba cocinando ideas que después legaron grandes revoluciones, compartiste con ella los rituales convulsos de ciertas religiones africanas, ella te compartió el sereno

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silencio de los cementerios, el amor por viejas lenguas. Más aún, fue ella quien te enseñó a morder las muñecas del alimento sin que entre el coito se dieran cuenta, era ella un auténtico depredador y tú estabas, después de siglos enteros, enamorado. ¿Tu recuerdo más feliz? Esos años locos de la segunda guerra mundial donde te divertías con ella por toda europa entre trincheras, pueblos asolados, campos de concentración y bosques bombardeados bajo un cielo en llamas. Se separaron a mediados de la década de los 60's. Ella te decía que sus intereses habían cambiado. Tu querías ir a Egipto a buscar un antiguo libro sobre los viejos dioses de arena, después instalarte en Jerusalem y engordar alimentándote de la regenerada raza judía; ella, por otra parte, estaba contagiada del nuevo espíritu del siglo, quería vestir, reír, rebelarse, participar como los demás en la danza continua de la modernidad. Tú crees, en el fondo, que ella se enamora irremediablemente de cada tiempo histórico que ha vivido porque en el fondo ama profundamente la vida. La psicodelia, el peace and love era entre los jóvenes de la nueva era, cuando tú y ella se despidieron en una calle caliente de Massachussets. Cada instante, a pesar de verlo todo en cuatro siglos de no vida, tiene su inasequible sorpresa, siempre hay algo maravilloso en las bromas que nos teje el destino. Por ello es que te parece totalmente irreal volverla a ver entre la multitud de gente en uno de los andenes del vulgar Metro de la Ciudad de México. Hermosa, soberbia, al mismo tiempo felina, angelical, demoníaca, Canirove Damirán a la que dejaste pasar como a una desconocida al estilo de Charles Baudelaire mientras apretaste tristemente los colmillos.

ISRAEL ROJAS

México

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El calzado es la forma más rara de vida que quepa imaginar. No mires debajo de la cama Juan José Millás

a no estoy solo. Ahora tengo, aunque las he tenido desde hace años sin saberlo, inéditas mascotas. Dos, para ser precisos: una por cada pie. Son un par de zapatos negros, ajado material sintético con muchos kilómetros en sus suelas. Sí, digo bien: un par de zapatos. Y

no estoy loco. Al menos, no más que la mayoría. Son unos zapatos corrientes comprados en una tienda corriente a un precio corriente. Pura mediocridad. En apariencia: que yo sepa, no existe en el mundo ningún complemento iluminado con la chispa de la vida. Debo decir que nunca los he visto corretear como si los calzara el mismísimo hombre invisible. Ni siquiera los he visto moverse un poquito. Ante mis ojos, su comportamiento es el propio de cualquier par de zapatos. O sea, ninguno. Pero se desplazan por sí mismos. Y, como si fueran perros o palomas mensajeras, en una dirección determinada: la mía. Advertí el inaudito fenómeno la semana pasada, a la vuelta del gimnasio. Tras la ducha, decidí regresar cómodo y vestí para ello el chándal y las deportivas. Ya en casa, confirmé una recurrente sensación de olvido: «¡Los zapatos! Mañana los recojo», supuse. Nadie iba a llevárselos. Como mucho, la señora de la limpieza podía ponerlos en otro sitio. O tirarlos. Esa misma noche, de madrugada, salía del baño para volver al dormitorio cuando oí un par de repentinos golpes en la puerta principal, al fondo del pasillo. Dubitativo, permanecí inmóvil, a la escucha. Tras una breve pausa, otros dos golpes. ¿Quién sería a aquellas horas? ¿Y por qué no usaba el timbre para llamar? Me quité las pantuflas para eludir el menor ruido y avancé de puntillas hasta el recibidor. Allí, sin rozar siquiera la puerta, me asomé por la mirilla. Al otro lado, oscuridad: la luz del descansillo estaba apagada. De nuevo, explorando aún la negrura, sendos impactos en la madera. Abajo, muy abajo. Literalmente, a la altura de mis pies. Ahogué una exclamación de sorpresa, de miedo. ¡¿Quién está ahí?! ¡¿Qué quiere?! solté intentando aparentar firmeza—. ¡Márchese o llamo a la policía!

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No hubo respuesta. Pero sí apareció el vecino, feliz casualidad, para meterse en su casa, «¡Vaya horas!», frente a mí, completamente ajeno a otras posibles presencias. «¡Pues no hay nadie!». Y, en efecto: sobre el felpudo no esperaba nadie. Pero, para mi perplejidad, sí esperaba un par de zapatos negros, ajado material sintético con muchos kilómetros en sus suelas. «¡¡Son… son los míos!!», reconocí enseguida. Los metí rápidamente en casa, con la misma vergüenza que siente un padre escondiendo a su hijo borracho. ¿Por qué estaban allí? ¿Quién se había molestado, a aquellas horas, además, en traerme un par de zapatos viejos? Los miré fijamente, como esperando recibir contestación por su parte. «Han venido ellos solos», pensé sorprendiéndome a mí mismo, consciente del teórico disparate. Por alguna razón que ni yo mismo sabría explicar, semejante idea no me pareció tan descabellada como a priori, con el sentido común en la mano, cabría suponer. Desconociendo si podían resultar peligrosos, encerré los zapatos en la lavadora. Al día siguiente, amanecí sintiéndome incapaz de ponérmelos: habría sido calzar sendos animales vivos. Cuando menos, repugnante. Sentado en la cama, busqué las pantuflas con los pies sin encontrarlas. Miré debajo de la cama también sin éxito. «Pues deberían…». Suspicaz, corrí a la cocina: el ojo de buey de la lavadora estaba abierto y el tambor, vacío. Cogí un cuchillo y empecé a recorrer las habitaciones. Terminé la búsqueda en el segundo dormitorio, también bajo el lecho: ¡Mis zapatos aguardaban perfectamente alineados el uno junto al otro, como si yo mismo los hubiese puesto allí y, a sus pies, hechas jirones, yacían mis pobres pantuflas! ¡Asesinos! Ya no podía fiarme de ellos. Si habían liquidado a sus semejantes, a saber si no serían capaces también de… Los amordacé con cinta americana, el uno contra el otro, antes de tirarlos en el suelo de mi coche. Fui a comprarme sendos pares de pantuflas y zapatos.

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Vistos sus recursos e intenciones, arrojar a los pantuflicidas en el contenedor situado ante mi edificio me pareció una medida insuficiente. Eran capaces, escurridizos houdinis, de zafarse y subir de nuevo a casa. Conocían el camino tan bien como yo. Así, quise ponérselo realmente difícil y aproveché un desplazamiento laboral de más de cuarenta kilómetros para arrojarlos por la ventanilla del coche en pleno trayecto: los despeñé sin contemplaciones. Yo nunca había pateado por allí y era imposible, en el peor de los casos, que pudieran encontrar el camino de vuelta. «¡Hasta nunca, monstruos!». Poco después, aún en la carretera, intenté separar el pie del acelerador y… no pude. «¡¿Qué…?!». Los cordones de mis flamantes suelas, material sintético exacto al anterior, se habían enganchado al pedal. «¡¡Y no… no se sueltan!!». Así, no sé cómo, pude esquivar cuatro coches, un camión y dos autobuses antes de salir indemne de un cruce, «¡¡Uf!!», y negociar demasiado rápido una curva de la que fui inmediatamente expulsado. Como suele decirse, volví a nacer: aunque di muchos tumbos, abrazado quizá por el angelito de la guarda que debo tener, apenas sufrí algunos cortes y cardenales. Otros se matan tropezando, «¡Malditas, malditas suelas!», con un bordillo. Pasé un día en el hospital y, tras un rosario de exámenes preventivos, el mejor de los diagnósticos: «Puede marcharse». Abrí la taquilla de la habitación dispuesto a recuperar mis pertenencias y, en el suelo, no encontré uno, sino dos pares de zapatos. Viejo uno y nuevo el otro. Del primero, además, colgaban trozos de cinta americana a medio pegar. Las cuatro suelas habían sido intercambiadas, la vieja derecha con la nueva izquierda y viceversa, familiar conjunto y, habría jurado sobre la Biblia, que todas aguardaban a alguien. Que todas me aguardaban.

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS

España

Blog: www.la-estanteria-3.webnode.es

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os martes voy a buscar el correo a casa de mis padres. Hace poco que ingresaron en la residencia y aún llegan cartas, la mayoría del banco. Hoy un sobre diferente llama mi atención, es blanco, sin ningún logo comercial, a mi nombre. Hace más de treinta años que no

vivo aquí, así que miro el remite extrañada, es de Mauro, de Teguise. Automáticamente, aunque el portal huele a paella, inspiro el olor del mar. Clavada frente al buzón, recuerdo el verano que pasamos en Lanzarote. Yo viajaba con mi mejor amiga, con la que discutí nada más poner un pie en la isla, y Mauro, el guía local que habíamos contratado, fue mi paño de lágrimas. Con él viví la relación más intensa que he tenido, fue el amor de mi vida. Nunca lamentaré lo bastante no haber querido mantener una relación a distancia. Mi teléfono vibra con un WhatsApp de mi marido. Miro alternativamente una mano y la otra, un sobre manuscrito, un texto en una pantalla. Siento una nostalgia punzante por las cálidas cartas, sustituidas por mensajes en un aparato, por los amores de verano perdidos en el tiempo. Me pregunto si aún estaré a tiempo de recuperar el pasado, rasgo el sobre para averiguarlo.

EVIE

España Página WEB: http://evie.es/ Instagram: https://www.instagram.com/soy_evie/

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e todas sus películas esa es mi favorita. Crecí viéndolo en pantalla, con sus gestos divertidos y la capacidad de hacer reír usando su voz. Creí que conocería al hombre de las mil caras, pero quien estaba frente a mí era un cadáver. Un hombre flaco y ojeroso, con

la mirada perdida y barba descuidada. Usaba una gorra color verde alga y una chamarra negra. No me saludó, solo se sentó frente a mí. —¡Pídeme una malteada! Yo obedecí y me incluí un café y dos órdenes de waffles. Él volteó la cara cuando la mesera llegó, en un claro intento de no ser reconocido. —Voy a encender la grabadora —le avisé, presionando el botón de grabar. Jim asintió. Me miró por un instante y devolvió sus ojos a la mesa. —¿Por dónde quieres que empiece? —Por donde quieras. —Bien, nací un miércoles en… —No…am… señor…Jim…podríamos ir un poco más adelante. —Ya lo sé, solo te estoy jodiendo —dijo, mirándome con calidez mientras esbozaba una fugaz sonrisa. El comediante estaba ahí— Siempre presentí que había algo podrido en la industria, ¿sabes? A inicios de 2007 me ofrecieron un papel en ICarly. Lo rechacé. —¿Por qué? —Creo que has escuchado los rumores del Sucio Dan. Yo me di cuenta de lo que hacía, lo descubrí en una de esas fiestas que solía dar en su casa con el elenco. Digamos que me salí de control, lo golpeé en el rostro. Y me sacaron de ahí. El abogado de Nickelodeon me demandó por cien mil verdes, los cuales cambié por mi silencio y la terminación del contrato. En ese momento debí hacer más ruido, cuando aún tenía poder. Después de eso me tenían en la mira. Poco a poco me dieron menos papeles, los que me llegaban a ofrecer eran mediocres al punto de lo absurdo, ¿recuerdas Los Pingüinos de papá? Recordaba lo suficiente de la película para saber que era mala. Asentí con la cabeza y Jim siguió con su relato. —El tiempo libre que me dejó la falta de trabajo lo invertí en averiguar más sobre la red de trata que se traían. No es solo con niños, ¿sabes? Aunque no defiendo

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a los adultos, cada quien es libre de venderse si lo desea. Hollywood está metido hasta el cuello en toda clase de asuntos turbios. ¿Sabías que hay millonarios que pagan por ver personas mutiladas? Les causa alguna clase de placer enfermizo. Estuve haciendo una lista de personas relacionadas, yo no quería tener nada que ver con eso, así que me propuse evitar trabajar con ellas. —¿Qué hay de Cathriona? —pregunté. A él se le descompuso la cara apenas mencioné el nombre. Hubo silencio. Unos minutos. Llegué a pensar que la entrevista terminaría ahí, hasta que dijo con una voz descompuesta: —La co… conocí en el rodaje de Kick Ass 2. Más silencio. La mirada perdida en su malteada. —¿Era tu maquillista? —Sí. Ella había cumplido 27, yo ya tenía 50. He salido con mujeres jóvenes, pero en aquellas ocasiones era cosa de una noche, les gustaba mi fama o mi dinero. Cat era diferente. Al principio me rechazó. Cuando la invité a salir me dijo que no, y que esperaba que fuese la última vez que lo intentara. —¿No fue la última vez? —Sí y no. Estaba dispuesto a jugarme una demanda de acoso laboral en mi segundo intento, después de todo, en el corazón no se manda. Así que me quedé hasta tarde, para sorprenderla con algunas flores. Investigué, le gustaban las gladiolas. Usualmente ella era la última en salir. Esperé en mi coche. Cuando se dio la hora de salida vi como unos sujetos encapuchados cargaban a una persona hasta depositarla en la cajuela de un automóvil. —¿Era ella? —Jim dio un sorbo a su malteada y asintió —¿cómo lo supiste? —Solo lo supe. Ellos cerraron la cajuela y volvieron adentro, quizá olvidaron algo, quizá fue Dios, el destino o como quieras llamarle. Pero tuve una oportunidad. Bajé de mi vehículo y abrí la cajuela. —¿No estaba cerrada? —Debería haberlo estado. Solo después pensé en lo extraño que era que no lo estuviera. Podría decirse que fue un segundo milagro. Ella no se movía. La cargué hasta mi coche y conduje a mi casa. Cuando despertó le comenté lo sucedido. Ella por su parte me contó como la mujer de la limpieza le había inyectado algo en el hombro.

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—¿Llamaron a la policía? —Sí. Pero los milagros no ocurren tres veces. Los oficiales fueron, investigaron, la señora de la limpieza desapareció, como si se la hubiese tragado la tierra y yo no pude reconocer a ninguno de los encapuchados. Seis días después Cat encontró una nota en la puerta de su casa. —¿Qué decía? —Vivirás por ahora. —¿Y usted?, ¿ha recibido alguna nota? —Sí. El día de la muerte de Cat. —Después de su suicidio. —Llámalo como quieras. —¿Cuándo ocurrió? —Cat y yo tuvimos una relación. Era inteligente, hermosa y con un gran sentido del humor. Aunque por las noches solían despertarla las pesadillas. —Tenía terrores nocturnos. —Gritaba como si la estuviesen matando. Se obsesionó con la secta de Hollywood. Descubrió mi lista de directores y la expandió. La pared de su cuarto estaba llena de recortes de periódicos, teorías y posibles implicados. Le pedí que lo dejara. Más de una vez. Ella se negó. Así que la terminé. Pensé que me buscaría, ¿sabes?, pensé que el amor sería más fuerte. Pero subestimé el poder del miedo. —¿Qué pasó en el show de Jimmy Kimmel? —Yo estaba molesto, por cómo habían afectado a Cat, así que planeé revelar información en el show, de manera que pareciera broma, pero golpeándolos en repetidas ocasiones. —Vi el programa. Todo eso de los Iluminati… —Parte de la broma. Las bromas a medias son más efectivas que las verdades categóricas. Pareció funcionar. Mucha gente ha denunciado los vicios de Hollywood desde entonces. Pero he pagado un alto precio. Otro silencio. —¿Qué decía la nota?

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—La encontré esa misma noche al llegar a mi casa. “Excelente show”. —¿Era todo? —Era una amenaza. No salí en días. Creí que la amenaza era para mí. Hasta que supe lo de Cathriona. —Ella…te dejó una carta. —¡Pura maldita basura! He pasado ya tres días sin creerme que no estés aquí. Realmente no sé nada sobre entierros y esa clase de cosas. Tú eres mi familia, así que cualquier decisión que tomes será acertada para mí. Perdóname. Sencillamente no soy para este mundo. Había memorizado la carta. La recitó con una de sus voces fingidas. —Tenía más de un mes que rompimos. Pero no lo hizo público hasta tres días antes del suicidio. —La asesinaron… —Ahora ya sabes la verdad. Pero nadie va a creerte. Es parte de su juego. Dejar que estas teorías se esparzan sin desmentirlas ni aceptarlas. Le llaman disidencia controlada. Jim tomó un waffle con una servilleta. Con la otra mano apagó la grabadora. Se puso de pie y comenzó a caminar hacia la salida. —¿Y cómo logras vivir con esto? —le pregunté justo cuando llegó a la puerta. —Uso una máscara —dijo sin voltear.

J.R.SPINOZA

México

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l tercer golpe con el martillo, el candado cedió y la puerta del sótano se abrió. La escalera de madera descendía y se perdía en una oscuridad mayor que la de la casa. El olor a encierro, a aire estancado y a humedad surgió desde lo profundo, envolviendo al

intruso con un desagradable aroma a rancio. Hacía casi tres horas que Ramiro R., siguiendo el impulso de su curiosidad sin límites, había ingresado a esa casa forzando la única puerta que no estaba del todo tapiada. Había llegado temprano, un domingo gris y lluvioso, sin gente curiosa merodeando por la avenida. Lejos de las casas vecinas, la que estaba numerada con el 1737 se levantaba como un animal de otros tiempos al final de un jardín descuidado, con el pasto crecido y la hojarasca cubriéndolo todo. Puertas y ventanas habían desaparecido. En su lugar había paredes, como si éstas hubieran crecido para tapar todas las aberturas. Desde la vereda, donde Ramiro estacionó su auto, la casa parecía estar cerrada hasta por capricho, como si el dueño hubiera decidido que ni un rayo de sol o vestigio de la claridad del día pudiera colarse a su interior. Al entrar, iluminado por una potente linterna y con un morral con herramientas colgando de su hombro derecho, la sensación de soledad y abandono se hizo más viva que nunca. Cerró la puerta a su espalda y avanzó por la cocina cubierta de polvo. Nunca había sentido miedo o espanto en su vida. Los lugares oscuros y lúgubres eran, para él, la mayor fuente de diversión. Internarse en casas abandonadas, llenas de vestigios de otras vidas, era una inyección de adrenalina que no podía evitar. Sin embargo, no bien puso un pie dentro de esa casa, supo que algo distinto moraba en ella. No había marcas en las paredes o en el piso, ni siquiera la huella de alguna rata. La sala principal también estaba vacía, un inmenso lugar sin muebles ni recuerdos de que en algún tiempo alguien hubiera estado ahí. A la luz de su linterna, las sombras parecían tener vida propia. Ramiro estudió con detenimiento los lugares donde debían estar las puertas y ventanas. Los marcos de madera habían desaparecido y solo una línea casi invisible en la pared dejaba adivinar que ahí, en otro tiempo, hubo una ventana. Salvo eso, la pared seguía su curso como si jamás ahí hubiera habido algo distinto. Una escalera de madera conducía al piso superior. Mientras Ramiro subía con

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pasos inseguros, afuera, bajo una lluvia mansa, un auto estacionó detrás del suyo y sus ocupantes quedaron en silencio, esperando. El rellano del piso superior daba a una pequeña baranda desde donde se divisaba la sala. De ahí salía un corredor al que daban tres puertas. En realidad, ahí no había puertas sino las aberturas a dos dormitorios desprovistos de todo adorno y un baño sin sus artefactos. Paredes lisas, cuya pintura estaba descascarada y agrietada. Miles de motas de polvo suspendidas en un aire estancado, que Ramiro parecía mover con su paso por primera vez en siglos. En uno de los dormitorios, el más grande, cuyas inexistentes ventanas debieran dar hacia el jardín, encontró el único vestigio de vida que parecía haber en esa casa, el resto de un empapelado antiguo en una esquina de la pared. Al final del pasillo, una pequeña escalera conducía al altillo. Subió con sigilo envuelto en el silencio sepulcral de esa casa. Nada había ahí arriba, ni una silla rota, un baúl con recuerdos, o un tocadiscos con manivela olvidado en la última mudanza. Nada. Al bajar, el último escalón cedió bajo su peso y se partió. Ramiro cayó sobre el piso de madera. El ruido de la mochila con sus herramientas dando contra el suelo fue grande. Sin embargo, no hubo ecos ni esa rara sensación del sonido esparciéndose por todos lados. El intruso sintió que la casa amortiguaba hasta los ruidos más fuertes, como si los absorbiera o los devorara. Ya en el piso de abajo, dispuesto a irse, reparó en un detalle que se había saltado al ingresar. Era probable que, en esa impenetrable oscuridad, solo violentada por el haz de luz de su linterna, hubiera pasado al lado de esa puerta sin haberla visto. Pero ahora la tenía delante suyo. Una puerta de metal angosta y baja, cerrada desde afuera con una serie de cerrojos y con un candado grande, de esos antiguos de hierro. Otra muestra de que alguien, alguna vez, moró en esa casa. Ramiro dudó un instante. Ya tendría tiempo de averiguar, en los registros públicos, sobre la historia de la casa, pensó. Pero en ese momento, su único deseo era el de abrir esa puerta. Buscó dentro de la mochila y empuñó el martillo. Tres golpes bien dados bastaron para que el candado se abriera. Dejó su mochila junto a la puerta y comenzó a bajar por la escalera, tanteando los escalones de madera que crujían bajo su peso. Se apoyó contra la pared de piedra

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e iluminó la habitación. Era un lugar pequeño, de techo bajo, sin apertura alguna que permitiera ventilar. Podría haber sido, en otros tiempos, una cava fabulosa para almacenar y añejar vinos. Hacía frío y la humedad que surgía del suelo calaba hasta los huesos. Nada había ahí, como en el resto de la casa. El golpe de la puerta al cerrarse le hizo saltar. Alguien, una mano anónima, manipulaba los cerrojos. Ramiro gritó desesperado y subió los peldaños de dos en dos. Pero llegó tarde. Un nuevo candado había sido colocado y la puerta estaba, una vez más, sellada con hermética fuerza. El intruso no podía creer lo que estaba sucediendo. Estaba atrapado en un sótano sin que alguien supiera su paradero. Gritó hasta que la garganta le dolió. Golpeó la puerta con sus manos, pero fue inútil. Quien le encerró, ya había abandonado la casa. En ese momento se dio cuenta que la superficie de la puerta, que del lado interno era de madera, estaba arañada y rasguñada. Un ruido a su espalda le distrajo. Temblando de pavor y sin aliento, Ramiro iluminó hacia abajo. Fue entonces cuando le vio. A los pies de la escalera el vampiro, reducido a poco más que piel y huesos y vestido con andrajos oscuros, comenzaba a subir. Toda la furia del mundo vivía en su mirada muerta. Hacía mucho tiempo que estaba encerrado. Y tenía sed.

ERIC D. HAYM FIELITZ

Uruguay

Página WEB: http://elescribabeodo.blogspot.com.uy/

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ías de semana: —Mi color preferido es el blanco, encuentro en él luz, transparencia y felicidad. Acabo de comprar unas cortinas blancas y una heladera blanca, pintura del mismo color, para embellecer

las paredes, y todo lo que encuentre. Debe estar a la altura y semejanza de mi expectativa, ¡de mis necesidades! Del sueño que puja por realizarse y al ser tan perfecto solo se deshace, por eso compré a Manchitas. Manchitas es blanco y no tiene manchas, pero le puse así por las dudas, ¡puedo salpicarlo! Luego recuerdo que no se notaría, de todas maneras es blanco. —¿Y por qué elegiste ese color? —Elegí ese color porque me gusta, recuerdo cuando mamá se vistió de blanco, si yo hubiera existido en ese entonces, y me hubieran invitado a la boda, corregiría ciertos errores que se situaron. Uno es que papá no estaba vestido de blanco, ¡que injusticia! Ella toda paranoica cuidando de no ensuciarse, pendiente de que el dulce de leche de la torta no manchara su escote, ni su cintura. Él, en cambio, agarraba el dulce de leche con las manos y todos se reían. Los ojos estaban atentos, admirando que el cierre del vestido no cerraba, pero nadie se fijaba en el pantalón del novio. Otro error eran la alianzas, el sacerdote roncando (tuvieron que despertarlo), y el cielo estúpido que justo a esa hora se le ocurrió ponerse gris. ¿Dios no podría haber ayudado? Claro… porque Dios ya sabía que ese matrimonio no iba a durar un carajo. Si yo hubiera estado ahí le advertía a mamá, le decía que yo quería que papá sea mi papá, pero sin que ellos estén casados y así se ahorrarían millones de disgustos que al final únicamente sirven para joderse la vida. ¿Es extraño no? —¿Qué cosa? —Que papá sea tan buen papá pero tan mal esposo, y… mamá me miraba de reojo cuando yo espiaba las fotos, cuando yo le preguntaba sobre lugares, fechas y cosas estúpidas que al correr de los años se olvidan. Ya no importa cómo se conocieron, ni qué fue lo primero que pensaron el uno del otro, ni si creyeron que iban estar juntos para toda la vida. Cuando uno crece, solo importa lo que está pasando, te congelas en el presente, te clavas millones de cuchillas en el pecho para simular que las cuchillas del pasado no se sienten, estás todo desecho y roto, ya no interesa si antes te gustaban las lentejas y ahora los porotos. Uno tira las lentejas.

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—¿Y por qué las tira? —Porque el día que ellos se conocieron habían comido de esas, esas… ¡cosas redonditas y feas que no me gustan! Te quedan atragantadas en el paladar, ¡son una porquería! Tenés que bajarlas con cinco litros de agua para no quedarte atragantada. Antes me encantaban no sé cómo, ahora mamá solo hace porotos, y papá lentejas, y mamá porotos y papá lentejas y cuando voy a la casa de uno critican la comida del otro, y me dan salado y dulce, aceitoso y sin aceite, que el colesterol y la diabetes. Papá me dice que viva la vida, ¡es una! Y que le dé a la comida chatarra, mamá dice que voy a terminar como la tía Clotilde y me trauma. ¡Qué se decidan! Algo que tengo bien presente es que estas legumbres estúpidas nunca se mezclan: los porotos están en una punta y las lentejas en la otra. Cuando uno crece ya no piensa en las fotos, las guarda en un álbum, entre la humedad y esos cajones que nunca terminan de cerrar, te acordás que están ahí un día de lluvia, cuando tenés ganas de… deprimirte un poco, pero no tienen valor alguno, por eso pienso que es mejor usarlas como servilletas. Te limpias la boca con la cara de uno de esas tías que no ves nunca y el tema se soluciona, después si sobra otra fotito la usas para limpiar el pis de los perros, ahí tenes que elegir una prima que te cae mal, siempre hay una pedante en el árbol genealógico, eso es un hecho. Fines de semanas: Mi color preferido es el negro encuentro en él misterio, refugio y felicidad, sobra quietud y calma, entre sus virtudes hay que destacar que te pone en forma, ¡te adelgaza! Combina con todo y te da satisfacción, compré unas cortinas negras y una heladera negra, pintura del mismo color, para pintar las paredes y todo lo que encuentre. Debe estar a la altura y a la semejanza de mis expectativas, por eso eché a manchitas. Mejor lo veo otro día, ahora tengo a un pitbull negro y le voy a poner manchitas igual, aunque se llame Roberto, porque yo quiero tener al blanco y al negro, juntos, ¡al mismo tiempo! Retroalimentándose, originando diferentes tipos de querer, pero manchitas y Roberto no se llevan bien. Yo trato de juntarlos les digo que los quiero mucho, que me hacen falta, que no quiero regalos, me los dejan todos los días en la puerta del baño, ¡asquerosos! ¡Van a dormir al patio! No me importa, que se lleven como quieran, ¡que se desconozcan! Me voy a comprar un gato y que esos dos

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perros se vayan al carajo. Es que… no me gustan los gatos, son independientes y yo quiero cuidarlos, saber que requieren de mí y yo de ellos. Gatos de porquería que se escapan de la ventana de mierda porque Maritza, la novia nueva de papá, les cocina arroz con leche, y los felinos no quieren saber nada, ¡una colitis les agarra! Después me hacen limpiar el piso a mí. —¿Y por qué elegiste ese color? —¿El negro? —pregunto. —Sí. —Elegí ese color porque me gusta, recuerdo cuando papá se vistió de negro, si yo hubiera existido en ese entonces y me hubieran invitado a la boda corregiría ciertos errores que se situaron, uno es que mamá no estaba de negro, ¡que injusticia! Ella toda radiante y el todo opaco, a nadie le interese ver lo que tiene puesto, en cambio la novia se lleva todos los aplausos y premios. Tranquilamente él podía ensuciarse todo el traje con dulce de leche y nadie lo notaria, ¡muriendo ignorado! Los ojos estaban atentos admirando que el cierre del vestido no cerraba, pero nadie había notado que él tenía los pantalones al revés, claro… siempre importa el blanco. Otro error eran las alianzas, el sacerdote roncando, y el cielo estúpido que justo a esa hora, se le ocurrió ponerse gris. ¿Dios no podía haber ayudado? Claro… porque Dios ya sabía que este matrimonio no iba a durar un carajo. ¿No podía haber nacido antes? Si yo hubiera estado ahí le advertía a papá, le decía que yo quería que mamá sea mi mamá pero sin que ellos estén casados. Así se ahorrarían millones de disgustos que al final no sirven para otra cosa que para joderse la vida. ¿Es extraño no? Que mamá sea tan buena mamá pero tan mal esposa, y… papá me miraba de reojo cuando yo buscaba las fotos… sabía que él no era tan sentimental, y que las había quemado justo cuando se dio esto del… ¿cómo se llama? —El divorcio. —No, lo otro. —¿La separación? —¡No! No importa después me voy a acordar, pero la cosa es que en lo de papá no hay fotos, hay panchos, hamburguesas, pizza y… me tengo que acordar que con Manuel me gustan los porotos, el color negro, los ambientes oscuros y fríos, el masoquismo y bueno… tengo que peinarme distinto, decir que llegué más tarde

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porque fui a visitar a mi tío. Mi tío que padece de una enfermedad muy extraña, y que está tirado en la cama, porque se encuentra paralitico. Tengo tanta mala suerte que justo cuando se pone intenso el asunto, llama… en la mejor parte debo contenerme y excusarme, mencionarle que este tío que agoniza me necesita, y que se llama Carlos, luego debo anotarlo en algún lado. Las mentiras son así uno engaña, engaña, se ceba demasiado y después no se acuerda ni de lo había confesado. Estoy perdiendo la imaginación, ¡estoy colapsando! No me quedan más vestidos negros, y tampoco blancos, quiero de los dos, pero se contradicen, ¡chocan! Se repelen y me dejan acá… ¡en la indecisión! Porque después me tiene que gustar las lentejas, ¿entendés? Y también los porotos, y… ¡tengo que vestirme de blanco! Me tienen que agradar los ambientes cálidos, ser dulce e inocente, cambiarme de peinado otra vez y decirle a Leonel que lo amo, (un tipo de amor extraño donde amo a otra persona de la misma manera). Y si me preguntaran: ¿a quién queres más? Diría que a los dos por igual. Debo confesarle que llegue tarde por culpa de mi tío Humberto, pero resulta que me confundí de nombre, esos nombres de porquería que me invento. A Leonel tendría que haberle dicho que era mi tío Carlos y a Manuel que era mi tío Humberto, ahora piensan que tengo dos tíos que se están muriendo, si es que ya no sospechan la situación… cuando se enteren no sé qué voy a hacer, ¡enloquecer! ¡Seguir negándolo! ¡Romper en llanto! Voy a decirle que todo es culpa de los colores y… —¿No estás un poco alterada? —Es que no sé qué va a pasar cuando lo sepan, cuando se enteren que estoy con vos, no van a llegar a procesar la primera infidelidad y ya van a encontrarse con otra. —Soy tu psicólogo y solo sos mi paciente, te acabo de conocer hoy. —Bueno… no importa, pero es que necesito un tercero, ¿querés? Un color intermedio entre el blanco y el negro. Porque siento que se repite en mi cabeza: “¿A quién querés más?”, llega un momento en el que me estresa tanto que opto por no querer a ninguno… Así que… ¿En qué estábamos? ¡Ah, sí! En lo nuestro. ¿Te gustan los porotos o las lentejas? ¿Morocha o rubia? ¡Me tiño! ¡Me pongo una peluca! ¿Alta o petisa? ¿Rebelde o sumisa? O… puedo ser ambas… Puedo cambiarte el nombre, ¿puedo decirte gris? Si te negás, por la cara que estás poniendo es lo más probable, tendría que volver al pasado, tendría que haber nacido veinte años antes, decirle a

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mamá que no se moleste en tener nada con papá, no se daba el accidente, no se casaban, mamá no me paría y entonces yo no tenía tantos problemas… Te aviso que el gris es un buen color, por las dudas de que te arrepientas.

ANTONELLA CORALLO BAO

Argentina

Instagram: Mil_rosass Facebook: Anto Nell

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as viejas enlutadas que rodeaban la estufa gris en el interior de aquella habitación encalada, sin amueblar y sin un triste cuadro que colgase de las paredes, me negaron el saludo. Quizás no fuesen tan viejas, quizás simplemente eran feas, de una fealdad que les brotaba del interior y

que germinaba en sus rostros en forma de unos bigotes escasos pero de pelos gruesos como cerdas. Ese grupo de mujeres sentadas en círculo sobre sillas de mimbre parecían todas ellas la misma, bajo la única ceja negra y espesa me miraban por el rabillo del ojo mientras simulaban hacer ganchillo. Mi amiga me presentó y les dijo que venía a pasar unos días por semana santa, ellas continuaron con los hilos, en sus mentes se tejía otra cosa, sin duda algo pavoroso. Qué secas eran por dios, su sobrina tuvo que agacharse a darles dos besos sin rozarles la cara, supuse que eran las tías de mi amiga aunque no llegó a explicarme el parentesco, en esa habitación las palabras sobraban. Entramos a otra estancia y las dejamos enredadas en su maraña de conspiraciones telepáticas. Ya había empezado a arrepentirme de aceptar la invitación de Isabel durante el viaje. Salimos de Barcelona en un seiscientos de la época, el trayecto se alargó hasta el hartazgo, en parte debido a la falta de estímulo visual que nos ofrecía la meseta castellana, tan monótona, tan árida, salvo por los campos interminables de girasoles, algún rebaño de ovejas y poco más. Por fin el padre de familia anunció que habíamos llegado a nuestro destino, frenó el coche en la falda de una colina y comentó que en lo alto se encontraban las casas. Antes de iniciar el ascenso la madre de Isabel me dio una serie de consejos inquietantes. Se puso muy seria y aseguró que en el pueblo gozaban de una reputación intachable, me habían invitado porque confiaban en mi, no invitaban a cualquiera, en cuanto pisásemos el pueblo mediría muy bien lo que hacía y lo que decía, estaba en juego el buen nombre de la familia. Sobre mis hombros cayó de golpe el peso de una responsabilidad extraña, cómo se suponía que debía comportarme. Tras unas cuantas curvas se nos apareció la aldea, nos adentramos en sus calles como quien penetra en otra dimensión a cámara lenta. Las casas blancas de construcción tosca eran las viviendas de los hombres y mujeres que pululaban por el

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empedrado vestidos invariablemente de negro, a ellos se les distinguía por los pantalones y porque llevaban enroscada una boina. Le habría encontrado el punto a ese espacio congelado en el tiempo de no ser por las bordes del ganchillo y por lo que sucedió después. Al aquelarre de la estufa gris no lo volvimos a ver, el comité de bienvenida se esfumó sin dejar rastro. En un cuarto del segundo piso nos acomodamos Isabel y yo. Abrí la maleta sobre una cama cubierta por mantas densísimas y me dispuse a ordenar la ropa, Isabel la examinó detenidamente, me preguntó por qué motivo no había incluido algún vestido bonito, debía presentarme el domingo bien arreglada en la iglesia. Le contesté que mi idea de pasar unos días en un pueblo consistía en hacer excursiones por los alrededores, únicamente necesitaba algo cómodo, ignoraba que ella fuese católica practicante. Utilizó expresiones que nunca antes le había escuchado: —Qué tendrá que ver la velocidad con el tocino, se trata de respetar las costumbres del pueblo por el qué dirán, ya te prestaré algo decente, es obligado ir a misa como Dios manda—. Me la habían cambiado, mi mejor amiga no hablaba igual que antes. A sus padres les ocurrió lo mismo, el padre, de natural enérgico, se apoltronó en un butacón situado en la planta primera, la madre en cambio entró en una especie de vorágine higienista, dispuesta a desinfectar a fondo hasta el recuerdo del polvo, lo peor fue que se empeñó en compartir con nostras su actividad, nos ordenó limpiar los cristales, barrer y fregar el suelo, también le cambió el carácter, yo la conocía conversadora, alegre, siempre con un comentario amable en la boca, allí se dirigía a nostras para mandarnos de malas maneras que colaborásemos, su frase preferida era —Contra pereza. diligencia—. Me quedé estupefacta, Isabel y su madre parecían salidas de un refranero, afortunadamente ese fenómeno tan insólito solo les afectaba a ellas, yo podía continuar expresándome igual que siempre. El ama de casa, después de lavar las sábanas a mano, nos ordenó que la ayudásemos a colgarlas en el terrado desde donde se divisaba el pueblo entero, el lugar idóneo para explayarse a sus anchas. —Fijaros que pena da el marido de La Rufina, va lleno de lamparones y sin planchar, será guarra. Anda, mirar, mirar el coche del marido de la Antonia, el mismo de hace diez años, no presumía de cuartos, menuda pelagatos. No me lo puedo creer, por allí se pasea la puta, cómo se atreve a

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salir. —¿La puta? —Pregunté. —Sí, la puta de la Pili, el verano pasado se abrió de piernas con el médico del pueblo que está casado, ella lo niega pero no engaña a nadie. Miré a la que llamaba puta y vi a una chica muy joven seguida de cerca por un grupito de niños que berreaban la palabra puta junto a otras salvajadas del tipo. — Dónde está el doctor ahora, los hombres prometen hasta que la meten o pensabas que se iba a quedar contigo so puta. Esa noche me la pase en vela, quería huir de aquel lugar horrible. Aún me quedaban cinco días de pesadilla rodeada de pirados que se trataban mal entre sí y aún peor a los que veníamos de fuera. Me consideraban una intrusa, hacían como si fuese invisible sin dejar de observarme ni un segundo. A la mañana siguiente llegó a la aldea Miguel, el hermano mayor de Isabel, la primera reacción de su madre fue sermonearle por no acudir acompañado, de la bronca deduje que la novia del pueblo había cortado con él, eso equivalía a una afrenta en toda regla, nadie despreciaba a su hijo. Había planeado vengarse de la ex, la venganza consistía en que Miguel se presentase con una novia nueva, una amiga representaría el papel y exhibirían su amor de ficción, así se enteraría de lo pronto que le había encontrado repuesto. La vendetta no salió tal y como había imaginado porque Miguel acudió solo, lo que provocó un berrinche insufrible en su madre. Su hijo improvisó una excusa, le dijo que la amiga se había arrepentido en el último momento. —Menuda amiga, ya le cantaré yo las cuarenta, esa niñata no tiene palabra ¿Y ahora qué, ahora qué haremos? —Miguel me guiñó un ojo— Bueno, quizás ella pueda sustituirla, es aún más guapa, se morirán de envidia. La madre me miró de arriba abajo. —Calla, sí, tienes razón. Anda Isabel, déjale tu vestido de las fiestas de guardar y que salgan los dos juntos a lucirse. Dicho y hecho, en menos de media hora me encontraba paseando del brazo de Miguel por la calle. Libre de testigos, me interrogó: —Cómo se te ha ocurrido venir, esto es un infierno, a mi no me queda más remedio, le sigo la corriente a mi madre porque ya has visto como se pone. La gente joven con dos dedos de frente se marcha a estudiar a Madrid. Tú tenías elección, que no te advirtió Isabel.

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—Pues no, siempre me contaba maravillas de este sitio. —Sí, no me extraña, es igual que mi madre, aquí están como pez en el agua en cambio yo me ahogo y por lo que veo tú también. Le expliqué los consejos que me había dado su madre justo antes de aterrizar, la importancia que le daba a la reputación y lo incómoda que me sentía. —No te preocupes, voy a hacer que te sientas muchísimo mejor. Me condujo hasta el único bar del pueblo. En el interior no había ni una fémina. Los varones que se entretenían jugando al dominó o a las cartas con un palillo en la boca, procedieron como las desagradables del ganchillo, me ignoraron, a Miguel lo saludaron con un gesto brusco de mandíbula. Nos sentamos en una mesa, Miguel pidió dos whiskies. Cuando el camarero se disponía a servirnos los chupitos le dijo: —Deja, deja ahí la botella que esta mujer es una esponja. En ese instante noté en la nuca las miradas de los presentes, esas miradas que hacían ver que no miraban pero que no cesaban de controlarte. Continuaron con las cartas y los dominós aunque claramente su atención estaba puesta en nosotros. —Espero que bebiendo se me olviden los cuernos que me has puesto, encima con negros—. Podía sentir físicamente el interés que sus palabras despertaban entre los parroquianos. Y siguió: —Es que te quiero tanto que no puedo dejarte y me sobran los motivos, que los bajos te echan humo de tanta marcha y de tanto aborto. Luego me toca a mi pagar en una de esas clínicas clandestinas. Eres mi ruina y aún así te quiero, te deseo, las cosas que me haces no tienen nombre, no existe hombre sobre la tierra más colmado. Tuve que hacer auténticos esfuerzos para no reventar de risa. Con la sarta de barbaridades aumentaba el interés de la concurrencia que ya no podía disimular. Dejaron las cartas, las fichas de dominó y movieron las sillas en dirección a la mesa donde estábamos sentados. El camarero se levantó a apagar el televisor, hasta el ludópata de la máquina tragaperras cogió asiento. —Y esos niños que has ido dando en adopción. La próxima vez que te embaraces nos quedamos con el bebé, sea del color que sea, ya me encargaré yo de

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mantenerlo. Sigue bebiendo cariño, beber y la cama son tus únicas aficiones. Venga, ya echarás unos tragos más tarde o mejor nos llevamos la botella. Vamos a la era a que me atiborres con tu destreza de contorsionista. Qué buena eres, no me extraña que te pagaran tan bien en la industria del porno, menos mal que dejaste el mundo del espectáculo porque pasaba mucha vergüenza cada vez que te reconocía algún amigo y me comentaba tu interpretación. Paco, nos vamos que voy a darle a la muchacha lo suyo. Apunta en la cuenta lo que se te debe. Me cogió de la mano y tiró de mi con fuerza. Antes de salir del bar eché una última ojeada. Nuestro público no salía de su asombro, nos seguían con la boca abierta, a más de uno se le cayó el palillo. —Corre, corre, antes de que reaccionen que estos brutos nos linchan, a ti por puta y a mi por calzonazos. Volamos calle abajo, nos subimos al coche de Miguel, aceleró y nos largamos a toda velocidad de aquella aldea en estado de putrefacción permanente. En la distancia nos invadió la risa, cuando conseguimos calmarnos me dijo: —¿Has visto qué fácil? Lo ideal para no preocuparse por la reputación es arruinarla. Ni tú ni yo vamos a volver a pisar el pueblo en nuestras vidas, una pena ¿no crees?

CARMEN TOMAS España

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-¿T

e das cuenta? Es culpable. Ojalá le den perpetua — comentó Aurora, mientras ponía el plato con tostadas sobre la mesa enfundada en un hule de flores rojas y amarillas. El televisor mostraba la cara inexpresiva de un varón;

miraba a cámara. Caminaba esposado hacia la patrulla. Un grupo de policías formaba un cerco para protegerlo de la multitud. —Mamá, ya sé, yo le recibí el llamado. Dejame desayunar tranquilo. Estaba harto del canal de noticias. Recordaba cada detalle de la comunicación. La podría repetir de memoria. Eran las cuatro y media, cumplía su turno en la central del 911. El tipo sonaba como aturdido. Decía que había perdido a sus hijos. Jugaban con otros niños, y de repente no supo dónde se habían metido. Buscó por todas partes, preguntó a la gente. Entonces se decidió a llamar. Estaba en Palermo, cerca del Planetario. Una nena de cinco años, y un varón de tres, dijo. Ahora que lo pensó, le temblaba un poco la voz. —Descuartizarlos, hay que ser hijo de puta para desquitarse así con unos inocentes. La madre le hablaba de lo que los noticieros fueron contando. Las cámaras de seguridad ubicadas cerca de la zona corroboraban una parte del relato; el hombre había llegado media hora antes, pero no había ninguna en el lugar donde se produjo la desaparición. ***

El mismo día, tal vez con horas de diferencia, Mariana, la mamá de los chicos, se había presentado en la fiscalía para denunciar por malos tratos a su todavía marido. Con ellos de paseo, era la única oportunidad que tenía. De acuerdo con lo que expuso, él se negaba a aceptar el fin de la relación y la amenazaba. Más tarde, la policía se presentó en la casa para informarle sobre la desaparición de sus hijos, entonces les comentó que era posible que el padre los tuviera ocultos en una quinta que su familia política tenía en Ranelagh. El fiscal Pascualli ordenó el allanamiento por rutina; había que cubrir todas las posibilidades. Los medios se quedaron sin adjetivos para el hallazgo; tal vez, macabro fue el más repetido.

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Efectivos de la científica encontraron, enterrados y desmembrados, los cadáveres de los hijos. Un poco de tierra removida bajo un naranjo les había llamado la atención. El doctor Arizabal, forense de campo, pensó que se trataba de restos animales. Cada uno de los huesos había sido reducido a fragmentos; algunos quemados a altas temperaturas. En el informe, barajó la posibilidad de ratas o gatos; pero los resultados del laboratorio fueron concluyentes, dos niños de distintos sexos. ***

—Son veinticinco años. —¿Qué decís? —Acá esa es la pena perpetua, mamá. *** Durante el juicio, la fiscal Lorena Martelli presentó una reconstrucción que explicaba los momentos antes de la llamada; era posible que el acusado tuviera un vehículo, quizás un auto, estacionado por Avenida Casares, para ocultar a los chicos ahí, después volver al Planetario y llamar al 911; y cuando pudiera estar fuera de la vista oficial llevarlos hasta la Ranelagh. Además, una grabación dejaba al descubierto la voz del acusado diciéndole a su mujer que nunca más volvería a ver a sus hijos. La expresión imperturbable que lo acompañó en todo momento, incluso cuando declaraba su inocencia o contaba mecánicamente los hechos, fue su confesión. *** —Mariana, esto no es necesario —le dijo el abogado. Estaban en la unidad penal donde el exmarido cumpliría la condena. —No me entendés, esparame —respondió mientras volvía acomodarse el pelo detrás de la oreja derecha. Uno de los guardias la guió por un laberinto de pasillos. Llegaron a un salón que sin ser un calabozo, lo parecía; nada de decoración, solo una mesita y tres sillas. —Señora, si lo prefiere me quedo. —Ya no puede hacerme nada. —Voy a estar en la puerta, cualquier cosa me avisa.

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Él la esperaba. Tenía la cara demacrada, inexpresiva como la que se había multiplicado en las pantallas. Continuó en silencio. Ella se sentó y lo miró. —Te vas a pudrir acá adentro, como te merecés. —¿Cómo se te ocurre? Marian. Yo no fui. —Sos un imbécil. Nunca te das cuenta de nada. Ya sé que no fuiste vos.

MARTÍN ACEVEDO

Argentina

Instragram: instagram.com/martin_letrasypimienta

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E

l cielo estaba encapotado. Las sombras que proyectaban las nubes se recortaban contra las fachadas de los edificios de aquella gigantesca avenida. De hecho, decir “gigantesca” era quedarse corto. Por mucho que se tratase de escudriñar el horizonte, el camino parecía

no acabar nunca. El bordillo de la acera se perdía sin remedio en la inmensidad del espacio. No obstante, si se avanzaba lo suficiente se podía comprobar que la kilométrica calle se remataba en una esquina. Si se doblaba hacia la derecha, se llegaba a una recta similar a cuyo término también se podía encontrar otra esquina que servía de enlace a la siguiente calle. Y así sucesivamente hasta que el trazado urbano lograba completar una vuelta completa. Era un cuadrado perfecto. En las entrañas de aquella ciudad que parecía concebida por un matemático, un hombre marchaba con paso firme y seguro. A pesar de su gesto marcial, no se podría decir que miraba al frente, sino que constantemente mantenía la cabeza gacha. Ponía sumo cuidado en pisar todos y cada uno de los adoquines del suelo. Nunca se preguntó por qué lo hacía, por qué no abandonaba aquella costumbre que le había acompañado desde niño y que ahora, a su edad, resultaba pueril a ojos de los vecinos. Pero, ¿desde cuándo importaba lo que dijeran los vecinos? Él siempre había creído que las normas estaban para seguirlas, no para romperlas. Y aquello era una norma, no un simple pasatiempo infantil. Si se saltaba alguna baldosa, estaba descalificado. Aún no sabía de qué, pero descalificado. Así de simple. Estaba tan concentrado en cumplir su cometido que a duras penas escuchó el ruido que se produjo detrás de él. Le bastaron apenas unos segundos para identificarlo. Era el inconfundible sonido de la suela de un zapato deslizándose por el asfalto. Alguien había tomado una de las esquinas demasiado rápido y seguramente se había golpeado contra al suelo. Supo al instante lo que debía hacer. Echó a correr en dirección a casa. Su sexto sentido le dijo que el que había tropezado era su perseguidor. ¿Por qué le perseguían? Bueno, era largo de explicar, pero dejémoslo en que su rutina diaria solía basarse precisamente en huir de esas persecuciones. Aunque mentiría si dijera que siempre era así. Otras veces le tocaba a él correr detrás de un individuo y no delante, como sucedía ahora. Qué días debía darse a la fuga y qué días no, era una cuestión que solo determinaba la suerte. Nada más.

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Al cabo de un rato, sus ojos toparon con una solución: un pequeño callejón que se abría perpendicular al recorrido de la acera. Sin pensarlo dos veces, se resguardó allí y se apostó tras un muro de ladrillos. No iba a ser fácil. Perderle la pista a alguien en un espacio tan pequeño era una tarea casi imposible. Porque sí, lo cierto es que la ciudad no era demasiado grande. De hecho, si uno la observaba desde un mapa o incluso desde el aire, podría llegar a la conclusión de que su tamaño era más bien reducido. Y lo era. Pero una vez se atravesaba la puerta de entrada, las cosas cambiaban. Sobre todo, claro estaba, cuando se huía de otra persona. Entonces cada zancada se antojaba interminable y cada metro recorrido era un pedazo del alma que se exhalaba accidentalmente por la boca y que ya jamás se recuperaría. Se acabó el tiempo. No podía permanecer allí todo el día, tenía que salir de su escondite si quería llegar a casa. Allí ese tipo no podría hacerle daño. Se puso de pie y avanzó muy despacio pegado a la pared del callejón, arrastrando los pies. Cuando asomó la cabeza de vuelta a la calle, se le heló la sangre. Apenas unos cien pasos de distancia lo separaban de su perseguidor. Ya podía sentir sus manos frotándose ansiosas, su lengua pasando lentamente por sus labios en ese gesto tan característico de los gatos después de dar cuenta de su comida. Bueno, después… y antes… Un escalofrío recorrió todo su cuerpo solo de pensarlo. # Lo tenía. Un último empujón y sería suyo. Llevaba todo el día esperando aquel momento. Lo había seguido sigilosamente desde que comenzó su habitual recorrido por la ciudad. ¿Lo mejor? Su futura víctima no se había percatado lo más mínimo de su presencia. Hasta hace un par de minutos, cuando cometió aquel error de principiante resbalando con el suelo. Había maldecido para sus adentros. ¿Y si el sujeto escapaba por su imprudencia? ¿Qué diría el resto del equipo? Ahora ya daba igual. Lo tenía a un tiro de piedra. Se remangó las vestiduras y cogió impulso. Sin embargo, no hubo siquiera inclinado el tronco hacia adelante cuando se frenó en seco. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué le pisaba los talones a aquel pobre inocente? No sabía nada de él. Solo sabía que debía eliminarlo antes de que entrañase algún peligro para el resto. Sacudió la cabeza, en un intento por tratar de alejar aquellos pensamientos de su mente. Si no lo capturaba, no sería un buen profesional.

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Eso tenía que prevalecer por encima de todo. Atrás quedaban los principios de justicia. En aquel barrio, cada uno actuaba como su propio juez. Además, en aquella ocasión contaba con la ventaja y no estaba dispuesto a desperdiciarla. Quién sabía si el día de mañana sería él quien luchaba por dar esquinazo a un perseguidor. Al fin y al cabo, en aquella ciudad, solo el azar movía los hilos como titiritero absoluto. Nada más. # Estaba exhausto. Sentía que el corazón se le iba a salir por la boca de un momento a otro. Se detuvo en medio de la avenida. Resollaba. Una pátina de sudor impregnaba su rostro permanentemente, a pesar de sus esfuerzos por secarse la cara con el dorso de la mano. No se encontraba en buena forma. Solo era capaz de dar cinco o seis pasos largos antes de parase a descasar nuevamente para recobrar el aliento. Escupió una densa flema en los adoquines. Con curiosidad, se dio cuenta de que, al igual que el resto de la urbe, estos parecían dibujados con escuadra y cartabón: su forma era la de un rectángulo perfecto. Resultaba irónico pensar cómo era posible que, en un sitio como aquel, planeado por un arquitecto con un estricto sentido del orden, reinase un clima de caos y violencia. ¿En qué momento la armonía había derivado en descontrol? No quería saberlo. Nunca entendió por qué tenía que huir, por qué la vida asignaba funciones predeterminadas a las que nadie podía resistirse. Como si todos fueran actores con un guion ya escrito que no podía modificarse sin desbaratar por completo toda la representación. Por mucho que dijeran, en su mundo todo era blanco o negro, azul o rojo, perseguidores o perseguidos. Él no tenía elección. Era la suerte la que decidía su destino, la única que barajaba las cartas y también la única que las repartía a su gusto. Solo la suerte. Nada más. De pronto, algo le sacó de su ensimismamiento. Un silbido ensordecedor procedente del cielo le alertó de que un objeto muy pesado se precipitaba al vacío a gran velocidad. Instintivamente, se arrojó al suelo, rodó hacia un lado y se cubrió la cabeza con los brazos. Un estrépito casi sísmico le confirmó lo que ya se esperaba. Un enorme bloque macizo yacía a su lado. Era blanco como el alabastro y su superficie estaba decorada con motivos geométricos circulares de color negro.

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No le dio tiempo a ver más. Una poderosa mano lo alzó del suelo por el cuello de la camisa. «Así que este es el aspecto que tiene la muerte», pensó. Dirigió una última mirada al frente, con seguridad la última de su corta existencia. Las ventanas de su hogar se reflejaron en las pupilas de aquel energúmeno. Solo unos metros más y lo habría conseguido. Tan cerca y, a la vez, tan lejos. Pero ahora ya era demasiado tarde. Había fracasado. Su verdugo sonrió satisfecho, se acercó lentamente al cuello de la víctima buscando la yugular y abrió la boca de par en par… # —¡Toma ya! ¡Por fin te la he comido! —exclamó entusiasmado, al tiempo que retiraba la ficha de la casilla. —¡Maldita sea, ya casi la tenía en el pasillo! Otra vez a empezar de nuevo… No importa. ¡Ahora verás! —respondió mientras agitaba el cubilete con energía.

ANTONIO OTERo

España

Instagram: antonio_oterof

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P

edro era un hombre solitario y endurecido por los sufrimientos. Desconocía sus orígenes pues siendo un recién nacido fue abandonado en un orfanato, a los diez años se escapó, llegó al puerto y rogó para que lo aceptaran como grumete en un barco pesquero. El sol del

trópico y la dura vida en altamar habían curtido su rostro y su alma, a sus cincuenta años aparentaba llevar una década más a cuestas y en sus ojos grises había un perpetuo velo de tristeza. En su último viaje sufrió un accidente. Mientras aseguraba la carga en la bodega unos toneles rodaron, le cayeron encima y le fracturaron la pierna derecha. A consecuencia de eso cojeaba y se sentía demasiado achacoso para seguir trabajando en un barco pero no podía alejarse del mar, entonces decidió responder un aviso que llevaba varios meses en el pizarrón de la taberna en el que se solicitaba un guardián para un faro ubicado en un remoto cabo que se adentraba en el mar del norte. Cuando desembarcó en el puerto norteño se llevó una agradable sorpresa al encontrarse con un pintoresco pueblo y se extrañó que el puesto de guardián del faro, que imaginaba en un lugar austero y miserable, no hubiera sido tomado antes. Se dirigió al faro que se ubicaba sobre un promontorio, le llamó la atención una formación de piedra que se alzaba sobre el acantilado bajo el que se estrellaban las olas con un murmullo casi musical… de lejos parecía la figura de una mujer que miraba hacia el mar y a sus pies había flores secas, caracoles y vasijas de arcilla. Pensó que sería alguna clase de culto pagano dedicado a una diosa marina pero no le causó inquietud, durante su vida había visto las más estrambóticas supersticiones, las ofrendas a aquella figura producto de la erosión era algo inocente. Pedro subió la escalinata que llevaba a la base del faro y tocó la desvencijada puerta de madera, después de un rato fue atendido por un anciano decrépito. —Soy Pedro y vengo por el trabajo — dijo. —Gracias a los Dioses — murmuró el anciano — ya no puedo con esta carga. —Es un bonito faro con una vista hermosa — dijo Pedro — me extraña que el puesto haya estado vacante tanto tiempo. —¿No conoces la leyenda que se cuenta de este lugar? — preguntó el anciano, Pedro negó con la cabeza —dicen que algo maligno habita en estas aguas, el faro debe de encenderse todas las noches sin falta pues sin su luz un terror indescriptible

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destruirá el pueblo… pero es solo un cuento, en todo este tiempo nunca he visto nada sobrenatural… aunque tampoco he faltado ni una sola noche a mi deber. Durante dos semanas el anciano instruyó a Pedro en la labor que debería de realizar. Los viernes entregaban las provisiones, la leña y el combustible. No tendría que preocuparse por nada más que encender el faro todas las noches. Después el anciano se despidió de Pedro y se marchó para pasar sus últimos días en un asilo. Y así pasaron los meses hasta que se cumplió un año. Durante las primeras semanas algunos días Pedro bajaba hasta el pueblo para almorzar pero notó que las personas lo miraban con desagrado y hasta con miedo, entendió que ser el guardián del faro equivalía a ser un apestado. Decidió no bajar al pueblo a menos que fuera por algo muy necesario y aprendió a convivir con la soledad. Una noche se desató una terrible tormenta, Pedro se mantuvo pendiente del faro pues sabía que en esas condiciones muchas vidas dependían de que la luz no se apagara. Y fue al amanecer, cuando la tormenta amainaba, que escuchó aquella voz por primera vez… parecía un cántico dulce y triste a la vez… ¿Sirenas?... No, él no creía en esos cuentos. Dos días después escuchó el mismo cántico, esta vez al atardecer, mientras contemplaba el horizonte fumando su pipa. Eso se repitió varias veces y pensó que tal vez estaba enloqueciendo por la soledad y el aislamiento. Entonces decidió bajar al pueblo para visitar al anciano a quien no veía hace más de cuatro meses, pero cuando llegó al asilo le dijeron que el anciano había fallecido aunque le había dejado una carta. Pedro regresó al faro y leyó la carta, en ella el anciano le decía que en uno de los cajones de la cómoda había un cofre y en este una llave que abría la puerta de una trampilla que conducía a un recinto subterráneo. Pedro tomó la llave, abrió la trampilla y encontró una escalera de piedra que según sus cálculos atravesaba el promontorio sobre el que se alzaba el faro. Mientras más bajaba más sentía la humedad hasta que llegó al mencionado recinto, parecía una cueva natural adaptada como bodega para vinos y luego remodelada como un estudio. Encontró varios toneles, una repisa con libros y una mesa con una silla destartalada. Colgó su lamparín de un gancho y empezó a revisar los libros enmohecidos en busca de alguno en buen estado. Encontró un grueso volumen cuya cubierta de cuero

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tenía una ligera pátina verdosa y lo llevó a la mesa para leerlo. Era una especie de diario fechado en sus inicios hace tres siglos y continuado por los sucesivos guardianes del faro. Leyó sobre unas gentes que antaño habían habitado en el lugar y realizaban ciertos rituales que mantenían dormido al terror sin nombre, de una hechicera llamada Leuxia que había sido elegida por las estrellas para enfrentar a ese terror indescriptible pero había desaparecido… también leyó que una vez el terror llegó con la oscuridad y el frío, entonces apareció una anciana misteriosa quien lo enfrentó pero quedó convertida en piedra. Contaban también sobre unas repugnantes criaturas de aspecto anfibio que eran heraldos del terror sin nombre y del horrendo cántico que entonaban… pero solo era una recopilación de leyendas, ninguno de los guardianes del faro aseguraba haber sido testigo de esos hechos, al contrario, habían anotado que durante todos los años que sirvieron en el faro nunca habían presenciado ningún hecho sobrenatural y el mayor miedo que habían experimentado era el de perder la razón a causa de la soledad pues las personas del pueblo evitaban todo contacto con ellos como si estuvieran tocados por una maldición. Pedro cerró el libro, le había parecido escuchar aquella voz otra vez… efectivamente el triste y dulce arrullo se escuchaba muy cerca, casi detrás de una de las paredes... se acercó a esa dirección y tanteó el muro de ladrillo cubierto con escayola que estaba humedecido, hizo presión y un pedazo del muro cedió. Se asomó por el boquete abierto, vio la inaccesible playa que se veía bajo el faro… y la silueta de una extraña criatura entre las olas. Pedro subió la escalera y volvió con un pico, derrumbó el muro dejando al descubierto la entrada original de la cueva que daba a la playa y salió del recinto al momento que una ola entraba en el mismo y las aguas llegaban hasta la mesa. Entonces escuchó otra vez el cántico… un escalofrío lo recorrió al descubrir que aquel hermoso arrullo provenía de una horrenda criatura semejante a un anfibio con rasgos repulsivamente humanos. La criatura le devolvió la mirada, extendió sus brazos hacia él y volvió a entonar su hipnótico cántico… Pedro dio un par de pasos hacia la criatura pero reaccionó, se cubrió los oídos y huyó espantado. Colocó un pesado baúl sobre la trampilla pero desde entonces y todos los días al amanecer escuchaba el cántico de la criatura que al parecer se había alojado en el

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recinto subterráneo ahora inundado por el mar y al atardecer la veía nadando entre las olas. Finalmente la soledad hizo que Pedro se acostumbrara a la presencia de la criatura que demostraba ser pacífica. Y una mañana abrió la trampilla y descendió por la escalera de piedra. El agua llegaba a la altura de medio metro del recinto, la mayoría de los libros se encontraban a salvo y la criatura estaba recostada sobre la mesa. Entonces Pedro pudo observarla con detenimiento, su apariencia era femenina aunque carecía de pechos como las sirenas de los cuentos, su piel era lustrosa y verdosa con motas negras semejante a un bagre, su rostro se parecía al de una rana y su mirada era perturbadoramente humana. Después de ese primer encuentro vinieron muchos más. La criatura parecía impaciente por comunicarse con Pedro pero él no entendía sus gestos, entonces ella trajo varias piedras pequeñas y las juntó formando unos símbolos sobre la mesa, Pedro no tardó en reconocer que eran runas, sin duda la criatura quería decirle algo. Para su fortuna en la repisa encontró un libro sobre el significado de las runas y en un par de semanas pudo descifrar el mensaje que la criatura quería darle: «Siete días después del solsticio de invierno el terror sin nombre regresará, deben de huir» Pedro no supo qué hacer y durante días no pudo conciliar el sueño, era noviembre y el solsticio de invierno se acercaba. ¿Cómo podía convencer a las personas del pueblo que creyeran en una leyenda?... tal vez si capturaba a la criatura y la llevaba al pueblo… pero después de haber entregado su mensaje la criatura mantenía su distancia contemplándolo desde las olas al atardecer. El día del solsticio de invierno Pedro bajó al pueblo y gritó la advertencia en medio de la plaza donde todas las personas estaban reunidas para celebrar la fiesta pero creyeron que había enloquecido, lo insultaron, le arrojaron piedras y lo hicieron volver a su faro. Cuando el séptimo día llegó Pedro divisó una extraña niebla que descendía del norte y supo que con ella venía el terror sin nombre, encendió el faro como una última esperanza pero cuando la niebla rozó al acantilado la luz del faro languideció y se extinguió, intentó volver a encender el faro varias veces sin éxito… entonces los vio, aquellas formas indescriptibles que se retorcían en la bruma… esos seres no eran

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de este mundo ni del mundo de las pesadillas… provenían de un lugar peor, más oscuro y más frío… Pedro se escondió en el recinto subterráneo agazapándose sobre un tonel y cubriéndose con una manta temblando como un niño que ve sombras en su habitación. Perdió la conciencia y la noción del tiempo hasta que una mano húmeda y viscosa le acarició el rostro… despertó, vio a la criatura y entendió que el terror sin nombre se había ido y era seguro salir. Entonces bajó al pueblo con el corazón agitado temiendo encontrarse con una visión de pesadilla, las calles cubiertas de cadáveres con un rictus de espanto en sus rostros cetrinos o desmembrados sobre charcos de sangre... más no encontró nada, o mejor dicho a nadie, todos los habitantes habían desaparecido sin dejar rastros.

LILIANA CELESTE FLORES VEGA

Perú

Blog: Memorias de una Dama Blanca http://lilinaceleste.blogspot.com Facebook:https://www.facebook.com/lilethoficial

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E

n las profundidades del universo se halla entre sus constelaciones, una estrella visible desde cualquier lugar en el que habites; cuenta la leyenda que está habitada por un demonio con el mismo nombre "Astaroth".

Esa noche Labán, mi hermano, contaba historias de terror frente a la fogata,

para asustarnos. Gritaba con voz ronca ¡Él es Astaroth, Señor de los infiernos, es el más sabio de todos! Recorriendo el vasto azul con las manos, de pronto y señalando con el dedo hacia una luz resplandeciente en el cielo; como si se tratara de un loco, comenzó a susurrar ¡Ahí es donde vive! ¡En esa estrella! No dejaba de indicar, mientras nos paralizaba del miedo, sin saber cómo, se pasó a mis espaldas, con la linterna en el rostro, me miraba fijamente, después de un silencio se acercó a mi oído y entre dientes dijo: ¡Él vendrá por ti! Me miró de frente y apagó su linterna; Sentí como el flujo de sangre, bajó de mi cabeza hasta los pies; debió notarse, porque soltó una carcajada, que rompió con el momento. Seguido de un golpe en la cara le dije: ¡Idiota! ¿Porque vendría por mí? Quise sonar menos tensa y bromear un poco. Su rostro palideció y me dijo: Por que te ofrecí como pago y volvió a reír. Molesta, lo empuje, tomé mis cosas y me fui. Sus amigos no paraban de burlarse; casi a punto del llanto, corrí a la casa. Estaba en mi habitación, maldiciendo a mi hermano por su absurda historia de demonios, pero, el sueño me venció, dentro de los siguientes segundos o quizá minutos, abrí los ojos, alcancé a ver como una silueta oscura aparecía de entre las sombras, era enorme, parecía más una bestia, de la cabeza unas protuberancias simulaban unos pares de cuernos, los brazos, completamente cubierto de músculos abultados, las piernas arqueadas, cargaban con el peso de aquel ser, sus pasos se acercaban, ocasionando que el suelo vibrará al impacto de cada pie, mi cuerpo inmóvil impedía que saliera huyendo del lugar, entre pestañeos, apreté los párpados para intentar generar una oportunidad para mí, me temblaba la mandíbula, un momento más y al abrir, ya no estaba, con la mirada

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buscaba inquisitivamente entre la oscuridad, observaba al techo esperando a que mi cuerpo reaccionara, seguido de un respiro profundo, sentí donde los resortes de la cama se hundieron unos tras de otros, siguiendo un rastro hasta a mi, sin poder moverme, sentí su respiración en las piernas, poco a poco subiendo por encima de mí, su cuerpo aplastaba el mío, una especie de baba cubría su cuerpo peludo, unas garras me sujetaron del antebrazo, rasgó la piel, la sangre comenzó a brotar ¡Eres mía! Su voz aguardentosa, exhalaba su aliento frío en mi cuello, que hacía recorrer un escalofrío de pies a cabeza, el corazón quería salir del pecho, los labios se abrieron, pero no emitían sonido, como pez fuera del agua, jalaba bocanadas de aire para no morir, abrió su boca y sus colmillos afilados situados en contraposición daban paso a una lengua áspera, que pasó por mi rostro, su saliva quemaba, un grito ahogado, me hizo llorar. ¡Estás marcada! Se quitó de encima y pude moverme. Me levanté de la cama y fui al baño, su saliva aún quemaba, la piel roja quedaba expuesta al encender la luz, pero no había más daño. Bajé enseguida a reclamarle a Labán, pero no estaba en el patio, corrí a su cuarto y lo que ví, me dejó sin aliento, en la cama de mi hermano, estaba la bestia de aquel sueño. Caí de bruces en el umbral de su habitación.

ADRIANA RODRÍGUEZ

México

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T

iago guardó el resultado de sus investigaciones sobre los telómeros, en el sofisticado dispositivo digital y se dirigió a La Isla, un extenso predio, separado de la ciudad por un muro invisible de sensores y un parque impecable, rodeando varios edificios inteligentes.

—Para los neófitos en el tema —le había explicado a Sara, al iniciar sus

trabajos— estos, no son más que una secuencia de ADN especial, situada en los extremos de los cromosomas. Cada vez que una célula se divide, los telómeros se acortan y aparece la pérdida de capacidad regenerativa característica del envejecimiento. Conseguí aumentar mucho el tiempo en que se produce el fenómeno y por lo tanto la expectativa de vida. Ahora, inmerso en sus pensamientos se dejó llevar por la plateada cinta transportadora, hacia la oficina administrativa. Entró. Solo había un hombre, no muy alto, frente a la ventana. Antes de que pudiera decir una palabra, escuchó en su mente: “Deja el trabajo virtual sobre el escritorio. Dentro de una semana quiero que te mudes a uno de los departamentos para investigadores del complejo. Puede acompañarte la mujer con la que vives. Necesito tu mente lógica para desarrollar un proyecto a gran escala. Por ahora, vuelve a tus costumbres primitivas y disfruta de la naturaleza que tanto amas”. Tiago, todavía sorprendido, al ver que el hombre lo ignoraba, dejó el medio electrónico, dio media vuelta y salió. Los árboles parecían saludarlo cuando volvió a la cinta transportadora que lo llevó hasta el edificio de entrada, recogió su abrigo y se cambió el calzado. Comenzaba a anochecer. Subió a otra cinta que lo acercó a la estación del helipuerto urbano. Se cruzó con muchas personas: anónimas, ausentes, con destinos en diferentes plataformas. La mayoría en barrios satélites, dónde torres altísimas con ascensores de metal y vidrio los tragaban. Después eran depositados en la puerta de modernos cubículos con una gran pantalla tridimensional, un cómodo sofá y frascos con pastillas de diferentes gustos para alimentarse. Lo sabía, porque una hermana suya vivía así, fascinada por el no hacer. El transporte aéreo lo dejó al filo del gran cinturón verde que rodeaba toda la ciudad con pequeños lagos artificiales. Era una zona de casas bajas, recuerdos del pasado. La cinta transportadora lo conduciría hasta el estacionamiento. A mitad de

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camino divisó a Sara que venía en dirección contraria. Saltaron los dos al césped sintético, se abrazaron y corrieron el trecho que los separaba del auto. Estaban conectados. Mientras cenaban una mezcla de vegetales frescos, apenas hervidos, con proteínas seleccionadas, Tiago comentó sobre su extraña entrevista. Sara preguntó: —¿Conocés algo más sobre él? —No, en realidad es un desconocido para mí, no recuerdo su voz, sus palabras entraron directamente a mi mente. Quiere tenerme cerca para un nuevo proyecto. Estoy fascinado. —-Me alegro por tu carrera —dijo Sara—. En el Distrito de Ciencias, seguro que encuentro cursos sobre Genética Vegetal. —Habrá tiempo para todo. Ahora, mi cuerpo te extraña y está entrando en sintonía con el tuyo —dijo Tiago, mientras el robot recogía la vajilla de la mesa. Se besaron y se amaron a la antigua usanza, descargando hormonas y sintiendo emociones atávicas. La semana transcurrió disfrutando de largos paseos. Sara soñaba con mudarse a las tierras lluviosas para estudiar los helechos fosforescentes. La última noche, Tiago comentó: —Sara, mañana conocerás La Isla, te va a sorprender la burbuja robótica, somos muy pocos los humanos. Cuando llegaron, la puerta del nuevo departamento se abrió al contacto de la contraseña. Las persianas se corrieron. Una enorme pantalla se encendió inundando el recinto con imágenes. Tiago salió al balcón del dormitorio, dejando entrar el sol. De repente, sintió una necesidad de ir al Área de Procesos. Iría con Sara, le mostraría el Laboratorio. Por el camino se encontró con uno de los directores administrativos. —Apuesto a que se van a encontrar con el mutante milenario, me lo crucé recién y me quedó esa sensación —dijo. —¿A quién se refiere? —preguntó Tiago extrañado. —Lo llamamos así, porque no se le conoce edad, puede leer las mentes y dejar sus órdenes. Es un homo sensorius avanzado. Aquí lo protege el zar de la electrónica. Lo conocen muy pocos. Es usted un privilegiado. Con Sara entraron a un confortable recinto. Contra la ventana estaba el mismo

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hombre que había recibido el informe. Se dio vuelta lentamente y los miró. Sus ojos eran dos finas líneas. Ésta vez habló: —Los estaba esperando. Hay diez personas convocadas y me urge comenzar lo antes posible. Mi proyecto, Tiago, es encontrar la forma de medir la frecuencia de las emociones de los hombres, y construir un banco de datos. Podrán elegirse, así como lo hicieron ustedes. Bajarán los índices de suicidio, la depresión, mejorará la creatividad. Se volvió dándoles la espalda. En ese momento, un estremecimiento recorrió su cuerpo. “Me está volviendo a pasar”, se dijo el mutante. “Me invade un placer que ya no recordaba. Sara, vibro en tu misma frecuencia. Por fin una compañera para los próximos cincuenta años”. Volvió a girarse y agregó con voz muy suave: —Voy a almorzar con ella. Necesito realizar algunas mediciones. Tiago, regresa mañana. Impulsado por una orden en su cabeza, Tiago se sintió obligado a irse y comprendió lo peor. Cuando entró al departamento, se encendió la pantalla y todo se llenó de imágenes y música. Gritó: “Apagar” y la habitación se volvió silenciosa. Se sentó en el piso, contra la pared. Escondió la cabeza entre sus brazos. No entendía nada, solo que a Sara no la volvería a ver. “¿Había un camino de retorno? No, todo había terminado” Tendría que buscar trabajo en otro Distrito. Solo pensar en ella y la cabeza le estallaba con un dolor insufrible. Tiago volvió a su casa, habitada por los androides que ahora cargaban sus baterías solares, realizando el trabajo en los jardines. Permaneció inmóvil frente a la puerta, y al entrar, dejó caer una lágrima al sentir el toque de perfume y color que identificaban a Sara, repetido sobre las superficies planas. Tenía que recuperarla, aunque le fuera la vida en ello. Viajó a otro distrito y allí estudió durante más de un año, las diferentes maneras de manipulación de la voluntad humana. El mutante era invencible en su capacidad resolutiva. Solo se lo podría engañar, desde su entorno más íntimo y fiel. Un día escuchó en susurros, una historia que circulaba en forma velada, entre los integrantes de un grupo al que era asiduo. Se contaba que en los confines de la

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tierra verde, vivía un grupo de sabios, la civilización de los antranos, que había conseguido con una técnica de relajación bajo extractos vegetales, liberar la esencia vital del cuerpo, acción acaecida en diferentes milenios, que nunca se pudo reproducir. Viajó hacia las montañas nevadas, como simple turista. Se adentró en pueblos que vivían de sus robots preparando cultivos y preguntó. No en forma directa, pero con su mente aguda, después de días y días, consiguió información de un lugar, que podría ser la punta del ovillo. Encontró un monasterio muy antiguo de piedra y madera, oculto en un bosque de alerces: la entrada a cientos de hectáreas dedicadas al cultivo y procesamiento de los mismos. Primero le negaron el paso, pero debido a la sorpresa que producían sus respuestas, uno de los sabios se interesó y lo invitó a pasar. Tiago contó su historia. Ellos no habían escuchado sobre el Mutante, pero decidieron ayudarlo, porque tenían herramientas que querían volver a probar. En rueda secreta con unos pocos elegidos, Naulet, un ciego con información recopilada durante milenios, habló: “En la España musulmana, desde el año 711, cuando cruzaron el estrecho de Gibraltar, árabes y bereberes, se intercambiaron tiempos de conquistas y reconquistas por parte de los cristianos. En la región del Al Ándalus vivió un anciano español, estudioso de los misterios de la vida, desde que cayó en sus manos un antiguo manuscrito. Lo apresaron y lo condenaron a muerte, a ser decapitado con cimitarra. Lo obligaron a permanecer arrodillado durante un tiempo, viendo la ejecución de sus vecinos. Pidió tomar un sorbo de un líquido que llevaba en uno de los bolsillos. Se rieron de él y lo llenaron de improperios. Entonces inició el proceso y cuando cayó la última víctima, liberó su espíritu y se escondió en ese cuerpo. Después se trasladó hacia el de un recién nacido y cuando llegó a la adultez, escribió su experiencia, que nadie creyó, pero que fue pasando de generación en generación y llegó hasta nosotros que lo perfeccionamos”. Tiago comenzó con las prácticas, bajo la estrecha supervisión de los sabios. Mientras tanto, el Mutante, desconfiando de la docilidad por aceptar la situación y conociendo la inteligencia de Tiago, mandó a un ladero de confianza, para encontrarlo y ejecutarlo si se confirmaba su encubierta traición. Instaló instrucciones

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en su cabeza para agilizar la tarea. Gotan, el elegido, era apuesto y de facilidad de palabra. Con su dinero virtual, compró voluntades y así durante varios meses de búsqueda, llegó a la fortaleza de los antranos. Naulet se dio cuenta enseguida de sus intenciones. Indagó en su rutina, en sus funciones al servicio del Mutante. Se habían adelantado los planes. Tiago estaba listo. Se los invitó a tomar un brebaje que los durmió y liberó sus esencias. La de Tiago entró en el cuerpo de Gotan. La de Gotan se perdió en el espacio, al no encontrar una puerta abierta ya que el cuerpo de Tiago quedó en hibernación. Gotan (o Tiago) volvió a La Isla. Dejó un mensaje de haber cumplido con su misión, en un holograma, y simuló estar agotado. No quería encontrarse en persona con el Mutante. Durante el tiempo destinado al descanso, fue a buscar a Sara. Ella lo siguió sin objeciones. Gotan la cubrió con un abrigo y juntos llegaron a la salida. La Seguridad los conocía, los dejó salir. Después, fue un perderse entre la multitud y buscar refugio en uno de los mil departamento comunes de los gigantes habitacionales. Aprovechando el primer tiempo de confusión, Gotan extrajo los chips localizadores de su cuerpo y el de Sara. En horas, todos los helipuertos estaban en alerta máxima, con estrecha vigilancia robótica de las facciones de Sara. Pasaron dos meses en que los dos cambiaron su fisonomía con implantes especiales, corte y cambio de color de cabello, buscando el parecido a un par de ancianos. Gotan hablaba con la poesía de Tiago, explicando el plan de fuga. Ella todavía estaba desorientada, pero reconocía la esencia de su amado y aceptaba sus indicaciones. Salieron del distrito con un contingente de mayores para visitar el Parque Nacional de los geiseres. De allí se perdieron del resto, hacia su destino. Los antranos reanimaron a Tiago, permitiendo que su esencia se juntara con el cuerpo. Gotan, vacío, fue incinerado. Sara solo supo que Gotan la ayudó a reencontrarse con Tiago. Después de

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todo, siempre fue uno solo.

YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA

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B

…no hay días terribles ni fiestas inolvidables… Hebe Uhart

ajo la escalera del subte y ya se escucha el sonido. El cartel luminoso indica que todas las líneas funcionan con normalidad. Una buena por lo menos en medio de tantas pálidas. Mientras paso los molinetes pienso que hoy no tendría que haberme levantado de la cama.

Cuando me desperté de repente y comprobé que reloj no había sonado porque se había cortado la luz, debí darme vuelta y seguir durmiendo. Avanzo por el pasillo que combina con la línea A, bajo otra escalera y allí están. Son tres. El que toca el bandoneón parece tener tantos años como el tango. Está sentado en un banco bajo y sostiene el instrumento sobre sus piernas. A su derecha, un cincuentón puntea la viola con maestría. Frente a ellos un flaco con barba espesa hace llorar el violín mientras Malena sigue cantando como ninguna. El corte de luz era en todo el barrio. Para colmo no había puesto a cargar el celular y no pude llamar al trabajo para avisar que llegaría tarde. Me asomé por el balcón y la calle se veía como boca de lobo. El encargado del edificio igual baldeaba la vereda. En planta baja, evidentemente, no faltaba el agua. En mi baño no salía ni una gota. Los vecinos que se dieron cuenta del corte durante la noche deben haber llenado las bañeras y todas los baldes y cacerolas con agua y dejado el tanque con solo el sedimento de…¿cuánto hará que no lo limpian? No tuve más remedio que irme a trabajar sin bañarme. Y además sin desayunar porque ni siquiera un café pude prepararme. Le puse comida a mi gata Frida y rogué por que el agua que le sobró de ayer estuviera en buenas condiciones. Los tipos tocan muy bien. Y a mí el tango me puede. Me paro a escucharlos. Total no tengo apuro por volver a casa. Desde que Sofía se fue nadie me espera. Bueno, sí, me espera Frida, pero ella nunca hace problema por la hora a que llego. Tenía la esperanza que las cosas mejoraran al llegar a la oficina. Pero como ocurre casi siempre que empiezan mal, después empeoran favorablemente. Como era obvio, con el caos de tránsito producto de la falta de semáforos, llegué más tarde todavía de lo que suponía. No hubiera sido mucho problema si no fuera porque el

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buchón de Alfredo firmó la planilla a las 8:30, que es el máximo de tolerancia, dejándome en evidencia. Para colmo imagino que la mujer del jefe le debe haber taladrado la cabeza todo el fin de semana porque vino más agresivo que un gurka. Nos llamó a su oficina y nos gritó por el trabajo realizado la semana pasada, por el que teníamos en curso y por el que nos tenía preparado para darnos. Cuando llegaron las cinco de la tarde tuve la misma sensación de alivio que una libertad condicional. Observo a los que, como yo, se pararon a escuchar la música. Es un conjunto variopinto: estudiantes secundarios, una señora mayor muy maquillada, jóvenes oficinistas, —lo infiero por el tipo de vestimenta—, un grupo de obreros de la construcción con sus cascos amarillos, un par de vendedores ambulantes, una familia con cuatro niños, un matrimonio anciano, dos parejas vestidas como hippies y… ella. Cabello largo, lacio, castaño con reflejos rubios, enmarcando un rostro bronceado, de ojos marrones, boca grande con apenas un toque de maquillaje. Una musculosa color crema y un jean muy ajustado sugieren un cuerpo armonioso, sin mucha voluptuosidad pero, casi con seguridad, riguroso trabajo en el gym. La música pasa a segundo plano. Todos mis sentidos convergen en un único propósito: admirarla. Imagino hasta su perfume. ¿La vie est Belle tal vez? Coincidiría con su target. Concentrada en la música parece transportada a otra dimensión. Y si le gusta el tango, bingo. De repente gira la cabeza hacia mí. ¿Sintió mi mirada? Sonrío. Vuelve su atención a los músicos pero no parece molesta. Mi pulso se acelera. ¿Me acerco? ¿Le hablo? ¿Cómo hacerlo para no quedar en evidencia y rebotar? El trío arremetió con “Por una cabeza”. ¿Y si canto para llamar su atención? Naaa, no me da para eso. ¡Ya sé! Busco mi billetera, saco 50 pesos, me acerco al estuche de la guitarra que está en el suelo y los dejo caer. Los músicos me agradecen con la mirada sin dejar de tocar. Al retirarme camino hacia donde ella estaba parada… No está. Se fue. Corro hacia el andén. Está lleno. Camino con el cuello estirado buscando ubicar su pelo entre todas las cabezas. Nada. A lo mejor salía del subte. Subo los escalones de a dos y corro hasta los molinetes. En la escalera mecánica que va a la calle la veo. Sube abrazada a un tipo con indumentaria deportiva de Boca. Confirmado. Hoy no debí salir de la cama. La única chance de mejorar un mal día la vengo a perder con un bostero.

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OSVALDO E. VILLALBA

Argentina

Blog: www.osvaldoevillalba.blogspot.com.ar

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H

ace mucho, mucho tiempo, cuando esta tierra era aún muy joven, ocurrió la siguiente historia. En la larga cadena montañosa del Oeste se encontraba una montaña solitaria, la más alta entre todas, su cima permanecía siempre cubierta de nieve y el amanecer

llegaba a ella primero. Por alguna razón en un día muy hermoso de primavera, decidió salir del mutismo característico de todas las montañas y se dirigió en estos términos a las demás. Sin duda soy la más alta entre todas nosotras, además de la más fuerte, sólida y perfecta. ¡Ni la feroz borrasca logra estremecer mi cima!, por eso he decidido lo siguiente: ¡de ahora en adelante seré la referencia obligatoria para todas las criaturas que vivan en estas tierras!, ¡nadie es más imponente o poderosa!, ¡nada será capaz de vencerme! Escuchándola, una de las montañas cercanas salió de su sopor y le dijo lo siguiente: Compañera, ciertamente eres la más alta entre todas, pero hasta donde yo recuerdo nuestra altura forma parte de nosotras, no crecemos cómo los árboles o el resto de los seres, algo nos hace emerger tal y como somos ahora, ¡te pido reflexiones!, nuestro papel en estas tierras no es el asumido por ti, es entre otras cosas dar albergue a otras criaturas, retener al viento quien trae las nubes de lluvia, recoger nieve en nuestras cimas para que al derretirse se convierta en frescas corrientes de agua sobre nuestras laderas, contribuyendo a la fertilidad de los valles. Lo importante ―siguió en tono seguro― es cumplir de la mejor manera nuestro rol, recuerda, ¡la arrogancia no lleva a nada bueno!, ¡sin importar cuán grandes o imponentes seamos siempre habrá algo mucho más poderoso que nosotras!, diciendo esto volvió a caer en el eterno sueño de las montañas. La montaña más alta no hizo caso a lo dicho por su compañera y continúo firmemente arraigada en sus creencias. No transcurrieron siquiera dos días de haber ocurrido esta extraña conversación entre las graníticas moles, cuando luego de media noche la tierra se sacudió violentamente, causando gran temor en los habitantes del entorno. Mientras todavía se mantenían los movimientos del terreno, se escuchó un fragor poderosísimo después del cual llegaron finalmente la quietud y el silencio, todos aún

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algo nerviosos regresaron a dormir, esperando el cercano amanecer. Cuando la mañana mostró sus primeras luces, ¡oh sorpresa!, todo el paisaje de la cordillera se había transformado, ya ninguna montaña era visiblemente más alta, todas estaban casi a la par. A pesar de los movimientos de la pasada noche la mayoría de ellas continuaban prácticamente inalteradas, solo una parecía haber cambiado a gran escala. La anteriormente ufana montaña, sufrió el desprendimiento de su cima, ―dejando así de ser la más alta e imponente― los restos de rocas rodaron ladera abajo, causando grandes cicatrices en sus laderas, ese fue el gran estruendo escuchado por todos. La montaña sintiéndose más poderosa que la tierra, quiso resistirse a los movimientos de esta, perdiendo la confrontación. Desde esa época hasta la presente, ninguna otra montaña ha escuchado nuevamente su voz.

LIDIA J.LEZAMA

Venezuela

Facebook: https://www.facebook.com/lidia.lezama.7946

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J

amás había conocido a alguien como tú, usualmente la mayoría sale corriendo cuando me ve, pero tú eres distinto, en lugar de huir, te emocionaste por mi presencia e incluso, me has invitado a tu casa a beber unas cuantas cervezas. Me agradas, eres el primero que no solo se ve como yo, sino que también,

me recuerda a mí cuando era más joven. —¿Entonces vienes de otra dimensión?, ¿Cómo fue que llegaste aquí? — preguntas con la inocencia de un niño. —Fue con esto —sin temor alguno, coloco sobre la mesa al artefacto que me trajo hasta aquí. —¿Qué es esa cosa?, parece un viejo micrófono con dos cabezas —comienzas a estudiarlo. —“Esa cosa”, se llama el Frecuenciador. —¿Cómo funciona? —¿Ves las dos cabezas de micrófono? —asientes—. Ellas absorben las partículas de dos dimensiones distintas y por medio del sonido, crean un conducto seguro por el cual puedo cruzar de un mundo a otro. —¡Increíble, ¿Puedo ver cómo funciona?! —Claro —no debería, pero tu optimismo se me contagia y con el frecuenciador, formo un pequeño portal del tamaño de una ventana para que puedas ver en su interior. Maravillado observas lo que hay del otro lado, un universo donde las estrellas son seres vivos y están hechas de luz y cristal. —Wow —te quedas sin aliento hasta que el portal desaparece. —¿Te gustó lo que viste? —¡Me fascinó, ¿Cuántos mundos hay?! —Su número es infinito y cada día sigue aumentando, podríamos vivir un millón de vidas y aun así, nos faltaría tiempo para visitarlos todos. —¿En serio?, ¿Cuántos has visitado tú? —Cientos, he viajado a un mundo donde el meteorito que mató a los dinosaurios jamás existió y estos se desarrollaron hasta evolucionar en una especie inteligente, tierras donde la magia es real y es la fuerza más poderosa del universo, y

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realidades post apocalípticas donde los muertos vivientes se arrastran sobre la faz de la tierra en busca de seres vivos para comer. —¡Eso suena asombroso!, imagino que tu mundo ha de ser igual de genial — sin darte cuenta has tocado una fibra sensible. —No, mi mundo ya no existe. —¿Qué le pasó? —por la expresión en tu rostro veo que tu preocupación es sincera. —En mi realidad, la ciencia lo era todo y por ello, los descubrimientos que a otros universos les tomaría siglos realizar, a mi mundo solo le costó décadas, fue así como resolvimos el enigma de viajar entre dimensiones, creamos los frecuenciadores y… —me interrumpe.

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—Eso no suena tan mal. —No he terminado —le doy un trago a mi cerveza antes de continuar—. Habiendo resuelto todos los secretos de nuestros mundo, decidimos usar a los frecuenciadores para tratar de resolver los misterios que escondían los demás, pronto nos convertimos en viajeros interdimensionales y con cada expedición, trajimos objetos de otros mundo al nuestro, hasta el punto de que mi tierra se convirtió en un collage repleto de objetos de otras realidades, jamás pensamos que eso llevaría nuestro mundo a su fin. —¿Cómo ocurrió? —El uso excesivo de los frecuenciadores y los miles de objetos traídos desde otras dimensiones, crearon un daño irremediable en el tejido de mi realidad y nuestro universo colapso debido a ello, desde entonces, mi gente comenzó a trasladarse de un mundo a otro, pero ya no como viajeros, sino, como refugiados sin un lugar al que volver. —Lamento escuchar eso. —No lo hagas, con el tiempo descubrí que aquella tragedia en realidad era una gran oportunidad. —¿Ah, sí? —Sí, quizás mi mundo ya no existía, pero ahora tenía la oportunidad de poder acoplarme en muchos más, vivir distintas vidas, en diversos universos donde otras versiones de mí existan.

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—¿Es por eso que viniste aquí?, ¿Quieres vivir conmigo? —No, quiero tu vida. —¿Qué cosa? —Por mucho que me gustaría vivir contigo, dos versiones de un individuo no pueden coexistir en una dimensión al mismo tiempo o de lo contrario ésta colapsaría, por lo que, si yo quiero quedarme aquí, tu tendrías que irte. —¿Y a dónde me iría?, ¿Me obsequiaras tu máquina transportadora para que ahora sea yo quien viaje por el universo? —Debo admitir que esa es una propuesta interesante, Pero si te diera mi frecuenciador, ¿Cómo podría continuar viajando yo? —¿Entonces qué pasará conmigo? —Tranquilo, pronto ya no tendrás que preocuparte por eso. —¿Eso qué significa? —para responder a tu pregunta señalo a tus pies y lo que miras te deja pasmado—. ¡¿Qué está pasándome?! —tratas de levantarte, pero para este punto, tus piernas se han desintegrado por completo. —Mientras charlábamos, te disparé con este laser devorador de materia, no te preocupes es un proceso indoloro y cuando termine no quedará nada de ti, será como si nunca hubieras existido. —¡Cabrón! —pretendes lanzarme un puñetazo, pero la desintegración ha llegado hasta tu cuello y en cuestión de segundos, te veo desaparecer por completo. Es una pena, eras una de las pocas versiones de mí que en verdad me agradaba, pero bueno, al menos ahora tengo otro destino y una nueva vida agregada a mi pasaje.

RONNIE CAMACHO BARRÓN

México

Facebook:Escritor Ronnie Camacho

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ás tarde festejaremos el cumpleaños de papá y en la cena soportaremos la misma cantaleta sobre la propiedad de la que tanto se enorgullece. Es la casa familiar heredada por generaciones y somos los actuales dueños. Cuando muera, mamá

decidirá qué hacer con ella. Por mi parte puede acabar sus días ahí o venderla. La conozco tan bien que esperará la muerte abrazando la almohada de su finado esposo. Jamás renunciaría a las tertulias en los amplios salones ni suspendería los paseos a caballo por las grandes extensiones. Sus ojos se llevarán el recuerdo del lago en el que navegó a bordo de botes seguros. A su muerte la historia será diferente y debo conciliar el ánimo moderno y poco romántico de mis hermanos. En sentido práctico, las tierras valen una fortuna. A mamá le encanta festejar a su marido. Va de un lado a otro, da indicaciones confusas y marea a la servidumbre con sus vaivenes. Cambia de sitio los muebles y finalmente reconoce que su esfuerzo fue inútil y los retorna al orden inicial. Arregla los floreros y el árbol con chocolates y caramelos colgantes. En un baúl centenario esconde los juguetes que papá entregará a los nietos después que le canten el happy birthday. Yo disfruto los sorbos generosos del whisky servido y rememoro las hazañas contadas por mi padre… Mi bisabuelo guerreó contra los aborígenes locales para usurpar sus tierras y tras dos décadas de sangre y fuego logró denunciarlas a su favor. La expropiación fraudulenta fue el triunfo de la decisión y perseverancia. Mi abuelo las heredó y con triquiñuelas legales y fallos judiciales corruptos las extendió y consolidó la posesión. El espíritu mafioso y algunos asesinatos en el camino demostraron que la violencia y amigos idóneos fueron suficientes para redondear los faenones ilícitos. Mi padre, con visión empresarial, sobornos políticos y componendas de alcaldía, modificó las escrituras e invirtió con consorcios comerciales que edificaron grandes emporios. Aún así, la propiedad mantiene el brillo original Suspiro con los recuerdos y mi ensimismamiento es roto por el sonido del timbre. Una mucama anuncia la presencia de un individuo que pregunta por el dueño de casa. Mamá indica que le avise a papá. Buenas noches saludo al recién llegado. ¿Es usted el dueño de esta propiedad? Pregunta mirando a papá.

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Sí contesto ganándole la iniciativa a mi padre. Quiero saber, si no es mucha molestia, ¿cómo la obtuvo? Noto la impaciencia en la postura adoptada por papá. No debería contestarle, pero como tuvo el atrevimiento de venir hasta acá, le voy a responder. Intento hacerlo cambiar de opinión, pero fracaso. Las aventuras familiares serán contadas en el dintel de la puerta y no en la mesa festiva. Mi bisabuelo peleó por veinte años contra los indios para obtener las tierras. Se las heredó a su hijo, mi padre, quien litigó con el estado para formalizarlas y finalmente, he negociado con el sistema para diversificarla… Muy bien interrumpe el desconocido, entiendo que las tierras cambiaron de dueño a traves de los años y los miembros de su familia pelearon para conservarlas, ¿verdad? Usted lo ha dicho, así fue… Entonces, estimado amigo, vamos a pelear por ellas….

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: Oswaldo Castro

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asta donde me fue posible profundizar en mi investigación, antes de decidirme a abandonarla, todo comenzó a mediados del siglo IX con los hermanos Banu Musa. Tras años de estudios y demostraciones; de recopilación de fuentes; de pruebas, fracasos y

pequeños triunfos; de huidas desesperadas del harén real en medio de la noche; de más de una fuga precipitada de la ciudad ante el cambio de autoridades; y del constante peligro de expulsión de la Casa de la Sabiduría de Bagdad, lograron obtener los permisos para publicar su Libro de los mecanismos ingeniosos. Durante el siguiente milenio su libro sirvió de inspiración y consulta constante para todos los inventores de autómatas, máquinas autosustentables, autorreplicantes y autorregulables. Máquinas que, no siempre, se daban a conocer como tales ya que no todos estaban interesados en la construcción de meros ajedrecistas o muñecos capaces de fumar por un narguile; algunos buscaban algo, digamos, un tanto más elaborado. No encuentro otra explicación para el cuerpo que aquella interminable noche de mayo alguien había dejado sobre mi mesa de autopsias, tal vez sin percatarse, si es que no fue sin preocuparse, de la ausencia de las fichas de información médica necesaria para su identificación. Diré que, a simple vista, y apenas atisbando debajo de la sábana que lo cubría, se trataría de una mujer. Tras más de una hora revisándola fui incapaz de dar con la causa de su muerte. Nada parecía fuera de lugar, nada faltaba, nada sobraba, nada debería de haber fallado. Cada uno de sus órganos lucía exactamente como se lo mostraba en los libros de anatomía, es decir, como si fuera un órgano nuevo, sin desgaste de ningún tipo, al parecer sin siquiera haber sido utilizado. Como si pertenecieran a un recién nacido y no a una mujer de, con suerte, menos de treinta años de edad. Sin embargo, y a pensar que su fría piel era signo innegable de su muerte, había algo más. Tal vez ese algo más fue lo que me decidió a apagar el dictáfono y borrar la cinta en la mitad del procedimiento. Ese mismo algo no me permitía dejar de mirarla. Mentiría si dijera que no me sentí atraído prácticamente de inmediato, pero no a un nivel de morbosidad, ya que no me considero uno de esos que solo se convierten en patólogos para tener acceso a sus oscuros objetos de desviado deseo.

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Realizaba uno de los tantos análisis en el microscopio, cuando alguien tosió a mi espalda. La sorpresa, el miedo, el terror, me invadieron. Sabía que la sala se encontraba vacía salvo por el cuerpo de la mujer a la que acababa de coser la incisión Y sobre la mesa de autopsias y mi propia persona. Aun así, no pude evitar que, con el rápido movimiento que hiciera para girarme, el microscopio, la muestra que analizaba, el resto de los elementos sobre la mesa de trabajo y la banqueta sobre la que me encontraba, acabaran en el suelo. —Lo siento —dijo la mujer al ver mi sobresalto y antes de inclinarse hacia fuera de la mesa para toser una vez más—, creo que me atraganté. Al volver a su anterior posición sobre la mesa notó que se encontraba desnuda e intentó cubrirse con la sábana que había dejado a sus pies. Mientras la veía moverse como si se tratara de alguien que acababa de despertar sentía un intenso dolor en mis dedos debido a la fuerza con la que me aferraba a la mesa de trabajo; al percatarme de ello intenté aflojar la mano sin mucho éxito. —Qué… que… —intenté articular sin lograr siquiera formar una frase completa en mi cabeza—. ¿Quién eres? —Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle. Pareció contrariada por la pregunta y, al mismo tiempo, por su expresión, pude notar que intentaba recordar cómo responder. —No lo recuerdo… —dijo finalmente antes de sonreír de una manera que muy pocas veces pueden verse. Podría decir que se le iluminó el rostro al hacerlo; pero nunca antes lo había visto tan cerca, tan natural, tan inexperto y, al mismo tiempo, tan real. —¿Qué eres? —Pregunté después. Tampoco tenía respuestas para esa pregunta, ni para ninguna de las que le siguieron. A cada nuevo intento descubría que nada sabía sobre ella, de dónde venía, hacia dónde iba, cómo había llegado allí, si alguien la había llevado, o qué era lo que le había sucedido para terminar sobre mi mesa. Su memoria estaba incompleta, se encontraba ausente, o nunca la había tenido. Era una tabla rasa, una hoja en blanco sobre la que escribir desde cero. A pesar de no saber ni siquiera su nombre, no dejaba de sonreír. Esa sonrisa suya esa su mejor protección y fue suficiente para desarmar todas mis tentativas por

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comprender, por descubrir qué o quién era y, no menos importante, qué y cómo había sucedido. Realicé varios análisis más mientras estaba despierta (aún no podía pensar en ella como algo que estuviera vivo, más sabiendo que hacía apenas una hora la había abierto de par en par y mirado en su interior como si de un juguete se tratara), sin encontrar nada fuera de lo común. Su corazón, que antes no latía, ahora lo hacía sin problemas (pensar en las incisiones que realizara sobre el mismo no me ayudaba a comprender). La sangre circulaba por sus venas sin la menor dificultad. El aire entraba en sus pulmones, etc., etc., etc. A pesar de todas las evidencias, me negaba a pensar que regresar de la muerte fuera tan sencillo como toser un par de veces; así como una simple bocanada de aire no puede ser suficiente para reiniciar un sistema homeostático completo como el que se encontraba frente a mí. Daba por sentado que era algo diferente a un ser humano; de no ser así no habría podido repararse de la forma en la que ella lo había hecho ante a mis ojos. Faltaba información, sin lugar a dudas; lo que podía explicarse, casualmente, a partir de la memoria ausente. Imposible saber si eso se debía a que algo había fallado al momento de su detención o la falla era producto de la inexperta manipulación de la que había sido objeto bajo mis manos. En algún momento de la interminable noche interrumpió la catarata de preguntas colocando de improviso su mano sobre mis labios. —Tampoco sé tu nombre —susurró. A pesar de mis años de estudio, no sabía que el corazón humano pudiera latir del modo en que el mío lo hizo cuando me tocó. Decidí que era mejor continuar con nuestro mutuo estudio en otro lugar, lejos de posibles interrupciones, de ojos curiosos, de preguntas a las que tampoco yo podría responder. Coloqué mis brazos debajo de su cuerpo, le pedí que abrazara mi cuello y la alcé, como se levanta a una recién nacida; el sentir su piel igual de fría que al momento de su despertar me hizo estremecer. Restaba mucho por investigar aún, en ese momento ni siquiera había pensado en ella como un autómata con la capacidad de aprender de cuanto le rodeaba; algo que haría más adelante y que luego olvidaría. Al salir de la morgue aún se aferraba a la sábana con la que se cubriera, último recuerdo de lo que había sido o, tal vez, primero de lo que a partir de ahora sería.

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JOSÉ A.GARCÍA Argentina Página WEB: www.proyectoazucar.com.ar

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L

apsus I Jesús era un buen chico, me ayudaba en varias ocasiones a calcular los balances en la clase de Financiamiento Público. Tenía mucho que me empezaba a gustar. Él pasaba la mayor parte del

tiempo conmigo y, aunque formaba parte del equipo de futbol de la facultad, siempre guardaba un poco de espacio para mí. En varias ocasiones habíamos salido. El solo que me agarrara la mano y sentir un abrazo suyo me hacía sentir protegida. Un día pasamos toda la tarde cerca de un lago que estaba a la salida del pueblo. Jesús había llevado su caña de pescar y me enseñaba con ánimos a capturar algún pez. La tarde se volvía fresca y él colocó su chamarra encima mío. Sonreímos y nos dimos un largo beso. Me sentía muy feliz a su lado. Aunque él mantenía amistad con muchas personas, Jesús sabía darme mi lugar y yo le correspondía de igual manera. Lapsus II Lo esperé afuera del bar, ya eran las ocho de la noche y ya debería haber llegado. Se asomó a bordo de su motocicleta dos calles abajo del local. Traía su cabello largo y una playera negra, junto a su chaqueta de cuero que siempre llevaba consigo. Si bien los días eran muy atareados en la universidad, en ocasiones nos escapábamos para disfrutar un rato cerca del uno y del otro. Yo estudiaba en una escuela privada y él trabajaba, ambos pasábamos muy buenos momentos al salir. Aunque él era muy callado y acostumbraba a pasar el tiempo solo, tener momentos juntos le alegraba demasiado. Para él, yo era su secreto más preciado. Pues solo yo sabía su lado romántico. Además de tener una apariencia fría, para mí era una persona muy cálida. Escuchamos buenas canciones de rock en el bar, una banda local había tocado y su interpretación fue buena.

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Tomamos unas cervezas y algo de botana. Él fumaba por ratos y me hacía reír con sus ocurrencias. Me sentía muy feliz con él, sabía que podía comportarme de forma plena a su lado sin reproches. Al salir, Jesús me sorprendió dándome muchos besos. Nos quedamos en la esquina oscura demostrando nuestro deseo. Lapsus III Eduardo siempre usaba ropa colorida que combinaban con los vestidos que yo usaba casualmente. Después de unos días, él me llevó un arreglo floral y un bonito poema dentro del obsequio. Me sentía muy feliz y deseaba demostrarlo. Juntos salimos en la tarde de la universidad y él me invitó a su cuarto. Tenía poco tiempo dónde él se había separado de sus padres y acostumbrábamos pasar tiempo en su departamento viendo series y haciendo la tarea y … Desde que fuimos en el colectivo, nos dimos muchos besos, no había minuto que no resistiera tener el sabor de sus labios en mí. Eduardo siempre acariciaba mi cabello y me daba besos en el cuello… ¡eso me volvía loca! Aquella tarde fría llegamos a su cuarto con el corazón envuelto de fuego. Nos desvestimos y juntamos nuestros cuerpos , poco a poco nos consumimos al hacer el amor... Lapsus IV No resistimos más, la piel quemaba y nuestros labios palpitaban. Nos dirigimos a un pequeño motel que quedaba muy cerca del bar y pedimos un cuarto. Fuimos llevados por el momento y él me desvistió con lujuria. Me encantaba como me miraba, yo era suya y él lo sabía muy bien. Me tumbó en la cama y me besó todo mi cuerpo hasta llegar a mis piernas. Fue en ese preciso momento en donde sentí su respiración cerca de mi vagina húmeda y la empezó a lamer poco a poco, metía su lengua adentro y humedecía mi clítoris con besos, podía sentirme elevarme por los cielos. Hasta que se levantó y me agarró a besos, mientras me penetraba con fuerza.

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Mis gemidos eran tan fuertes que debían de escucharse en todo el lugar. Al final de cuentas era la manera de firmar nuestros votos de amor. Lapsus V Cada tarde dábamos un paseo por la ciudad. Lo habíamos hecho costumbre, siempre era al regresar de trabajar. Pasábamos a comprar la cena y llevábamos unos dulces para nuestros hijos. Si bien en ocasiones Eduardo se mantenía callado, siempre me demostraba su cariño regalándome rosas y dedicándome bonitas canciones por las mañanas. Entendía que el trabajo era pesado y yo debía comprenderle como esposa. En ocasiones él cocinaba y mi niña cuidaba al bebé Matías mientras yo preparaba la bebida. Era un matrimonio saludable, nos ayudábamos mutuamente. Por las noches él tocaba canciones que componía en guitarra y nos metíamos a dormir hasta que el bebé se dormía en mis brazos, arrullado por melodías. Lapsus VI En cierta ocasión mi esposa me habló que nuestro encuentro y unión no había sido ocasional. Siempre existió una breve sensación de extrañeza y emoción. Ella sentía que ya me conocía y que posiblemente en otros planos nos habríamos encontrado. Tal vez ella tenía la razón. Tal vez el tiempo y las realidades darían giros alocados para volvernos a juntar. Cada realidad con pequeñas diferencias. Pero adecuadas para gestar nuestro cariño y amor en un frenesí de vueltas en el espacio y tiempo. Lapsus VII Berenice me resultaba una chica misteriosa y con una mirada penetrante. Desde que la vi me llamó la atención y poco a poco busqué la manera de coincidir nuestros pasos. Ella era un poco más pequeña que yo, pero me encantaba cuando se ponía de puntillas para lograr regalarme un beso. Las largas tardes junto a ella siempre eran interesantes. Podíamos hablar y hablar sobre temas muy especiales, algo que en lo intelectual, me agradaba mucho. Siempre poseía una alegría en su voz, en las cosas de las que hablaba. Entusiasmo que

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me contagiaba y me subía el ánimo. Cada día la esperaba al salir de clases. Su sonrisa hacía que mis días tuvieran sentido y más al probar sus labios con nuestros profundos besos que nos transportaban muy lejos. Aquella vez, habíamos salido a dar un largo paseo. Siempre era ameno tener cosas que platicar, ella me contaba sus sueños y yo buscaba interpretarlos. Su manera de narrar las cosas tenía una forma muy peculiar, con un brillo en los ojos que me reconfortaba. Lapsus VIII Siempre me ponía los audífonos para escuchar los audios que me compartía mi novia. Ella siempre me mandaba largas explicaciones de las cosas que le pasaban diariamente. Aunque vivíamos en ciudades distintas, el escuchar nuestras voces nos hacía sentir cercanos. Los días y la falta de dinero no daban para viajar a verla a cada instante, pero los pocos momentos en donde llegábamos a vernos, nos reconfortaba y envolvía de felicidad. Ella era mi chica, los caminos no se habían cruzado por simple curiosidad. Berenice me comentaba que un día había soñado con un ángel que la perseguía a todos lados, eso me lo comentó una tarde lluviosa en un café de su ciudad. Ella me dijo con alegría que esa manifestación daba el significado de mi presencia. El brillo en sus ojos cuando me decía sus fantasías era bello, yo la abrazaba y le daba besos. Sabía que era especial perdernos dentro de nuestras emociones, así lograría encarnar un poco de la felicidad que ella invadía en mí. Aunque la lejanía resultaba atosigante cada noche, al estar en la completa soledad. Imaginaba las incontables veces en donde me unía con ella en múltiples planos, las ocasiones en que habíamos hecho el amor, entre besos y caricias. Muy cerca del corazón. LAPSUS IX La primera vez que nos vimos, fue afuera de una iglesia. Nos sentamos en la entrada y empezamos a hablar. Siempre existía una alegría y un toque especial en su voz. Motivo por el cual me agradaba mucho verla expresarse.

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Hablamos de música, filosofía y de dimensiones fractales. Sin duda los temas que tratábamos eran distintos a los de cualquier persona. Me contó parte de sus miedos y algunos de sus placeres. Esa vez, ella llevó un pequeño pay de zarzamora. El detalle me había encantado y más que ella misma lo hubiera preparado. ¡A mí me encantaban los postres! Poco a poco me fui acercando a ella. Indudablemente me atraía mucho, los primeros besos que llegamos a darnos fueron magnéticos. Con un toque atrapante que me hizo desear más y más su cuerpo. Los días pasaron y los encuentros también. Aunque al principio Berenice me dejó claro que no deseaba entablar nada serio, yo le insistí en que fuera mi novia. Por desgracia, sus antiguas relaciones habían terminado con un desenlace incómodo y fatal. Una pequeña desilusión colmaba su mente. Pero aún así, traté de mostrarle el camino. De llevarla de la mano hacia algo nuevo, hacia una nueva experiencia sentimental. Algo que tarde o temprano nos haría envolvernos de amor. LAPSUS X Berenice y yo viajábamos de aquí para allá. Éramos unos trotamundos que no parábamos nunca. Podíamos viajar a una ciudad, luego a un pueblo mágico y después sumergirnos en alguna reserva natural. Al principio nos conocimos por simple casualidad. Yo acababa de llegar de viaje del extranjero y deseaba tener a alguien que me diera un tour por un poblado. El lugar era turístico y ahí la encontré. Era licenciada en turismo y llevaba el cabello rubio; tenía una delgada silueta y usaba zapatillas. Aunque más baja que yo, su mirada penetrante terminó de flechar mi atención. La seguí y con mucha atención escuché sus consejos. Me ayudó a conocer los principales lugares turísticos del lugar y le invité a tomar un chocolate en un pequeño café bar muy acogedor. Ahí le comenté de mi vida de mochilero. De cada una de mis paradas en distintos parajes, de cada una de las atracciones naturales y ciudades que había visitado. Me movía de aquí para allá, motivo por el cual me nutrí de los rasgos culturales de cada región.

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Ella terminó maravillada por mi estilo de vida y me dijo que deseaba mucho vivir esa experiencia. Tras ello, le pedí su número. Volvimos a salir en innumerables ocasiones, hasta que la llevé al primer viaje a una zona arqueológica. Me gustaba mucho platicar con ella y justo al momento de nadar en un río, yo la abracé y le robé un beso. Lo demás fue cuestión de tiempo. Nuestras emociones se fueron uniendo en un vaivén de sensaciones. Hasta que la llevé conmigo a donde fuera. Cierto día, en la cima de una montaña, mientras contemplábamos al sol salir en el pálido horizonte, ella me comentó que posiblemente nos conocíamos de antes. Yo le aclaré que sentía lo mismo. Tal vez éramos almas reencarnadas que en algún punto del tiempo habíamos coincidido. Aquella idea la terminó por emocionar completamente. Nos dimos muchos besos y nos encerramos en la casa de campaña para hacer el amor. Ciertamente, ella tenía un toque especial y único que me hacía valorarla mucho más. Su mirada me transportaba a un tiempo remoto, en donde nuestro fuego pasional nos habrá llenado en su totalidad. Todo esto y aquello volvía todo especial , un toque metafísico que nos hacía felices.

AJEDSUS BALCÁZAR PADILLA

México

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“I

’m gonna try to make it right” Y eso era lo que pensaba hacer, hacerlo bien. Porque ese es mi trabajo como docente, siempre tratar de hacer las cosas bien. Esa frase la extraje de un viejo blues, y es interesante como la música

puede hacer del ser humano un esclavo “part time”, como yo, que por ejemplo estoy escribiendo con esa balada blusera de fondo, sentado frente a mi escritorio, por supuesto en la silla negra de cuero, mientras los vestigios de un café me hacen ojitos. A mi izquierda se encuentra mi gato, que duerme placenteramente al lado de mis papeles, los cuales no contienen nada del otro mundo, solo ideas y formas de desarrollarlas en el texto en cuestión. En fin, creo que me he ido por las ramas. Sin más preámbulo dejen que me presente: mi nombre es Eric Fernández y soy profesor por las mañanas y las tardes. Por las noches me dedico a descansar, escribir algo que me apasione o tocar algo de blues en mi Gibson ES-335 Cherry Burst, o dicho de una forma más sencilla, una guitarra eléctrica roja. Me permito escribir cosas como la historia que les voy a contar en el dia de hoy, la cosa va así: un hombre que tiene grandes chances de cambiar su vida solo con decir «Sí, adelante, probemos» y estarás pensando que es una idea muy clicheada o poco original… y es que no has escuchado la mejor parte. Su vida es muy monótona, casa, trabajo, casa, trabajo, compras, casa, trabajo y bueno, una existencia poco interesante. Luego de volverse un poco depresivo, notaba que su paso por este mundo no era muy importante, ya que (dicho por él) nadie lo tomaba en cuenta para contarle sus problemas ni sus ventajas, tenía amigos, pero ninguno de ellos hablaba con él directamente, sino más bien en el grupo que tenían entre todos. Eso lo hacía sentirse mal, pensaba que algo mal estaría haciendo para que sus amigos no lo valoraran. Pasados ya dos meses viviendo en un barranco emocional, donde en lo único que encontraba refugio era la ingesta de alucinógenos, Ramiro comenzó a aislarse aún más de lo que ya lo hacía. A nadie le llamó la atención dado que él siempre había sido un tipo solitario y que disfrutaba de ese desamparo. Poco tiempo había pasado cuando un día no se presentó a trabajar, ni al siguiente, ni al siguiente. Su jefe llamó a la casa, y nadie respondió. Casi que lo dio por muerto, hasta que al segundo día sin la presencia de su empleado, el mandamás decidió ir hasta el hogar de Ramiro, para ver exactamente qué era lo que estaba pasando.

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Al llegar a la casa tocó timbre, y nadie fue a atender. Luego de haber forzado la cerradura para poder entrar, no había nadie, solo el perro fue hacia él, era un labrador y tenía un collar azul (el color favorito de Ramiro). Lo extraño era no solo que no había nadie en la casa, sino que no existía rastro visible de que en algún momento lo hubiera habido. La comida del perro no estaba desparramada alrededor del plato, buscó por todos lados, en el dormitorio, el baño, incluso el patio pero no encontro ningún rastro de heces; el pelo del labrador brillaba como el sol en plena luz del día. El ahora ex jefe de Ramiro, se fue del lugar, se aseguró que la mascota tuviera comida y agua y emprendió viaje hacia su hogar. A los dos días, recibió una carta de alguien que argumentaba ser su empleado número dos (el número uno pensaba que era él mismo), y he aquí la clave de todo, no había firma, podría ser cualquier persona haciéndose pasar por Ramiro, lo que el jefe no entendía, era ¿por qué no firmó? Pero antes que fijarnos en ese detalle, mejor sería analizar las últimas palabras de la carta: Jefe, es para mi un profundo malestar tener que decir esto…, pero no puedo aguantarlo más, semanas han pasado desde que busco el hueco en su despacho para sentarme en esa elegante silla que tiene enfrente a usted y contarle lo que me pasa, pero supongo que para el momento en que esté leyendo esto será demasiado tarde. No se preocupe, yo estoy bien. Es solo que no soy el mismo de antes. PD: Oh, y gracias por dejarme el plato servido y el agua a mi alcance.

Lucas MigdaL

Uruguay

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E

l Sacerdote Chamán y su discípulo, Alberto, se hallaban parados sobre unos peñascos en el borde del mundo. Frente a ellos, se extendía un vacío limitado; el precipicio despertó un terror insondable en el sujeto más joven.

—Maestro, ¿demorará mucho el final? —Unas horas. Iniciemos nuestra labor. ****** Pasó medio día, la noche se presentó. La Luna brilló en el horizonte. Muy

pronto este se hizo pedazos. —¿Por qué…? —preguntó el muchacho. —La atmósfera está colapsando, al igual que lo han hecho casi todos los espacios de este planeta, incluyendo los mares. Es lo esperado. Tranquilo, gracias a nuestro poder no sentiremos dolor. Adelante, comamos, debemos recuperar energías para seguir orando. —No, yo después. Queda poco alimento. —Pronto moriremos. Los muertos no pueden alimentarse. Adelante, come. ****** —Ya ha pasado un día, Maestro. ¿Por qué demora tanto el final? ¿Por qué tuvimos que embarcarnos en este viaje a la zona más segura del mundo? ¿Por qué no perecimos junto a los demás, nuestras familias, nuestros amigos? —Debes tranquilizarte… —¡Me arrepiento de haber venido! —Viniste por elección propia, de todos fuiste el único que reunió las condiciones. —Lo sé, todavía recuerdo los rostros duros de mis compañeros, me hicieron sentir culpable, no entendían que mi única ganancia consistía solamente en vivir un poco más. —No es la única. Hay muchas cosas detrás de esta importante misión. —¿Cuál, Maestro? Usted no dice nada y lo poco que comenta no lo habla con claridad. —Ser paciente es una virtud, llegado el momento entenderás en qué consiste

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el importantísimo privilegio de que hayas podido acompañarme en este largo peregrinaje. —¡Pero, por qué no pudimos traer a nadie más! —Porque solo tú y yo estamos lo suficientemente entrenados para soportar esta tarea. Solo nosotros podemos ocupar esta zona. Gracias a la prodigiosa visión que tuve, he podido hallarla. Por eso ahora nos encontramos vivos cuando nadie más lo está. Alberto no dijo nada. Tras un rato largo de silencio, el Sacerdote Chamán comentó: —Piensas en ella, ¿verdad? —Sí, ella… —Alberto comenzó a llorar, sus lágrimas semejaban el polvo que les rodeaba—. Pensábamos en casarnos. —Nunca me contaste que le propusiste matrimonio. —Nunca «se lo propuse». —Entiendo. Debe ser terrible crear tantos planes en la mente y no concretarlos ni formalizarlos. No sabía que lo de ustedes iba tan en serio. Tú no solías hablar mucho de ella. El hombre soltó una ligera risa. Su discípulo sintió una repentina rabia hacia él. ****** —¡No lo aguanto más! ¿Por qué nosotros dos, Maestro? ¿Por qué nada más los dos? —¿A qué viene ahora esa pregunta? —He hecho todo lo que me pidió sin rechistar, estoy utilizando el poder que usted me confirió con sus enseñanzas y hasta ahora no veo resultado alguno. Usted me dijo que moriríamos de todas formas, que los demás fenecerían, que, de algún modo, haciendo este viaje, podríamos salvar las almas de los que perecieran. —No tiene caso que repitas mis palabras. Sé bien lo que dije y todo es cierto. El Inti me iluminó, me pidió que viniera con mi mejor discípulo a la región más resistente del globo, que esperara junto a él la llegada del fin. Que meditara y orara mientras tanto, que rogara por todos los espíritus que en estos momentos están

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viajando hacia otros mundos donde volverán a nacer y tendrán otras vidas. Debes confiar en mí. Y confiar en el Inti. —La voluntad del Inti... —Sí, ni tú ni yo debemos desobedecer su mandato. El Sacerdote Chamán cogió de la mano a Alberto, este se desasió con rapidez. —¿Qué pretende? —Tranquilo —El maduro hombre se acercó a su discípulo con lentitud, su piel cetrina brillaba como el bronce, era más alto y musculoso que su acompañante. El corazón del joven latió velozmente, retrocedía, como acechado por una fiera; miró tras de sí de reojo, estaba al borde del abismo, hacia ese lado se encontraba una muerte segura. ¿Qué más daba?, pensó. La humanidad debe haber desaparecido ya. No tengo la menor duda de que solo quedamos mi Maestro y yo; en cuanto el núcleo de la Tierra estalle será en verdad el fin de toda la raza humana. El Sacerdote Chamán se alejó unos pasos del muchacho y siguió con sus oraciones. Alberto hizo lo propio. ****** —Explosiones —dijo el Maestro y abrazó a Alberto—. Nuestro hogar colapsa, el final se acerca con rapidez, es cuestión de minutos. El chico se aterró, abrazó por impulso al hombre maduro. Cerró los ojos con fuerza. El Sacerdote Chamán decía unas palabras en quechua, estaba orando. El joven no pudo pensar en nada en ese momento. Su corazón latía mucho por el miedo. Enseguida un gigantesco vacío surgió alrededor de ambos. Fragmentos de piedra flotaban, un calor intenso les fastidiaba, estaban vivos aún. Alberto no sabía por cuánto tiempo contarían con dicha gracia. Las piedras bajo sus pies se sacudían, se partían, se deshacían. —¿Terminó? —preguntó el chico. —Quizá. —¿Quizá? Parece que ya todo ha finalizado, sin embargo aún estamos conscientes. —Lo sé. Estamos en otro nivel, entre la vida y la muerte. O más allá de ambas.

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—¡Entonces…! Alberto se dio cuenta… y gritó. Sus chillidos quedaron ahogados cuando el otro lo rodeó desde atrás con sus brazos y lo llevó flotando al centro eterno de la destrucción.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique. saldivarrosas

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D

esde su muy temprana edad, Peponero siempre quiso ser un asesino en serie. Cuando las vecinas le preguntaban “¿Qué te gustaría ser de mayor, Pepo”? Él, un crío delgado, altamente nervioso y con cara de ángel como los que no se atreven a matar ni a una

simple mosca siempre las respondía sin pestañear: “Asesino en serie”. A ellas esta respuesta les hacía mucha gracia porque pensaban que sus padres le dejaban pasar demasiado tiempo delante del televisor, viendo series poco apropiadas para su edad. Pero, sin embargo, a sus amiguitos del barrio, el tema les ponía... Tanto es así, que le nombraron líder del grupo en el arte de aniquilar ratas y pájaros. A él no se le ocurrió otra cosa que utilizar como arma la barra de pan de mayor tamaño de la panadería de su padre. Todos los días, le robaba una para sus tropelías. Y su padre, que no era tonto, se daba siempre cuenta de ello, pero se pensaba que era para comérsela con sus compañeros de juegos. Por eso, le preguntaba: “¿No quieres merendar jamón hoy?”, sin mencionar el pan…, a ver si el chico le captaba la indirecta… Poco a poco, el joven iba destacando del resto del grupo por el número de ejemplares de animales que mataba: Empezó por liquidar un pájaro y una rata al día. Paulatinamente, pasó a dos, tres y hasta cuatro animalitos diarios. Experimentaba un oculto placer, más profundo que el de simplemente jugar al “Pilla, pilla”. Un buen día, dando un paseo por el campo, conoció por casualidad a una chica que le miró con ojitos enamorados. Tenía aspecto de ser fulana en ciernes. ¿A dónde vas, Peponero? Tú no me conoces, pero yo a ti sí le dijo

fijamente a los ojos; luego, le susurró al oído Sé que eres un matón de los buenos e intuyo que, de mayor, tu deseo es ser un enorme asesino en serie. Yo tengo los mismos deseos que tú. Formemos una pareja mortal, como esos del cine Bonnie y Clyde. ¡Ah! Y no se lo digas a nadie. Te amo y te amaré más cuanto más mates. Ella se le quedó mirando con ojos de loca esperando su respuesta... Él se quedó patidifuso. Se dio media vuelta y salió corriendo como alma en pena, pero pensándose el tema... A sus padres el juego de matar pájaros y ratas no les parecía bien, pero, por otro lado, le excusaban frente a la vecindad que se comenzaba a quejar de su violencia alegando que, de ese modo, quemaba energías. No le gustaba jugar al fútbol, ni practicar otro tipo de deporte, ni ver la televisión, ni leer libros: tan solo, aniquilar

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por el mero hecho de hacerlo. Pero lo peor de todo, era que instigaba a sus amigos a hacer lo propio. Alguno de ellos comenzó a seguirle los pasos, pero, poco a poco, se fueron dando cuenta de que esos actos de maldad no llevaban a buen puerto y le fueron dejando de lado. De modo que Peponero se fue quedando cada vez más solo y también más enganchado a su perverso vicio matón. Por las noches, soñaba con que asesinaba grupos ingentes de ratas y de pájaros y que también se iniciaba con animales de mayor tamaño, como perros y gatos. Se desvelaba de golpe, con sudores y problemas respiratorios, lleno de ansiedad. Y pensó que esas pesadillas debían cumplirse para calmar su sed de sangre. El niño se hizo adulto. Dejó los estudios porque no servía para los libros. Sus padres le dieron trabajo en la panadería y eso para él fue la excusa perfecta para aprender a hacer masa de pan y seguir cumpliendo su objetivo de convertirse en un asesino en serie profesional. Ideó crear una larga baguette de pan de metro y medio de largo y más ancha de lo normal para en ella introducir una barra de acero como arma implacable para gatos y perros de tamaño medio. Y comenzó a barruntar la posibilidad de tomarla con las personas. Empezaría con los niños y si el plan le daba resultado, continuaría con los adultos. Cada vez comía menos, cosa que a sus padres les preocupaba sobremanera, siendo como era hijo de panadero... En aquella época de los años cuarenta del siglo pasado de nuestra España cañí, aún no se estilaban los psicólogos, por lo que a su padre se le ocurrió invitarle, de vez en cuando, a su grupo de amigos del café y cartas de los sábados para que explicase que le ocurría. Le quiso introducir en el grupo para ver si, entre todos, lograban dilucidar si al chico le ocurría algo serio, pero este disimulaba como el mejor actor; se hizo amigo de ellos y, de este modo, pensó, que, en el futuro, qué mejores víctimas que las de su entorno más cercano... ¡Y pensado y hecho! Una noche de fría primavera pre-Semana Santa, el pueblo estaba tranquilo, quizás, demasiado... No había un alma por la calle. Por su puesto, ni perros ni gatos, porque habían sido en su totalidad liquidados por el joven. Todos los paisanos se pensaban que se había instalado en el lugar una letal plaga que acababa con ellos, una especie de peste gatuna y canina. Peponero, alegando en casa que iba a fumar un cigarrillo y a dar un paseo, corrió hacia la panadería y cogió su original

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arma. Sabía que esa noche, el mejor amigo de su padre, estaría en La Pensión del Viajero con su amante. Había soñado la noche anterior su primer asesinato. Sería este. Tenía tantas ansias, que se había saltado el nivel infantil y deseaba directamente matar a un adulto hecho y derecho. Y sin más dilaciones, en vez de matar al amigo de su padre, se decidió por el dos mejor que uno, y también planificó la muerte de la mujer. Las palmas de sus manos ardían y goteaban el sudor de los que saben que van a acometer un acto excitante y prohibido. Las pupilas de los ojos estaban dilatadas cuales las de un drogadicto en plena crisis. Y el cuerpo le temblaba como al enfermo de Parkinson más agudo. Llamó al timbre y la dueña del hostal le abrió bostezando. Eran las 23 horas y una niebla cada vez más espesa daba avisos de que se avecinaba la Noche del Rapaz, como llamaban los lugareños a ese clima nocturno. Preguntó por el amigo de su padre. La dijo que tenía que darle un recado y que saliese. Tenía escondido el matapanes que así llamaba a su arma en sueños en una esquina de la casa. El hombre salió. ¡Hombre, Pepón! ¿Qué haces tú aquí..? Vengo a darle un recado de mi padre.

El hombre estaba muy nervioso porque temía ser descubierto en acto extramarital. ¡Ahora, me pillas mal! Estoy arreglando unas cuentas con la posadera. No sabía que hacías negocios con ella.

Y tras estas palabras, le corrió un nervio por el cuerpo, empujó al hombre y a la posadera, que había salido a ver qué ocurría, y cerró la puerta con cerrojo. ¡Qué naide se mueva! ¡Esto es un asesinato!

La mujer y el hombre se quedaron boquiabiertos y en el primer piso, apareció la amante de este en bragas y sin sujetador y con la pelambrera revuelta. La pelanduscca que le reconoció de inmediato porque era la que, en su adolescencia, le había propuesto hacer un tándem asesino bajó corriendo y puso orden en la sala. Este es mi hermano bastardo. Viene a hacer las paces conmigo. No le

temáis. Está un poco nervioso. Es un poco retrasado… Peponero se quedó mirándola impávido. Por su mente pasó en un instante la

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escena de la antigua propuesta de ella de crear un equipo matón y para salvar el pellejo porque sabía que no tenía otra salida, subió raudo las escaleras y gritó… ¡Hermanita! Al fin, nos hemos reconciliado.

Tanto la posadera, como el amigo del padre del chico se quedaron boquiabiertos y sin poder moverse de donde se encontraban mirando la escena con sorpresa. La fulana, volviendo a susurrarle al oído y con los ojos llenos de sangre, le dijo con tono sensual: “Te haré muy, muy feliz. Ya no tienes vuelta atrás. Te estaba esperando. Seremos los asesinos en serie a que nos obliga el destino”. Y acto seguido, como dos diablos ávidos de sangre, bajaron las escaleras, él salió a por la barra letal y acabaron con la pareja furtiva a panazos, en medio de endiabladas carcajadas infernales.

IÑAKI FERRERAS

España

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I

ngresó al callejón tambaleando. Se recostó sobre su hombro, usando la pared como sostén. A cada paso que daba relucían pequeñas gotas de sangre que caían de su cuello. Presionó fuerte con su mano derecha, mientras en la otra sostenía

un palo de madera, corto, pero robusto. Tenía una terminación puntiaguda. Cayó rendido por el dolor. Intentó ponerse en pie, no lo consiguió. Había perdido mucha sangre. Se reincorporó ayudándose con ambas manos. Logró sentarse. Detrás de él, la pared con mampostería destruida olía a humedad. Quitó su mano de la herida. No era grande, casi no era visible, pero de ella brotaba sangre a raudales. Sonrió levemente hasta convertirse en una carcajada maléfica. Lanzó el palo de madera con brutal fuerza contra la pared que tenía enfrente. Sus ojos enrojecieron y su maléfica risa iba en aumento. Lamió su mano. Noto algo distinto dentro de su boca. Algo nuevo. Pasó su lengua por el contorno de sus dientes. Inmediatamente se puso de pie. Enderezó su cuerpo. Se alegró y comenzó a dar pasos torpes. Lo observé desde mi ventana, mientras él intentaba reconocerse. No era la misma persona que había ingresado a ese oscuro callejón. En el aire se percibía un aura maligna, oscura. Comencé a respirar con dificultad, su transformación me perturbó. Volteó velozmente y miró hacia mi ventana ¿escuchó mi respiración? Era imposible. Movió su nariz, como si fuera un animal. Algo olfateaba. Actuaba como un animal. Caminó de nuevo hacia el interior del callejón. Levantó la vista en dirección a mi ventana. No podía haberme oído. Era algo imposible. Tenía la luz apagada. Me encontraba en penumbras y a una distancia prudencial. Ningún oído humano, ni tampoco visión, podría encontrar mi paradero. Creo que ahí radicó mi error. Esa cosa, ya no era humana. Algo había cambiado en él. Lo sabía, pero no lo comprendía. Con miedo, pero con una enorme curiosidad, volví a asomarme. No estaba. Había desaparecido. En el exterior, reinaba un silencio sepulcral. El callejón, iluminado por un

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tenue farol que provenía de la esquina, se encontraba vacío. Solo eran visibles aquellas gotas de sangre que emanaban de la herida de esa “cosa”. La noche traía consigo una bruma espesa y aterradora, haciendo que esta cayera sobre el edificio en el que estaba. A mi alrededor, las paredes ¿destruidas? Observé sobre mi hombro el lugar donde me encontraba. ¿Dónde me encontraba? Creía estar en mi casa. Pero ese lugar no era mío. Miré detenidamente el contenido donde me refugiaba. El piso estaba al borde del colapso, la humedad había hecho un trabajo excelente al adueñarse de las paredes y parte del techo. Definitivamente, el lugar estaba abandonado. Algo subía por las escaleras. O al menos, eso creía. Mi ritmo cardíaco se aceleró. Algo se acercaba. Fui hasta un rincón del lugar, busqué algo para defenderme. ¿Qué se acercaba? Debajo de mí, el suelo, comenzaba a ceder. Le di un golpe con mucha fuerza a una zona que había sido arrasada por la humedad. Con mis manos arranqué un pedazo de piso. Podría utilizarlo como herramienta de defensa. Un extremo de la madera, tenía un filo que podría penetrar cualquier carne. Se acercaba. Podía oírlo. No sabía qué era, pero estaba realmente cerca. Me puse de pie y sujeté con fuerza lo que ahora podría ser el único medio para sobrevivir. Estaba seguro que era esa “cosa” ¿Cómo pudo ubicarme? ¿Cómo llegó tan rápido? Lentamente la puerta se abrió. Las bisagras chillaban por el óxido del hierro corroído. Una sombra emergió del exterior. Ahí se quedó. Quieta, como si el entorno no le afectará. El miedo me paralizó. ¿Qué era eso? Dio un paso y ya estaba encima de mí. No podía moverme, temblaba del miedo y quería defenderme. No era dueño de mis actos. Ahora, eso que había ingresado, era dueño de mis movimientos. Lo tenía enfrente y no podía distinguir sus facciones. Sentí como pasaba su larga y áspera lengua sobre mi cuello. Luego un pequeño escozor y una presión muy fuerte.

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Cerré mis ojos, presionando con fuerza aquella herramienta que no me había servido de nada y me desmayé. Abrí los ojos. Estaba en la calle, caminando. A mi alrededor la luz escaseaba. Tenía un fuerte dolor sobre el cuello y caminaba con dificultad. Utilicé la pared como sostén y con mi mano derecha presioné sobre dónde provenía el dolor. La herramienta aún estaba en mi poder. ¿Dónde había ido esa “cosa”? El dolor aumentaba. Caí sobre mis rodillas a causa del dolor. Estaba débil. Toqué nuevamente la herida, no parecía muy grande, pero por mi cuerpo, corría gran cantidad de sangre. Empuñé con fuerza el trozo de madera robusta que tenía en mi mano izquierda y la tiré con una fuerza excesiva contra la pared que tenía enfrente. Detrás de mí, el olor a humedad era insoportable. Lamí la sangre que tenía sobre mi mano, sin entender porqué. Sonreí por inercia. Me gustaba lo que sentía. Me puse de pie y volví a sonreír. Caminé lentamente hacia el exterior de lo que aparentaba ser un callejón. Presentí una leve respiración cerca de mí. Volteé velozmente y volví a ingresar al interior del lugar.

CRISTIAN L. GONZÁLEZ

Argentina

Instagram: @CristianLeonelGonzalez88

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-¡P

onete el pijamas, Mateo! —Sí, abuelo, pero hoy no merezco un cuento. ¡Mamá me retó! —¿Qué pasó? —Ella encontró un ratoncito en mi ropero.

—¿Cómo es eso? —Olvidé unos maníes con chocolate del cumpleaños de Lucía entre las remeras. —¡Pobre ratoncito! Claro, él no fue invitado al cumple. —¡Pero mamá se enojó mucho! —Ya se le va a pasar. —¿Te parece? —¡Sí, seguro! Te cuento algo solo a vos, pero no se lo cuentes a ella. —¡Dale! Secreto, secretito… ¡Contame! —Esto pasa en mi bar cuando cierra todas las noches. El dueño apaga las luces y se va. Pero empiezan a aparecer clientes nuevos. ¡Nadie los atiende! ¡Pero son bienvenidos! Un ratón es novio de todas las sillas. ¡Ellas lo aman y sonríen! Porque mientras come las miguitas de pan en sus tapizados, mueren de risa por la cosquilla de su bigote. Una patota de tres cucarachas sale de juerga buscando los pocos platos olvidados de lavar. ¡No por sucios! ¡Por olvido! Durmieron antes porque un mozo, en el descuido, los arropó con un mantel arrugado. Luego los bañarán en burbujas de jabón. ¡Y los grillos como policías a pura sirena ruidosa! Ordenan formar fila a los vasos ya limpios. ¡Los vasos obedecen! Luego de tanto ruido cotidiano creen que es música de orquesta. Un último mosquito duerme pipón en la panera, después de mortificar con su martillo el brazo fofo de la gorda comilona de la mesa dos. Hay un sereno que se cree conserje, pero no es más que un gato viejo y celoso que rasguña si algo falta del lugar. —¿Y el dueño se enoja con ellos? —No, Mateo, ¡para nada! No los conoce siquiera, pero son parte de su vida. Además, tampoco le importa si escapan sin pagar. —¿Y dejan propina, abuelo? —No lo sé… ¡Tal vez que sí! Poca propina para ese bar cansado y de ojitos

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casi cerrados, que bosteza y bosteza alcohol y frituras. El niño se duerme, duerme faraónico. El abuelo lo besa, levanta su abrigo, se acerca a su hija y la besa. —Mateo ya duerme. —¡Gracias, papá! —Hija… Hoy manché con vino y membrillo tu mantel amarillo. ¡Por favor, no lo laves! Dale chance hasta nuestra próxima cena. —Sí, papá, ¡te lo juro! Esa noche, el anciano no recaló en el bar, caminó sin rumbo fijo.

CARLOS THOMAS

Argentina -Uruguay

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H

e quedado envuelto en estupor; me encuentro, súbitamente embelesado. Daba un paso, dos, diez, contando la acera, sus resquebrajos espontáneos cruzaban la acera, me encuentro yo cruzando la acera;

cruzan mis pasos, no al contrario. Ensimismado en la singularidad de un día vacuo, carente, incapaz de exhortar el ánimo a contemplar; hallé un halo, un tenue vistazo entre rostros vacíos y coloridas aceras de diez pasos. Un pequeño farol, tórrido y ajeno a rutinas pomposas, batiéndose en marcos comunes, encerrados por el peso de las aceras, llenas de olvido, prestas a dilatar el recuerdo y hacer olvidar la memoria; dormitar en vida, y vivir dormitando. La luz reverbera en los charcos rojizos de linfa azucarada, que de la mano de la lluvia han dejado los rastros negruzcos de pasos fugaces por la plana sembrada de concreto, asiduo a la memoria, más vacío aún que sus contornos y que la acera, presto a no estar. Coches vulgares. Belleza, la sublime y sonrojada mirada de un halo brillante, perspicaz y delicado a la vista. Cuán taciturna mirada para aquellos viajeros que en su obstinado pasaje contando aceras, no disponen levemente su alma a presenciar un pasajillo de breve luz, un recuerdo entre vacíos rotativos, contados de uno en uno. En el suelo se forma un contorno circundante, alrededor del farolillo, alumbrando pasajes de vagos recuerdos, absorbidos por la acera. Embotado, me someto a contemplar el tenue contorno de suaves curvas, destellos de luz invaden el lóbulo de mis lentes, adentrándose hasta los rincones más recónditos de mi memoria hasta cruzar el caudal de mis flujos. Se deslizan por el recuerdo, evitando que la acera lo consuma en un vacío mediocre. Los destellos dan paso a los viajeros de la acera. Pasando por la balaustrada, con miradas fijadas en el horizonte que, entre curvas, linda con su muerte; contemplan su futuro, y no lo saben. No se detienen a observar los circunloquios del farol que se adentra en las mentes dispuestas, suman los rotos abismos de acera, que traga y traga miradas, defenestradas por un día, de su consciencia. No restan, un paso, quizás los que hagan falta, a observar el presente, su claro mirar se somete a nuestro paso apurado por el horizonte que nos contempla, y al que perseguimos sin cese alguno.

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Se me han convertido con el paso del tiempo, los titubeos del reloj, inseguros de sí, en simples advertencias de un horizonte que recorta distancias a mi cuerpo, pero no me estremezco, yo contemplo, el halo del faro; conserva el alma, preservando recuerdos. Escucho, tras el sonsonete de un reloj canturreando memorias futuras, leves pasos, a cortas distancias, encarnando un horizonte perplejo a mi necedad. Una dama, detiene su paso, sublevándose a los transeúntes ciegos, se incorpora en el centro del farol, rodeándolo con sus brazos. El farol, de improvisto, da un brinco, y apaga su canto. Retengo mi vista, contemplando. El farol vacío, con la dama a su lado, y la lumbre de una acera teñida. No han cambiado los contornos, y yo, escucho el paso del tiempo, observando, mi horizonte presente. Alzo la vista, no hay farol. La dama me observa.

SIMÓN CHAPARRO ESCOBAR

Colombia

Instagram: https://www.instagram.com/chapi_esco/

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E

n la biografía del fotógrafo de guerra Patrick Nisbet, que ha sido publicada recientemente, encontré la mención a uno de los prototipos de testeo del inhibidor I09 y un encuentro entre el biografiado y un paciente de la enfermedad 0901C001 (nombre que

se popularizó a pesar de contener solo dígitos y una letra. El apellido Harper del genetista que lo estudió primero, no alcanzó fama como se sabe) Nisbet fue enviado a la guerra de Urdina, a cubrir los primeros avances de la milicia WLA sobre la parte norte de la ciudad de Leavitt. Recordando su primer encuentro con la devastación de ese lugar nos dice: “Después de lo que costó llegar ahí encontré la calma de las ruinas, y entre ellas los despojos que dejó la insania. Un tanque F48 destruido parecía darnos la bienvenida con su ánima estriada mirándonos. Recordé la explosión que no logró matarme en el valle, cuando estuve tomando fotos cerca a uno de esos tanques”. No creo en la supuesta impresión que le causaron esos hechos, siempre le emocionó asistir a esos conflictos. Lo que vio Nisbet, nos dice, fue la terrible matanza de civiles inocentes, entre ellos muchos niños. Las imágenes se hacían irreales mientras caminaba lentamente acompañando a ese grupo de milicianos, cuyos compañeros antes habían dejado la huella sangrienta y aberrante de sus pasos. “Había una pareja que vi dentro de lo que quedaba de una casa, posiblemente un matrimonio, ambos muertos, que parecían estar levitando en una imaginaria horca. Nunca pude ver qué fue lo que los sostenía” nos describe. Pasaron cerca de un templo que el enemigo respetó y donde había dos enfermeras. Una de ellas se dirigió a Nisbet en inglés y le indicó que por favor lo acompañara a ver lo que estaba pasando en un hospital psiquiátrico a unos bloques de esa calle. A los acompañantes de Nisbet no les importó, solo escuchó a uno de ellos reír y comentar algo con otro miliciano. Aparentemente ellos sabían de las atrocidades que la WLA estaba cometiendo ahí. Esa gente había salido del infierno para azotar a esas indefensas comunidades y nunca tuvieron el castigo que merecieron. El hospital psiquiátrico y las demás construcciones tenían la misma condición de necesaria demolición. Era increíble que alguien pudiera seguir habitando ese lugar según Nisbet. Lo que encontró primero fue a un niño enfermo jugando con casquillos de .104P que había en gran cantidad esparcidos en el piso. Buscó una

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mejor posición y le tomó una foto. La primera de las que tomó del infierno en ese hospital. Supongo que estaba emocionado, después de todo y aunque él lo ha negado en varias entrevistas, es solo un mercenario con una cámara a quien le gustaba escuchar Love Like Blood de Killing Joke mientras caminaba entre la muerte. Lo que le impresionó nos dice fue lo que halló en el segundo piso donde encontró a un grupo de milicianos. Estos empujaban y maltrataban a los pacientes. Algunos intentaban alejarse, protegiéndose de los golpes. Otros no reaccionaban a esos abusos. El inmenso ambiente con camas inservibles, recipientes sucios, insectos y otros repulsivos detalles eran las señales de la crisis social y económica en que estuvo Urdina no solo durante la guerra sino antes de que esta se iniciara. La locura de esa pobre gente era tal vez la única salida de esa iniquidad pero no todos tendrían esa suerte. Nisbet notó después, al fondo de ese lugar, a dos hombres de la WLA que amenazaban a un paciente en una silla de ruedas. Se acercó y vio que uno de ellos amartillaba y ponía una A-250 en la cabeza de ese enfermo que no parecía consciente de nada y solo tenía una mirada sin vida. Pensó, después de ver todas las atrocidades, que le dispararía de inmediato, pero no lo hizo, bajó el arma y agarró un extraño dispositivo que estaba en la cabeza del enfermo, quería quitárselo mientras su víctima empezó a moverse con debilidad. Pudo ver que una pequeñas letras iluminadas en verde, en ese objeto, decían: “This is a test”. Con el segundo intento logró tomar el dispositivo e inmediatamente el pobre hombre empezó a convulsionar. El miliciano entendió que esa máquina reprimía el movimiento espasmódico del paciente, y para comprobarlo decidió ponérselo otra vez conectando un cable blanco a un orificio en la parte superior del cráneo del enfermo. Los movimientos se detuvieron. Los milicianos rieron con el control detestable que poseían y continuaron jugando con la desconexión del desconocido dispositivo. Finalmente el miliciano que inicio el juego tiró al piso la máquina y la destruyó con su A-250. Los disparos hicieron que todos voltearan a verlos. Nisbet miraba, con indignación según nos dice, las convulsiones que parecían ser más violentas en la victima de esa brutalidad. Los milicianos dejaron el hospital psiquiátrico después de matar a tres personas y dejar a otras heridas. La enfermera que le habló al inicio a Nisbet le dijo que por favor hiciera algo para ayudarlos. Él dijo que no podía hacer mucho, que tuviera paciencia, que esto terminaría pronto, luego le preguntó sobre el extraño

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dispositivo que había visto en el enfermo, quien ya no tenía muchas convulsiones y ahora parecía decir algo a la nada. Ahora tenía una mirada de espanto que Nisbet comparó con la que tenían los soldados que padecían de Shell shock. Ella le contó que los equipos de investigación de la Clinical Research Center y la European Clinical Trials Partnership habían estado haciendo pruebas sobre un dispositivo para controlar los efectos de la enfermedad 0901C001 de la cual, en esos años de la guerra, ya se conocía su ataque al sistema nervioso y a la mente con trastornos del pensamiento. El prototipo que tenía un neuroestimulador combinado con una red artificial de neuronas estaba siendo probado con ese paciente y años después lograría convertirse en el inhibidor 0901C001 o I09. El paciente que encontró Nisbet estaba en la etapa final de la enfermedad. El estado inicial, llamado a veces sueño Nerval, es donde el paciente solo tiene alucinaciones o un inocuo desorden del pensamiento que se puede controlar con el I09 (entre las diferentes extravagancias y estupideces del mundo ahora está la infección voluntaria del 0901C001 como forma de entretenimiento), además de cambios orgánicos leves durante los dos primeros días del ingreso de la bacteria. En la etapa final el inhibidor lo único que puede hacer es controlar las convulsiones y la pesadilla en la que entra una persona infectada. Esta pesadilla es incontrolable, caótica, absurda y el paciente no está realmente dormido: tiene alguna conciencia de su exterior. Es una imaginación inducida, comparable a un sueño aterrador. Sin el inhibidor, aquel desdichado hombre volvía a esa condición infernal, así se lo explicó la enfermera a Nisbet quien decidió quedarse para hablar con él. Advirtió, al acercarse, que el enfermo terminaba de pasar por otra convulsión, quería aprovechar esa calma para preguntarle qué es lo que estaba viendo en esa pesadilla interminable. Nisbet nos dice: «La enfermera también me contó la historia de aquel paciente. La manera en que llegó ahí y todo el proceso del testeo del inhibidor. No quiero usar su nombre, solo diré que era un trabajador de mantenimiento que adquirió la enfermedad dos años antes con una prostituta. Estaba mirando al techo. Lo llamé, prendí la grabadora y le pregunté si podía oírme, luego respondió (he cambiado algunas palabras que son jerga de esa ciudad): “Me veo en el espejo, y no soy yo. Soy el monstruo. Lléveme a mi casa. El demonio está mirándome desde la luna. Estoy en el vertedero. Me golpearon y no soy yo. Soy el animal. No

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puedo hablar, tengo heridas en la boca, tengo insectos, tengo insectos en los ojos, mis extremidades son los gusanos que alimentarán a la bestia. Ahora estoy en una casa inmensa, vine a trabajar pero estoy perdido. Quiero salir, tengo que ir a ver a mi hijo, es su cumpleaños. ¿Puede verme? Ayúdeme... Intento encontrar la puerta… ¿Puede verme? Afuera todo está destruido, las casas, los autos”. Le expliqué que todo era una imaginación producto de su enfermedad pero solo continuó: “Me persiguen porque soy el animal, el monstruo… la gente tiene esa sonrisa diabólica, todos están riéndose y se comportan como locos, están locos pero no lo saben, caminan imitando a los perros, imitando a la bestia, algunos tienen los brazos tan largos, no entiendo, he llegado a otra casa a trabajar, entré, la puerta está abierta, en cada cuarto hay una persona muerta, están destrozados, llenos de moscas, ¿Quién ha hecho esto? tienen la misma sonrisa de la gente que está afuera… tengo que salir… esa enfermedad de la que habló ¡es el odio del universo!, la naturaleza nos odia, ¿entiende?...todos están locos o muertos, el cielo es el fuego del demonio, y no podré escapar, el mar está al revés, el suelo está hecho de serpientes y la bestia habla desde el trono dorado, en la montaña hay gigantescas semillas de loto, no lo soporto. En cada paso brota la sangre y es el camino al ojo del infierno…”. No pude seguir escuchando, la WLA continuaba su paso y tenía que ir con ellos» Nisbet nos cuenta que luego avanzó con los milicianos hasta la siguiente ciudad. En ese camino vio, de noche, las luces de los hipnóticos proyectiles disparados por los cañones CRAM. Al pasar por otro vehículo de combate y mirar en el interior de su torreta oscilante, vio un soldado muerto y pensó nuevamente en el odio del hombre por el hombre. Escribió que nadie podría justificar la miseria sobre la que tenían que pasar y miraba a aquellos seres inmisericordes pensando en la letra de una canción antigua de Wall Of Voodoo: Me quedo al otro lado de la locura Sigo siendo el enemigo mortal del hombre Podemos reflexionar sobre la injusticia de la cruel invasión ejecutada por la WLA, pero después de la impasibilidad de los países que pudieron evitarlo y de la contundencia de la fuerza o la realidad del más fuerte, no se puede decir mucho. Solo nos deja el mismo peso de la famosa respuesta de los atenienses en la Historia de la

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guerra del Peloponeso: “naturalmente por necesidad, el que vence a otro le ha de mandar y ser su señor, y esta ley no la hicimos nosotros, ni fuimos los primeros que usaron de ella” Aun con los estudios de Kraepelin en el siglo XIX, y los posteriores trabajos de Alzheimer sobre las causas biológicas de las enfermedades mentales, no se ha movido mucho el problema mente-cerebro, a la que se arribó después del problema mente-cuerpo, producto del avance científico. En este siglo aún no se agota el problema y se introduce también en un intento de explicar, más allá, el mecanismo que gobierna a la enfermedad 0901C001. Los planteamientos filosóficos que provocó el problema han pasado por diferentes luces y moldes, uno de ellos ha llevado, desde Descartes, a mantener al cuerpo y la mente separados pero interactuando (mediante un vínculo que no se ha encontrado) y que ha servido también de soporte religioso. Otros han dicho que existe solo lo mental, los refutadores que solo lo material y también se han manifestado los que querían ver por encima de ellos negando su carácter problemático y despreciando su reflexión. Platón, Popper, Spinoza han tomado algunos de esos caminos. ¿De qué manera el ataque de la bacteria del 0901C001 pasa a dañar la mente? El inhibidor I09 ha menguado sus efectos pero sus alcances en el desarrollo de las neuronas electrónicas, la superación de la respuesta inmune y la adaptación a la red artificial en el cerebro, no han logrado acercarnos a una resolución del problema de la mente y el cerebro. Es el misterio inmutable que a través de los siglos permanece siendo una extraña criatura en nuestro interior.

GIULIO GUZMÁN ARCE

Perú Página WEB: https://simuladorirreal.wordpress.com/

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A

quí, ahora: Cuartel General de las Fuerzas Norteamericanas de Ocupación. Italia, abril de 1944. Se celebra Consejo de Guerra: el Ejército de los Estados Unidos de América

contra el soldado Patrick Finnegan Stewart, de Nueva York. Cargos: alta traición en forma de agresión directa contra uno de sus compañeros, en momentos de hallarse frente al enemigo. Pena solicitada por la parte acusadora: la máxima prescrita por los códigos militares vigentes. ... ¿Qué siente el acusado, en el instante crucial..., cuando el veredicto aflora en las gargantas rodeadas por cuellos galoneados de los jueces? ¿Qué siente usted, Patrick Stewart..., hombre? No hay miedo. Ante su propia sorpresa, comprueba que la sensación predominante es de laxitud..., una casi gelatinosa placidez que lo anestesia contra las punzadas de la amenaza envolvente. ¿Paz? No ignora usted que todo el testimonio humano está en su contra. No desconoce tampoco la apariencia condenatoria de los mismos hechos, que... Flash-back: Tommy, alzando los brazos, de espaldas a usted, una silueta en la distancia borroneada de polvo... Usted aprieta los párpados: simple reflejo. Su razón le indica que se trata de un acto inútil. Las imágenes moran en el lado interno..., y allí se quedarán por mucho tiempo; tanto, por lo menos, como le reste a usted. Flash-back: el capitán Ashworth (uno de los dos hombres que usted ha considerado dignos de admirarse)..., el capitán Ashworth, volando en trozos sanguinolentos por el aire... Suspira usted, Patrick. Sus mandíbulas se relajan, y advierte el dolor de los músculos tras la crispación. Un ramalazo de angustia hiende la beatitud de unos momentos antes. El pasado sigue vivo, piensa usted; y duele, tanto como dolió en su momento. Flash-back: el sargento Figg, vociferándoles. El sargento Figg (cincuenta por ciento de alivio, cincuenta por ciento de temor para ustedes), y su cigarro. El cigarro de Figg. A su pesar, Patrick, se le escapa media sonrisa. E1 sector analítico de su cerebro no puede evitar detenerse en esa extraña cualidad ubicua del cigarro de Figg, del humo del cigarro de Figg, que se las arreglaba infaliblemente para imponerse tanto

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al olor punzante de la cordita, como a la fetidez del revoltijo de sangre y barro agusanado..., y que ahora también se abre camino..., a tiempo traviesa. ALLÁ, ENTONCES: Italia, febrero de 1944. “Algún lugar” en uno de los tantos frentes de batalla en las inmediaciones de Anzio. Vale decir, así le llamarán en el sobrio lenguaje de los textos históricos del porvenir. Yo le reservaba otro nombre, menos educado si se quiere, pero infinitamente más expresivo: el Último Infierno. [Usted mira alrededor, aquí, ahora. La calma entretejida de severidad que envuelve a la sala de tribunales. Las partículas de polvo meciéndose en impalpables cunas de sol vespertino. El humo de cigarrillos —una vez que la Corte entra en sesión, fumar es interdicto; pero ninguna ley humana puede eliminar de golpe la azulada nube que se obstina en apelotonarse contra el techo, vestigio de pitillos febrilmente consumidos en los postreros minutos pre-prohibición—, las toses apagadas cuyo origen no es posible determinar... Lo “otro” parece un sueño, ahora.] Por cierto que no pensé que iba a ser así de veras. Yo vivía de las palabras. Me jactaba de poder arreglármelas para describir con precisión cualquier sensación humana... Y es posible que, después de todo, no me engañara: los críticos decían que mis novelas valían sobre todo por su “palpitante humanidad”, Pero el caso es que en esta guerra había algo especial: era fundamentalmente inhumana. ¿Qué desbocada imaginación podía sustituir el horror de estar ahí? ¿Qué hombre, qué escritor, sería capaz de prever cuáles habrían de ser sus reacciones al entrar en contacto con la versión ’44 de Gehenna? Rugido del sargento Figg, oloroso a tabaco: —¡Cochinos “krauts”! Y fuego de morteros..., particular y malévolamente dirigido a cada uno de nosotros. ¿Pensaba uno ahí? ¿Razonaba? ¡No diría que sí! Un temor de esos no arraiga en las circunvoluciones cerebrales. Se nutre en simas más profundas y oscuras: los mismos núcleos celulares, la cripta ancestral de los terrores primigenios, nacidos con el protozoario ciego y vacilante, con el protoplasma desnudo... —Apresure a los cavadores, sargento —oí ordenar a la voz tranquila del

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capitán Ashworth. Pausa en el fuego. Sumido en mi embotamiento, me pasmó, igual que siempre, ver al capitán y al sargento automáticamente convertidos en precisos mecanismos bélicos. Todos esperamos, listos a seguir los carriles que su indiscutible aptitud de supervivencia nos tendiera. Nadie soñaba en otra alternativa. Figg, erguido, las botas enclavadas en el cieno, el infaltable puro entre las poderosas mandíbulas, disparaba órdenes sin tregua: —¡Vamos, ahí! ¡Moverse, moverse! —¡Agáchense, los demás! ¿O les molesta ensuciarse el esmoquin? —¡La zanja, flojos! ¡Zanja, dije! ¡Nada de castillitos de arena, nenes! ¡Esas son palas, no mondadientes! Al sargento le corría un chorro de sangre, cara abajo, hasta colársele por entre el cuello de la guerrera. Alguna esquirla, o un trozo de roca, durante el reciente ataque... Me extrañó —de esa manera neblinosa con que todas mis sensaciones se confundían en una opacidad común— que él pudiera sostenerse tan firme sobre los pies. Porque a mí me temblaban las rodillas y la cabeza me giraba un poco, a pesar de que ni un grano de tierra me había ensuciado el uniforme. El mundo se desplazaba hacia uno y otro lado, el centro de gravedad me hacía muecas burlonas y el suelo me reclamaba... Pero me entró por la nariz el hedor del cigarro de Figg, y, no sé cómo, me las compuse para reordenar mis trastornadas facultades. —¡“Krauts” del demonio! —mordió el sargento. El capitán Colin Ashworth le tocó el hombro, alcanzándole el casco, que le había sido arrebatado poco antes. —Ordene correrse, sargento —dispuso—. Acá no podemos seguir. —Sí, señor. Figg aflojó los puños, y su vigoroso rencor se canalizó hacia una robusta actividad. Ignorando las abolladuras, tomó el casco que le tendía el capitán y se lo ajustó sobre el ardor del tajo aún palpitante de su frente. El horror recomenzaba. Tembló la tierra, volaron fragmentos de roca y de arbustos. Una compulsión incontenible nos atraía hacia la seguridad del suelo... Pero ahí estaba siempre Figg.

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—¡A volverse por donde vinimos! ¡Muévanse, inútiles! Su energía nos rodeó como un enorme arnés y nos arrastró en una sucesión de impulsos espasmódicos e irresistibles. Como fuese, avanzamos. —¡Rápido, hato de ovejas, o nos fríen a todos! [Suspira usted, Patrick, en la sala de justicia. ¿Cómo revivir tales momentos? Si tuviese que escribir sobre ello, vacilaría. Un puñado de hombres, triste apelmazamiento de nervios, carne y sangre..., ¿moviéndose por entre un diluvio de plomo y acero incandescente? ¡Demasiado increíble! No importaba, para el caso, que alguna vez hubiese sido un hecho real: la literatura no lo podría admitir, so pena de renegar de sus cánones.] Estaba vagamente consciente de trotar entre los demás; aquí y allí advertía sus borrosas presencias...: un jadeo, un sollozo, el ruido de suelas claveteadas golpeando contra el barro... ¿Dije acaso que uno discurre allí? ¿Caben pensamientos en la médula de la demencia? ¿Caben siquiera oraciones? —¡Al suelo! ¡Descanso! —gritó Figg. Nos tiramos de bruces, indiferentes al golpe. Sabíamos íntimamente que esa seguridad era ilusoria, pero nos aferrábamos a lo único que teníamos para conservar un resto de razón. Cuerpo a tierra..., ¡cuerpo a tierra! —¿No se podrá hacer nada, Pat? Lo miré. Los húmedos ojos azules parecían inmensos en su cara brillante de miedo. Todo él era tan frágil, debajo de las absurdas ropas militares... Su miedo y su desesperación volvieron a clavárseme en la carne. Y otra cosa me dolía más aún: su confianza en mí. Su fútil confianza. ¿Qué podría esperar cualquiera de nosotros de cualquiera de los demás? —¿Nos van a matar a todos, entonces, Pat? [Tommy Simms. Al principio había sido nada más que un nombre en una lista, luego... Aquí, ahora, usted aún trata de definir aquello, sin conseguirlo tampoco. ¿Cuántas cosas..., cosas perdidas, y de súbito vueltas a vislumbrar..., cuántas gotas de sangre..., cuánto, significaba el muchacho para usted? ¿Influyó el clima anormal, de muerte y de violencia generalizadas? ¿Fue parte de ello aquel viejo dolor, debido a la pérdida de Buddy, el hermano casi niño que desapareció dentro de una mole de acero, en el fondo del Pacífico?... Quizá fue la suma de todo, quizá algo distinto y

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mucho más hondo. El hecho fue que, de pronto, en mitad del infierno, solo Tommy Simms, el de las pecas y los ojos celestes llenos de absurda confianza en usted, resultó importante, Patrick. El resto..., se redujo tan solo a retazos de una especie de pesadilla grotesca.] Procuré confortarlo lo mejor posible. Rebusqué en lo profundo algún resto de fe, pero no encontré nada. Por fin opté por apretarle un hombro, y me pareció que me lo agradecía. Durante unos momentos, Furias y Arpías de factura humana se ocuparon de zarandearnos. Luego nos aplastó una pausa asfixiante de tensión. —¡Patrick! Me volví. Su voz había salido estrangulada. (Alguien se estaba quejando, por ahí cerca, pero eso ahora quedaba relegado a un segundo plano desenfocado.) —¿Estás bien, Tommy? —apremié. Lo oí tragar saliva. Mi posición no me permitía mirarle la cara, y no me atrevía a incorporarme, porque el sargento me habría volteado de un sopapo. —Sí, estoy... bien, Pat. No... tengo nada —murmuró, ante mi alivio—. Solamente quería preguntarte... —¿Qué, muchacho? —¿Por qué no nos apoya le artillería? ¡Ellos nos podrían sacar de esta! Otras veces... —¡Cuidado! Nueva rociada. Vuelta a la agonía de estrujarse contra la tierra, clavándole las uñas como un amante sádico, mientras el mundo pugnaba por escurrirse de uno... Luego: —¿Y la artillería, Pat..., la artillería? ¿Qué hacen que no...? Era el plañido de un niño vapuleado. Me exprimió el corazón como si fuese la mitad de una naranja, porque iba dirigido a mí, a falta de alguien mejor. —No sé, Tommy —me forcé a contestarle—. De esto no entiendo gran cosa. Pero me parece que no pueden apoyarnos mientras no se averigüe desde dónde nos están tirando los morteros. —¿Y por qué? —Rezumaba algo así como rabia el miedo del chico—. ¿Por no desperdiciar cañonazos? ...No pude calcular el tiempo que transcurrió. Le estuve dando vueltas a las

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frases de Tommy, pensé en varias cosas, me acordé de otras muchas, y por fin oí la voz del sargento Figg: —¡Pueden sentarse!... Parece que nos dan un respiro. Roce de telas bastas contra el barro, chirrido de acero hiriendo alguna arista rocosa, suspiros y gemidos en sordina. —¿Algún herido? —Reconocí el tono calmo del capitán Ashworth. Se pasó lista. Algunos muchachos no contestaron, y vi cómo se plegaba el entrecejo del oficial. El sargento Figg, echando humo por la nariz, evolucionó entre la tropa como un tábano fornido. Pronto nos acomodó en varios grupos, cubriendo todos los frentes. Noté que llevaba un vendaje alrededor de la cabeza, lo cual me intrigó por un momento. Luego pensé que él mismo debió de haberse practicado la cura. No creo que ninguno de los demás, con excepción quizá del capitán, le habría resultado de utilidad, visto el estado de estupor en que todos vadeábamos. Tommy Simms y yo habíamos quedado en un recodo, algo aparte del resto. —¿Por qué? —oí musitar al chico de repente. —¿Eh? —dije. —¿Por qué tenemos que estar acá? Lo miré. Había hablado en un susurro, pero el efecto resultó más intenso que si hubiese aullado. Le vi humedad en la frente y al borde de los párpados. Era un día nublado, y en nuestra actitud de ratas encuevadas teníamos las caras pobladas de tortuosas sombras. Sentí el frío del cañón del rifle anidado en mi mano. No pude emitir una sola palabra. —¿Por qué nos robaron el derecho a vivir como Dios manda? —barbotó Tommy—. ¡No debíamos estar aquí, Pat! ¡Ni tú ni yo..., ni nadie! Miré a lo lejos, todavía sin decir nada. Tocones humeantes, muñones patéticos..., columnas de humo sucio, llagas oscuras en la tierra...; un cielo opaco, encima. Me dije que Tommy tenía razón: no debíamos estar allí. Nadie se merecía esto. ¿Pero a quién apelar? ¡No nos correspondía a nosotros dar las cartas en aquel juego! —Yo... yo tendría que estar ahora en nuestra granjita de Chippewa, con los viejos... ¿Cómo van a arreglárselas solos para hacer todo el trabajo? Las vacas... Te conté, ¿no, Patrick?

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—Sí, algunas veces... —¡Ya habrán nacido los terneros! Y aquellas espigas, Pat... Son como un mar amarillo, te descansan los ojos al mirarlas. Ahora estarán... ¡Oh, Dios! Ocultó la cara. Me volví por un instante hacia el horizonte, donde por supuesto todo seguía igual que antes: gris, sucio. —Perdón, Pat. No quisiera que pienses que aflojo, pero a veces... —No te preocupes, Tommy. ¡Si vieras cómo te entiendo! ¿Te imaginas que yo no extraño también lo mío? —Sonreí un poco, sin poder remediarlo—. ¡Ni en cien mil años habría creído que podría decir esto, pero...! —¿Qué? —¡Añoro hasta el maldito papel carbónico! ¿No es idiota? Se encogió de hombros, serio. Continué: —Daría lo que no tengo por estar allá, a estas horas... En mi pocilga del Bronx, dale que te dale a las teclas... ¡Ahora lo veo como un paraíso terrenal! ¡Y pensar que había días en que me la pasaba rezongando!... [¿Qué es lo que le parece aquello aquí, ahora, Patrick? ¿Qué le parece todo, el mundo, la vida con y sin guerra, la gente..., cuando es muy posible que pierda el conjunto de un solo golpe? Usted —o algo en su interior..., algo travieso y terriblemente inoportuno— casi se siente inclinado a reírse entre dientes. ¡Menuda interrogante para la Novela del Año! ¡Vaya una tesis para optar al Pulitzer!...] Nos dimos vuelta al oír el llamado. Pero ya desde unos quince segundos antes, fuimos conscientes de esa presencia que se aproximaba, merced al fétido sine qua non que lo precedía constantemente, como los titulares de prensa a una vedette. —¡Eh! ¡Ustedes dos, vagos! Las leyes naturales volvían por sus fueros. El mundo giraba otra vez regularmente, dado que el cigarro de Figg seguía en su puesto de costumbre. —¿Sargento...? —¿Señor? —Tommy se cuadró, con un salto de su nuez. —El capitán pregunta por ustedes, caballeros. —Un grueso pulgar ofició de improvisado cicerone—. Si tienen la gentileza... Nos dejamos arrastrar por su efluvio.

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En el lugar mejor protegido de las recién erigidas fortificaciones, el capitán Ashworth había reunido a todo el batallón. Tommy se puso como un tomate. ¡De veras que nos habíamos apartado del mundanal ruido, nosotros dos! Figg nos lanzó una mirada deletérea. Luego disparó un ademán de saludo hacia el oficial. —Ya están todos, señor —y el retintín de la tercera palabra nos individualizó con mayor eficacia que un baño de pintura amarilla. —Lamento la demora, mi capitán —aventuré. —Los caballeros intercambiaban opiniones, señor —ironizó Figg—. Sabe usted, capitán, se trata de intelectuales, así que... —Suficiente, sargento. —¡Sísseñor! —Figg se clavó en un exagerado “firmes”, elevando su tagarnina a un ángulo de 30 grados. —Bien. Caballeros —y en boca del capitán ese término adquiría un significado muy especial, que todos sabíamos apreciar—: a estas alturas estoy completamente seguro de que a nadie se le escapará lo sumamente crítico de nuestra presente situación. Hizo una pausa. Se habría oído hasta un chocar de párpados. Su firme mirada pasó por sobre nuestras cabezas. Tuvo el suficiente tacto como para no enfrentar específicamente los ojos de ninguno...; todavía no. —No obstante —continuó—, podría existir una posibilidad a nuestro favor; una posibilidad nada despreciable. En concreto: un voluntario debe salir a reconocer los alrededores. Si logra avistar el emplazamiento de la batería enemiga, estará en posición de transmitir su ubicación a nuestra artillería, y entonces podremos esperar un importante apoyo. (—¡Acabando con los malditos morteros!...) —fue el callado pensamiento unánime. El aire empezó a circular con mayor facilidad a través de las narices. Incluso apareció una lucecita en todos los ojos, una lucecita que hacía rato no se veía. No podíamos evitarlo: estaba en nuestra naturaleza aferrarnos a la primera rama que se nos tendía. —Sin embargo —siguió diciendo Ashworth—, es justo que sepan a lo que tendrán que enfrentarse quienes se ofrezcan. Sopló una ráfaga helada. Me estremecí dentro de mi grueso uniforme invernal.

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—Hay una ametralladora muy bien ubicada —informó nuestro capitán—. Han de estar esperando precisamente a que alguno salga... Un buen corredor, no obstante, la puede rebasar. Esta, escuetamente, es la situación que encaramos. ¿Algún voluntario? [Ahora, en la sala de jurados, usted evoca aquel instante: las bocas apretadas de los hombres, las miradas huidizas, los dedos crispados en torno a los fusiles, algún botín dibujando evasivos surcos en la tierra. Ninguno de ustedes era lo que se dice un bisoño, Patrick. Habían engullido una buena tajada de La Guerra...: más que suficiente. El miedo, crudo y simple —se le ocurre ahora—, puede resultar el antídoto más eficaz contra la vergüenza.] En el seno de aquel silencio, embarazante como una nube viscosa de “babas del Diablo”, y bajo la mirada del capitán Ashworth, que nos ceñía como arenas movedizas, una aguda sensación de malestar me aporreó la boca del estómago. Miré enseguida a Tommy..., y ahí estaba eso. ¡Justo lo que había rogado y suplicado que no apareciese en sus ojos! Casi podía oírlo pensar... Desde los siete años que había dejado de elevar preces. Sin embargo, ahora apreté los dientes y los párpados y cerré los puños en torno del rifle y, con todas las fuerzas que pude extraer de mi vacío interior, lo intenté... Aunque muy bien sabía que, de existir algún Dios, debía estar allá en lo alto, mientras que yo y Tommy y los otros chapaleábamos aquí abajo, en una infame poza de miedo y vileza; pero de todos modos traté. Desde algún sitio me llegó el eco de una voz: —Está bien, capitán. ¡Ya veo que me toca a mí! Abrí los ojos. El capitán se volvía hacia alguien. —¿Usted? —¡Ya que ninguna de esas señoritas mueve un dedo...! —una bocanada de humo pestilente subrayó la mofa. El capitán Ashworth miró a Figg gravemente. Todos los demás conteníamos el aliento. Cabía en lo posible, me atreví a suponer, que las cosas se encarrilasen, si... —Tenía la impresión de que no iba a ser necesario discutir ese punto con usted, sargento —dijo Ashworth—. ¡Sabe perfectamente que su rodilla no está en buenas condiciones! Aprecio mucho su ofrecimiento, pero me veo en la obligación

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de rechazárselo. ¡Para esta operación se necesita un buen corredor! —¡Pero la herida ya no me molesta más, señor!... —Le suplico que me deje esas decisiones a mí, sargento. El filo de la diestra de Figg chocó contra su sien. —¡¡Sísseñorr!! El capitán Ashworth consultó el reloj pulsera. —Voy a esperar un minuto más —anunció. ...¿Cuántas eternidades pueden caber en un minuto de ésos? Sentí algo caliente que me resbalaba por la barbilla. Me froté con el dorso de la mano y me quedé atónito al retirarlo manchado de rojo... Debí morderme el labio sin darme cuenta. —Tommy... —musité—. ¡No vayas a...! —¿Y bien? —inquirió el capitán. Silencio. Culpa. Y una opresión tremenda abarcándome por completo, ahogándome, más y más estrujante, hasta que... —¡Perfectamente! Jamás cinco simples sílabas pesaron más... ¡Pero Tommy seguía callado! Aun cuando las palabras, o el grito, pugnaran por escaparse por entre sus labios trémulos, Tommy no se había ofrecido aún...; y eso, por el momento, era lo que me importaba. —¡Perfectamente! —repitió Ashworth, sin asomo de intención en la voz, porque era demasiado hombre como para eso—. Me corresponde a mí encargarme del trabajo, entonces. —¡Pero, señor! ¡Usted no puede...! —Es deber inherente a mi rango, sargento, el llevar a cabo todas aquellas misiones que mis hombres no sean capaces de cumplir. ¡Supongo que no me discutirá la verdad de esta afirmación! —Perdone, señor capitán, ¡pero se la discuto! Las mandíbulas del oficial se endurecieron. —¡Sargento Figg! ¡Se ha excedido! —Sí..., señor —y los dientes se clavaron airadamente en el puro. Entonces vomitó el cielo. Otra vez la pesadilla de aullidos y de estruendos; nuevamente la palma de Gargantúa aplastándonos contra el suelo. Alcancé a oír un grito:

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—¡Volaron al capitán! ¡Zambúllanse, idiotas! (Fin de la primera parte)

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

Wikipedia: Carlos Federici

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UN SUEÑO PARA DAISY rAÚL ARIEL VICTORIANO

E

l Grencho estaba con la cabeza volada. Apoyó la oreja sobre el riel para escuchar de qué punto cardinal venía el viento frío de esta mañana de invierno, miró los vagones alineados entrando a los andenes por la otra vía y pensó en gusanos.

Las pastillas que le dieron los pibes eran pura basura y en vez de ayudarlo a subir le masticaban más las neuronas. No dejaba de ver arañas. Sintió una soga atada al corazón, el cordón ensangrentado palpitó en un crepúsculo granate. La alegre figura de Daisy no aparecía ni a través los perfiles oxidados del reticulado del puente de hierro ni bailando alrededor de las latas de pintura amarilla, arrimadas contra el óxido de las chapas de los galpones de la estación Saldías. El cielo de Buenos Aires se había puesto duro como el acero. Amenazaba lluvia y, no obstante, decidió demorarse un poco antes de regresar a su vivienda: un vagón estacionado en la vía muerta donde se quiebra la calle Mugica, cerca del pequeño santuario con cintas y banderitas rojas del Gauchito Gil. Las nubes parecían un escuadrón de demonios lo cual no ayudaba en nada, al contrario, empeoraba el estado de angustia del Grencho. Quería estar con Daisy, acariciarle el vientre y pedirle que le cante una canción para dormir un rato. Se distrajo, pisó justo en el borde de un durmiente y se desbarrancó por el costado del terraplén. Había agua y se embarró el pantalón.

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Pensó en la melancolía. No quiso ponerse de pie hasta ver pasar a su lado la cola del tren entrando despacio a la estación Retiro Mitre sobre los desvíos de los rieles. Trató de permanecer quieto, sin moverse. Aunque todavía estaba bajo el efecto de la pasta base conservaba un resto de sensatez y pudo advertir el peligro de estar tirado entre las vías. Se puso a llorar. Estaba emocionalmente inestable. Se dio vuelta con cautela e irguió su cuerpo tambaleando como un borracho. Desde una de las ventanas de las casas apretujadas contra el alambrado llegó un aroma a sopa. Tenía hambre. Su última comida había sido la hamburguesa que le habían regalado al mediodía en la terminal del subte C. Recordó la tarea pendiente de ir a la plaza a rescatar el colchón tirado debajo del olmo, cerca de la Torre de los Ingleses. Además, no debía olvidar la frazada, las dos cosas eran importantes. Un pensamiento fugaz lo estremeció con rapidez: la distancia entre el olmo y el vagón era la misma que entre la vida y la muerte. Imaginó un brote de espuma en su cerebro, tan enorme como un gramo de felicidad. Empezaba a pensar a la velocidad de la luz, estaba bajando y tuvo la sospecha de la aparición repentina del mal humor. La aguja del tiempo lo pinchó y comenzó a asomar el dolor de su pasado. Dio un manotazo al aire como queriendo espantar los recuerdos. Levantó del piso un recorte de diario. En Siria el hambre y los misiles elevaban los chicos al cielo, sintió lástima, acá se los llevaba el hambre y el frío. Se rascó la cabeza. Una ráfaga de viento helado le hizo encoger los hombros. Se tomó del muro y con una mano se cerró la campera. Dejó atrás el puente de hierro y ya sobre Mugica caminó apurado hacia la salida. Empezó a anochecer y el Grencho bordeó la plaza. Retuvo el bollo de miedo triste acumulado en la garganta. Daisy decía que sentía algo parecido al escuchar los blues de Snowy White. Pero esto fue diferente, las arañas desaparecieron y llegaron los cuervos negros a girar en círculos dentro de su cerebro.

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Cuando estuvo al lado del colchón escuchó el estampido de un trueno y miró al cielo. Si no conseguía más paco, esta noche iría a robar un poco de pegamento al galpón ferroviario de Saldías, donde, cuando era chico, junto a los pibes de la Villa 31, ensayaba los pasos de la murga. Tuvo un brote de ternura y recordó a su maestra de primer grado. La señorita Matilde lo había visto entusiasmado en una clase de Historia y le había regalado la galera de cartón y el uniforme de soldado patricio hecho en papel crepé. Con ese disfraz bailaba en la comparsa y era feliz. Hacía mucho que no recordaba esto andando solo como ahora. A Daisy la había conocido en el Pirovano cuando ella perdió el bebé y a partir de ese momento no se separaron más. Él estaba vendado y cosido porque le habían abierto la panza de un navajazo. Ahora todo cambió. Las arañas de su firmamento se fundieron y llegó el destello de la lucidez al nido de su conciencia para decirle que ella no iba a regresar más porque hacía una semana había sido atropellada por una formación del Belgrano Norte. Arrastró la colchoneta, la subió al furgón y pensó en la noche que planearon el gran viaje, desde Constitución, en esos trenes nuevos pintados de celeste y blanco, para ver el océano. El Grencho dio vueltas y vueltas. Metió las manos en los bolsillos buscando la última dosis del día. Aspiró. No supo cómo regalarle un sueño de color azul a Daisy. Le pareció ver su figura escondida detrás de una estrella triste en su mundo inalcanzable, pero por primera vez se propuso un gesto de entereza. Y no lloró.

RAÚL ARIEL VICTORIANO

Argentina

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LA LOBA BLANCA Dana Belén Baioni

H

abía perdido la cuenta de las lunas que llevaba escondida en esa estación desierta, vagando como un alma en pena entre los vagones abandonados. Se agazapa en un rincón. La penumbra le recuerda la luz dorada de

los salones del palacio; el olor a ratas y grano putrefacto evoca en su memoria el perfume de su madre. Había perdido la cuenta de todas las noches blancas en las que había soñado que uno de aquellos gigantes silenciosos cobraba vida para ponerse en movimiento. Así podría huir. Huir a cualquier parte, lejos de esa tierra que la había traicionado y que ahora contempla su infortunio, impávida. Recuerda cuando el cielo se tiñó de rojo. Su hermano debía de yacer a pocos metros de allí. Había escuchado el estruendo de los disparos. Lo habían cazado. No era más que un cachorro. Un aullido penetrante quiebra el silencio. Lo sigue otro. Su pelaje platinado se eriza al escuchar el grito enajenado de sus compañeros. Su manada era leal, y acechaba cerca. Estarían allí antes de que septiembre tocara fin y las aguas del río comenzaran a cubrirse con un manto helado. Las otras bestias lo saben, y por eso deben encontrarla antes que ellos. De pronto, oye el ruido de pasos amortiguados en la hierba. Alguien se acerca. Le parece olisquear un tufo a pólvora y sangre en el aire. El vagón vacío le hace llegar el eco de más de una voz. —Si no la encontramos, seremos nosotros los ejecutados. Detecta un miedo viscoso en aquellas palabras. El sol dibuja la sombra de un fusil en la hierba, muy cerca de su escondite. El recuerdo de los ojos de sus hermanas, abiertos hacia el abismo, congela sus

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miembros. Pronto se reunirá con ellas. Sabe que ya no puede salvar la vida, pero en un arrebato de audacia decide que no la entregará a sus cazadores allí agazapada, temerosa, a la espera. Deja escapar un último suspiro, se pone de pie con esfuerzo, y salta del vagón. El sol se refleja en su blanco pelaje en todo su esplendor, arrancando destellos plateados. Sus piernas, exhaustas, toman contacto con la tierra que una vez le perteneció y corren a través de ella, abandonando el andén n° 37. —¡Yákov! ¡Ahí está! —grita el soldado. Un silbido, presagio mortífero, hiende el aire. La bala penetra en su carne, tierna y joven, poniéndole fin a sus días de cautiverio. La loba se desploma vencida sobre la hierba seca que no tardará en arder para ocultar su osadía. Su sangre mana de la herida y se derrama, humedeciendo la tierra en la que clava sus garras con un agónico suspiro. El blanco impoluto de su vestido se corrompe por aquel rojo intruso de la muerte. Los cazadores, exultantes de victoria, cubren con su pabellón escarlata el níveo cadáver yaciente de la loba blanca.

DANA BELÉN BAIONI

Argentina

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JUAN VIAJA EN TRENES FEDERICO ROMAIRONE

J

uan viaja en trenes. Vive a cinco cuadras de una estación del ferrocarril sur en el conurbano bonaerense. Todos los días ida y vuelta al centro porteño. Todos los días hasta Constitución y vuelta. Saca el abono mensual. Y viaja. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Juan viaja en trenes. A ciento quince kilómetros de su ciudad vive su madre. Una vez al mes la visita. Va en tren. El que que sale los viernes y regresa los

domingos. Es una chanchita. Lo que en la jerga ferroviaria es un tren pequeño. Va de su casa a la estación, de ahí a Constitución, y de allí al pueblo donde vive ella. La chanchita lo deja en una parada abandonada del ferrocarril. A ocho cuadras de la casa, y a diez de la laguna. Juan viaja en trenes. Tiene una amiga con la que se junta a escribir cuentos y relatos cortos. En realidad, cada uno escribe en su casa y luego se juntan a leerlos. Uno lee el del otro y viceversa. Se encuentran en un café ubicado cerca de la estación de Flores. Él va de su ciudad a Constitución, de ahí en subte hasta Once y de ahí toma el Sarmiento hasta su destino. Ambos toman café con leche si aún no anocheció. O cerveza si ya es de noche. A él le gustan las medialunas de grasa. A ella las de manteca. La pasan bien juntos. Ella se acaba de separar y este ritual le hace bien para despejar la mente. Él es siempre soltero. A él le gusta de ella. Ella no lo sabe. Él no quiere confesar. Juan viaja en trenes. Juan piensa en trenes. No piensa en los trenes. Piensa

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mientras viaja en ellos. Piensa parado y piensa cuando consigue asiento. Piensa cuando viaja mirando por la ventana. Y cuando viaja mirando hacía el pasillo. Juan viaja en trenes y piensa. Piensa en su trabajo. Se aburre. Piensa en renunciar. Pero piensa que afuera esta complicada la situación. Piensa en irse afuera. Afuera del país. Pero todavía no. Tiene cosas pendientes. Juan no va a renunciar. Juan viaja en trenes y piensa. Piensa en su mamá. Piensa en visitarla más seguido. Piensa en ella y la soledad. Tiene miedo que ella se sienta tan sola como él. No quiere que se sienta así. Piensa en irse afuera del país. Pero así la vería todavía menos. Juan no se va a ir del país. Juan viaja en trenes y piensa. Piensa en ella. Su amiga. Piensa cómo decirle. Piensa si decirle o no. Piensa en las probabilidades. Piensa en perder. Pero tiene ganas. Muchas ganas de expresarle lo que siente por ella. Piensa pero no se lo va a decir. Lo escribe. Escribe esto que estas leyendo. Se lo va a dar para que ella lo lea. Juan viaja en trenes. Viaja en tren, en subte y en tren otra vez. Juan viaja al encuentro con su amiga. Juan va a confesar.

fEDERICO ROMAIRONE

Argentina

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